PERICLES Y LA DEMOCRACIA ATENIENSE
Pericles (495 a. de C. – 429 a. de C.) fue un importante jurista, magistrado, general, político y orador en los momentos de la “edad de oro” de la ciudad de Atenas (entre las guerras médicas (479 a. de C.) y la guerra del Peloponeso (431 a. de C.).
Rex Warner en su obra “Pericles el ateniense “. Edit. Edhasa. Barcelona. 1989, expone, a través del filósofo Anaxágoras, la vida de este gran político y defensor de la democracia ateniense.
Aquí yo resumo de un modo amplio lo más importante de este precioso libro.
Dice Anaxágoras que Pericles fue su discípulo y amigo, y que le salvó la vida cuando los atenienses le acusaron de impiedad, pues de no haber sido por él nunca hubiera llegado a la ciudad de Lámpsaco, donde vive en este momento en que escribe la vida de Pericles.
Dice que fue el más emprendedor, el más resuelto y el más inteligente de todos los griegos de su época.
Cabe decir que Pericles era inferior a Temístocles o a Cimón como general, a Esquilo o Sófocles como poeta, o a mí mismo o a Parménides como filósofo, pero eso no impide que fuera superior a todos nosotros.
Cabe decir que durante la infancia de Pericles, Grecia estaba unida y era gloriosa; en la época de su muerte, Grecia se ve separada en dos bandos furiosamente hostiles. ¿No podemos afirmar, teniendo a la vista estos resultados, que aplicó mal la gran inteligencia que se le reconoce, y que su organización se dirigía hacia el caos?
Recordemos que la apariencia no es la verdad.
La apariencia, como escribí en otra parte, es una visión simplista de lo que no vemos. Nuestra primera impresión, nuestros sentidos ordinarios por sí solos son demasiado débiles para permitirnos juzgar la verdad. Pero esto no significa que la verdad sea inaccesible. La reflexión y la experimentación pueden señalar el error y descubrir el orden.
Recuerdo bien cómo, cuando yo era un hombre joven y Pericles sólo un niño, le demostré, por el simple experimento de inflar pellejos de vino con un fuelle, que el aire es corpóreo. Sin embargo, estábamos acostumbrados a considerarlo un vacío.
Con su habitual rapidez mental, Pericles advirtió inmediatamente los principios generales que ello implicaba. “Si no hay un espacio vacío en el universo – me interrogó -, ¿cómo una cosa puede estar separada de otra cosa?, ¿cómo puede una cosa nacer a la existencia y otra dejar de ser? Y, ¿cómo puede haber cualquier movimiento?”
Creo que por entonces no le había enseñado filosofía, lo que no fue obstáculo para que como en un relámpago viera los elementos esenciales del problema en que Parménides, Empédocles y yo mismo nos hemos ocupado principalmente.
Yo solía pensar que había resuelto este problema, pero ahora no estoy tan seguro de ello. Sin embargo, sigo estando perfectamente convencido de la validez de mi método, el método científico que se descubrió por primera vez en la historia humana, en mi tierra natal de Jonia.
Así como era el más grande ateniense, Pericles era también el más grande jonio. Nunca lo engañó como a Cimón , la creencia sentimental de que la fuerza bruta y la disciplina son por sí mismas superiores a la inteligencia y a la versatilidad.
De ahí su oposición de toda la vida a Esparta.
Sin embargo, nunca restó importancia a cualidades que se conocen, un tanto incorrectamente, como típicas de los dorios.
Su aspiración consistía más bien en incorporar estas cualidades, acentuándolas, a un carácter que había de ser, para su época y para todas las épocas, ateniense.
En la Atenas que él amaba, el soldado sería tan bravo (valiente) en el campo de batalla como cualquier espartano; pero su coraje nacería de la reflexión del conocimiento de lo que estaba en juego, de una disciplina natural y voluntariamente adoptada, antes que de la tenacidad que engendran los años de arduo adiestramiento, o de la emulación, que es una forma propia de la consideración.
Recuerda Anaxágoras cuando conoció a Pericles, entonces un muchacho de más o menos catorce años. Era un muchacho de extraordinaria belleza, de inteligencia poco común y de la más suave disposición de ánimo.
Cuando lo conocí (y enseguida nos hicimos amigos) estaba colérico y agriado, pero en su cólera y amargura no había nada de tosco, nada de torpe, nada de estúpido.
Estaba colérico a causa de su perro. La cólera había durado varias semanas (cosa insólita en un muchacho de su edad).
Desaprobaba la conducta de su padre en aquella ocasión, aunque sin una real animosidad personal.
Cuando evacuaba a su familia y sus efectos de su finca situada cerca de Atenas, Jántipo (su padre) había impartido órdenes de que no se embarcaran animales en el primer navío; los caballos, los podencos y demás ganado se trasladaría luego, suponiendo que esto fuera posible.
Era una orden muy sensata si se considera la falta de espacio, pero uno de los podencos (perros), el favorito de Pericles, se negó a quedarse atrás. Este animal se lanzó al agua y comenzó a nadar tras el navío, que, desde luego, se alejaba de él con rapidez. Pronto sólo se vio una mancha a la distancia, que era la cabeza del perro, y, en medio de la general prisa y confusión, nadie oía los ruegos de Pericles, que exhortaba a detener el navío para socorrer al animal. Intentaron sin éxito tranquilizar al muchacho; se le dijo que el perro pronto se cansaría y volvería a la orilla. Pero el perro no hizo nada parecido. Por algún instinto olfativo o visual, mantuvo contacto con el navío durante toda la travesía y, cuando estaban terminando de descargar en Salamina, volvieron a verlo nadando aún hacia la costa.
Pericles y también Jantipo, corrieron a la playa alegres, para dar la bienvenida al animal.
Pero el perro estaba agotado. Se arrastró por la arena, agachó las orejas y con una última convulsión murió.
Me dijeron que, durante la semana que siguió a esto, Pericles no dirigió la palabra a su hermano mayor, Arifrón, que no había dado importancia alguna al suceso. También estaba furioso con su padre, a quien consideraba responsable de aquella muerte, si bien al fin se apaciguó cuando Jantipo, que estaba muy apenado por el muchacho y, al mismo tiempo, orgulloso del comportamiento del perro, mandó que se erigiera una tumba al animal en las costas de Salamina.
Menciono este incidente a fin de ilustrar un aspecto del carácter de Pericles que, por lo general, se desconoce. La gente que sólo lo vio en público se inclina considerarlo un hombre austero o, como solían decir, “olímpico”; no reconocen aquella ternura suya que se hacía patente en sus relaciones privadas y que se extendía hasta los animales.
Igualmente, cuando su padre Jantipo, después de la batalla de Micala, había zarpado hacia el Helesponto y había cercado la ciudad de Sestos, ocupada por una guarnición persa, y había caído la ciudad, y el gobernador persa había sido capturado junto con gran número de sus soldados, solía relatar con cierta satisfacción que Artactes, el gobernador persa, le había ofrecido una considerable suma de dinero por su vida y la de su hijo, y que había rehusado el ofrecimiento. En lugar de ello había conducido a Artactes a una eminencia que dominaba el lugar donde Jerjes había construido el puente. Allí había mandado que lo clavaran en una tabla y, mientras agonizaba, ordenó que lapidaran a su hijo ante sus ojos.
Pericles solía escuchar, con respeto y una especie de interés profesional, los relatos de Jantipo acerca del sitio; pero le resultaba difícil disimular su disgusto ante aquella prueba de salvajismo.
En compañía de Pericles observé, desde un promontorio de Salamina, la gran batalla naval que se libró en los estrechos. El muchacho estaba ansioso por participar en el combate y lo mismo me ocurrió a mí; pero los buques tenían ya la tripulación completa.
Yo carecía de equipo, y por eso se me confió un pequeño cargo administrativo en tierra.
Jantipo mandaba un trirreme, y junto a él estaba el hermano mayor de Pericles.
Heródoto y Esquilo han descrito muy bien la batalla, pero ninguno de estos escritores expresó de manera cabal el extraordinario sentimiento de alborozo y alivio que todos nosotros experimentamos después de esta tremenda victoria. Jerjes (el rey persa) se dirigía a marchas forzadas al Helesponto, y su flota diezmada se retiraba a Jonia.
Y aquello era, como el joven Pericles me señalaba una y otra vez, obra principalmente de los atenienses.
Habían proporcionado los mayores contingentes a la flota aliada y, en general, se admitía que el artífice de la victoria era el ateniense Temístocles.
Por lo demás, al juzgar a este estadista, Pericles, según me parece, demostró inteligencia y originalidad.
Puede considerarse natural que un muchacho de su edad haya convertido en héroe a quien logró victoria tan resonante.
En cuanto a las que se consideraban tendencias ultrademocráticas de Temístocles, las aprobaba, pues comprendía que, si bien podía perturbarse el equilibrio de fuerzas entre las facciones existentes, el poder total y la influencia de todo el Estado se incrementaban por obra de la política de Temístocles.
Y juzgaba que en una democracia más fuerte y más amplia, los miembros de su propia clase podían, si tenían suficiente capacidad, ejercer una influencia más poderosa y fructífera que antes. Y, si carecían de capacidad, de cualquier modo no eran aptos para desempeñar funciones de responsabilidad.
Su madre era Agarista , de una familia aún más distinguida que la de Jantipo.
No hay familia en el mudo griego más famosa que la de los Alcmeónidas, tanto por sus buenas acciones como por las malas.
Agarista era sobrina de aquel Clístenes que había fundado la democracia en Atenas.
Sófocles tenía la misma edad que Pericles y tal vez fuera el muchacho más hermoso de Atenas. Su familia era dueña de una finca cerca de la de Jantipo, y él y Pericles habían sido amigos desde la infancia.
Pericles era también hermoso, aunque su belleza no diera estricta satisfacción a las exigencias que pudiera tener un pintor, como pasaba con la de Sófocles.
Tenía, por ejemplo, una cabeza curiosamente alargada y ello le causaba verdadera preocupación.
Con frecuencia llevaba sombrero cuando era innecesario, y en los últimos años no permitía que se le hiciese ningún retrato si no estaba cubierto con un yelmo.
Convalecía aún cuando me enteré de la gran victoria de Platea ,donde los griegos, bajo el mando del espartano Pausanias, había avasallado al ejército persa de Mardonio con sus aliados tebanos, tesalienses y macedonios.
En la dispersión final del bando persa, los atenienses, encabezados por Arístides, desempeñaron un importante papel.
Sus efectos fueron librar a Grecia continental de todo peligro inmediato, y también aumentar en gran medida el prestigio de Esparta, pues fueron los espartanos quienes lucharon contra las mejores tropas persas.
Pocos días después recibimos noticias de otra victoria griega en una batalla que se libró el mismo día que la de Platea. Frente al cabo Micala, cerca de Mileto, la flota griega había reconquistado la libertad de Jonia.
El espartano Leotíquides mandó la fuerza, pero en Atenas, que había proporcionado la mayor parte de la flota, la victoria se atribuyó al padre de Pericles, Jantipo.
Persia había perdido entonces el dominio no sólo de Grecia continental, sino también del mar Egeo.
Lo que parecía imposible había ocurrido.
Un reducido número de pequeños Estados habían rechazado el mayor imperio que nunca hubiera existido.
Y ahora, en el momento de la liberación, las divergencias entre las grandes potencias – Esparta, la conductora oficial, y Atenas, la promotora de la victoria – se tornaron agudísimas.
Pero la tendencia de Atenas era avanzar y expandirse; la de Esparta, retirarse y contraerse.
Este hecho era evidente para Temístocles y era evidente para el joven Pericles.
Después de las victorias, junto con el resto de la población de Atenas, comenzamos a reconstruir la ciudad.
Todos los templos y casi todas las casas más pobres habían quedado, destruidas por completo.
La gente deseaba ante todo hacer habitables los restos de sus viviendas antes que llegara el invierno, si bien había ciertos traficantes de oráculos que intentaban influir sobre la opinión pública en el sentido de que primero se emprendiera la reconstrucción de los templos.
Entonces Temístocles tomó la iniciativa: indujo a los atenienses a optar por la grandeza antes que por la conveniencia.
Persuadió no sólo al pueblo sino también a quienes habían sido sus opositores políticos de que, antes de que se realizara ninguna obra, había de reconstruirse las fortificaciones de la ciudad.
Esta medida debía tomarse a fin de que Atenas pudiera defenderse de otra invasión persa.
A lo que Temístocles, en realidad, apuntaba era a independizar, de una vez por todas, a Atenas dentro de Grecia. Había adivinado, sin duda, los deseos y las probables acciones de Esparta y sabía que no había tiempo que perder.
Muchos espartanos estaban ya aterrados no sólo por el creciente poderío y el prestigio de Atenas, sino también por el espíritu de ésta, un espíritu de aventura y de firme democracia.
De modo que se comenzó la tarea de fortificar la ciudad, y pronto llegó una embajada de Esparta.
Era innecesario, dijeron, que Atenas se fortificara. Si sobrevenía otra invasión, los atenienses serían bien recibidos en el Peloponeso, del otro lado del muro ya levantado a través del istmo. Por lo demás, y en interés nacional general, no era aconsejable que ninguna ciudad situada al norte de aquel punto se equipara con fortificaciones, puesto que tal ciudad, en el caso de caer en manos persas, constituiría una amenaza para el resto de Grecia.
En realidad a los espartanos no les entusiasmaba la idea de continuar la guerra contra Persia.
Después de la batalla de Micala, no sólo se habían incorporado a la Liga Griega las grandes islas de Samos, Lesbos y Quíos, sino que la mayor parte de las ciudades griegas de la costa asiática habían solicitado ser admitidas en ella. Pero Esparta se mostraba reacia a cualquier compromiso. Aconsejó a las ciudades costeras que se embarcaran y emigraran hacia el Oeste.
Sin embargo, Temístocles y muchos otros atenienses habían visto ya la perspectiva de un futuro brillante.
Podían imaginar un poderío naval lo suficientemente grande como para arrojar a Persia del Egeo y para garantizar la independencia no sólo de las islas, sino también de las ciudades del continente.
Los espartanos, poco después de Micala, retrocedieron sus navíos a las aguas de su patria.
Entre tanto, y por consejo de Temístocles, se impartieron instrucciones a Jantipo de que empleara el contingente ateniense de la flota para proseguir la guerra.
Tales instrucciones, junto con la fortificación de Atenas, fueron, sin duda, sucesos decisivos para el futuro, y por ellas Temístocles merece encomio aún mayor que por haber mandado la flota a Salamina.
El rival de Temístocles era Cimón.
Cimón era hijo del vencedor de Maratón, de aquel Milciades a quien Jantipo había acusado más de diez años antes, y que, incapaz entonces de pagar la enorme multa que se le había impuesto, murió en la cárcel, después del juicio, cuando Cimón era un muchacho de 18 años.
La gente suele comparar a Cimón con su padre (Milcíades) por su arte como estratega y con Temístocles por sus condiciones de mando.
Cimón se había distinguido en la batalla de Salamina; era un hombre que se distinguió en todas las batallas.
En el mismo año de Salamina se había casado con una mujer del clan de los Alcmeónidas.
Su esposa, Isódice, era sobrina de Agarista, madre de Pericles.
Jantipo, si bien había sido enemigo del padre de Cimón, hizo cuanto estuvo a su alcance para ayudar al joven en su carrera.
Aplaudía siempre sus grandes cualidades, aunque a menudo consideraba que los sentimientos “pro espartanos” de Cimón eran un tanto exagerados.
“Atenas y Esparta – solía decir Cimón con entusiasmo más bien encantador – son como un excelente tronco de caballos. Si corren juntos, ganarán todas las carreras”.
Dirigía la oposición a Temístocles Arístides, ese hombre a quien llamaban “el justo”.
No tardó en ver que podía usar a Cimón para contrarrestar el poder de Temístocles, y, sobre todo por su influencia, el año que siguió al retorno de Jantipo de Sestos, el joven (Cimón) fue designado general.
Durante más de una década mandó siempre ejércitos y casi siempre salió victorioso.
Un estudioso objetivo de la guerra quizá no pueda ponerlo en el mismo nivel que a Temístocles, puesto que carecía de la capacidad de éste para el futuro y para ver hacia dónde encaminaba sus pasos. Pero éstas son cualidades raras. En mis días, sólo las poseyeron plenamente Temístocles y Pericles.
Y sólo Pericles fue capaz de persuadir por largo tiempo a sus conciudadanos a que respetaran su superior inteligencia en lugar de resentirse de ella.
Después de un vano intento de restablecer su autoridad, el gobierno (espartano) retiró sus buques y dejó que los atenienses prosiguieran solos la guerra. De este modo llegó a su fin la gran alianza helénica bajo la dirección de Esparta.
En ambos bandos, se hicieron profesiones de amistad, pero lo cierto es que Grecia estaba dividida en dos: por un lado, los espartanos y sus aliados, y por otro, los atenienses y los suyos.
Además, era seguro que ambos mandos se encaminarían en direcciones contrarias.
Jantipo intervino poco en las cuestiones de la nueva Liga Ateniense. Nunca se repuso de las penalidades padecidas en el sitio de Sestos y murió por la época en que el joven Pericles completaba su adiestramiento militar.
Su muerte dejó a Pericles en situación desahogada, aunque no en posesión de una inmensa fortuna, y desde el momento en que se hizo cargo de los bienes familiares, los administró con gran prudencia, sin avaricia y sin dispendios.
No era indiferente al dinero, como Arístides afectaba ser; tampoco lo despilfarraba, como hizo después su joven pupilo Alcibíades.
Lo consideraba algo que había de emplearse tan sabiamente como fuera posible en interés de sus amigos, de sí mismo y de sus conciudadanos, y dispuso la administración de sus negocios del modo más eficiente, de manera que le ocupaba menos tiempo y trabajo que cualquier otro.
Al entrar en la edad viril, su encanto personal era tan grande como siempre y su inteligencia resplandeció cada vez con mayor brillo.
Se percibía un delicioso celo en el modo en que se expresaba, una suerte de mezcla entre la gravedad y el ingenio. Cantaba y tocaba la lira muy bien, aunque quizá no tan bien como su amigo Sófocles; pero cuando recitaba a Homero parecía mostrar un sentido del valor de las palabras superior aún al del propio Sófocles, que era ya un poeta del que la gente comenzaba a hablar con respeto.
¡Cuántos de aquel círculo de amigos fueron luego desterrados, como yo, o muertos en el campo de batalla!
Estaba Damón, el maestro de música de Pericles y uno de los hombres más ingeniosos e inteligentes que yo haya conocido.
Era capaz de formular teorías brillantes y originales sobre cualquier tema. Tal vez lo que más le entusiasmaba era disertar de política. Examinaba detenidamente la significación precisa de la palabra “democracia” y, cuando discutíamos la cuestión, conveníamos en que ni siquiera en Atenas la democracia era una plena realidad.
La pobreza impedía que los hombres desempeñaran papel cabal en los asuntos de la ciudad; las grandes familias ejercían aún una influencia que en modo alguno estaba en proporción con su número; y venerables instituciones como el Consejo del Areópago sustentaban todavía ideas que no eran las de la Asamblea del Pueblo ni las de los representantes elegidos por el pueblo.
Damón desarrollaba sus ideas con mucha gracia y habilidad, como si estuviera componiendo música.
Pero otros las adoptaban con entusiasmo casi salvajes.
El más notable de éstos era Efialtes, joven no mucho mayor que Pericles y que luego había de ser, por un breve período, su principal colaborador en cuestiones políticas.
Era muy violento en sus ataques a las familias nobles, y desde luego entonces resultaba más fácil que ahora señalar ejemplos de ciudadanos ricos y privilegiados que, a causa de enemistades o con la finalidad de obtener beneficios personales, habían obrado de modo deliberado y claro en contra de los intereses de la ciudad.
Efialtes vaticinaba con frecuencia que esas grandes familias lograrían al fin destruir a Temístocles, el mejor estadista que Atenas había tenido nunca, y ridiculizaba a Cimón, a quien consideraba el protegido necio y presuntuoso de los aristócratas.
En esto, como Pericles y muchos de nosotros comprendimos enseguida, iba demasiado lejos.
Acaso no se haya comprendido bien la política de Cimón, pero era un hombre honrado y un brillante capitán. Además gozaba del favor popular.
En verdad, decía (Efialtes) que el pueblo siempre tenía razón, pero sólo en último extremo. Había ocasiones, como la presente, en que el pueblo podía ser lisonjeado o intimidado.
Lo que se requería en política era una legislación que redujera hasta el mínimo las posibilidades de lisonja o intimidación. Los primeros pasos habían de ser privar al Consejo del Areópago de todo poder y limitar los poderes de las grandes familias, inclusive, añadía, la de Pericles.
A Efialtes, que procedía de una familia poco distinguida y de recursos medianos, Pericles solía ayudarlo económicamente y esta ayuda siempre le inspiraba gratitud, nunca resentimiento. Es cierto que si cualquiera de sus opositores políticos hubiera recibido semejante ayuda, la habría calificado de soborno.
Por ello le resultaba natural y fácil aceptar con gratitud los dones de un amigo.
De haber sido él rico y Pericles pobre, habría esperado que Pericles se comportara del mismo modo.
Pericles era el único político que consideraba la política como parte de una visión general de la vida, de la moral y del universo.
(Anaxágoras): Sería el último en jactarme de mis descubrimientos y el primero en admitir que son incompletos. Pero en verdad fui el primer filósofo que sugirió que en la Inteligencia ha de hallarse el principio del movimiento, del cambio, del acaecer y de la creación del universo.
Todo cuanto deseo decir ahora es que esta idea de la “Inteligencia” considerada como fuerza conductora y creadora que sostiene y mantiene un mundo tras otro, produjo profunda presión en Pericles.
Quizá pueda decir también que, en parte debido a mi influencia, Pericles fue uno de los pocos estadistas de nuestra época interesados en las ciencias y libres en absoluto de superstición.
En aquellos primeros años, yo realizaba numerosos experimentos.
No es que creyera que la prueba de nuestros sentidos sea final. Tal proposición es absurda. La estructura subyacente de las cosas está más allá del alcance de nuestros sentidos, y en el mejor de los casos sólo puede percibirse con el pensamiento puro. Sin embargo, la prueba de nuestros sentidos, si los empleamos de forma adecuada, es siempre útil y puede ser decisiva.
Y hasta imagino que los poderes de nuestros sentidos pueden acrecentarse con el tiempo.
Si, por ejemplo, fuese posible construir algún instrumento que aumentara en alto grado el poder del ojo, cabría demostrar de modo definitivo mi teoría de que los cuerpos celestes no son en modo alguno divinos, sino que están hechos de una materia semejante a la de la tierra en que vivimos.
En todas sus campañas militares y en los actos de la vida pública observaba las formas religiosas convencionales, aun cuando no creyera en su eficacia. No cabía calificar su actitud de hipócrita.
En casi todas las creencias, según decía, se halla una parte de verdad y de satisfacción; y si una mente poderosa rechaza del modo más natural ideas aceptadas por considerarlas faltas de valor, ello no quiere decir que para otras mentes, menos esclarecidas, las mismas ideas no puedan ser útiles y hasta, en cierto modo, verdaderas.
En aquellos primeros años hablábamos mucho de religión, de ciencia y de filosofía. Pero estaba claro que a Pericles no le satisfacía la teoría. Su vida había de ser activa y comenzó a obrar en edad temprana.
Con frecuencia estaba lejos de Atenas, sirviendo en las expediciones que por entonces partían todos los años, por lo común bajo el mando de Cimón, para hacer incursiones en territorio persa o liberar aquellas ciudades griegas donde los persas aún mantenían guarniciones, y se granjeó considerable reputación por su valentía personal y su inteligente dirección.
Por lo demás, cuando contaba 22 años se hizo conocer por el público en general, cuando ofreció pagar los gastos de representación de cuatro dramas en el festival de la primavera.
El hecho de que un hombre tan joven asumiera ese servicio público impresionó a la gente con la idea de su generosidad y de su patriotismo.
El poeta de cuyo coro Pericles afrontó los gastos era Esquilo , y una de las tragedias que éste escribió para semejante ocasión fue la famosa “Los Persas”.
Se trata de un magnífico drama patriótico, y Esquilo era, con mucho, el dramaturgo superior a Frínico, que antes había tratado el tema de Salamina.
Asimismo, al apoyar económicamente una tragedia sobre tal tema, Pericles demostraba la dirección de sus simpatías políticas, pues es imposible pensar en Salamina sin pensar en Temístocles.
Por otro lado, en aquel momento era corriente hablar mal de Temístocles. Sus poderosos enemigos, entre los que figuraban muchos miembros de la propia familia de Pericles, habían logrado al fin, tal como había previsto Efialtes, desembarazarse de él.
A principios de aquel año se decretó contra él el “ostracismo” y marchó al destierro, por un período de diez años.
Por la época en que se representó “Los Persas”, vivía en Argos, ciudad que siempre había mantenido una incómoda rivalidad con Esparta, y ya corría el rumor de que su presencia allí causaba considerable ansiedad al gobierno espartano.
Nunca había disimulado el desprecio que le merecía el estilo de vida espartano y, aunque debía sentir rencor hacia sus enemigos de Atenas, no pensaba más que en volver a ella.
Y así, con su inquieta inteligencia y su gran habilidad diplomática, había comenzado a echar las bases de una alianza entre Argos y Atenas, dirigida contra Esparta. Y por la época en que “Los Persas” se representaba en Atenas, había ya muchos atenienses que lamentaban haber votado su ostracismo.
Por estos años la popularidad de Cimón se debió en gran parte a la desgracia final de Temístocles.
(Cimón) era incapaz de resistir a cualquier insinuación que le hicieran los espartanos, y si bien acaso no haya creído en la afirmación de éstos de que Temístocles mantenía una correspondencia secreta con el Gran Rey (de Persia), poseía suficiente sentido político para ver que Temístocles en Argos constituía una real amenaza a Esparta y a la alianza espartano-ateniense.
De modo que el destino de Temístocles era inevitable. Sus viejos amigos habían muerto o carecían de autoridad; sus nuevos amigos, como Efialtes y Pericles, no tenían aún influencia política.
Al fin, y perseguido tanto por Atenas como por Esparta, Temístocles se vio impulsado a hacer aquello de lo que se le había acusado y que nunca había hecho. Abandonó Grecia y apareció con gran dignidad como suplicante ante el Gran Rey.
Al parecer, pronto adoptó las costumbres persas y hasta aprendió el idioma en el breve espacio de un año. Luego se hizo amigo y consejero del rey. Murió en Persia, rodeado de más honores que los que había recibido en Atenas, cosa que con frecuencia señalaba Efialtes cuando atacaba la política pro espartana de Cimón y su partido.
En aquella época, cuando Pericles contaba entre veinticinco y treinta años, Efialtes se convirtió en figura importante.
Recuerdo muy bien el año en que Pericles, que contaba 26 años de edad, pronunció su primer discurso en la Asamblea.
También fue el año en que un gran cuerpo meteórico cayó en el Río de la Cabra.
Se me informó de este acontecimiento poco después de que hubiera tenido lugar, y tuve ocasión de inspeccionar el cuerpo celeste dentro de los primeros quince días posteriores a su caída. Desde luego, puede verse aún hoy y constituye (me atrevería a decirlo) una prueba decisiva de algunas de mis teorías. Es duro y metálico. Cuando caía, se lo vio resplandecer.
Está compuesto, según creo, de la misma sustancia que las estrellas y el mismo sol, que, en mi opinión, es por lo menos tan grande como todo el Peloponeso.
Y a menos que ande muy errado, la fuente de irradiación del sol es simplemente el calor. Por su parte, la luna debe su luz al reflejo del sol.
Hubo también otros acontecimientos de interés no ya científico sino literario y político.
En aquel año, nuestro amigo Sófocles ganó por primera vez el premio en el festival dramático.
Reinaba tal excitación entre el auditorio que los organizadores del festival invitaron a Cimón y a sus nueve colegas de la Junta de generales a ocupar el lugar de los jueces. Otorgaron el premio a Sófocles antes que a Esquilo.
Para nosotros, esta victoria de Sófocles pareció señalar el fin de una época. Una nueva claridad había aparecido en el teatro, del mismo modo que una nueva claridad estaba apareciendo en las artes (Fidias ya había comenzado a trabajar) y en las discusiones públicas.
Asimismo, aquel año murió Arístides. Éste, ahora que Temístocles estaba en el exilio, había sido el último de los grandes dirigentes de la resistencia a la invasión persa que aún llevaba vida política activa, de modo que su muerte pareció también señalar un nuevo giro de la historia.
Ahora Cimón encabezaba el partido de lo que podría llamarse autoridad establecida y conservadora, y el extravagante respeto que le inspiraba Esparta, no compartido por Arístides, lo hizo vulnerable, a pesar de sus éxitos militares y su popularidad personal.
Pero a los atenienses no les agrada que nadie mantenga esa posición durante demasiado tiempo, y Efialtes, con su evidente sinceridad y su agudo ingenio, comenzaba a ganarse ya cierto apoyo en la Asamblea por la época en que Pericles habló ante ella por primera vez.
Pericles se había preocupado a más no poder en preparar su primer discurso, a pesar de que estaba muy bien dotado para la oratoria.
También estaba nervioso, si bien no le faltaba resolución ni confianza en sí mismo.
Ensayó varias veces el discurso ante mí y otros amigos.
Lo que más nos admiró fue la dignidad de su continente; esperábamos de él talento y brillantez, pero lo que nos sorprendió fue el aire de autoridad que, para ser tan joven, exhibía con tanta desenvoltura.
El auditorio de la Asamblea quedó tan sorprendido y complacido como nosotros, sus amigos íntimos.
Antes nunca, se decía, un hombre tan joven había sido escuchado con tanto respeto.
Tenía por costumbre no hablar a menudo (por cada cinco discursos que pronunciaba Efialtes, Pericles decía uno), y a lo largo de toda su vida, aun aquellas pocas ocasiones en que se tornó impopular, el pueblo estaba pendiente de sus palabras.
Y en cierto sentido se identificaba con ellos, con toda la masa del pueblo antes que con un sector particular de éste.
Al principio, no pretendió ninguna clase de jefatura.
Si cabe emplear la palabra “jefe”, habríamos de decir que Efialtes era el jefe del partido y Pericles, su subordinado.
A pesar de todo el respeto que imponía, podría parecer que él y Efialtes defendían una causa perdida.
La posición de Cimón era muy fuerte y era imposible que los demócratas avanzados no lo apoyaran en casi todas sus actividades.
Estaba la cuestión de la isla de Naxos. Después de haberse sacudido el yugo persa, Naxos decidió que su futuro estaba afianzado. Por lo tanto se separó de la alianza ateniense alegando que, como ya se había logrado el propósito principal de la Liga, ella y las otras (ciudades) aliadas no estaban obligadas a nada.
De haberse permitido a Naxos obrar como lo deseaba, otras aliadas seguirían su ejemplo y retirarían también sus contribuciones en navíos o dinero a la Liga, y así toda la base del poder marítimo ateniense corría peligro de desmoronarse.
Además las reclamaciones de los (habitantes de) Naxos las apoyaba, aunque no de manera muy abierta, Esparta, a cuyo gobierno alarmaba ya el crecimiento de la influencia y prestigio atenienses.
El propio Cimón fue la única vez en su vida que consideró equivocados a los espartanos.
Mandó una expedición que sometió a Naxos, y se asoció con aquellos que calificaban de “revuelta” la acción de la isla.
Efialtes y Pericles no podían censurar esta conducta. Ambos estaban dispuestos a apoyar, aun más que Cimón, una Liga Ateniense que, desde aquel momento, iba convirtiéndose en imperio.
Y poco después, Cimón obtuvo la más grande victoria de toda su carrera, cuando en el río Eurimedón, en Asia sudoriental, aniquiló en un solo día a un gran ejército y a una enorme flota persa.
Pero, a los pocos años de ésta su mayor victoria, Cimón estaba en el exilio y toda su política había sido revocada.
Su caída se debió en parte a la oposición de Efialtes y Pericles, pero esta oposición jamás habría tenido éxito de no haber mediado la política celosa y miope de Esparta, el Estado al que Cimón más reverenciaba.
Por entonces se discutía mucho acerca de cómo debían emplearse las fuerzas de la Liga.
Algunos de inclinaban por liberar a Chipre, y ésta hubiera sido, desde luego, una acción patriótica en consonancia con la política declarada de la Liga. Pero esas fuerzas se emplearon, lisa y llanamente, en interés de Atenas, y una vez más surgieron discusiones dentro de la Liga.
Atenas dominaba ya las rutas marítimas que llevaban al mar Negro; y ahora deseaba también dominar las rutas terrestres por las que había marchado Jerjes y, al mismo tiempo, asegurarse la posesión de las minas de oro de Tracia, así como el comercio, sumamente provechoso, con el interior.
Sin embargo, el plan se malogró. En primer lugar se opuso el pueblo de Thasos , que por entonces era una rica y poderosa isla que contribuía con una importante flota, tripulada por sus propios ciudadanos, a la alianza ateniense.
Thasos fue la segunda aliada que se separó de la Liga Ateniense, y Cimón se vio forzado a distraer parte de su potente ejército para habérselas con lo que entonces se calificaba de “rebelión”. Como podía esperarse, retiraron su flota del mar, pero antes echaron a pique 33 naves de guerra atenienses. Ésta fue la mayor, y por cierto única, pérdida que Atenas había sufrido desde Salamina.
Pero lo que revistió la mayor importancia para el futuro fue que el pueblo de Thasos apeló a Esparta y, por primera vez, calificó a Atenas de “ciudad tiránica” y pidieron la ayuda de Esparta, como reconocida potencia dirigente del mundo griego, a fin de que defendiera la causa de la libertad.
Según creo, hemos de considerar aquí un empleo del todo incorrecto de las palabras, muy común en política, pero que sería fatal para cualquier investigación filosófica o histórica.
Lo que distinguía a mi amigo Pericles de todos los demás estadistas era su extremada aversión al empleo inadecuado de las palabras.
Sabía con perfecta claridad cuál era la diferencia entre la “libertad” espartana y la ateniense: la primera, negativa y defensiva; la segunda, positiva y, dentro de ciertos límites, agresiva.
Sabía que los atenienses gozaban en su patria de una libertad mayor que la que nunca hubiera existido en la historia civilizada, y sostenía que, aun en sus aventuras imperialistas, Atenas daba más de lo que recibía.
También solía decir que, puesto que el ciudadano espartano no disfrutaba de libertad en su patria, había de manifestarse, como en efecto lo había hecho, intolerante y opresora fuera de ella.
Ante todo, hubo un terremoto en Esparta, y creo que fue el terremoto más espantoso ocurrido en el continente griego de que tengamos memoria.
La pérdida de vidas fue tremenda. Hubo por lo menos 20.000 víctimas y, entre éstas, considerable número de aquellos espartanos adiestrados pertenecientes a la clase de oficiales, de la que depende la seguridad del Estado.
Y, como el poder espartano se funda en la lealtad de unos pocos y en el sometimiento del resto, no fue extraño el que los sometidos aprovecharan la oportunidad y se sublevaran.
El mismo año del terremoto se eligió a Efialtes y a Pericles para integrar la Junta de generales.
Por esta época Pericles se mostraba un tanto reacio a unirse a Efialtes en los violentos ataques que éste lanzaba contra Cimón; sin embargo, tenía perfecta conciencia de que Cimón era el principal obstáculo en el camino de la política democrática y antiespartana que él y Efialtes habían abrazado.
Efialtes decidió acusar a Cimón de ineficiencia militar y de haber recibido un soborno del rey macedonio.
En el juicio contra Cimón, el discurso de Pericles estuvo desprovisto de acritud, pero no por ello fue menos enérgico.
En verdad, nadie podía creer que Cimón hubiera recibido un soborno, pero tanto Efialtes, con su estilo grandilocuente y emotivo, como Pericles, con exposición ordenada y sobria, hicieron graves cargos contra la conducción de la campaña.
En particular, manifestaron tener pruebas de que Esparta proyectaba apoyar a los rebeldes de Thasos.
Cimón lo negó con toda convicción y, una vez más, subrayó su creencia de que la seguridad de Grecia dependía en forma fundamental de la alianza de Esparta.
Pero esta parte de su discurso dejó indiferente al auditorio.
Acerca de este punto, las opiniones de Efialtes y Pericles comenzaban a ganar terreno.
Sólo cuando Cimón comenzó a hablar de sus hazañas en la guerra y de la munificencia que había mostrado para embellecer la ciudad, el auditorio se conmovió profundamente.
Pudo también, en el curso del juicio, jactarse de cómo al fin, había conquistado Thasos, destruido sus fortificaciones, capturado su flota y adquirido para Atenas las valiosas minas de oro del territorio continental.
En fin, Cimón fue absuelto, pero su prestigio quedó disminuido.
Efialtes se oponía a que Atenas ayudara a Esparta, cuando ésta pidió ayuda a Atenas ante la rebelión de los ilotas de Esparta, pero al fin Atenas les envió un ejército de 4.000 hoplitas atenienses al mando de Cimón.
Efialtes y Pericles intensificaron los ataques al “status” privilegiado del Consejo del Areópago, y esta vez sus ataques tuvieron éxito.
Efialtes ganó el debate. Despojaron al Areópago de todo poder político y de todo derecho a la censura moral. En el futuro, su única función consistió en actuar como una corte suprema en casos de homicidio.
En cuestiones legales y constitucionales, no había ahora ninguna clase privilegiada en el Estado. La voluntad de la Asamblea era suprema, y tal siguió siéndolo desde entonces.
Los espartanos no son generosos ni aceptan de buena gana la generosidad de los otros. Se resintieron de la distinción de Cimón, que estaba bien aconsejado por sus hombres, y temieron su popularidad, aun cuando él la empleara para defender los intereses espartanos.
Al fin pidieron a Cimón que se marchara con su ejército. Estaban en condiciones, dijeron, de acabar la guerra por sí mismos.
Fue un gesto de necedad casi increíble, y Efialtes y Pericles explotaron sus consecuencias en Atenas.
Los atenienses pueden soportar cualquier injusticia excepto un insulto. Hallan intolerable la afrenta y, cuando se le hace objeto de ella, adoptan medidas que no guardan ya proporción con la causa. Y eso fue lo que ocurrió entonces.
La Asamblea revocó la alianza con Esparta y procedió a formar nuevas alianzas con las enemigas de Esparta, Argos y Tesalia, Estados que habían sido neutrales o pro persas en el período de la invasión.
A su retorno, Cimón hizo cuanto estuvo a su alcance para modificar el nuevo estado de cosas creado en su ausencia.
En verdad, por esta época los sentimientos partidarios eran en Atenas mucho más intenso que nunca.
Por suerte, los atenienses podían apelar al recurso del “ostracismo”, pues estaba claro que el Estado no podía existir con aquella división en su seno. O Cimón o Efialtes habían de ir al destierro. Y a Cimón le alcanzó entonces el mismo destino que a Temístocles y fue desterrado por diez años.
Efialtes había logrado la posición que ambicionaba desde sus años juveniles.
Era el primer hombre del Estado, y su amigo Pericles, que por entonces contaba 35 años, no le iba a la zaga.
Antes de que finalizara el año, Efialtes había sido asesinado.
Pero en Atenas, hacía tiempo que la democracia se había afianzado, y la mayor parte de los aristócratas capaces, cualesquiera que fuesen sus opiniones políticas, estaban dispuestos a trabajar dentro de ella. En este sentido, no sólo Pericles era demócrata, sino también Cimón.
Todos miraban a Pericles como sucesor de Efialtes, y muchos de sus partidarios le aconsejaron que aprovechara aquella situación para desembarazarse de sus opositores más poderosos.
En esta ocasión, como en tantas otras, Pericles mostró sabiduría, coraje, justicia, moderación y patriotismo.
Por esta época fue Pericles, más que ningún otro, quien apaciguó el temor y la cólera del pueblo, quien lo guió hacia la cordura y el apropiado uso de la inteligencia natural. Pues los atenienses son los hombres más inteligentes del mundo y tienen plena conciencia de ello.
Después de la muerte de Efialtes, no hubo represalias políticas. Pericles surgió de esta crisis respetado por sus amigos y merecedor de la gratitud de sus enemigos.
La nueva política puede describirse como un retorno a la política de Temístocles, aunque bajo condiciones distintas.
En asuntos internos, el pueblo representado por la Asamblea, por los magistrados o por los jurados de los tribunales, había de tener una participación más y más grande en el gobierno y organización del Estado.
Se robustecería y se aumentaría el poderío marítimo ateniense, no sólo con la construcción de más navíos y fortificaciones, sino también con la adquisición de bases navales en cualquier parte del mundo donde resultaran útiles o deseables.
Se proseguiría con energía la guerra contra los persas.
Y sobre todo, Atenas arrebataría a Esparta la dirección del mundo griego.
La política de Pericles difirió de la de Cimón.
No anticipó la guerra con Esparta.
Esparta estaba aún por completo ocupada por la rebelión de sus súbditos. Pero en el “ínterin” Pericles determinó que Atenas fuese tan segura por tierra como lo era ya por mar.
Durante aquellos seis años, Pericles fue a menudo, aunque no siempre, miembro de la Junta de diez generales que, si bien dependen jerárquicamente de la Asamblea y han de someterse a un examen de su conducta durante los períodos en que ejercen el cargo, gozan de poder casi ilimitado cuando dirigen una campaña y de gran autoridad en la conducción de la política.
Y durante estos años no fue Pericles quien logró las victorias más espectaculares, sino otros.
Pero aunque en aquellos años Pericles no representó el papel principal en el campo de batalla, fue él quien, más que ningún otro, concibió y hasta dirigió el gran plan de conquista y expansión.
En esto, como en cualquier otra esfera de la vida, Pericles pensó con lógica y exactitud.
La meta era la grandeza de Atenas; los obstáculos que se interponían en el camino eran Persia en el exterior, y en Grecia, Esparta y la Liga del Peloponeso.
La guerra con Persia era para los atenienses una preciada herencia de sus padres.
Pericles y su partido habían apoyado la guerra con no menos entusiasmo que Cimón.
Además, aún había que liberar algunas ciudades griegas, sobre todo en Chipre. Estas ciudades eran ricas y prósperas. Si se unían a la alianza ateniense, Atenas se fortalecería con navíos, contingentes humanos y riquezas.
Nadie se opuso por entonces a la decisión de enviar a Chipre una gran flota de doscientos trirremes.
Entre tanto, y aun antes de que zarpara la expedición a Egipto , Atenas había contraído compromisos para llevar adelante su política antiespartana, que era la de Efialtes y Pericles y había sido la de Temístocles.
La meta fundamental de esta política era afianzar la seguridad de Atenas contra cualquier invasión terrestre. La ciudad ya estaba protegida por sus fortificaciones, pero nunca podría haber perfecta seguridad mientras fuesen vulnerables sus comunicaciones con el gran puerto del Pireo.
Por moción de Pericles, los atenienses comenzaron entonces a erigir sus famosas Murallas Largas, la más extensa de las cuales tenía ocho kilómetros de longitud, y la más corta cinco, y que proporcionaban un corredor fortificado entre la ciudad y el mar.
Habían sido concebidas para proporcionar a Atenas todas las ventajas de una isla y Pericles solía decir que aun cuando Atenas perdiera todo lo que poseía en tierra firme, seguiría siendo, con sólo la ciudad, el Pireo y las posesiones de ultramar protegidas por una armada irresistible, la potencia más grande de Grecia.
Pero Atenas no sólo apuntaba a fortalecerse sino también a debilitar a sus enemigas; la alianza con Argos era ya un importante paso en esa dirección.
Esparta había quedado paralizada no sólo por las bajas que había sufrido durante la rebelión de los siervos (los ilotas), sino también por la presencia de una potencia hostil en sus fronteras orientales.
Poco más o menos por esta época, acabó la rebelión, aunque no de modo satisfactorio para los espartanos que, después de años de esfuerzo, habían probado ser incapaces de tomar en las montañas de Mesenia el baluarte rebelde de Itomo.
Los mesenios que ocupaban Ítomo, buenos guerreros inveteradamente hostiles a Esparta, rindieron su baluarte a condición de que se les suministrara un salvoconducto para salir del Peloponeso. Atenas los acogió en ese momento para servirse luego de ellos de modo muy útil.
Poco más o menos por entonces, el pueblo de Megara se separó de la alianza espartana y solicitó la protección de Atenas. Eran las sempiternas víctimas de los ataques del Estado vecino de Corinto, situado al sur, y los indignaba el que Esparta no hubiera hecho nada por contener a sus aliados corintios.
Esta petición de los megarenses halagó el orgullo ateniense, pero lo que más interesó a Pericles eran las enormes ventajas estratégicas de que goza Megara.
Está encerrada entre Atenas y Corinto; pero su territorio se extiende desde el golfo Sarónico hasta el de Corinto.
Posee puertos marítimos en cada uno de estos golfos, y ocupa así una posición desde la cual puede aislarse por el norte a todo el Peloponeso.
Sin duda la alianza con Megara significaba la guerra con Corinto.
Los corintios se lanzaron al mar sin ningún temor (pues la gran flota de la alianza ateniense estaba ocupada en Egipto) y fueron derrotados por las pocas escuadras de navíos atenienses que habían quedado para defender las aguas territoriales.
Sólo una posición enemiga más o menos poderosa subsistía a poca distancia del territorio y de las fronteras marítimas del Ática. Se trataba de la isla de Egina.
Por lo demás, se había librado una guerra intermitente entre Egina y Atenas desde antes de la guerra contra Persia.
Egina era una rival comercial importante de Corinto, y los corintios alentaban la esperanza de que tanto Atenas como Egina se agotaran en la lucha.
Pero ahora Corinto y todos los demás Estados del Peloponeso que podían proporcionar navíos unieron sus fuerzas con Egina. Atenas aceptó el reto sin vacilar.
Una de las mayores batallas que jamás se libraron entre los griegos tuvo lugar frente a la costa de Egina. Era una batalla de jonios contra dorios.
Los atenienses y sus aliados capturaron setenta barcos, desembarcaron hoplitas en la isla y procedieron a alzar obras de asedio entorno a la ciudad de Egina.
Corinto, con un gran ejército terrestre, marchó contra Megara. Y en la misma Atenas cundió la alarma cuando llegaron noticias de la invasión.
Pericles explicó (a la Asamblea) qué debía hacerse.
Atenas, dijo, no abandona en ningún momento sus conquistas ni a sus aliados.
En esa ocasión aquellos a quienes se tenía por demasiado jóvenes para combatir podían demostrar de lo que eran capaces, y aquellos a quienes se consideraba demasiado viejos podían añadir una proeza más a su glorioso historial guerrero. Los jóvenes habían oído hablar de sobra de las guerras persas, y ahora tendrían la posibilidad de ver con sus propios ojos cómo sus padres se habían batido en ellas. Era el momento en que los hijos debían demostrar que eran dignos de sus padres, y en que los padres debían desafiar la emulación de sus hijos.
Los atenienses vencieron a los corintios por dos veces.
Hasta entonces, ningún ejército ni armada corintios habían entrado en acción como no fuese con el apoyo y bajo el mando de los espartanos.
Todos estos acontecimientos habían tenido lugar en el término de dos años y, el año siguiente, Atenas hubo de combatir de nuevo y con más desesperación que nunca para retener las posiciones que había ganado.
Por algún tiempo las aliadas de Esparta, Egina y Corinto, habían venido instándola a obrar. Y ahora, al fin Esparta decidió hacerlo.
Pero los espartanos no declararon la guerra a Atenas.
El pretexto para llevar un ejército al norte del istmo lo hallaron en una disputa menor entre dos Estados de Grecia central, uno de los cuales, Dóride, pretendía ser la madre patria de los espartanos. Pero el ejército que se reunió en el Peloponeso era mucho más considerable que el que requería asunto tan trivial.
La víspera de la batalla, los generales (atenienses) se hallaron frente a un difícil problema personal y político.
Durante aquellos últimos años, el desterrado Cimón había vivido en Eubea. Ahora pasó al territorio continental y, manteniendo en secreto su identidad pues deseaba evitar toda apariencia de ilegalidad, procuró entrevistarse con los generales.
Había ido para rogarles que le permitiesen combatir en las filas como soldado raso. Sabía, dijo, que a él y a su partido se los había acusado con frecuencia de sacrificar los intereses de Atenas a los de Esparta.
Había gente que creía, o pretendía creer, que él había alentado la presente invasión espartana y que proyectaba recobrar el poder con ayuda de Esparta y al precio del desmantelamiento de las Murallas Largas y de las defensas de Megárida. Ahora quería dejar bien sentado que estaba dispuesto a morir por Atenas cuando ésta combatía contra Esparta, como se había mostrado dispuesto a morir en una batalla tras otra contra los persas.
Ni Pericles ni ninguno de los otros generales dudaron de la sinceridad de Cimón. Nunca habían dado crédito de que se hallaba en comunicación con el enemigo.
Durante todo el tiempo que viví en Atenas, sólo conocí a dos hombres a quienes el pueblo no inspiraba temor. Uno de ellos era Pericles, y el otro Cimón.
Pero , en aquella ocasión, los generales rechazaron el ruego de Cimón. Pericles fue el único que lo apoyó.
Cimón volvió a retirarse al exilio, si bien antes envió un mensaje a sus amigos del ejército, en que les pedía que al día siguiente combatieran como si él estuviera junto a ellos.
Pericles, al parecer, aquel día se batió con tal ferocidad que asombró aun a quienes mejor lo conocían, buscando el peligro antes que eludiéndolo.
Tal vez su arrojo fue resultado de una pasión que se enseñoreó de su imaginación al ver la posibilidad de derrotar, por primera vez en la historia, a un ejército espartano en tierra.
La lucha prosiguió todo el día y en ambos bandos se registraron importantes bajas. Al atardecer, ningún ejército podía atribuirse la victoria.
No fueron las proezas militares las que determinaron el desenlace de la batalla, sin la traición.
Hacia el fin del día, toda la caballería tesalia abandonó a los atenienses para pasarse al enemigo.
La defección de la caballería tesalia y el subsiguiente ataque que lanzó contra los carros de pertrechos de los atenienses, obligaron a éstos a retroceder a nuevas posiciones, no sin haber sufrido, ellos y sus aliados, numerosas bajas durante la retirada.
Pero los espartanos no querían correr más riesgos.
Sin haber alcanzado ninguno de los objetivos de su campaña, consideraron que su honor estaba satisfecho, retrocedieron sin perder tiempo a través de Megáride, que aún no estaba custodiada, y se dispersaron hacia sus hogares.
Los atenienses habían conquistado, en verdad, una victoria estratégica, pero acostumbrados como estaban a éxitos resonantes, lo consideraron una derrota.
Se reclamó una acción más vasta y decisiva.
Pero antes, sin embargo, Pericles ejecutó un acto de generosidad personal y sabiduría política que fortaleció tanto la resolución como los recursos del Estado. Propuso que Cimón, cuyos amigos habían demostrado de sobra su patriotismo en el campo de batalla, fuese llamado del exilio.
Recordó al auditorio que a su propio padre, Jantipo, lo habían llamado del destierro durante la crisis de la invasión persa.
El decreto se aprobó con muy poca oposición y Cimón retornó a Atenas no ya como enemigo, sino como amigo de la nueva democracia.
Enseguida se le encomendó negociar con Esparta, y los espartanos aliviados al ver que habían de discutir con él y no con Pericles, convinieron en concertar un tratado ignominioso que decidía una tregua de cuatro meses. En tal tratado no se hizo mención de Egina, de Megara ni de las nuevas aliadas de Esparta en el norte.
Tal vez los espartanos imaginasen que Atenas estaba agotada y que no emprendería ninguna campaña hasta la primavera siguiente. En tal caso, estaban del todo equivocados.
A los dos meses de la batalla de Tanagra, Mirónides condujo el ejército por segunda vez hacia el norte. Chocó con el gran ejército beocio en el pasaje llamado “Los Parrales”, no lejos del escenario de la primera batalla. Su victoria fue completa y decisiva.
Disolvió la “Liga Beocia” que, bajo la dirección de Tebas, había sido organizada por los espartanos, e instaló en todas las ciudades gobiernos democráticos leales a Atenas. El pueblo de Fócida, en Grecia central, al que había encolerizado la intervención espartana en Dóride, se incorporó a la alianza ateniense. Lo mismo hicieron los locrenses, establecidos en la costa oriental. De modo que a los tres meses de la derrota de Tanagra, Atenas había logrado el dominio de toda Grecia oriental y central, hasta el desfiladero de las Termópilas por el norte.
Hacia fines de año, había finalizado la construcción de las Murallas Largas, y Egina se vio forzada a rendirse. Atenas se adueñó de su flota, se demolieron sus fortificaciones y ya no volvieron a emitirse sus celebradas monedas. Se vio en la necesidad de unirse a la “Liga Ateniense” y de pagar una contribución anual excepcionalmente elevada al tesoro de Delos.
Pericles por su capacidad de trabajo merece la fama, y resulta sorprendente comprobar cuántas cosas lograron en tan breve tiempo él y la democracia ateniense.
La erección de las Murallas Largas y, luego, las gloriosas construcciones del Partenón y los Propíleos se realizaron con una celeridad y perfección que parecían increíbles a la mayor parte de los griegos, y aun a los mismos atenienses. Pericles era autor y supervisor de casi todos estos grandes planes.
Por esta época, desde luego, sus hijos Jántipo y Paralo estaban aún en la infancia y él los veía poco.
Su casamiento había sido dictado por el deber.
Su mujer era una prima suya que, como no tenía hermanos, había heredado la fortuna del padre. En tales casos la ley ateniense ordena que la heredera debe casarse con el pariente más cercano, siendo el objeto de esta cláusula conservar el dinero en la familia.
Ella hubo de divorciarse de Hipónico, el marido que entonces tenía.
Pericles consideraba que su deber consistía en criar hijos y obedecer la ley.
Una vez que los hijos alcanzaron la adolescencia, se divorció de su mujer, de modo que ésta pudo volver junto a Hipónico.
A pesar de todas sus actividades, Pericles hallaba tiempo para departir con sus amigos.
Por entonces en Atenas se formulaban preguntas filosóficas de conformidad con el puro espíritu de la filosofía jónica, es decir, por curiosidad y el intenso deseo de descubrir la verdad.
Otras veces se formulaban con indiferencia o por interés egoísta.
Muchos admiradores de Eurípides eran ciegos al hecho de que las principales aspiraciones de ese poeta eran descubrir la verdad y mejorar a sus conciudadanos.
Pericles era admirador de Eurípides, si bien prefería la obra de Sófocles.
(Si bien) Eurípides admiraba a Pericles y reconocía su supremo talento y su perfecta integridad, sin embargo, abrigaba cierta duda, una pizca de desconfianza. Se preguntaba, creo, si las grandes aspiraciones de Pericles eran dignas de los sacrificios que implicaban.
Durante toda su vida Esquilo sintió orgullo por haber combatido en Maratón. En la flor de su belleza, Sófocles había dirigido el coro de jóvenes que celebró la victoria de Salamina. Pero lo que Eurípides, como todos los niños, vio y lo impresionó con más vivacidad, fue el sudario de humo que pendía en el aire cuando los persas quemaron la ciudad.
Había ocasiones en que a Eurípides le parecía que la vida no era más que una trampa que los dioses habían tendido al hombre.
Cierto que tanto Sófocles como Pericles habían simpatizado con buena parte de esta actitud. Ambos tenían la más aguda conciencia del dolor e injusticia de la condición humana.
Pericles era la encarnación del intelectualismo; era tan piadoso como cualquier hombre que yo haya conocido y ningún problema humano le dejaba indiferente. Creo que lo confundía y perturbaba (si bien quizá él mismo no haya tenido conciencia de esto) una cualidad de Eurípides que tal vez pueda denominarse “pesimismo”.
Pues hay ocasiones en que Eurípides nos sugiere que nuestra situación es desesperanzada, que el mundo está hecho de modo tal que el hombre nunca puede realizar sus aspiraciones, que son más frecuentes las veces que erramos el blanco que las que acertamos, que, en una palabra, la felicidad es inalcanzable. Y a menudo, después de ponernos frente a estas conclusiones, Eurípides suele dejar al lado la argumentación y, en uno de esos casos exquisitamente escritos, suaviza nuestros sentimientos transportándonos a otro mundo, un mundo de encantamiento y extrema belleza pero remotísimo del nuestro en el tiempo y la naturaleza. A veces desea, al parecer, evadirse de nuestro mundo para entrar en otro, del mismo modo que, para emplear ejemplos más populares, los adoradores de Dionisos hallan alivio, en sus orgías nocturnas, de las exigencias de la realidad, y los adeptos de los cultos órficos y otros misterios creen de firme que, cualquiera quesea su miseria presente, recibirán ciertos beneficios después de la muerte.
Pero al paso que tales creencias religiosas, sean verdaderas o falsas, son en cierto sentido ennoblecedoras (puesto que es habitual suponer que después de la muerte el bueno será premiado y el malo castigado), y al paso que las orgías báquicas ejercen, sin duda alguna, en muchos casos una influencia curativa en el espíritu, resulta difícil ver qué bien social o efecto político pueda originarse en un estado anímico de desesperación tan completa que en él llega a rechazarse la misma posibilidad del bien.
Todos nosotros, que poseemos cierta sensibilidad hemos conocido estos estados de ánimo y, cuando los observamos en otros, nos sentimos movidos, conforme a las circunstancias, a compadecerlos o deplorar el hecho.
Ahora bien, la organización política desarrollada por Pericles es la más noble que haya concebido el hombre. Confiere los más grandes beneficios a los ciudadanos y les formula extraordinarias exigencias.
Es natural que en semejante democracia donde cada uno ejerce poder, resulte necesario que cada hombre sea, por lo menos en cierta medida, prudente, bueno y valeroso.
La acusación que en general se hace a la democracia ateniense consiste en que, puesto que la naturaleza humana es lo que es, resulta imposible la existencia de semejante estado de cosas; y lo que dejó atónito al mundo es el hecho de que esta argumentación se reveló falsa.
Es posible, sin embargo, que tal estado de cosas no persista. Alguna calamidad natural (un terremoto o una peste), la derrota en la guerra, o una violenta lucha intestina pueden, por lo menos desde el punto de vista teórico, perturbar de modo fatal el debido equilibrio en que reposa toda organización.
Pero hasta en tales circunstancias ha de admitirse que Atenas se mostró, en grado casi increíble, invulnerable.
Ante la derrota, reaccionó con la celeridad del rayo, y al punto conquistó la victoria; disensiones internas, aun las provocadas por el enfrentamiento de figuras tan poderosas como Pericles y Cimón, se resolvieron en paz y amistad; hasta puede decirse que ninguna calamidad natural azotó con más dureza a una ciudad que la peste en la que el propio Pericles perdió la vida; sin embargo, como podemos ver, Atenas se recobró de la peste.
Y cuando intento buscar la razón de esta extraordinaria fuerza, vigor y capacidad de recuperación de la democracia ateniense, la hallo en parte (como Pericles solía indicarme) en la misma Constitución, pero también la encuentro en una magnífica confianza en sí misma, que a menudo parece irracional a los otros.
Para Pericles esta confianza era totalmente racional; la experiencia había probado su validez; y admitía, según pienso, que brota de una confianza en la misma vida, de una creencia ferviente y creadora de que el hombre es capaz de transformar la naturaleza, por azaroso y difícil que pueda ser semejante proceso.
Y mientras el hombre conserve esta creencia, no puedo concebir una organización más perfecta de la sociedad humana que la que vi desarrollarse en Atenas.
Pero ningún designio humano es tan perfecto que sea indestructible.
Pues, si por cualquier razón llegara a perderse esta soberbia confianza en la vida, se desmoronaría todo el edificio de la Atenas de Pericles, y con él, mucho de lo que llamamos “civilización”. Pues si los hombres no ven el futuro, ni siquiera podrán habérselas con el presente.
En semejante estado, la gente, en lugar de buscar responsabilidades, las declinará o evitará. Delegarán o rendirán el poder a otros y, con ello, quedarán mutiladas sus propias naturalezas. En tal situación, cabrá considerarlos como esclavos o, en el mejor de los casos, bárbaros. Desaparecerá la organización de la ciudad y la reemplazarán grandes imperios como el de Persia, o autocracias semisalvajes, como la de Macedonia.
Se ejercerán las funciones del gobierno en forma personal por un monarca, o invisiblemente por una pequeña minoría de expertos.
Los hombres buenos, en el caso de que aún queden algunos, no desempeñarán cargos públicos. Los soldados se convertirán en conscritos o mercenarios.
Los filósofos y poetas no tendrán amigos, como no sea en su propio círculo.
Desde luego, reinará la supersitición , puesto que, sin esperanza, el hombre no halla incentivo para descubrir la razón de las cosas.
Aquellos que consientan aceptar una convención impuesta serán los más felices, y los que reciban más honores serán los ricos y quienes, por el ejercicio de algún talento, sean capaces de entretener a las masas con algún sustitutivo del placer.
Esta es, lo confieso, una perspectiva casi demasiado pavorosa para contemplarla; pero es mi deber como filósofo afirmar que no es inconcebible.
¿Qué es lo que parecía a veces confundir a Pericles de Eurípides?
Que Eurípides, a pesar de todas sus excelentes cualidades, estaba dispuesto, de algún modo profundo y oculto, a abandonar la esperanza, y que Pericles tenía conciencia de que en su sociedad ideal había sitio para cualquier emoción, salvo la desesperación.
Damón solía decir que, si uno infringía las leyes de la música, perturbaba la estructura del universo.
Pericles sentía poco más o menos lo mismo respecto de la democracia.
Odiaba la injusticia y confiaba en la validez de su teoría política.
Creía que cada ciudadano ha de desempeñar su papel y no deseaba que nadie, y por ninguna razón como no fuese la cobardía o la traición, quedara cívicamente incapacitado. El ser pobre no entrañaba ninguna desgracia, solía decir, y nada había de admirable en ser rico. La única desgracia consistía en no realizar ningún esfuerzo para huir de la pobreza, o en emplear de manera poco digna las riquezas.
Ahora bien, los argumentos contra esta democracia total, que Pericles no sólo imaginó sino que desarrolló en la práctica, son muchos y merecen consideración.
Con frecuencia se dice, por ejemplo, que el gobierno, como cualquier otra actividad humana, es un arte.
No está al alcance del talento de cualquiera, lo mismo que no todos pueden escribir poesía. Si deseamos construir un templo o un buque, recurrimos a un competente arquitecto o armador, y no al primer hombre con quien nos topamos en la calle. Del mismo modo, el gobierno es asunto de expertos. No sólo requiere inteligencia poco común, sino también experiencia y ocio.
Por ello, es preferible que el gobierno se confíe a la minoría, que, por nacimiento y experiencia, está preparado para desempeñar esta difícil tarea y cuya situación económica es lo bastante desahogada como para que haga del arte de gobernar ocupación principal de su vida.
Se admite que la historia pasada mostró que el gobierno de las oligarquías condujo a menudo a la corrupción y hasta a la tiranía.
Pero en Atenas hay salvaguardias. Cualquier flagrante acto de injusticia será llevado ante la Asamblea del pueblo.
Es más probable hallar la honestidad entre aquellos que por tradición se enorgullecen de las realizaciones políticas, que hacen de ellas punto de honor y que no tienen mayores necesidades de acrecentar su fortuna a expensas de los otros.
Y lo que es de suprema importancia en el gobierno, así como en la construcción de barcos, la arquitectura o cualquier otra actividad que requiera pericia, es la eficiencia.
Mucha gente discute el gobierno de la democracia.
Dentro de lo ideal, un pequeño comité de los mejores hombres, o hasta un solo hombre de extraordinaria capacidad, puede gobernar los asuntos de un Estado con más justicia y eficiencia que lo que puede hacerlo una democracia. Pero no es esto lo que ocurre en la práctica.
Las enseñanzas de la Historia son en extremo claras.
Siempre vino a descubrirse que, cuando un poder se concentra en unas pocas manos, está destinado a corromperse.
El gobierno de los llamados “expertos” no perduró nunca más de una generación sin degenerar en tiranía. ( Pisístrato, y sus hijos, que fueron asesinados por Harmodio y Aristogitón).
Ninguna “eficiencia” del gobierno puede compensar la pérdida de la libertad. La libertad de un hombre es más valiosa para él que cualquier otra cosa.
En la democracia, como en todas las cosas, hay algunos fallos.
Ningún sistema de gobierno es perfecto y, dado que el hombre es lo que es, ninguno puede serlo. Pero la democracia posee la inestimable ventaja de garantizar la libertad, al paso que todas las demás formas de gobierno, por eficientes que sean, tienden hacia la dirección contraria. Por lo tanto, la democracia, con todos sus defectos, es el menos malo de todos los sistemas de gobierno hasta ahora concebidos por el hombre.
Para Damón la política venía a ser casi una rama de la música. Según él, cada ciudadano poseía algo del valor de una cierta nota o de una cierta tensión de las cuerdas de la lira. Cada uno era importante porque cada uno de ellos contribuía a formar la melodía.
El filósofo Anaxágoras cree que en todas las cosas hay elementos o partículas de todas las otras; la fuerza de la inteligencia es la que ha engendrado la cualidad y la distinción mediante la separación y combinación de elementos que de otro modo no se hubieran distinguido ni cabría distinguir. De modo que podemos decir legítimamente que semejante fuerza es creadora. No es que produzca algo de la nada, puesto que la nada no puede existir; sino que crea la cualidad, sólo por la cual juzgamos a las cosas, a partir de aquello que no posee ninguna cualidad.
Pericles estaba en un todo familiarizado con estas ideas.
Lo que añadía a las abstracciones de nuestras teorías era una cálida, vigorosa y confiada humanidad.
Podemos decir que todos y cada uno le merecían la más alta opinión posible. Y en esto difería de los demás políticos teóricos.
Ahora bien, todos los hombres civilizados deben , desde luego, aspirar a la perfección de sus ciudades.
Una ciudad ha de poder defenderse de sus enemigos; ha de contar con recursos para alimentar y vestir a sus ciudadanos; ha de poseer leyes con arreglo a las cuales se regule la conducta; y ha de ser de tal índole que sus ciudadanos se enorgullezcan de ella.
Durante mucho tiempo, en Atenas los magistrados principales procedieron sólo de las clases más ricas que, como estaban en condiciones de mantener un caballo, formaban la caballería.
El ejército de hoplitas estaba compuesto en forma casi exclusiva por las clases medias, que por entonces sumaban unos 100.000 hombres, frente a menos de 4.000 que constituían las clases superiores.
La clase inferior era también numerosa y quizá llegaran a totalizar 60.000 hombres, y en ella reclutaba la flota sus remeros y pilotos.
Desde el punto de vista militar, no era poco lo que cabía decir en favor de tal sistema y, en este aspecto, Pericles no intentó introducir reforma alguna.
Convenía en que en la guerra es necesario cierto grado de especialización. Pero disentía en lo relativo al poder y la responsabilidad política. Pues opinaba que cada ciudadano (aparte de los criminales y los imbéciles) no sólo tenía el derecho sino el deber de participar en el gobierno y la organización del Estado.
Muchas reformas enderezadas a tal fin las introdujo, desde luego, antes de Pericles, y sobre todo en el período anterior a las guerras con Persia, el tío abuelo de Pericles, el alcmeónida Clístenes.
Pero Pericles se singulariza por haber llevado la teoría de la democracia hasta los límites extremos que parecen posibles.
No es éste el lugar de describir con todo sus detalles la Constitución ateniense, pero es sabido que:
- La soberanía suprema reside en la Asamblea del Pueblo.
- Los asuntos cotidianos de la administración los atiende el Consejo de los Quinientos, cuyos miembros se eligen cada año por sorteo.
- Que seis mil jurados, organizados en varios tribunales, prestan funciones durante un año.
- Que también hay casi mil quinientos magistrados en Atenas, o en las posesiones de ultramar, que desempeñan toda clase de cargos religiosos, financieros o administrativos. La mayor parte de ellos son elegidos también por sorteo y abandonan el cargo después de un año.
- Los únicos magistrados que se eligen en forma directa y no por el azar del sorteo, son los diez generales. Éstos, a diferencia de otros magistrados, pueden ser reelegidos después del año de su ministerio, si bien, como todos los otros magistrados han de rendir cuentas al finalizar cada período de los pormenores de su conducta ante los tribunales o un comité del Consejo.
El mérito de Pericles consiste en haber desarrollado el sistema existente hasta sus últimas consecuencias posibles, más que en haberlo modificado.
Desde la época en que él y Efialtes lanzaron el ataque, coronado por el éxito, contra los poderes del Areópago, nada había en la “Constitución ateniense” que recordara a la oligarquía.
Pronto cesaron de existir los pocos vestigios de privilegio.
Por moción de Pericles, los miembros de la tercera clase de propietarios quedaron habilitados para desempeñar todas las magistraturas y, en la práctica, cualquier miembro de la cuarta clase que así lo deseara podía también presentarse a la elección.
Más importante era el sistema, concebido por Pericles, en virtud del cual habían de pagarse los servicios de los jurados adscritos a los tribunales.
Hasta entonces, estos tribunales, con su inmenso poder sobre casi todas las funciones del Estado, habían tendido a ser coto de los ricos o de las personas de situación poco más o menos desahogada, puesto que sólo ellos disponían de tiempo libre. Pero en opinión de Pericles, la ciudad necesitaba de todos y de cada uno de sus hombres, y cada hombre necesitaba de la ciudad.
La introducción de una paga a los jurados significaba que nadie quedaría excluido, por razones de edad o de pobreza, de este derecho ni exento de este deber.
Muchos acusaron a Pericles de sobornar al pueblo, y en particular, a las clases bajas, con el único fin de hacerse popular y para asegurarse una mayoría permanente en la Asamblea.
Era un ardid deshonesto, se decía, para compensar la popularidad de Cimón que, después de haber concertado una tregua de cinco años con Esparta, volvía a constituirse en una fuerza en el Estado.
Pero, si Pericles hubiera deseado sobornar a los ciudadanos para su propio beneficio y a expensas de la ciudad, habría extendido la ciudadanía en lugar de restringirla, como hizo algunos años después.
Además, durante aquellos años trabajó, en términos generales, en colaboración con Cimón y no en contra de él.
Para Pericles, Atenas y Esparta eran la antítesis una con respecto a la otra. Cada una estaba organizada para producir un tipo diferente de ser humano, y Pericles no admitía ni siquiera comparar el valor de los dos tipos.
Desde el comienzo de su carrera supo que estos tipos eran inconciliables.
El crecimiento de la democracia ateniense hubiera sido imposible si Atenas se veía sometida, como lo había estado en el pasado, a la injerencia espartana.
Temístocles había dado los primeros pasos para brindar a Atenas la completa independencia, mediante la fortificación de la ciudad y el robustecimiento del poder marítimo.
Jantipo, Arístides y Cimón habían llevado el proceso aún más adelante, y, al organizar la Confederación Ateniense, lograron en pocos años duplicar o triplicar los recursos de Atenas en soldados, dinero y navíos.
Pericles era reacio a que se perdieran vidas atenienses. Cimón y Tólmides solían alentar a sus hombres recordándoles la gloria de morir en la batalla. Pericles ,que tenía tanta conciencia como ellos de la gloria de morir por la patria y que inspiraba igual lealtad y entusiasmo, solía decir a sus hombres: “mando hombres libres y atenienses. Sabéis que, si de mí dependiera, cada uno de vosotros sería inmortal”.
Tenía razón para creer que el tiempo, y hasta cabría decir la historia, estaba del lado de Atenas.
Esparta se recogía sobre sí misma, mientras que Atenas se expandía en todas direcciones.
Desde los días de las victorias de Cimón en el Eurimedón, el poderío marítimo persa parecía insignificante y su poderío terrestre incapaz de concentración. Pero un gran ejército persa encabezado por un comandante muy hábil había invadido Egipto, y había aniquilado en una batalla a los rebeldes egipcios, para marchar luego, sin hallar resistencia y remontando el Nilo, hasta Menfis. Habían vuelto a ocupar la ciudad y liberado del asedio, que alcanzaba ya 6 años, al Castillo Blanco. Los atenienses y sus aliados con sus fuerzas terrestres y marítimas intactas, se habían retirado a una posición defensiva en una isla del Nilo. Pero no advirtieron el peligro que entrañaban aquellas tierras bajas, con su sistema de conductos de agua y canales.
Antes que los atenienses tuvieran tiempo de construir defensas adecuadas, los persas habían desviado la corriente principal del río.
Los buques quedaron varados en seco y el ejército, atacado y cercado por fuerzas muy superiores en número.
En pocos días Atenas había perdido 200 navíos (número equivalente a toda la flota que había combatido en Salamina), unos 30.000 marineros y alrededor de 8.000 soldados. Cierto que más de la mitad de estas pérdidas correspondieron a los contingentes navales y terrestres de los aliados, pero esto no fue motivo de consuelo para los atenienses.
Muchas de las potencias aliadas se habían mostrado ya reacias a cumplir sus compromisos navales y financieros, y las noticias de las enormes pérdidas sufridas en Egipto alentaron a aquellos que sólo esperaban una oportunidad para separarse de la alianza.
Y, en efecto, al mes llegaron noticias de que, en Mileto, el partido antiateniense había dado muerte a los miembros del gobierno democrático, a lo que siguió la proclamación de un Estado independiente.
En semejantes ocasiones el pueblo esperaba que Pericles sosegara sus mentes no ya por obra de un milagro sino por la persuasión de la razón y el ejemplo de una firme resolución.
Pericles habló, con reverencia y profundo sentimiento, de aquellos que habían dado la vida por Atenas, para proseguir diciendo que, como no fuese bajo las más extremada compulsión, sería desdichado permitir que hubieran ofrendado en vano su vida.
La paz no era ahora honrosa, ni prudente, ni necesaria. En aquel momento, los enemigos de Atenas la creían más débil de lo que estaba. Por ello pedirían más de lo que tenían derecho o posibilidad de tomar. Atenas había sufrido un revés, pero continuaba siendo aún la ciudad más grande de Grecia. Debía mostrarse como tal. Sus defensas terrestres eran inexpugnables; su flota, aun después de las pérdidas sufridas en Egipto, era todavía la más poderosa y mejor adiestrada del mundo.
Contaba con recursos y con habilidad para construir en pocos años el doble del número de barcos que se habían perdido.
Los peligros que amenazaban a Atenas no procedían de Esparta ni de Persia. Había otros peligros mucho más considerables, y el principal de éstos era la posibilidad de que los aliados se enemistasen entre sí.
Había que someter sin pérdida de tiempo a Mileto y debía castigarse a quienes habían asesinado a los amigos de Atenas.
Se establecerían nuevas colonias y se lograrían nuevos aliados.
Para obtener una mayor eficacia, el tesoro de la Liga se trasladaría de Delos a Atenas.
Los atenienses aceptaron casi por unanimidad el análisis de la situación ofrecido por Pericles.
Enviaron inmediatamente una expedición a Mileto, y pronto la ciudad se vio obligada a rendirse, a pagar un acrecido tributo y a aceptar un gobierno amigo de Atenas y dependiente de ésta.
Al mismo tiempo, el propio Pericles zarpó desde Page, en el golfo de Corinto, con una flota y un ejército.
Remontando el golfo sin hallar resistencia, desembarcó donde deseó, alistó más tropas de los aliados de la orilla meridional, fortaleció los puestos atenienses en el norte y avanzó hasta las colonias corintias establecidas más allá del golfo, hacia el noroeste.
Todas sus operaciones tuvieron éxito y las llevó a cabo sin sufrir casi ninguna pérdida.
Una vez alcanzado este objetivo, Pericles se consagró por entero a la reorganización del imperio y a la reconstrucción del poderío ateniense.
Por entonces, los únicos miembros de la alianza que proporcionaron buques fueron las grandes islas de Quíos, Lesbos y Samos.
El resto suministraba sumas de dinero.
Se enviaron comisionados atenieses para que pactaran las sumas que cada uno de los Estados debía pagar, y en muchos casos el tributo se redujo.
Pero, a cambio de estas concesiones, se esperaba que las ciudades hicieran algunos sacrificios en interés de la eficacia económica y militar de todo el imperio.
En estos años se introdujeron en todos los Estados que constituían la alianza ateniense el uso de las monedas, y los pesos y medidas atenienses.
Más impopular aún fue la política iniciada por Pericles de implantar en puntos estratégicos establecimientos de ciudadanos atenienses llamados “socios”.
Tólmides fundó una de estas colonias, para la que destinó las mejores tierras de la isla de Naxos.
También hubo ahora mayor injerencia política que antes en los asuntos de las ciudades.
Sería falso decir que en todas partes había gobiernos democráticos, pero la tendencia iba en esa dirección. En la mayoría de las ciudades era el partido de los menos antes que el de los más el que se resentía por la extensión del dominio ateniense, y era perfectamente natural que Atenas apoyara a sus amigos antes que a sus enemigos.
Ahora bien, debido a estas medidas políticas y a otras semejantes, Pericles fue atacado por sus enemigos en Atenas y en el exterior; las críticas se intensificaron pocos años después, cuando inició la construcción de la Acrópolis y empleó para estas obras dinero proporcionado por los aliados para lo que originariamente era un fondo de defensa mutua contra los persas. Y en la guerra entre Atenas y Esparta los espartanos justifican su acción sosteniendo que libran la guerra para liberar a Grecia de una tiranía impuesta por Pericles a súbditos descontentos.
Tras todo lo que Pericles decía y hacía estaba su apasionada y razonada fe en el genio del pueblo ateniense y en que la única expresión de éste consistía en la democracia ateniense.
Pericles decía que Atenas era “una enseñanza para Grecia”.
Ahora cabría afirmar que el espíritu de empresa ateniense y su capacidad fueron factores decisivos para ganar la guerra contra Persia y para liberar no sólo a nuestras ciudades de la costa asiática y de las islas, sino a toda Grecia.
En la democracia ateniense, a cada hombre se le brindan mayores oportunidades de desarrollar su capacidad que en cualquier otra organización política.
Nadie pondrá en tela de juicio el hecho de que los más grandes artistas y científicos de que tenemos noticia nacieron en Atenas o residieron en ella en el siglo V a. de C.
Cualquiera que considere a Pericles como a alguien que perseguía el poder por el poder mismo o que deseaba ejercer un poder basado en la perdurable sujeción de otros, no piensa en el Pericles a quien yo conocí.
Creía que, al fin, todo el mundo griego aceptaría la dirección de Atenas y que toda ciudad tendería a imitar la constitución ateniense.
Atenas tenía el derecho y el deber de impedir que su alianza se desintegrase.
La felicidad, solía decir Pericles, es imposible sin la libertad y la única forma de conquistar la libertad y afianzarla es por medio del valor, del espíritu de empresa y del esfuerzo.
El peligro que entrañaba Persia era evidente. Ya antes los persas habían pegado fuego dos veces a la ciudad.
Mientras existiera la posibilidad de una guerra con Persia, Pericles convenía en términos generales con la política de Cimón, política para la cual se había creado, en sus orígenes, la Liga.
Como Temístocles, pensaba primero en el poder marítimo. Mientras el poderío marítimo persa quedara neutralizado y afianzada la seguridad de las ciudades e islas de la Alianza Ateniense, estaba dispuesto, por lo menos durante un cierto lapso, a pactar la paz con Persia, si bien por el momento era necesario dejar bien sentado que Atenas, a pesar del desastre egipcio, era invulnerable en sus propias aguas.
Y, desde luego, en lo que difería de Cimón era en su apreciación de Esparta.
Sabía que Esparta miraba y seguiría mirando siempre a Atenas con extremo temor, desconfianza y celos; pues la democracia era una amenaza para la existencia de Esparta y, cuanto más airosa se mostrara esta democracia en la acción, mayor sería el peligro.
Pericles estaba convencido de que los sistemas espartano y ateniense no podrían coexistir ni florecer ambos en el mismo mundo.
Y como, desde todos los puntos de vista, consideraba superior el sistema ateniense, estaba decidido a resistir todos y cada uno de los intentos que Esparta pudiera hacer para intervenir en los asuntos atenienses.
La “injusticia”, como solía decir, no consiste en el uso sino en el abuso del poder, y Atenas era el único Estado en la historia que daba a sus súbditos más de lo que recibía de ellos.
En los cuatro o cinco años que siguieron al desastre egipcio, Esparta pudo en verdad hacer mucho en perjuicio de Atenas.
Durante este período crítico, Pericles se las ingenió para mantener a Esparta inactiva, primero por su audaz iniciativa por mar y, en segundo término, ofreciendo a Argos toda la ayuda posible.
Después de casi cinco años, Cimón, que siempre abogó por la paz, logró llegar a un acuerdo con las autoridades espartanas. La paz era por un período limitado de cinco años, pero Cimón abrigaba la esperanza de que en tal intervalo pudiera firmarse un tratado más duradero.
Esparta no había formulado contra Atenas reclamación territorial de ninguna índole.
Cuanto logró fue una cesación de las incursiones atenienses, una calma en sus fronteras orientales; pues Atenas prometió no hacer objeciones a un tratado de paz de 30 años entre Argos y Esparta.
Tan pronto como se firmó la paz, los atenienses y sus aliados, dueños otra vez de una flota de 200 navíos, zarparon hacia Chipre y Fenicia. Cimón mandaba la expedición.
Pericles estaba más dispuesto que Cimón a concertar una paz honrosa y segura con Persia.
Y, así, al paso que Cimón partía para el este, Pericles continuaba dedicándose a la organización del imperio y de la democracia.
Una medida por él adoptada provocó entonces ciertas críticas.
Se trataba de la proposición de limitar la “ciudadanía” a aquellos nacidos de padres atenienses por ambas ramas.
Algunos censuraron a Pericles por tal medida, sosteniendo que era un paso extraño a la larga tradición ateniense de alentar la inmigración a la ciudad y de utilizar toda la energía humana que a ella llegara; otros lo acusaron de irresponsable demagogia.
Sobornó una vez más, dijeron, a sus adictos (partidarios); primero había distribuido con largueza sumas de dinero público entre las clases más pobres, y ahora estaba granjeándose mayor popularidad al confirmar a tales clases en su posición privilegiada; otros objetaron que aquella discriminación entre los ciudadanos de Atenas y los miembros de la Alianza provocaría descontentos entre los aliados.
Como todas las medidas que tomó en esta época, ésta fue determinada por las necesidades de la eficiencia.
Se trataba de limitar el número de ciudadanos elegibles para los cargos estatales remunerados.
Tal remuneración había de afrontarse con impuestos y, en opinión de Pericles, los impuestos que pesaban sobre los aliados era ya bastante altos.
No tenía deseo alguno de restringir la afluencia de extranjeros a Atenas, y siempre hablaba de que lo enorgullecía el hecho de que Atenas podía ofrecer a los residentes extranjeros más seguridad, provecho y placer que cualquier otro Estado.
Atenas había de dirigir el mundo no sólo merced a su poderío económico y a todas las manifestaciones del intelecto, sino también por su estilo de vida liberal.
Siempre hablaba con menosprecio del sistema espartano de deportación periódica de extranjeros, haciéndolo contrastar con la actitud amistosa con que Atenas acogía a cualquier extraño.
Los quince años siguientes pueden considerarse la era de construcción más grande que haya visto el mundo.
No sólo en la Acrópolis sino en todos los barrios de la ciudad se veían nuevos edificios, nuevas pinturas y esculturas deleitaban la vista.
Esta obra no sólo era cara (querida) a su intelecto e imaginación sino que servía para dar trabajo a todo género de comerciantes y de artistas.
Y había una real necesidad de ocupación, pues por entonces sobrevino un breve período de paz completa y la ciudad estaba poblada de soldados y marinos que habían quedado libres de sus deberes militares.
La larga carrera de Cimón había acabado, y, por primera vez en 40 años, ninguna flota ateniense operaba contra Persia.
En su última campaña, Cimón hubo de hacer frente a un gran ejército persa y a una flota mandados por el general persa que en Egipto había aniquilado a las fuerzas atenienses.
Cimón participó en las acciones preliminares de la campaña e impartió las órdenes que la llevaron a la conclusión. Una vez más, como en el Eurimedón, los atenienses derrotaron en tierra a un gran ejército persa y en el mar a una gran flota persa.
Pero Cimón murió antes de que se iniciara la batalla.
Sabiendo que no viviría (hacía semanas que tenía mucha fiebre), dio orden de que su muerte se mantuviera en secreto hasta que la batalla se hubiera ganado o perdido.
Cabe decir que sirvió igualmente bien a Atenas con su muerte y con su victoria.
Pronto se aprovechó la oportunidad.
Después de los funerales, Calias encabezó una embajada a la corte de Persia y pactó una paz que aun hoy se mantiene.
Según los términos del tratado, Atenas renunciaba a sus pretensiones sobre Chipre y Egipto, y el Gran Rey reconocía la posición dominante de Atenas en el Egeo.
Convino en no enviar buques de guerra a lo que ahora era un mar dominado por Atenas y sus aliados, y en no movilizar fuerzas en un territorio equivalente a tres días de marcha desde la costa asiática.
Las condiciones de esta paz parecían indicar que todos o casi todos los fines por los que se había fundado la Liga Ateniense habían sido alcanzados.
Persia había aceptado de modo definitivo no sólo retirarse de Europa, sino también de la costa marítima griega de Asia y de la ruta al mar Negro.
Muchos (atenienses) pensaban aún que el rey de Persia había sido favorecido por las negociaciones.
Muchos amigos de Cimón deploraban lo que calificaban de abandono de los derechos griegos en Chipre.
Algunos de ellos sostenían aún las opiniones de Cimón acerca de lo deseable de una cooperación con Esparta.
Y tenían conciencia de que Pericles se proponía utilizar la paz con Persia para robustecer la posición de Atenas y convertir así a Esparta en potencia secundaria.
Respecto de las aliadas, el problema era distinto y más difícil.
Pensaban que, como ya nada había que temer de Persia, nada se ganaría con una organización de Estados independientes fundada con el propósito único de defender y liberar a los griegos de la agresión persa.
Y en Atenas quienes se oponían a Pericles, ya porque temieran la cualidad expansiva de la democracia, ya porque simpatizaran con Esparta, ya por ambas razones a la vez, parecían ahora tener buenos motivos para apartarse de los peligros y penalidades inherentes al espíritu de empresa.
Pericles propuso que se despacharan enviados a todos los Estados de Grecia para celebrar en Atenas una conferencia panhelénica.
Tal conferencia había de señalar el fin de la guerra con Persia, y los temas que en ella se discutirían eran la reconstrucción de los templos incendiados por los persas, el pago de los sacrificios que, durante la lucha, se habían prometido a los dioses, así como la cuestión del uso y libertad de los mares.
La propuesta de Pericles, respecto a Esparta, era su voluntad de paz, una paz afianzada y garantizada por las flotas atenienses y la organización ateniense. Y si (como sin duda esperaba) Esparta y sus aliadas rechazaban la proposición, por lo menos habría obtenido alguna ventaja porque el rechazo de semejante plan general de paz y seguridad daría títulos a Atenas, a los ojos de amigos y enemigos, para emprender las acciones que juzgara necesarias con el fin de afianzar su propia seguridad.
Y, en efecto, así ocurrió. Los espartanos se negaron en forma rotunda a participar en la propuesta conferencia y persuadieron a sus aliados del Peloponeso de que imitaran su ejemplo.
En Esparta había un fuerte partido que favorecía la guerra y no hay duda de que, de haber existido alguna posibilidad de revuelta general en la Alianza Ateniense, este partido habría hallado algún pretexto para romper la tregua y actuar.
Pericles hizo saber a Esparta que estaba dispuesto a negociar en cualquier momento un largo tratado de paz, que reemplazara la tregua de cinco años.
Pero los espartanos se sentían humillados por las condiciones de esta tregua: con Cimón, habían perdido al único ateniense en quien confiaban, y se sentían afrentados por las pretensiones de Atenas de representar a Grecia. Pocos de ellos (sobre todo uno de los reyes, Arquidamo, que conocía a Pericles y lo respetaba) estaban a favor de un relajamiento de la tensión.
Y pronto Esparta realizó el gesto que parecía pedírsele.
Fue también característico el que emprendiera la acción con un pretexto religioso: la devolución de la administración del santuario de Delfos a los ciudadanos de Delfos.
El propósito real era demostrar la autoridad espartana en Grecia central, al proclamar a Delfos independiente de los focenses. Delfos se hallaba en el territorio de Fócida; pero Fócida estaba aliada con Atenas.
Al año siguiente Atenas sufrió un serio revés, aunque no a manos de los espartanos.
Hacia el norte de Ática, el partido antidemocrático de Beocia se había mostrado activo desde hacía un tiempo. Lo que resultaba más alarmante era que recibía ayuda y provisiones de los elementos descontentos de la isla de Eubea , hecho que parecía indicar que la misma Eubea estaba a punto de rebelarse.
Pericles consideraba fundamental el dominio de esta isla. El principio general de su estrategia consistía en que Atenas estaba segura mientras mantuviera sus fortificaciones, sus navíos y su imperio de ultramar.
Con su poderío marítimo, los atenienses podían transportar a la ciudad recursos naturales desde todas partes.
Y así, si bien la alianza con Beocia, Fócida y otros Estados continentales, resultaban útiles, no eran esenciales.
Y en todo el imperio pocos lugares eran tan importantes como Eubea, que no sólo proporcionaba a Atenas, buena parte de sus suministros agrícolas, sino que dominaba la ruta marítima hacia el norte.
Fueron éstas las consideraciones que más pesaron en su mente cuando, a fines de otoño, se tuvo conocimiento de que una gran banda de antidemócratas, de exiliados de Eubea y cierto número de aventureros de los Estados vecinos, habían tomado las ciudades de Orcómeno y Queronea en el extremo septentrional de Beocia, y proyectaban avanzar hacia el sur con el propósito de derrocar la democracia en Tebas.
El general Tólmides propuso encabezar al punto una fuerza de voluntarios para dar cuenta de los rebeldes.
Lo que Mirónides había hecho en Megara, él, disponiendo de mejores fuerzas, estaba convencido, lo podría realizar fácilmente en Beocia.
Pero, para sorpresa de todos, Pericles se opuso a Tólmides y pidió que se le diera tiempo.
Opinaba que una expedición como la propuesta por Tólmides no había de llevarse a cabo a menos que se tuviera la absoluta certeza de que la coronaría el éxito.
Y viendo que esta vez el pueblo se mostraba reacio a oírlo, dijo: “Podéis no aprobar el consejo de Pericles, pero el tiempo es el mejor consejero y sería insensato que no lo reconiciérais”.
Pero ni Pericles ni el tiempo guiarían al pueblo.
La política de Tólmides recibió un apoyo abrumador.
Y, a los pocos días, el general partió con una fuerza de sólo mil atenienses y algunos contingentes aliados.
Fue aquella una de las pocas ocasiones en que la Asamblea votó contra Pericles.
Tólmides tomó la ciudad de Queronea y castigó a los habitantes de modo severísimo: todos los prisioneros se venderían como esclavos.
Esta acción inmoderada parece haber fotalecido más la resistencia. Como, si se rendían no veían perspectivas de clemencia, los rebeldes decidieron luchar.
Tómides no logró tomar la fortaleza de Orcómeno y, hallando dificultades para alimentar a sus hombres, decidió volver a Atenas. Le tendieron una emboscada y le cercaron en las inmediaciones de Queronea; sus aliados huyeron, la mitad de los atenienses perecieron en el combate y el resto se vio forzado a rendirse.
Entre los muertos figuraban el propio Tólmides y también Clainias, que designó a Pericles, en su condición de pariente más próximo, tutor de su joven hijo Alcibíades.
Pero lo que alarmaba a Pericles era aún el peligro de una rebelión en Eubea. Este peligro había aumentado a causa de la derrota de Queronea. Además la tregua de cinco años con Esparta llegaba ya a su fin y hasta el momento los espartanos no habían mostrado deseo alguno de renovarla.
Estalló en Eubea la esperada revuelta.
Encabezando un numeroso ejército, el propio Pericles pasó a la isla.
Apenas Pericles había comenzado las operaciones en Eubea le llegaron noticias de que Megara se había sublevado. La guarnición ateniense había sido exterminada y el gran ejército (que Pericles había dejado) encabezado por el general Andócides quedó aislado de Atenas.
Con sus aliados del Peloponeso, los espartanos habían cruzado el istmo y habían llegado ya a la frontera ateniense.
Pericles, abandonando Eubea, regresó con todas sus fuerzas a Atenas. Entretanto, Andócides, a marchas forzadas por rutas difíciles, había logrado romper el cerco y pudo así unirse a Pericles.
No obstante, las fuerzas combinadas eran aún inferiores en número al gran ejército de Esparta y sus aliados.
No pasaron muchas semanas sin que toda Eubea se levantara en armas.
Pericles sabía que los espartanos son vulnerables al soborno.
Por ello estableció contactos secretos con Cleándridas (oficial espartano), y le explicó que Atenas estaba dispuesta a hacer grandes concesiones por la causa de la paz, pero que, si había de librarse la guerra, estaba muy bien preparada para ella y podía desembarcar hombres en cualquier lugar que eligiera de la costa del Peloponeso.
Y, para hacer más fáciles las cosas, ofreció pagar en persona a Cleándridas una elevada suma de dinero, tan pronto como éste retirara su ejército más allá del istmo.
En Esparta, la sorpresa igualó a la cólera. El joven rey (que dirigía la expedición espartana, aunque, en realidad, quien ejercía el mando era Cleándridas) fue juzgado y se decretó su destierro.
Cleándridas huyó al extranjero.
Tan pronto como los espartanos se hubieron retirado, Pericles volvió a zarpar para Eubea.
En cosa de meses, toda la isla fue reducida.
Se expulsó del territorio a toda la población; no hubo otras represalias, si bien se adoptó la precaución de establecer otra gran colonia ateniense en el norte de la isla.
Durante el invierno, Pericles, acompañado de Calias y Andócides, fue a Esparta para negociar la paz.
Convino en retirar las fuerzas atenienses del Peloponeso y de Megara con sus dos puertos.
Sobre esta base se suscribió un tratado de paz de treinta años (con Esparta), paz que en realidad duró sólo quince.
A la mayor parte de los atenienses los contentaba disfrutar de la paz, y muchos de ellos tenían consciencia de que, al pactarla, Pericles había ganado mucho y perdido poco.
Pero, por un breve período, Pericles cayó en disfavor, si bien al final del año el pueblo lo escuchaba con la misma ansiedad y atención que antes cada vez que hablaba ante la Asamblea.
En la vida privada sufrió algunos desengaños y, dejando a un lado a sus amigos, tuvo un gran consuelo y deleite.
No podía enorgullecerse de sus dos hijos, Paralo y Jantipo, pues ambos eran extravagantes y uno de ellos rudo, torpe y de temperamento violento.
Por sus hábitos económicos, su padre les inspiraba antipatía y nada esperaban de él, como no fuese dinero. Eran incapaces de seguir su pensamiento o comprender su carácter.
Sus dos pupilos, los hijos de Clainias, no resultaban más satisfactorios. Uno de estos muchachos, llamado como su padre, era casi imbécil. El otro, Alcibíades, desplegaba todo el encanto, brillantez y la energía de los Alcmeónidas.
Alcibíades trataba siempre de distinguirse, aspiración que no es mala si se persigue con virtud y humanidad. Pero Alcibíades quería ser, por cualquier medio el primero en todo.
Si Alcibíades hubiese sido capaz de sentir simpatía por su tutor, habría llegado, con todas sus excelentes cualidades (tanto las físicas como las intelectuales), a ser un hombre de quien Pericles se hubiese enorgullecido. Su patriotismo era tan grande como el de Pericles, y sus potencias intelectuales no muy inferiores. Pero mientras que Pericles estaba absorbido por Atenas, pienso que Alcibíades hubiera deseado absorber en sí mismo a Atenas. Es como uno de esos amantes que prefiere destruir antes que perder el objeto de sus afectos. Tales amantes se califican a sí mismos de devotos, pero están consagrados a sus propias pasiones más que al objeto que las excita.
Muy diferente era el amor que Pericles sentía por Atenas y por sus hombres y mujeres.
Aspasia no sólo correspondió a este afecto, sino que lo mereció. Más o menos por entonces fue a vivir con él, y fue su compañera de tota la vida.
Es, naturalmente, una jonia de Mileto, y no hacía mucho que residía en Atenas cuando atrajo la atención de Pericles. Era por entonces una mujer joven, de alrededor de 20 años, y pertenecía a la clase que en Atenas se denomina de las “hetairai”.
Estas mujeres son muy distintas de las prostitutas comunes, si bien también ellas solucionan sus necesidades ofreciendo a los hombres los placeres de su compañía. Pero en su caso, los placeres que brindan no son del todo, y ni siquiera principalmente, físicos. La mayor parte de ellas son inteligentes, están habituadas a la sociedad de los hombres y su conversación es discreta y hasta brillante. Por estas razones, la ordinaria ama de casa ateniense dice menospreciarlas, pero la verdad es que las envidia.
En particular, Aspasia provocaba la cólera de estas mujeres porque no tenía ninguno de los defectos que ellas atribuyen, sin pensarlo, a su clase.
Guardó fidelidad a un hombre (y esto no cabe decirlo de la mayor parte de las amas de casa) y, como Pericles era conocido por su estilo de vida moderado, no podía acusársela de haberlo buscado por dinero.
Pericles tenía la costumbre de saludarla con un beso toda vez que salía de la casa y toda vez que retornaba a ella.
Es, sin duda, raro que un hombre no se canse pronto de una mujer, pero es insostenible sostener que todo lo raro sea indeseable.
Y el niño que nació de Pericles y Aspasia era en todos sentidos un carácter muy superior al de Jantipo o Paralo.
Nosotros, los jonios, nos complacemos en pensar que nuestras mujeres descuellan por la gracia de sus maneras y de su persona, por sus profundos afectos y su placentera vivacidad. Aspasia poseía todas estas cualidades en grado sumo, así como cualidades intelectuales que serían excepcionales en uno u otro sexo o en cualquier país.
Su inteligencia era de por sí pronta y poseía muchos conocimientos; y no estaba satisfecha, como lo está a menudo gente mucho menos informada que ella, con los conocimientos adquiridos.
Solía discutir de filosofía conmigo (Anaxágoras) tan atinadamente como de poesía con Sófocles o de política con Pericles.
¡No es de maravillarse que sintiéramos placer en su compañía!
Por esta época era huésped habitual de Pericles el escultor Fidias, hombre que, dejando a un lado su extraordinario genio para trabajar el bronce, el mármol, el oro y el marfil, estaba dotado de una mente original y profunda.
Se lo conocía sobre todo por la grande estatua de bronce de Palas Atenea, que había terminado hacía poco tiempo.
Sus estatuas posteriores de oro y marfil de Atenea en el Partenón y de Zeus en Olimpia son, desde luego, conocidas y admiradas en todo el mundo.
Se las considera con justicia las más excelsas representaciones de la divinidad que haya producido el hombre.
A muchos les parece extraño, pues Fidias, como yo mismo, fue juzgado por impiedad, y sólo en un sentido un tanto especial cabe decir que ambos hayamos creído en los dioses. Pues los dioses no son objeto que puedan ser investigados. No he conocido ningún hombre que haya visto a un dios, como no sea en sueños, y parece obvio que Jenófánes tiene razón cuando dice que las cualidades que atribuimos a los dioses no pueden ser otras que las que conocemos en nosotros mismos. Si los caballos tuvieran dioses, estos dioses participarían de la naturaleza del caballo. Por ello es erróneo que los dioses posean rostros y miembros como los nuestros, que sean machos o hembras o que hablen griego.
Sobre la base de tales consideraciones , mucha gente concluyó que los dioses no existen o que, si existen, han de ser incomprensibles para nosotros; pero ninguna de estas conclusiones me parece legítima.
Aparte del hombre, reconocemos en la naturaleza muchas otras existencias, que comprendemos en grados variables. Ningún hombre, ni nada que se parezca a un hombre, rige los movimientos de la luna y las estrellas o el proceso mediante el cual un estado del ser se transforma en otro. Los sucesos de la vida humana tampoco se adaptan del todo a un módulo de razón o de justicia.
La mayor parte de los hombres se desasosiegan cuando observan semejantes hechos, y los de mente más simple atribuyen lo incomprensible a acciones, benévolas, malévolas o caprichosas, de diversas deidades.
Pero esto sólo añade un problema a otro; pues, si hemos de creer en los dioses, debemos creerlos más sabios y mejores que los hombres.
Anaxágoras enunció la teoría de una fuerza creadora, que llamó “Inteligencia” y que, según supongo, crea el orden a partir del desorden, la justicia a partir de la injusticia, fuerza que es principio, en varias modificaciones, del cambio y el movimiento.
Pericles, Fidias, Damón y Eurípides (entre otros) se interesaron profundamente en mis opiniones y todos ellos fueron acusados de ateísmo por los ignorantes.
En realidad, buscamos principios más elevados y coherentes que los que se hallan en las contradicciones y la crudeza de la mitología, y la consecuencia de nuestras especulaciones será purificar y no degradar la religión popular.
Pero no cabe imaginar ningún tipo de dios capaz de aprobar a un hombre que crea en lo que el raciocinio pueda revelar que es falso.
Sin embargo, por la fuerza de la inteligencia, hasta el error puede encaminarse hacia la verdad, y Fidias, tanto como cualquier hombre, salió airoso en este empeño. Sabe también como yo que los dioses no poseen brazos ni piernas, cabellos ni ojos; pero asimismo es cierto que en la naturaleza existen cualidades a las que con razón consideramos superiores a otras, como por ejemplo la belleza, la inteligencia, la bondad y la serenidad.
Pintar a un dios en cualquier forma – humana, animal, vegetal o mineral – no es, desde luego, legítimo; pero en la medida en que tal forma esté dotada de las cualidades que acabo de mencionar, provocan una especie de reverencia, y el resultado será, desde un punto de vista humano, agradable y útil, y, desde un punto de vista filosófico, no será necesariamente equivocado.
Consideraciones como las apuntadas constituían a menudo el tema de nuestras pláticas por aquella época, pues fue entonces, en los años de paz, cuando comenzaron y con tanta celeridad se remontaron aquellos grandes proyectos de edificación, esculturas, decoración y amenidad que convirtieron a Atenas en la ciudad más bella del mundo.
Fidias era el inspector general de todas aquellas obras y debió esta espléndida oportunidad a su amistad con Pericles, quien discutía con él todos los detalles, lo ayudaba en todas las ramas de la administración a fin de que no le faltaron los materiales y defendía entusiasmado en la Asamblea el ambicioso plan total contra sus opositores políticos, que se quejaban del gasto de dinero y de la injustificada desviación del tributo de los aliados para la glorificación de Atenas.
Fidias era el maestro y Calícrates, Ictino y Mnesicles eran arquitectos de la más extraordinaria brillantez, sutileza e imaginación.
Personas que no pertenecían a nuestro viejo círculo acudían con frecuencia a tomar parte en nuestras discusiones e investigaciones filosóficas.
Entre los jóvenes que solían visitarnos con cierta regularidad, estaba Sócrates.
Había participado en la reciente campaña de Andócides en Megárida, cuando apartamos grandes peligros gracias a los esfuerzos casi increíbles de aquel ejército. Incluso en éste había asombrado a sus compañeros por su aparente y total indiferencia por el calor, el frío, el peligro o la fatiga.. Nunca se le ocurría pensar en la cobardía o el cansancio.
Pasado un año, Pericles fue reelegido para integrar la Junta de generales, y se le continuó eligiendo año tras año durante el resto de su vida.
El político opositor de Pericles, Tucídides, procedía de los restos del viejo partido de Cimón y decía que la verdadera tradición de Atenas era la de Milcíades, Arístides y Cimón, y no la de Temístocles y Pericles.
En los casos en que el principal antagonista era invulnerable, resultaba normal desacreditarlo lanzando ataques contra sus amigos.
Un traficante de oráculos medio loco, llamado Diófito, logró excitar a la Asamblea, a la que instó aprobar un decreto que condenara a quienes no creen en los dioses y a quienes enseñan cosas acerca de los cuerpos celestes.
Anaxágoras dice que comprendió que, si se le hacía compadecer acusado de impiedad ante un tribunal, le sería difícil explicar a un jurado lleno de prejuicios los argumentos que le habían llevado a afirmar que el sol está hecho de roca fundida y es mucho más grande de lo que parece ser, así como de que mis opiniones sobre los dioses sólo son inteligibles para hombres que hayan reflexionado mucho y bien sobre el tema.
Durante los años que siguieron a la paz, hubo varios intentos de aplicar el “ostracismo” a ciudadanos a quienes se sabían simpatizantes de la política de Pericles.
Aquí Anaxágoras hace una digresión y opina, hablando de los “pitagóricos” de Crotona, que aquellos pitagóricos se habían constituido en una organización política con la intención de obligar a otros hombres a adoptar sus extrañas nociones de pureza y rectitud, y que actuaban de un modo por completo impropio de filósofos.
Pitágoras decía que “el cuerpo es una tumba “, queriendo significar con ello que sólo el alma posee existencia real y verdadera.
Anaxágoras subraya las peligrosas consecuencias políticas y morales de este pensamiento.
Pues, si uno niega el cuerpo, es preciso que vuelva la espalda no sólo a la evidencia de nuestros sentidos sino a toda vida humana tal como en general se vive.
Y los secuaces de Pitágoras declararán que nada tiene importancia, excepción hecha de la purificación del alma.
Es esta una doctrina muy distinta de nuestra suposición normal de que un hombre debe tender a la excelencia, pues en nuestra idea de excelencia incluimos la belleza, la inteligencia, la fuerza, la justicia y muchas otras cualidades sociales, físicas e intelectuales.
Por ello uno se siente inclinado a imaginar que un pitagórico no participará en los asuntos humanos, o participará en ellos lo menos posible, dado que toda acción que no sea musical o matemática es impura. Y al parecer, ésa fue la doctrina original.
Se concibió un estilo de vida que apartara al creyente de la sociedad humana ordinaria. Se impusieron estrictas reglas de austeridad, así como cierto número de peculiares prohibiciones concernientes a la carne, las habas, la ropa de cama y los gallos blancos.
Pero lo cierto es que, cuando se la reprime, la naturaleza humana tiende a afirmarse.
Es natural que un ser humano entre en relaciones políticas y sociales con otros; es no sólo natural sino bueno, y en una democracia como en la que viví en Atenas, las relaciones personales son tan libres y llanas como sea posible. Sé que hasta en Atenas cabe hallar inconsecuencias.
Damón padeció por entonces, yo padecí después y, sin duda, otros padecerán más adelante una súbita tormenta de estupidez e intolerancia. Pero, en general, los atenienses se enorgullecen sobre todo de su libertad y, para salvaguardarla, toman más precauciones que cualquier otro pueblo. Y lo hacen por instinto y por racioncinio.
Pericles explicaba que la felicidad era imposible sin la libertad, puesto que sólo en el seno de la libertad podía el hombre desarrollar y acentuar sus numerosas posibilidades hasta el punto de llegar a ser un deleite y un beneficio para sí mismo y para los otros.
Allí donde estaban comprometidos los intereses vitales de la seguridad ateniense, Pericles era inflexible, pero cuando pensaba en el futuro, lo hacía en términos de una generosa cooperación entre los griegos. Creía que bajo tales condiciones se aceptaría a los atenienses como conductores, pero deseaba que tal dirección se fundara, como la suya propia en Atenas, en la habilidad y la persuasión antes que en la afirmación de la fuerza armada.
Una muestra de esta cooperación fue la fundación de la colonia de Turios, cerca de Síbaris en Italia. En la fundación se permitieron colonos de toda Grecia.
Algunos de los fundadores eran hombres muy distinguidos, como, por ejemplo, Hipódamo de Mileto , el diseñador de la ciudad que, en consulta con Pericles, había dirigido las nuevas construcciones del Pireo.
Había otro jonio, Heródoto de Halicarnaso. Éste era ya amigo de Pericles, y Sófocles había escrito un poema en su honor; esto fue antes de que completara su gran “Historia”.
Otro de los colonos fue Protágoras de Abdera, también hombre de inmenso saber, si bien no podría calificarlo de filósofo. Como la mayor parte de los conocidos con el nombre de “sofista”, le interesaba más adquirir y emplear el conocimiento para propósitos de política práctica que investigar la naturaleza fundamental del universo. Se le encargó redactar la “Constitución” de la nueva colonia.
El político opositor a Pericles, Tucídides, se vio obligado a ir al exilio por diez años.
Durante el resto de la vida de Pericles no hubo ya una oposición resuelta o importante a su jefatura.
La guerra de Samos estalló poco después del “ostracismo” de Tucídides.
Samos era con mucho la más poderosa de las aliadas.
Poseía una poderosa flota y, junto con las otras grandes islas de Quíos y Lesbos, proporcionaban naves más que dinero como contribución a la alianza ateniense.
La causa de la guerra no fue la rivalidad con Mileto, sino que los espartanos comprendieron que, mientras creciera el poder de Atenas, su propia situación se iría debilitando, sin remedio.
Pericles, de modo característico, nunca había reprochado a las tropas o tripulaciones de los buques, pues creía que los hombres que estaban bajo su mando siempre combatirían con todo entusiasmo si tenían una dirección adecuada.
Pero en esta ocasión (guerra contra Samos) se censuró a sí mismo su larga ausencia, si bien no cabe imaginar cómo hubiera podido evitarla, y recriminó a los otros generales su falta de previsión y energía.
Hasta reprendió a Sófocles, que intentando divertirlo, le contó cómo, en un banquete, había quedado fascinado por la apariencia de un hermoso mancebo que escanciaba el vino y cómo, después de un diestro intercambio de palabras, había inducido al muchacho a ofrecerle el rostro para que él lo besara. “Y después de eso – había concluido Sófocles -, pretendes que no soy estratega”.
Pero lejos de mostrarse divertido, Pericles había replicado:
“En la guerra, un general ha de mantener limpios no sólo sus manos sino también sus ojos”.
El que hubiera procedido así indica el estado de extraordinaria tensión en que entonces se hallaba su espíritu. Pues veía con más claridad que otros el extremo peligro de la situación y, acostumbrado como estaba a estimar las posibilidades del futuro, tenía conciencia de que la obra de toda su vida se veía ahora comprometida.
Los samios eran fuertes y confiaban en sí mismos. Les faltaba, en verdad, poderío para enfrentarse a todas las fuerzas de Atenas, pero si sus éxitos inducían a Esparta a invadir por tierra y a otros Estados de la importancia estratégica de Bizancio a sublevarse, Atenas no podía ya concentrar su poder y, si perdía algo, lo perdería todo.
La Asamblea de Atenas aprobó un decreto en extremo singular, el cual, si bien no fue apoyado por Pericles (no estaba en Atenas por entonces), al menos no tropezó con su oposición.
Se había prohibido a los poetas cómicos criticar por dos años, en la escena, la conducción de la guerra.
En muchos Estados semejante medida hubiera sido normal y esperado en tiempos de crisis, pero en Atenas era algo que no tenía precedentes.
Pues en Atenas una vieja tradición permitía a los poetas cómicos gozar en la escena de completa licencia para lanzar ataques contra individuos, por prominentes que éstos fuesen.
En verdad, sorprenderá a muchos que semejante licencia sea tolerada por un pueblo que, en la vida ordinaria, considera que un insulto deliberado es más ofensivo que cualquier otra cosa.
Los tribunales pueden imponer castigo hasta por una palabra ofensiva y el que golpea a un hombre, sea éste ciudadano, extranjero o esclavo, se hace merecedor de las más severas penas legales.
Sin embargo, nadie piensa que se puede injuriar a un general o político en la escena. Puede ser acusado de peculado (malversación de fondos públicos), cobardía o inmoralidad, y se espera que el propio aludido se una a la carcajada general.
Por cierto, hacía tiempo que Pericles estaba acostumbrado a las bromas corrientes sobre su amor a Aspasia, su austeridad en la vida privada, los pavos reales comprados para sus queridas, la extraña forma de su cabeza, su extravagancia en lo tocante a entretenimientos musicales y procesiones estatales, y muchas otras cosas por el estilo.
Pero los atenienses siempre se mostraron muy sensibles a la injusticia personal, de modo particular si afecta a los débiles indefensos. Por consiguiente, todos los hombres, y sobre todo aquellos que no están en condiciones de defenderse, son protegidos por la ley, que no tolera que sean objeto de un trato afrentoso e insolente por parte de aquellos que son agresivos por naturaleza, o que, a causa de un concepto equivocado o insensible de su propia riqueza o poder, se consideran superiores a sus semejantes.
Pero el hombre a quien los votos de su pueblo reconocen como excepcional y merecedor del poder parece buen blanco para la crítica.
Samos se vio forzada a capitular, se desmantelaron sus fortificaciones, toda su flota pasó a manos de Atenas y durante muchos años destinó la mayor parte de sus ingresos públicos al pago de los gastos de guerra.
Se reorganizó el gobierno y, desde luego, los atenienses tomaron rehenes; pero no hubo salvajes represalias.
Muy pocos hombres ( y creo que Pericles era uno de ellos) son capaces de vivir con cordura toda su vida.
Anaxagóras cuenta un momento malo que pasó y que le llevó al intento de suicidio, debido a una especie de depresión que sufrió, y cómo logró sobrevivir gracias a la ayuda de Pericles.
Pericles valoraba la vida más que cualquier otro hombre y honraba más que cualquier otro hombre a quienes habían dado la vida por Atenas.
Como no podían atacar a Pericles, atacaron a sus amigos.
La víctima elegida fue Fidias y el instrumento de que se valieron, un artista pendenciero, vano y porfiado llamado Menón, que había trabajado bajo la dirección de Fidias en la decoración del Partenón.
Acusó a Fidias de haber distraído para su propio uso parte del oro que había sido votado para la construcción de la estatua de Atenea.
Tanto Fidias como Pericles acogieron con menosprecio e indiferencia semejante acusación. En verdad, el oro se había aplicado de modo tal que cabía desprenderlo fácilmente de la estatua.
Esto fue lo que se hizo y el peso del oro fue con toda exactitud el que debía ser.
Pero luego acusó a Fidias de impiedad y sacrilegio.
Señaló que en el escudo de la diosa, adornado con esculturas alusivas a la batalla contra las amazonas, podían verse semejanzas con Pericles y con el propio Fidias. Y lo cierto es que Fidias había dado en divertirse de este modo. Se había representado a sí mismo como un anciano calvo que se esfuerza por levantar con ambas manos una roca y también había incluido un retrato de Pericles como un joven empeñado en lucha con una amazona.
A cualquier hombre inteligente esta travesura de Fidias, le hubiera parecido del todo inocente, pero la sola mención de la palabra “impiedad” suele afectar a gran parte de los atenienses de modo irracional.
Pericles estaba dispuesto a defenderlo, pero Fidias le pidió que le ayudara a escapar de Atenas antes de que se fijara el día del juicio, cosa que se concertó sin dificultad de modo que Fidias llegó sano y salvo a Olimpia, donde se le había encargado construir una gran estatua de oro y marfil, esta vez de Zeus.
Los ataques de Menón no produjeron ningún efecto sobre Pericles. Tan pronto como Fidias desapareció se olvidó todo el asunto.
Tampoco satisfizo a Pericles su propia inmunidad. Le parecía deshonroso que un enemigo atacara a sus amigos y se abstuviera de atacarlo a él.
Por aquella época nadie ( y ni siquiera Pericles) imaginaba que la paz duraría cinco años.
La administración del imperio funcionaba como sobre ruedas; los impuestos se habían fijado sobre una base más equitativa; no parecía existir la posibilidad de una sublevación como la de Samos. En Atenas, continuaba el gran programa de edificaciones.
Apenas se hubo terminado el Partenón, Mnesicles comenzó a trabajar en el gran pórtico de los Propileos, obra arquitectónica todavía no rematada pero que aun ahora puede compararse, por su esplendor y audacia, con el mismo Partenón.
La autoridad de Pericles estaba más consolidada que nunca. Año tras año le elegían general y casi siempre tenía como colega a su amigo Hagnon.
Bajo la guía de ambos, el poderío y la influencia de Atenas fueron creciendo sin cesar, pero semejante expansión no se alcanzó infringiendo alguna de las cláusulas del tratado con Esparta de treinta años de paz.
Como Pericles había previsto, fuera del Peloponeso se ofrecían inmensos horizontes al espíritu de empresa ateniense.
Las consecuencias de semejante expansión modificarían a la larga el equilibrio de fuerzas existente, pero tal modificación sobrevendría, como esperaba, en forma pacífica y, por así decirlo, natural.
Las zonas señaladas para tal expansión fueron el norte, el nordeste y el oeste.
El año en que comenzó la edificación de los Propileos, Pericles zarpó al frente de una gran flota con destino al mar Negro. Se enorgulleció mucho de esta expedición, pues la llevó a cabo sufriendo pérdidas insignificantes. En aquellas distantes aguas apareció no sólo como un general ateniense al mando de una flota invencible, sino también como campeón de todos los griegos contra sus enemigos bárbaros y sus opresores.
Pericles mostró que una flota ateniense podía navegar por cualquier mar sin hallar resistencia y que Atenas estaba en condiciones de prestar protección a todos aquellos que la necesitaran.
Y la única certidumbre era que Esparta, si deseaba mantener lo que aún consideraba su posición dominante en Grecia, había de declarar la guerra tarde o temprano.
Siguiendo a Temístocles y a Efialtes, Pericles había promovido en forma coherente una política destinada a hacer de Atenas un Estado independiente y poderoso.
Sus antagonistas habían sido aquellos hombres reacios a la expansión por miedo a Esparta, a la democracia, o a ambas. Con estos opositores, Pericles había desarrollado argumentos para demostrar que, sin imperio, Atenas nunca podría ser independiente y que, para conquistar y conservar el imperio, era necesario que todo el pueblo tuviera responsabilidades y estuviera educado para afrontarlas.
Pero tras esos argumentos yacían sus ponderadas opiniones acerca de la naturaleza y de la vida humana.
El imperio no era un fin en sí mismo; era el único medio posible para llevar a la realidad las potencias que veía ocultas en la naturaleza humana y en la ateniense.
Había, sí, de ejercerse el poder, pero no por el poder mismo. La libertad, la justicia, la generosidad y el florecimiento de la personalidad y el genio eran los fines últimos.
Su aversión a Esparta y su menosprecio por ella derivaban de la convicción de que, cualesquiera que fuesen los méritos de los espartanos, les habían sido impuestos por necesidad y disciplina en vez de haberlos desarrollado por su propia determinación y en mérito al verdadero valor capaz de hacer frente a cualquier riesgo que se presente.
Cleón era un rico propietario de una curtiduría que pretende ser hombre del pueblo y que goza ahora de más influencia que entonces, si bien tampoco entonces le faltaban algunos adictos (partidarios).
Su autoridad, desde luego, no podía compararse en modo alguno con la de Pericles.
Cleón no sólo favorecía la expansión del poderío y la influencia ateniense sino que quería extenderlos de modo extravagante y por cualquier medio.
No sólo deseaba fiscalizar las actividades de los aliados sino que pedía sin ambages que fueran sometidos.
Pericles decía: “No temo nada que un enemigo pueda intentar contra nosotros. Sólo temo nuestros propios errores”.
La guerra contra Esparta no se libra a causa de Corcira, Potidea o Megara. Sus motivos son mucho más profundos.
Se trata de una lucha entre dos estilos de vida inconciliables. A la larga, los espartanos reconocieron lo que Pericles siempre había sabido, esto es, que Atenas y el modo de vida ateniense habían de dirigir y moldear el futuro a menos que Atenas fuera destruida.
Desde luego, los pretextos para declarar la guerra, aunque distintos de sus causas reales, poseen cierta importancia.
Cabe argüir que si Atenas no se hubiera aliado con Corcira o si se hubiera derogado el decreto megarense, la guerra no habría estallado, y puede decirse que, puesto que la paz favorecía más que la guerra los intereses de Atenas, ésta incurrió en serios errores.
No era tal opinión de Pericles. Según él, el modo más probable de evitar o posponer la guerra era afirmar que, bajo ninguna circunstancia, Atenas renunciaría a ninguno de sus derechos ni haría concesiones frente a una amenaza.
En Atenas se recibió con cierta indiferencia la noticia de que una flota de 75 barcos corintios había sido destruido por una flota de 80 buques de Corcira.
Dos años después los corintios consagraron todas sus energías a la construcción de una gran flota.
Es natural que el pueblo de Corcira se alarmase.
Corinto construía una flota más grande y más eficiente que la suya propia; asimismo, recibía ayuda de muchos Estados del Peloponeso, aunque no de Esparta.
Antes de que se completaran los dos años de los preparativos corintios, Corcira envió una embajada a Atenas para solicitar ser admitida en la alianza ateniense.
Pericles recomendó que se concertara una alianza nada más que defensiva en Corcira, y la Asamblea siguió su consejo.
Se declara la guerra contra Esparta.
Pericles hacía tiempo que había decidido su estrategia.
En su opinión Atenas contaba ya con recursos suficientes como para asegurarse la victoria. Sólo podía ser derrotada si disipaba su energía en zonas que no fueran vitales o arriesgaba sus contingentes humanos en una batalla campal contra un enemigo igual o superior en número.
Pero tenía conciencia de la importancia del oeste y, por entonces, renovó las alianzas entre Atenas y alguna de las ciudades sicilianas.
Se producen entonces unos ataques a Pericles por despecho.
Un tal Hermipo acusó a Aspasia.
Ningún fin político podía tener el acusar a Aspasia de impiedad ni el repetir las viejas historias, que nadie creía, sobre aventuras de Pericles con mujeres casadas.
El cargo de impiedad contra Aspasia se basaba en el rumor de que Aspasia había organizado una reunión en la que las muchachas presentes estaban vestidas como las “Nueve Musas” y se las nombraba como a éstas.
Se refirieron las habituales historias acerca de la inmoralidad de Aspasia y de las propensiones amatorias de Pericles.
Por otro lado, Pericles tuvo problemas con su hijo Jantipo, que hacía poco había discutido con su padre por cuestión de dinero. En esta ocasión le ofendió el que Pericles se negara a dar su nombre como garantía para que él obtuviera un préstamo. Acusó a Pericles de haber seducido a su mujer. Con este acto esperaba vengarse tanto de su padre como de su mujer, a quien inspiraba repulsión.
Pericles defendió a Aspasia ante el tribunal y resultó absuelta, y desde entonces Hermipo (el acusador) dejó de atacarla en la escena.
Ahora se hizo evidente que la posibilidad de la guerra aumentaba de día en día.
La mayor parte de los jóvenes a esperaba con impaciencia.
Alcibíades, por ejemplo, que contaba unos 18 o 19 años, se mostraba dondequiera con una armadura nueva y particularmente brillante.
Sócrates era uno de los pocos que siempre había sostenido que Alcibíades era capaz de excepcionales virtudes y nobleza, y en presencia de Sócrates, el joven se comportaba con toda corrección.
La batalla de Potidea, en la que participaron Sócrates y Alcibíades, se libró antes de la declaración de la guerra.
En esto Atenas actuaba, como siempre, estrictamente dentro de sus derechos, pues Potidea, aunque colonia de Corinto, es aliada de Atenas y a ella debe pagar tributo.
La rebelión de una aliada ateniense fue organizada por Corinto, ciudad que, según se suponía, estaba en paz con Atenas.
Volvió a haber lucha, esta vez mucho más seria que la habida en Corcira, entre los atenienses y los corintios. En la batalla, los corintios fueron derrotados, pero aún ocupaban la ciudad y Atenas se vio obligada a un asedio prolongado, difícil y costoso.
Aun antes de esta batalla, los corintios habían pedido ayuda a Esparta, y parece cierto que por lo menos algunos de los gobernantes espartanos habían prometido invadir Ática a menos que los atenienses se retiraran de Potidea.
Otros Estados apoyaron a los corintios. Megara envió una delegación a Esparta. Y lo mismo hizo, de modo no oficial, Egina.
Los megarenses se quejaron de la reciente disposición ateniense según la cual se les prohibía vender sus mercancías en Atenas y en todos los mercados de la alianza ateniense.
El fin de este “decreto megarense”, propuesto por Pericles, era mostrar lo peligroso que resultaba para los pequeños Estados emprender cualquier acción contra Atenas.
Los megarenses habían suministrado en Corcira un contingente a la flota corintia. Habían dado asilo a esclavos escapados de Atenas y se habían unido a los corintios para apoyar en Egina al partido antiateniense.
El partido que en Esparta quería la guerra aprovechó todos estos motivos de queja.
Pero después del sitio de Potidea, se celebró un congreso al que fueron invitadas todas las aliadas de Esparta.
Arquidamo, anciano rey, expresó de modo admirable aquellos sentimientos que, según Pericles esperaba, actuarían como influencia moderadora.
Al paso que admitía el peligro de la expansión ateniense, arguyó que sería más prudente reflexionar antes de comprometer a Esparta en una guerra que había de durar más de lo que todos esperaban y cuyos resultados no podía preverse.
Si bien Esparta y sus aliados podían revelarse superiores en tierra, no podían competir con Atenas en el mar, y, por otra parte, su situación económica dejaba mucho que desear.
Por ello era necesario que comenzaran por construir una flota y por cobrar contribuciones, como había hecho Atenas, a sus amigas y aliadas.
Dentro de unos pocos años, se hallarían en condiciones de librar una guerra breve y decisiva. Y en cualquier caso, antes de dar un paso irreparable, debían aceptar el ofrecimiento ateniense de arbitraje. De otro modo, parecería, tuviera o no razón, que Esparta y no Atenas había roto la paz.
Pero el discurso del éforo Estenelaidas resultó mucho más eficaz que las juiciosas exhortaciones del rey Arquidamo: “Los atenienses – dijo - pronuncian siempre largos discursos para alabarse a sí mismos. Si eran hombres buenos en la época de las guerras con Persia, resulta tanto más lamentable que ahora sean malos. Cuanto queremos oír es que dejan tranquilas a nuestras aliadas. Pero nada dicen sobre este punto. Debemos proteger a nuestras aliadas. Por lo tanto, debemos librar la guerra”.
Puso la cuestión a votación y, por gran mayoría, se aprobó la guerra.
Después de esto hubo un intervalo de casi un año antes de que comenzaran las hostilidades, pues los espartanos y sus aliados necesitaban tiempo para hacer los preparativos indispensables.
Durante este intervalo, los atenienses ordenaron sus defensas, pero no emprendieron ninguna acción bélica.
Los espartanos se las arreglaron para lograr una respuesta del oráculo de Delfos en el sentido de que “si combatían con todas sus fuerzas, el dios estaría de su lado”.
Luego llegó una segunda embajada para pedir que Atenas concediese la independencia a Egina, revocara el decreto megarense y abandonase el asedio de Potidea.
Por último, arribaron enviados espartanos que, sin mencionar ninguno de estos temas en particular, se limitaran a decir: “Esparta quiere la paz. La paz es posible si dais a los griegos su libertad”.
A nadie impresionó esta muestra típica de la hipocresía espartana.
Los espartanos y sus aliados ya habían movilizado el ejército y, a principios de la primavera, comenzaron a avanzar, a través de la frontera megarense, hacia el Ática.
Desde el instante en que los del Peloponeso invadieron el Ática, Pericles no vivió mucho más de tres años y durante casi dos de esos años perdí contacto con él, pues yo vivía en Lámpsaco.
Uno de los rasgos más notables de Pericles es su extraordinaria coherencia.
En este período de crisis se comportó como se había comportado siempre; habría modificado sus opiniones si hubiese tenido alguna razón para cambiarlas, pero la verdad es que cada una de sus apreciaciones quedó confirmada.
El único acontecimiento que trastornó sus cálculos fue algo que no cabía prever en modo alguno, y siempre había subrayado la importancia de lo imprevisible.
En el comienzo de la guerra su autoridad era indiscutida.
Creía que Atenas era invencible mientras no disipara su energía humana y su flota dominara los mares.
Dijo a los atenienses que sus bienes en el mundo estaban dondequiera pudieran llegar sus buques.
Podían deshacerse de sus fincas, de sus casas de campo, de la tierra que poseían en el Ática.
De lo que no podían deshacerse era de su energía humana, de su flota y de su imperio.
Así, habían de evitar toda batalla campal con el grueso del ejército del Peloponeso.
Y, en lo que concernía a las operaciones en Ática, debían contentarse con emplear la caballería para impedirles la retirada a los destacamentos enemigos aislados y cortar las líneas de aprovisionamiento.
Cada año habían de zarpar flotas hacia el Peloponeso para hacer estragos en las costas y construir bases fortificadas desde las que pudieran acometerse otras operaciones.
Advirtió al pueblo que los meses durante los cuales debían abandonar sus fincas y refugiarse tras las fortificaciones de la ciudad serían duros y debían estar preparados para afrontar pérdidas. Pero debían reconocer que la pérdida de casas y de cosechas no tenía ninguna importancia. Las casas podían volver a construirse y las tierras podían sembrarse de nuevo y, entretanto, toda la tierra del mundo que pudiera alcanzarse por mar estaba a su disposición. Si alguien iba a sufrir por falta de alimentos, esos serían los del Peloponeso, que nada importaban y que, al invadir el Ática, descuidarían el cultivo de sus propias tierras.
De modo que, tan pronto como se supo que se acercaba el ejército enemigo, los atenienses transportaron sus ganados a la costa y los embarcaron con destino a Eubea y otras islas.
Ellos mismos, tomando todos los bártulos que podían transportar, se dirigieron a la ciudad.
Así se había procedido todas las veces que se habían producido invasiones y hoy en día los atenienses aceptan esta situación como natural.
Una vez que los ejércitos enemigos se retiraban, volvían a sus casas, reconstruían lo que podían, transportaban de nuevo sus rebaños y ganados y reanudaban, en la medida de lo posibles, su vida normal desde el otoño hasta la primavera siguiente.
Pronto cundió el descontento. “Qué general es éste –decían una y otra vez – que posee un ejército y no lo utiliza”?
Se le encomendó a Pericles el discurso en los solemnes funerales por los muertos en la guerra.
No intentó justificar ni con una palabra su minuciosa política. Su objetivo era honrar a los muertos y convencer a los vivos que, si bien la vida es preciosa, aquellos habían muerto por algo más precioso aún.
Cuando Pericles (o, para el caso, Sófocles o Eurípides) habla de Atenas, las palabras de que se vale son del todo distintas de lo que resulta habitual en la literatura o la declamación patriótica.
La victoria, el valor, la resolución, el honor, son los temas de siempre, pero estos atenienses apelarán también, y del modo más señalado, a otras cualidades como la sabiduría, la belleza, la adaptabilidad y la perfección.
Lo que más me conmueve, cuando pienso en las grandes y altivas palabras de Pericles y de Eurípides, es que expresaban la verdad, y acaso siguen siendo ciertas aun después de la miseria y la desilusión que se abatieron sobre la ciudad y sobre el propio Pericles.
Los atenienses nunca temieron a sus enemigos. Pero ahora debían afrontar un peligro contra el que no podían luchar y a un enemigo cuyos ataques eran súbitos, imprevisibles e irresistibles.
No habían sido muchos los muertos en el campo de batalla el primer año de la guerra, y todos ellos habían sido sepultados con gran solemnidad.
Pero los que murieron de peste en el segundo y tercer año fueron innumerables; sus cadáveres yacían en las calles, donde ni siquiera las aves de rapiña ni los perros hambrientos los tocaban, tapaban las cisternas o, si se los enterraba, se hacía de forma rápida o indecente.
Poco después de que los espartanos invadieron el Ática en la primavera, llegaron del Pireo noticias de las primeras víctimas de esta enfermedad.
Durante este período fueron pocos los que conservaron su virtud, su valor y su buen sentido.
Al principio, los atenienses proseguían la guerra con vigor.
Cuando los espartanos estaban todavía en el Ática, el propio Pericles zarpó dirigiéndose al Peloponeso con 150 naves.
Cuando estaban a punto de zarpar y Pericles se embarcaba en la nave capitana, hubo un eclipse de sol. Y se vio como un mal presagio y el timonel estaba tan aterrado que era incapaz de dar órdenes.
Entonces Pericles se quitó su capa de general, la desplegó frente a los ojos del timonel que estaba demasiado aterrado como para dar órdenes y dijo: ¿Consideras esto un terrible presagio? El timonel admitió que no lo consideraba así, y Pericles le preguntó luego:
“¿Hay acaso alguna diferencia entre esto y el eclipse, como no sea que el eclipse fue causado por algo más grande que mi capa?”
Al punto, él mismo impartió las órdenes para las libaciones y, cuando volvió a brillar la luz del sol, la flota se hizo a la mar llena de confianza.
Como el año anterior, infligieron más daño al enemigo que los que el enemigo podía infligirles en el Ática. Pero ni ellos ni los espartanos podían hacer los estragos que hacía la peste.
Cuando Pericles retornó de esta expedición, halló que los espartanos se habían retirado, temiendo sin duda contaminarse, y que la peste asolaba aún más despiadadamente la ciudad.
Decidió entonces permanecer en Atenas.
El ejército y la flota que habían realizado incursiones depredadoras por el Peloponeso, fueron puestos bajo el mando de Hagnon y enviados hacia el norte, a fin de reforzar el ejército que sitiaba Potidea. Pero algunos de estas tropas habían contraído ya la enfermedad y la llevaron consigo a Potidea, donde contaminaron a los hombres de allí destacados. A las seis semanas, Hagnon había perdido la cuarta parte de sus hombres y se vio obligado a regresar a Atenas, sin haber logrado nada útil.
Deseando cargar sobre alguien la responsabilidad de su propia irresolución y de sus inmerecidas aflicciones, comenzaron a censurar a Pericles por todo lo ocurrido.
Bien hubiera podido, decían, evitar la guerra, olvidando que ellos mismos la habían votado. O bien hubiera podido adoptar una estrategia distinta. Era preferible morir en el campo de batalla, combatiendo contra los espartanos, que perecer enjaulados tras las fortificaciones, con edificios que sólo dejaban de estar atestados a causa del número de muertes. O acaso, se decía, hubiera cierta verdad en lo que se murmuraba de la casa de Pericles: que sobre ella pendía una maldición.
Los ataques contra Pericles comenzaron, como en el pasado, con ataques contra sus amigos.
Anaxágoras fue acusado de impiedad y de simpatía pro persas. Estos cargos sólo perseguían desacreditar a Pericles.
Pericles dijo (a Anaxágoras : “Sólías enseñarme a poner primero las cosas primeras. En esta ocasión, lo primero es tu vida”. Puso a su disposición un buque que le llevó a Lámpsaco y allí le confió a la bondad de sus amigos.
Al parecer, muy poco después de que yo escapara de Atenas, Pericles convocó una reunión en la Asamblea.
Se expresó con profundo sentimiento acerca de los padecimientos a que todos estaban expuestos, y se refirió con humor a las iracundas críticas de que era objeto.
Si habían de censurarlo, dijo, por todos y cada uno de los infortunios que se les presentaban, entonces debía esperar que lo alabaran por cada golpe de suerte.
Del mismo modo, bien podían alabarlo o censurarlo conforme al estado del tiempo.
En cuanto a su poder, sabían de sobra que lo dejaría de buena gana si podían encontrar a alguien más capaz de usarlo con sabiduría, en beneficio de todos. Pero el fin principal de su discurso era devolverles el valor y la resolución y dejar bien sentado que no debía hablarse de concertar una paz deshonrosa.
Les dijo que ni siquiera ahora tenían conciencia de su propio poderío.
El mundo entero, dijo, podía dividirse en dos partes, la tierra y el mar, y los atenienses eran imbatibles en una de estas dos partes. Este poder de que disponían era de una categoría del todo distinta a la de la propiedad de tierras o casas. Mientras conservaran la libertad, podían recuperar lo que hubiesen perdido, pero si se sometían una vez a la voluntad de otros, perderían todo lo que aún poseían.
No podía hablarse de enviar embajadas a Esparta.
Lo que había hecho la grandeza de los atenienses era su capacidad para sobrellevar el infortunio con el más alto valor, y para reaccionar contra él con toda energía.
Estaban tan acostumbrados a confiar en el juicio de Pericles y a seguir la exactitud y certeza de sus argumentos, que aceptaron una vez más la verdad de su análisis y, desde entonces, no pensaron ya en la paz, sino que mostraron una renovada energía para librar la guerra.
Pero depusieron a Pericles de su cargo de general y lo sentenciaron a pagar una elevada multa en dinero.
Por primera vez en quince años, Pericles no desempeñaba cargos públicos, si bien los que ahora gobernaban seguían su política y buscaban una y otra vez sus consejos.
Como me dijo Hagnon, Pericles soportó su desgracia con dignidad.
Había logrado lo que le parecía vital, esto es, que la guerra continuara, y antes de que finalizara el año, Potidea había capitulado y Formión había conquistado una brillante victoria en el golfo de Corinto, demostrando así, una vez más, la completa superioridad de la flota ateniense.
Pero en su vida privada sufrió tantos infortunios como cualquier otro.
Primero murió su hermana, de la peste, y luego sus dos hijos, Jantipo y Paralo.
Su familia se había extinguido, porque el hijo que tenía de Aspasia, el joven Pericles, estaba descalificado para la ciudadanía.
Poco después, el propio Pericles contrajo la peste y, por algunas semanas, sus amigos desesperaron de salvarlo.
Durante este tiempo se verificó un cambio repentino de sentimientos entre los atenienses.
Los habían alentado las victorias, así como el hecho de que, con el clima más frío, eran cada vez menos los que contraían la peste.
Ahora comenzaron a lamentar lo que reconocían como ingratitud hacia el hombre que los había conducido durante tanto tiempo y que, aun en la desgracia, había continuado inspirándolos.
Se apenaron por sus desgracias privadas y consideraron que ellos mismos quedarían deshonrados si él moría con la reputación y el poder disminuido.
Ahora comenzaron a censurar a quienes los habían persuadido a decretar su desgracia.
Los miembros del círculo de Pericles permanecieron sin excepción, leales a él durante todo este tiempo.
Fue Alcibíades que había vuelto de Potidea con una brillante reputación, quien apoyó más vehementemente a Hagnon y a otros en la petición de que Pericles fuera general el año siguiente.
Y estoy seguro de que fue llevado por un sentimiento del deber, antes que por cualquier otro deseo de poder o de gloria, que Pericles consintió en presentarse a la reelección.
El pueblo orgulloso de devolverle su antiguo honor aprobó un decreto por el que se confería la ciudadanía ateniense a su hijo ilegítimo Pericles.
Se sentía aún demasiado débil para entrar en el servicio activo, pero continuó asistiendo a todas las reuniones del Consejo de guerra, hasta que se hizo patente que su recuperación había sido sólo parcial y que su salud había quedado definitivamente minada.
Yació postrado en su casa y apenas era capaz de realizar algunos movimientos durante varias semanas antes de morir.
Cuando estaba a punto de morir, le rodearon muchos de sus amigos. Intentaron darle placer hablándole de sus triunfos y victorias, de los trofeos que había conquistado, de las expediciones que había mandado.
Y él dijo: “No estoy orgulloso de esas cosas; muchas de ellas dependieron de la suerte. Estoy orgulloso de que, por mi causa, ningún ateniense haya tenido que llorar a un pariente”.
(Pericles el ateniense. Rex Warner.Edit. Edhasa.Barcelona. 1989)
Segovia, 16 de abril del 2023
Juan Barquilla Cadenas.