LA ÉTICA ESTOICA: MAX POHLENZ

LA ÉTICA ESTOICA: MAX POHLENZ

Ahora que el “estoicismo” está de nuevo de moda me ha parecido bien exponer lo que dice Max Pohlenz de la ética estoica en su libro “La Stoa. Historia de un movimiento espiritual”.

La ética griega es “eudaimonista”.

Toda planta y todo animal portan en sí una determinación que satisfacen cuando llevan a la madurez las disposiciones que por naturaleza habitan en su interior.

De igual modo, el hombre sólo debe desarrollar plenamente su peculiar esencia para alcanzar el mejor estado que le es posible, la areté, y en ella también debe residir su eudaimonía (felicidad).

La palabra “eudaimonía” proviene de la esfera religiosa e indica originariamente que el hombre tiene un buen daimon (divinidad inferior) por el que es guiado.

Los discípulos de Sócrates experimentaron qué es la “eudaimonía” el día en que el maestro afrontó su inmerecida muerte con la calma y la alegría en él habituales, porque tenía conciencia de que el daimon al que había seguido toda su vida voluntaria y fielmente también ahora lo conducía al bien.

La “eudaimonía” es una actitud interna que crea su alegría a partir de la armonía anímica y de la conciencia de satisfacer una determinación asignada por Dios.

En el siglo IV a. de C. la pregunta por la meta vital y la “eudaimonía” del hombre había adquirido cada vez más importancia.

Para la filosofía ática la “polis” (ciudad –estado) era el espacio vital y el hombre era un “ser político” que sólo puede alcanzar su determinación (su realización) dentro de la comunidad de la “polis”.

Sin embargo, en la época helenística (323 a. de C. – 30 a. de C.), las vinculaciones (con la “polis”) se aflojan paulatinamente en todas partes.

Podemos reconocer esto de la mejor manera en la forma en la que se concibió la naturaleza del hombre, cuando Espeusipo, sucesor de Platón en la “Academia”, definió la “eudaimonía” como la actitud vital perfecta en el disfrute de los bienes “conforme a la naturaleza” y cuando Teofrasto empleó el concepto “conforme a la naturaleza” (Κατὰ φύσιν) como criterio de valor tanto para la conducta del hombre como para las circunstancias vitales en las que debe desarrollarse la virtud para alcanzar la “eudaimonía”.

Ya entonces sobrevolaba ante ellos la naturaleza del hombre individual, al margen también de la comunidad.

Pero esto significa la penetración de corrientes del pensamiento foráneas.

Así lo atestigua con toda claridad el lugar más temprano en el que en la Academia aflora el término “vida conforme a la naturaleza”.

En el décimo libro de las “Leyes”, el último Platón pone la base para sus concepciones teológicas, en la medida en que demuestra la preeminencia de lo espiritual sobre lo corporal, y lo hace polemizando contra el materialismo que había planteado el programa de una “vida conforme a la naturaleza”, pero que había enjuiciado incorrectamente la naturaleza; y el joven Aristóteles, en su “Protréptico”, partiendo de la misma posición, se había decantado por el “conocimiento” como el fin humano señalado por la naturaleza.

Platón indica de dónde proviene el lema enemigo, señalando a su manera las conexiones histórico-espirituales.

Se remonta a la lucha que en su juventud mantuvo contra aquellos que defendían el derecho natural del hombre singular más fuerte y, en efecto, ya entonces Antifonte, frente a la autoridad estatal y la ética social, había encontrado la medida para la acción en la verdadera naturaleza del hombre tal y como ésta se manifiesta en los impulsos e instintos egoístas y en el deseo de placer del hombre concreto.

Tales “corrientes apolíticas” se mantuvieron a lo largo de todo el siglo IV a. de C.

Incluso un hombre de ciencia, como Eudoxo, que estaba muy próximo a Platón, se sintió obligado a reconocer que el “placer” debe ser el bien supremo, puesto que todos los seres aspiran a él.

Tal teoría no habría podido desarrollarse sobre el suelo de un pensamiento comunitarista.

Así lo apercibió Aristóxeno, que en un diálogo introduce a un hedonista completamente asocial y le hace decir que las virtudes son invenciones humanas que se alejan mucho de la naturaleza: “Cuando la naturaleza hace oir su propia voz, nos dice que debemos entregarnos al placer, y así lo hace el hombre que sabe. Quien se opone a esto no comprende cuál es la estructura de la naturaleza humana.”

Era una necesidad histórica que la filosofía helenística enlazara con tales teorías, cuando, tras la caída de la “polis”, avanzó en la reconstrucción de la ética, así como que determinara el fin del hombre desde la esencia del individuo.

Epicuro, predispuesto al quietismo y siempre enfermizo, encontró la “eudaimonía” en una tranquilidad del ánimo no perturbada por ninguna inquietud y ningún dolor, que él concebía como el máximo placer y que Eudoxo derivaba a partir del deseo originario de placer de todo ser vivo.

El adversario más peligroso de Epicuro fue Zenón, creador del estoicismo.

A los ojos de Zenón, quien parte del instinto que une al hombre con el animal lo degrada al nivel de las bestias.

El hombre es diferente del animal según su Physis, su esencia está caracterizada por el logos (la razón) y debe alcanzar su determinación mediante la consumación de esta esencia.

Quien como Epicuro considera el espíritu del hombre sólo como medio para alcanzar el placer animal, arrebata su sentido a la vida humana.

Sólo el “logos” puede indicar al hombre su fin y conformar correctamente su vida.

“Todo ser – explica Séneca en una carta (76, 8-10) – tiene un bien que le es propio, al que está predispuesto por naturaleza y según el cual es valorado: para la vid, fructificar y el sabor que tiene el vino; para el perro, el olfato y la bravura. ¿Cuál es la esencia peculiar del hombre? La razón. Gracias a ella sobrepasa a los animales y sigue a los dioses. Cuando la mantiene firme y está plenamente desarrollada, entonces, gracias a ella, se cumple la felicidad del hombre”.

Zenón estaba convencido de que Epicuro procedía correctamente desde el punto de vista metodológico. Si desea determinarse el fin último de la acción humana, debe alcanzarse ante todo claridad sobre los instintos originarios de su naturaleza.

Pero mientras que, tanto Epicuro como Eudoxo, se daban por satisfechos con la concepción generalizada de que todos los seres vivos aspiran al placer, Zenón por primera vez, se planteó con rigor el problema filosófico: “Cuál es, según la estructura del ser vivo, su primer instinto y cómo se desarrolla en el hombre gracias a su naturaleza racional?”

La respuesta la dio con la teoría de la “apropiación”, de la “oἰkeiosis”, que conformó para siempre el fundamento de la ética estoica.

Zenón desarrolló sus ideas fundamentales sobre ética en dos obras, “Sobre la vida conforme a naturaleza” y “Sobre la naturaleza del hombre”, y de la segunda sabemos con toda seguridad que en ella partía de la “Physis universal” que procede según las mismas leyes en todas partes, en el reino vegetal, en el animal y en el humano, y que en todas partes persigue el mismo fin, si bien por distintos caminos.

El “ser vivo” se diferencia de las “plantas” por el alma, cuya primera manifestación es la “percepción”. Pero tan pronto como aquél percibe algo blanco o caliente, también tiene conciencia del proceso interno por el que le afecta lo blanco o lo caliente. Así pues, con la percepción externa se enlaza, desde el nacimiento, una “copercepción interna”, synaisthesis, una conciencia del propio yo, y a partir de esta “autopercepción” nace el primer movimiento activo anímico en la dirección hacia un objeto, esto es, el primer instinto. Consiste en un volverse hacia el propio ser, que se siente como perteneciente a sí mismo, οἱκεῖον, y que se lo “apropia”: la “oἰkeiosis”.

Pero, puesto que la “autopercepción” necesariamente está acompañada por un sentimiento de bienestar (εὐαρέστησις), el amor a sí mismo también es innato en el ser vivo y este amor se manifiesta en la práctica en el “instinto de conservación” que busca todo lo que fomenta la propia existencia y evita lo contrario.

Algo análogo observamos en el “reino vegetal” cuando la vid se agarra al palo como con sus propias manos y evita la proximidad de la berza, incompatible con su crecimiento.

Pero aquí es la providente naturaleza universal la que desde sí dirige el crecimiento. En el “ser vivo”, junto con la conciencia de sí, también ha implantado el “instinto de cuidar por sí mismo del mantenimiento y desarrollo de su esencia”.

La “autopercepción” no sólo se extiende al ser total como tal. Todo animal también tiene desde su nacimiento una conciencia de su estructura corporal, de sus miembros y de sus funciones naturales.

Apenas el patito ha salido del huevo, se lanza al agua y nada. De nadie lo ha aprendido sino de la propia naturaleza. Usar sus miembros le procura placer.

El niño tampoco se asusta del dolor que se produce al caer y no descansa hasta que ha aprendido a andar erecto, que es para lo que la naturaleza le ha determinado.

Así pues, Epicuro se equivocaba cuando consideraba el placer como objeto del primer instinto; sólo es una sensación concomitante que surge cuando actuamos o nos conducimos de una manera conforme a nuestra naturaleza.

El primer instinto se dirige al mantenimiento y desarrollo de nuestra esencia dada por naturaleza.

De esta esencia forman parte la salud y la fuerza, pero asimismo la belleza del cuerpo, la construcción (la constitución) normal del cuerpo y de sus miembros, el funcionamiento correcto de los órganos de los sentidos, también las disposiciones anímicas como la memoria y la inteligencia y su realización en el conocimiento. Son las “primeras cosas conforme a naturaleza”, Τὰ πρῶτα κατὰ φύσιν.

Puesto que la naturaleza nos ha implantado el deseo de ellas, deben ser dignas de ser apetecidas por sí mismas.

Representan los primeros “valores” para el hombre. Pues la vuelta hacia el propio yo hace que no sólo percibamos las cosas externamente, sino que también las pongamos en relación con nuestra propia esencia y las valoramos según la favorezcan o no.

Así pues, junto con la oἰkeiosis , en el “ser vivo” también es innata la tendencia a “valorar”.

En un principio ésta es puramente instintiva y en el “animal” siempre queda en este nivel.

Pero ya el niño, gracias a su disposición (capacidad) racional, se eleva sobre él en la medida en que, por encima de las meras “representaciones de valor”, alcanza “conceptos de valor”. Reconoce poco a poco, que “útil” y “bueno” debe ser aquello que favorece y mantiene su existencia, mientras que lo contrario es “dañino” y “malo”.

En un principio estos conceptos aún son confusos y difusos, y para conservar su existencia el niño, como es natural, sólo puede recurrir vagamente a su naturaleza todavía no desarrollada y predominantemente animal. Pero cuando en el curso de los años se forma el “logos” y toma conciencia de sí mismo, la oἰkeiosis se vuelve hacia el “logos” como la verdadera esencia del hombre y en el puro desarrollo de la razón reconoce aquello que para el hombre es verdaderamente “conforme a la naturaleza” y “bueno”.

Así pues, la investigación del instinto originario de la naturaleza humana conduce a un resultado completamente diferente del que Epicuro había presupuesto.

El primer deseo no se dirige hacia el placer y el fin del hombre no puede ser el placer o la sensorialidad, sino el desarrollo de su peculiar esencia, la razón.

Igualmente errónea es la construcción epicúrea de la ética a partir del egoísmo natural del hombre.

Sin duda, el amor a sí mismo es un rasgo fundamental de la esencia humana, pero la oἰkeiosis del que procede aún tiene otro aspecto. El mismo animal también porta en sí el amor a su prole, que forma parte de su propio ser y cuida de ella al margen de cualquier motivo egoísta, sacrificando su propio provecho, incluso su propia vida, hasta que está en condiciones de mantenerse por sí misma.

Gracias a su naturaleza racional, la oἰkeiosis en el hombre, va más allá de la propia descendencia. También se dirige a los restantes “parientes”, abarca entonces círculos más amplios y finalmente se extiende a toda la humanidad, porque en todo ser racional encuentra a un “pariente” con el que no sólo le une “la igualdad externa de las condiciones vitales”, sino también un “sentimiento natural de afinidad”. Éste está profundamente enraizado en la naturaleza humana.

Para la sensibilidad helenística era en exceso estrecha la concepción de Aristóteles del hombre como un ser vivo destinado a vivir en la “polis”.

Para la Stoa, el hombre también es un “ser comunitario”, un κοινωνικὸν ζῶον. Sólo en la comunidad puede existir. Hacia ella lo dirige su sentimiento innato a integrarse en ella y contribuir a su mantenimiento es la tarea que le impone la naturaleza y la ley racional que todo lo abarca.

Aquí comienza la esfera específicamente humana de la moralidad. El animal está excluido de ella. Podemos señalar en él estadios previos y analogías, podemos alegrarnos de la fidelidad del perro, admirar el espíritu de lucha del toro y del gallo, constatar un cierto sentido comunitario entre las abejas y las hormigas; pero sólo el hombre puede actuar moralmente. Sólo él, gracias a la “razón”, puede construir su vida siendo consciente de un fin y según principios firmes.

Sólo él no vive en la representación del instante, sino que enlaza el pasado y el futuro con el presente, ve la conexión entre causa y efecto, sopesa las consecuencias en cualquier acción y decide tras una reflexión racional sobre su posición vital global.

El hombre decide libremente; pero justo por ello es responsable de sus decisiones. Por ello, sólo él tiene una conciencia moral en su pecho, lo cual lo llena de satisfacción si realiza ciertas acciones, si lleva a cabo otras, su cara enrojece de vergüenza.

Sólo su pensar y su conducta están sometidos al juicio de valor de sus congéneres, cuyo “consensus” reconoce como “bellas”, como καλά, las acciones que se corresponden con la naturaleza humana y con la ley de la razón, y reprocha las contrarias como “feas”, αἰσχρά.

Así, en efecto, llamaban los helenos a lo que nosotros designamos como “moralmente bueno” o “moralmente malo”.

Pero la moralidad no es algo que dependa, por ejemplo, de juicios ajenos; forma parte de la naturaleza del hombre.

El hombre obra moralmente cuando supera el egoísmo natural y antepone la utilidad de la comunidad. Pero tampoco aquí puede haber ningún conflicto con lo “bueno”, puesto que también su bienestar depende de la comunidad.

Aún más importante es lo siguiente: lo moral es, en sí mismo, la culminación de la razón, que debe ser el bien supremo del hombre. “Sólo lo moral es un bien”, μόνον τὸ καλὸν ἀγαθόν, tal es, por tanto, la piedra angular de la ética estoica.

Para Zenón, la vida conforme a la naturaleza no puede ser otra que la vida según el “logos”. Y ésta, a su vez, se identifica con la vida moral.

Sólo así el hombre consuma su esencia, alcanza el mejor estado que le es posible, la areté , y por medio de ella alcanza la “eudaimonía” (la felicidad). Pues ésta no puede depender de cualquier circunstancia vital externa.

Los verdaderos valores deben residir en nosotros mismos y la acción anímica correcta debe bastar para asegurarnos el “buen fluir de la vida”, la εὐροιαβίου, como Zenón gustaba decir.

La meta (τέλος) del hombre es el ὁμολογουμένως ζῆν, “una vida coherente en sí misma”.

En su escuela, la fórmula se explicó señalando que Zenón quería decir “la vida según un “logos” único que está en coherencia consigo mismo; pues es infeliz quien vive en una escisión interna”.

Así podemos parafrasear el sentido de la expresión: el fin del hombre es una vida de coherencia interna bajo la guía del “logos”.

De manera análoga, ya Platón había encontrado la salud y el mejor estado del alma en la armonía de las capacidades anímicas bajo la guía de la razón.

Zenón tenía a la vista como ideal la imagen de Sócrates que “siempre es el mismo” y que en todas las circunstancias de la vida conservó la misma seguridad a la hora de actuar y la misma actitud afirmadora de la vida. Este ideal ejerció su influencia durante mucho tiempo.

Toda la fundamentación de la ética estoica es por entero una realización personal y creadora de Zenón.

LA DUPLICIDAD DE LA NATURALEZA HUMANA

Zenón quería desarrollar la ética a partir de la “physis” del hombre.

Manifiestamente, el punto de partida de su pensamiento fue que la “esencia” específica del hombre es su “logos” (razón).

Le era obvio que al igual que sucede en las plantas y los animales, también en el hombre la “physis” sólo puede enjuiciarse una vez que ha madurado y que a partir de aquí deben determinarse sus tareas y su fin.

Pero también el niño es ya, en efecto, un ser humano, si bien no totalmente desarrollado. Posee en sí la disposición hacia la razón, pero por el momento todavía se encuentra por completo en el nivel del animal.

La “physis” a la que se dirige el “instinto” es en primera línea la “physis universal animal”; para los recién nacidos son “conforme a la naturaleza” el estado normal y el normal funcionamiento de su cuerpo y sus miembros.

Sin duda, éstas son sólo “las primeras cosas conforme a la naturaleza” y Zenón acuñó esta expresión para indicar de antemano que estas cosas sólo representan un estadio previo y que hay algo superior, más valioso, que se corresponde con la verdadera naturaleza del hombre.

Con todo, el cuerpo del hombre adulto también es algo que forma parte de su existencia.

Así pues, la “physis” (la naturaleza) del hombre también abarca, junto con la razón, una parte animal.

Desde luego, se trata tan sólo del fundamento y de la condición existencial para el desarrollo de su esencia específica y sólo como tal debe valorarse.

La Stoa enseñó que sólo en torno a los siete años el “logos” comienza a funcionar de una manera autónoma y que alcanza plena madurez a la par que el cuerpo.

Así pues, por “physis” del hombre los estoicos entienden en parte sólo su esencia específica, su naturaleza racional, pero en parte también la naturaleza animal o incluso esta última en exclusiva.

LOS VALORES. El BIEN Y LO RELATIVAMENTE VALIOSO

Antes de Zenón la filosofía había partido del concepto de “bien”. Zenón tomó en consideración el concepto de “valor” y lo investigó tanto desde el lado subjetivo como desde el objetivo.

Como fundamentación de toda “valoración subjetiva” estableció el instinto innato del ser vivo a poner las cosas en relación con su propio yo y de considerarlas desde el punto de vista de si fomentan o no la propia esencia.

“Objetivamente”, encontró el valor positivo (ἀξία) en aquello que es conforme a la naturaleza del ser vivo y el valor negativo (ἀπαξία) en aquello que la contradice.

Se trata de lo “útil” y lo “perjudicial” que ya el animal siente instintivamente y busca o evita y que el niño poco a poco aprende conceptualmente.

El concepto de “bien” también tiene aquí su origen; no puede separarse de “lo útil”. En el sentido más general, el “bien” es “aquello que está constituido de modo tal que conlleva lo útil”, sea inmediatamente por su propia esencia, sea mediatamente por participar en ella.

El uso lingüístico habitual emplea la palabra en este sentido más amplio y también el filósofo lo admitirá en la vida cotidiana; pero el conocimiento filosófico, desde el punto de vista de los fundamentos, debe concretar que el concepto de “bien” es algo específicamente humano, acuñado por el hombre y sólo aplicable a él.

“Bueno” en sentido verdadero únicamente es aquello que ayuda al hombre a alcanzar su fin vital. Pero esto sólo puede ser aquello que fomenta su peculiar esencia, el “logos”.

Así pues, “el bien” debe circunscribirse al ámbito del “logos” y ha de determinarse en su contenido conceptual a partir de aquí.

Sin duda, la perspectiva habitual que ve “bienes” en la riqueza, el poder y en otras cosas externas está muy alejada de esta noción.

Ya Sócrates, en los diálogos, mostró una y otra vez que estas cosas no pueden ser “el bien” en sí, porque sólo obtienen su valor gracias al uso que la razón hace de ellas, y justo a partir de aquí concluyó que “el verdadero bien” sólo puede estar en nosotros mismos, en la correcta actitud frente a las cosas que la phrónesis (sabiduría práctica) nos posibilita.

Los estoicos aceptaron sin reservas esta herencia de Sócrates y la desarrollaron con ayuda de su filosofía del “logos”.

Siguiendo el espíritu de Sócrates, explicaron asimismo que “bueno” sólo es aquello que hace bueno al hombre”, esto es, únicamente “lo bueno moral” donde se manifiesta y consuma (realiza) la esencia del “logos”. Pues ésta reside en la actividad y en la libertad interior por mor de las cuales el hombre decide en sus acciones y conforma su vida atendiendo a su fin último.

Exclusivamente a “esta libre decisión” nos referimos cuando emitimos juicios de valor sobre las acciones, cuando alabamos o censuramos, y no sólo a propósito de acciones singulares buenas, sino también cuando hablamos de un hombre bueno.

Ya Aristóteles situó la esencia de la moral en el hecho de que es un “concepto de valor” según el cual nuestras acciones y nuestras conductas son “dignas de alabanza” o “merecedoras de censura”.

Los estoicos aceptaron por completo esta definición conceptual y partieron de ella para aprehender el concepto específicamente humano de “bien”.

Pero “este bien” no es otra cosa que “el bien moral”.

Es el despliegue conforme a la naturaleza, acorde con la ley propia del “logos” humano.

Así comprenderemos por primera vez de manera completa la afirmación socrática de que “los valores” residen exclusivamente en el propio hombre.

Por ello también la “eudaimonía” es un bien que el hombre alcanza mediante su obrar moral, mediante su acción en el sentido del “logos”.

Y así como el valor interno de la acción conforme a la razón no disminuye, aunque no se vea coronada por el éxito exterior, del mismo modo unas circunstancias vitales externas adversas no pueden influir sobre la “eudaimonía”.

El “bien moral” no es sólo el “bien supremo”, también es el único bien. Así pues, también debe estar en condiciones de asegurar por sí solo la “eudaimonía”.

La “virtud” es “autárquica” y por ello su posesión ofrece asimismo la seguridad de la permanencia de la “eudaimonía”, que nunca podría obtenerse si, como Epicuro, se busca en el placer y, por tanto, se hace depender de cosas externas que no están en nuestro poder.

Por ello, para la Stoa, todos los valores se concentran en la única palabra “bien”.

Además de en su propio interior, el hombre encuentra el “bien” en el “logos universal”, en la comunidad de los seres racionales, sin la cual no puede existir sin actuar moralmente conforme a su propia esencia. Por ello, también la amistad con hombres buenos y estos mismos hombres deben ser vistos como bienes, aunque, a diferencia de los valores internos, no conforman por sí mismos la “eudaimonía”, sino que ayudan a alcanzarla.

Estos son los únicos bienes que la Stoa admite:

“Todo lo que es, es o un bien o un mal, o ni lo uno ni lo otro”, y puesto que sólo el bien moral es un bien y el mal moral un mal, lo que no cae en el ámbito de lo moral pertenece a un tercer grupo, “lo indiferente”, adiaphoron, porque no contribuye ni a la felicidad ni a la infelicidad.

Pero esto no quiere decir que todas estas cosas (que no caen en el ámbito de lo moral) nos sean completamente indiferentes, ni que entre ellas no haya diferencia de valor.

Pues en este ámbito situado fuera de la moral hace valer sus derechos la “physis” animal del hombre.

La misma naturaleza ha creado al ser vivo de modo tal que algunas cosas suscitan necesariamente el deseo de poseerlas, otras lo contrario. Así pues, ella misma ha trazado diferencias de valor entre las cosas externas y actuaríamos en su contra si no quisiéramos reconocerlas asimismo para el hombre dotado de razón.

Sin duda, entre los bienes reales no pueden contarse ni tan siquiera las “primeras cosas conforme a la naturaleza”, como la salud, la fuerza corporal, la integridad de los sentidos o las disposiciones (capacidades) intelectuales. Pues no son mérito nuestro, no son “dignas de alabanza” desde un punto de vista moral, e incluso pueden perjudicar si son usadas irracionalmente. Tampoco conllevan por sí mismas la “eudaimonía”, sino que sólo son condiciones existenciales para su realización.

Pero la propia naturaleza nos dice que, en lo que hace a su valor, no están en el mismo nivel que la enfermedad o la estupidez.

Algunas cosas nos resultan por completo indiferentes: que el número de pelos en nuestra cabeza sea par o impar nada significa, tampoco para nuestra naturaleza animal.

Por lo demás, entre el gran conjunto de adiaphora, la misma “physis” ha señalado a unas positivamente, a otras negativamente: aquellas conforme a nuestra naturaleza son “preferibles” (προηγμένα); las contrarias, “rechazables” (ἀποπροηγμένα).

También el sabio preferirá estar sano a enfermo y hará todo lo posible para conservar su salud, pero sólo en la medida en que este deseo es conciliable con el deber moral.

Carecería de sentido una reflexión sobre si debería elegirse el único bien, el moral, o una cosa “preferible” sólo gracias a la naturaleza animal. El sabio, en efecto, podrá “aceptar” esta última, pero su aspirar espontáneo, su “elegir” y “tomar”, sólo se dirige a lo moral, lo único por medio de lo cual alcanza la “eudaimonía”.

Cuando la posee, incluso podrá alegrarse por un pequeño aumento de las cosas externas que representan una ventaja para su existencia animal; por otra parte, la pérdida de una gran fortuna no lo inquietará más que el extravío de un dracma. Pues estas cosas externas no afectan a su “eudaimonía”.

LA CONDUCCIÓN DE LA VIDA. MORALIDAD ABSOLUTA Y RELATIVA

Todo ser vivo alcanza su máxima capacidad productiva y su mejor estado posible cuando desarrolla plenamente su naturaleza. El griego denomina a esto la areté.

Según la Stoa, en sentido estrictamente filosófico, este concepto, al igual que el de “bien”, sólo debe aplicarse al hombre, cuya naturaleza racional se consuma en la “virtud”. El hombre está predispuesto hacia ella mediante las fuerzas germinativas del “logos” que porta en sí desde su nacimiento. Por naturaleza sólo posee en sí “semillas” y “débiles chispas” y él mismo debe alcanzar la virtud con su esfuerzo. Ningún dios se las regala ni puede obtenerla mediante plegarias.

La “virtud” es una realización propia del hombre.

Pero los estoicos, con inquebrantable optimismo, sostienen que el hombre tiene fuerzas para alcanzarla.

Los estoicos admiten como un hecho de la experiencia el carácter hereditario de las capacidades anímicas incluso dentro de la totalidad de la estirpe, pero están lejos de concluir a partir de aquí que el niño viene al mundo con un acervo hereditario negativo, con una especie de “pecado original”. “En tanto que ser racional, el hombre tiene por naturaleza una inclinación hacia el bien moral”, afirma Crisipo con toda determinación; la maldad le viene de fuera. Y aquí, desde luego, las influencias perniciosas son tan poderosas que pocos pueden hacerles frente.

La primera causa de esta “inversión”, de esta διαστροφή de la esencia humana, está en las propias cosas, en el seductor estímulo que las “representaciones” ejercen sobre nuestra alma desde el primer instante. Sin duda, el “instinto originario” del hombre sólo se dirige al mantenimiento de su ser; placer y dolor sólo son fenómenos concomitantes.

Pero la primera “sensación” que el niño tiene cuando abandona el cálido seno materno es la de una especie de dolor provocado por un desacostumbrado entorno frío y el baño caliente que se le prepara despierta en él una sensación de agradable placer.

Desde entonces, todo paso por el camino de la vida, a partir de la primera hambre y su apaciguamiento, viene acompañado por el placer y el dolor. Sucede así que “estos fenómenos concomitantes” despiertan la “representación” de ser lo auténticamente digno de desearse o evitarse y que, posteriormente, todo lo que provoca placer fácilmente aleje con sus halagos del recto camino.

Este seductor poder de las “representaciones” (πιθανότης τῶν φαντασιῶν) encuentra un sólido aliado en las personas que nos rodean.

En el momento de florecimiento de la “polis”, la autoconciencia democrática dio en pensar que todos los hombres del Estado deben esforzarse en educar al niño en el espíritu de la recta ciudadanía.

Ya Platón, en su “Protágoras”, se había burlado de ello considerándolo una peligrosa locura.

Los estoicos coinciden con él: precisamente sucede lo contrario.

Con las primeras palabras de la madre y de la nodriza, comienza un trabajo educativo en parte inconsciente, pero justo por ello tanto más efectivo y peligroso.

Pronto se añaden otros parientes, la escuela, la opinión pública, eminencias como poetas, pintores y hasta las autoridades competentes. Así, según va creciendo, el niño se ve expuesto a una constante “catequesis por el medio ambiente (κατήχησις τῶν πολλῶν)”, que le persuade de que sus verdaderos bienes son el placer y las cosas exteriores que lo procuran: placer, dinero, honor y poder son las únicas cosas que conceden la felicidad.

De esta forma, las malas hierbas sofocan la buena semilla que la naturaleza ha puesto en nosotros.

La “virtud” es enseñable, pero requiere una escrupulosa autoeducación y una instrucción filosófica para que el “logos” pueda liberarse de las falsas opiniones y alcanzar el recto conocimiento.

Sólo cuando éste es fuerte hasta el extremo de mantenerse erguido frente a todos los estímulos y de conservar su libertad de acción, puede en tanto que “orthos logos” (razonamiento correcto) satisfacer su tarea.

Así pues, todo depende del “conocimiento”.

Preguntamos: “¿Dónde queda la voluntad?” Pero con ello tropezamos en un punto en el que se manifiesta una profunda diferencia entre la sensibilidad helénica y la moderna.

El hombre griego no conoce una “voluntad” que sea sólo energía psíquica, que no esté dirigida a un determinado objeto.

Su lengua ni tan siquiera tiene una palabra que se corresponda con nuestra “voluntad” entendida de esta manera.

Como es natural, el griego también conoce “el querer” y “el desear”, pero sólo de manera tal que apunte a una actividad o a un objeto determinado.

Ya cuando Homero desea describir cómo un hombre pasa a la acción, no habla de su “querer”, sino que dice con una fórmula estereotipada que tal hombre “aprehende otro pensamiento” que le muestra un fin y, a partir de aquí, nace inmediatamente para él la acción.

Para este sentir no se requiere una “función volitiva” independiente del intelecto.

Platón investiga cuidadosamente “los apetitos” que se forman en nosotros y diferencia las distintas capacidades anímicas según los diferentes objetos a los que se dirigen; pero estas capacidades no son guiadas por “una voluntad unitaria”, sino por el “conocimiento del bien” por parte del “nous” (la inteligencia), y éste muestra al hombre qué “desea” en realidad, y le indica desde sí mismo la dirección para su querer.

Para Aristóteles, la “virtud” no es ninguna “disposición de la voluntad”, sino una actitud anímica con un propósito, una ἐξις προαιρετική, y este propósito es diferente de la opinión teórica e incluye el deseo de un objeto; pero el deseo surge sobre la base de un acto intelectual mediante el cual “elegimos lo uno sobre lo otro”. “Pues después de habernos decidido tras una reflexión, deseamos en conformidad con la reflexión”.

Esta forma de pensar helénica encontró su expresión más pregnante en el principio socrático de que “la virtud” es un saber acerca del bien y del mal.

Con ello Sócrates quería decir que, sin el saber acerca de la determinación última del hombre y de los valores y disvalores de la vida, no es posible una correcta conducción de la vida; pero cuando este saber es una firme posesión del hombre, éste según su naturaleza, no puede hacer absolutamente ninguna otra cosa: debe tratar de realizar aquello que ha reconocido como bueno para sí. “Nadie yerra por su propia iniciativa”.

Que el conocimiento choca contra obstáculos en nuestro interior, que con mucha frecuencia sabemos y conocemos el bien, pero no lo hacemos, era algo que Sócrates, por su experiencia vital, sabía tan bien como la Fedra de Eurípides; pero Sócrates sólo quería indicar al hombre lo único que importa y a este respecto, en tanto que heleno, no apelaba a “la voluntad”, sino “al conocimiento”.

El difícil problema que surgía aquí ocupó tanto a Platón como a Aristóteles. Ambos percibieron que en muchas ocasiones los apetitos del alma tienen objetos que difieren de los fines indicados por el “conocimiento”. Y, por ello, aceptaron dentro del alma distintos estratos y una capacidad irracional.

También Zenón reconoció a “la vida instintiva” como una capacidad separada del alma. Sin embargo, estaba firmemente convencido de que el “logos” cognoscente no sólo debe dominar sobre los estímulos, sino también la decisión sobre su desarrollo, y Crisipo extrajo la radical conclusión de que los estímulos no son otra cosa que “juicios del logos” que desencadenan una acción práctica y un deseo. Con ello, como fundamento para el fin ético que Sócrates había señalado, se puso una teoría psicológica destinada a asegurar la soberanía exclusiva del “logos” y del dogma “la virtud es saber”.

Ya el socrático Antístenes suavizó el rígido intelectualismo que parece subyacer en este principio al afirmar que, para la felicidad, junto con la virtud, también resulta indispensable la “fortaleza de Sócrates”, y por esto él y su discípulo Diógenes destacaron incansablemente el significado del “ejercicio” para la vida moral, exigiendo endurecerse contra dolores y fatigas.

Entre los estoicos, Cleantes adoptó en particular este concepto de la fortaleza anímica (ἰσχύς).

Caracterizó la “virtud” como el tonos, como la fuerza tensional fruto de la energía del fuego que todo lo vivifica, que concede al alma la fuerza que necesita para cumplir sus tareas. Cleantes desarrolló esta idea en una obra científico-natural en la que trataba la naturaleza corpórea del alma como pneuma y consideraba los procesos psíquicos desde el lado fisiológico.

En tanto que función del “logos” y en tanto que actitud ética, también para él “la virtud” es conocimiento.

Crisipo habló a su vez en el mismo sentido del tonos del alma que da al “logos” la fuerza para afirmarse frente a los estímulos externos.

Para la Stoa era evidente que “la virtud”, al igual que cualquier arte, junto con el conocimiento teórico también requiere del ejercicio práctico y de la costumbre; pero lo decisivo es el elemento intelectual, el reforzamiento del “logos” y, como es natural, su askesis está muy alejada de la “ascesis cristiana”.

El saber sobre las cosas divinas y humanas, la sabiduría (σοφία), es fundamental y supuesto para el arte de la vida teórico y práctico; sin duda pocos alcanzan esta sabiduría y la mayoría debe contentarse con la “filosofía”, el esfuerzo por alcanzar la recta actitud del “logos”. A partir de este conocimiento del universo, se deriva el saber sobre los valores de la vida humana, el saber sobre el bien y el mal.

Se trata de la sabiduría vital práctica, la phrónesis, que se extiende en cuatro direcciones principales:

- En cuanto que phrónesis en sentido estricto, regula nuestra acción.

- En el sobrellevar dificultades y peligros, se acredita como valentía, no sólo en la batalla, sino, en general, allí donde el conocimiento moral tropieza con obstáculos; se acredita, pues, como la actitud anímica que, según la definición de Crisipo,”sufriendo y soportando, obedece sin miedo la ley suprema”.

- En la elección de las cosas dignas de ser apetecidas, la virtud se convierte en sophrosyne, en autodominio que mantiene todos los instintos acordes con el “logos”.

- Finalmente, en la relación con los congéneres, es la justicia que da a cada uno lo suyo según lo merece.

Son las cuatro virtudes cardinales que, siguiendo la antigua sensibilidad helénica, ya Platón distinguió y que, también en cuestiones más concretas, son innegables sugerencias de la filosofía ática.

Crisipo dividió estas virtudes principales en una plétora de virtudes específicas.

A la phrónesis subordinó el consejo, la ponderación, la presencia de ánimo, la sagacidad práctica, la determinación y la destreza para encontrar medios; a la sophrosyne subordinó el sentido del orden, la decencia y la aversión moral frente a la depravación; a la valentía subordinó la continencia, el persistir en aquello que es reconocido como correcto, la confianza, la nobleza de ánimo, el coraje y la firmeza; a la justicia , finalmente, subordinó la piedad, la liberalidad, el civismo y la afabilidad.

Pero este “enjambre” de virtudes no es un laxo complejo de unidades autónomas. Todas las virtudes singulares guardan entre sí una estrecha interrelación y cada una está indisolublemente unida a las restantes.

Toda acción valiente e inteligente es al mismo tiempo justa, puesto que satisface los deberes frente a la comunidad prescritos por la ley racional.

Más adelante, pero en el sentido de la Stoa antigua, Hecatón explicó esta necesaria interrelación, la antakoluthia, de las virtudes: toda virtud tiene un campo específico en el que se consuma (se realiza) su propia esencia; pero, en segunda instancia, también contribuye a la realización de las demás.

Así, la sophrosyne impone una medida y un fin a los instintos; pero sin este autodominio no son posibles ni la valentía ni la justicia y, de igual modo, estas virtudes repercuten sobre la primera. En efecto, todas las virtudes tienen como fin común la “eudaimonía” de la vida conforme a la naturaleza y sólo se diferencian por el hecho de que desean alcanzarla por caminos diferentes. Junto con el elemento práctico, todas tienen también uno teórico y presuponen de la misma manera como fundamento el saber del bien y del mal.

Crisipo mantuvo con toda firmeza la unidad de la virtud. Pues, aunque en el alma tenga mayor presencia una u otra cualidad, todas ellas dependen del estado global del “hegemonikon”. La areté como un todo no es otra cosa que el órgano central del alma en su condición perfecta.

Pues, así como en todo ser la areté está dada junto con la consumación de su naturaleza, en el hombre es, en efecto, la consumación del “logos”; no es otra cosa que el orthos logos, la actitud espiritual correcta frente a las cosas y los valores, la actitud global racional, teórica y práctica, que permanece unida aun cuando se ponga de relieve bien un rasgo, bien otro.

En cuanto que “actitud perfecta”, la virtud es una magnitud absoluta que, al igual que los conceptos de “recto” o de “verdadero”, no tolera un más o un menos. Por ello debe ser la misma en todo ser racional. O bien se posee, o bien no se posee; no hay término medio.

En tanto que consumación de nuestra esencia, la areté es un fin en sí mismo. Quien como Epicuro sólo la ve como medio para un fin y la degrada a sierva del placer, elimina su esencia y roba al hombre su humanidad.

Zenón también definió textualmente la areté como “actitud cerrada en sí” y, en esta medida, la equiparó con la armonía interna del alma que era su ideal.

En ella no sólo descansa la paz del alma y la “eudaimonía”, sino también la coherencia y la uniformidad de la acción que se pone en marcha de la misma manera en todas las circunstancias de la vida, frente a las tentaciones tanto del placer como del dolor, tanto del dinero como del poder, tanto en la enfermedad como en el campo de batalla, tanto en lo grande como en lo mínimo.

Pues, una vez que la virtud ha sido adquirida, se adueña de la totalidad del hombre y afecta a todas las manifestaciones de la vida. “El ethos – dice Zenón – es la fuente de la vida de la que fluyen las acciones singulares y que incluso se refleja en el aspecto externo”.

Hasta las más pequeñas tareas de la vida cotidiana dan testimonio del espíritu que domina la totalidad del hombre.

Toda acción es entonces un katorthoma, una acción que procede del orthos logos y que satisface las exigencias que se plantean.

Lo cual también sirve cuando la acción no se ve coronada por el éxito externo. Pues sólo importa la índole interna de la acción, la intención con la que ha sido realizada.

Para la valoración moral de la acción de quien arriesga su vida para salvar la del prójimo, es indiferente que la salvación tenga lugar o no.

Quien recibe un beneficio con recto ánimo debe estar agradecido, aun cuando no pueda devolverlo.

También es de todo punto irrelevante la amplitud externa de la acción. A Dios le agrada tanto el grano de incienso del pobre como la hecatombe del rico.

Del mismo modo que no hay diferencias entre las acciones morales como tales, tampoco las hay en sus contrarias. Con esto los estoicos no querían excluir diferencias cualitativas. Pero a la vez deseaban poder decir al más insignificante esclavo: “También estás capacitado para la perfección. Nadie está excluido de la virtud; ella se contenta con el nombre desnudo”.

Por otra parte, no basta la exterioridad de una acción para convertirla en moral. El hombre rico que da limosna por consideración a la opinión pública no por ello es virtuoso. Sólo es una katorthoma (acción moral correcta) la acción que, a partir de un firme conocimiento intelectual, se lleva a cabo puramente en atención a la determinación moral del hombre.

Entre los katorthomata que se corresponden absolutamente con las exigencias del “logos” y los “errores viciosos”, los ἀμαρτήματα, que representan su contrario, se encuentra el amplio campo de las acciones “intermedias”, de las que forman parte la mayoría de las que hacemos al servicio de nuestra existencia animal.

Pero esto no significa que entre ellas no haya diferencias de valor relativo, pues tienen distinto significado para nuestra existencia animal y, en esta medida, también para nuestra naturaleza global.

Que coja o deje de coger una paja, es de todo punto irrelevante para esta última.

Algo diferente sucede con el cuidado de nuestro cuerpo y su salud. Pues ésta nos ha sido dada por la naturaleza junto con el instinto de conservación, y sin comer ni beber no podemos existir; así pues, tampoco puede funcionar el “logos”.

Por ello, para el sabio, comer y beber son asimismo tareas morales.

No es este el caso del hombre medio; pero también para él son acciones “conforme a la naturaleza” y, así como hay objetos conforme a la naturaleza que la propia naturaleza eleva a cosas relativamente valiosas, los proegma (actos preferibles), así también hay un mandamiento natural que ordena desear tales cosas y dirigir nuestra acción a ellas; y procedemos en contra de la naturaleza cuando no lo hacemos.

Esta diferencia de valor relativo de las acciones se hace presente de una manera muy pregnante en el trato con nuestros congéneres. La naturaleza nos prescribe que nos integremos en la comunidad y actuar a su servicio y, evidentemente, desde el punto de vista moral, debe valorarse de manera diferente a su contrario, si bien no se corresponde con el patrón de medida absoluta.

En su teoría de los valores, Zenón separó con nitidez entre el bien que “elegimos” espontáneamente porque conduce al fin (τέλος) de la vida y lo relativamente valioso que sólo “aceptamos”.

De forma similar, frente a las acciones absolutamente perfectas (los katorthemata), llama kathekonta a las acciones sólo “conforme a la naturaleza” que convienen a un hombre.

En su sentido más amplio, el término (kathekonta) también puede aplicarse a animales y plantas que siguen sus condiciones existenciales naturales. Pero su auténtico ámbito es la acción humana, moral.

Los kathekonta así específicamente denominados se oponen a los katorthomata y son esencialmente diferente de ellos desde un punto de vista objetivo, porque, sin duda, son “conformes a nuestra naturaleza global”, pero, a diferencia de las “acciones virtuosas”, no contribuyen inmediatamente a alcanzar nuestro fin moral; desde el punto de vista subjetivo, son diferentes porque no proceden del saber perfecto sobre la virtud. Esta distinción desaparece a propósito de las acciones contrapuestas: todo lo que choca contra lo Kathekon, en tanto que contrario a la naturaleza, es al mismo tiempo un “error” en sentido absoluto.

En los kathekonta y los katorthomata la materia de la acción puede ser la misma; la diferencia reside en el espíritu con el que se realiza.

El soldado que por amor a la patria arriesga su vida y el rico que por altruismo da una limosna satisfacen un kathekon, y desde el punto de vista moral, deben ser valorados por encima del cobarde y del avaro.

Pero la acción sólo deviene (resulta) absolutamente “buena y bella” cuando el hombre actúa a partir de una convicción moral plena y de un firme conocimiento del verdadero bien, ante el que pospone cualquier otra consideración.

Las acciones realizadas por motivos externos carecen de todo valor moral.

Así pues, las “acciones convenientes” en sentido estricto son distintas de las “acciones virtuosas”, pero son igual de diferentes de las “acciones viciosas” que contradicen nuestra naturaleza.

Las “acciones convenientes” forman un ámbito intermedio en el que pueden actuar tanto el hombre medio como el sabio. No son “acciones perfectas, pero representan el comienzo de las mismas y, si bien tampoco son absolutamente “buenas”, deben sin embargo considerarse como “valiosas”.

Son acciones relativamente morales, puesto que reciben su norma a partir del mismo “logos”, cuyo puro despliegue es la moralidad. Lo que es “conforme a nuestra naturaleza animal” no siempre necesita estar en armonía con el fin de nuestra naturaleza racional.

Hablar y pasear son “conformes a la naturaleza”, pero no siempre están justificados ni son “convenientes” y, por otra parte, bajo ciertas circunstancias nuestro deber moral puede ser sacrificar la vida que nos ha regalado la naturaleza. Sólo el “logos” puede decidir cómo debemos actuar; sólo “lo que él elige” es una acción “conveniente”.

Zenón definió lo conveniente como “lo que desde el punto de vista del “logos” puede justificarse con motivos”.

En estas acciones el impulso viene desde el exterior, a diferencia de las acciones absolutamente morales, en las que la iniciativa reside en el propio “logos”.

Evidentemente, cuidar de nuestra salud y honrar a nuestros padres no queda a nuestro albur; lo exige la naturaleza y el “logos” y su mandato sirve para todo hombre, tanto da que esté en condiciones de cumplirlo o no con una disposición de espíritu perfecto.

Las “acciones convenientes” no son sólo, por ejemplo, toleradas, sino que son “deberes”.

LA COMUNIDAD HUMANA. LEY DE LA RAZÓN Y EL DEBER. LA MORALIDAD DE LA VIDA COTIDIANA.

Física y espiritualmente, el hombre sólo puede existir dentro de la comunidad.

La disposición a la vida en común la lleva consigo entre los “instintos originarios” de su naturaleza.

Junto con el amor al propio yo, lleva en sí desde su nacimiento el amor hacia los padres y parientes; pero también se siente ligado a los restantes hombres, formando parte de ellos.

Una vida completamente solitaria lo destruiría, también espiritualmente. Al igual que posee el instinto de aprender, también tiene el de enseñar y comunicar.

Ya el niño se alegra cuando puede regalar algo a otros.

Seguimos un instinto natural cuando ayudamos a otros.

Por ello Epicuro desconoce por completo la naturaleza humana cuando considera que el egoísmo es el único instinto originario. Sin duda, el hombre tiene desde su nacimiento el “instinto de conservación”; pero, puesto que el bien de las partes depende de la del todo, este instinto nos fuerza por naturaleza a cuidar del bien de la comunidad.

El individuo debe integrarse en la comunidad, respetar los derechos de los demás y “dar a cada uno lo que le corresponde”. Tal es la esencia de la virtud social, la justicia.

Ésta no descansa en una “regla”, sino que tiene su fundamento en la naturaleza del hombre, que desde el comienzo urge a vivir en común y que también hoy es el fundamento de la comunidad. Si el hombre sólo estuviera predispuesto egoístamente, ninguna “utilidad bien entendida” ni ningún miedo al castigo impedirían que, en caso de conflicto, pusiera por delante el propio beneficio.

De ello sólo lo protege la “conciencia moral” que tenemos en nosotros sobre la base de nuestra sensibilidad comunitaria.

Como la amistad, la justicia pierde su sentido y deviene imposible desde un punto de vista práctico, si con Epicuro, se la deriva de motivos egoístas.

La justicia no consiste en la obediencia a la “ley positiva”.

La legalidad no es la moralidad.

“Todas las leyes humanas se nutren de la única ley divina”, afirmó ya Heráclito. Para Platón, Dios es la medida de todas las cosas y el nous (inteligencia) divino, la estrella guía de toda legislación.

La Stoa también está convencida de que todo derecho terrenal, si bien no tiene un fundamento metafísico, procede en efecto de la naturaleza universal que en tanto que “logos” no sólo conforma el mundo natural, sino que también regula y determina el del espíritu.

Para el pensamiento estoico el lugar de la “polis” delimitada y singular pasa a ser ocupado por la “kosmopolis” omniabarcadora que, al igual que aquélla, necesita un nomos (ley) que la cohesione.

Y este nomos no es ningún precepto humano, es el “derecho natural” que liga a todos los hombres sobre la tierra de la misma manera.

El “derecho positivo” sólo es derecho en la medida en que está en consonancia con la ley racional.

Sólo la ley racional es intrínsicamente vinculante.

Lo que prescribe al hombre no es sino aquello que es conforme a su naturaleza y a lo que le ordena hacer su “logos” cuando está sano y es recto.

Pero este “logos” individual es, en efecto, una parte del “logos universal” y no es esencialmente diferente de él.

El katorthoma puede definirse como “lo ordenado por la ley”, pero al mismo tiempo es aquello que el sabio hace por propio impulso. En el hombre medio sucede de otra manera. En él, el “logos” está tan deteriorado por múltiples influencias que no posee el conocimiento firme de aquello que es conforme a su verdadera naturaleza y por eso sucumbe ante las tentaciones externas.

Así pues, en él las voces de su interior y el juicio del propio “logos” no bastan para encontrar el recto camino. Necesita la guía de la ley que dicta la razón universal.

Así presentan un rostro completamente diferente las “acciones convenientes por naturaleza” para el hombre, los kathekonta. Pues esta naturaleza no es la naturaleza corrompida del hombre singular, sino la “physis” según la cual, para todo hombre, en tanto que ser racional, es adecuado determinado comportamiento, tanto da que él mismo así lo perciba y que su “logos” personal decida correctamente o no.

Dar a cada uno lo suyo, honrar a los padres y poner a la patria por encima del propio bienestar son (acciones) “conforme a la naturaleza”, independientemente de cualquier actitud individual.

Zenón también creía que el hombre está predispuesto por naturaleza al bien que podía satisfacer su más elevada determinación mediante el desarrollo de su esencia.

También para él la “eudaimonía” es un fin hacia el que debe dirigirse toda acción. Pero en Zenón todo esto se confronta con otra sensibilidad. Sentía la presión de lo ya experimentado, más fuertemente incluso que el último Platón, de que en el mundo real los hombres, casi sin excepción, no desarrollan su disposición racional, de que no se apropian del conocimiento del verdadero bien y pierden así la libertad respecto de lo moral.

El concepto zenoniano de “deber” está íntimamente relacionado con toda su filosofía del “logos”. Pero de este modo irrumpe, en efecto, una nueva sensibilidad vital.

La sed de libertad y autonomía es un rasgo esencial del ser helénico y en esto se fundamenta el hecho de que la ética griega desarrolle la moralidad exclusivamente a partir de la “physis” del hombre, a partir de su propio anhelar y poder, dejando a un lado cualquier poder supremo que le prescriba su hacer desde fuera.

Para los helenos sería impensable un Zeus que crea la moralidad mediante un decálogo.

Así, el “tú debes” que Zenón introduce en la ética como principio propio es poco griego.

Pero si en su patria este mandamiento podía significar la obediencia a una divinidad trascendente y el compromiso religioso de la ética, Zenón lo transformó en la sumisión a la ley moral y, como esta ley no es diferente de aquello que la razón prescribe al hombre en su interioridad, la autonomía de la moralidad queda incólume.

A partir del amalgamiento entre una fe en un poder supremo que subyace en la acción humana y la experiencia helena de la “physis”, surgió el concepto filosófico de “deber”, que Zenón descubrió para Occidente.

El concepto estoico de “deber” se diferencia del moderno porque abarca un campo mucho más amplio.

El comer y el bañarse también forma parte de los deberes del sabio, y a los ojos de Panecio cualquier vulneración de las normas del decoro, incluso el descuido en los movimientos, la actitud o el lenguaje, chocan contra el kathekon. Pues bajo este concepto cae todo aquello que es “conforme a nuestra naturaleza humana” y es fundamental desde el punto de vista del “logos”. El concepto se fue estrechando poco a poco y fue aplicado preferentemente a las acciones que, dentro de la comunidad, la ley racional nos impone como deberes, aunque los impulsos egoístas que proceden de la naturaleza animal se alcen en contra.

Esta evolución se acentuó cuando los romanos adoptaron el concepto estoico y lo equipararon con su “officium” (deber).

La comunidad dentro de la que hemos nacido es la humana y los estoicos, ellos mismos representantes de la mezcla helenística de pueblos, se convirtieron aquí en intérpretes de la nueva sensibilidad vital que en lo fundamental percibía como iguales a todos los hombres.

Todos los hombres, en tanto que seres racionales, se distinguen netamente de cualquier animal, de que tienen idéntico equipamiento físico y espiritual, las mismas disposiciones e instintos, así como la misma determinación para llevar una vida moral.

Influido por la Stoa, Eratóstenes rechaza con firmeza como arrogancia nacionalista la división, defendida por Aristóteles, de los hombres en griegos y bárbaros. A los hombres sólo puede enjuiciárselos según su valor interno y éste no está condicionado por la pertenencia a un determinado pueblo.

Para Aristóteles aún era un dogma que el bárbaro, en tanto que poseía un menor valor espiritual, estaba destinado por la naturaleza a la esclavitud. La Stoa le contrapuso el principio posteriormente adoptado por los juristas romanos y que paulatinamente se impuso en el pensamiento occidental: “Ningún hombre es esclavo por naturaleza; todos han nacido para la libertad”. Dio a los conceptos “esclavo” y “no libre” un nuevo contenido espiritual; “Sólo es esclavo quien se convierte a sí mismo en siervo de sus deseos y de las cosas exteriores; sólo es libre quien preserva su independencia interior y por ello está en condiciones de conducir su vida según su propio parecer”.

Este sentimiento de afinidad natural que nosotros los hombres tenemos unos frente a otros también se extiende al esclavo.

Esta sensibilidad hacia la humanidad universal había sido preparada por todo el talante de la época. Incluso encontramos algo similar en Atenas, en la comedia de Menandro. En una de sus obras, Cremes, un simple ciudadano, considera su deber ocuparse del bienestar espiritual de un vecino al que apenas conoce y lo justifica con un principio que conocemos gracias a Terencio (Heaut.77) y que suena como una protesta contra el egoísmo de Epicuro: Homo sum: humani nihil a me alienum esse puto, “Soy un hombre y nada que tenga que ver con el hombre me parece ajeno”.

Los estoicos también extendieron el concepto de “polis” a los nuevos imperios y crearon así, por primera vez, el concepto universal de “Estado”.

El Estado es para los estoicos “una multitud humana que vive en un mismo territorio y es gobernada por una ley”.

Para ellos, el valor de los Estados particulares debía depender de en qué medida el derecho positivo estaba en consonancia con la ley racional universal.

Los estoicos tenían un sentido de la responsabilidad frente a la comunidad y consideraban el servicio a ésta como su deber “en tanto que algo no lo impidiera”.

En calidad de extranjeros, Zenón, Cleantes y Crisipo estaban excluidos en Atenas de la vida política y tampoco tenían una inclinación personal hacia ella.

Pero innumerables discípulos suyos estuvieron al servicio del Estado y no pocos entendieron así su tarea, como Antígono, que veía su reinado como un honroso servicio al todo.

Por lo demás, los estoicos se adaptaron completamente a la vida real y a sus exigencias. Propugnaban una actitud vital simple (sencilla). El “plato de lentejas” y el modo de vida ascética de Zenón fueron proverbiales. Pero incluso para esto el filósofo necesita dinero. Crisipo decía que en el caso de que el filósofo no fuera el propio rey, podía recibir honorarios de éste; también puede ganar su sustento trabajando en los asuntos públicos o aceptar dádivas de ricos protectores. Frente al aristocrático Platón y siguiendo el espíritu de su época, consideraba evidente que el maestro recibiera honorarios de sus discípulos.

Para los estoicos, el matrimonio y la procreación eran un deber cívico; el adulterio, en cambio, era un crimen contra la comunidad humana.

A la Stoa le preocupaban particularmente las cuestiones relativas a la educación, que es el medio para contrarrestar las malas influencias a las que el niño se ve expuesto desde el comienzo.

El sentido de la responsabilidad debe ser despertado en los niños desde temprano.

La enseñanza de las disciplinas liberales, que Zenón había declarado innecesarias en su Estado ideal, es considerada por Crisipo, frente a Epicuro, valiosa. Pero la culminación de la educación sólo la ofrece la formación consciente del “logos” por medio de la filosofía.

Respecto de la amistad, se insiste contra Epicuro, en que todo intento de derivar la amistad de motivos egoístas destruye su esencia. La amistad nace de la inclinación natural hacia nuestros congéneres y culmina en la comunidad espiritual, en la plena igualdad de ideas y sentimientos.

Incluso para la acción más pequeña de la vida cotidiana, la norma debe ofrecerla el “logos”.

LAS ENFERMEDADES DEL ALMA Y SU CURACIÓN

Presuposición de todo valorar y actuar correctos es la salud del “logos”.

Cuando falta la salud, el “logos” pierde la libertad que le es esencial y sucumbe a las pasiones, pathe.

Pathos es la modificación que el organismo corporal experimenta por una influencia externa o que, en todo caso, contraría su desarrollo natural, autónomo.

Pero pathos es también todo proceso anímico suscitado desde el exterior.

Zenón fijó por primera vez el término, investigó detenidamente la esencia de las afecciones (pasiones) y dio a toda la teoría del pathos un lugar preciso dentro de la ética.

Pues, según su concepción, las afecciones constituyen el peligro más grave para la autodeterminación del “logos” y para la conducción moral de la vida.

Para Zenón, las “percepciones” y los “sentimientos sensibles elementales” son las puertas a través de las cuales el mundo exterior penetra en los hombres.

Cleantes partió asimismo de que las afecciones tienen su origen en una capacidad específica, alógica, del alma.

También sabemos que Cleantes, para demostrar la corporalidad del alma, aludía a la estrecha interacción entre cuerpo y alma, la cual se manifiesta precisamente en las afecciones, cuando sentimos dolor anímico si el cuerpo es herido o, por otra parte, enrojecemos o palidecemos por vergüenza y miedo.

Crisipo trató de demostrar que la conciencia habitual también experimenta esta transformación y que la experiencia lo confirma.

Decimos sin más que alguien que experimenta una afección “no está en sí”, “ha perdido el sentido”, “está fuera de sí”, “ha cambiado por entero”.

A propósito de las emociones pasionales hablamos de un salirse de uno mismo, de ekstasis, hablamos de la “locura de amor” y de “estar loco por las mujeres”.

De hecho, cuando un hombre experimenta una afección se convierte en “otro”. Cuando experimenta la ira, el hombre más racional desfoga su cólera contra objetos inanimados.

El enamorado olvida todos sus principios y, al igual que aquel que sufre severos dolores, rechaza enérgicamente todo consejo racional. Deja de obedecer al “logos”, más aún, actúa conscientemente contra él. Precisamente este alejamiento del “logos” es para Crisipo el auténtico rasgo esencial de la afección, que la distingue del juicio lógico erróneo. Y, sin embargo, el “logos” no queda eliminado; el propio alejamiento es una decisión consciente, un juicio intelectual. La pasión tiene su propia dialéctica; elige conscientemente aquello que sabe que es perjudicial. “¡Dejadme morir! ¡Es lo que necesito!”, exclama en la comedia un desesperado.

Medea ve el mal que habrá de cometer, pero decide racionalmente seguir su odio contra Jasón.

Admeto conoce la inutilidad de su dolor por la muerte de Alcestis, pero cede conscientemente a él.

Pero al mismo tiempo queda claro que este alejamiento del “logos” contiene, en tanto que convicción, un juicio.

En estado normal, natural, el “logos” nunca emitiría un juicio semejante. Por eso, el pathos puede caracterizarse realmente, con Zenón, como un “movimiento irracional y antinatural del alma”.

La razón de este alejamiento del “logos” reside en la fuerza con la que una impresión externa arremete contra nosotros: la representación de un inmenso mal o de un bien que tiene significado decisivo para nuestra vida. Si esta “representación” encuentra un “logos” débil y sin fuerza de resistencia, lo subyuga, fuerza su asentimiento y se lo lleva consigo impetuosa y enteramente.

De este modo puede desarrollarse sin freno el estímulo, y así como el que corre, a diferencia del que camina, pierde el control sobre los movimientos del cuerpo, del mismo modo en la afección el instinto embriaga al “logos” del hombre y éste ya no puede ponerle ni límites ni medida.

El movimiento “irracional” no significa la total ausencia del “logos”, sino sólo un empeoramiento y una modificación patológica.

La violencia con la que una “impresión externa” nos acomete ofrece el impulso actual para el surgimiento del pathos.

Pero esta violencia sólo puede actuar si el alma carece de fuerza de resistencia, porque no tiene en sí, como firme posesión, el conocimiento de la determinación del hombre. Así pues, la verdadera causa del pathos es la ausencia de conocimiento, la agnoia. Desde el punto de vista ético, es la kakia, la depravación, y más en concreto esa subespecie suya que da alas a los instintos, el desenfreno, akolasia, la intemperantia en la traducción de Cicerón.

Desde una perspectiva fisiológica, ésta descansa en una falta de tensión, atonía, del pneuma anímico, que se contrae bajo la presión externa o que sufre otras modificaciones.

Ya antaño se había hablado ocasionalmente de la “belleza y la fuerza del alma”, y Platón incluso había aventurado la metáfora de que “el valor” representa “los músculos del alma”.

Pero sólo la Stoa desarrolló a partir de aquí una teoría sistemática, pues consideraba corpórea a la propia alma.

En particular, Crisipo desarrolló la analogía entre cuerpo y alma con una pedantería ya excesiva, en opinión de Cicerón.

Así, encontraba “la salud del alma” en la simetría y la buena mezcla de los elementos anímicos fundamentales, “la belleza” en la simetría de los juicios, “la fortaleza” en la fuerza tensional del “pneuma” anímico.

La ausencia de tal fuerza tensional es la debilidad por la que cedemos al pathos y es comparable con el estado corporal en el que irregularmente y sin causa específica sucumbimos a la fiebre.

Tal debilidad también puede manifestarse en una determinada dirección: unos tienen la disposición a caer fácilmente en la ira, otros se inclinan más al amor o a otras afecciones.

Por otra parte, a partir de las afecciones agudas pueden desarrollarse disposiciones permanentes del alma. A partir de frecuentes accesos de ira surge la iracundia, a partir de un repetido deseo de dinero nace la avaricia y por el mismo camino surgen otras “enfermedades del alma”.

Se trata de opiniones que se han apoderado de todo el organismo anímico, que se han convertido en disposiciones estables, y se han solidificado en la convicción de que aquello que en verdad no es deseable debe, sin embargo, desearse enérgicamente. Esta enfermedad también puede manifestarse en la dirección contraria, como aversión insensata, como misantropía, por ejemplo.

Si a la enfermedad se asocia un grado particular de debilidad, podemos hablar, como sucede a propósito del cuerpo, de padecimiento crónico, ἀρρώστημα.

El pathos es provocado por la “representación” de un bien o de un mal y ésta puede referirse al presente o al futuro.

A partir de aquí surge la división, ya presente en la conciencia habitual, entre las cuatro afecciones principales: “placer” (ἡδονή), “dolor” (anímico) (λύπη), diferente de πόνος (dolor corporal), “deseo” (ἐπιθυμία) y “miedo” (φόβος).

Que el deseo aparezca en la misma serie que los “sentimientos” concuerda con la sensibilidad helénica, para la que la representación de un bien futuro desencadena necesariamente el impulso de poseerlo. Pero también el pasado, al menos en un punto, reclama atención.

La experiencia muestra que el mal pasado también ejerce un efecto sobre nuestra vida anímica, al menos durante un tiempo.

En relación con su “teoría de los valores”, Zenón puso de manifiesto con gran agudeza el hecho de que la afección sólo se presenta cuando ponemos las cosas en relación con nuestro propio yo. La muerte nos deja fríos cuando atañe a alguien que nos es completamente extraño; sólo cuando lo sentimos de algún modo como una pérdida para nosotros mismos, surge en nosotros la afección.

Al igual que hicieron con las cuatro virtudes cardinales, los estoicos también subdividieron las “cuatro afecciones principales” en una multitud de subespecies.

Ya Zenón las enumeró y definió en sus lecciones y Crisipo las fijó por escrito.

Así Crisipo definió “la compasión” como el dolor por el sufrimiento inmerecido de otro, “la envidia” como el dolor por la felicidad de otro, “los celos” como el dolor por el hecho de que otro obtiene aquello que uno mismo desea, “la alegría por el mal ajeno” como el sentimiento de placer por la infelicidad de otro, “la vergüenza” como el temor ante la mala fama.

Para los estoicos “la ira” es el deseo de vengarse de aquel que sin motivo ha cometido injustica con nosotros.

Todas las afecciones son absolutamente rechazables. Pues proceden de la debilidad del “logos”, que sucumbe a las influencias de las cosas externas y renuncia a su autodeterminación y a la acción que es conforme a su esencia, de modo que la armonía interna del alma, que sólo es pensable bajo su firme dirección, se torna imposible.

Por ello, Crisipo combatió con particular energía “la teoría peripatética” que sostiene que, en la naturaleza del hombre, las afecciones están necesariamente dadas junto con la vida instintiva autónoma y que, mantenidas en sus justos límites, son una valiosa ayuda para la razón e indispensables para una correcta conducción de la vida, puesto que el juicio teórico por sí sólo no basta para la acción, sino que requiere de impulsos instintivos provocados, por ejemplo, por la ira, la compasión o el deseo de saber.

Para Crisipo, “el conocimiento de la virtud” no necesita aliados y la exigencia de mantener el pathos en sus justos límites desconoce su esencia, que consiste precisamente en no admitir límite alguno. Las afecciones no están dadas por la naturaleza, sino que son manifestaciones patológicas del “logos” que hacen que éste sea incapaz de actuar.

No cabe imaginar el poderlas dominar. El fin sólo puede ser exterminarlas. Y esto ha de ser posible porque las afecciones proceden de la libre decisión del “logos”,

Por ello, el exterminio de las afecciones es una tarea fundamental de la filosofía que, en tanto, que arte de la vida, también comprende la terapia del alma.

(Crisipo): puesto que la esencia de las afecciones consiste en un alejamiento respecto del “logos”, es vano todo intento de actuar sobre las afecciones en su primera efervescencia. Sólo cuando ésta ha cesado puede comenzar el consejo racional.

Puede entonces emplearse, sobre todo, un medio que actúa independientemente del punto de vista de la cosmovisión del afectado: puede ponerse ante sus ojos la inutilidad del dolor, la indignidad de una conducta afeminada y desbocada; también puede aludirse a hombres que soportaron ejemplarmente el mismo destino o intentar extraer argumentos de consolación a partir de la situación vital personal del afligido y así despertar paulatinamente el conocimiento de que la aparente magnitud del mal depende de una valoración subjetiva. Así, finalmente, se alcanzará aquello que para Crisipo constituye el momento decisivo: abandonar la obcecación de pensar que es justo y correcto entregarse al dolor. Medios similares se emplearán para la curación de las restantes afecciones.

Pero este consejo racional sólo actúa cuando la afección ha sido dejada atrás y, en sentido estricto, ya no existe.

Por ello, la auténtica terapia de las afecciones consiste en la profilaxis (prevención) que no permite su surgimiento.

De tal profilaxis forma parte, en particular, el prepararse mentalmente de antemano contra todos los cambios del destino. Pues nada nos afecta más duramente que un imprevisto golpe del destino.

Precisamente por ello es importante tener siempre ante los ojos de antemano el destino universal humano e integrarlo en el gran contexto del acontecer del mundo.

Entonces aceptaremos la repentina muerte de un allegado como algo necesario y conforme a la naturaleza y, por lo demás, tendremos asimismo presente que todos los acontecimientos humanos son mínimos y sin importancia, y que, por tanto, no pueden robarnos nuestro bien más preciado, la paz interior y la armonía del alma.

Así pues, debemos seguir la regla vital formulada por Crisipo de “orientar nuestra vida según la experiencia del acontecer natural”.

Ahora bien, la auténtica protección contra todas las afecciones sólo nos la proporciona el firme conocimiento de que no hay ningún bien o mal fuera de la esfera moral.

Por ello, Cleantes consideraba que despertar este conocimiento es la única cura radical efectiva. Esto se correspondía con su convicción general de que los preceptos particulares sólo tienen éxito si se enlazan con una formación filosófica general.

Así pues, la meta debe ser liberarse completamente de las afecciones, la apatheia.

Pero, a diferencia de lo que sostenía el escéptico Pisón, para los estoicos ésta no significa la insensibilidad frente a todas las impresiones del mundo externo.

Incluso cuando el sabio se libera de estas afecciones, no por ello deja de sentir y desear. Siente cuando su pie es amputado, pero no forma la “representación” de que le ha alcanzado un mal. Va al médico porque desea estar sano y la muerte de un amigo no le resulta del todo indiferente. Pero el instinto así provocado no puede perturbar la armonía de su alma, porque se mantiene en los límites marcados por el “logos”.

El sabio tiene la conciencia de que en su conocimiento posee el máximo bien; pero esto no desencadena en él un apasionado sentimiento de placer, sino sólo una pura alegría.

Pues junto con las afecciones patológicas hay también reacciones sanas, sentimientos correctos, que más adelante, y de manera no del todo lógica, los estoicos llamaron εὐπαθειαι.

Éstas son provocadas por la representación verdadera de un bien o un mal, y por ello, en sentido estricto, sólo pueden atribuirse al sabio.

En ellas, el lugar de la hedoné (“el placer”) lo ocupa la alegría en tanto que elevación racional de un alma que se sabe en posesión del verdadero bien (χαρά); el del “apetito”, el deseo racional (βούλησις); el del “temor”, la precaución en tanto que rehusar racional ( ἔκκλισις).

En el sabio, sólo “el dolor” carece de homólogo opuesto, puesto que no le alcanza mal alguno cuya “representación” pudiera provocar dolor.

También existen subespecies de las eupatheiai.

La “benevolencia”, que desea al otro el bien por mor de sí mismo, es a su vez conforme a la naturaleza y está tan justificado como la “vergüenza moral” ante una justa censura, el aidos, mientras que el sentimiento afectivo de vergüenza, en tanto que miedo ante la mala fama, la aischyne, es condenable.

A diferencia, por ejemplo, de la ataraxia epicúrea, la apatheia estoica no significa la renuncia a la actividad; al contrario: debe posibilitar la correcta actividad del “logos”. “No debemos tomar sobre nosotros el dolor de los otros por mor de ellos, sino en caso de poder, liberarlos del dolor”, dice Cicerón siguiendo a Crisipo para justificar la tan discutida condena de la compasión.

En general, la apatheia estoica no es tan rígida e intransigente como la presentaban sus adversarios.

Pero tiene, en efecto, un carácter negativo y poco en ella cabe percibir de una alegría vital positiva.

Es áspera y estricta como el fundador de la escuela y, en la forma que Crisipo dio a la teoría, al repudio, como doctrina de todo sentimentalismo, se asocia una infravaloración del cuerpo y de la sensorialidad, que de inmediato encontró una fuerte oposición entre los griegos.

NECIOS Y SABIOS. EL HOMBRE IDEAL

En principio, los estoicos sólo admiten en su ética el “o lo uno o lo otro”.

Sólo la virtud, que lleva a la felicidad, es un bien, todo lo demás no lo es. El hombre posee o no posee esta virtud.

No sorprende entonces que también dividan a los hombres en su totalidad en dos grupos, los sabios, que están en firme posesión del conocimiento y llevan una vida perfecta y feliz, y los necios, que, lastrados con el mayor mal, la insipiencia, son incapaces de acciones perfectas y viven en la máxima miseria.

Entre las paradojas que más desacreditaron a la Stoa se encuentra el principio de que todos los errores son iguales entre sí. Y Cicerón podía contar con las necesarias risas de los íntegros jueces romanos, cuando les decía que su adversario Catón defendía la teoría de que se comete el mismo delito tanto si injustificadamente se retuerce el cuello de un gallo como el del propio padre.

Con ello, sin embargo, la Stoa sólo quería inculcar enérgicamente que el error es un concepto absoluto, que al igual que “verdadero” o “recto”, no admite un más o un menos.

Ya por motivos pedagógicos, los estoicos, a propósito del hombre individual, también reconocieron que en modo alguno permanece siempre por igual en el estado de insipiencia, sino que puede evolucionar a mejor.

Así, hablaron con frecuencia del “progreso moral”, de la προκοπή, y ya Zenón observó con agudeza sus diversos estadios.

Los sabios y los necios están claramente separados.

Conocimiento e insipiencia afectan a toda la existencia.

Todos los necios son “enfermos de espíritu”, puesto que les falta la salud del “logos” y hasta carecen de claridad acerca de su propia esencia y determinación.

En el sabio el “logos” está sano y fuerte y, en inviolable posesión del recto conocimiento, puede mantenerse erguido frente a todas las influencias perturbadoras.

El sabio nunca sufre afección alguna; es un ἀπαθής.

Ningún golpe del “destino” puede robarle la tranquilidad de su ánimo. Pues está preparado para todo y todo lo acepta como necesario y conforme a la naturaleza.

Más aún, en todo lo que le concierne ve el gobierno de la divina providencia y la acepta con alegre corazón, porque sabe que todo está ordenado para lo mejor y que a él mismo también le ha dado la fuerza para superar las dificultades.

Su libertad interior descansa sobre esta independencia respecto del mundo exterior. El sabio se sabe ligado a la ley del “logos”, que debe seguir de manera incondicional.

En el caso del sabio la muerte no afecta a su “eudaimonía”, pues ésta es independiente de la duración temporal y la vida no forma parte de los bienes en los que descansa. Por otra parte, la vida es el supuesto previo para la actividad moral y por ello los necios tienen prohibido rechazarla. Pero cuando una tarea moral exige el sacrificio de la vida, éste se convierte en una acción moral, en “deber”.

El derecho a poner fin uno mismo a su vida se corresponde con la sensibilidad moral de los helenos, a menos que, como sucede en Pitágoras o Platón, no se le contrapongan poderosas consideraciones religiosas.

Por supuesto, sus adversarios podían objetar contra la Stoa que es inconsecuente hacer depender de cosas exteriores la decisión sobre la vida y la muerte.

Tampoco se cansaron de burlarse de ese sabio maravilloso, próximo a Zeus, rico, bello y sobre todo sano, excepto cuando se acatarra (Horacio, Ep. I, 1).

Pero tampoco debe olvidarse la profunda impresión que la imagen del sabio estoico produjo incluso en individuos ajenos a la escuela estoica.

El evangelio de su libertad interior no sólo consoló a los cansados y oprimidos, sino también a los poderosos que con dificultad llevaban cadenas de oro.

Mayores efectos tuvo la figura del sabio como un todo.

Cuando en la época imperial el peripatético Aspasio explicaba a sus oyentes la ética de Aristóteles y quería aproximarles el ideal aristocrático del “hombre magnánimo”, lo revistió involuntariamente de los rasgos del sabio estoico.

Los Padres de la Iglesia no se cansaron de insistir en que todos los rasgos paradógicos que la Stoa atribuye a su sabio convienen en verdad al “cristiano perfecto” en el que Dios se complace.

La misma imagen aflora también en Cicerón cuando hace que su Escipión desarrolle qué significa la visión filosófica del mundo para “el hombre de Estado romano”:

” ¿Cuál entre las cosas humanas puede parecer excelsa para aquel que contempla el reino de los dioses o duradera para quien sabe qué significa la eternidad? ¡Feliz había que llamar a quien no reconoce como bienes los campos y las casas y los ejércitos, tampoco las ingentes cantidades de oro y plata, porque su disfrute es mínimo, su uso breve, su posesión insegura y porque su acopio a menudo lo llevan a cabo los hombres más malvados! Sólo él puede pretender poseerlo todo, no según el derecho de los “quirites”, sí, en efecto, según la ley de la naturaleza válida en todas partes, de acuerdo con la cual nadie posee verdaderamente algo, excepto quien sabe cómo usarlo y emplearlo. ¿Quién puede ser más rico que aquel al que nada falta de lo que exige la naturaleza, o quien puede ser más poderoso que aquel que está libre de todas las perturbaciones del alma, o quién puede estar más seguro de su destino que el hombre que posee aquello que, como se dice, puede salvar de un naufragio? ¿Qué jefatura, qué cargo, qué reinado puede ser superior a su espíritu que mira todas las cosas humanas desde la altura y se sumerge profundamente en la sabiduría y que en esta medida sólo atiende a lo eterno y divino?”

A diferencia de Epicuro, Zenón nunca pensó en atribuirse a sí mismo la condición de sabio.

Los estoicos incluso declararon expresamente que en la historia de los hombres apenas si ha habido un sabio.

Cuando los estoicos antiguos querían proponer reglas de vida concretas, las revestían involuntariamente de la siguiente forma: “¿Cómo habría actuado el sabio en este caso?”

El sabio es el hombre ideal, es el propio “logos” convertido en hombre, sin los rasgos individuales de las personas concretas, pero, justo por ello, situado por encima de todas las debilidades humanas.

Tal vez no haya vivido nunca; pero precisamente por ello la fantasía puede dibujar la imagen con libertad.

(Max Pohlenz. La Stoa. Historia de un movimiento espiritual. Traducción de Salvador Mas con la colaboración de Iker Martínez. Edit. Taurus. Barcelona.2022).

Segovia, 6 de diciembre del 2022

Juan Barquilla Cadenas.