JUVENAL : SÁTIRA III
La sátira es el único género literario que los romanos no tomaron de los griegos.
Quintiliano (c. 35 -95 d. de C.) se enorgullecía de ello cuando afirma: “Sátira quidem tota nostra est” (ciertamente la sátira es totalmente nuestra).
El romano era hombre bien dotado e inclinado a ella.
Es verdad que la “gravitas”, el ser hombre “de peso” (serio), era una virtud apreciada en Roma y encarnada sobre todo en la clase aristocrática, influida por las corrientes del estoicismo. Pero, junto a ella, el pueblo conservaba el carácter alegre del campesino socarrón y lenguaraz.
El sarcasmo acerado, la burla agresiva son una constante del carácter romano.
Con Lucilio (180 a. de C. – 103 a. de C.) la sátira romana adquiere para los romanos el sentido que sigue teniendo hoy: ataque más o menos virulento o amable, a personas, costumbres e instituciones.
Juvenal (finales del siglo I y comienzos del siglo II d. de C.) es el último gran representante de la sátira latina.
Él mismo nos dice que le obligó a escribir sátiras la indignación ante las corrupciones de todo tipo que dominaban la sociedad de su tiempo.
Aquí expongo la sátira III de la obra “Juvenal. Sátiras”. Introducción, traducción y notas de Manuel Balasch. Edit. Paneta DeAgostini.
He elegido esta sátira por las semejanzas que presenta con muchos aspectos de nuestra sociedad actual.
Pero antes de presentar el texto de la Sátira III, expongo la explicación de la misma que hace Manuel Balasch en la obra citada anteriormente.
[La sátira III es una de las piezas maestras de la literatura latina.
La sátira es un monólogo recitado de cabo a rabo por Umbricio, un hombre ya maduro, en el primer umbral de la vejez, de posición social modesta, que se va a vivir a Cumas para no regresar jamás a la gran Urbe (Roma).
Como Juvenal, él ha sido “cliente” de un hombre rico; como Juvenal se siente un fracasado. Esto les separa, sin embargo: Juvenal se queda, Umbricio se va y se va en último término por algo muy romano: para el ciudadano romano el trabajo, sobre todo el manual, era un desdoro (bajeza). Umbricio no quería ganarse la vida trabajando en algo que no fuera la agricultura.
En el mismo principio de su parlamento mezcla indiscriminadamente profesiones honestas y deshonestas entre aquellas que él rehúye ejercer.
Sí, a Umbricio (a Juvenal) ahí se le ve el plumero: es un hombre chapado a la antigua, una especie de integrista de la época, que conecta muy bien con los rancios ideales de la época republicana, de Catón el “Censor”, de Catón de Útica, y que quizás vea en la institución imperial una de las causas de la imparable decadencia de Roma. (Pero era un gran poeta, y esto le ha salvado para nosotros).
Umbricio ha alquilado un carro tirado por mulas para trasladar su equipaje. Sus esclavos han acarreado ajuar y enseres hasta la puerta de la ciudad, pues durante el día los carruajes con ruedas no podían circular por ella, y ahora están cargando el carromato.
Juvenal ha paseado con su amigo hasta la Puerta Capena para decirle adiós, y los amigos se desvían de la ruta principal, la Vía Apia, para ir al valle de Egeria por un agradable caminillo y departir en paz, de espaldas a la ciudad.
El lugar por el que los amigos pasean era un lugar sagrado.
En el llamado “Valle de Egeria” decía la tradición que el rey Numa se entrevistaba secretamente con la ninfa (Egeria), que era la ninfa del lugar. En recuerdo de ella los antiguos habían erigido aquí un templo, y una fuente amenizaba con sus linfas (aguas) la santidad del lugar.
Pues bien, apunta Juvenal, incluso este lugar ha sufrido una doble profanación.
Ante todo ya no acuden aquí gentes que veneren la santidad del sitio, que han sido reemplazadas por enjambres de judíos, mendigos en su mayor parte, que seguramente, por lo que dice Juvenal, han establecido aquí una sinagoga. Además, y ésta sería la segunda profanación, la gruta de la ninfa ha sido restaurada. El muro originario ha sido recubierto por lujosas placas de mármol, y el césped de su suelo ha sido arrancado.
El contenido de la sátira es el siguiente: en Roma es imposible encontrar un trabajo honrado.
Pero el hecho de no encontrar trabajo honrado en Roma tiene una causa principal, la población advenediza de griegos y de orientales, que desplazan a los romanos por doquier.
Juvenal, y hay que pensar que en ello no era una excepción, odiaba a estos extranjeros.
La palabra clave parece ser “xenofobia”.
Ya los griegos desde sus épocas preclásica y clásica sintieron auténtico desprecio por los que no eran griegos (tal como los judíos lo sentían hacia los no judíos, aunque obviamente por motivos distintos, y lo mismo pasó con los romanos. Pero en los tiempos antiguos si el forastero asimilaba la lengua y la cultura griega o latina y se integraba en la sociedad respectiva, nada hostil se sentía contra él.
Terencio era africano, y quizás de color negro, Diógenes el “cínico” había nacido en la región del mar de Mármara, y Zenón el “estoico” era judío de nacimiento. Notabilísimo es el caso del historiador Polibio, que, nacido en Megalópolis, llegó a Roma como prisionero de guerra, pero llegó a integrarse profundamente en el llamado “Circulo de los Escipiones”.
De todas formas, es verdad que nunca faltó en Roma quien se opusiera tenazmente a la influencia griega: Catón el “censor” luchó contra ella durante toda su vida.
Pero con la liquidación del régimen republicano en Roma y la institución del Imperio, la convivencia pacífica en Roma entre romanos y griegos (que hasta entonces habían sido relativamente escasos) se agrió.
Lo más probable, y Juvenal parece confirmarlo, es que a principio del Imperio una verdadera oleada de griegos y en general de orientales inundaron Roma. Y unos y otros tenían motivos parciales para desdeñarse mutuamente.
Los griegos despreciaban de los romanos su rudeza y la violencia con que se manejaban, y los romanos despreciaban de los griegos su versatilidad y su relajación de costumbres. Puntos tan centrales como la religión romana y sus concepciones políticas se vieron poco afectadas por lo griego, pero la moralidad pública de Roma se resintió notablemente ante los embates de la disolución y llegaba de oriente.
En el occidente del Imperio romano, el impacto de la cultura griega fue escaso, y en Roma mismo a partir del siglo III hubo una fuerte revalorización de lo romano en detrimento de lo griego.
De igual manera el latín y su cultura impactaron muy poco en la parte oriental del Imperio, que siguió siendo radicalmente griego.
En la época de Juvenal todo ello se reflejaba en Roma, y desaguaba (terminaba) en un odio racial.
Y ahora en la sátira hay un cambio radical de perspectiva: también los ricos y los nobles hacen competencia desleal a los pobres.
Juvenal nos ofrece las dos caras de la moneda: primero los ricos que desplazan a los pobres en una “salutatio” que no es exactamente la de la “sportula”, pero que se le parece mucho, y luego la fiabilidad de los testigos en los procesos: al rico se le da crédito aunque mienta, mientras que al pobre, por más que diga la verdad, se le desprecia.
Y sigue un punto que es de la máxima importancia en Juvenal: la pobreza importa (conlleva) ridiculez, hacer el ridículo.
Era la peor herida a la dignidad de un romano.
El pobre va con la túnica rota y zurcida, con las botas agujereadas. El que era rico y se ha arruinado se ve miserablemente expulsado de los círculos sociales en que se movía.
Y por la ley de atracción de contrarios, todo ello evoca en Juvenal la vida en una pequeña ciudad provinciana y la brutal contraposición con la metrópoli (Roma).
La primera parte es esencialmente hermosa, con su núcleo central que describe un teatro aldeano, con sus pequeñas gradas para el público, en cuyas junturas ha nacido la hierba, con el cuerpo de ediles sentados junto a la “orchestra” vestidos sólo con túnica blanca, pues en nada quieren distinguirse de los demás ciudadanos (al revés de lo que ocurre en Roma, donde los “caballeros” en el teatro ostentan soberbiamente su toga roja). En el regazo de su madre el niño rústico se asusta ante la máscara del “manducus” (personaje de la farsa atelana). Ante la sencillez de este mundo, por ello tiene fuerza el contraste: en Roma se vive lujosamente, pero de prestado, pues nadie es verdaderamente dueño de lo que exhibe, y en ella todo tiene precio, incluso la intercesión de los esclavos para que obtengan algo de su señor a favor del solicitante.
Sigue hablando de los peligros de la ciudad y una espléndida evocación de la vida campesina. Nadie en las modestas ciudades provincianas teme el derrumbamiento de su vivienda, mientras que los bloques de pisos (insulae) en Roma se alzan apoyados en meras estructuras y tabiques. Si se abre una grieta en un muro, el dueño no manda repararla, sino sólo taparla. “Podéis dormir tranquilos”, dice, ¡Y el derrumbe está encima!
Luego los incendios que pueden empezar por cualquier parte.
Y en este último caso se ve la mezquindad de la conciencia de la ciudadanía romana, pues si se pega fuego al piso de Codro, aquel mísero poeta cuya mención abre el frontispicio de la Sátira (I), éste lo pierde todo, pero si se incendia el palacio del potentado Astúrico, ello es tomado como una catástrofe pública: los demás ricos y las matronas se visten de luto, y el Pretor suspende las audiencias. Y lo peor es que el damnificado recibe tantas ayudas que llegan a superar lo que ha perdido: todo hace pensar que Astúrico pegó fuego él mismo a su palacio.
Frente a esto, ¡vete a vivir al campo! Vivirás en él con frugalidad, feliz. Te abastecerá un huerto, de cuyo pocillo somero extraerás sin necesidad de maromas (sogas) el agua para el regadío, y podrás invitar a cien pitagóricos, pues (estos filósofos) era vegetarianos.
No vale la pena vivir en Roma, pues el alboroto nocturno de sus calles no permite un sueño tranquilo y reparador, y las aglomeraciones durante el día en estas mismas calles conllevan riesgo de la vida al ciudadano de a pie que transita por ellas; no así al ricachón que se desplaza en una litera de Liburnia, y que mira con desdén la marea de cabezas humanas que ya al amanecer se apretujan por las calles de Roma.
En los versos 243-248 señala los peligros materiales que acechan al pobre que avanza entre tal masa de hombres y mujeres:
“… a mí, con la prisa que llevo, me cierra el paso una avalancha por delante, y el gentío que me sigue por detrás formando una cola interminable me oprime los riñones. Uno me larga un codazo, otro me da con una rueda angarilla, éste me sacude la cabeza con una percha y aquél con una matreta (vasija). Voy con las piernas perdidas de barro, todo son pisotones de unas plantas enormes. Un clavo de soldado me ha herido un dedo”.
Tras citar otra aglomeración, la de un “colegio” o cofradía que celebra un banquete ritual, y el riesgo de los carros cargados con troncos enormes de árboles o con bloques de mármol, y que se desvencijan y derraman su carga sobre la multitud, con el grotesco colofón del muerto cuyo cadáver literalmente se esfuma como las almas de ultratumba en las “nekuias” (evocación de los muertos) de la Odisea o de la Eneida, Juvenal pasa a enumerar los peligros de la noche, una vez que ha reseguido los del día.
Su tema ahora es el tráfico en las calles, pero va desde el insomnio a altas horas de la madrugada, pasando por las aglomeraciones matutinas, la de la comida del mediodía, con cada comensal llevándose ridículamente la comida, acompañado de un esclavo que le sopla el hornillo, hasta el tráfico de la tarde, cuya víctima mortal ya se ha sentado, estremecida, en la orilla de la Laguna Estigia, sin el medio as que llevarse a la boca para pagar el pasaje a Caronte. Entretanto en su casa sus esclavos, ignorantes de todo, le preparan la cena.
Sigue con los peligros de la noche.
Estamos inicialmente a primera hora de la noche; todavía hay ventanas abiertas con luces encendidas; no todo el mundo duerme. Y ahí radica el peligro, que de las ventanas caiga algo, que ensucie o golpee al viandante.
Pero no era sólo líquido lo que se echaba por la ventana, también cántaros rotos, vasijas desportilladas.
Y la inolvidable escena final del borracho nocturno pendenciero, que desde cualquier punto de vista lleva las de ganar: por la violencia, porque es más forzudo, por la dialéctica, porque hace preguntas que no admiten respuesta, aun legalmente, porque si dices algo se interpreta como un insulto y te denuncia al Pretor:
“Y da lo mismo si intentas decir algo o pruebas a irte sin rechistar: te sacuden igualmente, y encima furiosos te denuncian al Pretor. He ahí la libertad del pobre: le golpean y pide; le muelen a puñetazos y suplica que por lo menos pueda irse de allí con algún que otro diente”-
La conclusión de la sátira es que no se puede ser pobre y honrado y romano.]
SÁTIRA III de Juvenal:
“Aunque desconcertado por la partida de mi ya antiguo amigo, le alabo, sin embargo, la decisión de fijar su residencia en la despoblada Cumas, dando así un conciudadano a la Sibila.
Es la puerta de Bayas, litoral agradable para un retiro ameno.
Yo incluso prefiero Prócita (1) (Una pequeña isla entonces casi deshabitada frente a la costa de Campania) a la Subura . (2) (Fue el distrito más animado y ruidoso de la Roma antigua. Estaba entre el Celio y el Esquilino, tenía abundancia de mercados, tabernas y lupanares).
¿Pues qué lugar he visto tan dejado y desierto que no crea peor que el horror de los incendios, los continuos derrumbamientos de techos, los mil peligros de esta inhumana ciudad y los poetas que recitan en pleno mes de agosto?
Mientras apretujan todo su equipaje en un solo carro, él se detiene junto a los viejos arcos de la húmeda Puerta Capena, aquí donde Numa citaba por la noche a su amiga (Se refiere a la ninfa Egeria) y hoy los templos y el bosquecillo de la fuente sagrada se alquilan a los judíos, cuyo ajuar consiste en un cuévano (cesta) y un montón de heno, porque aquí todo árbol se ve obligado a pasar una renta al pueblo , y ahora el bosque ha debido expulsar a las Musas y echarse a mendigar. (3) (Esto significa que en el bosquecillo sagrado ahora pululan los mendigos. En Roma muchos mendigos eran judíos. Un oculto sarcasmo: ¡en el bosque las mendigas judías han desplazado a la Camenas, a las Musas!)
Bajamos por el “valle de Egeria”, a su gruta distinta de las auténticas. (4) (Porque ha sido retocada artificialmente). ¡Cuánto más presente estaría el dios en sus aguas si la hierba ciñera las corrientes en el verdor de las orillas y los mármoles no desfiguraran la toba natural!
Y aquí dijo Umbricio: “Cuando en la ciudad no hay lugar para los oficios honestos, cuando no hay un pago para los trabajos, y hoy tu peculio (cantidad de dinero) es menor de lo que era ayer, y el día de mañana a los pobres les quitará algo, me propongo largarme allí donde Dédalo se despojó de sus fatigadas alas. (5) (Se refiere a Cumas, donde según la leyenda Dédalo secó sus alas antes de consagrarlas a Apolo).
Cuando las canas me son aún recientes y comienzo mi vejez, aún vigoroso, cuando a Láquesis (6) (Una de las tres Parcas, las hilanderas que hilaban la vida) le queda todavía mucho por torcer, y mis pies me llevan sin la ayuda de un bastón en mi mano derecha, ¡me voy de la patria! En ella, que vivan Artorio y Catulo (7) (Personas de la época de Domiciano que no debieron tener demasiados escrúpulos a la hora de elegir medios para prosperar) , que se queden los que llaman blanco a lo negro, los que no tienen empacho en arrendar la construcción de un templo, la cobranza de la aduana portuaria o la fluvial, el vaciado de las cloacas, el porteo de cadáveres a hombros, los que no retroceden si han de poner los esclavos en venta bajo el asta que es su dueña. (8) (se refiere a la subasta de esclavos). Antaño (a los esclavos) los vendían los musicastros, banda aparecida sin cesar en las arenas de los municipios (9) (Para amenizar los espectáculos de lucha de gladiadores), mofletes bien conocidos (10) (Porque se hinchan al tañer el instrumento) por las poblaciones, pero hoy son éstos los que dan los “juegos”, y cuando el pueblo lo ordena agitando hacia abajo el pulgar, hacen matar a quien sea; luego regresan y arriendan las letrinas. ¿Y por qué no todo? Son aquellos tipos que la Fortuna cuando se siente juguetona, eleva a los más altos honores desde una cuna humilde”.
“¿Qué voy a hacer en Roma? Mentir, no sé; un libro, si es malo soy incapaz de alabarlo o de solicitarlo. No domino el movimiento de los astros. (11) (Porque no es astrólogo); prometer que el padre va a diñarla, no puedo ni quiero.
Jamás inspeccioné las vísceras de rana.(12) (Para la preparación de venenos); que entiendan otros lo de llevar a las recién casadas los recados y los obsequios que les manda el adúltero.
Ni seré ayudante de ladrones, por lo que no salgo nunca a acompañar a nadie, como si fuera manco, como si sin su mano derecha mi cuerpo fuera inútil.
¿Pues quién es apreciado sino el cómplice, y aquél a quien el ánimo le bulle, le hierve de secretos que siempre ha de callar? No cree deberte nada, y nada te pagará el que te hizo partícipe de un secreto honesto; Verres apreciará a quien puede delatarle cuando quiera.
No aprecies tanto el oro que entre las arenas del umbrío Tajo (13) (Entre los antiguos estaba muy extendida la creencia de que el Tajo era un río aurífero) da vueltas hacia el mar, que pierdas el sueño y recojas melancólico una recompensa que deberás abandonar, pues recelará de ti un amigo encumbrado”.
“Me apresuraré a aclararte sin rebozo qué gente goza hoy de la más grande aceptación entre nuestros ricos, yo la rehúyo al máximo.
¡No puedo soportar, oh Quirites, (14) (ciudadanos romanos) una Roma griega! Pero, ¿qué parte de esta hez es verdaderamente aquea? (15) (Todos los orientales que llegaban a Roma hablaban griego común, aunque no fueran de procedencia estrictamente griega).
Hace tiempo que el sirio Orontes (río de Siria) desemboca en el Tíber; ha traído consigo la lengua, las costumbres, la sambuca (lira de cuerdas oblicuas) que acompaña al trompetero, también los timbales exóticos y las mozas obligadas a ofrecerse junto al circo.
Dirigíos allí los que gustáis de estas rameras bárbaras con sus gorritos de colorines. (16) (Era el distintivo de su oficio y de su procedencia).
He aquí, Quirino, (Rómulo) que este rústico descendiente tuyo se viste con el manto de parásito y luce en el cuello embadurnado de ceroma (un ungüento) el distintivo de haber triunfado en los juegos.
Un griego dejó la alta Sición, otro Amidón, éste Andros, aquél Samos, el de más allá Trales o Alabanda: todos se dirigen al Esquilino o a la colina que extrajo su nombre del mimbre (monte Viminal), para convertirse aquí en moradores mimados, y luego en amos de los grandes palacios.
Ingenio pronto, audacia sin límites, cháchara a flor de labio y más torrencial que la de Iseo (retórico de origen sirio): dime ¿quién crees que es? Consigo nos trajo a cualquier hombre, a un gramático, a un orador, a un geómetra, a un pintor, a un masajista, a un augur (adivino), a un equilibrista, a un médico, a un mago: de todo entiende un “grieguillo famélico”. Mándale volar hacia el cielo y volará. En resumen: no era moro, ni sármata, ni tracio el que se puso alas; había nacido en el centro de Atenas”.
“¿Y yo, no huiré de los mantos de púrpura?
¿Firmará antes que yo y se reclinará en una mesa mejor que la mía éste que empujaron a Roma los vientos que nos traen los higos y los cereales? (17) (En Roma eran muy apreciados los higos de Siria y las ciruelas de Damasco, que se importaban por mar).
¿Hasta tal punto ya no vale nada el que nuestra infancia bebiera el cielo Aventino y se alimentara de olivas sabinas? (18) (El pan y el aceite eran los componentes básicos de la alimentación de las clases humildes de Roma).
¿Y qué diré de que esta gente (los grieguillos famélicos), habilísima en el arte de adular, alabe el discurso de un indocto, la cara de un amigo feísimo, compare el cuello largo de un inválido con la cerviz de Hércules cuando sostenía a Anteo (19) (El gigante Anteo, cuando sus pies tocaban el suelo era invencible, porque recibía fuerza de la Tierra; por eso Hércules lo levantó del suelo y lo estranguló) separado de la tierra, y sepa admirarse de una voz chillona, peor que la cual no suena ni tan siquiera la del gallo que picotea maritalmente a la gallina?
Todo esto también lo podemos alabar nosotros, pero el crédito se les otorga a ellos. ¿Hay quien les supere cuando un griego actúa en la comedia y representa a Tais, a la esposa o a Dóride que nada se tapa in aun con un trapito? (20) (Los tres papeles femeninos clásicos en la “comoedia palliata”: la meretriz (Tais), la esposa, y la esclava (Dóride). Todos los griegos son comediantes natos, viene a decir el poeta, tanto en la escena como en la vida. La esclava normalmente salía desnuda).
Parece que habla una mujer en persona, no un actor teatral.
Pero no es que allí el admirable sea Antíoco, o Estratocles, o Demetrio con el lascivo Hemón. (21) (Los grandes actores, que en otra parte suscitarían admiración, entre los griegos no son nada de particular, pues allí todos son comediantes).
Grecia entera es comediante. Si te ríes, a un griego le sacuden carcajadas mayores, llora si ve lágrimas en un amigo … y no le duele nada.
¿En tiempo frío pides un poco de fuego? Él se pone su capa; si dices: “¡Vaya calor!,” él se pondrá a sudar.
“De modo que no jugamos con las mismas bazas. Lleva ventaja el que siempre, día y noche, es capaz de componer su faz según la de cualquier otro, dispuesto a aplaudir y a alabar si el amigo eructó con elegancia, si orinó o si el bacín de oro resonó cuando giró su base. Además para éste no hay nada sagrado ni a salvo de su lubricidad: ni la dueña del hogar, ni la hija virgen, ni su novio aún imberbe, ni el hijo hasta ahora decente. Si no disponen de éstos, se tiran a la abuela de su amigo. Quieren saber los secretos de las casas para así ser temidos”.
“Y ya que se ha empezado a hablar de los griegos deja lo propio de un gimnasio y escucha la fechoría de un manto más prestigioso: Un delator estoico causó la muerte a su amigo Barea…
No hay lugar para un romano allí donde reina un Protógenes, Un Dífilo o un Hermarco, que por un vicio nacional nunca comparten nada con un amigo: se lo reservan todo.
Pues (22) (Aquí, de manera imperceptible, el poeta va pasando a otro tema, el de la inutilidad de haber hecho algún favor a alguien) si uno de ellos ha destilado en un oído crédulo un poco de veneno propio de su nación y de su índole, me echan por la puerta; se han acabado los tiempos de un largo servicio: en ninguna parte tiene menos importancia la expulsión de un “cliente”. No seamos ilusos: ¿qué valen aquí los buenos oficios, los servicios de un pobre diablo que se afana y se apresura, vestido con la toga, aún de noche,(23) (Para llegar al amanecer, pues la “salutatio” se hacía justo a la salida del sol) cuando incluso el Pretor manda a su lictor urgentemente a cumplimentar a las viudas ya levantadas, para evitar que su colega se le adelante y salude antes a Albina y a Modia? (24) (Se trata de dos viejas muy hacendadas; los que las saludan esperan ganarse así parte de su testamento).
Aquí el hijo de un hombre libre escolta al esclavo de un ricachón, otro da lo que gana un tribuno en la legión (un sueldo considerable) a Calvina y a Catiena (rameras de lujo) para holgar con ellas una, o a lo sumo dos veces; tú, cuando te place el rostro de una ramera vestida (25) (Las prostitutas de lujo se exhibían vestidas, al contrario de las de los burdeles, que lo hacían desnudas), te quedas plantado y dudas en hacer bajar a Quione (nombre genérico de meretriz) de su sitial”. (26) (Las rameras baratas disponen de una estera en un cuartucho, en el que se exhibían desnudas, pero las lujosas aguardaban sentadas a sus clientes).
“… lo primero que se mira es su fortuna. ¿Sus costumbres? Lo último que se investigará”.
“¿Cuántos esclavos mantiene? ¿Cuántas yugadas de tierra posee? ¿Cuántos platos toma en su cena? ¿Cómo son?”
La confianza que se tiene en cada uno la miden los dineros que guarda en su arca. Ya puedes jurar por nuestros altares o por los de los samotracios (27) (Junto con los de Eleusis, en Roma gozaban de gran predicamento los misterios de Samotracia, pues los romanos creían que la fundación de Troya se planeó en Samotracia); es creencia general que los pobres desprecian a los rayos y a los dioses (pero éstos en verdad no se lo toman muy a pecho).
¿Qué diré de la materia y causa de chanzas que suministra a todos este mismo pobre con su manto sucio y raído, con su toga no muy limpia, con un zapato con rajas en la piel, o bien si más de un zurcido deja ver el grueso hilo con el que las grietas acaban de ser recosidas?
Lo más duro que la infeliz pobreza tiene en sí misma es que hace ridículos a los hombres.
No falta quien grita: “Largo de ahí si tiene vergüenza, que se levante del diván ecuestre aquel cuya riqueza no llega a lo que marca la ley (28) (La lex Roscia theatralis, del año 67 a. de C., otorgaba el privilegio de sentarse delante de la escena sólo a los “caballeros” (equites). Pero los que se arruinaban, además de otros derechos, perdían también éste, porque perdían la categoría ecuestre); pueden sentarse en él, en cambio, los hijos de los rufianes nacidos en cualquier prostíbulo. Que aplauda aquí el hijo del pimpante pregonero entre la elegante prole del “reciario” y los nacidos del entrenador de gladiadores”. Así lo decretó la cabeza hueca de Otón (emperador), que estableció estas obligaciones.
¿Qué yerno ha gustado aquí si no es tan rico y no iguala la dote de su novia?
¿Cuándo un pobre es nombrado heredero?
¿Cuándo los ediles lo toman como asesor?
Hace ya tiempo que los “Quírites” (los ciudadanos romanos) sin fortuna hubieran debido emigrar en batallón. En todas partes es difícil sobresalir a aquellos cuyo valor se ve obstaculizado por una familia menesterosa, pero en Roma el intento es aún más penoso.
Aquí un tugurio misérrimo cuesta un ojo de la cara, dar de comer a los sirvientes es algo carísimo, lo es una frugal cena.
Aquí repugna yantar con vajilla de barro y no lo considerarías una afrenta si de repente te vieras trasladado al país de los marsos o a una mesa sabina (29) (Los marsos, hérnicos y sabinos son representantes de la simplicidad campesina y la severidad de costumbres); allí te satisfaría una grosera capucha véneta (30) (Véneta es sinónimo de color vulgar, ordinario). A decir verdad, en gran parte de Italia (fuera de Roma) nadie se pone la toga si no yace de cuerpo presente.
Incluso si alguna vez se celebra en el teatro recubierto de hierba una fiesta solemne y ha subido a escena la conocida farsa, cuando el niño campesino se asusta, en el regazo de su madre, ante la máscara pálida y boquiabierta (31) ( Esta máscara se refiere al personaje de la farsa atelana “Manducus”, de carrillos hinchados y que chasqueaba los dientes), allí comprobarás que todo el mundo viste igual, que el senado y la gente lucen la misma indumentaria; como señal de su preclaro oficio unas túnicas blancas bastan a los máximos ediles. Pero aquí (en Roma) el lujo en el vestir supera la propia bolsa, aquí se toma siempre algo más de lo que es suficiente, a veces de bolsa ajena. Entre nosotros es un vicio general vivir en pobreza pretenciosa.
En una palabra: en Roma todo vale su dinero. ¿Qué pagas para saludar de vez en cuando a Coso? ¿Para que Veyento (32)( Veyento es un personaje que en época de Nerón compró honores a fuerza de dinero) te contemple sin soltar palabra? Aquél se está afeitando (33) (Son las excusas que alegan los esclavos para eludir hacer el favor, o bien porque no se les da nada o bien por orden estricta de su amo) y éste manda rapar a su efebo. (34) ( A los niños y a los adolescentes se les dejaba crecer el cabello libremente, y cuando se les cortaba por primera vez, ello constituía una fiesta familiar, o de otro tipo. El pelo cortado se guardaba en recipientes costosos).
La casa está llena de pasteles para vender: toma uno y guárdate para ti tu despecho.
Los “clientes” nos vemos obligados a pagar tributo y a aumentar así el peculio de los esclavos elegantes”.
“Quién teme o ha temido el derrumbamiento de su casa en la fresca Preneste, en Volsinia, situada entre montes boscosos, en la humilde Gabias o en la ciudadela de la inclinada Tíbur?
Nosotros vivimos en una ciudad sostenida en gran parte por puntales esmirriados, pues es así como el casero previene un hundimiento. Cuando ha tapado la rima (abertura) de una grieta antigua, dice: “podéis dormir tranquilos” ¡y el derrumbe está encima!
“Hay que vivir allí donde no haya incendios ni alarmas nocturnas.
Ucalegonte (un individuo. El nombre significa “el que no se preocupa de nada”) ya pide agua, y traslada sus míseros enseres: el tercer piso debajo del tuyo humea, y tú sin enterarte, pues si el incendio se inicia en los bajos, el último en arder será el cuarto, que sólo el tejado resguarda de la lluvia, donde las tiernas palomas depositan sus huevos”.
“Codro tenía un techo en el que no cabía ni Prócula (una conocida enana romana), seis jarritos de adorno en su aparador, y debajo un pequeño cántaro; además una figura de Quirón echado (el centauro Quirón es quizás el perro doméstico, llamado así) encima del mismo mármol; guardaba algunos librillos griegos en un viejo cofre en el que los incultos ratones roían los divinos poemas. Codro no poseía casi nada: ¿quién lo niega? Y, sin embargo, el infeliz lo perdió por entero. El colmo de su miseria, helo ahí: nadie le ayudará con comida y el abrigo de un techo, cuando, desnudo, pida unos mendrugos.
En cambio, si se ha derrumbado el gran palacio de Astúrico, la matrona deja sus atavíos, los próceres (los demás ricos) se visten de duelo y el Pretor aplaza las audiencias. En tal caso lloramos las desgracias de la ciudad, en tal caso odiamos el fuego. Arde todavía y ya hay quien corre a regalar mármoles, quien aporte materiales. Uno donará estatuas blancas de desnudos, otro alguna pieza importante de Eufranor o de Policleto, ésta ornatos antiguos de dioses asiáticos, y éste de aquí libros, estanterías, y un busto de Minerva para ponerlo en el centro, esotro un montón de dinero. Pérsico, el más rico de nuestros arruinados, recupera más y mejor: con razón se sospecha de él que ha pegado fuego por sí mismo a su palacio”.
Tú, si logras prescindir de los juegos del Circo, tienes dispuesta en Sora, en Fabratería o en Frusinone (son ciudades situadas cerca de Aquino, donde nació Juvenal) una casa cómoda al precio por el cual alquilas aquí por un año un tugurio. Hay en ella un huertecillo y un pozo poco profundo que no precisa de maromas (sogas) para regar sin esfuerzo las tiernas plantas.
Vive aquí el amor de la azada, masadero de tu bien labrado pegujal, que te dará para ofrecer una comida a cien pitagóricos (éstos eran vegetarianos, con la célebre prohibición de comer habas).
Merece la pena en cualquier sitio, en cualquier rincón, haberte convertido en propietario, aunque sea de un lagarto”.
“En Roma muchos enfermos mueren de insomnio, aunque originó la enfermedad una comida indigesta que se pega en el estómago y fermenta. ¿En qué apartamento alquilado se puede conciliar el sueño? En Roma dormir cuesta un ojo de la cara. Y ahí empiezan las dolencias.
El ruido de los carruajes que pasan por los estrechos recodos de las calles y el escándalo de las bestias de tiro paradas le quitarán el sueño a Druso (35) (Alusión al emperador Claudio, hijo de Druso, que, según Suetonio, después de las comidas cogía un sueño tan profundo que no se despertaba ni aun si le tiraban huesos de ciruela o de cereza) y a los terneros marinos. Un rico, si un quehacer le llama, pasará sin tardanza por encima de esta marea acomodado en una gran litera liburnia, dentro, durante el camino, leerá, escribirá o descabezará un sueño, pues estas literas, si cierran la ventana, invitan a sestear. Y llegará antes, pues a mí con la prisa que llevo, me cierra el paso una avalancha por delante, y el gentío que me sigue por detrás formando una cola interminable me oprime los riñones.
Uno me larga un codazo, otro me da con una ruda angarilla, éste me sacude la cabeza con una percha y aquel con una metreta (vasija). Voy con las piernas perdidas de barro, todo son pisotones de una plantas enormes; un clavo de soldado me ha herido un dedo”.
“¿No ves el humo de los capazos (cestos) allí donde se da el yantar? Cien son los comensales, y a cada uno le sigue un hornillo. Incluso Corbulón (36) (General en tiempos de Claudio, tenía fama de ser hombre corpulento, robusto y resistente) transportaría a duras penas esta enorme cacharrería que acarrea un esclavo tieso e infeliz que en su camino aún aviva el fuego. Se rasgan (en tal aglomeración) las túnicas acabadas de zurcir; se acerca un carro que transporta un abeto gigantesco; unos plaustros (carretas) trasladan un pino, pero su barandal oscila y amenaza al gentío. Pues si se parte el eje del carromato cargado con piedra Liguria (37) (Bloques de mármol de Carrara, para decorar con estatuas las plazas de Roma o de otras ciudades italianas) y el alud se precipita encima de aquella concurrencia, ¿qué quedará de los cuerpos? ¿Quién encontrará los miembros, quién los huesos? Triturado, el cadáver de un pobre desaparece como un espíritu. En su casa, desprevenidos, los esclavos lavan las jofainas (palanganas), avivan el fuego soplando a dos carrillos, hacen sonar los estrígilos aceitados, y disponen las toallas y los frascos. Sí, esto es lo que prepara la servidumbre, pero aquel infeliz ya está sentado en la orilla estigia. Se horroriza, novato, del tétrico barquero (Caronte) y no confía en la nave de la laguna cenagosa, ya que ni tiene en la boca el tercio de un as para pagar (el pasaje de ultratumba).
Considera ahora otros peligros diversos, los de la noche. El espacio que queda hasta el nivel de los tejados, desde el que un tiesto te hiere el cráneo cada vez que por una ventana se caen vasijas rotas y desportilladas; mira con que potencia marcan y agujerean la losa en la que dan. Te tendrán por un necio y por incauto ante accidentes súbitos si acudes a una cena y no has otorgado testamento; los peligros se cuentan por las ventanas que en tal noche estén abiertas y vigilantes (38) (Porque los inquilinos del piso todavía no se han ido a la cama) a tu paso.
De modo que formula un deseo: llévate contigo este anhelo miserable, que se contenten con vaciar sus anchos bacines.
Un borracho brutal que por puro azar todavía no ha atizado a nadie sufre por ello, y pasa la noche de Aquiles cuando lloraba por su amigo; ahora yace panza arriba, y después de bruces. Y no podrá dormir de otra manera, porque a algunos sólo una camorra les procura sueño. Por más que sea un jovenzuelo y el vino le bulla, esquiva a aquel a quien un manto escarlata (39) (Una túnica o un manto teñido de escarlata era signo de gran riqueza. Por tanto el rico lleva un cortejo de “clientes”, que le son a la vez guardaespaldas y signo de ostentación) le aconseja evitar, una hilera larguísima de acompañantes, una gran cantidad de luces y una lámpara de bronce. A mí, a quien suele acompañar la luz de la luna o la llama de una candela, cuya mecha cuido vigilante, a mí no me teme.
He ahí el prólogo de esta triste riña, si se puede llamar riña allí donde tú pegas y yo encajo (recibo) solamente. Se detiene, y te exige otro tanto. Y hay que obedecerle, pues, ¿qué harás si te obliga furioso y es más forzado que tú? “De dónde vienes?” – vocifera – “¿a la casa de quién has ido a atiborrarte de vinazo y de habas? ¿Qué remendón compartió contigo el puerro troceado y el morro hervido de cordero? ¿No contestas? ¡O hablas o te pego un puntapié! Dime tu puesto, ¿en qué gremio puedo buscarte?” Y da lo mismo si intentas decir algo o pruebas a irte sin rechistar: te sacuden igualmente, y encima furiosos te denuncian al Pretor. He ahí la libertad del pobre: le golpean y pide; le muelen a puñetazos y suplica que por lo menos pueda irse de allí con algún que otro diente”.
“Y no es sólo lo descrito lo que deberás temer. No faltará quien te desplume cuando se atrancan las casas y en las tiendas hay silencio, cerradas sus puertas por cadenas.
Pero, en “el ínterin”, un bandido de pronto hace de las suyas con un cuchillo, porque cada vez que una patrulla armada vela por la seguridad del bosque de Gallinaria y de las Marismas Pontinas (40) (Las Marismas Pontinas y el bosquecillo de Gallinaria eran como puntos de concentración de ladrones y atracadores, pero cuando la policía nocturna les echaba de allí, en tal caso se iban al mismo centro de Roma. El bosque de Gallinaria se extendía por la costa desde Cumas al actual Castel Volturno; las Marismas Pontinas, a sur de Roma, en el país de los volscos).
Los bandoleros corren de allí hacia aquí como hacia su reserva.
¿Hay fragua, hay yunque que no fabrique para ellos pesadas cadenas? Ahora se gasta una barbaridad en grilletes de hierro, tanto, que puedes temer que nos falten arados, que lleguemos a carecer de azadas y de cavaderas. ¡Felices los abuelos de nuestros abuelos! Puedes llamar felices a los siglos de antaño, en tiempo de los reyes y de los tribunos, vieron cómo Roma se bastaba con una sola cárcel.
“A éstas podría añadir otras muchas causas, pero las bestias se impacientan y el sol va declinando. Debo partir porque el mulero tiempo ha me hace señas con la vara.
De modo que, ¡adiós! No me olvides, y siempre que Roma te devuelva, necesitado de recuperarte, a tu Aquino natal, invítame a que de Cumas visite Ceres Helvina y el templo de Diana. Y yo acudiré con mis botas (41) (Las botas formaban parte típicamente de la indumentaria campesina) a sus helados campos para escuchar tus sátiras si no les da vergüenza”.
(Juvenal. Sátiras. Introducciones, traducción y notas de Manuel Balasch. Edit. Planeta DeAgostini).
Como puede verse en esta sátira, Juvenal a través del personaje de Umbricio describe el malestar de la gente que vive en Roma.
Este personaje va a dejar Roma para irse a Cumas y trabajar en el campo, y expone algunas de las ventajas de vivir en él: las casas son más baratas, puedes trabajar en tu huerto y producir tus alimentos, no hay tantas molestias de ruido y de aglomeraciones.
Algunos de los problemas que describe, aunque un poco exagerados, son algo semejantes a los problemas actuales en las grandes ciudades.
Así, por ejemplo, la “xenofobia” hacia los griegos y orientales que han invadido Roma y que, al final, ocupan los mejores trabajos en detrimento de los ciudadanos romanos, es muy semejante a la “xenofobia” a los extranjeros que emigran de sus países.
Habla de la carestía de las viviendas en Roma, algo que también ocurre en la actualidad en las grandes ciudades y lo opone al precio con que se pueden adquirir en otros lugares.
Lo mismo ocurre con el precio de los alimentos, que hace que los pobres coman frugalmente, frente a los banquetes que se permiten los ricos.
A Umbricio tampoco le gustan las costumbres corruptas que se dan en Roma, donde dice que lo único que importa es el dinero. Algo que también se da en el mundo actual.
Habla también de la inseguridad de los ciudadanos de Roma, debido a los derrumbamientos e incendios y a los delincuentes que se concentran en determinadas zonas. También en la actualidad hay inseguridad debido a la delincuencia y a la drogadicción.
Se queja también Umbricio de las “apariencias” y de vivir por encima de sus posibilidades de algunos romanos.
Señala cómo los “nuevos ricos” ascienden en la escala social, aunque hayan conseguido sus riquezas con malas artes y, en cambio, los ciudadanos romanos pobres son despreciados.
Habla del insomnio que padecen los ciudadanos de Roma debido a los ruidos de la ciudad, y de las aglomeraciones y los peligros que conllevan para el ciudadano romano, frente a los ricos que son llevados en literas.
Muestra una confrontación clara entre la gente rica y la gente pobre.
Así describe una situación de desigualdad ante el incendio de una casa de un pobre que lo pierde todo, en cambio, el incendio del palacio de un rico, donde éste recupera y aun mejora lo que tenía debido a las donaciones de otros ricos
Igualmente, en el caso de un borracho, que no se atreve a meterse con los ricos, porque van muy acompañados de sus clientes, y se mete con el pobre indefenso, que no puede hacer ni decir nada porque le puede acusar ante el Pretor por causar escándalo.
También en la “salutatio” los ricos se ponen delante y así pueden obtener más beneficio y en los procesos judiciales se da crédito a los ricos, aunque digan mentiras, y no se cree a los pobres.
Finalmente, Juvenal dice que, si bien cuando se nace en una familia menesterosa siempre es difícil el ascenso social, en Roma es aún más difícil.
Segovia, 20 de agosto del 2023
Juan Barquilla Cadenas.