Heidi

Johanna Spyri

Libro I - Capítulo 1

Ilustración de Kristi Valiant

Hacia la montaña

L a pequeña y bonita ciudad suiza de Mayenfield está situada al pie de una cadena montañosa cuyos escarpados picachos dominan la extensión del valle, Por detrás de la ciudad, un sendero serpentea suavemente hacia las alturas. En las laderas bajas la hierba es escasa, pero el aire está impregnado de la fragancia de las flores silvestres que cubren los pastos, en la parte alta de la montaña.

Una soleada mañana del mes de junio, una joven alta y robusta ascendía por el sendero. Llevaba un bulto de ropa en una mano y con la otra asía a una niña de unos cinco años. Esta tenía las mejillas enrojecidas, lo que no era sorprendente, pues el sol apretaba de firme y la niña iba arropada como si fuera pleno invierno. Resultaba difícil ver cómo era la niña, pues llevaba puestos dos vestidos, uno encima de otro, y se cubría con un gran pañuelo rojo. Daba la impresión de una masa informe de ropa mientras subía la pendiente, calzada con zapatos de clavos.

Después de ascender por espacio de una hora llegaron a la pequeña aldea de Dörfli, a medio camino de la montaña. Aquél era el pueblo natal de la joven y la gente la llamaba desde las puertas de sus casas, pero ella apenas contestaba; siguió su camino y no se detuvo hasta llegar a la última casa de la aldea. Lo hizo al oír una voz que le decía:

— ¡Un momento, Dora! Si vas a la montaña, te acompañaré.

Dora se detuvo, pero la niña se soltó de su mano y tomó asiento en el suelo.

— ¿Estás cansada, Heidi? — le preguntó Dora.

— No, pero tengo mucho calor — respondió la chiquilla.

En aquel momento salió de la casa una mujer rolliza, de cara bonachona, que se reunió con ellas. La niña se levantó y las siguió mientras las dos mujeres hablaban acerca de la gente de Dörfli o de las cercanías.

— ¿Adónde vas con la niña, Dora? — preguntó la aldeana al cabo de unos minutos—. Porque supongo que es la huérfana que dejó tu hermana al morir, ¿no?

— En efecto — repuso Dora—. La llevo con el abuelo, y con él tendrá que quedarse ahora.

— ¿Quedarse con el viejo de los Alpes en la montaña? ¡Tú te has vuelto loca! ¿Cómo puedes pensar en una cosa semejante? Bueno, el viejo te mandará a freír espárragos en cuanto le sugieras la idea.

— Pero ¿por qué? Él es su abuelo, y ya va siendo hora de que haga algo por ella. Yo la he cuidado hasta ahora, pero, hablando en confianza, no voy a perder por ella un buen trabajo que me han ofrecido. Su abuelo debe cumplir con su deber.

— Si el viejo de los Alpes fuera como el resto de la gente, puede que lo hiciera — dijo Isabel—. Pero ya sabes cómo es. ¿Qué sabe él de cuidar una niña tan pequeña? La niña no soportará la vida en la montaña. ¿Y dónde te dan ese trabajo de que habías?

— En Alemania —explicó Dora—. Un buen empleo con una excelente familia en Frankfurt. El verano pasado estuvieron en el hotel de Ragaz donde yo trabajaba como criada. Sus habitaciones estaban en el piso del que yo me ocupaba. Quisieron llevarme con ellos, pero no pude aceptar. Ahora han venido de nuevo y me han vuelto a hacer la misma proposición. Y esta vez sí que he aceptado.

— Bueno, lo que es yo, celebro no encontrarme en la piel de esta criatura —dijo Isabel, moviendo las manos con desaliento. Nadie sabe exactamente qué le pasa al viejo, pero no quiere cuentas con nadie y hace ya años que no ha puesto los pies en la iglesia. Cuando baja de la montaña empuñando su garrote, cosa que no sucede con frecuencia, la gente se aparta de él. Todos le temen. Su aspecto es terrible, con esas cejas tan espesas y esa larga barba. En fin, que una se lo encuentra a solas en la montaña y se asusta.

— Puede que tengas razón, pero ahora tendrá que ocuparse de su nieta, y si algo le ocurre a ella, la culpa será suya, no mía.

— Me pregunto qué le ocurrirá para vivir solo allá arriba y sin apenas dejarse ver — murmuró Isabel—. Corren toda clase de rumores sobre él, pero creo que tú debes conocer toda la historia. Tu hermana te habrá hablado mucho de él, ¿no?

— Si, pero no quiero repetir lo que me dijo. Si se entera de que he hablado de él, bueno se pondría conmigo.

Sin embargo, Isabel no estaba dispuesta a perder la ocasión de averiguar algo más acerca del viejo. Ella procedía de Prättigau, valle abajo, y llevaba poco tiempo viviendo en Dörfli, sólo desde que contrajo matrimonio, de manera que aún tenía mucho que aprender con respecto a sus vecinos. Estaba ansiosa por saber el motivo de que el anciano viviera en la montaña como un ermitaño y por qué la gente no hablaba de él con la misma libertad con que solía hacerlo al referirse a los demás. Era evidente que no aprobaban su conducta, mas parecían temerosos de criticarle. Además. ¿por qué le llamaban el viejo de los Alpes? Pero allí estaba su amiga Dora, pariente del viejo y que había vivido siempre en Dörfli. hasta un año atrás, para contarle algo. Al morir la madre de Dora, ésta había encontrado trabajo en un hotel de Ragaz. Y desde allí venía ahora con Heidi; un carro de heno las había traído hasta Mayenfield.

Isabel tomó a Dora por un brazo y le pidió en tono de súplica:

— Oye, al menos podías decirme cuánto hay de verdad en lo que se comenta sobre él y cuánto son habladurías. Anda, explícame por qué ese hombre está contra todo el mundo y por qué todos le temen. ¿Siempre ha sido así?

— Pues..., no lo sé con certeza. Yo sólo tengo veintiséis años y él debe de rondar ya los setenta, de manera que no le conocí cuando aún era joven. Bueno, si me das tu palabra de que no irás propagando lo que te diga, podría contarte muchas cosas sobre él. Mi madre y el abuelo vinieron de Domleschg.

— Vamos, Dora. ¿por quién me tomas? — protestó Isabel, casi ofendida— En Prättigau no somos tan chismosos; además, yo sé contener la lengua muy bien cuando quiero. Puedes hablar. Te prometo no repetir ni una sola palabra.

— De acuerdo, pero... ¡Procura cumplir tu promesa!

Dora miró en torno suyo para asegurarse de que Heidi no podía oírla; pero la niña había desaparecido. Seguramente se había quedado atrás sin que ellas se dieran cuenta, entretenidas como estaban por su charla. Dora miró en todas direcciones. El sendero zigzagueaba por la ladera, pero ella podía distinguirlo hasta Dörfli y en él no se veía un alma.

— ¡Allí está! ¿La ves? — gritó de pronto Isabel. Señalando con el dedo—. Mira, ahora sube la pendiente con Pedro y sus cabras. Me pregunto por qué Pedro vuelve tan tarde con el ganado. Bueno, la seguiremos con la vista; mientras, tú puedes continuar con tu historia.

— Pedro no tiene que preocuparse —dijo Dora—. Heidi sabe cuidar de sí misma. aunque sólo tenga cinco años. Es una ardilla. Se las sabe todas, y eso es bueno, pues el viejo sólo tiene su cabaña y dos cabras.

— Supongo que antes viviría mejor, ¿no? — preguntó Isabel.

— ¡Ya lo creo! Era dueño de una de las mejores granjas de Domleschg. Él era el hijo mayor y sólo tenía un hermano, persona muy respetable. Pero al viejo no le gustaba trabajar, sólo las juergas; y así, entre las malas compañías, la bebida y el juego, despilfarró toda su fortuna. Sus pobres padres se murieron de vergüenza al enterarse. Su hermano también se arruinó, claro está; se fue, Dios sabe dónde, y nunca más se supo de él. El viejo también desapareció, dejando solamente la mala fama a sus espaldas. Nadie conocía su paradero, pero luego se supo que se había alistado en el Ejército y que estaba en Nápoles. Después no volvió a saberse de él durante doce o quince años...

Dora parecía disfrutar contando la historia, Isabel la animó:

— ¡Sigue, sigue!

— Bueno, un día reapareció de repente en Domleschg con un hijo de corta edad y pidió a algunos familiares que se cuidaran del chico. Pero todas las puertas se le cerraron; nadie quería cuentas con él.

— ¡Vaya por Dios! —exclamó Isabel.

— Se enfureció tanto que juró no volver a pisar el pueblo. De manera que se vino a Dörfli y se estableció con el muchacho, que se llamaba Tobías. La gente supuso que debió conocer a su mujer en el Sur y que allí contrajo matrimonio; por lo visto, ella murió poco después, aunque nada se sabe cierto. Tenía algunos ahorros, los suficientes como para que el muchacho entrara como aprendiz de carpintero. Tobías era un buen muchacho y todos le querían en el pueblo. ¡Pero nadie se fiaba del viejo! Se rumoreaba que había desertado del Ejército en Nápoles para evitar el ser castigado por la muerte de un hombre, pero no en el campo de batalla, ya me entiendes, sino en una riña. A pesar de todo, nosotros le aceptamos como miembros de la familia. Su abuela y la de mi madre, o sea mi bisabuela, eran hermanas; por eso le llamamos tío, pero como estábamos emparentados con casi todo el mundo en Dörfli, en mayor o menor grado, los demás no tardaron en llamarle también tío. Luego, cuando se fue a vivir a la montaña, se convirtió en el viejo de los Alpes.

— ¿Y qué le ocurrió a Tobías? — preguntó ansiosamente Isabel.

— ¡Déjame respirar, mujer, que ahora estaba llegando a eso! — se quejó Dora—. Cuando Tobías aprendió bien el oficio de carpintero en Mels, vino a Dörfli y se casó con mi hermana Adelaida, pues siempre se habían gustado el uno al otro. Su matrimonio fue muy feliz, pero duró poco. Dos años más tarde, él se mató a caerle encima una viga cuando estaba ayudando a construir una casa. La pobre Adelaida se afligió tanto cuando vio que lo traían a casa de aquella manera, que cayó enferma con una fiebre muy alta y ya no se levantó más. Nunca había sido muy fuerte y solía sufrir ataques raros en los que resultaba difícil saber si estaba dormida o despierta. Sólo sobrevivió unas semanas a su marido.

"Eso, es natural, desató todas las lenguas; todos decían que aquello era un castigo para el viejo por la mala vida que había llevado. Se lo decían en su propia cara, y hasta el señor cura le aconsejó que hiciera penitencia para tranquilizar su conciencia. Esto le puso más furioso que nunca y le hizo también más huraño.

"No le dirigía la palabra a nadie después de visitar la casa del cura, y los vecinos empezaron a apartarse de su camino. Entonces, un día nos enteramos de que se había ido a vivir a la montaña y que no bajaba al pueblo para nada. Y allí continúa, dejado de la mano de Dios y de los hombres, como suele decirse. Mi madre y yo nos llevamos a la pequeña Heidi, hija de Adelaida; la pequeña tenía un año cuando se quedó huérfana. Luego, al morir mamá el verano pasado, intenté buscar trabajo en la ciudad y me llevé a Heidi a Pfäffersdorf, pidiéndole a la vieja Úrsula que cuidara de ella. Me las arreglé para trabajar en la ciudad durante todo el invierno, pues soy hábil con la aguja y siempre hay alguien que necesita que le cosan o remienden la ropa. Entonces, a primeros de año, vino otra vez aquella familia de Frankfurt, la misma a quien serví en el hotel el año pasado. Como te dije antes, quieren llevarme con ellos, y se van pasado mañana. Te aseguro que se trata de un buen empleo.

— ¿Y le vas a entregar esta criatura al viejo así, por las buenas? — preguntó Isabel en tono de reproche—. Me sorprende que se te haya podido ocurrir una cosa así.

— ¿Y qué otra cosa puedo hacer? —se enfureció Dora—. He hecho por ella cuanto he podido durante años, pero comprenderás que no puedo llevármela a Frankfurt, siendo tan pequeña. Bien, ya estamos a medio camino de la casa del viejo. ¿Tú adónde vas, Isabel?

— Tengo que ver a la madre de Pedro. Ella hila para mí en invierno. Bueno, aquí te dejo. Adiós, Dora, y buena suerte.

Dora vio cómo Isabel se dirigía a una oscura cabaña de madera, protegida por una pequeña cavidad a pocos metros del camino. Su aspecto era tan desastroso que necesitaba aquella protección contra los fuertes vientos de la montaña. Así y todo, debía resultar penoso vivir en ella, pues las puertas y ventanas rechinaban cada vez que soplaba el viento y las vigas viejas y carcomidas crujían y retemblaban. De haber sido construida sin el amparo de aquella cavidad, habría sido arrancada por el viento hacía tiempo.

Aquélla era la vivienda de Pedro, el cabrero. El chico tenía once años y cada mañana bajaba a Dörfli para buscar las cabras y llevarlas a pastar durante todo el día en los ricos prados de la alta montaña. Luego, al atardecer, volvía a bajar con ellas saltando por los riscos casi con la misma agilidad que los animales. Al llegar a la aldea silbaba fuerte con los dedos para que los dueños de las cabras vinieran a recogerlas. Generalmente, eran los niños quienes respondían a la llamada, pues ni siquiera los más pequeños temían a aquellos pacíficos animales.

Durante los meses de verano, era ésa, pues, la única ocasión que tenía Pedro de ver a otros chicos y chicas de su edad. El resto del tiempo eran las cabras su única compañía; pasaba poco tiempo en casa con su madre y su abuela ciega que vivía con ellos. Salía de la cabaña muy temprano, tras tomar su almuerzo, que solía ser un pedazo de pan y un tazón de leche, y luego regresaba tan tarde y tan cansado que sólo tenía ganas de cenar y acostarse.

Su padre que había sido pastor antes que él, había muerto hacía algunos años aplastado por un árbol. Su madre se llamaba Brígida, pero todos la conocían por "la madre del cabrero"; a su abuela la llamaban Grannie.

Después de irse Isabel, Dora miró ansiosamente en una y otra dirección durante varios minutos, mas no veía ni rastro de los niños ni de las cabras. Ascendió un poco más para obtener una visión más amplia y volvió a detenerse. Su impaciencia iba en aumento.

Los niños se habían apartado del sendero, pues Pedro subía siempre la montaña como le parecía. Lo importante era que las cabras encontraran los mejores lugares donde pastar. Al principio, Heidi había gateado tras él, resoplando acalorada, pues la mucha ropa que llevaba convertía la escalada en una tarea realmente difícil. Pero no se quejaba, sino que miraba con envidia a Pedro, quien corría libremente, descalzo y con pantalón corto; y a las cabras, cuya tremenda agilidad les permitía saltar con tanta ligereza sobre las piedras y los arbustos. De pronto la niña se sentó en el suelo y se quitó las botas y los calcetines. Luego se despojó el pañuelo rojo y se desabrochó rápidamente su mejor vestido, el que Dora le había hecho ponerse sobre el de diario para evitar el tener que llevarlo en la mano. Se quitó los dos vestidos y se quedó sólo con las enaguas, moviendo sus bracitos desnudos al aire con deleite. Luego hizo un montoncito con las ropas Y corrió para alcanzar a Pedro y a las cabras. El chico no se había percatado de lo que hacia la niña, pero cuando la vio acercarse corriendo sonrió alegremente. Entonces volvió la cabeza y descubrió el montón de ropa que ella había dejado sobre la hierba. No dijo nada, pero su sonrisa se hizo más amplia. Heidi se sentía mucho más feliz, libre como el viento, y empezó a hacerle toda una serie de preguntas. El pastorcillo tuvo que decirle cuántas cabras tenía, adónde las llevaba y qué haría cuando llegara a su destino. Poco después llegaban a la cabaña, y Dora los vio y chilló apenas vio a Heidi.

— ¿Qué diantres has estado haciendo, Heidi? ¡Qué facha traes! ¿Y tus vestidos y el pañuelo? ¿Y las botas nuevas que te compré para el viaje y los calcetines que yo misma te hice? ¿Dónde has dejado todo eso?

— Allí están — contestó tranquila.

Su tía pudo ver, a lo lejos, el montoncito de ropa con la mancha roja del pañuelo encima.

— ¡Condenada mocosa! — gritó, enojada— ¿Cómo diantres se te ha ocurrido desvestirte de esa manera? ¿Por qué lo has hecho?

— Tenía calor con tanta ropa —contestó Heidi como si esta explicación fuera más que suficiente.

— ¿Pero es que no tienes nada dentro de la cabeza estúpida? ¿Quién crees que va a ir ahora en busca de esa ropa? Yo tardaría por lo menos media hora en ir y volver. Pedro, corre y tráetela tú. ¡Date prisa, hombre, no te quedes ahí como embobado!

— Es que se me ha hecho tarde y no puedo ir —replicó el pastor.

No se movió en absoluto, sino que permaneció con las manos en los bolsillos, como había estado haciendo mientras Dora reñía a su sobrina.

— Pues más tarde se te hará si sigues ahí mirando — dijo Dora— Mira, esto es para ti.

Adoptó un tono más persuasivo y mostró una moneda nueva y reluciente. Esto puso a Pedro en acción: se lanzó a la carrera como un gamo por la pendiente y regresó con las ropas en menos tiempo del que se tarda en contarlo. Dora tuvo que admitir que se había ganado la recompensa. El cabrero tomó la moneda y se la guardó en el bolsillo con una sonrisa de alegría; personas tan ricas no se cruzaban en su camino.

— Ahora me subirás todo eso hasta la cabaña del viejo. Sé que vas en esa dirección.

Dicho esto, la mujer reemprendió el ascenso por el empinado sendero que continuaba tras la cabaña del pastorcillo. Éste la siguió, sujetando el lío de ropa en la mano izquierda y blandiendo con la derecha del cayado que empleaba para arrear las cabras. Casi transcurrió otra hora antes de llegar a los elevados parajes donde el viejo de los Alpes tenía su cabaña en una pequeña meseta. La pequeña construcción estaba expuesta a todos los vientos, pero también recibía toda la luz del sol y desde ella se tenía una maravillosa vista del valle. Tres viejos abetos de ramas enormes se alzaban detrás de la cabaña.

Más allá, el terreno se hacía escarpado hasta la cima de la montaña. La hierba era abundante en los alrededores de la cabaña, pero luego venía una extensión de maleza que conducía a los desnudos y escabrosos picachos.

El viejo de los Alpes había construido un banco de madera y lo había adosado a la parte de la cabaña que daba sobre el valle. Y allí estaba sentado tranquilamente, con la pipa en la boca y las manos en las rodillas mientras se acercaba el pequeño grupo. Pedro y Heidi corrieron delante de Dora durante esta última parte del trayecto, y fue Heidi quien llegó en primer lugar ante el viejo. Avanzó directamente hacia él con la mano tendida.

— Hola, abuelo — saludó.

— Eh, ¿qué significa esto? —gruñó el anciano, mirándola fijamente mientras le tomaba la mano.

Ella le contemplaba con la misma fijeza, fascinada por el extraño aspecto del viejo, con su larga barba y sus cejas grises y espesas como breñas. Dora llegaba en aquel momento, mientras Pedro se mantenía a la expectativa para ver qué ocurría.

— Buenos días, tío —saludó Dora—. Le traigo a su nieta, la hija de Tobías. Supongo que no la reconocerá, pues no la ha visto desde que tenía un año.

— ¿Y por qué la has traído aquí? —preguntó ásperamente el viejo— . ¡Y tú, lárgate con tus cabras! — añadió, dirigiéndose a Pedro—. Anda, que vas con retraso. Y no olvides las mías.

El viejo dirigió a Pedro tal mirada que el chico desapareció en el acto.

— Ella ha venido a quedarse con usted, tío —dijo Dora, yendo derecha al grano— . He hecho por ella cuanto he podido durante estos cuatro años. Ahora le toca a usted.

— Conque me toca a mí, ¿eh? —masculló el viejo, taladrándola con la mirada—. ¿Y cuando se ponga a lloriquear llamándote a ti, como ocurrirá a buen seguro, qué crees que debo hacer yo?

— Eso es cosa suya —replicó Dora—. Nadie me dijo a mí lo que debía hacer con ella cuando la dejaron en mis manos, y era una cría de apenas un año. Bien sabe Dios que tengo más que suficiente cuidando de mamá y de mí. Pero ahora me marcho fuera a trabajar. Usted es el pariente más cercano de la niña. Si no quiere tenerla aquí, haga con ella lo que quiera. Pero tendrá que responder de ella si algo le ocurre, y creo que no querrá tener más cargos de conciencia de los que ya tiene.

Dora no había medido bien el alcance de sus palabras, furiosa como estaba, pero de pronto pareció darse cuenta de que había hablado más de lo debido.

El viejo se levantó al oír las últimas palabras, y Dora, asustada por la forma en que la miraba, retrocedió unos pasos.

— ¡Lárgate por dónde has venido y no vuelvas nunca más por aquí! —dijo furiosamente, levantando el brazo.

Dora no esperó a que se lo repitieran.

— Pues entonces, adiós —dijo precipitadamente—. Adiós, Heidi.

Y corrió montaña abajo sin detenerse hasta llegar a Dörfli. Una vez en la aldea, se vio más requerida que antes por la gente; todos querían saber lo que había sucedido con su sobrina, aquella niña a la que todos conocían.

— ¿Cómo pudiste hacer eso, Dora?

— ¡Pobre criaturita!

— ¡Dejar a esa niña indefensa en manos de ese hombre!

Dora respiró con alivio cuando estuvo fuera del alcance de aquellas voces. No quería pensar en lo que había hecho, pues cuando la madre de Heidi agonizaba, le hizo prometer que cuidaría de ella. Se consoló pensando que podría ayudar mejor a la niña si aceptaba aquel nuevo trabajo con el que podría ganar más dinero, y huyó tan aprisa como pudo de aquella gente que intentaba hacerle cambiar de opinión.

— ¿Dónde está Heidi? ¿Qué has hecho con ella? –le preguntaban desde puertas y ventanas.

Dora replicaba, cada vez con más desgana:

— Se ha quedado con el viejo de los Alpes. Sí, eso he dicho. Se ha quedado con el viejo de los Alpes...

Y su inquietud crecía al oír las exclamaciones de las mujeres a uno y otro lado.

FICHA DE TRABAJO

CUESTIONES

1. ¿Cuántos años tiene Heidi en este capítulo?

2. Aproximadamente, ¿Cuántos años tiene el abuelo de Heidi?

3. ¿Por qué dejó el pueblo cuando era joven?

4. ¿Cómo se llamaba el hijo del abuelo y padre de la niña?

5. ¿Qué le pasó a los dos años de casarse?

6. ¿Con qué sobrenombre llaman al abuelo en el pueblo?

7. ¿Cómo se llamaba la mamá de Heidi?

8. ¿Por qué Dora tiene que dejar a Heidi en las montañas al cuidado del abuelo?

9. ¿Cómo se llama la vecina con la que Dora entabla conversación?

10. ¿Cómo era la casa donde vivía Pedro?

11. ¿Qué personas viven en esa cabaña?

12. ¿Cuántos años tiene Pedro?

13. ¿Cómo se llama la mamá y la abuela de Pedro?

14. ¿A qué se dedica Pedro?

15. ¿En qué consistía el almuerzo de Pedro todas las mañanas?

16. ¿Cuántos abetos se alzaban detrás de la cabaña del abuelo?

17. ¿Cómo se toma el abuelo el hecho de quedarse al cuidado de Heidi?

18. ¿Qué le ocurre a Dora cuando vuelve al pueblo de Dörfli?

VOCABULARIO

Afligir: Causar abatimiento y tristeza

Alivio: Sensación de tranquilidad que le queda a una persona al ser aliviada de una preocupación, una molestia, un dolor, etc.

Amparar: Proteger o favorecer a alguien que lo necesita.

Aprendiz: Persona que aprende algo, especialmente un oficio manual, practicándolo con alguien que ya lo domina.

Arrear: Estimular a una caballería para que eche a andar o para que lo haga más deprisa.

Asir: Tomar o agarrar a alguien o algo, especialmente con las manos.

Blandir: Mover un arma en actitud amenazadora agitándola en el aire.

Bonachona: Persona que tiene carácter tranquilo y amable.

Breñas: Tierra quebrada entre peñas y poblada de maleza.

Carcomer: Roer [la carcoma] la madera o una cosa de madera.

Cavidad: Espacio hueco en el interior de un cuerpo o en una superficie, especialmente en el organismo de los seres vivos.

Cayado: Bastón grueso, generalmente de madera, y con el extremo superior curvo que se usa principalmente para conducir el ganado.

Conciencia: Conocimiento que el ser humano tiene de su propia existencia, de sus estados y de sus actos.

Crujido: Sonido seco producido por algunas cosas, como el hueso o la madera al partirse, el papel cuando es arrugado, la seda a rozar consigo misma o los dientes al apretarlos y moverlos unos contra otros.

Deleite: Placer del ánimo y de los sentidos.

Desabrochar: Abrir o aflojar una cosa, especialmente una prenda de vestir, abriendo o soltando los botones, la cremallera, los ganchos u otro tipo de cierre.

Desaliento: Decaimiento del ánimo o de la energía para continuar haciendo algo.

Despojar: Quitarse el vestido.

Diantres: Se utiliza para enfatizar el sentido de una expresión interrogativa e indica extrañeza, incomprensión, contrariedad, etc., por parte del hablante.

Embobar: Causar a alguien una admiración o sorpresa tan grandes que hagan olvidar todo lo demás.

Empinado: Terreno o camino que tiene una pendiente muy pronunciada.

Enaguas: Prenda de ropa interior femenina que consiste en una tela, generalmente blanca y de algodón, con encajes o bordados, que se ajusta a la cintura o cae desde los hombros y cubre las piernas o parte de ellas.

Ermitaño: Persona que vive sola en un lugar deshabitado, especialmente para dedicar su vida a la oración y al sacrificio.

Escarpado: Lugar o terreno que está lleno de rocas, tiene pendientes muy pronunciadas o fuertes desniveles que dificultan el acceso.

Exponer: Poner algo de forma que pueda ser visto por los demás.

Facha: Aspecto o apariencia exterior de una persona, animal o cosa, en especial cuando son ridículos o desagradables.

Fragancia: Olor suave y muy agradable que desprenden ciertas cosas, especialmente algunas plantas y flores.

Garrote: Palo grueso y fuerte que se usa principalmente como bastón o para golpear con él.

Gatear: Trepar valiéndose de los brazos y las piernas.

Hábil: Que puede hacer una cosa correctamente y con facilidad.

Heno: Hierba segada y seca que se usa para alimento del ganado.

Huraño: Persona que rehúye el trato de otras personas y rechaza las atenciones y muestras de cariño.

Impregnar: Hacer que una sustancia, generalmente un líquido, quede adherida a la superficie de un cuerpo.

Inquietud: Preocupación, desasosiego del ánimo.

Lío: Conjunto de cosas, como ropa u otras cosas semejantes, que están envueltas o atadas unas con otras.

Mascullar: Hablar entre dientes y en voz baja, sin pronunciar claramente las palabras.

Paradero: Lugar o sitio donde se halla o donde ha ido a parar una persona o una cosa.

Paraje: Lugar al aire libre, lejano y generalmente aislado.

Persuadir: Conseguir con razones y argumentos que una persona actúe o piense de un modo determinado.

Picacho: Pico muy agudo de una montaña o risco.

Pipa: Utensilio para fumar que consiste en un pequeño recipiente o cazoleta, donde se quema tabaco picado, unida a un tubo terminado en una boquilla, por la que se aspira el humo.

Rechinar: Chirriar o producir un sonido desagradable por rozar contra otra cosa, especialmente los dientes al rozar los superiores con los inferiores.

Remendar: Coser un trozo de tela u otro material a una pieza de ropa vieja o rota para reforzarla o cubrir un roto.

Requerir: Pedir [una persona] determinada cosa por resultarle necesaria.

Resoplido: Respiración fuerte y ruidosa que, generalmente, expresa cansancio o un contratiempo.

Retemblar: Vibrar o temblar con movimientos rápidos y repetidos.

Riña: Discusión entre dos personas en que generalmente se reprochan algo y se insultan.

Risco: Peñasco muy alto y escarpado.

Rumor: Ruido confuso de voces.

Serpentear: Moverse o andar haciendo eses como las culebras.

Ilustración Jessie Willcox Smith

Ilustración de Margaret Armstrong

Ilustración de Jose Lloreba

Ilustración de Sonja Wimmer

Ilustración de Paul Hey

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