JULIA MESA Y JULIA MAMEA: Dos mujeres dirigiendo el Imperio romano.
Con la muerte del emperador Cómodo en el año 192 d. de C. empieza un período en que el Imperio romano es gobernado por la llamada “dinastía de los Severos”.
Este período acaba con la muerte de Alejandro Severo y su madre Julia Mamea producida por el soldado llamado Maximino “el Tracio” el año 235 d. de C.
Este período destaca por la participación en la gobernanza del Imperio romano de dos mujeres, Julia Mesa y Julia Mamea, que prácticamente van a dirigir la administración del Imperio en nombre de “dos emperadores niños”, Heliogábalo y Alejandro Severo.
Cómo se llega a esta situación lo explica de una manera clara Emma Southon en su libro “Historia de Roma en 21 mujeres”, Edit. Pasado & Presente. Barcelona 2024.
He elegido este período de la historia de Roma, la “dinastía de los Severos”, porque, aparte de lo poco frecuente del hecho de que estas dos mujeres tengan un poder tan grande en Roma a pesar de ser oriundas de una “provincia de Roma” (Siria y Libia), ya se empiezan a notar con más claridad signos de decadencia en el Imperio romano, tanto en el poder político de los emperadores como en el poder militar (Guardia Pretoriana).
El sistema de valores parece que ha cambiado: los soldados eligen al emperador que más dinero les ofrece, y los emperadores dejan mucho que desear en su conducta: se dejan llevar por el vicio y el lujo y muestran signos de cobardía.
Al mismo tiempo van a aparecer nuevos enemigos para Roma como los “persas sasánidas” y las invasiones bárbaras de las fronteras septentrionales empiezan a hacerse notar.
Yo aquí me limito a exponer lo escrito por Emma Southon en el libro citado anteriormente.
[ La “Pax romana” se denomina, de modo algo simplista, el período de 250 años en el que el Imperio romano era básicamente estable y estaba en paz bajo un monarca.
Dejando de lado un par de breves brotes de guerra civil, en su mayor parte la gente que vivía alejada de las fronteras llevaba vidas ajenas a la violencia y disturbios militares, vidas en las que podían viajar, comerciar y criar a sus hijos sin problemas.
Este período se inició con la ascensión de Octavio Augusto en el año 27 a. de C. y finalizó veinticinco emperadores después, con la muerte del “emperador niño” Alejandro Severo en 235 d. de C.
Tras Alejandro Severo, la “Pax romana” se hundió en un sinfín de conflictos civiles que devoraron el Imperio durante un siglo y medio.
Las circunstancias que llevaron a los primeros “niños emperadores” de Roma y al final de la “Pax romana” fueron ocasionadas por una mujer extraordinaria.
No hay ningún contexto en el cual se podría suponer que Julia Mesa iba a acabar como “poder en la sombra” que coronaría no a uno, sino a dos gobernantes del Imperio.
Cuando nació, en mayo de 160 d. de C., el poder y la autoridad romanos residían en la ciudad de Roma y dentro del reducido círculo de aristócratas itálicos.
Los seis buenos emperadores (Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío, Marco Aurelio y Lucio Vero) habían ampliado un poco el grupo de potenciales detentores del poder y el aristocrático control latino del poder senatorial y militar se había aflojado ligeramente, pero en cualquier caso, el mundo romano seguía siendo una oligarquía basada en el origen étnico.
Entre la muerte del lamentable hijo de Marco Aurelio, Cómodo, en 192 d. de C. (cuando Julia Mesa tenía treinta y dos años) y su propia muerte en 224 d. de C. (a la edad de 64 años), el mundo romano cambió por completo.
La muerte de Cómodo (192 d. de C.) dio rienda suelta a todas las tensiones latentes en el sistema de gobierno romano y puso en marcha un montón de pesadillas.
Las primeras tres décadas de vida de Julia Mesa no tuvieron nada de especial.
Nació en Emesa (actual Homs), en Siria, una ciudad que en las últimas décadas ha sido sinónimo de crisis y destrucción, pero que en el siglo II d. de C. era un centro neurálgico de tres arterias comerciales, una ciudad rica y multicultural.
Obtenía ingresos de los impuestos a las mercancías que llegaban de la ruta del incienso (desde Yemen y Omán), de la ruta de las especias (de África, el golfo Pérsico y Java) y, por supuesto, de la ruta de la seda, que pasando por Asia y la India llegaba hasta China, así como también de los peregrinos que se dirigían al gran templo de El-Gabal o Elagabal.
El-Gabal era una deidad muy antigua, posiblemente fenicia y asociada al Sol, y Emesa tenía el principal templo dedicado a ella, porque guardaban su representación cultual.
A diferencia de los dioses griegos y romanos, El-Gabal no tenía forma humana ni estatuas que lo representaran: su representación era una gran piedra negra de forma cónica.
La ciudad también tenía un sacerdocio hereditario de El-Gabal, transmitido de padres a hijos, porque había asumido el lugar de la monarquía prerromana.
En lugar de pasar a ser gente normal sin ningún tipo de poder en el Imperio romano, los antiguos reyes se pasaron discretamente al sacerdocio, lo hicieron hereditario y así continuaron siendo el poder local separado de la burocracia romana.
En 160 d. de C., el padre de Julia Mesa, Julio Basiano, ostentaba este cargo.
Julia Mesa creció en Emesa como una rica y privilegiada hija de uno de los líderes de la ciudad, en un lugar opulento y animado a sólo un tiro de piedra de Antioquía.
Gracias a su padre detentaba la “ciudadanía romana” (y de ahí el nombre de Julia) y, así, se casó con un soldado romano, Cayo Julio Avito Alexiano.
Avito también era sirio, de clase ecuestre y había entrado en el ejército como “prefecto” de una cohorte auxiliar de Petra.
Julia Mesa se había casado, pues, con un militar y se asentó en un entorno militar, en las fronteras del Imperio romano en un momento en que no había guerra. Entonces allí existía una vida familiar, doméstica, social y religiosa y los soldados creaban fuertes vínculos entre sí y con los que vivían con ellos.
En esos años, Mesa y Avito tuvieron dos hijas, llamadas Julia Soemia y Julia Mamea.
Y así hubiese transcurrido su vida, como parte de la gente bien en la cima de la cadena trófica regional, alejados de la política y la decadencia del Imperio, si no fuera porque Julia Mesa tenía una hermana pequeña que, inesperadamente, contrajo matrimonio con lo mejor o lo peor de lo peor, según cuál sea el punto de vista.
Julia Domna era la hija menor de Julio Basiano, y un general romano llamado Septimio Severo se fijó en ella.
Septimio Severo (145 -211 d. de C.) era oriundo de Leptis Magna, en Libia.
Su madre era una romana de rancio abolengo, cuya familia había emigrado a Libia y se había emparentado con las élites locales; su padre, por su parte, tenía ancestros fenicios, si bien la familia se consideraba romana al cien por cien.
Septimio Severo había viajado a Roma, se había introducido en el Senado y había iniciado una carrera respetable.
Se casó y pasaba sus días viajando por el Imperio asumiendo diversos cargos administrativos, llevando la burocracia romana por todas partes.
En cierto momento, pasó por Emesa, hizo su trabajo como autoridad invitada, se reunió con las élites locales y conoció a Julio Basiano. Y también conoció a la hija de éste, Julia Domna.
Durante un tiempo, no pasó nada; Septimio Severo fue pasando por varios cargos y estuvo en la Galia, donde falleció su mujer.
La historia nos dice que Septimio Severo consultó su horóscopo para encontrar una nueva esposa y Julia Domna fue la elegida. Pero esta historia procede de un libro, la “Historia Augusta”, que es una obra de ficción.
La “Historia Augusta” es una obra tan confusa y desconcertante que los historiadores de Roma incluso han recurrido a ordenadores para desvelar sus secretos.
Afirma ser un conjunto de biografías escritas en el siglo IV d. de C. por diversos autores, pero también miente sobre ella misma, miente sobre el momento en que fue escrita y contiene una enorme cantidad de falsedades manifiestas y poco convincentes, además de errores de bulto.
No es una fuente fiable en absoluto, y así es como nos dibuja a Septimio Severo: como un africano supersticioso adicto a la astrología.
Sea como fuere, Septimio Severo pidió la mano de Julia Domna, ésta dijo que sí y en 193 d. de C. se despidió de su hermana y de sus sobrinas y de Siria, se embarcó rumbo a la Galia y luego a Panonia (la actual Hungría) para asumir su nueva vida de esposa senatorial bajo el emperador Pertinax.
Publio Helvio Pertinax gobernó el Imperio romano exactamente ochenta y ocho días a caballo de los años 192 y 193 d. de C., y es recordado, sobre todo, por haber derrocado a Cómodo y dar inicio al “año de los cinco emperadores” (Pertinax, Didio Juliano, Clodio Albino, Pescenio Niger y Septimio Severo).
Ochenta y siete días después de que la Guardia Pretoriana nombrase emperador a Pertinax, se hartaron de sus rudas decisiones disciplinarias de la vieja escuela y lo mataron.
A continuación montaron algo extraordinario de verdad: celebraron una subasta a las puertas del campamento pretoriano en la que subastaron el cargo de emperador al mejor postor.
Didio Juliano fue el que más pagó por el derecho a ser emperador. Estuvo en el cargo ocho semanas enteras y acabó siendo apedreado por el pueblo de Roma.
Al saber de las oportunidades imperiales en Roma, tres generales de diferentes partes del Imperio pujaron por el trono: Clodio Albino en Britania, Pescenio Níger en Siria y Septimio Severo en Panonia.
Resulta divertido que Julio Didio envió emisarios a Septimio Severo una y otra vez, para convencerle de que renunciara a la rebelión, y todos y cada uno de los generales se pasaron al instante a Septimio Severo.
Esta popularidad personal, combinada con una genuina capacidad militar y un poco de estratagemas, permitió que a finales del año 193 d. de C., Septimio Severo se convirtiera en el primer emperador africano de Roma, que Julia Domna fuera emperatriz y que Julia Mesa pasara a formar parte de la familia imperial.
Lo primero que hizo Severo fue anunciar que era hijo adoptivo de Marco Aurelio; una jugada espectacular teniendo en cuenta que hacía ya trece años que había muerto Marco Aurelio.
La gente se rio de este intento ridículamente transparente de Septimio Severo por hacer que su reinado pareciese una continuación de la “dinastía Antonina”, aunque una década más tarde.
El reinado de Septimio Severo duró unos estupendos dieciocho años, durante los cuales hizo muchas cosas imperialmente buenas (como guerras, introducir un subsidio al aceite y crear un servicio postal nacionalizado) y muchas no tan buenas, como “reparar los colosos de Memnón y arruinar los buenos tiempos de todos en la “Pax romana”.
También se dedicó a convertir Leptis Magna en una gloriosa ciudad romana y traer gente de esta ciudad y de Emesa a Roma y promocionarla a altos cargos como parte de su corte imperial.]
{Aunque sus ansias de poder convirtieron a Roma en una “dictadura militar”, Septimio Severo era muy popular entre la población.
Restableció la moral romana tras los años decadentes del gobierno de Cómodo y consiguió limitar la corrupción.
Al volver de su victoria sobre los “partos” levantó un arco de triunfo que lleva su nombre.
En los últimos años Septimio Severo tenía que luchar contra los ataques de los bárbaros que ponían en peligro la integridad territorial del Imperio. Sobre todo tenía problemas con levantamientos en Britania. Por esto mandó renovar el muro de Adriano antes de morir} (Wikipedia).
[Con Septimio Severo por primera vez la corte imperial no estaba formada por hablantes de latín.
En ocasiones Septimio Severo recibía burlas por su “acento africano” y, al parecer, tenía un cierto complejo con el tema.
Se dice que se negó a que su hermana entrara en la corte porque consideraba que su pobre latín era una vergüenza para él.
Es posible que los idiomas maternos de Septimio Severo fueran el púnico y el griego, mientras que Domna y Julia Mesa hablaban griego y arameo.
La lealtad de Septimio Severo a su familia política llevó a Julia Mesa y a sus hijas a Roma y a Avito (marido de Julia Mesa) al Senado, donde siguió una carrera muy respetable: fue cónsul el año 200 d. de C., con lo que Julia Mesa se convirtió en una mujer de rango consular, y luego sirvió como gobernador de Retia (las actuales Suiza y Baviera).
Septimio Severo hizo que Julia Domna fuera una parte significativa de su reinado y se la recuerda como una emperatriz muy competente, con un interés especial en el arte y la filosofía; sus acólitos (servidores) a menudo comentaban que tenía un círculo de intelectuales en la casa imperial.
También Julia Domna tuvo dos hijos con Septimio Severo, de edades muy cercanas, Caracalla y Geta.
Mientras tanto, la hermana de Julia Domna, Julia Mesa, se asentaba en la vida en lo más alto del Imperio, dedicada a criar a sus hijas, a casarlas bien y es muy posible que implicada con su hermana, su marido y su cuñado en la dirección de un complejo imperio.
Sin duda, Julia Mesa disfrutó de las numerosas ventajas de ser miembro de la familia imperial: se sentaba en el palco imperial en los “Juegos” y en el teatro, iba precedida por “lictores” con “fasces” allí donde fuera, si viajaba con su hermana, había doce “lictores” y un tipo que llevaba el estandarte imperial convirtiendo cualquier desplazamiento en una procesión.
Después de treinta años de llevar la vida de la élite local, Mesa descubrió lo que era ser de la élite de verdad, de la élite global, lo que era tener a montones de extraños que saludan a tu hermana como a una diosa y disponer de provincias enteras a tu antojo.
Este tipo de vida altera por completo la percepción que uno tiene del mundo.
Como miembro de la familia imperial, Julia Mesa pasó a ser, de golpe y sin razón alguna, una de las personas más famosas del mundo romano. Gente que no la conocía y que nunca lo haría tenía opiniones sobre ella, la gente se quedaba embobada cuando salía de casa y la miraba cuando entraba en el teatro. Mesa se quedó sin anonimidad.
Para Mesa y su familia había solicitudes de gente desesperada por acceder a ella y así acceder a Julia Domna, que tiene acceso al emperador. Gente en busca de favores, en busca de acceso, en busca de un pedacito de ella a causa de su relación con Septimio Severo.
Pero la fama distorsiona el mundo y, del mismo modo, el famoso queda distorsionado.
Septimio Severo murió de repente durante un viaje a Britania en 211 d. de C. y dejó el trono a sus dos hijos (Caracalla y Geta), que se odiaban entre sí.
En cuestión de meses, Caracalla, de veintitrés años, había apuñalado personalmente a su hermano pequeño para poder ser el único emperador.
En el asesinato, Caracalla arrancó a Geta de los brazos de Julia Domna y lo mató mientras ella sollozaba.
Pero la vida prosiguió más o menos igual en la familia imperial.
Julia Mesa había sido abuela en 204 d. de C. y de nuevo en 208 d. de C., de modo que ahora tenía dos nietecitos de los que preocuparse y, como Caracalla no mostró ningún indicio de estar interesado por las mujeres, Julia Mesa empezó a ver a sus nietos como el futuro de la “dinastía severa”.
A Caracalla se le conoce con este nombre porque tenía una obsesión por llevar ropa militar y le gustaba especialmente una prenda gala con capucha llamada “caracalla”.
Parece que la vida militar era lo que más le apetecía.
Su vida ideal era pasar el rato con hombres increíblemente viriles en el sentido romano del término, sudorosos y cubiertos con la sangre de sus enemigos.
Julia Mesa inició los planes sucesorios en su nombre y concibió que Caracalla podría adoptar a uno de sus nietos al modo de Trajano o Adriano.
Por desgracia para Julia Mesa, Caracalla era tan desagradable que, con sólo veintinueve años, en la frontera parta, un soldado contrariado lo apuñaló hasta la muerte.
A continuación fue sustituido en el trono por un desconocido llamado Macrino.
Caracalla murió el 8 de abril del 217 d. de C.
La ascensión de Macrino parecía anunciar una nueva era, otra más, en la política romana.
Después de veintiséis años de formar parte de la realeza romana, y viuda de hacía poco, Julia Mesa, sus hijas (Soemia y Julia Mamea) y sus nietos (Heliogábalo y Alejandro Severo) fueron expulsados del Palatino y enviados de regreso a Emesa.
Julia Domna, que había acompañado a su hijo (Caracalla) en una campaña en el este, también fue enviada a Emesa.
Las dos hermanas, ahora en la cincuentena, se vieron de nuevo en la ciudad que habían dejado cuando eran mucho más jóvenes.
Regresaron como madres y abuelas, ambas viudas y cambiadas de un modo irreversible tras haber ganado y perdido todo un imperio; ninguna de las dos podía soportar el horror de volver a una vida más o menos privada. Pero reaccionaron de maneras muy diferentes.
Julia Domna murió. Podría ser que se quitara la vida dejándose morir de hambre.
Julia Mesa, en cambio, aún tenía a sus hijas, aún tenía a sus nietos y tenía una voluntad de hierro; total que urdió un plan.
Sus esperanzas recaían en su nieto mayor, hijo de su hija Soemia y de un aristócrata romano-sirio, Sexto Vario Marcelo.
Este nieto, Vario Avito Basiano había sido lo más cercano a un heredero que había tenido Caracalla.
Sexto Vario Marcelo, el padre de Vario Avito Basiano, había ostentado el cargo de “Prefecto del tesoro militar” y gobernador de Numidia hasta su muerte en 215 d. de C., mientras que el pequeño Avito había viajado con Caracalla.
Vario Avito Basiano (Heliogábalo) aparece en una inscripción en Asia Menor junto al emperador en 213 d. de C., y existe la teoría de que Caracalla pudo haberlo adoptado en algún momento, quizás a regañadientes.
En 217 d. de C., Avito (Heliogábalo) tenía unos trece años y era el único miembro de la familia contento de estar en Emesa.
Había asumido el papel que le había legado su bisabuelo y era el sacerdote más entusiasta que El-Gabal había tenido nunca.
Se implicó tanto en este nuevo cargo que la gente pronto lo asoció en exclusiva con el dios. Ahora lo conocemos como “Heliogábalo”.
Heliogábalo se lanzó al sacerdocio de El-Gabal de cabeza. Le encantaba la veneración, los ritos y los trajes ceremoniales.
Éste consistía en un “quitón jónico” de color púrpura y oro y muchas joyas.
Un “quitón” es una túnica de manga larga que cae hasta los pies.
Por su parte, Heliogábalo parecía sentir una devoción genuina al dios.
Las conexiones, las relaciones y la confianza que Julia Mesa había acumulada como miembro de la élite gobernante local, como miembro de la comunidad militar y ahora como miembro de una familia imperial injustamente destituida, estaban a punto de dar sus frutos.
A su regreso a Emesa, casi de inmediato Julia Mesa, su hija y el acogido de Mesa, Ganis, empezaron a propagar el rumor de que Heliogábalo no era el sobrino segundo de Caracalla, sino en realidad el hijo biológico del emperador fallecido.
Se dice que en la vida real Heliogábalo se parecía muchísimo a Caracalla, de modo que Julia Mesa explicó a amigos de fiar en el ejército que Caracalla se había acostado con sus dos hijas cuando vivían en el palacio y que había dejado embarazada a Soemia sin que se enterara su marido.
De este modo insinuaba que el hermoso adolescente que tenían ahí delante era, en realidad, el legítimo heredero del trono de Roma.
Esta información se propagó con rapidez entre las legiones de Siria, junto con otro rumor que afirmaba que Julia Mesa tenía una enorme reserva de riquezas imperiales que usaría para recompensar a todos aquellos que ayudaran a su nieto a recuperar el trono que le correspondía.
Esta es la versión que nos cuenta un vivaz historiador llamado Herodiano (178- 252 d. de C.), una fuente contemporánea de los hechos.
Otra fuente contemporánea es un libro medio perdido y muy fragmentario redactado por el senador Dión Casio, que sirvió bajo los emperadores a partir de Septimio Severo.
La versión de Dión elimina deliberadamente a Julia Mesa y a Soemia de la historia y afirma que no sabían nada de lo que pasó a continuación, mientras carga toda la responsabilidad en Ganis.
Lo que sucedió a continuación es esto: Mesa y Soemia ayudadas por su camarilla, enredaron a Heliogábalo y se lo llevaron fuera de la ciudad, lejos de su querido templo, al campamento de la “Legio III Gallica”, donde le recibieron con las puertas abiertas. Entraron en el campamento y fueron recibidos como héroes que regresaban. Heliogábalo fue aclamado como emperador.
En los pocos meses transcurridos desde su expulsión de Roma, Julia Mesa había iniciado una rebelión militar.
Esto ha resultado difícil de entender para muchos historiadores: ¿cómo pudo una mujer iniciar un “golpe de Estado” en el fondo sólo con el apoyo de algunos jóvenes?
Los historiadores antiguos creían que los soldados tenían mucho cariño por Caracalla, porque era como uno de ellos, un emperador soldado, y es probable que esto tuviera su peso, pero no lo explica todo.
Emma Southon cree que el desconcierto surge de olvidar lo integrada que estaba Julia Mesa en la vida militar de Emesa antes de dirigirse a la vida de lujo imperial en Roma.
Los soldados con los que se alió no eran unos desconocidos para ella. Eran amigos y compañeros de cuartel que confiaban en ella.
Está claro que había un “elemento mercenario” en los soldados que brindaron un repentino apoyo a Heliogábalo (14 años), porque respaldar a un pretendiente al trono exitoso siempre iba de la mano de sustanciosos beneficios en metálico, pero también era arriesgado.
Los soldados solían dar apoyo a generales que apreciaban y que habían demostrado su valía en la batalla y en el liderazgo, no a inocentes críos.
Y Heliogábalo era un crío. Tenía catorce años cuando la legión lo proclamó “emperador” a instancias de su abuela (Julia Mesa) y de Ganis, “un joven que aún no había llegado a la madurez”, y se convirtió en el primero de una reducida serie de “gobernantes- niños” del Imperio romano.
De todos modos, Heliogábalo ya había celebrado la ceremonia romana de paso a la mayoría de edad y había ostentado varias veces el cargo de “pretor”, de manera que técnicamente, con la ley romana en la mano, Heliogábalo era un adulto.
Según Emma Southon lo que más le impresiona de la rebelión de Julia Mesa es que no sólo convenció a los legionarios y auxiliares para que respaldaran su causa y la de su familia y pusieran un nuevo emperador en el trono, sino que los convenciera para que siguieran a un adolescente cuya habilidad más relevante era que era muy guapo y que bailaba.
Como apuesta, era arriesgada y podía haber destruido toda la credibilidad de la que gozaba en Emesa.
Herodiano nos dice que estaba dispuesta a arriesgarlo todo por no vivir en la oscuridad.
Y como las tropas confiaban en Julia Mesa y la apreciaban, la siguieron y arriesgaron sus vidas por la promesa de gloria.
Las novedades pronto llegaron a oídas de Macrino porque éste se hallaba en Antioquía, a sólo doscientos kilómetros.
La rebelión de Julia Mesa avanzó con tanta rapidez que Macrino ni tan sólo había tenido tiempo de irse a Roma, cuando llegó un mensajero a decirle que se había proclamado un nuevo emperador.
Macrino, con sensatez, pensó que una rebelión liderada por tres mujeres y dos adolescentes no le representaba ninguna amenaza, de manera que despachó un pequeño contingente de soldados bajo el mando de un “prefecto”, Juliano, para sofocar la rebelión.
Herodiano nos cuenta una magnífica historia: cuando aparecieron las tropas de Juliano, la legión de Emesa se limitó a mostrar a Heliogábalo en los muros del campamento. Al parecer, las tropas de Juliano quedaron tan impresionadas por su hermosura y por su parecido con Caracalla, que desertaron al instante, rebanaron la cabeza de Juliano y se la enviaron a Macrino con una nota.
Esto hizo que circularan rumores por el campamento de Macrino de que el nuevo “Augusto” iba en serio. Y pequeños grupos de soldados empezaron a escabullirse, los cuales, tras andar por Siria, aparecían cada día a las puertas de Julia Mesa y pedían unirse a ella.
De este modo, su legión fue creciendo hasta que pudo enfrentarse a Macrino y ganar. Cosa que sucedió el 18 de junio del 218 d. de C.
Roma no había visto a su emperador en casi seis años y, al parecer, Heliogábalo envió antes un retrato suyo para que supieran qué aspecto tenía cuando llegara a la ciudad.
De hecho, el Senado nunca se había encontrado con Macrino.
Los grandes cambios de dirección en el gobierno del Imperio ya no se producían en el Senado ni en el Foro, ni siquiera en Europa, sino en Siria y en Asia, y entre las tropas.
El Senado nunca recuperó ya su auténtico poder imperial. Asistimos aquí al comienzo del desplazamiento del núcleo del Imperio desde Europa occidental hacia el Próximo Oriente y el Mediterráneo oriental, algo que no gustaba a la clase senatorial, que jamás abandonó la creencia de que Roma era el centro natural del mundo.
La llegada de Heliogábalo aún les gustó menos, porque con quince años se presentó obstinadamente ataviado con sus vestiduras sacerdotales, con su “quitón” de seda pura y con la gran piedra negra de El-Gabal.
Los senadores se aferraban con incluso más obstinación a la milenaria “toga de lana” y a la “túnica de manga corta y hasta las rodillas” como la única vestimenta apropiada de un político romano.
En consecuencia, cuando Heliogábalo apareció con su vestido largo de seda, cubierto de bordados de oro y se reafirmó en que nunca llevaría lana, porque era horrible, a los senadores no les gustó. Además, que llevara una diadema y collares y que hubiera traído consigo la piedra de El-Gabal sólo hizo que acrecentar su horror.
En las fuentes, las historias sobre Heliogábalo son tan alocadas como pueden serlo las historias romanas, y podemos encontrar descripciones de decadencia: el nombramiento de actores como senadores, asesinatos arbitrarios, una fuerte presencia de mujeres en la corte imperial y la insistencia del emperador en subordinar los viejos dioses romanos a un viejo dios fenicio.
Su contemporáneo Dión Casio llena páginas y páginas de palabras desdeñosas, con un odio y un asco que llega a resultar sorprendente.
Dión describe a Heliogábalo, a su madre y a Julia Mesa con los habituales estereotipos de la decadencia, el despotismo y el afeminamiento orientales.
La idea de que “Oriente” era un lugar de vicio y corrupción estaba muy incrustada en la psique romana. Octaviano (Augusto) la aprovechó para deshacerse de Marco Antonio y Cleopatra y ya nunca desapareció.
Pensaban que el Este era blando y bárbaro, afeminado por completo, y un lugar en el que se adoraba a los seres humanos como si fueran dioses, no como los buenos romanos europeos, duros y civilizados, masculinos, y que esperaban educadamente hasta que una persona se muriese para adorarla.
El hecho de que Heliogábalo expresara a menudo su género como femenino y fuera un devoto de El-Gabal no hacía más que reforzar todos los estereotipos que circulaban sobre el Este “imaginado”.
Y, en consecuencia, repugnaba al Senado romano y a la Guardia Pretoriana, que se enrocaron en su idea de lo que era una conducta correcta.
Cuando Heliogábalo permitió que su madre Soemia entrara en la “Curia”, la sede del Senado, un espacio percibido como inherente y religiosamente masculino, los habitantes de Roma vieron en ello una violación de los roles de género que les costó mucho soportar.
Dión se refiere a Heliogábalo, en general, como “Sardanápolo”, un legendario rey de Asiria descrito por los autores romanos como un hedonista bisexual, travestido y transgresor de género, que derrumbó a todo un imperio por su pasión por el lujo.
Estos relatos se han ido repitiendo a lo largo de los siglos para darnos una versión de la “dinastía severa” que nos la pinta como unos intrusos sirios en Europa que sólo trajeron decadencia y corrupción, mientras los romanos de verdad como Dión Casio intentaban aferrarse a los buenos valores romanos.
Edward Gibbon suspira de decepción de Heliogábalo y su familia: “Roma fue finalmente humillada bajo el afeminado lujo del despotismo oriental”.
En esta interpretación, los “Severos” son inherentemente “no-romanos”, en parte porque, en buena medida, son mujeres. Se presentan en oposición a “El Romano”, que de manera implícita, es un hombre blanco europeo.
Que esta interpretación yerra por completo debería quedar claro sin más que recordar que el mismo Dion Casio era de Bitinia, en la actual Turquía.
Julia Mesa, Julia Mamea, Soemia y Heliogábalo eran todos romanos, con “ciudadanía romana” desde hacía generaciones. Pagaban impuestos a Roma y se implicaban en la política romana.
Julia Mesa se casó con un “prefecto” romano que servía en el ejército romano, hacían sacrificios a los dioses romanos y vivían en una “provincia romana”.
Nunca vivieron fuera de las fronteras del Imperio y fueron gobernantes del Imperio romano para beneficio de éste.
Pero Julia Mesa pocas veces ha recibido el calificativo de romana, sobre todo a causa de la difícil conducta religiosa de su nieto.
Julia Mesa y su familia plantean cuestiones incómodas acerca de qué era ser romano.
Dión decidió que ser emperador romano implicaba cumplir las normas de la ciudad de Roma. Las normas de las demás ciudades del Imperio romano no contaban.
Al parecer, Julia Mesa lo veía igual que Dion y por eso logró pasar ilesa por las fuentes antiguas y salvarse de la guerra.
Se identificaba como una romana de Emesa y acataba la religión y las normas romanas.
Actuó como la principal Augusta del reino e intentó mantener unida la nueva dinastía y el primer “niño emperador” de Roma con su fuerza de voluntad.
En la propaganda imperial se la presenta por encima de la madre de Heliogábalo, Soemia, y de cualquiera de las muchas y breves esposas del emperador, con todos los honores tradicionales de una emperatriz.
Durante el reinado, Julia Mesa aparece en el 18% de las monedas de Heliogábalo, mientras que Soemia sólo llega a un 7%.
En las acuñaciones, Julia Mesa se representa como la “madre de los campamentos” (mater castrorum) y la “madre del Senado” (mater senatus), como Juno y como la personificación de “Felicitas” (la buena suerte), “Pudicitia” (la castidad) y “Fecunditas” (la fertilidad).
En cambio, Soemia aparece con un epíteto poco habitual de Venus (“Venus Caelestis”). Ni siquiera se la presenta como madre del emperador.
Las representaciones numismáticas siguen la línea de su imagen en la “Historia” de Herodiano, en la que Julia Mesa está siempre inquieta por la conducta de Heliogábalo, que se distancia del ejército.
Todo apunta a que Julia Mesa quería ser una emperatriz tradicional al modo europeo, tal como lo había sido su hermana (Julia Domna), mientras que Soemia y Heliogábalo querían continuar celebrando su religión, identidad y cultura emesanas.
Los romanos de Roma no tenían mucha paciencia con emperadores que no se ajustaran a las estrictas reglas de masculinidad y “romanidad auténtica”, que, por encima de todo, ponía en valor la tradición romana, la masculinidad estoica y las antiguas costumbres de la ciudad de Roma.
Tampoco les gustaba que violadores y bastardos fueran emperadores, y resulta que se decía justamente eso de Heliogábalo. Se le acusó de agredir sexualmente a una virgen vestal, algo que en otro tiempo le hubiera llevado a ser ejecutado.
Gracias a las décadas vividas en Roma, Julia Mesa sabía todo esto y comprendía los riesgos en que incurrían Heliogábalo y Soemia.
Julia Mesa se había esforzado mucho y había arriesgado mucho para recolocar a los “Severos” en el trono y para situarse de nuevo en una posición de auténtico poder imperial y entendía muy bien el juego de tronos romano.
Según Herodiano hizo todo lo que pudo para moderar las acciones de su familia, con un éxito muy limitado.
Tras cuatro años de tratar con Heliogábalo, viendo cómo él y su madre malgastaban su popularidad por los caprichos de un obstinado adolescente, Julia Mesa tuvo, otra vez, que sacarse un plan de la manga para salvar la dinastía.
Julia Mesa tenía dos hijas(Julia Soemia y Julia Mamea) y cada una de ellas tenía un hijo (Heliogábalo y Alejandro Severo respectivamente).
Su otra hija era Julia Mamea, cuyo hijo era el pequeño Alejandro Severo.
Al parecer, Julia Mamea heredó más de su madre que Julia Soemia, pues mientras ésta consentía a Heliogábalo y daba manga ancha a sus conductas más desagradables, Julia Mamea marcaba de cerca a Alejandro. Éste, un preadolescente de unos doce años y, según todas las fuentes, un buen chaval, quedó al margen de la impopularidad de Heliogábalo porque Julia Mamea no dejó que éste se acercara a su hijo.
Julia Mesa obligó a Heliogábalo a adoptar a Alejandro Severo como heredero para así mostrar una sensación de continuidad dinástica e intentar recuperar un poco el control del reino.
Al principio, Julia Mesa esperaba que esto demostrara al ejército y al Senado que se avecinaban tiempos mejores y que con la “dinastía severa” el futuro estaba asegurado.
Pero no tuvo en cuenta el temperamento de Heliogábalo.
Lo que éste vio en la sensata estrategia política de Mesa no fue un intento de proteger la dinastía de la cual él formaba parte, sino un intento de socavar su autoridad.
Heliogábalo, que ahora tenía 17 años, odiaba a Alejandro y se volvió tremendamente suspicaz con él.
Y como era un emperador romano tiránico y esto era lo que hacían los emperadores romanos tiránicos, Heliogábalo empezó a soltar indirectas acerca de deshacerse de su recién adoptado hijo.
Su amenaza a la vida de Alejandro Severo enojó a la “Guardia Pretoriana”, que adoraba a Alejandro.
Los pretorianos se amotinaron y amenazaron con matar a Heliogábalo, lo que obligó a Julia Mesa a tomar partido entre sus hijas y nietas.
Julia Mesa decidió actuar con fría crueldad. Según Dion, acabó por odiar a Heliogábalo porque amenazaba su posición y vivía con el miedo de perder de nuevo todo lo que había ganado.
De este modo, ella y Julia Mamea se llevaron a Alejandro Severo a un lugar seguro y dejaron que la “Guardia Pretoriana” matara a Heliogábalo y a Soemia.
Tras menos de cuatro años gobernando (mal) el Imperio, en 222 d. de C., Heliogábalo fue asesinado junto con su madre, decapitado, arrastrado por la ciudad y arrojado al Tíber.
El hecho de que Julia Mesa sobreviviera al derrocamiento de Heliogábalo, a pesar de ser la responsable absoluta de haberlo puesto en el trono, de hacer funcionar su administración y de ser el rostro femenino de todo el reinado, debería sorprendernos.
No sólo logró escapar de la matanza de los amigos y conocidos de Heliogábalo (entre los cuales estaba, curiosamente, el comandante de los pretorianos) sino que también consiguió urdir el “golpe de Estado” de modo que la “Guardia Pretoriana” aclamara, de inmediato y sin un ápice de duda, a Alejandro Severo como nuevo emperador.
Es más, pudo colocar a su candidato en el cargo de “prefecto del pretorio”, para asegurarse de que no hubiera más problemas por ese lado.
En definitiva, Julia Mesa, con sesenta y dos años, lideró con éxito su segundo “golpe de Estado” en cinco años.
Julia Mesa, tal vez agotada de una vida llena de aventuras, falleció por causas desconocidas más o menos un año después de que Alejandro Severo subiera al trono.
Vivió lo suficiente para desmantelar por completo la administración de Heliogábalo, deshace sus reformas religiosas, devolver el icono de El-Gabal a Emesa, despedir a todos los cargos políticos y, en definitiva, reiniciar toda la dinastía severa para, esta vez, hacer hincapié en las tradiciones de la ciudad de Roma y eliminar todos los elementos emesanos del reinado de Heliogábalo.
Como era tradición, Julia Mesa, hija de un sacerdote provincial, se convirtió en diosa tras su muerte.
El vacío se encargo de llenarlo de inmediato su hija, la madre de Alejandro, Julia Mamea, una mujer que consiguió que fuera aclamada como “madre de la raza humana”.
Es probable que Julia Mamea rondara la cuarentena cuando su hijo subió al trono imperial.
Su tía Julia Domna se había convertido en emperatriz cuando ella iniciaba la adolescencia. Tras pasar la infancia en Emesa, se había ido con sus padres para viajar por el mundo y vivir en un palacio.
Es probable que recibiera una formación exprés de “lecciones principescas” sobre etiqueta, oratoria y comportamiento al llegar a Roma, como una de las nuevas solteras disponibles de la familia imperial.
Su primer esposo fue un cónsul cuyo nombre se ha perdido, pero murió, y entonces se casó con un ecuestre llamado Gesio Marciano.
Éste también era sirio, de Arca, y nunca pasó a ser senador, lo que sugiere que nadie esperaba mucho de Julia Mamea.
Tuvieron una hija y luego un hijo, Alejandro, que nació con el nombre de Gesio Alexiano Basiano.
Alejandro tenía nueve años cuando Caracalla se desangró en medio del campo y Macrino envió a toda la familia de vuelta a Emesa, y diez cuando emprendieron el viaje de regreso a Roma.
Él y Julia Mamea contemplaron con horror creciente el gobierno de Heliogábalo y Julia Mamea comprendió que a los adolescentes hay que atarlos en corto para que se ajusten a las líneas de la monarquía romana.
Lo vigiló de cerca durante el reinado de Heliogábalo y no dejó de hacerlo cuando se convirtió en emperador a los catorce años.
Julia Mamea está bastante bien tratada en las fuentes, teniendo en cuenta que era una mujer que gobernaba al emperador.
En parte es así porque una de las fuentes que han sobrevivido fue redactada por un hombre muy cercano a su círculo interior.
Dion Casio, que escribió con tanto asco sobre los bárbaros en el Senado y sobre la religión extranjera de Heliogábalo, ejerció un segundo consulado con Alejandro Severo y luego hizo de gobernador de Panonia Superior y de Bitinia.
En consecuencia, cuando Dion dice que Julia Mamea gobernó bien y escogió a los mejores y más sabios consejeros para Alejandro, un poco sesgado sí que está.
Está claro que Dion pasó tiempo, personal y profesional, con Alejandro y Mamea y, en consecuencia, es reacio a escribir sobre ellos en unos términos que no sea para demostrar que le gustaban. Terminó sus libros de Historia antes del final del reinado de Alejandro, de manera que es plausible que no quisiera escribir con franqueza acerca de la gente que lo favoreció, porque Herodiano nos presenta a Julia Mamea como autoritaria y dominante y a Alejandro como un escuchimizado niño de mamá.
En el relato de Herodiano, Julia Mamea asume todo el control del reinado de Alejandro y todas sus acciones.
Lo mantiene en palacio bajo guardia en todo momento a no ser que tuviera que presidir una causa judicial, para que no pudiera ni pasarle por la cabeza entregarse a algún vicio.
Lo rodeó de consejeros y maestros conservadores y mayores que lo llevaron por una senda educativa de su gusto y no dejó que se le acercara ni a diez metros cualquiera que ella considerara que era un adulador o un admirador.
En su defensa, cabe decir que es posible que fuese lo correcto. Hasta la fecha, los jóvenes criados para ser emperador o que habían sido proclamados emperadores en su juventud, habían resultado ser, sin excepción, unos pequeños y malvados tiranos, porque el entorno de fama, adulación y extravagancia que los rodeaba avasallaba sus tiernos cerebros.
Desde Calígula a Caracalla, todos los chavales que habían heredado el trono de Roma habían acabado apuñalados porque siempre eran manipulados y convertidos en unos pendejos por los círculos en los que crecían.
Pero lo más relevante es que Julia Mamea fue una buena emperatriz.
Una creencia muy extendida sobre las mujeres en la cultura romana, es que son incapaces de gobernar porque de natural son crueles y decadentes. Un motivo habitual de la literatura romana.
Mamea es acusada sólo una vez de lo que podríamos llamar “temperamento femenino”, en relación con la esposa de Alejandro.
Mamea casó a su hijo con una joven de nombre excesivo, Gnea Seya Herenia Salustia Barbia Orbiana, en 225 d. de C., cuando él tenía tal vez dieciséis años.
Herodiano afirma que Julia Mamea se puso celosa de la chica y la desterró a Libia porque no podía soportar que otra “Augusta” le quitara el puesto en el corazón de Alejandro. Luego, según se dice, supo que el padre de Orbiana iba hablando mal de ella en el campamento pretoriano e hizo ejecutarlo.
Mientras tanto, Alejandro, pasivo y callado, dejaba que sucediera esto.
La “Historia Augusta” afirma que el suegro intentó asesinar a Alejandro, lo que ocasionó el divorcio y la ejecución.
El otro “crimen” del que se acusa a Julia Mamea es, curiosamente, de ser una tacaña.
Una obra del siglo IV d. de C., que es un conjunto de minibiografías, dice que no dejaba ningún resto en las comidas, sino que guardaba las migajas (las sobras) para comérselas al día siguiente, un comportamiento que, al parecer, los aristócratas romanos consideraban muy extraño.
Por sus esfuerzos, Julia Mamea fue recompensada con la devoción absoluta de su hijo y con títulos: “madre de los campamentos”, “madre del emperador”, “madre de la raza humana y señora del mundo habitado.
Julia Mamea y Alejandro gobernaron felizmente Roma durante diez años, y es posible que la hubieran gobernado durante diez más si no les hubiera pillado la guerra.
En 231 -233 d. de C., Alejandro y Julia Mamea se vieron obligados a viajar a Asia para enfrentarse al nuevo y pujante Imperio sasánida, al cual consiguieron derrotar, pero odiaron cada segundo de esa campaña y en el fondo, no obtuvieron gran cosa.
Con todo esto, cuando las cosas empezaron a ponerse mal en la frontera septentrional, en Germania, en los mismos inicios de la “invasiones fronterizas” que acosarían al Imperio durante los dos siglos siguientes, Alejandro no se sintió muy entusiasmado ante la perspectiva de más marchas y miseria en el fango.
Julia Mamea era una excelente administradora y gobernante, pero los temas militares no eran lo suyo. Ella estaba hecha para una vida de arbitrios judiciales, reuniones y gestión en la fascinante Roma, pero el Imperio romano no funcionaba así.
En el Imperio, el emperador también tenía que ser un general, un líder brillante e intrépido en la batalla.
Así, cuando Alejandro Severo anunció a las tropas (ya hartas de la tediosa y deprimente guerra en Mesopotamia y de la evidente falta de interés de Alejandro por ellas y su deseo de gloria) que había emprendido la vía diplomática y había concluido un tratado de paz para no tener que luchar con los germanos, los soldados se pusieron como locos. Ningún emperador había malinterpretado de tal manera a su ejército.
Privados de su propósito, de su gloria y de su botín, las tropas lo consideraron un cobarde, dirigido por una mujer cobarde y un deshonor para la gloria marcial de Roma.
Encabezados por un soldado llamado Maximino el Tracio, la “Legio XXII Primigenia” se rebeló.
Se abalanzaron en tromba sobre Alejandro, a la sazón de 26 años, que, llorando se abrazó a Julia Mamea.
Los dos fueron masacrados juntos y con ellos la “dinastía severa” de Julia Mesa llegó a su fin.
La muerte de Julia Mamea y Alejandro Severo modificaron el mundo romano y dieron el pistoletazo de salida a un período de 55 años que conocemos como la “crisis del siglo III” o de “anarquía militar”, una época en la que veintiséis personas reivindicaron el título de emperador.
Este título (emperador) pasó a ser un cargo militar y la ciudad de Roma perdió todavía más su control del poder político del Imperio que se denominaba a sí mismo “romano”.
En las dos generaciones representadas por Julia Mesa y Julia Mamea, el Imperio cambió.
Las Julias (Domna, Mesa, Soemia y Mamea) obligaron al Imperio romano a enfrentarse a lo que significaba “ser romano”, a lo que significaba “ser emperador” e incluso a lo que significaba “ser un hombre”.
El dominio de la familia Mesa convirtió a Siria y Libia en las provincias romanas más importantes y aportó una nueva aristocracia a Roma, una que demostró que tener el latín como segunda lengua y mostrar un origen no europeo ya no eran impedimentos para gobernar.
Este hecho ha sido retorcido por racistas y partidarios de una imaginaria “civilización occidental” como una negativa barbarización, feminización u “orientalización” de la apropiada “romanidad europea”.
En realidad, lo que Mesa , Mamea y su familia demuestran es que “la romanidad” se da en multitud de formas y tamaños, incluidas las mujeres sirias.]
(Emma Southon. La Historia de Roma en 21 mujeres. Edit. Pasado & Presente. Barcelona. 2024).
Segovia, 20 de septiembre del 2025
Juan Barquilla Cadenas.