EPICURO: CARTA A MENECEO
Epicuro (341 a. de C. -271/270 a. de C.) fue un filósofo griego, fundador de la escuela que lleva su nombre (“epicureísmo”).
Estableció su propia escuela en Atenas, conocida como “El Jardín”, donde permitió el acceso a mujeres, prostitutas y esclavos.
Se dice que escribió más de 300 obras sobre diversos temas, pero la gran mayoría de estos escritos se han perdido.
Sólo tres cartas escritas por él, la “carta a Heródoto”, la “carta a Pitocles” y la “carta a Meneceo”; además dos colecciones de citas, las “Máximas capitales” y las “Sentencias vaticanas”, han sobrevivido intactas.
También existen unos manuscritos medio carbonizados hallados hacia 1750 en las excavaciones de Herculano (Herculaneum papyri) de muy difícil lectura pero que complementan lo que se sabe acerca de la teoría de la naturaleza de Epicuro.
Como Aristóteles, Epicuro era un empirista, lo que significa que creía que los sentidos son la única fuente de conocimiento sobre el mundo.
Derivó gran parte de su física y cosmología del filósofo atomista Demócrito.
Enseñó que el universo es infinito y eterno, donde toda la materia está formada por diminutas partículas invisibles llamadas “átomos”
Se manifiesta en contra del destino.
La naturaleza, según Epicuro, está regida por la necesidad y el azar, entendiendo éste como ausencia de causalidad debido a la desviación (parénclisis) producida por la caída de los átomos en el vacío, permitiendo así que los humanos posean libre albedrío como fundamento de la ética en un universo determinista.
Para Epicuro, el propósito de la filosofía era la búsqueda de la felicidad (eudaimonía), caracterizada por la ausencia de turbación en el alma (ataraxia) y de dolor en el cuerpo (aponía).
Epicuro establece la cuestión de los deseos como una introducción al tema de los placeres.
Los deseos se clasifican en:
- Deseos naturales, que, a su vez, pueden ser necesarios, esenciales para la vida humana, que surgen del dolor físico, como beber, comer, dormir; e innecesarios, como comer alimentos refinados o beber cuando no tienes sed.
- Deseos vanos, es decir, superfluos, que, aunque no estén satisfechos, no implican dolor físico, como la lujuria, el poder, el deseo de riquezas, etc.
El criterio para discernir los diferentes deseos es la naturaleza, que establece los límites físicos bien establecidos.
Por lo tanto, los deseos naturales necesarios tienen que ser saciados, sin embargo tenemos que tener moderación con aquellos que no son necesarios y evitar aquellos que son vanos, porque son inútiles y portadores de la infelicidad.
Su ética hedonista considera procurar el placer y evitar el dolor el propósito de la vida humana, siempre de una manera racional para evitar los excesos, pues éstos provocan un sufrimiento posterior.
Los placeres pueden ser:
- Placeres móviles (cinéticos): aquellos placeres que surgen cuando responden a una necesidad (beber cuando se tiene sed).
- Placeres estables (catastemáticos): aquellos placeres que surgen de la ausencia de dolor (el placer que sigue a la bebida).
Los placeres del espíritu son superiores a los del cuerpo, y ambos deben satisfacerse con inteligencia, procurando llegar a un estado de bienestar corporal y espiritual.
[El auténtico placer sólo se alcanza cuando se consigue la “autarquía”, el pleno dominio de uno mismo, de los propios deseos y afecciones.
El sabio será aquel que conozca las verdaderas necesidades, que deben reducirse a lo indispensable para que no nos inquieten los deseos de poseer más, ya que el verdadero placer no se halla en los bienes materiales, sino en el saber y la amistad.] (Enciclopesia Herder).
Manifestó que los mitos religiosos son falsedades que amargan la vida y que no se debe temer a los dioses porque no se preocupaban de nuestras vicisitudes.
[En cuanto a los dioses, cree que existen pero, como todo cuanto existe, también están hechos de átomos y viven en otros mundos, por lo que no son providentes ni se preocupan de nuestros actos.
Son dioses que no causan males, ni vigilan nuestros actos, ni son vengativos. Dioses sin odio que no deben inspirar ninguna clase de temor, alejados tanto de los dioses de los mitos clásicos (que Epicuro quiere desterrar), como de las elaboraciones teóricas de los platónicos, los aristotélicos y los estoicos.] (Enciclopedia Herder).
Abogó por una filosofía de vida sencilla y autosuficiente rodeada de amigos.
Otro aporte importante de Epicuro fue su filosofía respecto a la muerte.
Su pensamiento consistía en que no hay que temerle a la muerte, ya que ésta consiste en la falta de sensación, por lo que no tiene sentido sentir miedo por algo que nunca vamos a sentir.
A su vez explicó que mientras existimos, la muerte no estará presente, y cuando esté presente, nosotros no existiremos.
Aunque la mayor parte de su obra se ha perdido, conocemos bien sus enseñanzas a través de la obra “De rerum natura”, del poeta romano Lucrecio, así como a través de sus cartas, recogidas por Diógenes Laercio y fragmentos rescatados por otros filósofos como Filodemo de Gadara, Diógenes de Enoanda, Séxto Empírico, Séneca, Plutarco y Cicerón.
El epicureísmo alcanzó la cima de su popularidad durante los últimos años de la República romana.
Se extinguió a finales de la antigüedad, sujeto a la hostilidad del cristianismo primitivo.
A lo largo de la Edad Media, Epicuro fue recordado popularmente, aunque de manera inexacta, como un patrón de borrachos, prostitutas y glotones.
Sus enseñanzas gradualmente se hicieron más conocidas en el siglo XV, pero no se volvieron aceptables hasta el siglo XVII con figuras como Walter Charleton y Robert Boyle.
Su influencia creció considerablemente durante y después de la Ilustración, impactando profundamente las ideas de pensadores modernos como Pierre Gassendi, John Locke, Thomas Jefferson, Jeremy Bentham, Karl Marx y Michel Onfray.
(Wikipedia)
Carta a MENECEO
“Cuando se es joven, no hay que vacilar en filosofar, y cuando se es viejo, no hay que cansarse de filosofar.
Porque nadie es demasiado joven o demasiado viejo para cuidar de su alma. Aquel que dice que la hora de filosofar aún no ha llegado, o que ha pasado ya, se parece al que dijese que no ha llegado aún el momento de ser feliz, o que ya ha pasado.
Así pues, es necesario filosofar cuando se es joven y cuando se es viejo: en el segundo caso para rejuvenecerse con el recuerdo de los bienes pasados, y en el primer caso para ser, aun siendo joven, tan intrépido como un viejo ante el porvenir.
Por tanto hay que estudiar los medios de alcanzar la felicidad, porque cuando la tenemos, lo tenemos todo, y cuando no la tenemos lo hacemos todo para conseguirla.
Por consiguiente, medita y practica las enseñanzas que constantemente te he dado, pensando que son los principios de una vida bella.
En primer lugar, debes saber que Dios es un ser inmortal y bienaventurado, como indica la noción común de la divinidad, y no le atribuyas nunca ningún carácter opuesto a su inmortalidad y a su bienaventuranza. Al contrario, cree en todo lo que puede conservarle esta bienaventuranza y esta inmortalidad. Porque los dioses existen, tenemos de ellos un conocimiento evidente, pero no son como cree la mayoría de los hombres. No es impío el que niega los dioses del común de los hombres, sino al contrario, el que aplica a los dioses opiniones de esa mayoría. Porque las afirmaciones de la mayoría no son anticipaciones (prenociones), sino conjeturas engañosas.
De ahí procede la opinión de que los dioses causan a los malvados mayores males y a los buenos los más grandes bienes. La multitud acostumbrada a sus propias virtudes, sólo acepta a los dioses conformes con esta virtud y encuentran extraño todo lo que es distinto de ella.
En segundo lugar, acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros, puesto que el bien y el mal no existen más que en la sensación.
Un conocimiento exacto de este hecho, que la muerte no es nada para nosotros, permite gozar de esta vida mortal evitándonos el deseo de la inmortalidad.
Pues en la vida no hay nada temible para el que ha comprendido que no hay nada temible en el hecho de no vivir. Es necio quien dice que teme la muerte, no porque es temible una vez llegada, sino porque es temible el esperarla. Porque si una cosa no nos causa ningún daño en su presencia, es necio entristecerse por esperarla.
Así pues, el más espantoso de todos los males, la muerte, no es nada para nosotros porque, mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte exista, nosotros ya no somos. Por tanto la muerte no existe ni para los vivos ni para los muertos, porque para los unos no existe, y los otros ya no son.
La mayoría de los hombres, unas veces teme la muerte como el peor de los males, y otras veces la desea como el término de los males de la vida. [El sabio, por el contrario, ni desea] ni teme la muerte, ya que la vida no le es una carga, y tampoco cree que sea un mal el no existir.
Igual que no es la abundancia de los alimentos, sino su calidad lo que nos place, tampoco es la duración de la vida lo que nos agrada, sino que sea grata.
En cuanto a los que aconsejan al joven vivir bien y al viejo morir bien, son necios, no sólo porque la vida tiene un encanto, incluso para el viejo, sino porque el cuidado de vivir bien y el cuidado de morir bien son lo mismo.
Y mucho más necio es aún aquel que pretende que lo mejor es no nacer, “y cuando se ha nacido, franquear lo antes posible las puertas de Hades”. Porque, si habla con convicción, ¿por qué él no sale de la vida? Le sería fácil si está decidido a ello. Pero si lo dice en broma, se muestra frívolo en una cuestión que no lo es.
Así pues, conviene recordar que el futuro ni está enteramente en nuestras manos, ni completamente fuera de nuestro alcance, de suerte que no debemos ni esperarlo como si tuviese que llegar con seguridad, ni desesperar como si no tuviese que llegar con certeza.
En tercer lugar, hay que comprender que entre los deseos, unos son naturales y los otros vanos, y que entre los deseos naturales, unos son necesarios y los otros sólo naturales.
Por último, entre los deseos necesarios, unos son necesarios para la felicidad, otros para la tranquilidad del cuerpo, y otros para la vida misma.
Una teoría verídica de los deseos refiere toda preferencia y toda aversión a la salud del cuerpo y a la imperturbabilidad (ataraxia) del alma, ya que en ello está la perfección de la vida feliz, y todas nuestras acciones tienen como fin evitar a la vez el sufrimiento y la inquietud. Y una vez que lo hemos conseguido, se dispersan todas las tormentas del alma, porque el ser vivo ya no tiene que dirigirse hacia algo que no tiene, ni buscar otra cosa que pueda completar la felicidad del alma y del cuerpo. Ya que buscamos el placer solamente cuando su ausencia nos causa sufrimiento. Cuando no sufrimos, no tenemos ya necesidad del placer.
Por ello decimos que el placer es el principio y el fin de la vida feliz. Lo hemos reconocido como el primero de los bienes y conforme a nuestra naturaleza, él es el que nos hace preferir o rechazar las cosas, y a él tendemos tomando la sensibilidad como criterio del bien.
Y puesto que el placer es el primer bien natural, se sigue de ello que no buscamos cualquier placer, sino que en ciertos casos despreciamos muchos placeres cuando tienen como consecuencia un dolor mayor.
Por otra parte, hay muchos sufrimientos que consideramos preferibles a los placeres, cuando nos producen un placer mayor después de haberlos soportado durante largo tiempo.
Por consiguiente, todo placer, por su misma naturaleza, es un bien, pero todo placer no es deseable. Igualmente todo dolor es un mal, pero no debemos huir necesariamente de todo dolor. Y, por tanto, todas las cosas deben ser apreciadas por una prudente consideración de las ventajas y molestias que proporcionan.
En efecto, en algunos casos tratamos el bien como un mal, y en otros el mal como un bien.
A nuestro entender la autarquía es un gran bien.
No es que debamos siempre contentarnos con poco, sino que, cuando nos falta la abundancia, debemos poder contentarnos con poco, estando persuadidos de que gozan más de la riqueza los que tienen menos necesidad de ella, y que todo lo que es natural se obtiene fácilmente, mientras que lo que no lo es se obtiene difícilmente.
Los alimentos más sencillos producen tanto placer como la mesa más suntuosa, cuando está ausente el sufrimiento que causa la necesidad; el pan y el agua proporcionan el más vivo placer cuando se toman después de una larga privación.
El habituarse a una vida sencilla y modesta es pues un buen modo de cuidar la salud y además hace al hombre animoso para realizar las tareas que debe desempeñar necesariamente en la vida. Le permite también gozar mejor de una vida opulenta cuando la ocasión se presente, y lo fortalece contra los reveses de la fortuna.
Por consiguiente, cuando decimos que el placer es el soberano bien, no hablamos de los placeres de los pervertidos, ni de los placeres sensuales, como pretenden algunos ignorantes que nos atacan y desfiguran nuestro pensamiento.
Hablamos de la ausencia de sufrimiento para el cuerpo y de la ausencia de sufrimiento para el alma.
Porque no son ni las borracheras, ni los banquetes continuos, ni el goce de los jóvenes o de las mujeres, ni los pescados y las carnes con que se colman las mesas suntuosas, los que proporcionan una vida feliz, sino la razón, buscando sin cesar los motivos legítimos de elección o de aversión, y apartando las opiniones que pueden aportar al alma la mayor inquietud.
Por tanto, el principio de todo esto, y a la vez el mayor bien, es la sabiduría. Debemos considerarla superior a la misma filosofía, porque es la fuente de todas las virtudes y nos enseña que no puede llegarse a la vida feliz sin la sabiduría, la honestidad y la justicia, y que la sabiduría, la honestidad y la justicia no pueden obtenerse sin el placer. En efecto, las virtudes están unidas a la vida feliz, que a su vez es inseparable de las virtudes.
¿Existe alguien al que puedas poner por encima del sabio? El sabio tiene opiniones piadosas sobre los dioses; no teme nunca la muerte, comprende cuál es el fin de la naturaleza, sabe que es fácil alcanzar y poseer el supremo bien, y que el mal extremo tiene una duración o una gravedad limitadas.
En cuanto al destino, que algunos miran como un déspota, el sabio se ríe de él. Valdría más, en efecto, aceptar los relatos mitológicos sobre los dioses que hacerse esclavo de la fatalidad de los físicos: porque el mito deja la esperanza de que honrando a los dioses los haremos propicios, mientras que la fatalidad (el destino) es inexorable.
En cuanto al azar (fortuna, suerte), el sabio no cree, como la mayoría, que sea un dios, porque un dios no puede obrar de un modo desordenado, ni como una causa inconstante. No cree que el azar distribuya a los hombres el bien y el mal, en lo referente a la vida feliz, sino que sobre la suposición de que él aporta los principios de los grandes bienes o de los grandes males, considera que vale más mala suerte razonando bien que buena suerte razonando mal. Y lo mejor en las acciones es que la suerte dé el éxito a lo que ha sido bien calculado.
Por consiguiente, medita estas cosas y las que son del mismo género, medítalas día y noche, tú solo y con un amigo semejante a ti. Así nunca sentirás inquietud ni en tus sueños, ni en tus vigilias, y vivirás entre los hombres como un dios. Porque el hombre que vive en medio de los bienes inmortales ya no tiene nada que se parezca a un mortal.
(Epicuro. Carta a Meneceo. R. Verneaux. Textos de los grandes filósofos. Edad Antigua. Herder. Barcelona. 1982).
Segovia, 6 de abril del 2024
Juan Barquilla Cadenas.