Heidi
Johanna Spyri
Johanna Spyri
Capítulo 18
Ilustración de Sonja Wimmer
La nieve fue tan espesa aquel invierno en la montaña que la cabaña de Pedro quedó enterrada hasta el alféizar de las ventanas. Volvía a nevar casi todas las noches, por lo que muchas mañanas tenía que salir por la ventana del comedor. Si la helada durante la noche no había bastado para endurecer la superficie, el chico pisaba la nieve blanda y tenía que abrirse paso con pies y manos e incluso con la cabeza. Su madre le tendía entonces una gran escoba con la que limpiaba el sendero hasta la puerta. Esto había que hacerlo hábilmente, apilando la nieve a cierta distancia de la entrada para evitar la posibilidad de que una gran masa de nieve blanda cayera en la casa cuando la puerta estaba abierta. También existía el peligro de que la helada transformara la nieve en una sólida barricada ante la puerta, y sólo Pedro era lo bastante pequeño y ágil para salir por la ventana.
Pero cuando helaba durante la noche, Pedro se lo pasaba en grande porque su madre acostumbraba a darle su pequeño trineo y con él casi volaba hasta Dörfli o adonde tuviera que ir, pues la ladera de la montaña se convertía en una amplia pista de esquí.
El viejo de los Alpes hubiera tenido que limpiar la nieve de su cabaña de la misma manera, pero había cumplido su promesa y, a la primera nevada, se fue con Heidi y las cabras al pueblo para pasar allí el invierno.
Cerca de la iglesia y de la rectoría de Dörfli, había un enorme caserón destartalado y casi en ruinas. Había pertenecido en otro tiempo a un soldado que luchó bravamente en España y adquirió una considerable fortuna. Había vuelto a Dörfli con la intención de establecerse allí para el resto de su vida y había construido aquella gran casa, pero, desgraciadamente, le había perdido el gusto a la vida sedentaria y pronto se volvió a ir para no regresar jamás. La casa quedó vacía y sin que nadie la cuidara. Cuando murió años más tarde fue a parar a manos de un pariente lejano que vivía en el valle, mas para entonces la casa se encontraba en tan mal estado que el nuevo propietario no parecía dispuesto a gastar dinero en ella. Se la dejó a los pobres de la aldea por un alquiler irrisorio, pero no hizo nada por repararla. Esto fue antes de que el viejo de los Alpes viniera a Dörfli con su hijo, y los dos vivieron en ella algún tiempo. Después volvió a quedar desocupada, con grandes agujeros y rendijas en el techo y las paredes, y en invierno (siempre largo y riguroso en aquellas latitudes) los vientos helados la recorrían de un extremo a otro. Ahora, el viejo de los Alpes se había decidido a pasar el invierno en Dörfli y alquiló de nuevo la vieja casa. Como era diestro en carpintería, sabía que podía hacerla habitable y durante el otoño bajó con frecuencia para trabajar en ella, yéndose a vivir allí con Heidi a mediados de octubre.
En la parte trasera de la casa había una alta pieza abovedada que en otro tiempo había servido de capilla y que ahora estaba en ruinas. Una de las paredes y buena parte de la otra se habían derrumbado, la hiedra penetraba por una ventana que había perdido los cristales y el techo daba la impresión de desplomarse de un momento a otro. Faltaba la puerta entre esta habitación y la contigua, que también se hallaba en muy mal estado; crecía la hierba por entre las piedras del pavimento, las paredes estaban agrietadas y el techo se había venido abajo. El resto se mantenía debido a los fuertes pilares que lo soportaban. El viejo de los Alpes hizo aquí algunas particiones de madera y cubrió el suelo de paja a fin de que sirviera como corral de invierno para las cabras. Más allá había un pasillo semiderruido y con unas rendijas tan grandes en la pared exterior que podía verse el cielo y los campos a través de ellas. Pero al final había una sólida puerta de roble, sujeta aún a sus goznes, que daba a una estancia en bastante buenas condiciones. Tenía las paredes artesonadas y en un rincón había una blanca estufa de baldosas que llegaba cerca del techo; estaba decorada en azul con cuadros representando a un cazador con sus perros en un bosque que rodeaba un castillo y un pescador balanceando su caña sobre un lago encalmado bajo los robles. Un banco había sido construido convenientemente en torno a la estufa, y tan pronto hubo entrado Heidi en la habitación con su abuelo, corrió para sentarse en él y contemplar los cuadros. Se deslizó por el banco hasta alcanzar la parte trasera de la estufa y llegó a un espacio entre ésta y la pared que podía haber sido ideado para guardar manzanas, pero en el que ahora estaba su cama. Había sido traída ésta desde el desván, tal como estaba, con su colchón de heno, la sábana y el grueso cobertor de lana. Heidi se sintió encantada de encontrarla allí.
— ¡Oh, abuelo! — exclamó alegremente— . ¡Éste es mi cuarto! ¿Verdad que es precioso? ¿Y dónde vas a dormir tú?
— Pensé que debías dormir cerca de la estufa para que no te helaras — repuso el anciano—. Ahora ven y verás mi habitación.
Heidi le siguió a una estancia más pequeña donde había instalado el anciano su cama. Junto a ella se veía una segunda puerta que Heidi abrió para encontrarse en una cocina inmensa, la más grande que había visto en su vida. Todavía quedaba mucho trabajo por hacer, aunque el abuelo la había reparado hasta el extremo que las paredes parecían estar hechas a base de pequeñas alacenas. También había arreglado la pesada puerta que daba al exterior con clavos y tornillos de manera que ahora resultaba posible cerrarla, lo que era un alivio contra las ruinas de fuera ocultas por altos hierbajos y donde se escondían las arañas y las cucarachas.
A Heidi le gustaba mucho su nuevo hogar, y lo había explorado hasta el último rincón para cuando vino Pedro a visitarla al día siguiente. Llevó al chico de un lado para otro hasta que hubieron recorrido todas sus dependencias. Dormía muy bien en su pequeño rincón, si bien al principio creía estar en el henil de la cabaña, donde al despertar por la mañana salía a ver los abetos inmóviles por la nieve calda durante la noche. Luego recordaba que no estaba en la cabaña y solía sorprenderse durante breves instantes, pero en seguida se recuperaba cuando oía a su abuelo hablar con las cabras en la puerta contigua y los animales balaban como si trataran de despertarla. Entonces, recordando que estuviera donde estuviese aún se encontraba en casa, saltaba de la cama y corría hacia las cabras tan aprisa como podía.
El cuarto día por la mañana dijo:
— Hoy tengo que ir a ver a la abuela. Me estará echando mucho de menos.
Pero el abuelo no estaba de acuerdo en absoluto.
— No podrás ir hoy ni mañana — replicó — La nieve es muy espesa en la montaña y aún sigue cayendo. Pedro apenas podrá valérselas por sí mismo, pero una niña como tú quedaría pronto enterrada y nadie sería capaz de encontrarte. Tendrás que esperar a que la nieve se hiele y puedas andar fácilmente por ella.
A ella no le gustaba tener que esperar, mas sus quehaceres eran muchos y apenas advertía el transcurso de los días. Una de las cosas que hacía era ir a la escuela y aprender cuanto podía. Pedro, en cambio, brillaba siempre por su ausencia, y el maestro, buena persona al fin y al cabo, se limitaba a decir:
— Otra vez ha faltado Pedro. La escuela le haría mucho bien, pero la nieve debe impedirle venir.
Sin embargo, Pedro bajaba con bastante facilidad para visitar a Heidi.
Después de unos días de nevar, el sol volvió a lucir, haciendo brillar la nieve, mas no tardó en desaparecer de nuevo detrás de las montañas, como si el panorama invernal no le gustara tanto como la hierba y las flores del verano. Pero al oscurecer, la luna brilló con fuerza sobre la nieve fría y se produjo la helada; por la mañana, el aire era cortante y la ladera de la montaña relucía como el cristal. Entonces Pedro, esperando hundirse en la nevada como de costumbre, saltó por la ventana y se dedicó a hacer piruetas en la superficie helada como si practicase el patinaje artístico; pero se rehízo en seguida y avanzó pisando fuerte para ver si la nieve se había endurecido realmente por doquier. Estaba encantado al descubrir que sólo podía arrancar, a puntapiés, un pequeño fragmento de hielo aquí y allá. La ladera estaba helada y al menos Heidi podría venir a verles. Entró en la casucha, bebió una taza de leche, se guardó un mendrugo de pan en el bolsillo y anunció:
— Me voy a la escuela.
— Así me gusta, hijo — dijo su madre— Aprende cuanto puedas.
Salió otra vez por la ventana, puesto que la puerta estaba completamente atascada por el hielo, arrastró su pequeño trineo tras él y partió como un relámpago. La velocidad le impidió detenerse en Dörfli y continuó valle abajo hasta que llegó a Mayenfield, donde al fin el trineo pudo hacer alto. Sabía dónde estaba y se alegró al comprobar que ya era demasiado tarde para ir a la escuela. Tardaría una hora larga en subir nuevamente hasta el pueblo, y las lecciones habrían comenzado ya. No valía la pena apresurarse, de manera que emprendió tranquilamente el regreso y llegó a Dörfli en el momento en que Heidi y su abuelo se disponían a comer. Incapaz de callar por más tiempo su gran noticia, la soltó de rondón:
— ¡Ya está!
— Pareces muy contento, general — dijo el viejo de los Alpes—. ¿Qué es lo que está?
— La helada — respondió Pedro.
— Oh, entonces ahora puedo ir a ver a la abuela — gritó Heidi, que aguardaba con ansiedad esta circunstancia. Y añadió, acto seguido— ¿Por qué no has ido entonces a la escuela, Pedro? Supongo que habrás podido bajar fácilmente con tu trineo.
A la niña le parecía muy mal que alguien dejara de ir a la escuela sin una buena razón.
— El trineo me llevó muy lejos y entonces ya era demasiado tarde — respondió el chico.
— Eso se llama deserción —sentenció el anciano—. Y a los desertores se les castiga.
Pedro pareció un tanto alarmado y se quedó dándole vueltas a la gorra entre las manos. El anciano le causaba un gran respeto.
— Y tratándose de un jefe militar como tú aún peor — prosiguió el abuelo— ¿Qué harías a tus cabras si se les metiera en la cabeza la idea de descarriarse y desobedecer tus órdenes.
— Pegarles una paliza.
— ¿Y qué dirías entonces si a un chico que se comporta como una cabra desobediente se le arrearan cuatro estacazos?
— Que se los tendría bien merecidos.
— Pues escúchame, general; si dejas otra vez que el trineo te lleve demasiado lejos cuando vayas a la escuela, vuelve luego por aquí que yo te daré tu merecido.
La luz se hizo en el cerebro del chico ante esta última observación; miró cautelosamente en torno suyo para ver si había algún garrote que pudiera ser utilizado a tal propósito, pero el viejo de los Alpes continuó en tono amistoso:
— Ahora come algo y luego te llevas a Heidi a casa. La traerás por la tarde y podrás quedarte a cenar con nosotros.
Pedro sonrió anchamente ante este inesperado cambio de situación, y Heidi estaba tan excitada por la idea de ver nuevamente a la abuela que ya no comió más y pasó al chico el resto de sus patatas y el queso. El abuelo le había preparado ya un plato hasta rebosar y el chico lo atacó con hambre canina. Heidi se dirigió a la alacena y se puso el abrigo que le había mandado Clara. Luego se echó la capucha sobre la cabeza y permaneció en pie junto a Pedro, impaciente porque terminara de comer.
— ¡Vamos ya! — le apremió, cuando él hubo engullido el último bocado.
Y salieron los dos corriendo. Heidi explicó a Pedro cuán apenada se habían sentido "Margarita" y "Morena" el primer día en su nuevo corral, negándose a comer y permaneciendo inmóviles y cabizbajas durante mucho tiempo.
— El abuelo dijo que se sentían lo mismo que yo en Frankfurt, porque nunca hasta ahora habían abandonado los pastos de la montaña, y tú no sabes lo que es esos, Pedro.
Pedro no le había prestado mucha atención; estaba pensativo y no pronunció palabra hasta llegar a la cabaña; entonces dijo sombríamente:
— Prefiero ir a la escuela a que tu abuelo haga lo que ha dicho...
Heidi comprendía que tenía razón, y así lo manifestó.
Encontraron a Brígida sola, remendando.
— La abuela está en la cama — les dijo—. No se encuentra muy bien y el frío la afecta mucho.
Aquello era algo nuevo en la experiencia de Heidi, quien siempre había encontrado a la abuela sentada en su rincón. Ahora corrió a la habitación contigua, donde la anciana yacía en su camastro, tapada con una sola manta y envuelta en su mantón gris.
— Gracias a Dios — dijo la abuela al escuchar los pasos de Heidi.
Había estado secretamente preocupada durante todo el otoño, en aquella época en que Heidi no había podido venir a visitarla; Pedro le había hablado de aquel visitante de Frankfurt, que tantas horas pasaba al lado de Heidi, y la anciana estaba segura de que se la iba a llevar con él. Incluso después de su marcha esperaba que viniera alguien de Frankfurt para arrancar de allí a la niña.
— ¿Estás muy enferma, abuela? — preguntó Heidi, acercándose a ella.
— No, no — respondió la anciana, acariciándola con afecto—. Es la helada que se ha metido en mis viejos huesos.
— ¿Te pondrás bien entonces cuando vuelva el calor? — insistió Heidi ansiosamente.
— Oh, sí, volveré a mi rueca mucho antes de eso, si Dios quiere — la tranquilizó la abuela—. En realidad, pensaba levantarme hoy; mañana ya estaré bien.
Heidi pareció más aliviada y, al cobrar sus ojos más brillo, observó:
— En Frankfurt las mujeres se ponen el mantón cuando salen de paseo. ¿Tú creías que el tuyo era para estar en la cama, abuela?
— Me lo puse para estar caliente, y me alegro de tenerlo porque mi manta es más bien delgada.
— Tu cama tiene la cabecera hundida en vez de tenerla alzada — observó ahora Heidi—. Y eso no está bien.
— Lo sé, criatura — repuso la abuela—, y no es muy cómodo que digamos. — Trató de encontrar un lugar suave para la cabeza en la almohada, endurecida y aplastada como una tabla—. Esta almohada nunca fue muy gruesa y mi vieja cabeza, a fuerza de descansar, en ella, la ha hecho más delgada aún.
— Debí haberle preguntado a Clara si podía traerme conmigo la cama que yo tenía en Frankfurt. Había tres almohadas muy gruesas, una encima de otra, y yo dormía en la parte baja de la cama, lejos de ellas, pero por la mañana tenía que apoyar la cabeza en ellas porque es así como la gente debe dormir. ¿Podrías tú dormir así?
— Naturalmente, pues cuando se tiene la cabeza levantada se está más cómodo y se respira mejor — suspiró la abuela, intentando levantar un poco la cabeza—. Pero no hablemos de eso. Gracias a Dios tengo muchas más cosas, y ahora su visita. ¿Me leerás algo hoy?
Heidi trajo el viejo libro y le leyó varios himnos. Todos ellos le eran familiares a la anciana, y ahora le encantaba oírlos nuevamente después de tan largo intervalo. La abuela permanecía con las manos cruzadas y una expresión feliz en su viejo rostro enjuto. De pronto, Heidi hizo un alto para preguntar:
— ¿Te sientes mejor ahora, abuela?
— Si, esto me hace mucho bien, querida. Continúa, por favor.
Heidi lo hizo así y cuando llegó al último cuarteto del himno, la abuela lo repitió varias veces:
Tengo el corazón triste y mis ojos se han nublado,
pero yo pongo en Dios toda mi fe y mi confianza,
y cuando los momentos malos hayan pasado,
al fin retomaré a mi puerto en plena bonanza.
Encontraba estas palabras muy consoladoras, y a Heidi también le gustaban; le hacían pensar en aquel día soleado cuando volvió nuevamente a las montañas.
— Sé lo hermoso que es volver al hogar — dijo. Se levantó para irse, porque ya se estaba haciendo tarde, y añadió cuando la abuela le cogió la mano y se la oprimió con fuerza—: Me alegro de que estés mejor.
— Si, ahora soy más feliz. Aunque tenga que permanecer acostada, ya no me preocuparé más. Tú no sabes lo que significa yacer en la oscuridad y en el silencio durante días interminables. A veces me entran ganas de renunciar y morirme, sabiendo que ya nunca más veré la luz del sol. Pero cuando vienes tú y me lees esas palabras maravillosas, mi corazón se entona y me siento aliviada.
Heidi le dio las buenas noches y salió con Pedro. La luna, brillando en la nieve, ofrecía una claridad casi diurna. Pedro subió en su trineo, con Heidi detrás, y se lanzaron por la ladera como dos pájaros.
Aquella noche, acostada en su cómodo lecho detrás de la estufa, Heidi pensaba en la pobre almohada de la abuela y en el mucho bien que le habían hecho los himnos. Si ella pudiera ir cada día a leerle, la abuela se sentiría mucho mejor, pero probablemente transcurriría una semana o más antes de que pudiera subir nuevamente. Se preguntaba lo que podría hacerse para remediar aquella situación, y de pronto se le ocurrió una idea tan fenomenal a su juicio que apenas podía esperar al día siguiente para ponerla en práctica. Tan ocupada estaba con estos pensamientos que había olvidado sus plegarias, mas como ahora no pasaba ningún día sin que las dijera, se puso a rezar por la abuela, por el abuelo y por ella misma. Luego se dejó caer en el blando heno y durmió toda la noche de un tirón.
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