Heidi

Johanna Spyri

Capítulo 8

Ilustración de Sonja Wimmer

Extraños sucesos

A la mañana siguiente, después que Sebastián hubiera abierto la puerta al señor Usher y le acompañara al estudio, el timbre sonó de nuevo, esta vez con tanta insistencia que Sebastián se lanzó escaleras abajo creyendo que se trataría del señor Sesemann en persona que regresaba a casa inesperadamente. Abrió la puerta y se encontró con un muchacho vestido pobremente que llevaba una gaita a la espalda.

— ¿Qué significa esto? — barbotó Sebastián—. ¿Qué quieres? ¡Ya te enseñaré yo a llamar de esa manera!

— Quiero ver a Clara — contestó el chico.

— Oye, bribonzuelo, ¿es que no tienes el suficiente sentido común para decir "señorita Clara"? ¿Y puede saberse lo que quieres de ella?

— Me debe cuatro marcos — fue la respuesta.

— ¡Descarado! ¿Y cómo sabes tú que hay una señorita Clara en esta casa?

— Ayer la acompañé a un sitio por dos marcos y luego la volví a traer a casa por otros dos marcos.

— Estás mintiendo. La señorita Clara no sale nunca. No puede andar. ¡Lárgate antes de que te eche a patadas!

El muchachuelo no se movió ni pareció impresionarse lo más mínimo por la amenaza.

— La vi en la calle y puedo decirle cómo es — replicó—. Es bajita con el pelo rizado, los ojos azules y llevaba un vestido marrón. Además, no habla como nosotros.

"¡Vaya!", pensó Sebastián con una mueca. "Otra vez ese diablillo. ¿Qué habrá hecho ahora?"

— Está bien, puedes acompañarme —dijo en voz alta al chico. Le condujo hasta la puerta del estudio y añadió—: Espera aquí hasta que regrese yo; cuando te diga que pases, entras tocando una canción. A la señorita Clara le gustará.

Dicho esto penetró en el estudio, anunciando:

— Hay un chico que quiere hablar personalmente con la señorita Clara.

La inválida arqueó las cejas ante aquel hecho tan anormal.

— Dile que entre. Porque puede entrar, ¿verdad, señor Usher?

El muchacho estaba ya en la estancia soplando el tubo de su gaita. La señorita Rottenmeier se había ido al comedor para evitarse el mal rato de oír a una niña aprender el alfabeto. De pronto aguzó el oído. ¿Provenía aquel ruido de la calle? Sonaba muy cerca, pero... ¿cómo podía haber una gaita en el estudio? Corrió hacia la puerta y allí vio al harapiento chiquillo tocando calmosamente su gaita. El tutor parecía como si intentara decir algo, pero no se decidía, mientras Clara y Heidi escuchaban la música con el mayor placer.

— ¡Deja de tocar inmediatamente! — gritó la señorita Rottenmeier.

Pero era imposible hacerse escuchar por encima del ruido. Se lanzó hacia el pequeño gaitero, pero estuvo a punto de tropezar con algo que había en el suelo. Al bajar la vista, contempló horrorizada un oscuro y extraño objeto a sus pies. Era la tortuga. Y para evitarla dio un salto como no lo había dado en muchos años. Entonces llamó a Sebastián con todas las fuerzas de sus pulmones, y el chico ahora dejó de tocar, pues esta vez sí la oyó a pesar de la música. Sebastián había aparecido en el umbral y se tronchaba de risa. Cuando al fin entró, el ama de llaves se había derrumbado en una silla.

— ¡Saca de aquí inmediatamente a ese chico y ese animal! — ordenó.

El pequeño gaitero recogió su tortuga y Sebastián le acompañó hasta el rellano. Una vez allí, le puso unas monedas en la mano y dijo:

— Aquí tienes el dinero de la señorita Clara y un poco más por haber tocado tan bien.

Hecho esto, le condujo hasta la puerta de la calle.

Cuando se hubo restablecido la calma en el estudio, las lecciones continuaron, pero la señorita Rottenmeier permaneció allí para impedir cualquier otro hecho de aquella naturaleza y firmemente decidida a investigar el asunto a fondo y reprender severamente al culpable. En aquel momento volvió a entrar Sebastián diciendo que alguien acababa de traer una gran cesta para entregarla a la señorita Clara.

— ¿A mí? — se sorprendió la chica, sintiendo curiosidad por saber lo que contenía—. Por favor, tráela en seguida.

El sirviente salió, trajo una cesta que dejó a los pies de Clara y volvió a salir rápidamente.

— Será mejor que termines tus lecciones antes de abrirla — declaró la señorita Rottenmeier, aunque Clara seguía mirando la cesta con gran curiosidad.

Pero Clara aprovechó la pausa para preguntar al señor Usher si podía echarle una breve ojeada al contenido.

— Podría citar buenas razones en pro y en contra de semejante petición —comenzó pomposamente el tutor—. En su favor está el hecho de que mientras tu atención está completamente dedicada a...

No pudo continuar. La tapa de la cesta no estaba bien sujeta y, de pronto, el estudio se convirtió en un enjambre de gatitos. Saltaron uno tras otro y se lanzaron en todas direcciones, colgándose uno de ellos a los pantalones del tutor y encaramándose otro al regazo de la señorita Rottenmeier. Un tercero subió a la silla de ruedas de Clara, maullando y arañando a su paso. Clara estaba encantada en medio de aquella confusión.

— ¿Verdad que son preciosos, Heidi? — preguntó— ¡Mira, mira como saltan por todas partes!

Heidi corría de un extremo a otro de la habitación, intentando cogerlos todos a la vez. El señor Usher, de pie junto a la mesa, trataba en vano de quitarse de encima el que se había colgado a sus pantalones. Y la señorita Rottenmeier, que odiaba a los gatos, recuperó la voz al cabo de un rato y llamó desaforadamente a Sebastián y a Tinette. Temía que si efectuaba el menor movimiento, aquellas horribles criaturas la perseguirían. Acudieron los criados y Sebastián logró cazar los gatos y meterlos nuevamente en la cesta. Luego los llevó al ático, donde ya había hecho una cama para los dos que trajo Heidi el día anterior.

Nuevamente las lecciones de Clara habían dejado de ser aburridas. Aquella tarde, cuando la, señorita Rottenmeier se hubo recobrado de los disturbios de la mañana, llamó a Sebastián y a Tinette al estudio para averiguar lo que había sucedido. Quedó claro, naturalmente, que todo se debía a la escapada de Heidi del día anterior. La señorita Rottenmeier estaba tan furiosa que al principio no encontró la palabra para expresarse. Despidió a los sirvientes y luego se volvió a Heidi, que se hallaba tranquilamente junto a la silla de Clara, sin comprender qué era lo que había hecho de malo.

— Adelaida —dijo la señorita Rottenmeier en tono muy severo—, no se me ocurre ninguna clase de castigo para una niña tan salvaje como tú. Quizás unas horas en el sótano oscuro con los murciélagos y las ratas te serviría de escarmiento y te quitaría todas esas ideas de la cabeza.

Heidi parecía muy sorprendida ante el castigo propuesto por la señorita Rottenmeier. El único lugar que ella conocía como sótano era el pequeño cobertizo donde su abuelo guardaba sus provisiones de leche y queso y adonde siempre le gustaba ir. Y nunca había visto allí ratas ni murciélagos.

Con todo, Clara protestó ansiosamente:

— ¡Oh no, señorita Rottenmeier, espere a que vuelva papá! Está a punto de regresar. Yo se lo contaré todo y que él decida lo que hay que hacer con Heidi.

El ama de llaves no podía objetar nada a esto, ya que a Clara no se le podía llevar la contraria ni enfadarla.

— Está bien, Clara —contestó, muy tiesa—. Pero yo también hablaré con tu padre — y tras estas palabras abandonó el estudio.

Nada digno de mención ocurrió durante los próximos días, aunque la señorita Rottenmeier seguía con los nervios en tensión. La vista de Heidi le recordaba cómo había sido engañada con respecto a la edad de la niña y cómo ésta había trastornado la paz de la casa hasta el extremo de que ya nunca más sería como antes. Clara, en cambio, estaba muy contenta y ya no encontraba pesadas las lecciones. Heidi siempre se las ingeniaba para proporcionarle cualquier tipo de diversión. Los adelantos de la niña eran muy escasos; solía confundir las letras del abecedario y parecía como si nunca fuera a ser capaz de aprenderlas; cuando el señor Usher intentaba facilitarle la tarea comparando las letras con objetos familiares, tales como con un cuerno o el pico de un ave, ella pensaba en las cabras o en el halcón de la montaña, y esto no la ayudaba en absoluto en sus lecciones.

Por las tardes, Heidi solía hablar a Clara sobre su vida en la cabaña, pero este recuerdo despertaba su nostalgia y a veces terminaba diciendo que quería volver inmediatamente. Clara trataba de consolarla diciéndole que su padre no tardaría en regresar y que entonces ya decidirían lo más conveniente. Heidi se conformaba secretamente con el pensamiento de que cada día que pasara significaba dos panecillos más para la abuela. Se los había ido guardando regularmente en el bolsillo, desde su llegada, uno en la comida y otro en la cena, y tenía un buen montón de ellos bien escondidos. No se comía ni uno solo porque sabía cuánto le gustarían a la abuela en vez del pan negro y duro que había en el pueblo.

Después de comer, Heidi solía permanecer un rato a solas en su habitación. Le habían hecho comprender que no debía escapar y corretear por las calles de Frankfurt, y nunca más lo había intentado. La señorita Rottenmeier le había prohibido hablar con Sebastián, y entablar conversación con Tinette era algo que ni siquiera había soñado. Procuraba evitar en lo posible a la sirvienta, pues Tinette le hablaba con aire desdeñoso o se burlaba de ella. Así pues, cada día tenía tiempo de sobra para pensar en cómo la nieve se estaría deshelando ahora en la montaña y cómo brillaría el sol en las floridas laderas del valle. La nostalgia la abrumaba. Luego recordaba la promesa de su tía de que podía volver si así lo deseaba. En consecuencia, una tarde envolvió los panecillos en su gran pañuelo rojo, se puso el sombrerito de paja y empezó a bajar las escaleras, pero al llegar a la puerta se encontró con la señorita Rottenmeier que volvía de hacer un recado. El ama miró a Heidi con asombro y luego se fijó en un pequeño envoltorio que la niña llevaba en la mano.

— ¿Qué significa esto? — preguntó—. ¿Y por qué te has vestido así? ¿No te tengo prohibido que corretees por las calles sola o que salgas sin mi permiso? Ahora veo que lo intentas de nuevo y, además, vestida como una pequeña pordiosera.

— No iba a corretear por ahí — murmuró Heidi, un tanto atemorizada—. Sólo quiero ir a casa para ver al abuelo y a la abuela.

— ¡Cómo! ¿Has dicho volver a casa? — La señorita Rottenmeier se llevó las manos a la cabeza con gesto horrorizado—. ¿Pensabas irte simplemente así? ¿Qué diría el señor Sesemann? Sólo espero que él nunca se entere de esto. ¿Qué tiene de malo esta casa? ¿Has vivido alguna vez en un lugar así, o dormido en una cama tan blanda, o probado tan buenos alimentos? Anda, contesta.

— No — repuso Heidi.

— Aquí tienes cuanto puedes necesitar. Eres una niña desagradecida que no sabe lo que es el bienestar.

Aquello era demasiado para Heidi, quien estalló:

— ¡Quiero volver a casa porque mientras estoy aquí, "Copo de Nieve" estará llorando y la abuela me estará echando de menos. Aquí no puedo ver al sol cuando le dice adiós a las montañas. Y si el halcón viniera volando a Frankfurt, chillaría más alto que nunca porque aquí hay mucha gente que vive angustiada y aburrida en vez de trepar a las montañas donde todo es mucho más bonito.

— ¡Santo cielo, esta niña se ha vuelto loca! —exclamó la señorita Rottenmeier, corriendo escaleras arriba y chocando con Sebastián que bajaba en aquel momento— ¡Trae a esa condenada niña para arriba en seguida!

— Está bien —contestó Sebastián.

Heidi no se había movido. Estaba temblando y tenía los ojos acuosos y brillantes.

— Bueno, ¿qué ha hecho usted esta vez? —preguntó alegremente el criado. Y al ver que ella no se movía, le palmeó cariñosamente el hombro—. Vamos, no se lo tome tan en serio. Lo mejor que puede hacer es sonreír.

La señorita Rottenmeier ha chocado conmigo con tanta fuerza que si me descuido me desnuca. Pero usted no se preocupe y venga conmigo. Ya ha oído lo que ha dicho.

Heidi le siguió con aspecto tan desolado que Sebastián se sintió realmente compadecido de la apenada niña.

— Alegre esa cara, ande —añadió el criado—. Nunca la he visto llorar, y usted es una chica sensata. Más tarde, cuando la señorita Rottenmeier no nos vea, iremos a echar un vistazo a los gatitos, ¿qué le parece? Se lo pasan muy bien en el ático y es muy divertido verles jugar a todos juntos.

Heidi asintió con un pequeño movimiento de cabeza y se dirigió a su habitación, mientras el sirviente la seguía con una mirada llena de afecto.

La señorita Rottenmeier apenas habló durante la cena, pero de vez en cuando miraba de reojo a Heidi, como si esperase oírle decir alguna inconveniencia. Pero la niña estaba quieta y sumisa como un ratoncillo, sin comer ni beber nada, aun cuando se las había ingeniado para guardarse el panecillo como de costumbre.

Cuando llegó el señor Usher a la mañana siguiente, la señorita Rottenmeier le llamó al comedor con un gesto misterioso y le expresó sus temores de que el cambio de vida, con las experiencias que esto lleva consigo, hubiera afectado la mente de Heidi. Le contó que la niña había tratado de escapar y le repitió las cosas raras que había dicho. El señor Usher trató de calmarla.

— Le aseguro a usted — dijo— que aunque en algunos aspectos Adelaida es un tanto peculiar, en otros parece completamente normal, y cabe en lo posible que con un tratamiento adecuado, al fin se logre algo satisfactorio de ella. Lo único que me preocupa es que encuentre tantas dificultades en aprender el alfabeto. Hasta ahora no ha hecho el menor progreso.

El ama pareció un tanto satisfecha con esto y dejó que el tutor fuese en busca de sus alumnas. Más tarde recordó el extraño atavío de Heidi cuando pretendía fugarse y decidió que debía darle algunos de los vestidos que se le habían quedado pequeños a Clara, antes de que regresara el señor Sesemann. Le habló de ello a Clara, quien accedió en el acto a que Heidi utilizara algunos de sus vestidos, sombreros y otras prendas. Así pues, la señorita Rottenmeier fue a la habitación de Heidi para echar una ojeada a sus vestidos y decidir lo que valía la pena aprovechar y lo que había que tirar a la basura. Regresó a los pocos momentos, más excitada que nunca.

— ¡Adelaida! — gritó— . ¿Qué es lo que he encontrado en tu armario? ¿Puedo creer lo que ven mis ojos? Fíjate, Clara, en el fondo del armario de Adelaida, un armario destinado a guardar ropa, he descubierto un montón de panecillos duros y secos. ¿Pero a quién se le ocurre acaparar alimentos de esa manera? — Luego levantó la voz y llamó a Tinette— . Vaya a la habitación de la señorita Adelaida y tire todos los panecillos que hay en el armario. ¡Tire también ese viejo sombrero de paja que tiene en la mesita de noche!

— ¡Oh, no, por favor! — gimió Heidi, sobresaltada—. Quiero conservar mi sombrero de paja, y los panecillos son para la abuela.

Quiso correr tras de Tinette y la señorita Rottenmeier se lo impidió.

— Tú te estás aquí. Toda esa porquería irá a parar a la basura.

Heidi se arrojó junto a la silla de Clara y lloró amargamente.

— La abuela no tendrá ahora ningún panecillo blanco... — sollozó—. Los guardaba todos para ella y ahora los van a tirar a la basura.

Lloraba con el más profundo desconsuelo, y la señorita Rottenmeier salió precipitadamente de la estancia. Clara estaba muy trastornada con toda aquella confusión.

— Heidi, no llores así — suplicó— . Escúchame. Si dejas de llorar te prometo darte tantos panecillos como has reunido, o más aún, para que se los lleves a la abuela cuando vuelvas a casa. Y serán panecillos suaves y frescos. Los que tú has guardado se han puesto ya duros. Vamos, Heidi, por favor, no llores más.

Heidi todavía tardó un buen rato en controlar su llanto, pero comprendía lo que Clara le estaba prometiendo y finalmente se sintió aliviada, si bien quería estar segura de que Clara mantendría su promesa.

— ¿De verdad me darás tantos panecillos como yo tenía? — preguntó con voz quejumbrosa.

— Pues claro que sí. Y ahora, alégrate.

Heidi se presentó aquella noche a la cena con los ojos enrojecidos, y cuando vio el panecillo junto a su plato se le formó un nudo en la garganta. Sin embargo, evitó llorar porque sabía que aquello no era correcto en la mesa. Sebastián le hacía gestos extraños cada vez que se acercaba a ella, señalándose primero su cabeza y luego la de Heidi, asintiendo y guiñando a medida que lo hacía, como si pretendiera comunicarle algo muy secreto. Cuando Heidi entró en su habitación para acostarse, encontró el ajado sombrero de paja encima del edredón. Lo tomó y lo estrujó aún más en su alegría por verlo nuevamente. Entonces lo envolvió en un viejo pañuelo de grandes dimensiones y lo ocultó en la parte posterior del armario.

Aquello era lo que Sebastián había estado tratando de decirle durante la cena. El criado había escuchado las órdenes dadas a Tinette y había oído el grito de desesperación de Heidi. Por eso, siguió a la muchacha y esperó a que ella saliera de la habitación de Heidi llevando el montón de panecillos duros y el sombrero encima. Entonces lo cogió, diciéndole a Tinette que él se encargaría de tirarlo, y así fue cómo lo salvó.

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