OVIDIO: Carta de Hero a Leandro.
OVIDIO: HEROIDAS: La carta de Hero a Leandro.
Ovidio (43 a. de C. – 17 d. de C.), poeta romano, en una de sus obras “Heroidas”, narra, entre otras, la carta de Hero a Leandro (personajes mitológicos).
Hero y Leandro fueron dos amantes que vivían en ambos lados del estrecho de Helesponto (Dardanelos). Leandro que vivía en Abidos, en la costa asiática, se enamoró de Hero, una joven sacerdotisa de Afrodita, tras conocerla en la festividad de la diosa en el pueblo natal de ella, Sesto, en la costa opuesta.
Él solía cruzar el estrecho a nado por la noche para visitarla en secreto, guiado por una lámpara que ella encendía en su torre junto a la costa; pero una noche, cuando sin pensarlo dos veces intentó cruzar a pesar de la fuerte tormenta que arreciaba, la llama de la lámpara de Hero que lo guiaba se apagó debido al viento, por lo que él perdió la orientación y la peligrosa corriente lo envolvió y lo mató.
Cuando a la mañana siguiente Hero vio desde su torre el cadáver al borde del mar, se arrojó desde la ventana para unirse con él en la muerte.
(Robin Hard. El gran libro de la mitología griega. Edit. La esfera de los libros.)
Aquí muestro la carta que Hero escribió a Leandro, en respuesta a la anterior que Leandro escribió a Hero poco antes de lanzarse a nado hacia donde estaba su amada, y que logró enviar a través de un temerario marinero.
Carta de Hero a Leandro
Ven, Leandro, para que pueda gozar realmente de la salud que me has enviado en tus palabras.
Toda demora que retrasa los placeres es larga para mí. Perdona mi confesión. No tengo paciencia en el amor.
Nos abrasamos en un fuego semejante, pero en fuerzas soy desigual a ti. Sospecho que es más fuerte el carácter de los hombres; al igual que el cuerpo, así las delicadas muchachas tienen débil el espíritu. Voy a desfallecer: sólo tienes que alargar un poco más tu tardanza.
Vosotros, ya sea cazando, ya cultivando un campo productivo, empleáis largos ratos en un variado entretenimiento. O bien el foro os tiene ocupados, o los premios de la aceitosa palestra, o hacéis dar vueltas con el freno al cuello de un dócil caballo. Ya con el lazo capturáis al pájaro, ya con el anzuelo al pez, y las horas de la tarde se os pasan delante del vino. Pero a mí, alejada de tales ocupaciones, aun cuando me abrase con menos intensidad, ninguna otra cosa sino el amar me queda por hacer. Lo que me queda por hacer, eso hago, y a ti, oh mi único placer, te amo más incluso de lo que tú podrías corresponderme.
O bien cuchicheo acerca de ti con mi querida nodriza, y me pregunto extrañada qué motivo retrasa tu venida, o bien, mirando al mar, increpo a las aguas, encrespadas por el odioso viento, casi con tus mismas palabras, o bien, cuando el levantado oleaje ha cedido un poco en su crudeza, me quejo de que puedas venir, pero no quieras, y mientras me estoy quejando, brotan lágrimas de mis ojos enamorados, que la nodriza, mi cómplice, seca con su pulgar tembloroso.
Muchas veces miro a ver si hay huellas tuyas en la playa, como si la arena conservara las marcas que en ella se hacen; y pregunto si ha venido alguien de Abidos, o si alguien parte hacia Abidos, para interrogarle sobre ti y para escribirte. ¿Para qué contarte cuántas veces doy besos a las ropas que tú te quitas cuando te dispones a partir por las aguas del Helesponto? Así cuando la luz se ha esfumado y la hora nocturna, las más amiga, ha mostrado las claras estrellas una vez ahuyentado el día, al punto pongo en lo alto de la torre la vigilante luminaria, aviso y contraseña para tu acostumbrada travesía, y tirando de los torcidos estambres en el huso que da vueltas engañamos la lenta espera con esta ocupación de mujeres.
¿Me preguntas de qué hablo a lo largo de tanto tiempo? En mis labios no hay otra cosa sino el nombre de Leandro: “crees, nodriza, que habrá salido ya de su casa, mi alegría, o estarán todos mirando y tendrá él miedo de los suyos? ¿Crees que se estará ya quitando de los hombros su ropa y untando sus miembros con la grasienta Palas?”.
Ella (la nodriza) parece asentir, no porque le importen nuestros besos, sino porque el sueño, que se ha introducido en ella le hace mover su cabeza de anciana.
Y después de un corto intervalo digo: “Seguro que ya está cruzando el mar y mueve lentamente sus brazos en las removidas aguas”. Y cuando he terminado unos cuantos hilos, al tocar éstos el suelo, pregunto si podrías estar ya en medio del estrecho. Y unas veces miro a lo lejos, otras suplico con voz temerosa que la brisa oportuna te proporcione una fácil travesía.
De cuando en cuando escucho las voces y cualquier ruido me parece ser el de tu llegada.
Así, una vez que ha transcurrido la mayor parte de la noche con este entretenimiento, sin darme cuenta se desliza el sueño hasta mis ojos fatigados.
Acaso, no obstante, duermes conmigo a la fuerza, malvado, y aunque por ti mismo no quieres venir, vienes. Pues hay momentos en los que casi me parece verte nadando y alargar tus húmedos brazos a mis hombros; otros, en los que me parece que te ofrezco, como de costumbre, la ropa para tus mojados miembros; otros, calentar mi pecho arrimada a tu regazo, y muchas cosas además que debe callar una lengua pudorosa, cosas que se hacen con agrado pero que avergüenza contarlas.
¡Desgraciada de mí! Efímero es este placer y no verdadero, pues tú sueles siempre marcharte al mismo tiempo que el sueño. ¡Unámonos, ay, de una vez, amantes apasionados, de forma más duradera, y no parezcan nuestros placeres meras fantasías! ¿Por qué yo, helada de frío, ha pasado tantas noches en solitario? ¿Por qué tantas veces, lento nadador, estás ausente de mí?
Todavía el mar, lo reconozco, no está como para cruzarlo a nado; pero en la noche de ayer fue más suave la brisa. ¿Por qué la dejaste pasar? ¿Por qué no temiste a lo que iba a venir después? ¿Por qué se perdió una travesía tan buena y no la aprovechaste? Aunque pronto se te ofrezca una posibilidad semejante de emprender la marcha, aquélla fue en todo caso mejor por este motivo: porque fue anterior.
“Pero rápidamente – dirás – cambió el aspecto del mar, que se encrespó”. Cuando te das prisa, vienes muchas veces en menos tiempo. Pienso que, si el mal tiempo te sorprendiera aquí, no tendrías razón alguna para quejarte y ninguna borrasca te dañaría si estuvieras abrazado a mí.
Entonces, bien sé yo que escucharía regocijada bramar a los vientos y rogaría que nunca se calmasen las aguas.
¿Qué ha ocurrido, sin embargo, para que tú tengas ahora más miedo a las olas y temas el estrecho que antes despreciabas? Pues recuerdo que, cuando tu venías, no menos cruel y amenazador que ahora estaba el mar, o no mucho menos.
Entonces yo te gritaba: “Sé audaz, pero de modo que no tenga yo, desgraciada, que llorar por tu atrevimiento”. ¿De dónde viene este nuevo temor y adónde se te fue aquella audacia? ¿Dónde está aquel gran muchacho que despreciaba las aguas?
Sin embargo, es mejor que seas así y no como solías ser antes, y mejor que hagas una tranquila travesía por el mar sin correr riesgos, con tal que seas el mismo, que nos amemos tal como tú dices por escrito, y que esta llama nuestra no se convierta en fría ceniza.
No temo ya tanto a los vientos que demoran mis deseos como a que tu amor vaya de un lado a otro igual que el viento. No sea yo merecedora de tal pago, ni sean mayores los peligros que la recompensa, ni parezca yo una mercancía inferior al esfuerzo con que se la compra.
Algunas veces temo que me perjudique la patria y se diga de mí, muchacha de Tracia, que no soy digna de casarme con uno de Abidos.
Todo, sin embargo, puedo soportarlo con bastante paciencia, menos que pases tu tiempo seducido por alguna rival; menos que otra alargue sus brazos hasta tu cuello y un amor nuevo se convierta en el fin de nuestro amor. ¡Ay!, antes muera yo que sufrir una tal herida!
¡Cúmplase mi destino antes que tú me ofendas!
No digo esto porque tú me hayas dado señales de este dolor venidero, ni preocupada por algún rumor reciente, sino que tengo miedo de todo; pues ¿quién ha amado sin angustiarse?
La distancia, además, obliga a los que están separados a tener más temores. ¡Felices aquellas a quienes su presencia les invita a conocer los delitos verdaderos y les impide temer los falsos! A mí me preocupa una injuria infundada en la misma medida en que se me escapa una auténtica, y esa doble ignorancia me remueve con iguales dentelladas.
¡Ojalá vengas! O, aunque sean el motivo de tu tardanza el viento o tu padre, ¡que no lo sea por lo menos ninguna mujer! Porque si llego a saber de alguna –créeme – moriré de dolor.
Traicióname ya mismo, si quieres que muera.
Pero no cometerás tú esa falta y en vano me aterrorizo con esos pensamientos, y la envidiosa borrasca lucha para que no vengas.
¡Desgraciada de mí ¡, ¡qué gran oleaje bate las playas y cómo se esconde el día, velado por una tenebrosa niebla! Quizá ha venido al mar la madre piadosa de Hele y llora con el agua de rocío a su hija ahogada, o acaso la madrastra convertida en diosa marina agita el ponto (el mar) llamado con el odioso nombre de su hijastra. No es favorable este lugar, según ahora se muestra, para las delicadas muchachas: en estas aguas pereció Hele, estas aguas son las que me perjudican a mí.
Pero tú, Neptuno, no debías obstaculizar con los vientos ningún amor, acordándote de tus amorosas llamas: Si Amimone y la muy alabada por su belleza, Tiro, no son vanas habladurías de tu delito, y la resplandeciente hija de Alcione y Céix, y la hija de Aveón, y Medusa, cuando todavía no tenía entrelazadas con serpientes sus cabellos, y la rubia Laódice y Celeno, acogida en el cielo, y otras cuyos nombres recuerdo haber leído, pues éstas y muchas más dicen en su cantos los poetas, Oh Neptuno, que arrimaron su muelle costado a tu costado. ¿Por qué, pues, si has experimentado tantas veces la fuerza del amor, nos obstaculizas con tu oleaje el camino acostumbrado?
¡Oh tú, fiero! ¡sé condescendiente y entabla tus combates en mar abierto! Esta delgada corriente es sólo la separación entre dos tierras.
A ti te corresponde, siendo grande, zarandear a grandes barcos o incluso a mostrar tu saña contra toda una flota. Para el dios del mar es una vergüenza atemorizar a un joven nadador, y es ésta una gloria que a cualquier estanque le cae pequeña. Noble es él desde luego y de esclarecida alcurnia, peo no remonta su linaje hasta Ulises, al que tú odias. Concede tu perdón y presérvanos a ambos. Él es el que nada, pero en esas mismas aguas flota el cuerpo de Leandro y la esperanza mía.
Ha chisporroteado además el candil – pues te escribo alumbrada por él -, ha chisporroteado y nos ha dado una señal favorable. He aquí que mi nodriza echa unas gotas de vino puro sobre la llama propicia, diciendo: “mañana seremos más” y bebe un trago también ella.
Haz que seamos más, deslizándote e imponiéndote sobre las aguas, ¡oh tú que has penetrado en lo más hondo de mi corazón! Vuelve a tu campamento, desertor de un amor aliado .
¿Por qué coloco yo mi cuerpo en medio del lecho? No hay razón para temer. La propia Venus favorecerá tu atrevimiento y, ya que nació en el mar, los marinos senderos hará más fáciles.
Muchas veces quisiera yo misma lanzarme por medio de las olas, pero este estrecho es habitualmente menos peligroso para los varones; pues ¿por qué, cuando eran transportados por aquí Frixo y la hermana de Frixo (Hele), sólo la muchacha dio nombre a las extensas aguas?
Quizá temas no tener para la vuelta tiempo propicio o no poder aguantar la carga de un esfuerzo doble. En ese caso, cada uno por nuestra parte vayamos a reunirnos al medio del mar y, cuando nos encontremos, besémonos en la cima de las aguas y volvamos así, de nuevo, cada uno a su ciudad; escaso será aquello, pero más que nada.
¡Ojalá que esa vergüenza que nos impone amar en secreto o ese nuestro tímido amor, quieran ceder ante la fama! Ahora pugnan dos cosas mal avenidas, la pasión y el temor; estoy dudando a cuál seguir: éste conviene, aquélla me agrada.
Una vez que penetró en Colcos, Jasón de Págasa se llevó a la muchacha del Fásis (Medea) sobre su nave veloz; una vez que el adúltero del Ida (Paris) llegó a Lacedemonia, regresó rápidamente con su presa; tú, cuantas veces vas en busca de lo que amas, tantas veces abandonas y, siempre que se te hace peligroso venir en las naves, vienes nadando.
Sin embargo, oh joven vencedor de las hinchadas olas, procura desdeñar el estrecho de tal modo que no dejes de temerlo; el mar sumerge a las naves, construidas con arte, ¿y piensas tú que pueden más tus brazos que los remos? Lo que deseas, Leandro, eso mismo lo temen los marineros: nadar; cuando los barcos naufragan, éste suele ser el desenlace.
¡Desgraciada de mí! Deseo no convencerte de aquello a lo que te exhorto, y ruego que seas tú más fuerte que mis consejos; todo con tal que llegues y alargues a mis hombros tus brazos cansados.
Pero cuantas veces me pongo frente a las azuladas olas, un no sé qué sobrecoge mi pecho temeroso del frío.
Y no menos me inquieta la visión que tuve la noche de ayer, a pesar de que ya la he expiado con sacrificios.
Pues un poco antes de la aurora, durmiéndose ya el candil, en el momento en que suelen verse sueños veraces, cayeron las hebras de mis dedos, indolentes por el sueño, y dejé reclinar mi cuello sobre la almohada. Entonces me pareció distinguir, sin sombra de duda, un delfín que nadaba entre las olas huracanadas.
Y cuando el oleaje lo arrojó sobre la arena húmeda, el agua abandonó al desgraciado al mismo tiempo que la vida. Tengo miedo, cualquier cosa que sea.
No te rías de mis sueños y confíes tus brazos al mar sino cuando esté en calma. Si no te tienes en consideración a ti mismo, ten en consideración a tu muchacha amada, que nunca estará a salvo si no lo estás tú.
Sin embargo, en las agitadas olas hay esperanza de una próxima calma. Cuando así sea, hiende sin peligro con tus pechos el apaciguado camino.
Entre tanto, puesto que las aguas no son transitables para un nadador, esta carta que te envío haga más llevadero el odioso tiempo que nos separa.
(Ovidio. Heroidas. Prólogo de Maruja Torres. Traducción de Vicente Cristóbal López. Edit. Planeta. Barcelona 2010).
Segovia, 28 de agosto del 2022
Juan Barquilla Cadenas.