A lenda da fundación de Roma

Como si siguiera las instrucciones de Marco Vitruvio, un arquitecto seis siglos posterior, que aconsejaba ubicar la ciudad en un lugar de aires sanísimos, alto y de clima templado, fuera de lugares pantanosos y no muy cerca del mar. Aunque, a decir verdad, el emplazamiento ya había sido elegido por los dioses: ¿quién, si no, hizo que la pequeña almadía que transportaba a los gemelos se detuviera en un remanso del Tíber, justo al pie del Palatino? ¿Y quién, sino el propio Júpiter —que ya fue amamantado por la cabra Amaltea—, dispuso que una loba criara a los dos lobeznos humanos? Roma no es un proyecto humano, sino un designio divino.

No sabemos si Rómulo era consciente de ello o simplemente buscaba un territorio para asentarse con su tribu. Lo que probablemente hizo fue, como era la costumbre del hombre arcaico y antiguo, consultar los augures para que determinaran el lugar idóneo. El augur señalaría el centro de la ciudad y trazaría un círculo alrededor, donde los habitantes construirían las murallas. Como un “círculo mágico”, la murallas protegerán el templo que se construirá en el punto central, allí arderá el fuego sagrado y se realizarán los sacrificios a los dioses. Como toda ciudad, Roma también contiene lo sagrado, lo venera y lo protege. La muerte del hermano, que ha menospreciado el perímetro y ha puesto en peligro la ciudad, representa ese celo cívico que está por encima de los lazos de sangre.

Allí, en el centro sagrado, se conservará la tumba del héroe epónimo, en este caso Rómulo, quien en conexión con la divinidad fundó la ciudad, es decir, estableció un orden social y salvó a sus habitantes del caos. Como explica Josep Olives: “Es el héroe epónimo, modelo prototípico del ser humano en el aspecto evolutivo: cargado de virtud, vencedor de las fuerzas involutivas del caos, superador de las divisiones y fundador de un nuevo orden, que la ciudad misma representa. Con pocas variantes ése es el papel de todos los héroes fundadores de las ciudades antiguas, y no hay ciudad que no tenga el suyo, le rinda culto y que no venere su historia.” (La ciudad cautiva, Siruela, Madrid, 2006, p. 85).

Como pone de manifiesto el mismo autor, la sociedad posee un fundamento sagrado. De modo que todos los ritos cívicos tienen, en su origen, la función de vincular al hombre con lo sagrado. De hecho, el ciudadano romano podía sentir la presencia de los dioses en los distintos lugares de la urbs. La ciudad es una casa en grande, la casa de todos, y así como en la casa el hogar está en el centro, donde arde el fuego que da luz y calor, del mismo modo, el templo marca el centro de los espacios públicos. El fuego, que debía mantenerse siempre vivo, representa por una parte la claridad de entendimiento y, por otra, el calor del afecto, la amistad y el mutuo aprecio. Comprensión y amor son los dos grandes pilares que sostienen la sociedad.

Las encargadas de mantener encendido el fuego sagrado son las vestales. Si éste se apagara, se perdería el contacto con la divinidad y los valores que simboliza se pondrían en peligro. El fuego es un regalo de los dioses y representa el bien común. Por eso, el cometido de las vestales adquiere un valor cívico insustituible, razón por la que deben entregarse por entero a él y permanecer vírgenes durante los treinta años que duraba su servicio (tras este tiempo podían casarse). Los antiguos asociaban la virginidad con el cuidado del fuego sagrado porque la vestal debía renunciar al amor carnal para entregarse a un amor puro, fraternal y desinteresado, deben sacrificar su propio bien por el bien común. Pero la virgen puede ser amada por un dios, pues sólo un dios puede atravesar el himen que pone límites al amor carnal. Rea Silvia concibe de Marte dos hijos que no podrá amamantar: su tío Amulio se los arrebatará, pero no se atreverá a darles muerte porque sabe que tienen un origen divino. Abandonándolos a su suerte se abandona a sí mismo al Destino que le tienen preparado los dioses. Confía en que el río acabará con los dos pequeños, pero teme que algo extraordinario ocurra, por eso no duerme tranquilo, por eso espera el día en que ya crecidos sus sobrinos vengan a por él.

Seguramente, Amulio fue un tirano. Primero, porque arrebata a su herrnano el poder que no le corresponde; segundo, porque gobierna con miedo, con esa suspicacia que le hace ver en todo el mundo un posible enemigo. Desconfiaría de todos los extranjeros que vinieran a proponerle algún pacto, incluso de sus propios asesores, dormiría con los ojos abiertos y con un puñal bajo la almohada. Probablemente sería severo y cruel en sus juicios y, como el príncipe de Maquiavelo, preferiría ser temido que amado. Pero seguro que cuando le llegó su final lo aceptó como se acepta lo inevitable, porque siempre fue consciente de que había dejado una puerta abierta a la justicia divina. No existe el crimen perfecto,

El templo no sólo es el centro de la ciudad, sino su origen. A partir del altar del sacrificio emanan las fuerzas verticales y horizontales que unen al pueblo con la divinidad y sus antepasados, así como a los hombres entre sí. La conexión ascendente se pone de de manifiesto en las llamas que suben hacía el cielo, así como el olor de la grasa, el humo del incienso y los diversos perfumes. Los alimentos que se ofrecen a los dioses son compartidos también por el pueblo en una comunión simbólica y real. Bajo el altar se hacía una pequeña hondonada (llamada mundus) donde se echaban puñados de tierra que el fundador había traído de su “ciudad madre” (Rómulo la habría traído de Alba Longa, de donde era su madre Rea Silvia), también se enterraban alimentos y regalos destinados a las fuerzas telúricas, así como las cenizas de los antepasados para que traigan suerte y protección. A partir de este vínculo vertical, con el cielo y el inframundo (el Hades), el altar expande su círculo en las cuatro direcciones (Norte, Sur, Este y Oeste) dando lugar a las cuatro puertas principales de la ciudad. Como decía Platón, la ciudad es un hombre en grande, pero no sólo respecto a la organización sino también en la estructura espacial. El plano de la ciudad vendría a ser como el dibujo del hombre cuadrado de Leonardo da Vinci: el centro está en el ombligo y a partir de ahí se difunden el eje cardinal (cardo), de norte a sur, y el eje decumanus, de este a oeste, llamado así porque la envergadura de un hombre es equivalente a diez manos.

Esta estructura la encontramos en los campamentos romanos (castra): un altar (ara) como lugar central, al que se accedía por dos vías: la via principalis, de norte a sur, y la via decumana, de este a oeste, que daban a las cuatro puertas: praetoria, decumana, principalis dextra y principalis sinistra. Entre estas cuatro principales se podían abrir basta ocho menores, dando lugar a doce puertas.