TITO LIVIO: “AB URBE CONDITA”, Historia de Roma a partir de su fundación.
Ahora que se dice que no existen “modelos” que nos sirvan de guía en nuestro comportamiento y metas u objetivos que nos produzcan una vida más feliz, me ha parecido bien recordar la obra de Tito Livio, un historiador idealista pero lleno de amor hacia Roma y partidario de la verdad, porque en él se nos muestran “modelos” y “retratos” de personajes cuyas conductas son dignas de imitar, y “modelos” y “retratos” de personajes cuyas conductas se han de evitar.
Para hablar de Tito Livio y de su obra, escribo algunas de las cosas que expone Ángel Sierra en su libro “Tito Livio” de la editorial Gredos.
Tito Livio (64 o 59 a. de C. – 17 d. de C.) es simple y llanamente uno de los mejores historiógrafos de la Antigüedad.
Es el gran cronista de la historia de Roma desde sus orígenes.
Su obra más famosa y la única es “Historia de Roma desde su fundación” (Ab urbe condita).
Él es fuente fundamental para conocer algunos de los acontecimientos más famosos e importantes para Roma mientras la ciudad fue capital de un reino, de una república y, más tarde, de un imperio.
La obra consta de 142 libros, tres cuartas partes de los cuales no han pervivido.
De los numerosos testimonios de afección por Livio, el primero y más frecuentemente recordado es el de aquel ciudadano de la antigua Cádiz que vino –dice Plinio- “desde el último confín del mundo”, sólo para ver en persona a Tito Livio. Llegó, lo vio y volvió.
También existe una carta dirigida a Livio (“Franciscus Tito Livio salutem”) en 1351 por Francisco Petrarca. A Petrarca le hubiera gustado coincidir con Livio en el tiempo: su época habría sido mejor viviendo Livio entonces, o él mismo habría podido mejorar siendo contemporáneo suyo, dispuesto como estaba a ir no ya a Roma desde Hispania, sino a la India para verlo. Ahora –dice Petrarca – lo ve en sus libros, a los que acude siempre que desea olvidar un tiempo que sólo aprecia riquezas y placeres, y agradece que su lectura le sumerja en siglos más felices y le haga sentir que vive junto a Cornelios, Lelios, Fabios, Metelos, Brutos, Decios, Catones, Régulos, Cursores, Torcuatos, Valerios, Salinatores, Claudios, Nerones, Emilios, Fulvios, Flaminios, Atilios, Quincios y Camilos… y no con los granujas redomados entre quienes le había hecho nacer su mala estrella.
Para Petrarca el atractivo de Livio es de naturaleza ética y estética. Lo que espera y recibe de su lectura, por la fuerza psicagógica de su expresión literaria, es un beneficio moral: una especie de bautismo de inmersión en un pasado utópico, que purifica de la contaminación de los males presentes mediante el olvido y el consuelo. El pasado como edad dorada y como refugio, y la fe en la capacidad formativa de la historia son temas genuinamente titolivianos cuya presencia en Petrarca revela una estrecha congenialidad entre ambos.
Claudio Eliano (historiador 170 -235 d. de C.): “Había en Roma dos historiadores, Tito Livio, cuya gloria propagó la fama, y Cornuto, de quien se sabía que era rico y sin hijos. Para oir a Cornuto se congregaba una multitud de aduladores con sus esperanzas puestas en la herencia; a Livio iban a escucharlo sólo unos pocos, pero entre quienes valían por su “elegantia animi et facundia litterarum”.
Calígula lo detestaba; le parecía verboso y negligente, y a punto estuvo de hacerlo desaparecer – scripta et imagines- de las bibliotecas.
Se ha dicho que su juicio, que imponía el mismo destierro a Homero y a Virgilio, era un elogio, más que una crítica.
Los frecuentes descuidos que hay en Livio le niegan el título de historiador exacto y riguroso y algunos tratadistas de retórica ejemplifican el pleonasmo o redundancia con alguna frase suya.
Para otros, el mayor defecto de Livio estriba en ser demasiado propenso a la lección moral.
Personas autorizadas dicen que lo más legendario de la historia romana de Livio cubre firmes cimientos de realidad; dos tercios de los últimos libros conservados, a pesar de su apariencia de buena literatura, siguen muy de cerca a un autor de tanta garantía como Polibio (203 a. de C. -120 a. de C.).
Frente a las otras causas de disuasión, el moralismo inoportuno y los excesos de su facilidad de palabra, tenemos un término de comparación bastante ilustrativo en la continuación de la “parábola de los dos historiadores” según Eliano, que dice así: “Pero el Tiempo, insobornable e incorruptible, y su guardiana, compañera y vigilante, la Verdad, que no necesitan riquezas, ni sueñan con la sucesión de una herencia, ni se dejan atrapar por nada torpe, falso, indigno o menos liberal, al uno lo mostraron, lo sacaron a la luz como a tesoro oculto y -diré con Homero – repleto de muchos bienes, y éste era Livio; mas al opulento y colmado de riquezas, a Cornuto, lo cubrieron de olvido”.
En Livio hay muchas páginas de árida lectura; de informaciones para la historia diplomática, militar, política, económica, o social de la República romana, por no hablar… de su contribución al estudio de la “ufología” en la Antigüedad.
Es igualmente cierto, por otra parte, que Livio, o su época, valoran hechos, tienen ideas que hoy han perdido vigencia, que nos son ajenas; y que, por lo tanto, no siempre congeniamos con él.
Paola Zacan, al final de su ensayo sobre el historiador: “precisamente en razón del contraste que se ha producido entre los modernos y Livio, éste puede ser para los modernos una lectura provechosa. Livio representa la permanencia del sentimiento de lo eterno frente a nuestro sentimiento de lo inseguro y fugaz”.
Luciano Perelli “el lector moderno tal vez prefiera el contacto con los problemas concretos y el compromiso político de un Salustio a la ingenua fe de Livio en los principios de la romanidad, pero es siempre cosa del máximo interés descubrir a través del candor moralístico de Livio el significado histórico de los valores heredados por él de una tradición secular y los problemas políticos reales que se ocultan bajo el ropaje encomiástico y la bella forma literaria.”
Por su parte, el propio Catin recordaba en primer lugar que Livio ha sido, desde el Renacimiento, una de las fuentes que nutren la filosofía política, la literatura y el arte europeos: su imagen de Roma ofreció temas, razones, ejemplos y modelos a Maquiavello, Montesquieu, Macaulay; Tiziano, Poussin, David; Shakespeare, Corneille, Voltaire, etc., de modo que su obra y nuestra cultura se iluminan recíprocamente.
Pero también “lejos de los teatros y museos –escribe Catin – l’honnête homme (el hombre honesto) hallará siempre placer en reencontrarse con Livio”.
Porque la lectura de Livio, fácil y fecunda a la vez, devuelve a nuestra alma un poco de nosotros mismos, volver de Livio es regresar enriquecidos de belleza, si no de sabiduría, de las memorias de un romano “ami du vrai, du beau et du bien” (amigo de la verdad, de la belleza y del bien).
Tito Livio nació y murió en Patavium (hoy Padua), donde también pasó, probablemente, la mayor parte de su vida.
El ambiente paduano contribuyó a forjar en él un carácter austero, independiente y conservador.
Patavium se distinguía por la proverbial severidad moral de sus habitantes, y era, por entonces, feudo del tradicionalismo político.
Según la “Crónica” de S. Jerónimo, vivió entre el 59 a. de C. y el 17 d. de C.
Hoy se considera más verosímil la fecha del año 64 a. de C. – 12 d. de C.
La obra de su vida fue una monumental “Historia de Roma” en 142 libros, de los que se conservan 35, con varias lagunas en los cinco últimos.
Aunque el texto se nos ha transmitido, por lo general, en grupos de diez libros, o “décadas”, y este término figura en el título de numerosos manuscritos, el título original de la obra es casi seguro que fue “Ab urbe condita” (desde la fundación de la ciudad).
Tras hacer en el libro I un resumen de los primeros siglos de Roma (hasta el final del período monárquico), Livio narraba luego año por año la historia de la República; su relato llegó hasta el año 9 a. de C., aunque no es posible saber si este fue un final previsto, o si la obra quedó incompleta.
La parte conservada alcanza hasta el año 167 a. de C.; la parte perdida se conoce, a grandes rasgos, gracias a las “periochae”, unos resúmenes del contenido de cada libro debido a un autor anónimo de la Antigüedad tardía (faltan las “periochae” de los libros CXXXVI y CXXXVII).
Los restantes escritos de Livio se perdieron del todo; versaron sobre cuestiones de historia, filosofía y teoría literaria.
Las noticias que nos han llegado sobre la larga vida de Livio son tan escasas que se le ha llamado “el historiador sin historia”, y “la figura más nebulosa entre los grandes clásicos”.
El espíritu independiente de los vénetos se manifiesta en Livio como libertad ante el poder político y como defensa de las propias convicciones frente al dictado de la opinión común.
Es posible que disfrutara de la ciudadanía romana desde antes de que Patavium fuera declarada “municipio” en el año 49 a. de C., lo que sería indicio de un cierto nivel social.
La retórica y la filosofía fueron, junto con la historia, los campos en los que Livio desarrolló su actividad como escritor. Quintiliano menciona un escrito de orientación literaria que había sido dirigido por Livio a su hijo, a modo de carta.
Séneca, en cuya opinión Livio era, después de Cicerón y de Asinio Polión, el tercero de los romanos que había cultivado la filosofía, afirma que “escribió también unos diálogos, que podrían adscribirse tanto a la filosofía como a la historia, y libros de contenido, expresamente filosófico.
Se tiende a pensar que estos escritos representaron las primeras inquietudes intelectuales del futuro historiador.
El carácter oratorio de pasajes como el “excurso” sobre Alejandro Magno (IX 17 -19), que tiene todo el aspecto de una esmerada “declamatio” escolar, y la fama de los “discursos titolivianos” invitan a compartir la opinión de Taine de que la retórica fue el camino por el que Livio llegó a la historia.
Sin duda coincidía con Cicerón en lamentar la mediocridad literaria de las historias al uso, y tal vez deseando llevar a cabo el deseo incumplido de aquél: escribir la historia de Roma en un estilo digno de la materia, quiso emular primero los diálogos en los que Cicerón reflexionaba ocasionalmente sobre el sentido y el arte de la historiografía.
Livio se había propuesto escribir toda la historia del pueblo romano, contando con llegar hasta sus propios días.
En el prefacio, después de encarecer (ensalzar) las virtudes de quienes habían forjado la grandeza del poder romano, Livio invita al lector a seguir mentalmente el proceso de su decadencia, comparable al de un edificio que se va degradando: la integridad moral de los romanos, con el paulatino relajamiento de la disciplina, primero se resquebrajó, luego se fue desmoronando más y más, por último, comenzó a desplomarse por el suelo.
Hasta el libro L, la historia de Livio ha sido la del nacimiento y engrandecimiento de ese poder, gracias a la rectitud política y moral de los romanos.
En la “década” LI –LX (51 -60), con la destrucción de Cartago, Roma, sin enemigos, pierde el vínculo más fuerte de cohesión social; el Estado comienza a verse sacudido por la agitación revolucionaria encabezada por los Gracos: asistimos a la primera fase de la decadencia (“labente paulatim disciplina velut dissidentis primo mores…”)
Los treinta años comprendidos en los libros LXI al LXX (61 -70), con “la venalidad de los senadores y la indisciplina de los generales” vieron agravarse y extenderse la degradación (“ut magis magisque lapsi sint”).
Por último, el colapso político y moral de la sociedad romana (“tum ire coeperunt praecipites”) se extiende desde el libro LXXI al CXX (71 -120), cincuenta libros para cincuenta años (91 -43 a. de C.) de guerras civiles, desde la que enfrentó a Roma con los pueblos itálicos hasta el final de la de César y Pompeyo.
En el prefacio, en cuanto al contenido, su originalidad se muestra en concebir el pasado como refugio del presente y en invocar a los dioses a la manera de los poetas.
Frente al distanciamiento solemne de los prefacios al uso, el de Livio se distingue por entablar desde el principio una relación directa, llana, casi confidencial con el lector.
La familiaridad con la que Livio se dirige al lector es un poderoso recurso de la “captatio benevolentiae” (ganarse al lector); con ese mismo fin, con toda su modestia, Livio comienza escudando la osadía de su proyecto tras un noble patriotismo.
No sabe, dice, si valdrá la pena volver sobre un asunto tan viejo y tan trillado, pero, en todo caso, a él le llenará de orgullo haber contribuido, en la medida de sus fuerzas, a perpetuar la memoria de “la nación más grande de la tierra”; y si entre tantos autores su fama quedara oscurecida, el prestigio de quienes hayan ensombrecido su nombre le servirá de consuelo.
Su tema es una enorme tarea; abarca más de siete siglos y, nacido de pequeños principios, tanto ha crecido que “ya se resiente bajo el peso de su propia grandeza”; además, está seguro de que la mayoría de los lectores, impacientes por llegar “a estos tiempos nuevos, en los que se aniquilan a sí mismas las fuerzas de un pueblo que desde antiguo ha impuesto su dominio”, no disfrutarán mucho con la historia de sus orígenes y tiempos inmediatos.
Él, por su parte, al menos mientras le absorba la evocación de aquella edad remota, espera obtener de su trabajo la recompensa añadida de alejar su mirada de las “desgracias que nuestro tiempo lleva tantos años viendo”, libre de las preocupaciones que pueden, si no desviar al historiador de la verdad, sí, al menos, privarle de sosiego.
La historia de Roma es para Livio un proceso de degradación moral, en el que, a partir de un pasado intachable, con el abandono de las virtudes que fraguaron su grandeza, se ha llegado a un presente, heredero orgulloso de un imperio, pero que está viendo esa herencia amenazada por la autodestrucción y el desconcierto.
Inmediatamente después de referirse a la impopularidad de la historia primitiva, aludiendo de paso al deber del historiador de no apartarse de la verdad, el hilo de su pensamiento lleva a Livio a los relatos maravillosos que adornaban la historia de la fundación de Roma: no es su intención ni confirmarlos ni rechazarlos; ese mezclar a los dioses en la historia humana es una licencia otorgada a la Antigüedad para hacer más venerable el origen de las ciudades, y si a algún pueblo hay que reconocerle ese derecho, “la gloria bélica de Roma es tan grande que, si se le antoja proclamar por padre suyo y de su fundador al dios de la guerra, las demás naciones deberían aceptarlo con la misma naturalidad con que aceptan su imperio”.
Pero son cosas a las que no piensa darles mayor importancia; en lo que él quiere que todos y cada uno le pongan la más viva atención es en el tenor de vida, en las costumbres, en qué clase de hombres y por qué medios hicieron surgir y prosperar, en la paz y en la guerra, ese imperio; y que se observe luego cómo el relajamiento de la disciplina provocó una creciente degradación, hasta llegar a “estos tiempos en los que ya no podemos soportar ni nuestros males ni los remedios para ellos”. Sin transición, proclama: “Lo más saludable y provechoso de la historia es que puede ver, expuestas en espléndido monumento, toda clase de probadas enseñanzas y tomar de ahí lo que, para tu propio bien y el de tu patria, debes imitar y aquello que debes evitar por ser vergonzoso en sus comienzos, o por sus vergonzosos resultados”. Por último, entona un encendido elogio de las costumbres antiguas, señalando las virtudes que la sustentaban y los vicios que causaron su ruina: “Por lo demás, o el amor por la obra que he emprendido me engaña, o no hubo nunca nación más grande, ni más pura, ni más rica en buenos ejemplos, ni ciudad en la que tardaran más en penetrar la codicia y el lujo, o en donde se honrara más o por más tiempo a la pobreza y a la parquedad”; todo había cambiado no hacía mucho: “la riqueza generó codicia, y la abundancia de placeres, el deseo de perderse y de perderlo todo en medio de derroches y desenfrenos”.
Pero Livio no quiere terminar su prefacio con importunas quejas, sino iniciar su obra con los mejores augurios: si fuera costumbre de los historiadores, como de los poetas, invocar a los dioses, con gusto les rogaría que llevaran la suya a feliz término.
La obra de Livio no sólo tuvo la suerte que él pedía, sino que eclipsó a los autores cuya fama habría de consolarle de un posible fracaso. Ya eran muchos los historiadores romanos y mucha la variedad de escritos históricos, pero, sin duda, él se refería especialmente a aquellos con los que su obra iba a competir de igual a igual, es decir, a los “annales” o historias de Roma desde su fundación, y a sus autores, los “analistas”.
…En Grecia, la historia, nacida con Herodoto, había alcanzado su más alto nivel hacia finales del siglo V a. de C. con la obra de Tucídides, que propugnaba la investigación de la verdad objetiva de los hechos políticos y militares, el análisis racional de sus causas y efectos, y la misión de ser útil al hombre de Estado. En los siglos siguientes predominó una historiografía menos científica, en la que ya es costumbre distinguir dos tendencias: la “isocrática” o retórica, representada por Éforo y Teopompo, que, aunque acataba la primacía de la verdad, admitía contenidos legendarios, generalizando el valor formativo de la historia bajo un concepto de provecho moral, y la “peripatética” o trágica, cultivada señaladamente por Duris y Clitarco, que buscaba el placer del lector antes que su aleccionamiento y ponía el efectismo del relato por encima de la verdad.
En Roma, desde los primeros tiempos de la ciudad, según la tradición antigua, y a partir del 400 o del 300 a. de C., en opinión de la crítica moderna, uno de los cometidos del pontífice máximo fue cuidar del registro de los principales sucesos que se exponía al público en su residencia. Estas anotaciones fueron la primera documentación sistemática de la historia de Roma.
El influjo de los modelos griegos y de la documentación de los pontífices sobre las primeras generaciones de “analistas” son difícilmente comprobables, dada la práctica desaparición de toda esta literatura; es la propia obra de Livio la que permite entrever su efecto sobre los “analistas modernos”, que fueron sus fuentes más directas.
Por lo que se refiere a los objetivos perseguidos por Livio, la letra del prefacio no parece dejar lugar a dudas: su interés en la historia es fundamentalmente ético y didáctico.
Livio se compromete ante el lector a que, si se le presta la máxima atención en lo que de verdad importa, él sabrá mostrarle las causas del éxito romano y de su decadencia; y son carácter, hábitos, conducta, en una palabra, “ethos”. Lo que cuenta, por otra parte, es la capacidad ejemplarizante de la narración, la historia como un repertorio de “modelos”.
Como demuestra su no beligerancia ante los contenidos míticos, del pasado le interesa menos la verdad de los hechos que las verdades que pueden dirigir nuestra conducta: no es necesario someter a juicio la verdad de las fábulas porque, verdaderas o falsas, sirven a sus propósitos simbólicos y didácticos.
De acuerdo con algunos críticos, estos propósitos de Livio y aun su decisión de reescribir la historia de Roma desde sus comienzos estarían subordinados a una intención política. Sobre el telón de fondo de la restauración de la República por Augusto en el año 27 a. de C., Livio habría querido fomentar la recuperación del orgullo patriótico, rescatar el espíritu ancestral de Roma y asumir la defensa e ilustración de la religión, instituciones y costumbres antiguas, que eran los principios sobre los que Augusto basaba su proyecto; en una palabra, convertir a sus lectores en romanos en el sentido de la renovación augústea y hacer de su obra un instrumento de propaganda con la intención de recomendar el “principado”.
Estas dos opiniones sobre la finalidad histórica de Livio contienen una parte de verdad, pero son posturas extremas que deben ser matizadas.
Es cierto que el prefacio rezuma admiración por el pasado y didactismo, pero, por una parte, la idea de que Livio actuó como portavoz y panegirista del nuevo régimen está en abierta contradicción con la imagen del presente que en el mismo prefacio se dibuja; por otra parte, la opinión que hace de la pura intención didáctica poco menos que la razón de ser de “Ab urbe condita”, y de Livio, poco más que un predicador del escarmiento, no hace justicia ni a las intenciones del autor ni a los valores de la obra. En la decisión de Livio de emular a los ya olvidados “analistas” y en su concepto de la historia influyeron motivos diversos tanto de carácter personal como literario.
A la altura del año 50 a. de C., Cicerón dictaminaba que la historia era el único género literario en el que los romanos no estaban todavía a la altura de los griegos.
Poco tiempo después, con César y Salustio, la historia tenía en Roma a sus primeros clásicos.
La monografía, la historia contemporánea y el memorialismo político habían accedido literariamente a un nuevo estatus.
Nepote añadiría nuevas variedades de escritos históricos.
Faltaba todavía la historia general de Roma, anclada con sus últimos cultivadores en la prehistoria del estilo; faltaba quien se atreviera a proclamar dignamente los méritos de Rómulo y Remo. Los tiempos no habían sido propicios; a remolque de las guerras y de los conflictos civiles, la historia adoptó formas polémicas (libelos, invectivas) o propagandísticas: da la versión propia de los tiempos recientes e interpreta fragmentos del pasado en clave contemporánea; o, en manos de quienes se quedan al margen de las turbulencias, se refugia en la seguridad inocua de la erudición y de la retórica. Sólo con la victoria de Augusto y el retorno de la paz se alcanzó el punto de sosiego que permitía volver la vista hacia el pasado: Dionisio de Halicarnaso escribe “Antigüedades romanas”; Trogo Pompeyo, una historia universal que culmina en Roma; Livio hace suya la arriesgada propuesta de Quinto Cicerón, de que era necesario escribir una historia de Roma desde los primeros tiempos, algo que se había escrito de manera que era ilegible.
El proyecto de Livio era hacer una obra literaria y su objetivo, conseguir la fama y el reconocimiento.
La opción de Quinto Cicerón estaba ciertamente desacreditada.
La decisión de reescribir la historia de Roma desde sus comienzos obligaba a Livio a disipar los recelos que iba a despertar en más de un lector ilustrado. Dar cabida en su obra a los relatos legendarios repugnaba a cualquier planteamiento mínimamente riguroso de la historia; incluso a un analista como Claudio Cuadrigario…Sin embargo, se trataba de un material con excelentes posibilidades literarias que merecía la pena salvar.
Personalmente Livio no estaba en condiciones de cumplir los requisitos de la historia científica.
Su inexperiencia política le incapacitaba para reinterpretar el pasado en términos de lucha por el poder o de intereses de partido. Su educación y su carácter (“paduanismo”) le dictaban una visión de la historia en términos de individuos y conductas, de virtudes y de vicios; el “moralismo” era también consustancial a la historiografía analística, de modo que, como suele decirse, hizo de la necesidad virtud.
Después de presentar su proyecto ante el lector, Livio, como hemos visto, se anticipa a su posible desdén por la historia de los orígenes de Roma.
Su confesión de escapismo hacia el pasado es también la sugerencia de un posible aliciente: literatura de evasión, lectura que consuela de los sinsabores de una penosa realidad. Admite que en torno a la fundación de la ciudad se transmiten hechos “más bien embellecidos por fantasías poéticas que asentados sobre auténticos documentos históricos”, pero elude entrar en el fondo de la cuestión ( “ea nec affirmare nec refellere in animo est”) ( no es mi intención ni confirmarlos ni rechazarlos); su exculpación incluye un argumento de historia cultural (se permite que las ciudades ennoblezcan así sus comienzos) y un dardo irónico, que halagaría los sentimientos del lector, contra los que critican (en la ficción) el origen divino del poder al que están sometidos (sin inmutarse) en la realidad.
Pero la intervención divina en los planes de la fundación es sólo un ejemplo entre otros muchos casos semejantes (“Haec et his similia”).
El final del prefacio, el elogio de la Roma antigua (con una transición suelta en el texto) implica un nuevo razonamiento elíptico; como si dijera: “Si esto es asía, ¿qué espejo mejor que nuestra patria en sus primeros tiempos, la más grande, la más pura, la más rica en buenas enseñanzas en la que más tarde entraron Vicio y Corrupción?”.
Lo que puede deducirse del resignado desencanto del prefacio es que, si en Livio había prendido en algún momento la esperanza de recuperación que significaron la victoria de Augusto en Accio y su promesa de restaurar la República, su ilusión había durado poco.
Las cosas no volvieron, aunque volvieran los nombres; el pasado republicano era ya irrecuperable.
Livio conservó, no obstante, el fondo de optimismo que refleja su orgullosa proclamación de Roma como “prínceps terrarum populus”(el pueblo más importante de la tierra) y la opción abierta a todos de seguir las enseñanzas de la historia; no dejó de sentir intensamente el desprestigio de la pérdida de los valores morales, ni de creer en el poderoso efecto del comportamiento moral sobre la marcha de los sucesos políticos.
Su prefacio es “el credo de un joven idealista”, su obra puede ser un monumento al pasado o un “mensaje para la posteridad” (Walsh).
Según sus propias palabras, cada nuevo historiador emprende su obra con el convencimiento, o de añadir alguna certeza nueva en la esfera de los hechos, o de superar en el estilo la rudeza de los antepasados.
Alude luego al deber del historiador de no apartarse de la verdad.
Esta “primera ley de la historia” consistía, en palabras de Cicerón, en no decir nada que no sea cierto y en no callar nada que sea verdadero.
Frente a la tradición histórica, el no estar Livio vinculado a los asuntos públicos ni a intereses de familias o partidos, como lo estuvieron todos los “analistas”, garantiza “a priori” en él un desinterés en el seguimiento de los hechos y una exactitud en la reproducción de sus fuentes muy superior a la de cualquiera de ellos.
La invocación de los dioses, a la manera de los poetas, con la que Livio cierra su prefacio parece un indicio cierto de que, frente a su tarea, él se veía a sí mismo más como creador literario que como investigador.
Roma accedió al dominio sobre todos los pueblos guiada por un destino sobrenatural, fue también un “pueblo elegido”.
En todo el período legendario se repiten los signos que confirman la asistencia divina a los romanos.
Y aunque Livio refiere estas viejas historias con formas que denotan su escepticismo ( “cuentan”, “se dice”), o busca una explicación racional ( por ejemplo, la loba no era tal “lupa”, sino una mujer de “lupanar”, su visión de la ascensión romana al papel de primer pueblo de la tierra está impregnada de esta idea gloriosa de la “Roma aeterna” destinada por los dioses a regir el mundo, que resuena como profecía, en los discursos de Camilo (V 54,7), o de Escipión (XXVIII 28,9) y como un hecho cumplido, en boca de los propios enemigos.
Roma no habría podido cumplir su destino si a la voluntad divina no se hubiera unido la “virtus” propia; pero contaba con ambas.
La “virtus” es la cualidad del hombre (vir) por excelencia, la hombría que se demuestra sobre todo en el ejercicio de las armas: valor, arrojo, aguante, esfuerzo, fortaleza, valentía.
La genuinidad romana de la “virtus”, su doble faceta, activa y pasiva, y su pertenencia a la esfera de la milicia las definen Mucio Escévola, “exemplum virtutis” (II 12,9 : “et facere et pati fortia Romanum est”) y la respuesta de Camilo al maestro de Falerias que prometía entregarle los niños de la ciudad cercada: “yo la conquistaré por métodos romanos: virtute, opere, armis” (V 27,8).
La capacidad y la eficiencia militar serán para Polibio la clave del dominio mundial alcanzado por Roma; Livio tributa su homenaje a la gloria militar romana en el conocido excurso sobre Alejandro (IX 17-19).
En la historia de Livio no hay rastro de que Roma haya puesto en práctica nunca una política de agresión imperialista. Sólo algunas guerras del período primitivo fueron provocadas por Roma: guerras de supervivencia, de prevención o revancha de agresiones, en las que el resultado, la integración de los pueblos sometidos, justificó los medios. En las guerras de expansión, Roma no sólo no tomó la iniciativa, sino que se mostró remisa y se arriesgó finalmente en defensa de sus aliados: contra los galos, fueron llamados por Clusium, en la primera contra los samnitas, por Capua; la responsabilidad de las otras dos guerras samníticas fue del enemigo que no respetó las treguas y despreció las justas reclamaciones romanas. Roma entró en las guerras púnicas en defensa de Mesina y de Sagunto, en la primera macedónica, respondiendo a la petición de Orico, de la segunda fue responsable Filipo…”
El tema de la “libertas”, un ideal, si no una virtud –“sólo los que ponen por encima de todo la libertad son dignos de llamarse romanos”, dice un cónsul (VIII 21, 7)- es el hilo conductor del relato de Livio sobre la convivencia interna. La “libertas” se opone en primer lugar al “regnum”, y al “imperium unius”. Mientras significó mantener el juramento de no tolerar que nadie reinara en Roma (II 1, 10), todos estuvieron unidos en su defensa; pero, descubierta y descabezada la conjura para restaurar en el trono a los Tarquinios, las injusticias de los nobles hicieron surgir la discordia, que de una ciudad hizo dos ciudades. Desde ese momento el problema no es la “libertas”, sino la “libertas plebis”, la “aequa libertas”: igualdad ante la ley, supresión de los privilegios. Livio impone un ritmo gradual a las reivindicaciones y considera graduales las conquistas de la plebe: por un lado, abolición del “nexum”, o esclavitud por deudas, acceso a la propiedad de las tierras del Estado, limitación del poder consular, derecho a matrimonios mixtos y acceso a las magistraturas exclusivas de los patricios; por otro, el tribunado de la plebe, los tribunos de la plebe con potestad consular, el consulado…
Desde un primer momento ha estado claro que la “concordia” es lo único que puede garantizar la unión equilibrada de patricios y plebeyos en una sola “civitas”, a la manera de los reyes habían hecho de pueblos separados “unam urbem”, “unam rem publicam” (II 32,7).
Pero durante siglo y medio, la lucha se encona en la “discordia ordinum”, en el “certamen factionum”, el partidismo y la conveniencia privada, principal enemigo de los intereses de la colectividad y la rivalidad entre facciones, “más destructora para muchos pueblos que las guerras externas, el hambre y la enfermedad, y todo lo que se achaca a la ira divina como la peor de las desgracias públicas”. Patricios y plebeyos se descalifican recíprocamente: se acusa a los tribunos de “odium” y “cupiditas” (odio y ambición), de actuar por enemistades personales y en beneficio propio, a los patricios, de “superbia” y de “saevitia”, de no buscar otra cosa que la opresión y la humillación de la plebe. La nueva experiencia de la tiranía bajo los “decenviros abre, al fin, los ojos de todos a que el único medio de alcanzar la concordia es la limitación voluntaria en los propios derechos y el reconocimiento del derecho de los otros:
“moderatio” por parte de los gobernantes; “modestia”, por la de los gobernados. Entre tanto, no han faltado intentos de personajes oportunistas y ambiciosos que aspiraban al “regnum”, al poder autocrático, Sp. Casio, Sp. Melio, T. Manlio Capitolino, el que defendió heroicamente el Capitolio del asalto de los galos: “la mala ambición de reinar vuelve no sólo estériles, sino odiosas las acciones más nobles”.
La concordia tenía también un significado muy alto para los romanos, que, tras largos años de guerras civiles, habían recuperado recientemente la paz.
Al final del excurso sobre Alejandro, Livio hace un llamamiento directo a su defensa: “pero mil cuerpos de batalla más temibles que el de los macedonios mandados por Alejandro habrían sido derrotados por el soldado romano; y lo serán siempre, con tal que el amor a la paz interior de que gozamos se conserve entre nosotros y que cuidemos de mantener la concordia entre los ciudadanos”.
Esta es, por lo tanto, la panoplia de las virtudes romanas, de las cualidades e ideales, a los que Roma debió su grandeza: “virtus”, “religió”, “pietas”, “fides”, “iustitia”, “clementia”, “libertas”, “concordia”, “moderatio”, “modestia” y “disciplina”.
Volviendo a los personajes, en los primeros libros, sólo Camilo, el escrupuloso cumplidor de los deberes religiosos, general señalado por el destino (“fatalis dux”) para vencer a Veyes, salvador y refundador de Roma tras el incendio gálico, servicial y abnegado, presenta la riqueza de rasgos propia de un retrato vivo.
Esa será la norma a partir de la tercera “década”; tres personajes destacan en ella “como aspectos complementarios del genio romano para la guerra y el gobierno”: Marcelo, Fabio y Escipión; junto a estos, Quincio Flaminino y Paulo Emilio; Aníbal y Filipo completan la galería de retratos históricos.
Pero ninguno de ellos fue perfecto: Fabio resulta demasiado cauteloso, Marcelo sucumbe a la impaciencia de vencer a Aníbal, Escipión despierta la desconfianza por sus veleidades de semidios al que le halaga ser considerado rey. Sólo el pueblo y el Senado fueron intachables. “Aquel Senado, cuya verdadera imagen, sólo aquel que dijo que lo formaban reyes, supo captarla (IX 17,14; cf. XXVI 22, 14-15).
Aunque la galería de retratos de Livio incluye también, lógicamente, aquellos que no debían ser imitados (Tarpeya, Tulia, Tarquinio el Soberbio, Apio Claudio, el decenviro, Sp. Casio, Sp. Melio), da la impresión de que en las acciones colectivas Roma hubiera sido mucho más virtuosa.
En cuanto a las actitudes poco ejemplares a que dan lugar los enfrentamientos entre patricios y plebeyos, “Livio siempre deja en el lector la impresión final de que bajo las hostilidades periódicas late en ambos campos una profunda aversión a la intrusión de la violencia en el debate político”.
…Pero “una vez conseguido el Imperio, Livio ya no puede silenciar las voces de la resistencia al poder romano, porque van unidas a la decadencia moral” (Luce).
El primer indicio de debilidad romana ante los vicios que iban a provocar su ruina moral lo señala Livio cuando Marcelo traslada a Roma las estatuas y cuadros de Siracusa; entonces pudo Roma por primera vez admirar el arte griego y por primera vez impulsó a sus ejércitos a expoliar sin distinción los edificios sagrados y profanos (XXV 40, 2).
Más tarde es el discurso de Catón contra la abrogación de la ley Oppia el que denuncia que la ciudad comienza a sufrir los dos vicios contrarios que han derribado todos los grandes imperios, la codicia y el lujo (XXXIV 4, 2); es una “alusión anticipada” a las riquezas de Grecia y de Asia, que en los años siguientes sentarían en el banquillo de los acusados a M. Acilio, a Cn. Fulvio, a los Escipiones y a Manlio Vulsón, por haberse enriquecido a costa del tesoro público tras sus campañas. Pues es a este último, a Manlio Vulsón, cuya campaña contra los gálatas la calificaban sus enemigos de “privatum latrocinium”, a quien estaba reservado el dudoso honor de haber llevado al exceso la indisciplina militar y haber traído a Roma junto al ejército de Asia, el lujo y el refinamiento: rico mobiliario, tejidos vistosos, músicos y bailarinas durante los banquetes, comida de cuidada elaboración … todo inaudito hasta entonces, pero “una semilla apenas del lujo venidero” (XXXIX 6). La mayor parte de las observaciones de Livio sobre la pobreza moral del presente en relación con el pasado virtuoso se refieren al afán de riquezas y a los excesos suntuarios, y al abandono de la religión.
Al año siguiente del regreso de Vulsón estallaría el escándalo de los cultos de Baco (XXXIX 8 -19), que unía a su carácter de “prava et externa religió” el lujo y el libertinaje en sus ritos secretos.
No mucho tiempo después, Aníbal, que pasaba su vejez acogido en la corte del rey Prusias de Bitinia, se entera con inquietud de la llegada de un representante del Senado romano. Sospechando que el enviado viene para exigirle a Prusias su asesinato, Aníbal pide el veneno que siempre tenía preparado.
Contaba la historia romana el ejemplo de Fabricio que había puesto en manos del rey Pirro, a pesar de estar en guerra contra él, a un cortesano suyo que había venido junto a los romanos para ofrecerse a envenenarlo.
La historia pone en la mente de Aníbal el recuerdo de Fabricio para que, comparándolo con su presente caso, pueda exclamar mientras apura su veneno: “¡Cuánto han cambiado las costumbres del pueblo romano!” (XXXIX 50).
Los antiguos valores, era cierto, se estaban olvidando.
Al poco tiempo, en el mismísimo Senado romano se impuso la parte que tenía en más valor lo útil que lo honesto, dando su aprobación al informe de los enviados a Macedonia, que se ufanaban de haber engañado al rey Perseo. La mayoría aplaudió esta “nova sapientia”; los más ancianos y los que conservaban el recuerdo de las costumbres antiguas decían que en esa embajada ellos no reconocían las “artes romanas” (XLII 47, 1-9).
Los generales sin escrúpulos ya habían comenzado a servirse de las ganancias defraudadas al erario para ganarse el favor de sus soldados y el del pueblo; el ejército comienza a solidarizarse con sus jefes (XXXIX 7). Paralelamente, se encarnizaba la disputa de las magistraturas, que significaban pingües gobiernos provinciales; se soborna a los electores, se hacen campañas irregulares (XXXIX 32, 39, 40). Proliferan los casos de malos tratos y abusos sobre pueblos extranjeros, amigos o enemigos (XLII 63; XLIII 1); se expolia sistemáticamente a los pueblos sometidos; se invierte dinero público en beneficio de particulares (XL 51; XLI 32); se desobedece al Senado (XLII 9-10).
Es el lucro, no la gloria, lo que mueve los alistamientos (XLII 32; XLIII 16).
Toda esta corrupción e indisciplina pudo ser contenida, de momento, por los castigos del Senado y los cambios introducidos por Paulo Emilio en el ejército. Pero el proceso que terminó dando al traste con la República estaba ya imparablemente en marcha.
Livio aplicó al último siglo de la República los mismos cánones que le dictaban su visión de la Roma primitiva: gobierno senatorial, “libertas”, no “regnum”, la ley por encima del individuo, y el poder no mucho tiempo en manos de uno solo.
Así, se muestra contrario a los Gracos, que desafiaron el poder del Senado, crítico con Mario, al que hace responsable de la guerra civil y favorable a Sila; severo con el primer triunvirato, al que califica de conspiración, se opone a César, en quien ve al usurpador del poder civil, y apoya, no sin reservas, a Pompeyo, al que defiende como representante de la legalidad senatorial (lo mismo que a Bruto y a Casio, los tiranicidas). Partidario de Octaviano frente a Antonio, pospone, no obstante, la publicación de los libros sobre el “principado”.
…La amistad entre Livio y Augusto que testimonia Tácito debe entenderse más bien como no enemistad, como respeto mutuo; el apelativo de “pompeyano” que Livio recibió de Augusto implica una amistosa desaprobación de las ideas políticas de Livio.
“No es posible encontrar motivos políticos en sus escritos: Livio no intenta atacar ni defender la política de Augusto” (Ogilvie).
No es que la historia se pusiera al servicio de la propaganda augústea, sino que la propaganda augústea aprovechó la historia, celebrando al “prínceps” como restaurador de las virtudes antiguas.
Poner en boca de los personajes históricos “discursos ficticios” era una práctica habitual en los historiadores antiguos, que los utilizaron como medio de muy distintos fines.
Livio, cuya elocuencia fue lo que más admiraron los antiguos, los utiliza para caracterizar a sus personajes, subrayar la importancia de un momento histórico, o describir indirectamente una situación. Secundariamente, como vehículo de un mensaje moral, o político, contribuyen a mantener tensos en la mente del lector los hilos de la historia romana gracias al abundante uso del “exemplum”, y cumplen una función estructural por los libros en que aparecen o el lugar que ocupan en ellos. No son un puro adorno retórico, aunque algunos son incongruentes con las circunstancias en que son pronunciados.
La mayoría de los discursos los pronuncian políticos romanos o embajadores extranjeros en el Senado o ante la Asamblea del pueblo, o los dirigen los generales a sus ejércitos. Ante tales auditorios, el fin del discurso suele conseguir algo, mover a la acción, por lo que casi todos, de los tres géneros que distinguía la retórica: judicial (de acusación y defensa), demostrativo (de alabanza o vituperio) y deliberativo, pertenecen a este último, y siguen en su composición el esquema y los tópicos propios de ese género. Sólo dos podrían pertenecer al “genus iudiciale”, los pronunciados por los príncipes de Macedonia ante su padre, el rey Filipo; Perseo acusa a Demetrio de haber intentado asesinarle (XL 9 -11), Demetrio se defiende (XL 12 -15). Y sólo uno, el de los enviados a Sagunto (XXVIII 39), tiene en parte la apariencia del “genus demonstrativum” en su alabanza a Roma.
Las características de la elocuencia titoliviana destacan en la tercera “década” en la comparación de sus discursos con los de Polibio.
Livio, ya los haya tomado directamente del original griego, o a través de Celio, actúa con entera libertad sobre la materia.
Coincide en mucho con Polibio, pero también cambia muchas cosas.
“En contraste con el frío raciocinio y la argumenación lógica de Polibio, se aprecia en Livio un sentido inmediato de apasionamiento, una fuerte emocionalidad con numerosas exclamaciones y preguntas retóricas, junto a una velada o abierta implicación del lector en el discurso”.
Un lugar especial, ocupan los discursos enfrentados, en los que se aborda un tema desde puntos de vista contrapuestos.
Una variedad propiamente latina en la reproducción de la palabra hablada, de difícil traducción, pero de gran eficacia en el original, es el discurso de estilo indirecto. En Livio, su empleo aparece unido en muchos casos a la verbalización imaginaria del pensamiento, o para dar voz a sujetos colectivos.
Livio descolló entre los historiadores porque sus discursos se adaptaban admirablemente a los personajes y a las situaciones.
El contenido de la historia era lo que se había hecho o dicho en el pasado, pero en la práctica de los historiadores había tomado carta de naturaleza introducir digresiones, o “excursus”, sobre los orígenes y las costumbres de los pueblos con el fin de documentar un desarrollo histórico o simplemente para satisfacer la curiosidad y el gusto de sus lectores.
Livio se muestra parco en los “excursos serios”; sólo se conserva uno, sobre los galo-celtas (V 33 -35); las períocas registran otros dos, sobre Cartago y sobre Germania.
En su “Epistula ad filium”,(carta a su hijo) Livio aconsejaba a su hijo que educara su estilo, sobre todo, en la lectura de Demóstenes y de Cicerón, y luego, en la de quienes más se les parecieran.
Dice que hay que huir de la brevedad excesiva y del léxico rebuscado de los que quieren ser oscuros, para parecer profundos.
El estilo oratorio tiene su equivalente al estilo llano del relato, en los discursos reflexivos, pero, en general, la sintaxis oratoria es más uniforme, amante del paralelismo, de la antítesis y de la construcción periódica o cerrada.
En algunos discursos el estilo actúa como elemento caracterizador de la situación o del nivel cultural del personaje que habla, pero, en general, los personajes históricos poseyeron, todos, una elocuencia envidiable.
Los episodios mayores en los que se combinan las formas más vivas de la narración y del discurso exhiben el estilo elaborado y vigoroso, al que ocasionalmente se le añade la solemnidad arcaizante de una plegaria o la fórmula de un antiguo ritual.
(Ángel Sierra. Tito Livio. Edit. Gredos).
Segovia, 8 de mayo del 2022
Juan Barquilla Cadenas.