Marcelino Pan y Vino
José María Sánchez-Silva y García-Morales
José María Sánchez-Silva y García-Morales
Capítulo 3
Había amanecido nublado y, por fin, estalló la tormenta. Marcelino estaba subido a un árbol, afanado en coger un nido; pero cuando el cielo se puso negro y sonaron los primeros truenos, se bajó del árbol y, entre la lluvia, corrió a refugiarse en el convento. No le gustaban las tormentas a Marcelino, aunque prefería que fuesen de día. De noche le daban mucho más miedo; los relámpagos iluminaban su pequeño cuarto, donde dormía en la única cama que había en la casa, puesto que los frailes, por sus penitencias y esas cosas, dormían en unas tablas sobre el santo suelo. Las grandes tormentas de setiembre despertaban a Marcelino por la noche y pasaba muy malos ratos con los truenos, los relámpagos y, sobre todo, con el ruido de la lluvia interminable sobre los tejados. A Marcelino no le gustaba nada el invierno; por el invierno salía mucho menos al campo y en el convento se aburría y, lo que es peor, los frailes se dedicaban a enseñarle. Ya conocía las letras desde el invierno pasado. En éste que venía ahora, el padre Superior le había dicho que tenía que aprender a leer. La instrucción de Marcelino no era muy buena; sabía rezar, claro es, y estaba algo instruido en el Catecismo; pero los frailes no habían querido, por consejo del padre, apretarle mucho.
Mientras veía caer la lluvia desde la puerta del convento, Marcelino pensaba en el invierno sin ganas de que llegase. ¡Se ponía todo tan triste por el invierno! Los pájaros desaparecían en su mayoría y los otros bichos se escondían en sus agujeros. A Marcelino sólo le quedaba entonces «Mochito», pero como era viejo ya no le divertía jugar y a veces le soltaba un bufido a su amigo. Estos pensamientos llevaron a Marcelino al recuerdo del hombre del desván.
Habían pasado varios días desde que lo viera por la primera vez. Marcelino pensaba en que cuando fuera invierno no podría subir, porque los frailes estaban mucho más en casa que fuera de ella, aunque ellos no tuvieran miedo de las tormentas ni de la lluvia ni del frío y siguieran saliendo a diario a sus cosas; pero regresaban mucho antes, y la casa estaba más silenciosa y le podrían oír. Marcelino decidió subir de nuevo a ver al hombre antes de que llegara el invierno.
Había pensado mucho en él. Tanto, que había llegado a hacer las más diversas suposiciones. La primera de todas, si aquel hombre saldría alguna vez del desván o si se estaría siempre, con los brazos abiertos y apoyados contra la pared, como estaba fray Malo tendido en su lecho desde hacía tantísimos años. ¿Estaría también enfermo el hombre del desván? Por una parte, el terror que Marcelino había padecido cuando lo vio, y por otra la conmiseración y la pena que le producía pensar en que el hombre del desván pudiera estar enfermo, además de desnudo y solitario allá arriba, le aumentaban los deseos de subir otra vez y mirar mejor. Quizá había tenido tanto miedo porque le dijeron los frailes que aquel hombre se lo podría llevar para siempre. Pero si hubiese querido llevárselo, no hubiera tenido que esperar tanto tiempo, pensaba Marcelino. ¡Tantas veces había estado él casi solo en el convento, por la huerta y por el campo! Con un hombre no hubiese podido luchar y se habría visto precisado a dejarse llevar quieras o no.
Cuando la lluvia cesó y la tormenta se hubo alejado mucho, Marcelino ya estaba decidido. Tenía su plan y en este plan intervenía también Manuel, el amigo invisible, y «Mochito», que cerraba sus ojos medio ciegos muy cerca del fogón de la cocina.
—Mira, Manuel: tenemos que subir. Yo hago lo mismo que la otra vez: llevo mi palo y mis sandalias en la mano. Cuando llegue a la puerta, la abro un poco y me quedo mucho rato mirando, para ver si el hombre se mueve. Si se mueve, salimos corriendo. Si no, con mi palo abro el ventanillo y lo miramos. Mientras yo hago todo esto, tú vigilas la escalera, ¿eh? No vayan a venir los padres y nos cojan.
Marcelino esperó el momento propicio. Cada vez que pensaba en ello se le hacía difícil respirar. Poco a poco se fue acostumbrando y todo su afán era sorprender las conversaciones de los frailes, para calcular mejor el día en que habría de correr su segunda aventura.
Por fin el día llegó. Las tormentas no habían vuelto y los frailes, como siempre por el otoño, estaban muy ocupados en prevenir hasta donde fuera posible la llegada del invierno y hacían un gran esfuerzo, cuando el padre Superior daba la orden, para arreglar la casa y reunir todas las limosnas que pudieran. El invierno era largo y los caminos, en el peor tiempo, se ponían imposibles. Había años en que los frailes estaban encerrados forzosamente en el convento durante un mes y más aún por la nieve y el viento, por el frío grandísimo y todo ello, por supuesto, sin recibir una sola visita ni una sola limosna. Había llegado, pues, el tiempo de operaciones contra el invierno próximo. La actividad exterior de los frailes aumentó y ahora venían unos días propicios para los deseos de Marcelino. Si se descuidaba, en seguida los frailes comenzarían a reparar el convento, las goteras y los tejados, las ventanas y todas aquellas rendijas que podían dejar paso al frío.
Una tarde ya algo fresca y sin sol, Marcelino aprovechó la ausencia de la mayoría de los padres. Como de costumbre, quedaban en la casa, además de fray Malo, el hermano Gil en la huerta y fray Papilla en la cocina con el encargo de vigilar la portería. Marcelino ya tenía preparado un largo palo, que le serviría para tantear los escalones y, si llegaba el caso, para poder abrir la madera del ventanillo del desván. Sigilosamente, aunque siempre hablando con su amigo Manuel, subió las escaleras. Al cuarto o quinto escalón, sus pies descalzos arrancaron de la madera un sonido chirriante que le asustó mucho, pues iba con el corazón saltándole de miedo en el pecho.
—Manuel, ten cuidado —dijo a su invisible amigo. Y siguió hacia arriba.
Esta vez no se entretuvo mirando la troje, sino que se fue derechamente hacia el desván. Empujó con precaución la puerta, porque ya sabía que sonaba mucho al abrirse, y estuvo escuchando a ver si se oía algo, aunque sólo fuese la respiración del hombre que allí dentro estaba. Pero no: guardando tanto silencio, sólo podía oír Marcelino los latidos de su corazón, que marchaba cada vez más de prisa. Abrió un poco más la rendija y, como la otra vez, introdujo la cabeza y miró y escuchó hasta los menores ruidillos de la madera, esos que hace un pequeño bicho que la madera tiene dentro y que se llama carcoma. Por fin, pudo distinguir al gran hombre: estaba igual que la otra vez y no se le oía respirar. Parecía que el hombre miraba a Marcelino, pero éste no podía verle los ojos por la oscuridad que allí había. Para ver si hacía algo, Marcelino metió su palo por la rendija y lo dirigió hacia él con mucho miedo, pero con el deseo de saber qué ocurriría. El palo golpeó a los pies del mismo hombre y no pasó nada. Seguramente aquel hombre estaba enfermo o quizá muerto. Marcelino se decidió a entrar, pero no sin antes volver la cabeza hacia la escalera y decir en voz muy baja:
—No dejes de avisarme, Manuel, si viene algún fraile.
Y no pudo por menos de temblar pensando en si fray Papilla o el hermano Gil o quizá fray Talán, que siempre era el primero en regresar a pesar de tener las piernas más cortas de todo el convento, le sorprendían allí. Pero a quien más temía era al padre Superior, aunque también era a quien quería más. Pensando todo esto, pudo, por fin, pasar una pierna por la rendija y luego el cuerpo y al final la otra pierna. Estaba dentro del desván. Avanzó un poco y, al tropezar seguramente con algo que no había visto, sonó un ruido que a Marcelino le pareció tan grande como un trueno. Se quedó sin respirar y encogido como un escarabajo. Le latía terriblemente el corazón. ¡Mira que si se despertaba ahora el hombre con aquel ruido y le cogía y se lo llevaba para siempre! Y él, que ni siquiera había cumplido todavía los seis años, ¿qué hubiera podido hacer? A Marcelino le castañeteaban los dientes de miedo, pero, pasado un cierto tiempo, pudo observar que allí no pasaba nada: ni subían los frailes, ni se despertaba el hombre ni nada se movía. Envalentonado y arrastrando los pies por no hacer otro ruido como el de antes, Marcelino se fue acercando, palo en ristre, hasta el pie del ventanuco, y por las rendijas que dejaban entrar un poco de luz vio cómo tendría que arreglarse para abrir la madera. Le costó bastante trabajo porque debía hacer mucho tiempo que aquello no se abriera. De pronto oyó un ruido familiar y se rió para sí: una rata acababa de asustarse y correr a su escondite. Por fin, logró abrir un poco la madera del ventanillo y miró en seguida hacia donde estaba el hombre.
Marcelino no había visto jamás un crucifijo tan grande ni de bulto, con un Jesucristo del tamaño de un hombre de veras clavado a la cruz, tan alta como un árbol. Se acercó al pie de la cruz, y mirando con fijeza la cara del Señor, la sangre que le goteaba de la frente por las heridas de la corona de espinas, las manos y los pies clavados al madero y la gran llaga del costado, sintió llenársele los ojos de lágrimas. Jesús tenía los suyos abiertos, aunque con la cabeza algo inclinada sobre su brazo derecho no podía ver a Marcelino. El niño fue dando la vuelta hasta ponerse debajo de su mirada. Jesús estaba muy flaco y la barba le caía a borbotones sobre el pecho; tenía las mejillas hundidas y su mirada producía a Marcelino una grandísima compasión. Marcelino había visto muchas veces a Jesús, aunque siempre pintado en el cuadro que había en el altar de la capilla, o en los crucifijos pequeños, como de juguete, que llevaban los frailes. Pero nunca le había visto «de verdad» como ahora, con todo el cuerpo desnudo y de bulto, que él podía rodear con sus manos y había aire por detrás. Entonces, tocándole las piernas delgadas y duras, Marcelino levantó sus ojos hacia el Señor y le dijo sin reparos:
—Tienes cara de hambre.
El Señor no se movió ni le dijo nada. Marcelino tuvo una idea repentina y, empinándose mucho hacia Jesús para que le oyera, le dijo de nuevo:
—Espera, que ahora vengo.
Se dirigió hacia la puerta y salió a la escalera. Iba tan impresionado por el aspecto del Señor, que no se preocupó de meter ruido. Mientras bajaba, pensó cómo podría engañar a fray Papilla. Y, en vez de dirigirse derechamente a la cocina, lo hizo hacia la ventana posterior, que daba a la huerta, y desde allí, después de observar que el hermano Gil estaba muy lejos, inclinado sobre la tierra y trabajando, gritó:
—¡Fray Papilla, fray Papilla, salga, que hay aquí un bicho grandísimo!
Apenas dicho esto, Marcelino corrió a esconderse junto al gran cajón de la leña, que estaba muy cerca de la puerta de la cocina. Poco tardó en ver salir a fray Papilla, murmurando algo entre dientes. Entonces, rápido como el rayo, Marcelino entró en la cocina, cogió lo primero que vio de comer y subió corriendo escaleras arriba. Al llegar al desván se coló como una exhalación y, acercándose al gran Cristo, extendió su brazo hacia El ofreciéndole lo que traía.
—Es pan solo, ¿sabes? —le decía, estirando su mano cuanto podía—. No he podido encontrar más por la prisa.
Entonces, el Señor bajó un brazo y cogió el pan. Y allí mismo, según estaba clavado, comenzó a comerlo. Marcelino recogió su palo y sus sandalias, empujó algo la madera del ventanillo y salió con cuidado, diciéndole al Señor en voz baja:
—Es que me tengo que ir porque he engañado a fray Papilla. Pero mañana te traeré más.
Y, cerrando la puerta, echó escalera abajo en busca del fraile. Marcelino estaba contento. Seguramente, ya tenía un amigo más que añadir a «Mochito», a la cabra y, ¡ay!, a la sombra de Manuel.
Abrochar: Cerrar o ajustar una cosa, especialmente una prenda de vestir, con botones, cremallera u otro tipo de cierre.
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