Óscar Wilde
Óscar Wilde, uno de los escritores y dramaturgos más famosos del siglo XIX, autor de obras como El Retrato de Dorian Gray o La Importancia de llamarse Ernesto, se convirtió al catolicismo en su lecho de muerte, en sus últimos instantes de vida, aunque muchos no los sepan.
Luego de su nacimiento en Dublín (Irlanda) en 1854, Wilde fue bautizado en la iglesia anglicana. Sin embargo su madre, Jane, fue atraída hacia el catolicismo e iba a Misa con frecuencia. Cuando Óscar era niño, ella le pidió al sacerdote local que instruyera a sus hijos en la fe católica, aunque no se sabe si realmente Jane se unió oficialmente a la Iglesia.
Wilde, aunque recibía formación católica, no se consideraba a sí mismo como un católico en crecimiento.
Mientras estudiaba en Oxford, Wilde consideró seriamente la posibilidad de convertirse al catolicismo, e incluso ser sacerdote. Pero al mismo tiempo se había unido a los masones.
En 1877, cuando tenía 23 años, el escritor viajó a Roma y tuvo un encuentro con el Papa Pío IX que lo dejó “sin palabras”. Entonces comenzó a leer los libros del Beato Cardenal John Newman.
Sobre la Iglesia Católica Wilde decía con ironía: “Solo es para los santos y pecadores. Para la gente respetable bastará la iglesia anglicana”.
En 1878 se hizo amigo de un sacerdote y escogió una fecha para entrar oficialmente a la Iglesia Católica pero su familia se opuso. Su padre lo amenazó con cortarle las manos si lo hacía. Por ello, al último minuto, Wilde desistió en convertirse al catolicismo.
Años después, en 1895, luego de alcanzar la fama en la literatura, fue acusado de sodomía (practicar actos homosexuales), que era ilegal en Inglaterra en ese tiempo. Tras un largo juicio público, fue declarado culpable y condenado a dos años de trabajos forzados.
Mientras estaba en prisión, su salud se deterioró, pero también experimentó una renovación espiritual. Cuando salió libre, pidió a la Compañía de Jesús hacer un retiro espiritual de seis meses. Lamentablemente, fue rechazado.
Algunos informes dicen que lloró al escuchar el rechazo. A pesar de haberle dicho a un periodista que tenía "la intención de ser recibido en poco tiempo” en la Iglesia Católica, viajó a Francia, donde vivió durante unos años deprimido y en la pobreza, gastando el poco dinero que tenía en el alcohol.
En 1900, la salud de Wilde empeoró al desarrollar una meningitis cerebral. Cuando se dio cuenta de que el escritor podría morir, Robert “Robbi” Ross, su amigo y presunto amante homosexual, llamó a un sacerdote. Cuando el presbítero llegó, Wilde pidió ser bautizado en la Iglesia Católica. Sobre este suceso, el sacerdote contaría lo siguiente:
“Mientras el carruaje recorría las oscuras calles de esa noche invernal, la triste historia de Óscar Wilde me fue, en parte, repetida… Robert Ross se arrodilló junto a la cama, asistiéndome como mejor pudo mientras le administré (a Wilde) el bautismo condicional, y luego pronunciando las respuestas mientras le di la Extrema Unción al hombre postrado y recité las oraciones para los moribundos. Ya que el hombre estaba en una condición semi-comatosa, no me aventuré a administrarle el Santo Viático (Eucaristía); pero debo añadir que él podía ser despertado y fue despertado de este estado en mi presencia. Cuando despertó, dio signos de estar interiormente consciente… En efecto estuve completamente satisfecho de que él me entendió cuando dije que estaba a punto de recibirlo en la Iglesia Católica y le di los últimos sacramentos… y cuando repetí cerca a su oído los Santos Nombres, el Acto de Contrición, Fe, Esperanza y Caridad, con actos de humilde resignación a la Voluntad de Dios, trató de decir las palabras después de mí”.
Al día siguiente, Oscar Wilde murió.
Oscar Wilde escribió dos volúmenes de cuentos, El príncipe feliz y otros cuentos (1888) y Una casa de granadas (1891). El primero de ellos fue escrito, según una carta de 1888, “en parte para los niños y en parte para los que han mantenido de adultos las facultades infantiles de la maravilla y la alegría”. En realidad parece que el origen de los cuentos fue el deseo de Wilde de contar historias maravillosas a sus dos hijos, lo que él sentía como un deber de cada padre. La segunda entrega de cuentos parece más taciturna y pesimista, y por tanto menos apropiada para la infancia, aunque pueden ser leídos por niños de doce años en adelante.
En los dos libros se encuentran hermosos cuentos de hadas, en los que destaca la elegancia del lenguaje, tan propia de Wilde, elegancia que combinada con la extrañeza de su contenido da al conjunto un atractivo indudable. La mayoría de las veces la delicada prosa/poética de Wilde se usa para transmitir parábolas sobre el egoísmo y el altruismo, de profundo sentimiento cristiano, como en El príncipe feliz, El gigante egoísta o El joven rey; en ocasiones nos encontramos con prefiguraciones de Cristo, como en El ruiseñor y la rosa, o claras representaciones suyas, como en El Gigante egoísta; o bien nos topamos con cuentos cautelosos, que esbozan delicadamente enseñanzas morales sobre el egoísmo y el narcisismo, como en El amigo fiel y El famoso cohete.
A diferencia de los cuentos clásicos -que suelen contener un desenlace feliz-, algunos de estos cuentos de Wilde tienen un toque de amargor, unas gotas de tristeza, unas gotas de nostalgia, que, no obstante, les da un sabor aún más hermoso.
Si queremos amar, si queremos abrirnos a esta realidad maravillosa y mágica que es el amor, tenemos que estar dispuestos a sacrificarnos por la persona amada. El ruiseñor y la rosa es uno de esos cuentos que parece que no acaban bien, pero que encierran una luz de esperanza. El ruiseñor es el modesto reflejo de un pequeño espejo donde se proyecta el mayor acto de Amor concebible, el de un Dios que muere por amor a sus criaturas, preludio de grandeza pareja a la mayor fuente de esperanza concebible, pues esa muerte no es tal, sino una puerta a una gloriosa inmortalidad.
En El gigante egoísta vemos el trasfondo cristiano más claramente; el mismísimo Niño Jesús está presente, es uno de los personajes y no pasa inadvertido a los niños. El cuento relata la historia de una conversión, de cómo el encuentro con Jesucristo puede transformarnos, de cómo el egoísmo puede trocarse en amor y cómo, cuando esto es así, todo lo demás sobra, todo está consumado, pues el deseo de estar en Su presencia lo eclipsa todo, hace que todo aquello que nos llenaba en esta vida sea insuficiente y que el único deseo sea verle a Él para amarle eternamente, como le aconteció al gigante.
Espero que vuestros hijos disfruten con estos preciosos cuentos.
Miguel Sanmartín Fenollera
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