Marcelino Pan y Vino
José María Sánchez-Silva y García-Morales
Capítulo 4
En seguida llegaron unos días difíciles para que Marcelino pudiese visitar otra vez a su nuevo amigo: Con la novena de San Francisco se acercaba la fiesta grande del convento y los frailes se recogían antes y aun menudeaban los sacrificios y la mala comida, pues todos ellos estaban terriblemente ocupados en sus devociones. Para Marcelino, San Francisco de Asís era también un buen amigo, del cual conocía, por boca de los frailes, muchas más cosas que la mayoría de los hombres ya grandes de las ciudades. (En lo único en que Marcelino dejaba de estar conforme con la vida del Santo era en aquello de haber vendido su caballo. ¡Con lo hermoso que es un caballo grande como los que a veces ataban a las puertas del convento los guardias civiles que vigilaban la comarca!). El propio Marcelino tenía obligación de asistir día por día a esta novena y se pasaba el rato mirando al gran cuadro que del Santo tenían los frailes en el altar, más iluminado por estas fechas que los días corrientes.
La tormenta había vuelto una noche y Marcelino, entre el miedo y el recuerdo de su amigo del desván, la sintió mucho más que nunca y en poco estuvo que subiera, pese al miedo y los relámpagos, para cubrir con una manta al Señor del desván, tan desnudo el pobre y expuesto al frío viento y a la lluvia de aquella noche a través del mal cerrado ventanuco. Pasó, al fin, el trance, y con el término de la novena llegó el gran día de San Francisco, en el cual los frailes, después de cumplir sus obligaciones de cada día dentro y fuera del convento, celebraban en grande la fecha del Patrón y hasta comían un poco de carne dada de limosna, y abrían algunas botellas de vino rojo del país que tenían de regalo para las grandes ocasiones. Este año, no menos de media vaca les fue traída en un carro para la gran fiesta. Ni Marcelino ni «Mochito» hicieron grandes ascos a la carne, tierna y magra como nunca vieron. Pero entonces a Marcelino, cuando recibió permiso para salir al campo después de comer, le dolió la carne comida y disfrutada pensando en su amigo de arriba. Ése sí que no tenía carne ni pan ni siquiera un poco de agua y Marcelino se hacía cruces pensando en cómo podría vivir tanto tiempo sin más que el poco de pan que le llevara lo menos hacía dos semanas. Pensando en esto, diose Marcelino una vuelta por la cocina y vio que allí quedaba mucho más de la mitad de la carne que les habían traído. Con lo cual pensó a seguido que al otro día habría también carne y algunos más, y se consoló tanto que dedicó el resto del día a sus hazañas favoritas y ni siquiera «Mochito», ni la propia cabra, su nodriza, ni las pacíficas lagartijas de la tapia escaparon a sus travesuras y maldades.
Con el fin de la novena y de la fiesta del pobrecillo Francisco, volvió la vida propia de cada día al convento y regresaron las preocupaciones de los frailes ante el invierno. Menudearon las salidas y entradas, y la despensa, por providencia de Dios, se fue aumentando como todos los años por aquellas fechas. Antes de que la carne se acabara, se acabaron las memorias de Marcelino, y pasaron no pocos días hasta que recordase otra vez a su desgraciado amigo del desván. Fue precisamente el último día de carne cuando Marcelino vio con repentino espanto que apenas si quedaban las raciones justas para los de la casa y pensó con remordimiento en el pobre hambriento, tan pálido y tan flaco, que estaba clavado en su cruz. Se propuso entonces subir aquel mismo día como fuese, y bien provisto de su palo largo, acechó la ocasión de poder subir con las manos llenas en lugar de vacías. Fray Papilla no se separaba ni un minuto de su cocina y Marcelino hubo de vérselas con la dificultad una vez más, hasta que en un descuido del buen fraile sepultó en su bolsillo un gran trozo de carne asada y, poco después, otro buen tarugo de pan, de aquel duro que los frailes comían cuando lo podían tener. Ya provisto con sus dos buenas piezas, Marcelino se hizo ánimo y, acostumbrado al éxito de sus empresas, subió esta vez sin quitarse las sandalias, aunque con buen tiento en el caminar por no hacer ruidos sospechosos. Llegado al desván y ya sin miedo, se dirigió derechamente al ventanillo y lo abrió. Miró en seguida adonde el Hombre estaba y lo vio en su postura de costumbre, con lo cual se llegó hasta su pie y le habló de esta manera:
—He subido porque hoy había carne.
Y pensaba para sí: «¡Mira que si Éste supiera que había habido carne tantos días y no sólo hoy!». Pero el Señor nada dijo ni Marcelino le dio importancia a su silencio, sino que sacando la carne y el pan y poniéndolos sobre la mesa que por un milagro se tenía sobre las patas, le dijo sin mirarle:
—Conque ya podías bajarte hoy de ahí y comerte esto aquí sentado.
Y dicho y hecho, acercó hasta la mesa un sillón frailero que allí estaba, más pesado que cien mil diantres y algo cojitranco.
Entonces, el Señor movió un poco la cabeza y le miró con gran dulzura. Y, a poco, se bajó de la cruz y se acercó a la mesa, sin dejar de mirar a Marcelino.
—¿No te da miedo? —preguntó el Señor.
Pero Marcelino estaba pensando en otra cosa y, a su vez, dijo al Señor:
—¡Tendrías frío la otra noche, la de la tormenta!
El Señor sonrió y preguntó de nuevo:
—¿Es que no te doy miedo ninguno?
—¡No! —repuso el chico, mirándole tranquilamente.
—¿Sabes, pues, quién Soy? —interrogó el Señor.
—¡Sí! —repuso Marcelino—. ¡Eres Dios!
El Señor sentóse entonces a la mesa y comenzó a comer la carne y el pan, después de partirlo de aquella manera que sólo Él sabe hacer. Marcelino, familiarmente, le puso entonces su mano sobre el hombro desnudo.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
—¡Mucha! —repuso el Señor.
Cuando Jesús terminó la carne y el pan, miró a Marcelino y le dijo:
—Eres un buen niño y Yo te doy las gracias.
Marcelino repuso vivamente:
—Igual hago con «Mochito» y con otros.
Pero estaba pensando en otra cosa como antes y preguntó de nuevo:
—Oye, tienes mucha sangre por la cara y en las manos y en los pies. ¿No te duelen tus heridas?
El Señor volvió a sonreír. Y preguntó suavemente, poniéndole El, a su vez, la mano sobre la cabeza:
—¿Tú sabes quiénes me hicieron estas heridas? Marcelino parpadeó y repuso:
—Sí. Te las hicieron los hombres malos.
El Señor inclinó su cabeza y entonces Marcelino aprovechó la ocasión y, muy suavemente, le quitó la corona de espinas y la dejó sobre la mesa. El Señor le dejaba hacer, mirándole con un amor que Marcelino jamás había visto reflejado en mirada alguna. Y, repentinamente, Marcelino habló, señalándole a las heridas:
—¿No te las podría curar yo? Hay un agua que pica que se da por encima y a mí se me curan todas. Jesús movió la cabeza.
—Sí puedes; pero sólo siendo muy bueno.
—Eso ya lo soy —dijo Marcelino, con presteza.
Y, sin querer, pasaba sus dedos por las heridas del Señor y se manchaba un poco de sangre.
—Oye —dijo el niño—: ¿y si yo te quitara los clavos de la cruz?
—No podría sostenerme en ella-dijo entonces el Señor.
Y entonces le preguntó a Marcelino si sabía bien su historia, y Marcelino le dijo que sí, pero que quería oírsela a El mismo para saber si era verdad. Y Jesús le contó su historia. Y le habló de cómo era un niño y trabajaba con su padre, que era carpintero. Y cómo una vez se perdió y le hallaron hablando con los viejos de la ciudad. Y cómo creció y lo que hizo y cómo predicó y cómo tuvo discípulos y amigos y luego le pegaron y le escupieron y le crucificaron delante de su Madre. Y así fue llegando la tarde y con ella las primeras sombras y a lo último Marcelino se despidió y dijo que volvería mañana sin falta. Y Marcelino tenía señales de haber llorado y el mismo Jesús le pasó sus dedos por los párpados para que no se lo notasen los frailes. Y entonces Marcelino le dijo que si le gustaría que volviese mañana o si le daba igual, y Jesús, que estaba ya de pie para volverse a su cruz, después de haberse comido el pan y la carne, le dijo así:
—Sí me gusta. Sí quiero que vengas mañana, Marcelino.
Y Marcelino salió del desván un poco aturdido, pensando cómo el Señor sabría que él se llamaba Marcelino y no de otra manera, como el hermano Gil o fray Papilla o el propio «Mochito». Y bajaba pensando también en cómo se le habrían quitado las manchas de sangre ellas solas.
Durmió muy bien Marcelino y se despertó al otro día sin haber soñado nada, ni con bichos, ni con tormentas, ni siquiera con la carne riquísima que había comido. Y recordó en seguida la promesa hecha al Hombre del desván y anduvo toda la mañana dándole vueltas en la cabeza a cómo podría subir tanto sin que le vieran y también a qué alimentos podría llevar hoy para dar de comer a su amigo. Pero casualmente se le pusieron las cosas mejor de lo que pensaba y en uno de sus viajes a la cocina, donde no siempre era bien recibido por fray Papilla, quien de sobra sabía que nunca iba Marcelino por casualidad, sino a llevarse algún anticipo de las viandas, halló la cocina abandonada y sin más se metió un gran pedazo de pan en el bolsillo, y luego registró con la mirada todos los sitios para ver qué más podría llevar. Mas como no viera nada sino la gran olla de las coles a la lumbre, y acertara a encontrar por allí una botella de vino como hasta la mitad de llena, sobra seguramente de las fiestas pasadas, agarró corriendo un vaso de latón y lo llenó hasta los bordes y se dirigió sin más a las escaleras, con las cuales se había familiarizado y subía ya sin tanto miedo. Recordó por el camino que afortunadamente había dejado en el desván un palo para abrir el ventanillo y entró sin preocupación alguna. Todavía a oscuras, dio los buenos días y el Señor, desde su cruz, le contestó:
—Buenos días, buen Marcelino.
Ya con la luz entrando por el estrecho ventano, Marcelino se aproximó a la mesa y dejó lo primero el vino, del cual se le había caído un poco, y después el pan. El Señor, sin decir nada, ya había descendido de su cruz y estaba en pie a su lado.
—Oye —le dijo Marcelino, chupándose unas gotas de vino de los dedos—, no sé si te gustará el vino, pero los padres dicen que da calor. Y, por cierto —prosiguió sin dejar al Señor que respondiera—, he pensado en que viene el invierno como el año pasado y que… —y se detuvo, mirando al Señor con mucha atención.
—¿Y qué, Marcelino? —le animó Jesús.
—Pues que… —Marcelino dudaba—. Pues que te voy a subir una manta para que te cubras un poco y no tengas tanto frío, pero no sé si eso es robar.
El Señor había tomado asiento y Marcelino estaba junto a Él, viéndole cómo comía el pan y cómo, de vez en vez, se llevaba el vaso de latón a los labios. Entonces el Señor le dijo:
—Ayer te conté mi historia y tú aún no me has contado la tuya.
Marcelino abrió mucho los ojos y miró al Señor con sorpresa.
—Mi historia —dijo el niño— dura muy poco. No he tenido padres y los frailes me recogieron cuando pequeñito y me criaron con la leche de la cabra vieja y con unos caldos que me hacía fray Papilla y tengo cinco años y medio —luego se detuvo y prosiguió, mientras el Señor le miraba—: No he tenido madre —y después, como interrumpiéndose en su relato, preguntó al Señor—: ¿Tú tienes madre, verdad?
—Sí —repuso Aquél.
—¿Y dónde está? —preguntó Marcelino—. Con la tuya —dijo Jesús.
—¿Y cómo son las madres? —interrogó el niño—. Yo siempre he pensado en la mía y lo que más me gustaría de todo sería verla aunque fuera un momento.
Entonces el Señor le explicó cómo eran las madres. Y le dijo cómo eran de dulces y de bellas. Y cómo querían a sus hijos siempre y de que se quitaban las cosas de comer y de beber y de abrigar para dárselas a ellos. Y a Marcelino, oyendo al Señor, se le llenaban los ojos de lágrimas y pensaba en su madre desconocida, con un cabello mucho más fino que la piel de «Mochito» y unos ojos mucho más grandes que los de la cabra y más dulces aún, y pensaba en Manuel, que tenía su madre y decía «mamá», llorando cuando Marcelino le tiró mucho de las narices con una pinza de colgar la ropa a secar y se le salían un poquito los mocos.
Por fin llegó la hora de retirarse Marcelino, que fue cuando la campana tocó a comer, y el Señor se volvió a su cruz. Tan cautivador había sido el relato de Jesús sobre las madres que a Marcelino se le había olvidado quitarle esta vez la corona de espinas, pero se prometió no olvidarlo a la próxima y hasta romperla de una vez para que no atormentase más a Jesús.
Ocurría una cosa extraña en el corazón de Marcelino, y es que a las horas en que no podía subir a ver a su amigo, aunque siempre pensara en él, se iba a la capilla y allí, en el gran cuadro de San Francisco, buscaba el crucifijo no muy grande que el Santo traía entre las manos y reconocía los rasgos del Hombre del desván y recordaba todas sus palabras. Con lo cual sentía un gran consuelo y levantaba algunas sospechas entre los frailes, tan poco acostumbrados a ver al chico en la capilla.
—¿Tú qué haces por aquí? —le dijo un día de mal talante fray Talán, el sacristán.
Muchos más días subió Marcelino y a veces le llevaba al Señor los más raros alimentos, desde nueces a algunas uvas ya medio pasas y mendrugos negros de pan, y hasta un trozo de pescado que tenía un poco de tierra porque se le había caído le subió una vez sin que Jesús hiciera el menor remilgo, sino que se comía todo con gran contento de Marcelino. Pero las más de las veces, el niño le subía pan y vino. Había descubierto que aquellas dos cosas le eran más fáciles de coger, porque encontró el medio de abrir algunas botellas encerradas en sus cajas, en la troje de junto al desván, y también que al Señor le complacía muy particularmente aquel alimento. Hasta que un día Jesús, sonriendo mucho, le dijo a Marcelino:
—Tú te llamarás desde hoy Marcelino Pan y Vino.
A Marcelino le gustó el nombre y entonces el Señor le explicó cómo El mismo, para quedarse vivo entre los hombres que le habían crucificado, había hecho la promesa de estar para siempre entre ellos en forma de pan y de vino en el altar, que era lo que comía, como si fueran la carne y la sangre de Jesús, y claro que así lo eran, el sacerdote durante la misa. Y Marcelino estaba orgulloso de no llamarse Marcelino a secas, sino Marcelino Pan y Vino, y un día hasta lo dijo a la hora de comer, entre el silencio de los frailes en el refectorio, gritando mucho para que se enterasen todos:
—¡Yo me llamo Marcelino Pan y Vino!
Y algunos frailes le miraron sonrientes y otros enfadados, porque allí no se podía hablar mientras se comía, con el padre Superior y todo delante. Y entonces el padre Superior, que parecía estar distraído, fijó la mirada en él, y Marcelino se puso a temblar porque aquella mirada le penetraba muy adentro y parecía escarbarle todas sus ideas y recuerdos más secretos.
Marcelino proseguía sin trabas su amistad con Jesús y le seguía llevando alimentos y le había conseguido llevar también la manta prometida sin importarle ya si era robar o nos, y se ocupaba mucho menos de los bichos y ahora era el viejo «Mochito» quien le buscaba a él, y tenía abandonada la cacería de animalejos, y sus botes con agua y sus cajas con agujeros estaban arrinconados, y aparecía como ensimismado y algo triste, y entraba en la capilla y los frailes, en una palabra, viéndole tan diferente de como siempre había sido, comenzaron a caer en sospechas y le observaban con mucha más atención sin que él se diese cuenta. Y Marcelino tenía la cabeza llena de ideas misteriosísimas y Manuel se le había olvidado, y hacía siete días que no veía a la cabra, su nodriza, ni gastaba bromas a fray Papilla, ni subía a ver a fray Malo en su celda. Y el padre Superior estaba preocupado con el chico, y recomendaba su vigilancia a todos los frailes, y entonces fue cuando empezó a ocurrir algo en la cocina.
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