Las epidemias víricas han aumentado por nuestra forma de interactuar con la naturaleza

En el mundo hay más virus que estrellas en el universo, una cantidad descomunal que se expresa con un uno seguido de treinta y un ceros: 1031, la gran mayoría está aún por descubrir. Estos patógenos son muy selectivos con las células que infectan y solo una fracción infinitesimalmente diminuta de los virus que nos rodean supone un peligro real para los humanos. La gran mayoría de los virus con los que nos topamos rebotan en nuestras células y acaban saliendo del cuerpo como visitantes inofensivos.Sin embargo, a veces un patógeno consigue colarse. Se conocen más de 200 virus que provocan enfermedades en humanos y todos son capaces de entrar en las células humanas, pero lo que sí es casi seguro es que han tenido esa capacidad desde el principio.

Los virus están presentes en todos los ecosistemas y aunque no se mueven por sí solos, se las apañan muy bien para transportarse. En la atmósfera, se dispersan adheridos a las partículas aéreas y constantemente caen millones de ellos desde el cielo. Estos agentes parasitan las células de todo tipo de organismos (animales, plantas, hongos, bacterias, protozoos…) con el único objetivo de proliferar. Como no pueden replicarse por sí mismos, acceden al interior de las células y se apoderan de su maquinaria reproductiva, forzándola a replicar las proteínas víricas y los ácidos nucleicos que se requieren para originar millones de nuevos virus. Aunque la transcripción es poco prolija y produce muchas mutaciones, a menudo estas acaban por propulsar la proliferación de estos agentes parásitos. Cuando los nuevos virus están operativos, escapan de la célula, a menudo rompiendo su membrana, para esparcirse por los organismos y colonizar todas aquellas células en las que puedan penetrar.

Estos agentes infecciosos tan ubicuos, que ni son organismos vivos ni seres inertes, también son profusos en nuestro organismo. Según David Pride, microbiólogo de la Universidad de California en San Diego, hasta 380 billones de virus habitan en nosotros cuando estamos sanos, junto con otros muchísimos y variados microorganismos.

“En el mar los virus constituyen el grupo más numeroso, son sorprendentemente abundantes en los ecosistemas acuáticos”, afirma Ricard Solé, investigador ICREA en el Laboratorio de Sistemas Complejos de la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona. Un estudio de 2019 basado en los datos compilados durante una expedición oceanográfica realizada entre 2009 y 2013 arrojó resultados asombrosos: se catalogaron 195.728 tipos de virus, lo que multiplicó por más de 10 los cálculos precedentes. “Años atrás pensábamos que en los océanos no había virus. Hoy sabemos que los hay por billones y que además ejercen un rol muy importante en el funcionamiento de los ecosistemas marinos, pues eliminan a diario entre el 20 y el 40% del total de las bacterias. Su presencia influye en los ciclos biogeoquímicos del océano, tanto en su capacidad de secuestro de carbono como en el intercambio de gases con la atmósfera. Por tanto, se estima que desempeñan también un importante papel en el fenómeno del calentamiento global. Queda mucho por investigar, sabemos muy poco de ellos ”, apunta el científico.

El ingente batallón de virus que habita en las entrañas de la naturaleza se perpetúa propagándose entre los distintos organismos con los que comparte entorno, a veces afectándolos directamente y otras, a través de especies intermediarias.

La mayoría de las nuevas enfermedades infecciosas penetran en la población humana del mismo modo que lo hizo la COVID-19: como zoonosis, es decir, una enfermedad que infecta a las personas a través de un animal. Se estima que los mamíferos y las aves albergan 1,7 millones de tipos de virus sin descubrir, una cifra que ha motivado a científicos de todo el mundo a investigar a la fauna silvestre de la Tierra en busca de la causa de la próxima pandemia de nuestra especie.

Durante la mayor parte del tiempo que los humanos llevamos en la Tierra, la mayoría de los virus han vivido alojados en animales que no estaban en contacto con las personas gracias al efecto barrera generado por los sistemas naturales, una fantástica zona de amortiguación que llevamos demasiados años destruyendo. A medida que hemos ido invadiendo y alterando los entornos salvajes, a medida que comemos cada vez mayor cantidad de fauna salvaje sin ningún tipo de control y criamos en establos a miles y miles de animales para la cría intensiva de carne (a menudo en una condiciones que hace que estén inmunodeprimidos), las posibilidades de contacto entre virus y humanos se disparan exponencialmente.

Según un estudio de 2013 realizado por el epidemiólogo Simón Anthony, de la Universidad de Columbia, y el ecólogo de enfermedades Peter Daszak, de la organización EcoHealth, debe haber unos 320.000 virus por descubrir habitando en las 5.500 especies de mamíferos conocidas. El coronavirus que hoy nos amenaza es solo uno de ellos.

“Alterar los ecosistemas tiene muchas consecuencias y aún no somos conscientes de ello”, asegura Jordi Serra-Cobo, ecoepidemiólogo e investigador en el Instituto de Investigación de la Biodiversidad (IRBio) de la Universidad de Barcelona. El deterioro de la naturaleza, el cambio climático, el aumento de la población humana y la pasmosa facilidad con la que nos desplazamos por el planeta son, según el científico, el cóctel perfecto para que emerjan nuevas enfermedades zoonóticas, ya sean causadas por un virus o por otros agentes patógenos. Este doctor en biología lleva treinta años estudiando animales reservorios de virus, en especial a los murciélagos, en diversos puntos de España, el norte de África y el Amazonas peruano, pero también a los jabalíes, que, junto con mosquitos y roedores, son animales que pueden albergar muchos virus.

Serra-Cobo quiere dejan bien claro que los murciélagos deben ser protegidos, pues insiste en que “son muy importantes para mantener la salud y el equilibrio de los sistemas naturales”.

El investigador pone como ejemplo a una colonia que conoce muy bien, la del macizo barcelonés de Sant Llorenç de Munt, donde en invierno se congregan hasta 17.000 ejemplares de murciélagos de cueva, los cuales eliminan cada año más de 25 toneladas de insectos. Otros grandes reservorios de virus son los mosquitos, que nos deberían preocupar mucho más que los murciélagos: hoy en día en España han sido detectadas ya tres especies invasoras de mosquito del género Aedes, vectores potenciales de una veintena de virus. El mosquito tigre, Aedes albopictus, originario del Sudeste Asiático, entre otros desde el 2004, es vector potencial del virus del chikunguña, del dengue o del Zika. La especie Aedes japonicus, procedente de Japón y detectada en 2018, acarrea el virus de la fiebre amarilla. Por suerte, una tercera especie, la africana Aedes aegypti, detectada en 2017 en Canarias, pudo ser eliminada tras una ingente labor de control.

Serra-Cobo también ha participado, con el Servicio de Ecopatología de Fauna Salvaje (SEFAS) de la Universidad Autónoma de Barcelona, en el seguimiento de los jabalíes de la barcelonesa sierra de Collserola, donde se constató una prevalencia del virus de la hepatitis E, de origen asiático, en un 20% de la población. “La mayoría de las infecciones de hepatitis E en personas son asintomáticas, solo un pequeño porcentaje sufre consecuencias graves para la salud. Obviamente, si aumenta el número de ejemplares infectados y las interacciones entre las personas o sus animales domésticos con los jabalíes, se producirán más casos graves”, dice. En Asia, este virus está siendo transmitido a humanos a través de las ratas.

En los últimos años ha habido un claro aumento de epidemias causadas por virus. La COVID-19 es solo la más reciente de una larga lista de las que se ha hablado poco porque apenas han afectado a Occidente. Pero todos los expertos saben que tras esta pandemia vendrá otra. No sabemos cuándo, pero sí qué se debería hacer para gestionarla y retrasarla al máximo. Como ciudadanos, no podemos afrontar la emergencia del próximo virus como si se tratara del inminente impacto de un meteorito contra el que nada podemos hacer. Ni tampoco culpabilizar a una u otra especie silvestre. Si la “culpa” es de alguien, es de nuestra forma de interactuar con la naturaleza. Matar a los murciélagos para frenar la COVID-19, un triste ejemplo que ya ha sucedido en algún lugar durante esta pandemia, es como si saliéramos a talar los árboles para evitar futuros incendios. Como dijo la primatóloga Jane Goodall, “la pandemia, al igual que el cambio climático, son consecuencia de nuestra falta absoluta de respeto por los animales y el medio ambiente, y si no cambiamos estamos acabados”. Como ciudadanos, tampoco deberíamos permitir que haya en el mundo gobernantes que no acrediten entender este mensaje.

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