AUSONIO: Pasajes diversos
Décimo Magno Ausonio (310 d. de C. -395 d. de C.) fue un poeta y rétor (profesor de oratoria) romano.
Era hijo de Julio Ausonio, un médico de origen griego.
En Burdeos, su ciudad natal, enseñó primero como gramático y luego como profesor de oratoria en diversas escuelas, para trasladarse después a Tréveris (ciudad alemana), convocado por el emperador Valentiniano I para educar a su hijo Graciano (futuro emperador).
Allí estuvo entre los años 364 y 368.
Al llegar Graciano al poder, le concedió a Ausonio la prefectura de África, Italia y Galia, y más tarde el consulado.
Tras la muerte de Graciano en 383, Ausonio regresó a sus propiedades junto al río Garona para dedicarse a la literatura durante una decena de años más.
Desde allí envió numerosas cartas en verso y prosa a eminentes personalidades, siendo todavía recordado y admirado por todo el mundo, incluido el emperador Teodosio.
Aunque cristiano, su obra se incluye casi toda en la tradición pagana, por más que se le considere un precursor de la literatura latina cristiana.
Su mejor alumno, Paulino de Nola, abandonó la literatura para abrazar el cristianismo y una vida de retiro, ascetismo y caridad. Ausonio le dirigió tristes cartas pidiéndole que dejara esa vida.
Escribió mucho, fundamentalmente escritos eruditos y conmemorativos y sobre asuntos heterogéneos, pero poco realmente sustancial, salvo su producción poética.
En los veinte libros de que constan sus obras completas, los asuntos son muy variados.
“Technopaegnion” (niñerías artísticas) es una colección de poemas en los que cada línea termina con un monosílabo, y por lo tanto es sólo un artificio técnico con el que muestra su habilidad.
El poema más extenso es “Mosella”, una colección de descripciones de los paisajes que recorre el río Mosella.
También produjo las útiles “Praefationes” (Introducciones), de carácter autobiográfico.
El “Eclogarum liber”, que es una colección de églogas.
Algunos versos mnemotécnicos sobre astronomía.
La obra “Ordo urbium nobilium”, en la que clasifica por orden de importancia las ciudades antiguas.
El “Ludus septem sapientium”, una farsa a la manera de la “comedia palliata” sobre los siete sabios de Grecia.
Pero lo que se recuerda fundamentalmente son su “Epigrammata” (Epigramas), muchos de ellos adaptaciones de la Antología griega.
Los “Parentalia” son cálidos poemas de recuerdo a sus familiares fallecidos, como su “Epicedion in patrem”.
Su aprecio por sus profesores lo pone de manifiesto en su “Commemoratio professorum Burdigalensium”.
Su fe cristiana la dejó reflejada, por ejemplo, en sus “Versus paschales” y en su “Ephemeris” (diario), este último una descripción de sus tareas a lo largo del día.
Carácter más académico y erudito lo tienen sus “Epitaphia”, conjunto de epitafios a los distintos héroes que participaron en la guerra de Troya.
Su obra completa suministra un valioso testimonio de la vida provincial de la Galia y del ambiente del siglo IV d. de C. (Wikipedia).
El período de actividad literaria de Ausonio comprende más de cincuenta años del siglo IV d. de C., entre la década de los cuarenta – en que pueden situarse sus primeros epigramas- y los años noventa – a los que corresponden las últimas cartas dirigidas a Paulino de Nola; es decir, cubre en buena medida el llamado “renacimiento Constantino-teodosiano”.
Como consecuencia de la estabilidad política proporcionada al Imperio por Diocleciano y la “Tetrarquía”, tras el conflictivo siglo III d. de C., se extiende una relativa prosperidad económica y una paz social que permiten, a su vez, el cultivo de las letras por doquier, hasta niveles ni siquiera imaginables para el siglo anterior.
Este nuevo ambiente, con que comienza la cuarta centuria, está básicamente caracterizada por una “restauratio” que pretende, no sin una cierta aspiración nostálgica, fundamentar en la vieja Roma las realizaciones del nuevo momento histórico. Pero las buenas intenciones de los dueños del Imperio, frecuentemente impregnadas de un despotismo intransigente, tenían que ser aplicadas a un mundo que ya ni era ni podía ser el mismo que había sido.
Hubo quienes creyeron, como ocurrió con los poetas de la edad de Augusto, que era posible la regeneración de las virtudes romanas tradicionales. Otros, necesariamente, intentaron proyectar sus esfuerzos hacia el futuro.
De modo que, en los aspectos de la política interna, el gran debate del siglo IV d. de C. es en realidad resultado de la tensión entre las fuerzas que miraban al pasado en un esfuerzo admirable pero inútil, y las fuerzas que, con el vigor de lo nuevo, se nutrían en la fe cristiana para construir sobre ella la verdadera Roma, la “civitas Dei”.
El siglo IV ve, en sus inicios, el edicto de Milán (313 d.de C.), edicto de la tolerancia hacia el cristianismo; y, cuando se disponía a expirar, el de Tesalónica (380), por el que la religión nueva alcanza “status” de única legalmente reconocida.
Ambos hitos, si se quiere jalonados a la vez por el concilio de Nicea (325) en el que se reconoce la oficialidad del cristianismo, testimonian de un modo evidente cuál ha sido el resultado de la pugna entre el viejo paganismo y la nueva espiritualidad.
Y en lo que concierne a la política exterior, verdadera justificación de la existencia del Estado, el siglo IV d. de C. se caracteriza por el progresivo debilitamiento de las fronteras militares, que conlleva la inseguridad generalizada y, finalmente, la desintegración, primero de la unidad – con la partición del imperio en el año 395 d. de C. hecha por el emperador Teodosio a favor de sus hijos Arcadio y Honorio-, luego, del Imperio Romano de Occidente en el siglo siguiente.
La unidad, que parecía inquebrantable, y la eternidad, que se creía garantizada, desaparecen para siempre ante los ojos de la generación nacida en pleno siglo IV.
No es este el lugar para discutir la relación existente entre la pérdida definitiva de la vieja religión y el fin del imperio de Occidente. Pero lo cierto es que quienes vivieron hasta bien avanzado el siglo IV d. de C. fueron testigos del final de un mundo, cuando todavía no se habían asentado las bases del nuevo.
Dentro de esta doble perspectiva, el conflicto espiritual y la presión externa, se entiende mejor por qué los escritores paganos del siglo IV y principios del V d.de C. (Símaco, Amiano Marcelino, Avieno, Claudiano, Rutilio Namaciano) destilan amor y veneración por Roma; por qué los cristianos (Dámaso, Hilario, Ambrosio, Jerónimo, Agustín, Sulpicio Severo, Paulo Orosio, Salviano, Juvenco, Cipriano, Prudencio, Paulino) buscan infatigables con su obra la creación de unas nuevas coordenadas en las que situar el mundo espiritual, intelectual e, incluso, político que se avecina.
A pesar de la dualidad del Imperio que cada vez más presenta la línea de fractura entre Oriente y Occidente – inevitable por muchos motivos, pero más desde que el centro de gravedad se trasladó a Constantinopla-, los escritores tanto griegos como latinos están todavía impregnados de un ideal artístico en buena medida común.
En Oriente es la época de florecimiento de la llamada “Segunda nueva sofística”, adornada con la elocuencia ática y la filosofía neoplatónica; entre los escritores griegos paganos, es la hora de Himerio de Prusa, Temiscio, Libanio de Antioquía y, por supuesto, del propio emperador Juliano el Apóstata, nieto de Constantino.
Junto a ellos, los escritores griegos cristianos, como Atanasio de Alejandría, Gregorio de Nisa, Basilio de Cesarea, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo o Sinesio de Cirene, se han educado en las mismas escuelas, con los mismos maestros y que participan de los mismos gustos literarios; es decir, practican unos y otros el culto a lo bello, la pasión por los grandes escritores de la Hélade – desde Homero a Platón- y la admiración por todo ese pasado esplendoroso.
El resultado, desde el punto de vista estrictamente literario, es una sistemática imitación de los modelos, que prevalece sobre la creación, y una valoración hiperbólica de la forma sobre el contenido.
Si, en líneas muy esquemáticas, ésta es la situación de Oriente, cabe decir lo mismo para Occidente y su literatura latina; no en vano los contactos con el mundo helenizante eran todavía muy estrechos a lo largo del siglo IV d.de.C., al menos en lo que a los intelectuales se refiere.
Bastaría señalar como hechos sistemáticos de esa vinculación, que Plotino y, sobre todo, Porfirio enseñaron en Roma, y que uno de los más relevantes poetas paganos de lengua latina en aquel tiempo, Claudiano, y el mejor historiador, Amiano Marcelino, habían nacido en Oriente (en Alejandría y en Antioquía respectivamente) y que, por tanto, eran greco-parlantes.
De la misma manera, el mundo literario latino, de un modo muy particular en lo que concierne a sus escritores paganos, pero también a los cristianos, se vuelca hacia su pasado, en un movimiento intelectual que recuerda, a varios efectos, el vivido durante el siglo IId.de.C. bajo los Antoninos.
La restauración de la grandeza romana se intenta de un modo sistemático y coherente a todos los niveles de actuación posibles: a través de la creación, o mejor, imitación literaria; a través de la escuela, y a través de la reflexión gramatical o filológica a propósito de la antigua literatura.
No es de extrañar que sea precisamente este siglo el que conozca la difusión de técnicas versificatorias, en las que la creación mediante la imitación es llevada al paroxismo, como ocurre con los “centones”: es el momento en que la autoridad poética de Virgilio puede ser utilizada para recrear, con las mejores palabras y de la mejor forma, la “Buena Nueva”, tal como intentan Probo, Juvenco y otros.
Por su parte, algo similar había emprendido en territorio griego Apolinar el Joven con su centón homérico titulado “Metáfrasis de los Salmos”.
La escuela, por su parte, practica hasta la saciedad el arte de leer y releer, de memorizar y comentar las grandes obras de la literatura grecolatina, por las que se siente una veneración sagrada.
Necesariamente, de esa escuela vuelta hacia el pasado y fosilizada en sus técnicas y expectativas, tenía que nacer una abundante producción erudita de carácter gramatical y filológica, indispensable para una aproximación mayor a sus modelos.
Por ello, es este siglo también el que ve florecer los estudios de Nonio Marcelo, Carisio, Mario Victorino, Donato, Servio, Macrobio, y tantos otros, cuya obra en muchos casos sigue causando sorpresa por su rigor y profundidad.
La dignidad alcanzada por esta ciencia, que tanto deleite causaba en los medios escolares e intelectuales, permitió que un abogado en la centuria siguiente escribiera una extraña enciclopedia sobre las “siete artes liberales” que constituían la estructura de la escuela bajo imperial; el “De nuptiis Philologiae et Mercurii” de Marciano Capela eleva la “doctissima virgo”, la filología, a la categoría de inmortal, colocándola como señora de las siete artes, prueba sintomática de los efectos causados por la refinadísima erudición de este período.
Los historiadores, por su parte, tampoco disponen ya de fuerza creadora, excepción hecha de Amiano Marcelino.
Es el momento de los autores de “epítomes”, o resúmenes, de las extensas obras que había producido la historiografía anterior.
La eternidad de Roma no parece sentirse amenazada y se da por descontado que su grandeza está por encima de cualquier contingencia.
Eutropio, Festo, Julio Obsequente, Aurelio Víctor son escritores cuyas obras, sin embargo, han gozado en algunos casos de gran éxito posterior.
Sólo Amiano Marcelino posee auténtica personalidad literaria y capacidad creadora.
Finalmente, la producción poética de este período adolece del mismo defecto que los otros géneros literarios, y sus cultivadores pecan del mismo gusto por la imitación o reelaboración de los modelos escolares.
El estudio continuo de la literatura clásica y su memorización en la escuela produjeron una poesía de carácter eminentemente erudito tanto por sus contenidos como por sus formas.
Los versificadores de este período, frecuentemente profesores – gramáticos y rétores-, utilizan la creación poética como medio de aprendizaje o como juego de recreación artificiosa, donde se ponen de manifiesto sus habilidades para superar cualquier dificultad propuesta.
No había que dar nada más que un paso para que esta poesía entrase en los salones literarios y sirviera de entretenimiento en las veladas de sociedad; si en el siglo I d. de C. el epigrama se había convertido en el rey de tales “divertimentos”, el siglo IV d.de.C. exige de sus “poetas” la erudición más asombrosa puesta bajo las formas más extravagantes, de modo que ahora versificar es, sobre todo, un “tour de forcé” (una proeza), donde unos se superan a otros, desde los “carmina figurata” de Optaciano Porfirio a los versos “ropálicos” (versos en que cada palabra tiene una sílaba más que la precedente) de Ausonio, pasando por los “centones”(obra literaria compuesta enteramente o en la mayor parte de fragmentos, sentencias, o expresiones de otras obras o autores) , acrósticos, versos recurrentes y ecoicos (figura retórica que imita el sonido de un eco, repitiendo palabras o partes de ellas al final del verso para crear un efecto sonoro y a menudo temático), etc.
Una buena parte de la producción de Ausonio tiene una extraordinaria vinculación con la situación histórica, política y espiritual que le tocó vivir.
A requerimiento del emperador Teodosio se hace la segunda edición de las obras de Ausonio. Éste se la dedica a Teodosio con la tercera de sus “Praefationes”.
Ausonio ya estaba consagrado- desde mucho antes- como el más grande poeta de su tiempo y era admirado y apreciado por todos los intelectuales de su generación.
No puede, en efecto, minusvalorarse el aprecio inmenso que por su obra sentían Símaco, Paulino de Nola o Teodosio, por no citar autores de generaciones siguientes.
Como ocurre con la literatura del renacimiento Constantino-teodosiano, la de Ausonio está impregnada de un profundísimo sentimiento romano, en el sentido más nostálgico y romántico del concepto. Porque, además, durante toda su vida fue exquisitamente fiel a esa idea básica que movía su espíritu desde la realidad histórica que le cupo afrontar en primer plano, hasta la imagen dorada de la vieja Roma.
En definitiva, por más que Ausonio no haya sido capaz de sobresalir, en ninguno de los géneros por él cultivados, por encima de los mejores, es preciso reconocer que en el siglo que a él le tocó vivir, y en muchos decenios antes, no hubo poeta mejor dotado, con más capacidad creativa, con mayor ambición poética- por mucho que la suya no haya sido excepcional-, ni con más variedad de motivaciones.
Él supone, de algún modo, el final de una manera de entender la creación poética- el neoterismo- y la culminación de las corrientes literarias que le precedieron en los siglos anteriores, al tiempo que abrió unos senderos apacibles y sombreados- de acuerdo con sus gustos estéticos- por donde pasear las íntimas emociones.
Pasaje 1: Atusia sabina, mi esposa
Este pasaje está sacado de su obra “Parentalia”, que es una colección de treinta poemas dedicados a familiares muertos.
En realidad, se trata de epigramas de carácter fúnebre – subgénero literario largamente cultivado en Roma desde los “Elogia Scipionum”- con la particularidad de que en este caso se trata de miembros de una única familia, la familia de Ausonio.
“Hasta este momento ha cantado mi endecha con sus tonos sagrados a seres tan queridos como llorados en merecidos funerales. Ahora, dolor y suplicio y herida incurable, he de recordar la muerte de mi esposa arrebatada. Noble por sus antepasados e ilustre por su origen senatorial, Sabina fue aún más ilustre por sus dignas costumbres.
Tu pérdida en nuestros primeros años la lloré, todavía joven, y, célibe durante nueve olimpiadas (36 años) aún te sigo llorando. En mi vejez ya no puedo apaciguar el dolor sufrido: pues de continuo se recrudece como recién pasado. Admiten el sosiego del tiempo otros enfermos: estas heridas las hace aún más grandes el paso lento del día. Rizo, sin compañía, mis canas pacientes y cuanto más solo, más triste vivo.
La herida aumenta porque calla la casa silenciosa y tiene frío nuestro lecho, porque con nadie comparto ni lo malo ni lo bueno. Me duele si la esposa de otro es buena; me duele también si es mala: siempre estás presente en mí con tu ejemplo. Tú llegas como un tormento en ambos casos: si es mala, porque tú fuiste distinta; si buena, porque fuiste igual.
No me lamento por riquezas y alegrías frívolas, sino porque tu juventud se le arrebató, ay de mí, a tu joven marido. Jovial, honesta, seria, espléndida por tu familia y de belleza espléndida, tú fuiste el dolor y también el orgullo de tu esposo Ausonio.
Cuando ibas a completar veintiocho diciembres, me dejaste dos hijos, prendas de nuestro cariño. Y florecen con la ayuda de Dios, tal como tú pediste, llenas de los bienes deseados. Yo rezo para que se mantengan fuertes y para que mis pavesas anuncien a tus cenizas que los dos siguen viviendo”.
Pasaje 2: Epicedio por su padre (Epicedion in patrem suum)
El “epicedio” es un tipo de poema que lamentaba el fallecimiento de una persona y que se recitaba en las ceremonias fúnebres de la persona fallecida.
“Tras Dios siempre veneré a mi padre y otorgué mi segunda consideración a quien me engendró.
Por tanto, sigue a este acto de respeto hacia Dios excelso el epicedio por mi padre.
El título, consagrado por los autores griegos en honor de los difuntos, no pretende ser motivo de orgullo, sino de amor filial: lo encomiendo a mi lector, ya sea él, a su vez, hijo o padre, o las dos cosas. Y no pido que lo alabe; más bien, ruego que lo aprecie.
No pretendo, es cierto, alabar ahora a mi padre, porque ni él lo necesita ni yo debo molestar a quien ha muerto, a costa del entretenimiento de los que viven.
Y no voy a decir sino lo que ya saben los que compartieron una parte de su vida. Sin embargo, me parece digno del mismo castigo decir mentiras, tras su muerte, como callar la verdad. Estos versos están escritos bajo su imagen y también fueron unidos al conjunto de mis obritas. Todas mis otras cosas me traen sin cuidado; esto, por el contrario, me gusta releerlo”.
“Yo, Ausonio de apellido, no fui el último en el arte de curar y, si hubieses conocido mis tiempos, era incluso el primero. Dos ciudades vecinas honro como patria y casa: Vasates es mi patria; Burdeos, mi hogar. Una doble curia y el senado de una y otra me contaban entre los suyos, exento de deberes, miembro sólo de nombre.
Viví sin ser rico ni pobre, sobrio, pero sin tacañería: siempre tuve los mismos alimentos, vestidos y costumbres.
Fui poco hábil en la lengua del Lacio y, sin embargo, el habla del Ática la conocí en grado suficiente con sus palabras de culta elocuencia.
Ofrecí el servicio de mi arte sin cobrar a cuantos me lo pedían y mi oficio estuvo siempre junto al sentimiento de piedad. Me esforcé por distinguirme en la opinión de las personas honradas: mas nunca me sentí satisfecho de mí mismo, cuando me juzgaba. Repartí las atenciones debidas por diversos motivos entre muchos, de acuerdo con las personas, los méritos y el momento.
Evité los litigios: no aumenté ni disminuí mi hacienda; nadie ha caído por culpa de una acusación mía, ni tampoco siendo yo testigo.
Jamás tuve envidia; hui de querer y ambicionar; consideré igual jurar que mentir. Ninguna facción, ni conspiración alguna me pudieron unir a su causa.
Cultivé mis amistades con lealtad sincera.
Consideré feliz no a quien poseía lo que quería, sino más bien a quien no ambicionaba lo que el destino no le hubiera dado. No procuré descubrir, ni zalamero ni parlanchín, lo que se ocultaba tras puertas o velo, conformándome con ver lo que salía a mi encuentro. No difundí chismes que pudieran dañar la vida de personas honradas, y, si sabía que eran ciertos, guardé silencio. Lejos la ira, lejos las vanas esperanzas, lejos la preocupación ansiosa y lejos las alegrías falsas en las cosas que los hombres consideran buenas. Las intrigas fueron evitadas, las revueltas rechazadas; siempre resultaron fingidas las amistades de los hombres principales. Jamás tuve como un honor no cometer delitos y prefería las buenas costumbres a las leyes. Fácilmente irascible, me afané por ocultar ese sentimiento y me castigué a mí mismo por esa ligereza
Sólo hice un matrimonio que llevé sin tacha y ánimo concorde durante nueve lustros: tuvimos cuatro hijos. La primera murió cuando aún mamaba; y quien fue el último por sus años, pereció sin ser un ignorante en su pubertad aún no experimentada. El mayor alcanzó la cumbre de los honores como prefecto de las Galias, de Libia y del Lacio, hombre tranquilo, clemente, sereno en su mirada, su voz, su rostro, un niño siempre para su padre, por su mente y su corazón.
A su hijo y a su yerno los he visto ya de procónsules y tuve la esperanza irrefutable de que él mismo llegaría a ser cónsul. Mi hija poseyó la nobleza de las matronas y siempre, de casada o ya viuda, fue alabada sobremanera.
Ella vio a un mismo tiempo las casas de su hijo y de su yerno, y también del marido de su nieta, enaltecidas por honores variados.
Yo mismo, sin buscar ni rechazar los honores, he recibido el título de prefecto de la gran Iliria.
Esta enorme generosidad de la fortuna me ha llevado, tras implorar la majestad divina, a desear el final de mi vida, no fuera que algún día atenazase con fatal mordisco el recorrido no violado de mi afortunada existencia. Lo conseguí y mis oraciones fueron escuchadas: dejo a otros, dormido en un sosegado final, la esperanza, los deseos, el miedo.
Entre amigos entristecidos, y sin estar yo triste, quedé tendido tras haber dispuesto los derechos de mis exequias.
Noventa años sin ayuda de bastón, sin mutilación alguna en mi cuerpo, entero para todos mis deberes, he vivido.
Quienquiera que seas el que leas esto, no te negarás a decir: “tu vida fue tal como yo anhelo la mía”.
Pasaje 3: Égloga pitagórica traducida del griego sobre la dificultad de escoger nuestra vida.
“¿Qué camino he de seguir en la vida, si los foros están llenos de ajetreo, si la casa está angustiada por las preocupaciones, si esa preocupación de la casa persigue a los que viajan, si daños renovados acechan continuamente al mercader, si la vergonzosa pobreza le prohíbe tomar reposo, si el trabajo maltrae al campesino, el terror del náufrago acusa al mar, si hay castigos en la vida de soltero y más dura aún es la inútil vigilancia de los maridos taimados, si la ocupación de Marte (soldado) está cubierta de sangre, si las viles ganancias de los préstamos y la rápida usura arruinan a los pobres?
Toda época tiene sus preocupaciones, a nadie le gusta su edad. Falta la capacidad de juicio en los pequeñines que maman y es duro el aprendizaje de los niños y temeraria la edad de los jóvenes.
La fortuna golpea a los hombres en las guerras, en el mar, y las cóleras, los peligros y las fatigas encadenadas se han de cambiar por otros aún más duros. La propia vejez, esperada por tanto tiempo y deseada por mezquinas aspiraciones, trae al cuerpo debilitado innúmeras enfermedades.
Todos tenemos por común rechazar nuestras circunstancias presentes; se sabe, no obstante, que algunos no quisieron llegar a ser dioses. Juturna (ninfa de las fuentes. Júpiter enamorado de ella le concedió contra su voluntad el don de la inmortalidad) protesta: “¿Para qué me dio una vida eterna? ¿Por qué se me ha arrebatado la condición de la muerte?” Del mismo modo, bajo la roca caucásica, Prometeo toma por testigo al hijo de Saturno, Júpiter, y no para de acusarlo por su nombre, porque se le ha dado una vida perenne.
Mira también el cultivo del espíritu. Así, la infeliz preocupación por su pudor perdió al casto Hipólito.
Por el contrario, a quien le guste llevar una vida llena de manchas por los placeres, que mire los sufrimientos y los pecados de los reyes, del incestuoso Tereo o del muelle Sardanápalo.
Las tres guerras púnicas aconsejan evitar la deslealtad; mas prohíbe mantener la fidelidad la destrucción de Sagunto.
Vive y cultiva siempre tus amistades – por este pecado murió la docta escuela de los sabios pitagóricos (La unión fraterna entre Pitágoras y sus discípulos resultó sospechosa a los habitantes de Crotona, que incendiaron la casa en la que se encontraban).
Si temes eso, no cultives entonces ninguna – por ese pecado Timón fue lapidado hace tiempo en la Atenas de Palas (Timón, ateniense de vasta cultura, odiaba a los hombres por la corrupción generalizada que veía en su derredor; por ello recibió el apelativo de “misántropo”; los atenienses, sin poder sufrir su carácter, acabaron matándolo).
La mente se siente siempre expuesta a deseos ambiguos, y no le basta al hombre con haber tomado una decisión: luego rechaza lo deseado. Agrada recibir un honor (cargo) mas, pronto viene el descontento y quieren servir para poder mandar. El que se eleva gracias a un honor, está expuesto a la envidia. Dura la noche entera el desasosiego de los oradores; mas el hombre tosco se va privado del adorno de la vida.
Sé patrón y defiende a los reos: y verás qué poca gratitud muestran tus clientes. Sé cliente: y verás que insuficiente resulta la persona de tu patrón con sus órdenes.
A éste no le dejan descansar los deseos de ser padre: luego sufre la amarga inquietud de esas mismas preocupaciones.
Se desprecia la vejez desvalida y, por otra parte, el que no tiene heredero cae presa del cazador de testamentos.
Lleva una vida sobria: te fustigará la fama de avaro y la crítica será aún más severa con el generoso.
Todas las cosas te resultarán desfavorables en situaciones adversas.
Por tanto, ésta es la mejor sentencia de los griegos: dicen que, sin duda, al hombre no le conviene nacer o, una vez nacido, alcanzar en cuanto antes la muerte.
Por el contrario, está el seguidor de otra doctrina que reprueba lo que enseña ésta; aprende, leyendo lo que sigue: por más que no hay nada que podamos amar en esta vida, es sin embargo sacrílego pensar que hemos nacido en vano; si consideramos que el creador de la vida es justo, otra vida nos tendrá preparada él para vivir, y así, después de ésta, podamos vivir en su compañía otra vida.
Que se apresuren a bajar a las aguas Estigias quienes, siguiendo el estúpido dogma pitagórico, prefieran no haber nacido a vivir una vez nacidos”.
Pasaje 4: El Mosela
Se trata de 483 hexámetros dactílicos en los que Ausonio narra un viaje que él realizó desde Bingen, a orillas del Rin, a Neumagen, que baña el Mosela; probablemente los escribió entre finales del 371 y el 372, con el objetivo político y propagandístico de ensalzar la paz y la civilización romanas que de la mano de Valentiniano I se extienden en el “limes” septentrional del Imperio; Ausonio quiere, modestamente, emular al genio de Virgilio al servicio de Augusto.
Pero, lo cierto es que, al regresar del otro lado del Rin, tras la campaña contra los bárbaros, lejos de todo vestigio de la civilización grecorromana, los ojos del poeta se han llenado de luz, a la vista del valle del Mosela, y con ellos su espíritu para crear un poema que al tiempo que describe el país moselano, lo ensalza en una “laudatio” tensamente mantenida y justifica su grandeza ante las incrédulas miradas de la aristocracia romana.
En los versos 375-380, Ausonio compara su río a los de Homero, el Simois, y Vigilio, el Tiber, asegurando que de ser ellos los cantores del Mosela, sería más grande que los ríos por ellos celebrados.
Por lo tanto, merece bañar las murallas de la nueva capital del Imperio: ¡lejos la envidia hacia Tréveris! ¡Roma fue la capital de antaño! Es justo que así sea. Las gentes del país de Tréveris lo merecen: Roma ya no es la primera en elocuencia, ni en justicia, en gobierno ni administración; los belgas la superan.
Ausonio promete, cuando el ocio de la vejez se lo permita, escribir las hazañas de ese pueblo grande y sus costumbres.
Al juntar el Mosela sus aguas a las del hermosísimo Rin, hace llegar a él los frutos inmensos de la civilización recién evocada; Rin y Mosela, hermanos hasta el mar formarán una frontera segura y harán florecer las tierras por ellos regadas.
Tras encomendar el Mosela al Rin, el poeta introduce la “sphragis”(término utilizado e la ciencia de la literatura para el último poema de un poemario, si contiene una referencia al poeta en la tradición antigua, su “sello”, por así decirlo) y vuelve a anunciar que, al regresar, a su Burdeos natal para gozar de un descanso merecido en su vejez, cantará de modo más extenso al país, a las ciudades y a las gentes belgas – nadie podrá entonces anteponer río alguno al Mosela.
Y así, el poema entra en la “laudatio”final, asegurando al río una gloria eterna si la fortuna acompaña a su obra, al tiempo que en el último verso Ausonio vuelve a evocar su tierra natal.
“Salutación del Mosela”
¡Salve, río, renombrado por tus campos, renombrado por tus habitantes, a quien deben los belgas que sus murallas sean dignas del Imperio; río, de viñosas colinas sembradas de Baco perfumado, de riberas herbosas sembradas, verdegueante río!
Navegable como el mar, cual caudal de ondas que van descendiendo, semejante a un lago de profundo cristal, puedes igualarte a los arroyos con tu curso alegre e incluso superar las fuentes heladas con tu líquida bebida: eres, tú solo, fuente y arroyo y río y lago y mar que refluye en vaivén incesante.
Tú, al paso de tus aguas tranquilas, ni sufres murmullos algunos del viento, ni obstáculos de roca oculta; no te ves obligado, por culpa de un bajío agitado, a avanzar con rápido curso, no tienes en el centro de tu superficie tierras que se opongan a tu paso: para que no se te arrebate la gloria de tu justo título, por dividir alguna isla la corriente repelida. ¡Tú, que has elegido vías de ida y vuelta, pues con favorable corriente te deslizas, de modo que golpean los remos rápidos en los agitados vados y también, cuando jalan los marineros – sin soltar en ningún momento la maroma desde la orilla- con su cuello las cuerdas de los mástiles, cuantas veces sorprendido tú mismo miras el regreso de tu propio curso y casi consideras demasiado cansado que corran tus legítimas corrientes!
Tú no ocultas con ovas cenagosas tu ribera, ni tiñes perezoso las orillas con barro sucio: los pies alcanzan secos las aguas primeras.
Ve ahora y une pulidos suelos de incrustaciones frigias, levantando un campo de mármol en los atrios artesonados: yo, por mi parte, desprecio lo que bienes y riquezas regalaron y admiro la obra de la naturaleza, donde la preocupación de los herederos y la pobreza bien llevada no se excede en despilfarros.
Aquí, arenas seguras cubren las orillas húmedas y no conservan las huellas impresas el recuerdo de sus formas.
Te miran a través de tu lisa superficie, en el profundo cristal, y no ocultas nada de tu cauce: igual que el aire nutricio se extiende en un espacio abierto a las miradas claras, y los vientos serenos no ponen obstáculos a los ojos en el aire, así, fijando la mirada a través de tus íntimos secretos, te vemos y queda descubierto el fondo de tu profundo misterio, mientras dulcemente se deslizan tus ondas y el paso de las límpidas aguas refleja con su luz azulada formas bien distintas: la arena ondulante se riza con tu paso suave, las plantas dobladas tiemblan en tu fondo verde; incluso bajo sus libres manantiales las hierbas agitadas sufren aguas que se mueven, y luce y se esconde el guijarro, y la grava separa el verde musgo. El mismo cuadro se contempla en las británicas Caledonias (aproximadamente el territorio de la actual Escocia, y sus perlas eran muy apreciadas), y cuando el mar desnuda las algas verdes y los corales rojos y las perlas que blanquean el interior de las conchas, delicias de los hombres, y bajo las olas fecundas, falsos collares simulan su obra maestra.
No de otro modo, en los alegres vados del tranquilo Mosela, la hierba de variados colores descubre las piedrecillas mezcladas. Sin embargo, los peces juguetones, cual escurridizo enjambre, cansan con su incesante movimiento los ojos que les miran. Mas no han permitido conocer tantas clases de peces y su deslizar de costado (todos esos ejércitos remontan el río contra corriente), sus nombres, ni los vástagos del múltiple linaje, ni la ley divina ni aquel a quien tocaron en suerte el cuidado del lote segundo y la custodia del tridente marino”.
Pasaje 5: Epigrama (a un retrato de Eco)
“¿Por qué intentas, vano pintor, darme un rostro y colocar a la diosa invisible ante las miradas?
Del aire y de la lengua soy hija, madre de incorpóreo aliento, y, sin cabeza, emito mi voz. Haciendo volver los últimos tonos –al acabar de oírse-, sigo divertida las palabras ajenas con las mías. En vuestros oídos habito yo, la escurridiza Eco; y si deseas pintarme tal como soy, pinta el sonido”.
Pasaje 6: Sentencias de los siete sabios
1. Bías de Priene
“¿Cuál es el mayor de los bienes?
Una mente siempre consciente de lo justo.
¿Cuál es para el hombre el mal peor?
Tan sólo otro hombre.
¿Quién es rico?
El que nada desea.
¿Quién es pobre?
El avaro.
¿Cuál es la dote más hermosa de una mujer?
Una vida honesta.
¿Cuál es la mujer casta?
Aquella de cuya reputación se teme mentir.
¿Cuál es el deber del hombre prudente?
No hacer daño, aunque puedas.
¿Qué es propio del necio?
No poder hacer daño, ni aunque quiera.
2. Pítaco de Mitilene
Hablar no sabrá, quien ignore callar.
Prefiero la aprobación de una persona buena a la de muchas malas.
Loco está quien envidia la felicidad de los orgullosos; loco quien se ríe del dolor de los infelices.
Obedece la ley, tú que la has sancionado.
Muchos amigos conseguirás en los momentos prósperos; pocos amigos contarás en los momentos desfavorables.
3. Cleóbulo de Lindo
Cuanto más se pueda, menos se quiera.
El desdichado que no lo merece sufre la envidia de la Fortuna.
No será feliz por mucho tiempo quien obra mal.
Perdona muchas cosas a los demás, nada a ti.
Quien salva a los malos, quiere perder a los buenos.
No se suele atribuir gloria a los méritos de los antepasados; pero con frecuencia se confiere la fama a sus innobles descendientes.
4. Periandro de Corinto
Nunca discrepa lo útil de lo honesto.
Más solícito está quien es más feliz.
Desear la muerte es malo; temerla, peor.
Haz que te agrade lo que necesitas.
Si resultas terrible a muchos, ten cuidado de muchos.
Si la Fortuna te acompaña, no te esfuerces; si no te acompaña, todavía menos.
5. Solón de Atenas
Yo digo que una vida es feliz sólo cuando ha cumplido su destino.
Unid esposos parejos: lo que es disparejo, se separa.
No habrá jamás honores por casualidad.
Censura a tu vecino en privado y alábalo en público.
Es mucho más hermoso llegar a ser, que haber nacido noble.
Si es cierto que tu suerte está fijada, ¿de qué sirve tomar precauciones? Si todo es incierto, ¿conviene tener miedo?
6. Quilón de Lacedemonia
No quiero que el inferior me tema, ni que me desprecie el superior.
Vive sin olvidar la muerte, y también vive sin olvidar salvarte.
Para superar todas las tristezas, es preciso o ánimo o un amigo.
Si haces algún favor, no tienes derecho a recordarlo; si has recibido algún favor, acuérdate siempre.
La vejez resulta grata al hombre si se parece a la juventud; esa juventud es aún más dura si se parece a la vejez.
7. Tales de Mileto
Si vas a hacer algo mal, ten miedo de ti mismo, si no hay testigo.
La vida se acaba, la gloria de la muerte no muere.
Lo que vayas a hacer, no hace falta que lo proclames.
Es una tortura si tienes miedo de lo que no puedes superar.
Si reprochas con razón, ayudas con tu dureza; si alabas sin razón, haces daño con tu afecto.
Nada en demasía.
(Décimo Magno Ausonio. Obras. Traducción, Introducción y Notas de Antonio Alvar Ezquerra. Edit. Gredos).
Pasaje 7: Epigrama a su mujer (XIX)
“Vivamos, esposa mía, como hemos vivido: guardemos los nombres de nuestra juventud y de nuestro primer amor. Que ningún día se piense que nos va a hacer cambiar jamás; que, siempre joven a tus ojos, te vea siempre joven también. Si yo pasara de la edad de Néstor, si tú rivalizaras con Deífobo y la sibila de Cumas, ¿qué nos importaría la vejez y su tono marchito? Para nosotros cuenta el precioso tesoro de los años”.
(Jean Bayet. Literatura latina. Ediciones Ariel).
Segovia, 1 de noviembre del 2025
Juan Barquilla Cadenas