SAN AGUSTÍN: “Las Confesiones”
Agustín de Hipona, conocido también como San Agustín (354 d. de C. -430 d. de C.) fue un escritor, teólogo y filósofo cristiano.
Después de su conversión al cristianismo, fue obispo de Hipona (norte de África) y dirigió una serie de luchas contra las herejías de los maniqueos, los donatistas y el pelagianismo.
Fue el máximo pensador del cristianismo del primer milenio y, según Antonio Livi, uno de los más grandes genios de la humanidad.
Autor prolífico, dedicó gran parte de su vida a escribir sobre filosofía y teología siendo “Confesiones” y “La ciudad de Dios” sus obras más destacadas.
Es venerado como santo por varias comunidades cristianas, como la Iglesia católica, ortodoxa, oriental y anglicana.
La iglesia católica lo considera “Doctor de la Iglesia” por sus aportes a la doctrina católica y “Padre Latino” de la Iglesia, junto con el teólogo Jerónimo de Estridón (San Jerónimo) que tradujo la Biblia del griego y del hebreo al latín por encargo del papa Dámaso I. La traducción al latín de la Biblia hecha por San Jerónimo, fue llamada “Vulgata” (edición para el pueblo) y publicada en el siglo IV de la era cristiana; fue declarada en 1546, durante el concilio de Trento, la versión auténtica y oficial de la Biblia para la Iglesia católica latina, hasta la promulgación de la “Nova Vulgata” en 1979, que ahora es el texto bíblico oficial de la Iglesia católica.
Es considerado también uno de los cuatro “Padres latinos de la Iglesia” junto con Ambrosio, Jerónimo y Gregorio Magno, y es doctor de la Iglesia.
(Wikipedia).
Dice Antonio Fontán, en su obra “Letras y poder en Roma”, “que a Agustín, primero como intelectual romano y como Padre de la Iglesia luego, le interesa también la Geografía, y la considera útil para el entendimiento de las Sagradas Escrituras, porque enseña la disposición de los lugares en que acaecieron los hechos.
Pero la geografía, al igual que otros saberes de la naturaleza, es disciplina semejante a la historia, con la principal diferencia respecto de ésta que no narra, describe o explica cosas pasadas sino cosas actuales.
En sus comentarios al “Génesis”, Agustín expone nociones de filosofía natural que se podrían llamar geográficas.
Dice que San Agustín es un hombre de la Antigüedad, no de la Edad Media, como a veces se afirma en algunos manuales de Historia de la filosofía.
Ni conoció la Edad Media ni se la pudo imaginar siquiera.
A pesar de las invasiones germánicas, que en el 410 d. de C. produjeron la ocupación visigoda de Roma y en el 430 d. de C., el año de la muerte de Agustín, el asedio de los vándalos a su ciudad episcopal de Hipona, Roma era para el gran escritor una entidad histórica permanente. Vencería a sus invasores o los asimilaría, pero no se veía en el horizonte nada que pudiera impedir la fecunda convergencia de la cultura romana y la religión cristiana.
En dos períodos de su vida, a treinta años de distancia uno de otro, escribió los cuatro libros “De doctrina cristiana”, que son un manual de técnicas aplicables a la exégesis, que en gran parte consiste en mostrar la aplicación de las ciencias y técnicas escolares de la cultura profana a la interpretación y explicación de la Escritura.
El libro IV era claramente una laguna en las obras de Agustín. Es también una prueba adicional de la utilidad que él reconocía en la cultura antigua, que con treinta años de obispo ya, y más de setenta de edad, Agustín considerara conveniente para la comunidad cristiana preparar un manual que enseñara la aplicación de las normas retóricas de la “elocutio” a la predicación del mensaje cristiano.
Es verdad que en este punto el autor sigue precedentes de la cristiandad griega y de la latina, pero los desarrolla con originalidad, los enriquece y los lega sistemáticamente a la posteridad, que resultaría luego ser la Edad Media.
Frente al título de la importantísima obra de Henri-Irenée Marrou “San Agustín y el fin de la cultura antigua”, Antonio Fontán dice que “lejos de ser el final o la transición a otra cosa, San Agustín es una de las cumbres de esa cultura antigua a la que íntegramente pertenece. Es uno de los tres filósofos más notables e influyentes de ella, siendo los otros dos Platón y Aristóteles.
Es, junto con Cicerón y Tácito, uno de los tres más grandes prosistas latinos y como teólogo cristiano de la Antigüedad, quizás Orígenes y Gregorio Niseno le sean comparables, pero ningún otro”.
La conversión de San Agustín al cristianismo, o más bien su definitiva y firme decisión de bautizarse, sobrevino, en apariencia, rápidamente.
El mismo protagonista lo refiere con insuperable viveza en el libro VIII de su obra “las Confesiones” cuando describe la famosa “escena del jardín”. En ella se describe el descubrimiento de las “Epístolas de San Pablo”. Agustín, que se encontraba en el jardín con unos amigos y que se hallaba atormentado por preocupaciones religiosas, oye la voz de un niño o una niña procedente de la casa vecina, que cantaba y repetía “tolle, lege” (toma y lee). Agustín coge las Epístolas de San Pablo, abre el volumen y lee interiormente el versículo de la carta a los romanos (13,13) que dice: “No andéis en las orgías y en la ebriedad, no en los abrazos y en la sensualidad, no en las riñas y en las envidias, sino revestíos del Señor Jesucristo y no secundéis los deseos de la carne”.
En los capítulos precedentes Agustín ha mostrado que se trataba de una decisión preparada y largamente acariciada por su espíritu: el ejemplo de Mario Victorino (que también se convierte al cristianismo), el magisterio de Simpliciano (que también había guiado los pasos de Victorino, y al que acude Agustín), la lectura de la “Vita Antonii” –en versión latina- (la vida de San Antonio), etc., precedido todo ello por la frecuente asistencia a la iglesia donde predicaba Ambrosio.
La incorporación de Agustín a la Iglesia fue de enorme trascendencia para la cultura cristiana occidental de expresión latina. Significó, al menos para esta parcela de la Cristiandad, y para su época y los siglos posteriores, algo semejante a lo que representó la conversión de San Pablo para la Iglesia de la Edad Apostólica.
Antes de ser bautizado en el año 387 d. de C., se reunió en la villa de “Cassiciacum”, probablemente cercana a Milán, propiedad de un rico africano llamado Verecundo, amigo de Agustín, durante una temporada con un grupo de íntimos para prepararse al ingreso en la Iglesia.
Los resultados de esos debates son los “diálogos de Cassiciacum”. En estos debates estaba presente también su madre, Mónica (Santa Mónica).
También en Cassiciacum se dedicaron al rezo de los “salmos” y, seguramente, de algunos de los “himnos” ambrosianos.
El tercer elemento de la acelerada formación cristiana de San Agustín fue el estudio de la Escritura bajo los consejos de San Ambrosio.
Ambrosio recomendó al intelectual Agustín que iniciara sus estudios cristianos, o sea de la Biblia, por el profeta Isaías, que le parecía el más manifiesto anunciador del Evangelio y de la llamada de los “gentiles” a la Iglesia. Pero Agustín no entendió los primeros capítulos y dejó el libro para otra oportunidad.
Esa había sido la segunda ocasión en que Agustín acometió afanosamente la lectura de la Biblia. La primera es relatada por él mismo en el capítulo 5 del libro III de las “Confesiones”. Era todavía estudiante en Cartago y no se había afiliado aún a la secta de los maniqueos. Debió ser hacia el año 372 o 373 d. de C.
Entonces desdeñó las Escrituras Sagradas por la pobreza de su estilo, que no podía compararse con el de un Marco Tulio Cicerón.
Había leído el “Hortensio “de Cicerón que le imprimió el deseo de la Verdad y de la Sabiduría que le acompañarán el resto de su vida.
Las “Confesiones” de Agustín son bastante ricas en noticias sobre la infancia y juventud del autor e ilustran el ambiente en que se educó.
Agustín había recibido en el hogar y en los ambientes en que se desenvolvió su vida una esmerada educación general y literaria y una cierta familiaridad con la religión cristiana.
Su padre, Patricio, no escatimaba esfuerzos ni sacrificios económicos para ofrecer al hijo la mejor educación posible según los sistemas y costumbres de la época. Soñaba con que su brillante hijo se convirtiera en un prestigioso abogado o un alto funcionario imperial.
Por eso, tras cursar las primeras letras y el inicio de los estudios de gramática en el municipio nativo (Tagaste), Agustín fue enviado a la vecina Madaura, para completar este período de enseñanza secundaria y, después, finalmente, a la ya más alejada capital de toda la “diócesis” de África, la vieja Cartago, en donde las escuelas de retórica tenían un nivel igual al de las otras metrópolis del Imperio Occidental.
De las primeras letras dice Agustín que son aquellas “ubi legere, scribere et numerare discitur” (donde se aprende a leer, escribir y contar).
Son laboriosas –onerosas- pero después se reconoce su utilidad. Las enseña el “litterator” que es una especie de maestro elemental.
La utilidad de las primeras letras es grande, especialmente en comparación con las de la gramática, que concentraba toda su atención en juegos verbales con los poetas (Confes. I 13).
Agustín acude con frecuencia a sus recuerdos escolares en las obras autobiográficas, como las “Confesiones” y en otras de distinto género, como los “Diálogos de Cassiciacum” y alguna de sus cartas, de las que se han conservado casi 300.
Así se sabe que en el latín de su tiempo han desaparecido, prácticamente, del todo las diferencias fonéticas entre las sílabas largas y las breves. La cantidad de éstas y de las vocales es algo que o se aprende en la escuela, o se está expuesto a cometer groseras equivocaciones, como la de los que no distinguen dos palabras de uso común, en especial para un eclesiástico, como “práedico” – de “praedicare” (decir en público, predicar)- y “praedíco” – de “praedicere” (decir con antelación, predecir)-, que tienen significados tan diferentes.
De la enseñanza elemental de las matemáticas quedan en el espíritu de Agustín varias huellas permanentes, que emergen con frecuencia en los más variados escritos.
Además, la ciencia de los números, que comprende también la geometría, ha sido descubierta por los hombres a partir de la naturaleza: en lo que afecta a las cantidades, a las figuras y a las proporciones.
Una, es la conciencia de la “exactitud” de la aritmética a diferencia de otros saberes: la de las sumas y las restas a que Agustín es relativamente aficionado a acudir por vía de ejemplo, estableciendo analogías con cualquier razonamiento que le parece concluir de modo indiscutible.
Otra, es la idea de las “proporciones aritméticas” entre los números, donde uno es a dos, como dos es a cuatro, que, también analógicamente, se aplica a razonamientos filosóficos y teológicos.
El mismo lugar de las “Confesiones” antes mencionado (I 13) contiene una de las numerosas referencias agustinianas a la utilidad e invariabilidad de la aritmética: “uno y uno son dos”, “dos y dos son cuatro”.
Fuera de la escuela, en los mismos años de la infancia, Agustín reconoce que adquirió una especie de mentalidad cristiana: “illam religionem quae pueris nobis insita est et medullitus implicata” (“la religión que de niños asimilamos como cosa natural y se nos quedó profundamente grabada”).
Los estudios de un romano culto no podían dejar de comprender también la “lengua griega”.
Hoy se acepta generalmente que Agustín conocía el griego, no sólo en la medida suficiente para confrontar los originales del “Nuevo Testamento” o la versión de los “Setenta” del “Antiguo Testamento” con las traducciones comúnmente empleadas en las iglesias de lengua latina, sino para leer la literatura pagana filosófica y la cristiana de uso más general, y para entender en esa lengua las cartas que le podían escribir algunos obispos de lengua griega.
En su obra “De doctrina cristiana” examina la utilidad que tiene para comprender la Biblia comparar el texto latino con el griego.
En las “Confesiones”, no obstante, reconoce que sin saber él mismo por qué, en la escuela de gramática Agustín “odiaba” la literatura griega mientras que se sentía entusiasmado con la latina, particularmente por episodios como los románticos amores de Dido y las apasionantes aventuras de los viajes de Eneas.
Respecto de las otras disciplinas básicas en la educación de un intelectual romano, hay que establecer en el caso de Agustín una diferencia entre los dos que, junto con la gramática, son las principales: la dialéctica y la retórica.
Agustín ha asimilado más profundamente de lo que sugieren algunos agustinólogos “la dialéctica”, como ciencia de las leyes del pensamiento y como arte de discutir.
En “la retórica” Agustín se maneja con más soltura y también con cierta mayor agilidad.
San Agustín compuso “De doctrina cristiana”, de la que se diría que quiere ser una especie de manual de retórica a lo divino.
En él pretende enseñar a explicar o comentar la Sagrada Escritura, utilizando los preceptos de la disciplina retórica.
Aunque “la dialéctica” sea una parte de la filosofía, según la generalmente aceptada división de los estoicos, para Agustín y para muchos griegos y romanos la filosofía propiamente dicha es otra cosa.
La filosofía es una tarea que seduce al hombre e inflama los espíritus y que se abraza con ardiente vehemencia una vez que el estudioso ha sido cautivado por ella.
Es lo que le ocurrió a Agustín, a los 19 años, cuando aún seguía cursos de retórica, leyendo el “Hortensio” de Cicerón.
Para muchos comentaristas ése fue el principio de la conversión de San Agustín, que catorce años más tarde encontrará su culminación con el ingreso en la Iglesia en la Pascua del 387 d. de C.
El elocuente Cicerón descubre al joven estudiante de retórica un nuevo saber o una nueva ciencia que es todo un mundo.
Agustín descubre que hay una sabiduría, a la que se encamina el que cultiva la filosofía, que da respuesta a las grandes cuestiones que son: Dios, el mundo y el hombre.
De todos modos, Agustín no encuentra una plena satisfacción en el “Hortensio” ciceroniano, porque en él no se halla el nombre de Cristo, que desde la infancia él guardaba como un tesoro que le hubiera transmitido su madre al criarlo.
(Antonio Fontán. Letras y Poder en Roma. Edit. Eunsa).
Las dos obras más conocidas de S. Angustín son: las Confesiones y La ciudad de Dios.
Las “Confesiones”, en 13 libros, intenta describir su lenta y dolorosa ascensión hacia la fe católica, para glorificar a Dios, mostrando las bondades de su gracia sobre el pecador.
En los nueve primeros libros sigue el orden de los hechos desde su tierna infancia hasta su regreso a África (en el 387 d. de C.).
Los siguientes discuten problemas metafísicos y comentan, desde este punto de vista, los primeros capítulos del “Génesis”.
“La ciudad de Dios”:
En el año 410 d. de C., Roma fue tomada y saqueada por el visigodo Alarico: en el horror de la catástrofe, los paganos acusaron a los cristianos de haberla provocado con su impiedad hacia los dioses paganos.
San Agustín trató de refutarlo. Pero, poco a poco, la obra creció y se transformó en una potente y extraña síntesis, filosófica e histórica a un tiempo, del pensamiento cristiano en esas fechas.
Acabada sólo en 426 d. de C., “la Ciudad de Dios (en 22 libros) opone, de una parte, la labor de los buenos a la actividad de los malos, de otra, las falsas grandezas terrestres al reino celestial; la “Ciudad de Dios” es el conjunto de justos que luchan aquí abajo (iglesia militante) y que se unirán a Dios en la eternidad: sólo ella cuenta. San Agustín trata, pues, siguiendo la historia romana, de mostrar la vanidad de su orgullo; luego, de refutar las formas religiosas y filosóficas del paganismo; por fin, de exponer el desarrollo del cristianismo partiendo de la historia de los judíos, y el carácter de su metafísica. (Jean Bayet. Literatura latina. Ediciones Ariel).
San Agustín está conmocionado por la caída de Roma a manos de Alarico I.
Los romanos interpretaron el saqueo como un castigo divino, y lo atribuyeron a la religión cristiana, y, en particular, a la prohibición del culto a los dioses paganos.
Agustín se alzó contra esta opinión. Por un lado, dice que los dioses romanos son incapaces de proteger a los paganos, y es el nombre de Cristo el que, en medio del horror general, ha sido capaz de salvar a numerosas personas, incluso a los no cristianos.
Por otra parte, tanto los crueles como los bondadosos sufren el mal en esta vida. Para justificar el mal, Agustín expuso que los malvados sufren para ser corregidos, y los buenos para confirmarse en su virtud y evitar las faltas en el futuro.
Señaló que no debe darse importancia al sufrimiento corporal: solamente la conciencia es para nosotros el testimonio de nuestra pureza.
Agustín expone que Roma nunca ha sido protegida por sus dioses, puesto que son falsos. Lo que ha recibido Roma de sus dioses ha sido el vicio y la corrupción del alma y el amor por los bienes terrenales.
Agustín muestra que no han sido los dioses los que han dado grandeza a Roma, sino el decreto soberano de Dios, único y verdadero.
A pesar de la designación del cristianismo como religión oficial del Imperio, Agustín expuso que su mensaje es más espiritual que político.
El cristianismo según él, se debe referir a la ciudad mística y divina de Jerusalén, “la nueva Jerusalén”, y no tanto a la ciudad terrenal.
Su teología sirvió para definir la separación entre la Iglesia y el Estado, algo que caracteriza a las relaciones políticas de Europa occidental.
(Wikipedia).
Algunos puntos de su reflexión filosófica y religiosa:
Los problemas intelectuales que más le afectan son: qué es el tiempo; qué es el mal; qué es la mente humana; qué es la memoria; qué es el amor y la muerte.
De la oración de Agustín no está ausente la mediación de Jesucristo. Al contrario. Pero el Jesucristo contemplado por San Agustín es el mismo que el contemplado por San Pablo en la epístola a los Colosenses: “Cristo es la imagen de Dios invisible. Por él han sido creadas todas las cosas: las del cielo y las de la tierra, y todas subsisten en él “(Col. 1,15-17).
En el universo agustiniano, el centro de gravitación universal aparece constituido por el Amor, el Bien, la Verdad: el único Dios vivo.
San Agustín ha sido llamado el doctor de la “gracia” porque tenía muy claro que el hombre se salvaba no sólo con su propio esfuerzo, sino atraído gratuitamente por Dios que cubría al hombre con sus dones, es decir, con su propia vida.
Todo lo que tenemos nos lo ha dado Dios.
La iniciativa de su amor es gratuita, inexigible por parte nuestra, regalo de Dios que nos lleva a la acción de gracias y a la alabanza.
La iniciativa gratuita del amor de Dios engendra una suprema confianza en los que creen y confían en la fuerza del amor divino.
La reflexión sobre el tiempo muestra todas las características del pensamiento de Agustín.
Él lo llama “complicadísimo enigma”.
Agustín conoce las “categorías” aristotélicas – entre ellas, el tiempo y el espacio- y sabe que para Aristóteles el “tiempo” supone movimiento. Pero Agustín aún no queda satisfecho.
Tiene que encontrarse en el hombre el último resorte que explique lo que es el tiempo y que explique por qué el tiempo forma parte de nosotros mismos.
La última medida antropológica del cambio es la conciencia del hombre.
La conciencia que el hombre tiene de su propia contingencia y de su propio y tenso devenir entre el pasado, el presente y el futuro: San Agustín considera el tiempo, no tanto en su representación cuantitativo-espacial de movimiento y sucesión, sino más bien como la dimensión interna de la “memoria”, es decir, de la conciencia que el hombre tiene de su propia permanencia a través de la mutación de sus actos de pensar y querer.
En efecto, el devenir contingente del hombre deja asomar la amenaza de la nada como lote de su propia creaturalidad. Pero, simultáneamente, la transparente espiritualidad del hombre, como mente o memoria, capacidad de conocer y capacidad de amar, se abre al Dios vivo e inmortal como promesa gratuita de salvación que viene de Dios mismo.
La mente y la memoria: ¿Almacén de datos o espíritu vivo?
Esta misma peculiaridad agustiniana que pone de manifiesto la corporalidad y la espiritualidad del hombre la advertimos en el tratamiento de la “memoria”.
La “memoria” no es solamente un almacén de datos acumulados a través del tiempo en los repliegues del cerebro, sino que prácticamente se identifica con la mente, esto es con el espíritu vivo del hombre.
Como decía Popper con agudeza, el hombre no es un robot perfectísimo; es, en todo caso, una máquina viva.
Por eso la memoria agustiniana no es, dicho con anacronismo, el almacén de la información en las neuronas.
Es algo espiritual, que Descartes y la modernidad llaman “yo” y la “subjetividad”, después que la antigüedad la haya llamado el “alma” y que Tomás de Aquino y Duns Scoto le hayan llamado el “intelecto” o la “mente”. En todo caso, es la sede espiritual del hombre temporal y corporal.
He aquí al hombre dotado de una memoria espiritual.
Este espíritu del hombre, por su propia naturaleza, está de tal manera abierto a Dios que sólo Dios puede saciarlo.
Este es el arranque de lo que Santo Tomás de Aquino y los medievales llamarán “el deseo natural de ver a Dios”.
Queda claro que, para Agustín y para la Europa medieval, renacentista y barroca, el hombre es un ser corpóreo y terrestre, pero dotado de una dimensión espiritual que lo hace abierto y fronterizo a lo divino, y que esta dimensión espiritual no está permitido desconocerla ni minusvalorarla.
(San Agustín. Confesiones. Introducción Josep María Rovira Belloso. Edit. Planeta. Barcelona.2021).
Segovia, 18 de julio del 2021
Juan Barquilla Cadenas.