Momo
Michael Ende
Capítulo 21
El fin con el que comienza algo nuevo
Momo se había entretenido al deletrear el aviso. Cuando atravesó la puerta, ya no se veía nada del último hombre gris.
Ante ella se extendía una fosa de obra que podría tener veinte o treinta metros de profundidad. Había excavadoras y otras máquinas de la construcción. En una rampa que conducía al fondo de la fosa, unos cuantos camiones se habían parado en medio de su recorrido. Acá y allá había obreros de la construcción, paralizados en sus posturas respectivas.
¿A dónde ir? Momo no podía descubrir ninguna entrada que pudiera haber usado el hombre gris. Miró a “Casiopea”, pero ésta tampoco parecía saber nada más. No apareció nada en su caparazón.
Momo bajó al fondo de la fosa y miró alrededor. Y, así, volvió a ver una cara conocida. Allí estaba Nicola, el albañil que le había pintado su bonito cuadro de flores en la pared. Claro que él también estaba inmóvil, como todos los demás, pero en su postura había algo curioso. Tenía una mano al lado de la boca, como si le gritara algo a alguien, y con la otra mano señalaba la abertura de un tubo gigantesco que salía del fondo de la fosa a su lado. Y resultó que parecía mirar directamente a Momo.
Momo no lo pensó mucho, sino que lo tomó como una señal y se metió en el tubo. Apenas estuvo dentro, empezó a resbalar, porque el tubo conducía derecho abajo. Daba toda clase de vueltas, de modo que daba tumbos de un lado a otro como en un tobogán. La bajada, en una oscuridad cada vez más espesa, se hizo vertiginosa. A veces daba una voltereta, de modo que bajaba con la cabeza por delante. Pero no soltó la tortuga ni la flor. Cuanto más bajaba, más frío hacía.
Durante un momento pensó, también, si jamás volvería a salir de allí, pero antes de poder asustarse, el tubo acabó de repente en un pasillo subterráneo. Ya no estaba oscuro. Reinaba una media luz cenicienta que parecía surgir de las propias paredes.
Momo se levantó y siguió andando. Como iba descalza, sus pasos no hacían ruido, pero sí los del hombre gris, que volvía a oír delante de ella. Siguió ese ruido.
Del pasillo que recorría se bifurcaban otros hacia todos lados, como un laberinto subterráneo que parecía extenderse por todo el barrio de reciente construcción.
Entonces oyó un revoltijo de voces. Se guió hacia él y espió por una esquina.
Ante sus ojos había una sala inmensa con una mesa casi interminable en su centro. Alrededor de esa mesa estaban sentados en dos largas filas los hombres grises o, mejor dicho, los pocos que quedaban. ¡Qué mísero aspecto tenían ahora esos ladrones de tiempo! Sus trajes estaban destrozados, tenían arañazos y chichones en sus calvas cabezas y sus caras estaban distorsionadas por el miedo.
Sólo sus cigarros humeaban todavía.
Momo vio que en la lejana pared del fondo de la sala había, algo entreabierta, una puerta acorazada enorme. Salía de la sala un frío glacial. Aunque Momo sabía que no servía de nada, se acurrucó en el suelo y se tapó los pies con la falda.
— Tenemos que ser ahorrativos con nuestras provisiones — oyó que decía el hombre gris que estaba en el extremo superior de la mesa, ante la puerta acorazada —, porque no sabemos cuánto tendremos que resistir con ellas. Tenemos que limitarnos.
— ¡Si sólo somos unos pocos! — gritó otro —. Las provisiones bastan para muchos años.
— Cuanto antes empecemos a ahorrar — continuó impertérrito, el orador —, más aguantaremos. Y ustedes, señores, saben a qué me refiero cuando digo “ahorrar”. Basta que unos pocos de nosotros sobrevivan a la catástrofe. Tenemos que ver las cosas objetivamente. Los que estamos aquí, señores míos, somos demasiados. Tenemos que reducir notablemente nuestro número. Es un imperativo de la razón. ¿Serían tan amables, señores, de numerarse?
Los hombres grises se numeraron. Después, el presidente sacó del bolsillo una moneda y dijo:
— Vamos a sortearlo. Cara quiere decir que se quedan los señores con los números pares; cruz, que se quedan los impares.
Echó la moneda al aire y la recogió.
— ¡Cara! — gritó —. Los señores con los números pares se quedan, a los otros se les ruega que se disuelvan inmediatamente.
Un gemido átono recorrió la fila de los perdedores, pero nadie protestó. Los ladrones de tiempo con los números pares les arrancaron a los otros sus cigarros y éstos se disolvieron en la nada.
— Ahora — dijo, en medio del silencio, el presidente —, vamos a repetirlo, por favor.
El mismo terrible procedimiento se repitió una segunda, una tercera e incluso una cuarta vez. Al final no quedaron más que seis de los hombres grises. Estaban sentados, tres a cada lado, frente a frente, en el extremo superior de la mesa y se miraban glacialmente.
Momo había observado el espectáculo temblorosa. Notó que, cada vez que se reducía el número de los hombres grises, disminuía sensiblemente el frío. Ahora casi era soportable.
— Seis — dijo uno de los hombres grises— es un número feo.
— Ya basta — dijo otro desde el otro lado de la mesa —. No vale la pena reducir todavía más nuestro número. Si nosotros seis no conseguimos sobrevivir a la catástrofe, tampoco lo conseguirían tres.
— Eso está por ver — opinó otro —, pero en caso necesario se puede discutir todavía, más adelante.
Calló durante un rato, para decir:
— Qué bien que la puerta de los almacenes estuviera abierta cuando comenzó la catástrofe. Si en ese momento hubiera estado cerrada, ninguna fuerza del mundo sería capaz de abrirla ahora. Habríamos estado perdidos.
— Por desgracia, no tiene toda la razón, señor mío — contestó otro —. Al estar abierta la puerta, se escapa el frío de los almacenes congeladores. Poco a poco, las flores horarias se irán descongelando. Y todos ustedes saben que entonces no podremos impedirles que vuelvan allí de donde han venido.
— ¿Quiere usted decir — repuso el segundo hombre gris— que nuestro frío ya no basta para mantener las provisiones congeladas?
— Sólo somos seis — respondió el otro —, lamentablemente, y ya me dirá usted qué podemos hacer. Me parece que nos apresuramos demasiado en limitar tan rigurosamente nuestro número. No ganaremos nada.
— Teníamos que decidirnos por una de las dos posibilidades — dijo el primer hombre gris —, y nos hemos decidido.
De nuevo se hizo el silencio.
— Así que puede ser que durante muchos años no hagamos otra cosa que estar sentados aquí y vigilarnos mutuamente — dijo uno —. Tengo que decir que no me parece una perspectiva demasiado agradable.
Momo reflexionaba. No tenía sentido estarse allí y esperar. Así que si ya no había más hombres grises, las flores horarias se descongelarían por sí mismas. Pero todavía había hombres grises. Y continuaría habiéndolos si ella no hacía nada. Pero, ¿qué podía hacer, cuando la puerta del almacén estaba abierta y los hombres grises podían aprovisionarse cuando quisieran? “Casiopea” pataleaba y Momo la miró.
“Cierras la puerta”, ponía en su caparazón.
— No va — susurró Momo —. Está inmovilizada. “Tocarla con la flor”, era la respuesta.
— ¿Puedo moverla si la toco con la flor horaria? — preguntó Momo en un murmullo. “Lo harás”, apareció en el caparazón.
Si “Casiopea” lo preveía, sería así. Momo dejó la tortuga cuidadosamente en el suelo. Entonces ocultó la flor horaria, que ya estaba bastante marchita y sólo tenía muy pocos pétalos, bajo su chaquetón.
Consiguió arrastrarse bajo la larga mesa sin que los hombres grises la vieran. Gateó bajo la mesa hasta que llegó al otro extremo. Ahora se encontraba entre los pies de los ladrones de tiempo. El corazón le latía como si quisiera reventar.
Muy, muy despacio sacó la flor horaria, se la puso entre los dientes y gateó entre las sillas sin que ningún hombre gris se diera cuenta.
Llegó a la puerta abierta y la tocó con la flor, empujándola al mismo tiempo, con la mano. La puerta giró silenciosamente sobre sus goznes y se cerró con estrépito. El golpe hizo nacer un eco centuplicado en la sala y en todos los corredores subterráneos.
Momo se levantó de un salto. Los hombres grises que ni por casualidad habían pensado en que podía haber alguien, además de ellos, exceptuando la inmovilidad total, quedaron rígidos por el espanto y clavaron la vista en la niña.
Sin pensarlo dos veces, Momo corrió por su lado hacia la salida de la sala. Entonces también se recobraron los hombres grises, que se lanzaron en su persecución.
— ¡Esa niña terrible! — oyó que gritaba uno —. ¡Es Momo!
— ¡No puede ser! — gritó otro —. ¿Cómo puede moverse?
— Tiene una flor horaria — gritó un tercero.
— ¿Y con eso — preguntó el cuarto— pudo mover la puerta?
El quinto se dio un golpe en la frente:
— También habríamos podido hacerlo nosotros. Tenemos de sobra.
— ¡Teníamos! ¡Teníamos! — chilló el sexto —. Ahora la puerta está cerrada. Sólo hay un remedio: tenemos que quitarle la flor. Si no, se acabó.
Mientras tanto, Momo ya había desaparecido por los pasillos, que se bifurcaban una y otra vez. Pero los hombres grises le llevaban ventaja, porque conocían los corredores. Momo corría de un lado a otro, alguna vez iba casi directamente a los brazos de algún perseguidor, pero siempre consiguió esquivarlos.
También “Casiopea” participaba a su manera en esa lucha. Cierto que sólo podía arrastrarse lentamente, pero como sabía de antemano por dónde iban a pasar los perseguidores, llegaba a tiempo a ese sitio y se ponía de tal manera que los hombres grises tropezaran con ella y cayeran al suelo dando tumbos. Los que venían detrás caían sobre el caído, y de ese modo la tortuga salvó varias veces a la niña de ser atrapada. Claro está que ella también fue a parar varias veces contra la pared, de una patada. Pero eso no le impedía seguir haciendo lo que sabía de antemano que iba a hacer.
Durante la persecución, varios hombres grises perdieron, por puro afán de alcanzar la flor horaria, sus cigarros, por lo que se disolvieron, uno tras otro, en la nada. Al final no quedaron más que dos.
Momo había vuelto, en su huida, a la gran sala con la mesa. Los dos ladrones de tiempo la perseguían alrededor de la mesa, pero no consiguieron alcanzarla. Entonces se separaron, corrieron en direcciones opuestas. Ya no quedaba escapatoria para Momo. Estaba refugiada en uno de los rincones de la sala y miraba, llena de miedo, a sus dos perseguidores. Apretaba la flor contra su cuerpo. Sólo le quedaban tres pétalos.
Justo cuando el primer perseguidor extendía la mano para arrebatarle la flor, el segundo le tiró para atrás.
— ¡No — chillaba —. ¡La flor es mía! ¡Mía!
Los dos comenzaron a pelearse entre sí. El primero arrancó el cigarro de la boca del segundo, que, con un grito fantasmal, giró sobre sí mismo, se volvió transparente, y desapareció. Entonces, el último de los hombres grises se dirigió hacia Momo. Entre sus labios humeaba una minúscula colilla.
— ¡Dame esa flor! — dijo, entrecortadamente.
En eso, se le cayó rodando la colilla. El hombre gris se lanzó hacia el suelo y trató de atraparla pero ya no la alcanzó. Volvió hacia Momo su cara cenicienta, se enderezó dificultosamente y alzó una mano temblorosa.
— Por favor — susurró —, por favor, querida niña, dame la flor.
Momo seguía apretada en su rincón, apretaba la flor contra su cuerpo y movió, incapaz de hablar, la cabeza.
El hombre gris asintió lentamente:
— Está bien... está bien... que todo haya terminado...
Y ya había desaparecido.
Momo miraba, atónita, el lugar en que había estado. Pero allí estaba ahora “Casiopea”, en cuya espalda ponía: “Abres la puerta”.
Momo fue hacia la puerta, la tocó con su flor horaria, en la que ya no había más que un solo pétalo, y la abrió de par en par.
Con la desaparición del último ladrón de tiempo había desaparecido, también, el frío.
Momo entró, con los ojos admirados, en los inmensos almacenes. Había incontables flores horarias, como copas de cristal, alineadas en estanterías sin fin, la una más hermosa que la otra, y todas diferentes: cientos, miles, millones de horas de vida. Hacía más y más calor, como en un invernadero.
Mientras caía la última hoja de la flor de Momo comenzó una especie de tempestad. Nubes de flores horarias pasaron en torbellinos por su lado. Era como una cálida tempestad de primavera, pero una tempestad de tiempo liberado.
Momo miraba a su alrededor como en sueños y vio a “Casiopea” en el suelo delante de ella. En su caparazón ponía, con letras luminosas: “Vuela a casa, pequeña Momo, vuela a casa”.
Y eso fue lo último que Momo vio de “Casiopea”. Porque la tempestad de flores se acrecentó de modo indescriptible, se hizo tan potente, que levantó a Momo como si ella también fuera una flor, y la llevó afuera, más allá de los corredores tenebrosos, hacia la tierra y la gran ciudad. Volaba sobre los tejados y torres en una inmensa nube de flores que se hacía cada vez mayor.
Entonces la nube de flores se posó lenta y suavemente, y las flores caían sobre el mundo detenido como copos de nieve. Y, al igual que los copos de nieve, se fundían y se volvían invisibles para regresar allí donde debían estar: en el corazón de los hombres.
En el mismo momento comenzó de nuevo el tiempo, y todo volvió a moverse. Los coches corrían, los urbanos silbaban, las palomas volaban y el perrito hizo su pis junto al farol. Los hombres no se habían dado cuenta siquiera de que el mundo estuvo detenido una hora. Porque, efectivamente, no había pasado tiempo desde el final y el nuevo comienzo. Para ellos había transcurrido como un abrir y cerrar de ojos.
No obstante, había cambiado algo. De pronto, todo el mundo tenía tiempo de sobra. Claro que todo el mundo estaba muy contento por ello, pero nadie sabía que en realidad era su propio tiempo ahorrado, que volvía a él de modo maravilloso.
Cuando Momo volvió a darse cuenta de dónde estaba, vio que era la calle en la que antes había encontrado a Beppo. Y, efectivamente, ¡allí estaba! Estaba vuelto de espaldas a ella, apoyado en su escoba, y miraba pensativamente ante sí, como antes. De repente ya no tenía ninguna prisa, y no podía explicarse por qué se sentía tan consolado y lleno de esperanza.
Puede ser, pensaba, que ya he ahorrado las cien mil horas para rescatar a Momo.
Y, en este mismo momento, alguien tiró de la manga de su chaqueta, se volvió, y tuvo ante sí a Momo.
Probablemente no existan palabras para definir la felicidad de este reencuentro. Ambos reían y lloraban alternativamente y hablaban a la vez, sin decir más que tonterías, como ocurre cuando se está como ebrio de alegría. Se abrazaban una y otra vez y la gente que pasaba se paraba y se reía y lloraba con ellos, porque ahora, al fin y al cabo, tenían tiempo suficiente para ello.
Por fin, Beppo se puso la escoba al hombro, porque está claro que no pensaba trabajar más aquel día. Así que los dos atravesaron la ciudad, cogidos del brazo, hacia el anfiteatro. Y cada uno tenía infinidad de cosas que contarle al otro.
En la gran ciudad se veía lo que hacía tiempo que ya no se había visto: los niños jugaban en medio de la calle, y los automovilistas, que tenían que parar, los miraban sonriendo o se apeaban para jugar con ellos. Por todos lados había corrillos de personas que charlaban amigablemente y se informaban largamente sobre el estado de salud de los demás. Quien iba al trabajo tenía tiempo para admirar las flores de un balcón o dar de comer a los pájaros. Y los médicos tenían tiempo para dedicarse extensamente a sus enfermos. Los trabajadores tenían tiempo para trabajar con tranquilidad y amor por su trabajo, porque ya no importaba hacer el mayor número de cosas en el menor tiempo posible. Todos podían dedicar a cualquier cosa todo el tiempo que necesitaban o querían, porque volvía a haberlo en cantidad.
Pero mucha gente no se ha enterado nunca de a quién se lo debía y qué ocurrió realmente durante aquel instante que les pareció que pasaba en un abrir y cerrar de ojos. La mayoría no lo habría creído. Sólo lo han sabido y creído los amigos de Momo.
Porque cuando la pequeña Momo y el viejo Beppo volvieron aquel día al anfiteatro ya estaban allí, esperándolos, todos: Gigi Cicerone, Paolo, Massimo, Blanco, la niña María y su hermanito Dedé, Claudio y todos los demás niños, Nino, el tabernero, con Liliana, su gorda mujer, y el bebé, Nicola, el albañil, y toda la gente de los alrededores que antes siempre había venido y a los que Momo había escuchado.
Entonces se celebró una fiesta tan divertida como sólo sabían celebrarla los amigos de Momo, y duró hasta que el cielo estuvo cubierto de estrellas.
Y cuando hubieron acabado el júbilo y los abrazos y los apretones de manos y las risas y los gritos, todos se sentaron en las gradas de piedra, cubiertas de hierba. Se hizo un gran silencio.
Momo se puso en el centro de la plazoleta circular. Pensaba en las voces de las estrellas y las flores horarias.
Y empezó a cantar con voz clara.
En la casa de “Ninguna Parte”, el maestro “Hora” a quien el tiempo devuelto había despertado de su primer y único sueño, estaba sentado en su sillón y miraba sonriente a Momo y sus amigos a través de sus gafas de visión total. Todavía estaba pálido, y parecía que acabara de sanar de una enfermedad grave. Pero sus ojos radiaban.
Entonces notó que algo le tocaba el pie. Se quitó las gafas y se inclinó. Ante él estaba la tortuga.
— ”Casiopea” — dijo con ternura, mientras le rascaba el cuello —. Lo habéis hecho muy bien, las dos. Tienes que contármelo todo, porque esta vez no he visto nada.
“Más tarde”, ponía en el caparazón. Entonces “Casiopea” estornudó.
— ¿No me vas a decir que te has resfriado? — preguntó el maestro “Hora”, preocupado. “¡Y tanto!”, fue la respuesta de
“Casiopea”.
— Habrá sido por el frío de los hombres grises — dijo el maestro “Hora” —. Puedo imaginarme que estés muy agotada y que primero quieras descansar. Retírate, pues.
“Gracias”, ponía en el caparazón. “Casiopea” fue arrastrándose hasta un rincón tranquilo y oscuro. Recogió dentro de su caparazón la cabeza y las cuatro extremidades, y en su espalda aparecieron, sólo visibles para quien ha leído esta historia, las letras: “Ende”.
FICHA DE TRABAJO
CUESTIONES
VOCABULARIO
PISTAS PARA LA REFLEXIÓN. Por Andrés Jiménez Abad
A LA PLENITUD POR LA ENTREGA SINCERA
Concluimos ya nuestra lectura del libro Momo, de Michael Ende. Es tiempo de hacer balance de lo que hemos ido considerando hasta aquí.
Momo no es un cuento de hadas para niños; es en realidad un poderoso mensaje para los adultos. En él se explica cómo el hecho de perseguir el éxito profesional o el dinero como único fin solo trae la infelicidad. Lo importante es saber emplear tu tiempo en escuchar, en ponerte en el lugar del otro, en ayudarle a conocerse, juzgarse y valorarse a sí mismo. Se trata de ayudarle a desarrollar lo mejor de sí.
Amar de verdad implica atender, comprender, aceptar y valorar. Pero todo eso requiere tiempo. Un tiempo que es vida cuando se convierte en don, y que se pudre y se hace infecundo cuando se quiere aprisionar con avaricia, cuando el amor ofuscado a los medios que facilitan la supervivencia nos hace perder de vista los verdaderos fines de la vida.
Momo es una niña con un don muy especial: sólo con escuchar consigue que los que están tristes se sientan mejor, los que están enfadados solucionen sus problemas o que a los que están aburridos se les ocurran cosas divertidas. De repente, la llegada de los hombres grises va a cambiar su vida. Porque prometen que ahorrar tiempo es lo mejor que se puede hacer, y pronto nadie va a tener tiempo para nada. Ni siquiera para jugar con sus niños. Momo es la única que no cae en la trampa, y sirve de piedra de toque para la conciencia de quienes la conocen y la tratan. Su descubrimiento del valor del tiempo y su pureza de corazón, que le hace ser fiel a sí misma incluso a contracorriente, nos dejan un tesoro de enseñanzas sobre la amistad, la bondad y el valor de las cosas sencillas.
Al mismo tiempo pretende mostrarnos que cada humano tiene un tiempo que es vida, un tiempo precioso que debe atesorar y emplear solamente en atender y compartir vida, afanes y gozos con los demás, en especial sus más próximos, sus vecinos.
Los antagonistas de la pequeña Momo, los hombres grises, son símbolo de una amenaza real: la pérdida de lo humano en la sociedad contemporánea. Estos diablejos, fantasmas cenicientos viven del tiempo ahorrado de los hombres, tiempo quitado a la familia, a los amigos, a la vida, y entregado completamente a la efectividad de un trabajo rápido, extenuante e impersonal.
“Ahorrar, ahorrar, ahorrar”, se convierte en el lema de la humanidad entera, hasta que ya nadie tiene tiempo para nadie. “Nadie quería darse cuenta de que su vida se volvía cada vez más pobre, más monótona y más fría.” Como si no hubiera un más allá y todo se resolviera a golpes de voluntad humana. Se dice que “el tiempo es oro”, pero se nos olvida cada vez más que sobre todo «el tiempo es vida, y que la vida reside en el corazón».
Existir es ya un regalo. Convertir la vida en don y compartirlo es finalidad para la vida. El don es una forma de servicio que excluye la obligación de retorno. Puede haber en ella reciprocidad, pero ésta siempre es libre, gratuita. Uno no da para recibir nada a cambio, sino por interés sincero hacia el bien del otro a quien se ofrece el don.
El tiempo cobra verdadero valor dándolo, convirtiéndolo en escucha y servicio para otras personas. Pero ahorrándolo, como sugieren los tentadores sin alma, la vida se apaga y el tiempo se destruye, convirtiéndose en “tiempo muerto”. Llevados por la tentadora propaganda difundida a gran escala por los hombres grises, los humanos empiezan a desvivirse por nada en realidad. Sólo piensan en acaparar su tiempo para sí mismos y entonces es cuando de verdad lo pierden. La ciudad se llena de edificios de hormigón tristes y feos, todos semejantes. “No son casas, son “almacenes de gente”, dirá Nicola, el amigo albañil de Momo. Se multiplican los “depósitos para niños” para que aprendan a hacer cosas útiles para el futuro y han dejado de jugar. Sus padres, como todo el mundo, ya no tienen tiempo para dedicarse a ellos, y todos se mueven deprisa, trabajan deprisa, como si alguien les estuviera persiguiendo. En esta nueva sociedad, dominada por los hombres grises, ya no hay tiempo que perder: tiempo y vida para charlar, para sonreír, para soñar, ya no hay espacio para la imaginación, la creatividad, pero sobre todo ya no hay tiempo para escuchar, para dedicarlo a los que nos importan. La frase más repetida y triste, que inunda el mundo como una humareda asfixiante, es “no tengo tiempo”.
Momo es una metáfora brillante y a la vez terrible sobre la era del consumismo, de la tecnología, de la fama televisiva y mediática, de la ambición y del control social. Una era en la que ya no hay tiempo para los valores importantes en los que reside la felicidad, y en la que sólo queda tiempo para trabajar deprisa, para conseguir el éxito, para seguir la ola de la multitud dominada por el utilitarismo y el hedonismo. El tema era sin duda muy actual en 1974, cuando se publicó por primera vez el libro, pero lo es aún más hoy en día. Correr, correr… hacia ninguna parte.
“Cada día eran más los que se dedicaban a lo que ellos llamaban “ahorrar tiempo”. Y cuantos más eran, más los imitaban, e incluso aquellos que en realidad no querían hacerlo no tenían más remedio que seguir el juego.
Diariamente se explicaban por radio, televisión y en los periódicos las ventajas de nuevos inventos que ahorraban tiempo, que un día, regalarían a los hombres la libertad para la vida “de verdad”. En las paredes se pegaban carteles en los que se veían todas las imágenes posibles de la felicidad. Debajo ponía en letras luminosas:
“Los ahorradores de tiempo viven mejor. Los ahorradores de tiempo son dueños del futuro. Cambia tu vida: ahorra tiempo.”
Pero la realidad era muy otra. Es cierto que los ahorradores de tiempo iban mejor vestidos que los que vivían cerca del viejo anfiteatro. Ganaban más dinero y podían gastar más. Pero tenían caras desagradables, cansadas o amargadas y ojos antipáticos. Ellos, claro está́, (…) no tenían a nadie que pudiera escucharles y les ayudara a volverse listos, amistosos o contentos. Pero incluso si hubieran tenido a alguien así́ es más que dudoso que jamás hubieran ido a verle, a menos que se hubiera podido resolver la cuestión en cinco minutos. Si no, lo habrían considerado tiempo perdido. Según decían, tenían que aprovechar incluso los ratos libres, con lo que tenían que conseguir como fuera y a toda prisa diversión y relajación.
Así que ya no podían celebrar fiestas de verdad, ni alegres ni serias. El soñar se consideraba, entre ellas, casi un crimen. Pero lo que más les costaba soportar era el silencio. Porque en el silencio les sobrevenía el miedo, porque intuían lo que en realidad estaba ocurriendo con su vida. Por eso hacían ruido siempre que los amenazaba el silencio. Pero está claro que no se trataba de un ruido divertido, como el que reina allí́ donde juegan los niños, sino de uno airado y pesimista, que de día en día hacía más ruidosa la ciudad.
No se niega el valor relativo del tener y del hacer, sino que se afirma que, bien orientado, lo que hacemos y lo que poseemos se subordina al bien y al valor de la persona, del ‘ser mejor’ del otro.
Y es que además, el ser humano, en cuanto persona, no es una máquina de calcular, sino un ser asombrosamente capacitado para el don y que halla su felicidad precisamente en el don de sí mismo. Porque este es el gran estupor: el ser humano es persona, es decir, un ser llamado a darse a sí mismo a través de su actividad, y que cuanto más da, más crece y es más plenamente humano.
La persona es el ser que puede darse a sí mismo sin perderse; antes bien, cuando se da a sí misma en lo que hace o en lo que da, se experimenta más plena y satisfecha.
No es que haya que despreciar o suprimir los contratos o el dinero mismo, o la dimensión instrumental de la vida. No. En absoluto. Pero se trata de medios y no de fines, de aspectos relativos a lo más valioso y digno: la persona humana misma y su dignidad constitutiva. Darse no es inadecuado a la naturaleza humana; todo lo contrario: es su vocación y coronación. Porque “el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (G. Spes, 24); porque –en última instancia- cada hombre y cada mujer es imagen y semejanza de un Dios Creador que es amor, puro don de sí.
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