SUETONIO: La vida de Octavio Augusto.
Octavio Augusto (63 a. de C. – 14 d. de C.) fue el primer emperador romano, aunque a su etapa de gobierno se le llama el “principado”, porque Augusto quería ser llamado “prínceps”, el primero de los ciudadanos.
Fue adoptado por su tío abuelo, Julio César, en su testamento del año 44 a. de C.
En el año 27 a. de C. el Senado concedió a Octavio usar el cognomen de “Augusto” y, por consiguiente, se convirtió en “Emperador César Augusto”.
En el año 43 a. de C. formó con Marco Antonio y Lépido una dictadura militar conocida como el “Segundo triunvirato”.
Tiempo después, el triunvirato se iría rompiendo ante la ambición de sus creadores: Lépido fue obligado a exiliarse, mientras Marco Antonio terminó suicidándose tras su derrota en la batalla naval de Accio frente a la flota de Octavio, dirigida por Agripa, en el año 31 a. de C.
Con la desaparición del “Segundo triunvirato”, Octavio restauró los principios de la República, con lo que el poder gubernamental pasó a establecerse en el Senado, aunque en la práctica él retendría su poder autocrático.
El título imperial nunca llegó a considerarse como un cargo similar a lo que había significado la dictadura romana de la República y que Julio César y Sila habían ostentado con anterioridad.
Por ley, Augusto contaba con toda una colección de poderes perpetuos conferidos por el Senado, incluyendo aquellos relativos al tribuno de la plebe y el censor.
Ocupó el consulado hacia el año 23 a. de C.
El mandato de Augusto inició una era de paz relativa, conocida como la “paz romana” o “pax augusta”. Salvo por las constantes guerras fronterizas, y, con la excepción de una guerra civil de sucesión imperial que duró un año, la sociedad del Mediterráneo gozó de un ambiente pacífico durante más de dos siglos.
De igual forma, Augusto expandió el Imperio romano, asegurando en el proceso sus fronteras mediante la subordinación a Roma de las regiones circundantes. Además, celebró un acuerdo de paz con el imperio parto –el más poderoso de sus vecinos- por la vía diplomática.
Reformó el sistema tributario romano, desarrolló redes de caminos que contaban con un sistema oficial de mensajería, estableció un ejército permanente (así como un pequeño cuerpo de marina) y creó la guardia pretoriana, junto a fuerzas policiales de seguridad, tanto para mantener el orden como para combatir los incendios en Roma, gran parte de la ciudad se reconstruyó bajo su reinado.
Tras su muerte el año 14 d. de C., el Senado lo divinizó, siendo posteriormente adorado por el pueblo romano.
A manera de legado, sus nombres “César” y “Augusto” serían adoptados por todos los emperadores posteriores, y el mes de “Sextilis” sería llamado “Agosto” en su honor. (Wikipedia).
SUETONIO: BIOGRAFÍA DE OCTAVIO AUGUSTO
Suetonio (Gaius Suetonius Tranquillus, 75 d. de C. 160 d. de C.) fue un escritor romano. Fue funcionario de bibliotecas y archivos.
Escribió “De vita Caesarum”, biografía de los primeros doce emperadores, en ocho libros que se conservan íntegros.
Esta obra es fuente de muchas obras sobre historia romana y se considera una de las historias más imparciales de la antigüedad, con gran gusto por el detalle y escrita en lenguaje sencillo.
Suetonio, como buen historiador, describe con admiración el innegable liderazgo de Julio César, el fundador, y la capacidad rectora de Augusto, el consolidador del Imperio.
Aquí he elegido la biografía de Octavio Augusto, recogiendo lo que me ha parecido más importante.
SUETONIO: Octavio Augusto
Dice Suetonio que el propio Augusto se limita a escribir que nació de una familia ecuestre, antigua y opulenta, en la que el primer senador fue su padre.
Marco Antonio le echa en cara el tener un antepasado liberto, cordelero del distrito de Turio, y un abuelo cambista.
Su padre Gayo Octavio, gozó desde sus primeros años de una gran riqueza y consideración.
Criado, en efecto, en medio de una gran opulencia, obtuvo fácilmente los cargos públicos y, además, los desempeñó de forma admirable.
Al término de su pretura, obtuvo por sorteo Macedonia y, en su viaje de camino a esta provincia, aniquiló a los esclavos fugitivos restos de las tropas de Espartaco y Catilina, que ocupaban el territorio de Turio (ciudad de Lucania), misión que se le había confiado en el Senado con carácter extraordinario.
Gobernó su provincia con tanta justicia como valor; así, después de haber derrotado en un gran combate a los besos y a los tracios, trató de tal forma a los aliados que Cicerón, en unas cartas que se nos han conservado, aconseja y exhorta a su hermano Quinto, que, a la sazón, ejercía el proconsulado de Asia con no muy buena fama, a imitar a su vecino Octavio en ganarse las simpatías de sus aliados.
Cuando volvía de Macedonia, antes de que pudiera declararse candidato al consulado, murió repentinamente, dejando tres hijos: Octavia la mayor, de su primera mujer Ancaria, y Octavia la menor y Augusto, de A cia.
Augusto nació, bajo el consulado de Marco Tulio Cicerón y Cayo Antonio, el 23 de septiembre del año 63 a. de C.
Le pusieron en su infancia el sobrenombre de Turino en memoria del origen de sus antepasados, o bien porque fue en la región de Turio donde su padre Octavio, a poco de nacer él, llevó a cabo felizmente su empresa contra los esclavos fugitivos.
Más tarde tomo el nombre de Cayo César y luego el sobrenombre de Augusto, el primero en virtud del testamento de su tío abuelo (Julio César) y el segundo siguiendo el parecer de Munacio Planco.
Mientras algunos opinaban, en efecto, que debía llamársele “Rómulo”, como fundador también él de la ciudad, prevaleció la propuesta de que se le llamara mejor “Augusto”, con un sobrenombre nuevo y además más ilustre, porque también se denominan “augustos” los lugares religiosos y en los que se hace alguna consagración después de haber tomado los augurios.
A los cuatro años perdió a su padre. Cuando tenía doce pronunció ante la asamblea del pueblo el “elogio fúnebre” de su abuela Julia.
Cuatro años más tarde, después de haber vestido la “toga viril”, fue gratificado con recompensas militares en el triunfo de César sobre África, a pesar de no haber participado en la guerra, debido a su edad.
Cuando más tarde su tío abuelo partió a las Hispanias contra los hijos de Cneo Pompeyo, Augusto le siguió con una mínima escolta, a pesar de hallarse convaleciente de una grave enfermedad, por rutas infestadas de enemigos, sufriendo incluso un naufragio, y se hizo merecedor de gran estima ante César.
Tras la reconquista de las Hispanias, César, que proyectaba una expedición contra los dacios y después contra los partos, lo envió por delante a Apolonia, donde consagró su tiempo a los estudios.
Cuando recibió allí la noticia del asesinato de César y de que le había nombrado su heredero, estuvo largo tiempo dudando si pedir ayuda a las legiones vecinas, pero desechó esta medida por juzgarla precipitada y prematura.
Por lo demás, regresó a Roma y aceptó la herencia, a pesar de las dudas de su madre y de los muchos consejos en contra de su padrastro, el excónsul Marcio Filipo.
A partir de este momento y después de haber reclutado ejércitos, gobernó el Estado, primero con Marco Antonio y Marco Lépido, luego solamente con Marco Antonio, durante casi doce años, y, por último, él solo durante cuarenta y cuatro.
Sostuvo cinco guerras civiles: las de Módena, Filipos, Perusa, Sicilia y Accio; la primera y la última de ellas contra Marco Antonio, la segunda contra Bruto y Casio, la tercera contra Lucio Antonio, hermano del triunviro, y la cuarta contra Sexto Pompeyo, hijo de Cneo Pompeyo.
El origen y la causa de todas estas guerras estuvo en lo siguiente: pensando que lo más adecuado en su caso era ante todo vengar el asesinato de su tío y defender sus actos, decidió, tan pronto como regresó de Apolonia, atacar a Bruto y Casio. Optó primero por emplear la fuerza mientras aún se hallaban desprevenidos; pero como aquellos, previendo el peligro, lograron escapar, recurrió luego a las leyes, acusándoles de asesinato en su ausencia.
Como, además, los magistrados a quienes había tocado este deber no se atrevían a celebrar los juegos en honor de la victoria de César, los hizo dar él mismo.
Para poder con más firmeza ejecutar sus otros proyectos, se presentó como candidato a la plaza de un tribuno de la plebe que acababa casualmente de fallecer, aunque él era patricio y todavía no senador.
Pero, como el cónsul Marco Antonio, de quien había esperado una especial ayuda, se oponía a sus intentos y no le concedía en ningún asunto ni siquiera el derecho común y ordinario sin acordar previamente con él una enorme recompensa, se pasó a los “optimates”, que sabía que odiaban a Marco Antonio principalmente por tener sitiado en Módena a Décimo Bruto y por tratar de expulsarlo por medio de las armas de una “provincia” que César le había otorgado y que le había sido confirmada por el Senado.
Siguiendo, pues, el consejo de algunos de ellos, sobornó a unos asesinos para que mataran a Marco Antonio, pero el atentado fue descubierto; entonces, por temor a represalias, reunió en su auxilio y en el de la república a los veteranos, haciéndoles cuantos regalos pudo; se le ordenó luego tomar como “propretor” el mando del ejército que había reclutado y llevar ayuda a Décimo Bruto junto con Hircio y Pansa, que habían asumido el consulado, terminando en tres meses, con dos combates, la guerra que se le había confiado.
Según Marco Antonio, en el primero de ellos huyó y no volvió a aparecer hasta después de dos días, sin su manto de general ni su caballo; en el segundo es cosa bien sabida que cumplió con su deber, no ya de general, sino incluso de soldado, y que, herido de gravedad un portaestandarte de su legión en medio de la batalla, tomó él la enseña sobre sus hombros y la llevó durante largo tiempo.
En esta guerra, Hircio pereció en el campo de batalla y poco después Pansa a consecuencia de una herida, y se propagó el rumor de que Augusto los había hecho matar a ambos para quedar él solo al mando de los ejércitos vencedores, una vez puesto en fuga Marco Antonio y privado el Estado de sus cónsules.
Pero cuando se enteró de que Antonio, después de su huida, había sido acogido por Marco Lépido y que los demás generales y ejércitos apoyaban de consuno su partido, abandonó sin vacilar la causa de los “optimates”, censurando sin razón, como pretexto de este cambio de actitud, las palabras y actos de algunos de ellos; unos, según afirmaba, habían dicho abiertamente que era un niño, y otros que se le debía honrar y elevar a lo alto (suprimir); todo ello para no corresponder con el debido agradecimiento ni a él ni a sus veteranos.
Después de firmar una alianza con Antonio y Lépido, terminó también en dos batallas la guerra de Filipos, a pesar de encontrarse débil y enfermo.
En la primera de ellas, el enemigo le despojó de su campamento y a duras penas consiguió escapar huyendo hacia el ala comandada por Antonio.
Sin embargo, no supo controlar el éxito de la victoria; muy al contrario, envió a Roma la cabeza de Bruto para que la pusieran al pie de la estatua de César y se ensañó con todos los prisioneros de alcurnia, además de ultrajarlos verbalmente.
Cuando, después de la victoria, se hizo la repartición de funciones y Antonio recibió la de organizar el Oriente y Augusto la de volver a traer a los veteranos a Italia y establecerlos en tierras municipales, no obtuvo el reconocimiento ni de los veteranos ni de los dueños del suelo, pues los unos se quejaban de ser expulsados y los otros de que no se les trataba como ellos esperaban con arreglo a sus méritos.
En este tiempo, obligó a Lucio Antonio, que tramaba una revolución confiado en el consulado que ejercía y en el poder de su hermano, a refugiarse en Perusa, y lo forzó a rendirse por hambre, no sin haber corrido, con todo, grandes peligros tanto antes de la guerra como en el desarrollo de la misma.
Una vez tomada Perusa, hizo ejecutar a la mayoría de sus habitantes, dando como única respuesta a cuantos intentaban implorar su perdón, que debían morir.
La guerra de Sicilia es una de las primeras que emprendió, pero la arrastró durante largo tiempo porque la interrumpió muchas veces, unas para rehacer su escuadra, que la tempestad le había hecho perder en dos naufragios y precisamente en pleno verano, y otras por haber firmado la paz a instancias del pueblo, dado que los víveres habían sido interceptados y el hambre iba en aumento.
Al fin, tras haber construido de nuevo barcos y manumitido a 20.000 esclavos para emplearlos como remeros, levantó cerca de Bayas el puerto de Julio, haciendo entrar el mar en los lagos Lucrino y Averno. En este puerto ejercitó a sus tropas durante todo un invierno, venciendo acto seguido a Pompeyo entre Milas y Náuloco, si bien a la hora del combate cayó de repente presa de un sueño tan profundo, que sus amigos tuvieron que despertarle para que diese la señal. Y Marco Antonio le reprochaba que sólo se había levantado y comparecido ante sus soldados después de que Marco Agripa hubiese puesto en fuga a las naves enemigas.
En ninguna otra guerra tuvo probablemente que afrontar más y mayores peligros.
Después de la huida de Sexto Pompeyo, en vista de que su otro colega, Marco Lépido, a quien había hecho venir de África en su auxilio, se ensoberbecía con la confianza que le daban sus veinte legiones y reclamaban para sí el principal papel valiéndose del terror y de las amenazas, lo despojó de su ejército y, si bien le perdonó la vida atendiendo a sus súplicas, lo relegó para siempre en Circeyos (ciudad del Lacio).
Al fin rompió su alianza con Marco Antonio, que siempre había sido inestable e insegura y a duras penas reavivada a base de sucesivas reconciliaciones (la primera a finales del año 43 a. de C., después de la guerra de Módena, cuando se acordó formar el “triunvirato”; la segunda en 40 a. de C., después de Perusa, en Brindisi, pacto sellado con el casamiento de Antonio con Octavia, la hermana de Octavio Augusto; la tercera y última en Tarento, el año 37 a. de C., cuando se decidió prorrogar el “triunvirato” por otros cinco años); y para dar mayores pruebas de que aquél (Marco Antonio) había renegado de su condición de ciudadano romano, se ocupó de que fuera abierto y leído ante la asamblea del pueblo el testamento que había dejado en Roma, designando entre sus herederos incluso a los hijos habidos de Cleopatra.
Sin embargo, cuando se le declaró enemigo público, le envió a todos sus parientes y amigos, entre otros a Cayo Sosio y a Tito Domicio Ahenobarbo, por entonces aún cónsules. Eximió también oficialmente a los habitantes de Bolonia, puesto que eran clientes de los Antonios desde fechas remotas, de coligarse con toda Italia en defensa de su partido. Poco después venció a Antonio en una batalla naval junto a Accio (el 2 de septiembre del año 31 a. de C.).
De Accio se retiró a Samos, a sus cuarteles de invierno, pero, inquieto por las noticias de una sedición de los soldados que había seleccionado de entre la totalidad de sus tropas, y enviado por delante a Brindisi después de su victoria y que reclamaban sus recompensas y licenciamiento, regresó a Italia; durante la travesía fue víctima de la tempestad en dos ocasiones.
Sin haberse detenido en Brindisi más que 27 días, lo justo para dejarlo todo arreglado conforme a los deseos de los soldados, se dirigió a Egipto bordeando Asia y Siria, puso sitio a Alejandría, donde se había refugiado Antonio con Cleopatra, y se apoderó de ella en poco tiempo. Y, aunque Antonio intentaba, ya tarde, llegar a unas condiciones de paz, le forzó a darse muerte y contempló su cadáver. En cuanto a Cleopatra, a la que especialmente deseaba reservar con vida para su “triunfo”, le trajo incluso unos psilos (pueblo de África que poseía el arte de encantar serpientes y curar sus mordeduras) para que succionaran el líquido venenoso de su herida, pues se creía que había muerto por la mordedura de un áspid. Concedió a ambos el honor de una sepultura común y mandó terminar la tumba que ellos mismos habían comenzado.
Hizo arrancar al joven Antonio, el mayor de los hijos de Fulvia, de la estatua del divino Julio, a cuyos pies se había refugiado después de muchos e inútiles súplicas, y mandó que le dieran muerte.
Del mismo modo, hizo detener en su huida y entregar al suplicio a Cesarión, el hijo que Cleopatra se vanagloriaba de haber tenido de César.
Sin embargo, respecto a los demás, los hijos comunes de Antonio y de la reina (Cleopatra), se comportó como si fueran parientes suyos, conservándoles primero la vida e incluso manteniéndolos y apoyándolos más tarde según la condición de cada uno.
Por la misma época se hizo mostrar, sacándolo del sepulcro, el sarcófago y el cuerpo de Alejandro Magno, y le rindió homenaje colocando sobre él una corona de oro y regándolo de flores.
Redujo Egipto a la categoría de “provincia” y, para volverla más fértil y más apta para el aprovisionamiento de Roma, hizo limpiar con mano de obra militar todos los canales sobre los que se desborda el Nilo, que en el transcurso de los siglos se habían cubierto de limo.
Para enaltecer también a perpetuidad el recuerdo de su victoria de Accio, fundó junto a ésta la ciudad de Nicópolis e instituyó allí unos juegos quinquenales, amplió el antiguo templo de Apolo y consagró a Neptuno y a Marte, después de adornarlo con despojos navales, el lugar que había ocupado su campamento.
Después de esto sofocó muchos disturbios, brotes de revolución y conjuras, delatadas antes de que llegaran a alcanzar mayores proporciones.
Por lo que se refiere a las guerras en el exterior, personalmente sólo dirigió dos: la de Dalmacia (año 35 a. de C.), cuando aún era muy joven y la guerra cantábrica (en Hispania), después de haber vencido a Antonio.
En la primera sufrió incluso heridas, pues fue alcanzado en un combate por una piedra en la rodilla derecha y en otro resultó herido de gravedad en la pierna y en ambos brazos, por el derrumbamiento de un puente.
Las demás guerras las dirigió por medio de sus lugartenientes, aunque, no obstante, en algunas campañas en Panonia y en Germania o bien intervenía o no se encontraba lejos, avanzando desde Roma hasta Rávena, Milán o Aquileya.
Sea bajo su mando personal o sea bajo sus auspicios, sometió Cantabria, Aquitania, Panonia, Dalmacia con toda Iliria, así como Retia y a los Vindélicos y salasos, pueblos de los Alpes. Contuvo también las incursiones de los dacios, matando a tres de sus caudillos junto con un gran número de soldados, y rechazó a los germanos más allá del río Elba, exceptuando a los suevos y sigambros, que se entregaron y a los que trasladó a la Galia para establecerlos en unos campos cercanos al Rin.
Asimismo, redujo a la obediencia a otros pueblos poco sumisos. Pero no llevó la guerra a ninguna nación sin causas justas y necesarias, y estuvo tan lejos de la pasión por agrandar de cualquier modo el Imperio o su gloria militar, que obligó a los jefes de algunos pueblos bárbaros a jurar en el templo de Marte Vengador que se mantendrían firmes en la palabra dada y en la paz que solicitaban.
Con su fama de valor y moderación, atrajo incluso a los Indos y a los escitas, conocidos sólo de oídas, a solicitar espontáneamente mediante embajadores su amistad y la del pueblo romano.
Los partos, a su vez, no sólo le cedieron sin dificultad la Armenia, que él reclamaba, sino que incluso, obedeciendo a su requerimiento, le devolvieron las enseñas militares que habían arrebatado a Marco Craso y a Marco Antonio, ofreciéndole además rehenes; por último, en cierta ocasión en que varios de ellos se disputaban el trono, sólo reconocieron al que él eligió.
El templo de Jano Quirino había sido cerrado sólo dos veces antes de su época desde la fundación de Roma; en un espacio de tiempo mucho menor, Augusto lo cerró en tres ocasiones, conseguida la paz por tierra y por mar.
Entró dos veces en Roma con los honores de la “ovación” (ovatio), la primera después de la guerra de Filipos y la segunda después de la guerra de Sicilia.
Celebró tres “triunfos curules”, el de Dalmacia, el de Accio y el de Alejandría, todos ellos en tres días seguidos.
Sufrió sólo dos derrotas graves e ignominiosas, y las dos en Germania, la de Lolio y la de Varo, pero mientras que la primera supuso más deshonra que pérdidas, la segunda pudo haber sido fatal, pues en ella fueron masacradas tres legiones junto con su general, sus lugartenientes y todas las tropas auxiliares.
Cuentan que Augusto quedó tan consternado que durante varios meses se dejó crecer la barba y los cabellos; que se golpeaba a veces la cabeza contra las puertas gritando: “¡Quintilio Varo, devuélveme las legiones!”, y que se consideró cada año el día de la derrota como día de dolor y de luto.
En la organización militar cambió muchas prácticas e instauró o incluso hizo volver a la antigua costumbre algunas otras.
Dirigió la disciplina militar con el máximo rigor.
…Opinaba, por otra parte, que nada convenía menos a un general perfecto que la precipitación y la temeridad.
Así, repetía con frecuencia frases como “¡Date prisa lentamente!; pues es mejor un caudillo seguro que uno audaz” y “bastante deprisa se hace todo lo que se hace bastante bien”.
Afirmaba que no debía en absoluto entablarse un combate o una guerra sino cuando la esperanza de beneficio era ostensiblemente mayor que el temor a las pérdidas. Decía que los que buscaban un mínimo provecho arriesgando mucho eran semejantes a los que pescaban con un anzuelo de oro, cuya pérdida, si se rompía, ninguna pesca la podía compensar.
Recibió magistraturas y honores antes del tiempo legal e incluso algunos de nueva creación y a perpetuidad.
Se apoderó del consulado a los 19 años, haciendo avanzar con aire de hostilidad a sus legiones contra Roma y enviando mensajeros a reclamarlo para él en nombre del ejército; en vista de que el Senado vacilaba, el centurión Cornelio, jefe de la embajada, echando atrás su manto y mostrando la empuñadura de su espada, no dudó en exclamar en la curia: “Ésta lo hará, si vosotros no lo hacéis”.
Durante diez años dirigió el triunvirato creado para reorganizar la república; en este cargo, si bien es cierto que durante algún tiempo se opuso a sus colegas para que no se abriera ninguna proscripción, cuando ésta dio comienzo, la puso en práctica con más saña que los otros dos.
Recibió la potestad tribunicia a perpetuidad y en el ejercicio de ella se adjudicó dos veces un colega, cada una de ellas por cinco años.
Recibió también la supervisión de las costumbres y de las leyes, igualmente a perpetuidad, y con el derecho que le daba esta función, aunque sin el cargo de censor, llevó a cabo tres veces el censo del pueblo, la primera y la tercera junto con un colega, la segunda solo.
En dos ocasiones pensó en restablecer la república:
La primera, inmediatamente después de haber aplastado a Antonio, pues recordaba que con bastante frecuencia aquél le había acusado de ser en cierto modo el causante de que no se restableciera; y la segunda, en el hastío de una larga enfermedad. Pero reflexionando, por una parte, en el peligro que correría volviendo a la vida privada y, por otra, en que sería una temeridad dejar la república al arbitrio de varias personas, continuó reteniéndola, sin que se pueda saber si fue mejor el resultado o la intención.
De esta intención, aunque no dejaba de manifestarla continuamente, dio incluso testimonio en un edicto con las siguientes palabras: “Ojalá me sea posible mantener el Estado en su sede, sano y salvo, y recibir el fruto que pretendo de esta acción, a saber, que se me considere el fundador de la mejor forma de gobierno y que, al morir, pueda llevarme conmigo la esperanza de que los fundamentos del Estado puestos por mí permanecerán inamovibles”-
Él mismo se ocupó de conseguir su deseo, haciendo cuantos esfuerzos pudo para que nadie se sintiera descontento de la nueva forma de gobierno.
Embelleció hasta tal punto Roma, cuyo ornato no se correspondía con la majestad del Imperio y que, además, se encontraba expuesta a las inundaciones y a los incendios, que pudo con justicia jactarse de dejarla de mármol, habiéndola recibido de ladrillo.
Construyó una gran cantidad de obras públicas, de las que las principales fueron: un Foro con un templo de Marte Vengador, un templo de Apolo en el Palatino y otro de Júpiter Tonante en el Capitolio.
El motivo de levantar un Foro fue la gran abundancia que había de hombres y de procesos, que parecía hacer necesario un tercero por no dar abasto los dos ya existentes; por eso también se abrió al público a toda prisa, sin que estuviera acabado el templo de Marte, y se dispuso que en él se celebraran especialmente los juicios públicos y los sorteos de los jueces.
Había hecho voto de levantar el templo de Marte, una vez entablada la guerra de Filipos, para vengar a su padre (Julio César); decidió, por tanto, que en él sería consultado el Senado a propósito de las guerras y de los triunfos, que de él partiría la escolta de los magistrados que se dirigieran a las provincias investidos del mando supremo y que a él traerían las insignias de sus triunfos los generales que hubiesen regresado vencedores.
Levantó el templo de Apolo en esa parte de su casa del Palatino que había sido herida por un rayo y que los arúspices habían anunciado que era deseada por el dios; le añadió unos pórticos con una biblioteca latina y griega, donde, siendo ya muy mayor, reunió incluso con frecuencia al Senado y pasó revista a las decurias de jueces.
Consagró un templo a Júpiter Tonante por haberle salvado del peligro cuando, durante una marcha nocturna en su expedición contra los cántabros, un rayo pasó rozando su litera y mató al esclavo que le precedía para alumbrarle.
Hizo incluso algunas obras en nombre de otros, a saber, de sus nietos, de su mujer y de su hermana, como el pórtico y la basílica de Cayo y Lucio, los pórticos de Livia y Octavia y el teatro de Marcelo.
Pero también exhortó a menudo a los demás varones de relieve a enriquecer la ciudad, cada uno según sus posibilidades, con monumentos nuevos o restaurados y embelleciendo los existentes.
Dividió el área de la ciudad en regiones y barrios, estableciendo que la supervisión de los primeros fuera asignada por sorteo a magistrados anuales y la de los segundos a unos dirigentes elegidos entre la plebe de cada vecindario.
Ideó contra los incendios un servicio de guardias nocturnas y de vigilantes; para contener las inundaciones, ensanchó y limpió el cauce del Tíber, lleno desde hacía tiempo de escombros y reducido por los avances de los edificios.
Por otra parte, para hacer más fácil el acceso a Roma desde todos los puntos, se encargó personalmente de hacer reparar la Vía Flaminia hasta Rímini, y distribuyó las demás calzadas entre los generales que habían sido honrados con el triunfo, para que las pavimentaran con el dinero obtenido del botín.
Reconstruyó los templos derrumbados por el tiempo o destruidos por un incendio y los enriqueció, pues en una sola donación depositó en el santuario de Júpiter Capitolino dieciséis mil libras de oro y piedras preciosas y perlas por valor de cincuenta millones de sestercios.
Cuando por fin asumió, a la muerte de Lépido, el pontificado máximo, que nunca había pensado arrebatarle mientras vivía, hizo reunir de todas partes todos los libros proféticos, griegos y latinos, de autores desconocidos o poco dignos de crédito que se encontraban en circulación, más de dos mil, y los mandó quemar, conservando únicamente los Sibilinos, e incluso éstos después de haber hecho una selección; los guardó en dos cajas doradas bajo el pedestal de Apolo Palatino.
Ordenó de nuevo el calendario organizado por el divino Julio, pero que después, por negligencia, se había vuelto a embrollar y confundir.
Aumentó el número y la dignidad de los sacerdotes, así como sus privilegios, en especial de las vírgenes vestales.
Restableció también algunas de las antiguas instituciones religiosas que poco a poco habían ido desapareciendo.
En las Lupercales prohibió que corrieran los muchachos todavía imberbes, e igualmente, en los Juegos Seculares, que los jóvenes de ambos sexos asistieran a cualquier espectáculo nocturno, a no ser acompañados por algún familiar mayor de edad.
Dispuso que los Lares Compitales (Lares públicos) fueran adornados con flores dos veces al año, en primavera y en verano.
Rindió un honor semejante al de los dioses inmortales a la memoria de los generales que habían hecho tan grande el poder del pueblo romano a partir de su insignificancia primitiva.
Muchas costumbres de la peor especie tendentes a alterar el orden público habían subsistido como resultado de los hábitos y de la licencia de las guerras civiles o bien incluso habían surgido durante la paz.
Para que ningún delito quedara impune ni dejara de instruirse ningún proceso a fuerza de aplazamientos, habilitó más de treinta días, que se dedicaban a los juegos honoríficos (juegos ofrecidos por los magistrados con ocasión de su entrada en el cargo) para el despacho de los asuntos judiciales. A las tres decurias de jueces añadió una cuarta de fortuna inferior, que se llamara “de los doscientos” y tuviera a cargo los juicios sobre cantidades más bajas. Admitió jueces a partir de los treinta años de edad, es decir, cinco años antes de los que solían. Como la mayor parte de los ciudadanos eludían el cargo de juez, concedió de mala gana que cada decuria disfrutara por turno de un año de vacaciones y que se suspendieran los procesos que solían celebrarse durante los meses de noviembre y diciembre.
Él mismo administró justicia con asiduidad, y a veces hasta la noche, haciendo colocar su litera delante del tribunal o incluso tendido en el lecho, en su casa, si se encontraba mal de salud.
Delegaba cada año en el pretor urbano las apelaciones presentadas por los litigantes de Roma; las de los litigantes de provincias las confiaba, en cambio, a excónsules, que había puesto individualmente al frente de los asuntos de cada provincia.
Corrigió las leyes y promulgó algunas de nuevo, como la suntuaria y las leyes sobre los adulterios, la castidad, el soborno y el matrimonio de los distintos órdenes sociales.
Al advertir que todavía se eludía la fuerza de la ley tomando prometidas que aún no habrían alcanzado la edad núbil y cambiando frecuentemente de esposa, redujo la duración de los noviazgos e impuso un límite a los divorcios.
Redujo el número de senadores, que había llegado hasta mil, a sus antiguas cifras.
Ideó nuevos servicios para que un mayor número de ciudadanos pudiese tomar parte en la administración del Estado.
No menos generoso a la hora de recompensar el mérito militar, se encargó de que fuesen votados los honores regulares del triunfo a más de treinta generales y las insignias triunfales a un número aún mayor.
Sancionó también a algunos (caballeros) por haber colocado a rédito usurario cantidades que, a su vez, habían tomado prestadas a intereses muy bajos.
Cuando no había suficientes candidatos del estamento senatorial para las elecciones de tribunos, los nombró de la clase ecuestre, otorgándoles la facultad de permanecer, al término de su cargo, en el orden que quisieran de los dos.
Juzgando, además, de gran importancia conservar el pueblo puro y a salvo de tal mezcla de sangre extranjera y servil, concedió con extrema parquedad la ciudadanía romana e impuso un límite a las manumisiones.
Se ocupó asimismo de restablecer el porte y la indumentaria antiguas.
Dio en muchas ocasiones pruebas de su liberalidad a todas las clases sociales.
Aumentó la fortuna exigida a los senadores, fijándola en un millón doscientos mil sestercios, en lugar de los ochocientos mil anteriores, y se la completó, añadiendo lo que les faltaba, a los senadores que no la poseían.
Hizo con frecuencia repartos extraordinarios al pueblo.
Superó a todos sus predecesores en la frecuencia, variedad y magnificencia de sus espectáculos. Según el mismo dice, celebró cuatro veces juegos públicos en su propio nombre y veintitrés por otros magistrados, que se encontraban ausentes o no tenían suficientes medios.
La manera de asistir a los espectáculos no podía ser más desordenada y negligente; Augusto la corrigió y la sometió a un reglamento. Se promulgó un decreto del Senado por el que debía reservarse a los senadores la primera fila de asientos cada vez que se diera en cualquier parte un espectáculo público, y prohibió que en Roma ocuparan los asientos de la orquesta los embajadores de los pueblos libres y aliados, pues se había dado cuenta de que incluso se enviaba a algunos de la clase de los libertos.
Organizada de este modo Roma y sus asuntos, pobló Italia con veintiocho colonias fundadas por él y dotó de obras y rentas públicas a muchas de sus ciudades; las igualó también, en cierto modo y hasta cierto punto, a Roma en derechos y consideración, ideando un tipo de votación por el que los decuriones de las colonias podían votar cada uno en la suya para elegir a los magistrados de Roma y remitir a ésta sus votos sellados el día de las elecciones.
Se encargó personalmente de las provincias más prósperas, que no era fácil ni seguro confiar al gobierno de magistrados con mandatos anuales, y dejó las demás en mano de procónsules elegidos por sorteo.
De las fuerzas militares, repartió las legiones y las tropas auxiliares por las provincias, apostando una flota en Miseno y otra en Ravena para la defensa de los mares Adrático y Tirreno; el resto lo adscribió en parte a la guardia de la ciudad y en parte a la suya propia. Sin embargo, jamás permitió que hubiera en Roma más de tres cohortes, e incluso éstas sin alojamiento estable; las demás tenían por costumbre despacharlas a los cuarteles de invierno y de verano cerca de las ciudades vecinas.
Por otra parte, sometió a todos los soldados sin excepción a una reglamentación precisa de años de servicio y recompensas, determinando, según la graduación que tuvieran, la duración de su servicio militar y las ventajas que recibirían al licenciarse, para evitar que la edad o la miseria pudiera arrastrarlos, una vez licenciados, a la sublevación.
Y para poder siempre y sin dificultad disponer del dinero necesario para mantenerlos y recompensarlos, creó un fondo militar nutrido con nuevos impuestos.
Existen muchas e importantes pruebas de su clemencia y moderación…Como Tiberio le dirigía también quejas por carta sobre este mismo tema, pero con mayor violencia, le contestó como sigue: “No te dejes llevar en este asunto, mi querido Tiberio, por tu edad, ni te indignes demasiado porque haya alguien que hable mal de mí; basta con que logremos que nadie pueda perjudicarnos”.
Aunque sabía que se decretaban normalmente templos incluso a los procónsules, no los aceptó en ninguna provincia sino en nombre suyo y de Roma a la vez.
En vista de que el pueblo le ofrecía con gran insistencia la dictadura, se postró de rodillas, dejó caer la toga de sus hombros, y, con el pecho desnudo, les rogó que no se la impusieran.
Siempre le produjo horror el título de “señor”, que consideraba como una lujuria y un insulto.
Rara vez salió de una ciudad o de un pueblo, o entró en algún lugar, en otro momento que a la caída de la tarde o por la noche, para no molestar a nadie por causa de las atenciones debidas a su persona.
No se espantó tampoco de los libelos que contra él se habían hecho circular en la curia; antes bien, puso un gran cuidado en rebatirlos y, sin buscar siquiera a los autores, determinó que a partir de entonces se instruyeran diligencias contra aquellos que bajo pseudónimo publicaran libelos o poemas destinados a difamar a alguien.
Quiso que sus amigos gozaran de una posición destacada y poderosa en el Estado sin que por ello dejaran de estar en pie de igualdad jurídica con los demás ni de encontrarse sujetos del mismo modo a las leyes penales.
Dejó a un lado los decretos del Senado, porque pueden parecer inspirados por la necesidad o por el respeto.
Se respetó también la medida de no someter a suplicio a nadie cada vez que él hiciera su entrada en Roma.
De improviso, todos llegaron unánimemente al acuerdo de ofrecerle el título de “padre de la patria”: la plebe lo hizo en primer lugar a través de una embajada que le envió a Ancio, y luego, en vista de que no aceptaba, en masa y coronada de laurel al entrar él un día en el teatro de Roma; después lo hizo el Senado, en la curia, no por un decreto ni por aclamación, sino por boca de Valerio Mesala (prínceps senatus), que le dijo, en nombre de todos: “¡Por el bien y la prosperidad tuya y de tu casa, César Augusto!, pues este voto, a nuestro juicio, expresa el de perpetua ventura para el Estado que se verá colmado de dicha: el Senado, de acuerdo con el pueblo romano, te saluda Padre de la patria”.
Entonces Augusto, con lágrimas en los ojos, le respondió con estas palabras: “Puesto que he conseguido ver realizados mis deseos, senadores, ¿qué más puedo pedir a los dioses inmortales, sino que me permitan conservar este consenso vuestro hasta el último día de mi vida?”
La mayor parte de las provincias le dedicó, además de templos y altares, juegos quinquenales en casi todas sus ciudades.
Los reyes amigos y aliados fundaron, cada uno en su reino, ciudades llamadas “Cesarea”, y todos juntos decidieron además acabar, a sus propias expensas, el templo de Júpiter Olímpico, que se había comenzado mucho tiempo atrás en Atenas, y dedicarlo a su Genio.
Perdió a su madre durante su primer consulado, y a su hermana Octavia cuando contaba cincuenta y cuatro años de edad. Con ambas tuvo mientras vivieron, especiales atenciones, y, después de su muerte, les tributó los máximos honores.
En su adolescencia había tenido como prometida a la hija de P. Servilio Isáurico; pero, cuando se reconcilió con Marco Antonio tras su primera disputa, en vista de que los dos ejércitos les pedían insistentemente que se unieran también con algún lazó de parentesco, desposó a la hijastra de aquél, Claudia, hija de Fulvia y de Publio Clodio, apenas en edad de contraer matrimonio, y, como luego se enemistó con su suegra Fulvia, la repudió sin haber llegado a tener contacto con ella. Tomó luego en matrimonio a Escribonia, que había estado anteriormente casada con dos excónsules y era madre por uno de ellos. También de ésta se divorció, “hastiado”, según sus propias palabras, “del desarreglo de sus costumbres”, e inmediatamente tomó a Livia Drusila, quitándosela a su marido Tiberio Nerón, aunque ella se encontraba en cinta, y le profesó de por vida un amor y una estima únicos.
De Escribonia tuvo a Julia; de Livia, en cambio, no tuvo ningún hijo, aunque lo deseaba ardientemente.
Dio a Julia en matrimonio, primero a Marcelo, hijo de su hermana Octavia, apenas salido de la infancia, y luego cuando éste murió, a Marco Agripa, después de haber obtenido de su hermana a fuerza de ruegos que le cediera a su yerno, pues por entonces Agripa estaba casado con una de las Marcelas y tenía hijos de ella. Cuando éste (Agripa) también murió, y tras haber examinado atentamente y durante largo tiempo numerosos partidos, incluso del orden ecuestre, eligió al fin a su hijastro Tiberio y le obligó a repudiar a su mujer, aunque ella se encontraba encinta y le había ya hecho padre.
Agripa y Julia le dieron tres nietos, Cayo, Lucio y Agripa, y dos nietas, Julia y Agripina.
Casó a su nieta Julia con Lucio Paulo, hijo del censor, y a Agripina con Germánico, nieto de su hermana. Adoptó a Cayo y a Lucio, y los promovió, aún jóvenes, a la administración del Estado, enviándolos también, una vez que fueron designados cónsules, a recorrer las provincias y los ejércitos.
Educó a su hija y a sus nietas acostumbrándolas incluso al trabajo de la lana y prohibiéndoles toda palabra o actuación encubierta y que no pudiera consignarse en el diario de su casa; las mantuvo, por otra parte, alejadas del trato con los extraños.
Casi siempre se ocupó personalmente de enseñar a sus nietos las primeras letras, la escritura cifrada y otros rudimentos de la educación, y en nada se esforzó tanto como en hacerles imitar su letra; siempre que comía con ellos, se sentaban al pie de su lecho, e igualmente, cuando viajaba en su compañía, le precedían en un vehículo o cabalgaban a su lado.
Pero la Fortuna frustró su alegría y confianza en su descendencia y en la disciplina de su casa.
Las dos Julias, su hija y su nieta, se deshonraron con todo tipo de vicios y las desterró; a Cayo y a Lucio los perdió a ambos en el espacio de dieciocho meses, muerto el primero en Licia y el segundo en Marsella.
Adoptó a su tercer nieto, Agripa, y a su hijastro Tiberio. Pero Agripa, debido a su temperamento envilecido y feroz, lo desterró a Sorrento.
No obstante, soportó con bastante más resignación la muerte de los suyos que su deshonor.
Cuando su nieta Julia dio a luz a un niño después de su condena, prohibió que fuera reconocido y criado.
No hizo amigos fácilmente, pero guardó siempre una gran fidelidad a los que tuvo, no sólo recompensando dignamente las virtudes y méritos de cada uno, sino tolerando incluso sus vicios y faltas, con tal de que no sobrepasaran la medida.
De todos sus amigos sólo retiró su favor a Salvidieno Rufo y a Cornelio Galo a quienes había promovido de la posición más baja, al primero hasta el consulado y al segundo a la prefectura de Egipto.
Entregó a Salvidiano al Senado para que lo condenara por maquinar una revolución y a Cornelio Galo le prohibió el acceso a la casa y a las provincias imperiales por su ingratitud y malevolencia. Luego Galo se suicidó.
Los demás se señalaron por su poder y riquezas hasta el final de su vida, aun cuando le hubieran agraviado. Así echó en falta paciencia en Marco Agripa y discreción en Mecenas.
Patrono y señor tan severo como afable y clemente, tuvo a muchos de sus libertos en la mayor consideración y familiaridad.
Sufrió el descrédito de haber incurrido en diversas bajezas durante su primera juventud.
Ni siquiera sus amigos niegan que cometió adulterios, pero los justifican diciendo que los practicó ciertamente no por pasión, sino por política, para informarse más fácilmente de los planes de sus adversarios por medio de sus mujeres.
Se le tachó también de muy apasionado por el mobiliario costoso y los vasos de Corinto, además de aficionado al juego.
De los placeres, en cambio, nunca supo desprenderse, e incluso más tarde, según dicen, le cogió una gran afición a desflorar doncellas, que hasta su mujer le buscaba por todas partes.
En cuanto a su fama de jugador, no la temió en absoluto, y jugó sin disimulo y a las claras, para divertirse, incluso en su vejez.
En los demás aspectos de su vida consta que fue extremadamente moderado y que no se le sospechó ningún vicio.
Detestaba las casas de campo grandes y suntuosas, e incluso hizo demoler hasta los cimientos las que su nieta Julia había levantado con grandes gastos; en cuanto a las suyas, aunque modestas, las embelleció no tanto adornándolas con estatuas y cuadros, como dotándolas de paseos y de bosques, así como de objetos notables para su antigüedad o por su rareza.
Daba comidas continuamente, pero siempre formales, y no sin hacer una cuidadosa selección de personas y rangos.
Comía muy poco, y, generalmente, alimentos vulgares.
Era también muy sobrio por naturaleza en el vino.
Padeció varias enfermedades graves y peligrosas a lo largo de su vida, especialmente tras la conquista de Cantabria, cuando una fluxión hepática lo redujo incluso a la desesperación y le obligó a someterse a tratamientos contrarios, de resultado incierto: como los fomentos calientes no surtían efecto, se vio forzado a tratarse, por prescripción de Antonio Musa, con fomentos fríos.
Ponía un gran cuidado en proteger su naturaleza tan débil, sobre todo bañándose poco.
Desde su primera juventud cultivó la elocuencia y los estudios liberales con pasión y con una laboriosidad extrema. Cuentan que, durante la guerra de Módena, en medio de tamañas preocupaciones, no dejó de leer, escribir y declamar ni un solo día.
De hecho, posteriormente, jamás habló en el Senado, ante el pueblo ni ante sus soldados sin haber meditado y compuesto su discurso, aunque no careciera de la facultad de improvisar ante cualquier situación inesperada.
Cultivó un estilo oratorio elegante y mesurado. Su interés primordial fue expresar su pensamiento lo más claramente posible.
Respetaba tan poco la ortografía, es decir, la manera correcta de escribir las palabras establecidas por los gramáticos, que parece más bien adscribirse a la opinión de quienes piensan que debemos escribir tal como hablamos.
No era menos la atención que dedicaba a los estudios griegos. Sabía griego, no hasta el punto de hablarlo con fluidez o de atreverse a escribirlo.
Tampoco le era absolutamente desconocida la poesía griega, deleitándose incluso con la comedia antigua, que hizo representar a menudo en sus espectáculos públicos.
Cuando leía a los autores griegos y latinos, en lo que más se fijaba era en los preceptos y ejemplos útiles para el bien público o privado.
En lo tocante a supersticiones sentía un temor un tanto enfermizo por los truenos y los rayos.
Y en cuanto a los sueños, no descuidaba ni los propios ni los que otros tenían sobre él.
Consideraba infalibles ciertos auspicios y presagios. Si por la mañana se calzaba al revés, poniéndose el zapato izquierdo por el derecho, lo tenía por un augurio funesto. Si al emprender un largo viaje por tierra o por mar, daba la casualidad de que caía rocío, lo consideraba favorable y señal de un regreso pronto y feliz.
En lo que se refiere a los ritos extranjeros, mostró mayor respeto por los que estaban arraigados desde antiguo, despreciando los demás.
Se cuentan muchos prodigios que pronosticaban su poderío sobre Roma y el mundo entero.
Más tarde, Augusto tuvo una confianza tan grande en su destino que hizo publicar su horóscopo y batir una moneda de plata con el cuño de la constelación de Capricornio, bajo la que había nacido.
El último día de su vida preguntó repetidas veces si había ya revuelo en las calles a causa de su estado. Después pidió un espejo, se hizo arreglar el cabello y afirmar las mejillas que le colgaban, y recibió a sus amigos, a quienes preguntó si les parecía que había representado bien la farsa de la vida, añadiendo:
“Si la comedia os ha gustado, concededle vuestro aplauso y, todos a una, despedidnos con alegría”.
Luego los despachó a todos y, mientras interrogaba a unas personas recién llegadas de Roma sobre la enfermedad de la hija de Druso, expiró de repente en los brazos de Livia, pronunciando estas palabras: “¡Livia, conserva mientras vivas el recuerdo de nuestra unión! Adios”.
Murió el 19 de agosto del año 14 d. de C., cuando le faltaban 35 días para cumplir los 76 años.
Desde Nola su cuerpo fue llevado a Roma, siendo depositado durante el día en la basílica de cada ciudad por donde pasaban o en el mayor de sus templos.
Se impuso un límite a los honores, tras lo cual se pronunció su elogio fúnebre en dos lugares:
Ante el templo del divino Julio por Tiberio y en la antigua tribuna de las arengas por Druso, hijo del anterior, siendo después llevado a hombros por los senadores al campo de Marte, donde fue quemado.
Los miembros más importantes del orden ecuestre, vestidos con la túnica, sin cinturón y con los pies descalzos, recogieron sus restos y los depositaron en el Mausoleo, que Augusto se había hecho levantar.
Había hecho testamento un año y cuatro meses antes de su muerte y había sido depositados en poder de las vírgenes vestales, que lo sacaron ahora a la luz y junto con tres rollos, abiertos y leídos en el Senado.
Nombraba primeros herederos a Tiberio, de la mitad más un sexto, y a Livia, del tercio restante, ordenándoles, además, llevar su nombre; y el resto a Germánico y a sus tres hijos varones; en tercer lugar, nombraba a muchos parientes y amigos. Legaba al pueblo romano 40 millones de sestercios, a las tribus tres millones quinientos mil, a cada soldado pretoriano mil sestercios, a cada miembro de las cohortes urbanas quinientos y a cada legionario trescientos; mandaba pagar esta suma al contado, pues la había tenido siempre en reserva en su tesoro particular.
Dejaba otros legados de diversa cuantía, llegando algunos a veinte mil sestercios; fijaba para pagarlo el plazo de un año, alegando como excusa su escasa fortuna y declarando que no recaerían sobre sus herederos más de ciento cincuenta millones de sestercios, pues, según decía, aunque en los últimos veinte años había recibido cuatro mil millones de los testamentos de sus amigos, los había invertido casi todos en el Estado, junto con los dos patrimonios recibidos de sus padres y sus demás herencias.
Prohibía que enterraran en su sepulcro a las dos Julias, su hija y su nieta, cuando muriesen.
En cuanto a los tres rollos, dejaba en uno las disposiciones acerca de su funeral; en otro hacía una relación de sus hechos (Res gestae Divi Augusti), manifestando el deseo de que fuera grabada en dos tablas de bronce que debían colocarse delante de su mausoleo; y en el tercer rollo había un inventario de todo el Imperio, en el que hacía constar cuántos soldados había alistados en la totalidad del Imperio, cuánto dinero había en el erario y en las cajas imperiales, y a cuánto ascendían los atrasos de las rentas públicas. Añadía asimismo los nombres de sus libertos y esclavos, a quienes se podían exigir cuentas.
(Suetonio. Vida de los doce Césares. Traducción y notas de Rosa Mª Agudo Cubas. Edit. Planeta DeAgostini)
Segovia, 22 de abril del 2022
Juan Barquilla Cadenas.