MITOLOGÍA: ACONCIO Y CIDIPE. HEROIDA XX DE OVIDIO.
Aconcio, joven de la isla de Ceos (al sudeste del extremo del Ática), de familia respetable pero relativamente pobre, se enamoró de una joven de Naxos (o ateniense) de alta cuna llamada Cidipe, a la que conoció en una festividad en Delos.
Tras seguirla hasta el templo de Ártemis, lanzó una manzana frente a ella inscrita con las palabras “Juro por Ártemis no casarme más que con Aconcio”.
Cidipe la recogió (las manzanas eran un regalo de amor muy común, pero parece que ella no se dio cuenta de esto) e inocentemente leyó el mensaje en voz alta, tal como hacían normalmente los lectores en tiempos remotos.
Al hacer eso, se unía a Aconcio bajo juramento Solemne.
Cuando su padre intentó más tarde casarla con un hombre de su elección, sufrió una enfermedad misteriosa y tuvo necesariamente que posponer la boda.
Como esto ocurrió en otras dos ocasiones, el padre fue en busca del oráculo de Delfos, que le reveló que Ártemis provocaba la enfermedad de su hija para evitar que rompiera su juramento.
De modo que accedió a la boda con Aconcio, cuya estratagema tuvo de este modo el resultado deseado.
(Robin Hard. El gran libro de la mitología griega. La Esfera de los libros. Madrid 2008).
Ovidio en su obra las “Heroidas” (21 cartas amorosas dirigidas por famosas heroínas antiguas a sus amantes y a veces también de los amantes masculinos a sus amadas) tiene dos cartas relativas a este mito: una de Aconcio a Cidipe y otra de Cidipe a Aconcio.
Aquí expongo la carta XX de Aconcio a Cídipe.
[Deja de temer. No volverás a jurar nada a tu amante.
Basta con que te hayas prometido a mí una vez.
¡Lee hasta el final! ¡Ojalá desaparezcan así la languidez de ese cuerpo que, si en alguna parte siente dolor, a mí es a quien duele! ¿Qué rubor te sube al rostro? Pues, como en el templo de Diana (Ártemis), imagino que se han enrojecido tus candorosas mejillas.
Lo que reclamo es el casamiento y la fidelidad pactada, no nada delictivo. Como un esposo que a ti se te debe, no como un adúltero, te amo. Puedes volver a leer las palabras que el fruto arrancado del árbol llevó hasta tus castas manos, siendo yo quien lo arrojaba.
En ellas hallarás la promesa que hiciste y que ojalá tu, doncella, guardes en tu memoria mejor que la propia diosa.
Ahora también tengo el mismo miedo, pero aquel mismo miedo, no obstante, se ha fortalecido con más crudeza y la llama se ha avivado con el tiempo. Mi amor, que nunca fue pequeño, ha crecido ahora con el largo intervalo y con las esperanzas que tú me habías dado.
Tú me habías dado esperanzas. Este ardor mío se fió de ti. Siendo testigo la diosa, no puedes negar que lo hiciste. Estaba allí y, presente como estaba, tomó en cuenta tus palabras, y pareció aceptar lo que dijiste moviendo su caballera.
Podrás decir que mi artimaña te engañó, con tal que se diga también que el motivo de mi engaño fue el amor. ¿Qué pretendía mi engaño sino el unirme a ti exclusivamente?
Eso de lo que te quejas me puede hacer congeniar contigo. No soy tan astuto por naturaleza ni por experiencia; tú, muchacha, eres la que me haces perspicaz. Si algo, no obstante, hice yo, el ingenioso Amor te ató a mí con palabras arteramente amañadas.
Conseguí nuestro compromiso con palabras que él me dictó y fui taimado (astuto) con la ayuda del Amor como asesor jurídico. ¡Llámese a esto engaño, y dígaseme mentiroso, si, aun así, la mentira consiste en querer poseer aquello que se ama!
He aquí que te escribo por segunda vez y te envío palabras suplicantes; éste es otro engaño, y ya tienes de lo que quejarte. Si porque te amo, te hago daño, te lo confieso: te haré daño ilimitadamente y te buscaré; aunque tú me esquives, yo en persona te buscaré. Otros raptaron a las muchachas que fueron de su agrado espada en mano, ¿y una carta escrita con astucia se me va a imputar como delito?
¡Quieran los dioses que pueda yo echarte muchos nudos para que tu promesa quede atada por todas partes! Mil engaños quedan; me esfuerzo en el primer escalón; mi ardor no consiente dejar nada sin probar.
Aunque esté en dudas si podrás o no ser conquistada, lo serás con toda certeza. El resultado depende de los dioses, pero aun así serás conquistada.
Aunque escapes alguna vez, no te librarás de todas las redes –más de las que tú crees- que te ha tendido el Amor.
Si no me sirven de nada las artimañas, recurriré a las armas y raptada te llevaré en mis brazos que te desean.
No soy yo de los que acostumbran a criticar la acción de Paris, ni la de ninguno que fue hombre para poder serlo.
Yo también…, pero me callo. Aunque la muerte sea el castigo por este rapto, será un castigo menor que no haberte poseído.
En otro caso, ¡haber sido tú menos hermosa!: serías pretendida entonces con más moderación.
Por tu belleza me veo obligado a ser audaz. Esto lo provocas tú y tus ojos, ante los cuales se retiran las ígneas estrellas, ellos que fueron origen de mi fuego.
Esto lo provocan tus rubios cabellos y tu cuello de marfil, y esas tus manos que ojalá se alarguen a mi cuello, y tu gracia y tu rostro pudoroso pero sin rusticidad, y tus pies a los que apenas –creo yo –se igualan los de Tetis. Más dichoso sería yo si pudiese alabar tus otras partes, y no dudo que toda tu hechura es semejante a sí misma.
Forzado por tal hermosura, no es de admirar si he querido tener el regalo de tu voz. En suma, con tal que te veas obligada a confesarte cautiva, sean mis asechanzas, muchacha, las que te cautiven.
Sufriré tu odio; una vez que lo haya sufrido, que se me otorgue la correspondiente recompensa: ¿por qué después de tan gran delito no aparece el fruto que de él se deriva? Telamón conquistó a Hesíone, Aquiles a Briseida y, naturalmente, ambas siguieron a su héroe vencedor. Por mucho que me reprendas y aunque hayas montado en cólera, lo doy por bien empleado con tal de poder disfrutar de ti, aun encolerizada. Yo mismo, que la provoco calmaré la cólera de que he sido causa; ofrézcaseme tan sólo una pequeña posibilidad de aplacarte. Pueda yo, llorando, ponerme frente a tu rostro y añadir palabras a mis lágrimas, y, como suelen hacer los esclavos cuando temen los crueles azotes, tender a tus piernas mis manos sometidas. Ignoras tus derechos. ¡Llámame, como es propio de una dueña, que acuda rápidamente!
Aún cuando tú misma, autoritaria, arranques mis cabellos y mi rostro se ponga lívido por tus bofetadas, todo lo aguantaré; sólo acaso temeré que esa tu mano se haga daño al golpear mi cuerpo. Pero no me sujetes ni con grilletes ni con cadenas. Me conservarás atado a ti por el firme amor.
Cuando tu cólera se haya saciado bien todo cuanto quiera, tú te dirás a ti misma: “¡con que aguante ama!
Te dirás a ti misma, cuando hayas visto que todo lo sobrellevo: “¡Ése, que también sirve, sírvame a mí!”
Ahora, infeliz de mí, soy tratado como reo, estando ausente, y mi causa, aunque sea la mejor, se pierde sin que nadie la defienda.
Que mi escrito, incluso, como tú quieres, sea considerado una ilegalidad: tienes motivo, por tanto, para quejarte sólo de mí.
No mereció, sin embargo, ser engañada conmigo también la diosa de Delos (Ártemis/Diana); si no quieres concederme a mí lo que prometiste, ¡concédeselo a la diosa! Ella estuvo presente y te vio cuando, engañada, te ruborizabas, y guardó tus palabras en su oído que nunca olvida. ¡Que no se cumplan los augurios! No hay nada más violento que ella cuando -¡no lo quisiera yo! –ve ofendida su divinidad. Testigo será el jabalí de Calidón, feroz hasta tal punto que, por causa suya, se halló que una madre fue para con su hijo aún más feroz que él; testigo también Acteón, confundido antaño con una fiera por aquellos con los que él mismo había matado antes a las fieras, y la que, madre orgullosa, se yergue también ahora llorando en la tierra migdonia, después que brotara la piedra a lo largo de su cuerpo (Níobe). ¡Ay de mí! Temo, Cidipe, decirte la verdad, no vaya a parecer que te hago falsas advertencias en favor mío. Aun así, tengo que decirla.
La razón –créeme – por la que yaces enferma una y otra vez precisamente el día de tu boda es la siguiente: la propia diosa mira por ti, se esfuerza para que no seas perjura y desea que estés a salvo y que también lo esté tu promesa. Por eso ocurre que, cuantas veces intentas actuar como traidora, otras tantas veces ella corrige tu falta.
Deja de provocar el arco fiero de la doncella irascible (Ártemis/Diana); todavía ahora, si se lo permites, puede ablandarse.
Deja, te lo ruego, de deslucir tus delicados miembros con la fiebre. Preserva esa hermosura de la que yo he de gozar. Preserva ese rostro nacido para encenderme, y el suave rubor que se insinúa en tu rostro de nieve. Sufran los enemigos, y todo aquel que se esfuerce cn impedir que seas mía, lo mismo que suelo sufrir yo cuando tú estás enferma. Pues igual es mi tormento tanto si te casas como si estás enferma, y no soy capaz de decir qué es lo que menos deseo.
Entre tanto me consumo porque, en mi mente, soy yo el motivo de tu dolencia, e imagino que estás enferma por culpa de mi treta, y pido que caiga sobre mi cabeza el perjurio de mi amada: ¡que ella quede fuera de peligro sufriendo el castigo yo!
Y para no ignorar cómo te encuentras, voy a tus puertas disimuladamente una y otra vez, moviéndome angustiado de un lado para otro; sigo furtivamente a tu criada y a tu siervo, indagando si el sueño y el alimento te han hecho mejorar algo.
¡Desgraciado de mí, pues no soy yo quien te administra lo que han mandado los médicos ni te toco las manos ni me siento en tu lecho! ¡Y desgraciado también porque, estando yo apartado y lejos de ti, quizá otro –el que yo menos quisiera –está acompañándote!
El toca esas manos y se sienta al lado de la enferma, odiado por los dioses de arriba, y junto con los dioses de arriba también por mí. Y mientras tantea con su pulgar una vena palpitante, acaricia una y otra vez con esa excusa tus blancos brazos, y palpa tus senos, y tal vez te besa; esa paga es mayor de la que sus servicios merecen.
¿Quién te ha permitido adelantarte a segar nuestra mies? ¿Quién te ha puesto en camino hacia las esperanzas de otro? ¡Este seno es mío! ¡Míos son esos besos que robas con deshonor! ¡Retira tus manos, oh, de ese cuerpo prometido a mí!
¡Sinvergüenza, retira tus manos! ¡Esa a la que tocas va a ser mía! Si eso lo haces dentro de un poco tiempo serás un adúltero. Elige de las disponibles a una a la que otro no reclame como suya. ¡Por si no lo sabes, este bien tiene su dueño! Y si no me crees, que te lean la fórmula del compromiso, y para que no digas que es falsa, haz que te la lea ella misma.
¡Sal del tálamo de otro! ¡A ti te lo digo, a ti! Pues si dices que tú también tienes otras palabras de un compromiso paralelo, tu causa no será igual a la mía por la siguiente razón: ésta se me prometió a mí, a ti te la prometió su padre, que es el primero después de ella; pues, desde luego, más cercana a sí misma es ella que su padre. Su padre la prometió; pero ella hizo juramento a quien la amaba. Aquél puso por testigo a los hombres, ella puso por testigo a la diosa; aquel teme ser llamado mentiroso, ella ser llamada perjura: ¿tienes dudas sobre cuál de los dos temores es el mayor?
Por último, para que puedas comparar los riesgos de ambos, atiende a las consecuencias: ella guarda cama, él goza de salud. Nosotros también afrontamos la coyuntura con distinta visión, y no es igual nuestra esperanza ni similar nuestro temor: tú lo reclamas sin correr riesgos; para mí el rechazo es más grave que la muerte, y lo que tú tal vez amarás, eso ya lo amo yo. Si te hubiese preocupado la justicia y la rectitud, habrías cedido tú mismo ante mi ardoroso amor.
Ahora, puesto que ese salvaje contiende por una causa injusta, va otra vez hacia ti, Cídipe, mi carta. Éste tiene la culpa de que estés en cama y seas sospechosa para Diana (Ártemis); a éste, si es que estás en tu juicio, prohíbele acercarse a tu umbral. Por obrar así es por lo que afrontas unos peligros tan crudos para tu vida, y ¡ojalá sucumba en tu lugar aquel que los provoca! Si lo rechazas y dejas de amar a quien la diosa condena, al instante sanarás tú y, por supuesto, también yo.
Frena tu miedo, doncella; lograrás una salud sin quebrantos; procura tan sólo frecuentar el templo testigo de nuestro compromiso. Los dioses celestes no se complacen con el sacrificio de un buey, sino con la palabra que, incluso sin testigos, debe cumplirse. Para recobrar la salud, unas soportan el hierro y el fuego; a otras un jarabe amargo les procura un desagradable remedio. No hay necesidad de tales cosas; solamente evita los perjurios, y presérvate a ti, al mismo tiempo que a mí y a la promesa que hicimos. La ignorancia hará que se te perdone tu culpa pasada: se te había olvidado el compromiso que leíste. Has sido advertida no sólo por mis palabras sino también por esas desgracias que sueles acarrearte cuantas veces intentas romper tu promesa.
Incluso evitadas esas desgracias, en el parto sin duda pedirás que lleve la diosa hacia ti sus manos portadoras de luz. Te escuchará, y recordando lo que antes había escuchado, preguntará de qué esposo procede este parto tuyo. Prometerás una ofrenda, pero ella sabe que prometes en falso. Jurarás, pero ella sabe que tú puedes engañar a los dioses.
No lo hago por mí. Una mayor preocupación me inquieta. Mi corazón está angustiado por tu vida.
¿Por qué recientemente, al verte en peligro, han llorado por ti tus padres amedrentados, a los que mantienes ignorantes de tu culpa? ¿Y por qué la ignoran? Puedes contárselo todo a tu madre; tus hechos, Cidipe, no tienen por qué ruborizarte.
Procura contárselo por orden: cómo yo te conocí primero, mientras ella hacía un sacrificio a la diosa portadora de aljaba; cómo nada más verte, si por acaso te diste cuenta, me quedé quieto, fijos mis ojos en tus miembros, y mientras te contemplaba con tan gran admiración –señal inequívoca de mi enajenamiento –cayo el manto de mis hombros deslizándose; dile que después llegó hasta ti, no sé por dónde, rodando una manzana, portadora de un insidioso mensaje sabiamente escrito; y que, puesto que lo leíste en presencia de la santa Diana (Ártemis), tu palabra está obligada por el testimonio de la divinidad. Y para que no desconozca cuál era el tenor de lo escrito, repítele también ahora las palabras que leíste entonces.
“Cásate, te lo suplico –dirá – con aquel al que te unen los dioses justos; sea mi yerno aquel que tú juraste que lo sería. Quienquiera que sea, sea de mi agrado, puesto que antes lo es de Diana”.
Así se portará tu madre, si es que, en efecto, es madre. Pero además, que pregunte también quién soy y cuáles son mis prendas. Entérese. Se percatará de que la diosa ha mirado por ti y por los tuyos. Una isla, frecuentadísima antaño por las ninfas Coricias, llamada Cea, está rodeada por el mar Egeo. Esa es mi patria. Y, si tenéis en consideración la nobleza de los nombres, nadie me echa en cara a mi haber nacido de abuelos despreciables. Tenemos también riquezas, tenemos también costumbres sin tacha. Y aunque no sea nada más, a ti me une el amor.
Incluso sin haber hecho el juramento, buscarías un marido así. Una vez que has jurado, debías mantenerlo aunque no fuera así.
Esto me mandó en sueños la flechadora Febe (Ártemis/Diana) que te escribiera; esto, una vez despierto, me mandó escribírtelo el Amor. Las saetas de uno de ellos ya me han herido a mí; ¡ten cuidado no te hieran a ti los dardos de la otra!
Unidas están tu salud y la mía: ten piedad de mí y de ti.
¿Por qué no te decides a suministrar a ambos el mismo remedio? Si eso sucediera, una vez que haya sonado por fin la señal fijada y Delos se haya teñido con sangre de sacrificios, ofreceré una efigie dorada de la venturosa manzana y escribiré en dos versos la razón de mi ofrenda: “Aconcio atestigua con la efigie de esta manzana que lo que en ella escribió se ha cumplido”.
Para que una carta más larga no canse tu enfermo cuerpo, y para que ésta concluya para ti con el fin acostumbrado, adiós. ]
(Ovidio. Heroidas. Prólogo de Maruja Torres. Traducción de Vicente Cristóbal López. Edit. Planeta. Barcelona. 2010)
Segovia, 7 de septiembre del 2024
Juan Barquilla Cadenas.