LA CORRUPCIÓN EN LA ROMA TARDOREPUBLICANA
Una de los mayores males de una sociedad es la “corrupción”, pues una degradación de los sistemas de valores, perjudica a los más débiles y al final termina en guerras civiles y violencia.
Aquí expongo algunos de los temas sobre la corrupción contenidos en el libro “Corrupta Roma” de Pedro Ángel Fernández Vega, de la editorial La esfera de los libros. Madrid 2015.
Empieza el libro con la cita: “Los que roban a un particular pasan la vida entre esposas y grilletes; los que roban al Estado, entre oro y púrpura” (Marco Porcio Catón).
Esto aparece citado en Aulo Gelio, “Noches áticas” 11, 18, 18.
En la Introducción del libro el autor expone que el 17 de octubre del año 186 a. de C., el Senado de Roma publicaba el edicto de persecución contra las Bacanales.
Para los historiadores latinos, ése es el momento en que las costumbres de la antigua Roma entran en crisis, y se precipitan por un camino de corrupción que se acelera en contacto con el mundo griego.
Aunque la llegada a Roma de objetos artísticos y esclavos griegos merced a los botines de guerra, o de nuevos cultos recomendados por los “Libros Sibilinos” con el beneplácito del Senado tuvieron una notable trascendencia en el acervo cultural, la llegada de ingentes cantidades de metal noble y moneda introdujeron a Roma en una vía de monetarización económica que conecta con el inicio y la intensificación de prácticas de corrupción política.
Los agrios debates acerca de la concesión o denegación de la gloria del triunfo, que se producen al retorno de los generales victoriosos, agitan las aguas de la vida política mientras se desencadenan algunos de los primeros procesos por corrupción que envuelven a la familia de los Cornelios y provocan la muerte política de los hermanos Publio y Lucio Cornelio Escipión. La sombra de la “apropiación indebida” planea sobre los contingentes de capitales atesorados en la guerra. El gran vencedor de Aníbal y su hermano, el cónsul que derrotó a Antíoco, cayeron ante una iniciativa implacable capitaneada por Marco Porcio Catón.
Simultáneamente, aparecen los primeros indicios de connivencia entre la “clase política senatorial”, que ha sido apartada por ley de los negocios lucrativos y confinada a la explotación agrícola, quedándose con grandes extensiones de tierras públicas, y “el orden ecuestre” engrosado por los empresarios y los publicanos, que reciben en subasta las adjudicaciones de contratos públicos y de recaudación de impuestos.
Grandes políticos como Marco Fulvio Flaminino, el libertador de las “polis” griegas, se ven envueltos en estos lazos que vinculan a políticos y empresarios.
Otros grandes generales como Marco Fulvio Nobilior o Cneo Manlio Vulsón retornan de sus campañas con fabulosos botines que se exhiben en triunfo en Roma.
Se trata de cónsules triunfadores que sufragan a su retorno “juegos escénicos” o de “circo”. Rivalizan entre ellos para superar a los anteriores (juegos) en duración, excelencia y novedad de los espectáculos y ganar así el favor popular: acarician la idea de ganar votos para culminar su carrera política como “censores”.
Y la desconfianza popular se canaliza a través de una democracia directa ejercitada en Asambleas y Comicios que regulan y equilibran por momentos los designios de la oligarquía senatorial que rige la República.
La persecución de fraudes empresariales o de prácticas corruptas en la política expone, esporádica pero reiteradamente, a líderes, que habían lucido la púrpura del “imperium” consular o proconsular durante años, ante procesos judiciales públicos y populares.
Entre tanto, la propia sociedad ha sido sacudida de manera intensa por la guerra.
La guerra desencadenó una elevada mortalidad entre ciudadanos y aliados; no pocas ciudades aliadas sucumbieron a las tentaciones de traicionar la lealtad a la confederación romana. Después sobrevinieron las represalias y ejecuciones de los traidores.
El desgarro experimentado por las pérdidas de hijos y esposos impulsó a las mujeres romanas, a las virtuosas matronas, a salir a las calles para expresar su dolor, y seguramente el resentimiento latente en el mutismo de un silencio histórico. En este contexto anidaron nuevas creencias, que aliviaron las conciencias y prendieron sobre las cenizas de una existencia atribulada en tiempos de guerra, cuando junto con los caídos en el frente, se desmoronaban las fuentes de ingresos y las certezas familiares.
Se trató de nuevos cultos que no gozaron del beneplácito senatorial, pero que no fue posible erradicar.
Las mujeres, exaltadas por momentos y reprimidas y reconducidas a casa cada vez, vislumbraron, sin embargo, su fuerza y su capacidad de presión cuando fueron requeridas para cumplir con las “expiaciones” necesarias para aplacar la cólera divina y propiciar la victoria en la guerra.
Durante la guerra, las leyes (La “Ley Opia”) obligaron a las mujeres a renunciar a toda expresión pública de lujo y posición, pero, tras ella, reivindicaron en la calle la revocación de unas normas represoras de sus márgenes de distinción y representación social.
En el asunto de las Bacanales, se trata de mujeres que se iniciaron en un culto mistérico de adoración a Baco, en el cual, de modo preocupante, comenzaron a ingresar jóvenes adolescentes. Así estallaron el escándalo y la represión.
Aunque la gran cuestión a dilucidar es si no fueron el Senado y la clase política quienes encontraron un riesgo para la República en una secta pacífica, pero de influencia creciente, que amalgamaba a mujeres, jóvenes, aliados y esclavos, y por eso desencadenaron una persecución justificada en un escándalo sexual.
En una atmósfera de corrupción política y de reajustes sociales con expulsiones masivas de itálicos fuera de Roma, el escándalo de las Bacanales se antoja más complejo que los desvaríos de una secta.
La purga desencadenada en el año 186 a. de C. no cesó en los años siguientes, pero a comienzo del año 184 a. de C. accede a la “censura” Catón, merced al apoyo popular, con un programa de regeneración no sólo ideológica: todos los contratos del Estado se subastaron y revisaron a la baja, mientras la clase empresarial agitaba al Senado e instaba una nueva subasta de contratos con presupuestos más holgados.
La sombra de la corrupción no dimana sólo de las bacanales. Los tiempos de la República clásica preludiaron tendencias de cambios profundos. Los indicadores de la corrupción afectan a la economía, la política, la sociedad, la religión y la cultura. Pero no entrañan una degradación, sino la emergencia de nuevos horizontes para una Roma que dejaba atrás su dimensión de ciudad-estado hegemónica en la península itálica, para transformarse en una potencia imperial en el Mediterráneo.
Con Publio Escipión el Africano se había puesto en marcha la maquinaria de guerra que había de convertir a Roma en capital de un imperio mediterráneo.
La Urbe, que había sufrido carestía y severas estrecheces en su tesoro para hacer frente a los gastos de los contingentes de tropas y a las levas incesantes que fueron necesarias durante la contienda contra Aníbal, se adentraba en una etapa distinta.
Los botines de guerra aliviaron y sanearon las arcas del Estado y permitieron planificar nuevos objetivos, pero introdujeron también sobre los generales la sombra de la sospecha de corrupción por el “peculado” –apropiación de dinero público -. La gestión político-militar de sucesivos cónsules sería sometida a procesos que cernieron la duda sobre la honorabilidad de la escalada de triunfos y sobre los generales.
LOS TRIUNFOS Y LOS BOTINES DURANTE LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA
En el imaginario colectivo y en la historia de Roma, el sitio de Siracusa y el botín capturado por Marco Claudio Marcelo en la ciudad en el año 212 a. de C., como represalia por haberse pasado al bando de Aníbal, marcaron un referente.
Tito Livio dice que “se cogió tanto botín como si se hubiera conquistado Cartago” (Liv.25, 31,11).
Pero Polibio filosofaba acerca de renunciar a las pautas de conducta que han proporcionado la victoria, pues esto suponía sucumbir al gusto de los vencidos, cuando hubiera sido mejor “servir a la gloria con la dignidad y la magnanimidad”.
En cualquier caso, “los romanos transportaron las obras de arte a casa. Adornaron sus viviendas con los despojos de los particulares y los lugares públicos con los de la ciudad”(Polibio 9, 10,14).
Sin embargo, al retorno de Marcelo se le denegó el triunfo. Tenía los merecimientos de la victoria y de haber causado más de cinco mil bajas enemigas, como estaba establecido, pero se le concedió sólo una “ovatio” (ovación) haciéndose preceder de “un enorme acopio de objetos de plata y bronce artísticamente labrados, variados utensilios y costosos vestidos y muchas renombradas estatuas que habían embellecido a Siracusa entre las primeras ciudades de Grecia (Liv. 26,21, 8).
Al año siguiente cayó Capua.
El control de Capua por Aníbal y por Roma sucesivamente, marcaría, en cierto modo, el signo de la guerra ante los pueblos itálicos.
Capua, como capital de la Campania, encarnaba la “luxuria”, el gusto por el lujo, y su derivada la molicie (Pfeifer 2002: 92). Capua sería para Aníbal, a decir de Tito Livio, lo que para Roma fue el desastre de Cannas (Liv.23, 45, 2). Pero la caída de Capua no libró un botín muy cuantioso en manos del inflexible Quinto Fulvio Flaco: dos mil sesenta libras de oro y treinta y un mil doscientas de plata (Liv. 26,15, 8).
Mucho más opulento fue el botín que proporcionaría dos años después, en 209 a. de C., la conquista de Tarento: treinta mil esclavos, gran cantidad de plata labrada y en moneda, ochenta y tres mil libras de oro, y esculturas y cuadros que bien podrían equipararse con los de Siracusa” (Liv. 27, 16,8).
Fue Quinto Fabio Máximo el artífice de esta conquista, pero respetó y dejó allí las estatuas de gran tamaño y parece que procuró al respecto labrarse mejor imagen, dejando “para los tarentinos sus dioses encolerizados” (Liv. 27, 16,8).
Entre tanto, en el año 210 a. de C., Pubio Cornelio Escipión el Africano tomaba Cartagena y lograba en Hispania un botín más modesto que el de Capua un año antes: además de un “inmenso arsenal bélico (…), las pateras de oro fueron doscientas setenta y seis, casi todas de una libra de peso, dieciocho mil trescientas libras de plata; todo este material pesado y contado pasó a control del cuestor Cayo Flaminio” (Liv.26, 47, 8). Con la última acotación Tito Livio insiste en dejar claro el control estatal del botín, que se vería completado con la aportación años más tarde, a su regreso de Hispania a Roma, a finales del año 206 a. de C. de “catorce mil trescientas ochenta y dos libras de plata sin acuñar y una gran cantidad de monedas de plata” (Liv. 28, 38, 5).
A pesar de ello el triunfo le fue denegado: se trataba de un “privatus cum imperio”, no un magistrado, y no había tomado los auspicios.
El año de su consulado, el 205 a. de C., lo empeñó en hacer frente a la oposición de Fabio Máximo y sus seguidores, decididos a impedir el asalto de Escipión a Cartago.
Éste pretendía cambiar así la estrategia de la guerra que desde la dictadura de Fabio en el año 217 a. de C., tras el desastre de Trasimeno y antes aún de Cannas, tendía al desgaste de Aníbal evadiendo la confrontación definitiva.
Se le admitió que marchara a Sicilia y allí preparó el ejército con el que pasó a África y con el que retornaría triunfante tras la derrota final de los ejércitos cartagineses en Zama.
Tito Livio describe cómo se movilizaron los “aliados itálicos” para pertrechar en el año 204 a. de C. los recursos militares que el Senado le negó a Escipión para invadir África: grano, velas, hierro, escudos, cascos, lanzas, venablos, madera… en fin, barcos y voluntarios para combatir (Liv. 28, 46, 15-21).
Etruscos, marsos, pelignios, sabinos, etc. Estaban tejiendo de este modo lazos clientelares con los Escipiones, que habrían de reportarles después influencias y protección, participación en el botín y también expectativas de adquisición de la “ciudadanía romana”, una futura promoción social que reportaría a su vez a los Escipiones apoyos políticos y electorales (Etcheto 2012:109 s).
Estaba emergiendo una “corriente de pensamiento imperialista” en el Senado, a cuya cabeza se situaba el propio Escipión, pero además se estaba fraguando el respaldo por parte de algunos sectores de las aristocracias itálicas, en especial etruscas, y de los intereses comerciales y empresariales de “negotiatores” y publicanos que veían en la empresa prometedoras oportunidades futuras de negocio (Cassola 1968:381s).
La potencia derrotada (Cartago), sumida en una colosal deuda hubo de buscar financiación en el mercado de plata romano, abastecido por las minas arrebatadas a los cartagineses en Hispania (Piganiol 1974:275). El pago de indemnizaciones drenó hacia Roma y sus “negotiatores” ingentes recursos con los que financiar, por ejemplo, las nuevas guerras.
La victoria emplazaba a Roma en el papel de potencia hegemónica del Mediterráneo occidental.
Roma iniciaba así una labor de gendarme internacional del ámbito mediterráneo.
En el nuevo orden, evidentemente, Roma tomaba la iniciativa de sus decisiones “motu proprio” o a instancias de aliados eventuales.; pero lejos de poderse mantener aún la teoría clásica de un “imperialismo defensivo”, en que Roma se hubiera dejado llevar a su pesar por circunstancias externas, el móvil económico de las contiendas sin ser el exclusivo, hubo de pesar poderosamente.
Un entramado de motivaciones bullía detrás.
El botín, las relaciones clientelares, los intereses comerciales, los debates partidarios y el prestigio y la gloria social conferidos por los triunfos de cara a la promoción electoral, contribuyen a explicar el devenir imperialista (Etcheto 2012:88s).
El reverso de la moneda fue un inmenso sufrimiento por parte de las poblaciones civiles, no exento de crueldad (Rosenstein 2012:3): saqueos y botines iban acompañados de controvertidos expolios de templos, cautiverio de prisioneros y mutilaciones y ejecuciones de varones adultos, así como violaciones de niños y mujeres.
LA ESCALADA DE LOS TRIUNFOS
El desarrollo de la Segunda Guerra Púnica había modificado la práctica de la guerra en Roma.
A falta de liquidez de las fases iniciales de la guerra sucedía ahora una afluencia de metal y un volumen de negocio inesperados en origen, de manera que Roma disponía de los botines y tenía en sus manos, a través de las minas de plata hispana, la misma plata con la que volvería a pagar Cartago en los años venideros en concepto de “indemnizaciones”.
Así que los pagos se vieron incrementados por el empréstito que Cartago tuvo que contraer con los publicanos romanos, en un formidable negocio para Roma, beneficiaria de indemnizaciones y de los intereses de la deuda cartaginesa.
La guerra se había transformado en un inesperado motor de crecimiento.
Los años que restan hasta el triunfo de Manlio Vulsón en el año 186 a. de C. fueron años de victorias, de triunfos y de generales envueltos en una atmósfera de gloria y éxito político, que prolongaban así su consulado con un eventual mandato proconsular, y acariciaban al tiempo la posibilidad de alcanzar la exclusiva magistratura quinquenal de la “censura”, o un segundo consulado, al cumplirse diez años del anterior, envueltos en la fama popular.
Publio Cornelio Escipión disfrutará de ambos privilegios.
El “juego político” tomaba bajo su capa la cuestión de los triunfos como uno de los factores de debate y controversia más enconados, y en los años siguientes la cuestión se recrudecería.
La propaganda había encontrado en los triunfos la manifestación más acabada para influir sobre intenciones de voto en el pueblo de Roma.
La burbuja de las pompas triunfales estaba a punto de estallar y lo haría en las manos de los Escipiones, provocando su caída e impidiendo que Lucio alcanzara la “censura” a la que optó en el año 184 a. de C. Lo mismo le ocurriría a Cneo Manlio Vulsón, su sucesor en la campaña de Asia.
LA LUXURIA
En este punto de su obra y del devenir histórico de Roma establecen Dión Casio (frag. 64) y Tito Livio la aparición de la “luxuria”: “El germen del lujo extranjero, en efecto, fue introducido en Roma por el ejército de Asia”.
De hecho, Plinio asegurará también que la introducción del lujo en Italia se debió al ejército de Asia y lo relaciona directamente con los vasos de plata cincelada y de oro capturados en botín por este general (Lucio Escipión).
El historiador Lucio Calpurnio Pisón incidiría también en que la “luxuria” entró en Roma con motivo de sus luchas contra los reinos helenísticos de la primera mitad del siglo II a. de C.
Otros autores como Polibio, Salustio o Veleyo lo retrasan unas décadas (Rosillo 2010:144).
En todo caso, se trata de un concepto opinable, pero los triunfos de 188 y 186 a. de C. marcaron un referente de proverbial riqueza asociada a sus botines de singular magnificencia, y en el intervalo que va de esos años a la batalla de Corinto del año 146 a. de C., se cifra la inmersión de Roma en la “luxuria” (Harris 1989: 56).
Tres son los aspectos más inherentes a la “luxuria”: por un lado, las soldadas excesivas y los efectos que infunde el lujo en la moral de las tropas, algo de lo que por ejemplo se le culpó a Escipión en relación con las tropas acantonadas en Siracusa en 204 a. de C. (Liv. 38,51,1); por otro lado, algo que de manera sutil recuerda Plinio cuando relaciona el lujo con los vasos de oro y plata incautados por Lucio Escipión en Asia (Hist. Nat. 33, 53) y que es más explícito en la narración de Livio: los lujos llevados a la vida cotidiana de una élite social por contaminación de costumbres. Este aspecto era inherente al botín de guerra llegado desde Siracusa en 212 a. de C. y también en el de Tarento de 209 a. de C. La alusión de Polibio a cómo los particulares adornaban sus casas con despojos de guerra no puede ser más elocuente (Polibio 9, 10, 14): un mercado de objetos de lujo se había abierto seguramente.
Aunque en primera instancia los aristócratas y mandos del ejército llevaban a su casa trofeos singulares, el resto del botín que estaba en manos privadas y cabe suponer que los objetos artísticos salían a la venta.
Pero con ellos llegaba algo más: un estilo de vida que modificaba las pautas de conducta en las facetas de representación de los domicilios aristocráticos o acomodados. Estatuas, lechos y muebles, cuadros, copas y vajillas de metal preciado, presuponen que dormitorios y comedores, jardines y atrios de la nobleza o la plutocracia romana, se iban a ver enaltecidos por enseres triplemente distinguidos: por su riqueza, por su valor artístico y por su procedencia.
Se pasó a entender la calidad de vida en base a unas pautas de conducta foráneas que se verían cada vez más prestigiadas, aunque no dejaran de emerger voces contrarias.
Se trataba de lo griego, de un “helenismo” cuyo valor se cotizaría al alza en una sociedad cambiante, que dejaría cada vez más atrás las ataduras a los valores tradicionales romanas, instilada (empapada) por la cultura helénica en el arte, la cultura y en la vida cotidiana a través de enseres y esclavos.
El tercer aspecto, se trata de la riqueza, la ingente masa de metal preciado que se drenó hacia Roma desde cualquier parte de un naciente imperio por el que pasaban las legiones, y esto devino especialmente claro en la campaña de expolio y saqueo que llevó a cabo Vulsón. Pero no fue excepcional.
Sin embargo, lo que se incrementó de manera excepcional entre el año 200 y el 167 a. de C., fue el número de “triunfos”.
En los años de la escalada escribiría Plauto en una de sus obras teatrales: “A esto se llama concluir felizmente una empresa, regresar, como regreso victorioso y cargado de botín. Mi vida a salvo y la ciudad tomada por un engaño, traigo a la patria todo el ejército intacto. Pero, espectadores, vosotros no os extrañéis de que no celebre el triunfo. Está muy visto, no me interesa. Pero los soldados serán recibidos con vino mielado. Ahora voy a llevar al cuestor todo este botín”. (Báquides 1070 -1074).
Plauto ha condensado cómicamente las esencias de los botines: saqueo de ciudades, devaluación de triunfos, soldados comprados y agradecidos, y un sospechoso personalismo en la gestión del botín antes de entregarlo a las arcas públicas.
LA FAMILIA DE LOS ESCIPIONES Y LA GUERRA
No se trataba de partidos políticos, sino de “facciones” articuladas por relaciones familiares y clientelares las que movían los hilos en pro del éxito en los “comicios”.
El conflicto romano-púnico iba a situar a la familia de los Escipiones, por las responsabilidades asumidas primero en Hispania por Publio y Cneo, y más tarde por el Africano, en cabeza de una facción de enorme influencia política en los 20 años previos al estallido del escándalo de las bacanales.
Quinto Fabio Máximo Cunctator, cinco veces cónsul y dos veces dictador, conquistador de Tarento, lideraba una “posición tradicionalista” que seguía centrando la atención en Italia, en acabar con la guerra, restañar las heridas y los daños en el campo y, a lo sumo, continuar la expansión noritálica.
En frente de él, Publio Cornelio Escipión, de familia patricia y honorables ascendientes, sólo había sido edil en el año 213 a. de C., antes de marchar a Hispania.
Retornó victorioso, pero no triunfante, pues se le negó la celebración de la gloria militar.
Sin embargo, de manera inmediata se le otorgó el consulado de 205 a.de C., obviando los convencionalismos del “cursus honorum” que establecía la secuencia de cargos políticos. Unos años después la “Lex Villia Annalis” del año 180 a. de C. fijaría las edades y la trayectoria de honores a desempeñar, para evitar precisamente carreras fulgurantes como la suya (Alfōldy 1987:174)
Escipión iba a liderar la corriente de pensamiento que contemplaba a Roma como el poder emergente en un ámbito de influencia mediterráneo, que, de momento, sólo concernía al Mediterráneo occidental, y se ponía a la cabeza de los poderosos intereses financieros y comerciales asociados al imperialismo (Cassola 1968: 281; 375).
Las diferencias entre Fabio y Escipión se elevarían desde esta perspectiva, a un plano ideológico (Develín 1985:232). En cuanto a las decisiones inmediatas, Fabio se inclinaba por expulsar a Aníbal de Italia y Escipión por una campaña en África que provocara el retorno de Aníbal a Cartago.
Escipión contaba, en principio, con apoyos populares propiciados desde el inicio de su carrera política (Etcheto 2012:126).
En lo que concierne a los engranajes y al funcionamiento del orden institucional el episodio se antoja muy elocuente: por un lado líderes con apoyo popular, y por otro, una aristocracia senatorial afianzada en los resortes del poder, que maneja las instituciones y que posee capacidad de actuación sobre los magistrados plebeyos; “tradición aristocrática” frente a “populismo emergente” teñido de renovación.
LA MOLICIE DE ESCIPIÓN EN SIRACUSA
Otro tipo de acusaciones preocupaba más en guerra que los derechos de los sometidos y vencidos: las relativas a la moral relajada de la tropa. Otra acusación por parte de Fabio en el Senado contra Escipión mucho más difícil de revocar.
Escipión se habría dado a prácticas vergonzosamente griegas: “El tipo de vida del general no sólo no era romano, sino tampoco militar: iba con un manto griego y con sandalias al gimnasio, dedicaba tiempo a leer y a la palestra. De igual manera, y en forma regalada, su estado mayor disfrutaba del encanto de Siracusa” (Liv. 29, 19, 11-12).
Una adecuación al modo de vida local era utilizada en el debate político como arma arrojadiza desde la perspectiva “tradicionalista”, que presentaba el mimetismo de Escipión como una improcedente pauta de conducta en tierra recientemente conquistada y sometida.
El “filohelenismo” se convertiría en un asunto clave del debate moral de los próximos años, mientras la cultura griega entraba a raudales en la Urbe a través de manifestaciones literarias, decorativas, religiosas y económicas, y seducía con sus refinamientos a la nobleza.
En los procesos que Escipión sufriría al final de su carrera, 18 años después, todas estas acusaciones recobrarían eco y los fantasmas del pasado – Pleminio, el expolio y la molicie – volverían a ser agitados junto con los nuevos cargos.
La fama y la gloria para Publio Cornelio Escipión el Africano, a su retorno tras la victoria de Zama, y una vez firmada la paz con Cartago, resultaban indiscutibles y no tenían contrapesos. El triunfo de 201 a. de C. lo encumbró y preludiaba los nuevos nombramientos que lo aguardaban para el año 199 a. de C., la censura y el título de “princeps senatus”, a propuesta de su colega en la censura Pulio Elo Peto, con quien estaba “muy bien avenido” (Liv. 32, 7,3).
Escipión disfrutaba así de la posición óptima para convertirse en inspirador de la nueva política de tinte imperialista (De Sanctis 1917:26).
La cuestión griega, el filohelenismo y la política helenística a seguir, se convierten en los años de posguerra en un factor de definición ideológica y, tal vez, de articulación de facciones.
Escipión se inclinaba por una política clientelar, de establecimiento de vínculos con las aristocracias y grupos dominantes en los territorios en los que como en Hispania, había intervenido. Probablemente éste era el destino que deparaba para el ámbito helenístico, manejando el entramado de reinos, ligas y ciudades bajo estrategias de patronato y relaciones de amistad (Scullard 1970: 183).
El planteamiento escipiónico era personalista y contrario a los designios senatoriales y a la política republicana. Despertaba desconfianza.
En las elecciones consulares del año 198 a. de C., una vez designado Tito Quincio Flaminino, le tocó en suerte la provincia de Macedonia. Este general demostraría que había espacio político para otro modo de plantear la cuestión del Oriente helenístico, y que también lo había para un tercer modo de entender la política, que promovería un bloque o facción de centro, vitalista y pleno de éxitos en los años siguientes.
Flaminino, como Escipión, tuvo una carrera fulminante pasando de la cuestura al consulado con 30 años, con el apoyo popular, la aquiescencia del Senado y el que lo apoyaran los veteranos de Escipión, que se enrolaron como voluntarios en su campaña para Macedonia (Scullard 1970:182).
Sin embargo, la política que se siguió en Grecia tras la derrota de Filipo de Macedonia lo emplazó en una posición independiente de la de escipiónicos y tradicionalistas.
El otorgamiento de la libertad a las polis griegas tras la victoria abrió una vía distinta para las relaciones Grecia-Roma, en la que estaba implícita un cierto reconocimiento y admiración hacia la talla histórica y cultural de la civilización griega, y connota, seguramente, un posicionamiento de gran parte de la “nobilitas” respecto de la cuestión helénica.
A efectos políticos, el principio de autonomía que se formuló emplazaba a Roma en un régimen de protectorado respetuoso respecto de las ciudades y de gendarme respecto de las ligas y monarquías (MacDoneld 1944:24).
LA FACCIÓN TRADICIONALISTA BAJO EL LIDERAZGO DE CATÓN
La “facción fabiana”, lo que representaba en cuanto a posición política, acabaría encontrando un líder tras la muerte de su gran mentor Quinto Fabio Máximo, en la persona de Marco Porcio Catón.
Para la tradición posterior, Catón encarnaba una posición reaccionaria, significada por el respeto a las tradiciones, la justicia y los valores ancestrales como la “virtus” o la “frugalitas”, a los que llegó a convertir en causas para el debate político desde una postura beligerante en pro de la correcta gestión de los bienes públicos y en contra de la corrupción.
Un duelo de liderazgo entre Fabio y Escipión fue heredado por Catón, desde el principio, cuando estuvo como cuestor con Escipión en Sicilia, en el año 204, durante el escándalo de Pleminio.
El caso Pleminio:
Tras el debate, Escipión consiguió la provincia de Sicilia y la posibilidad de pasar a África contra Cartago, pero sólo se le concedieron treinta navíos de guerra, con lo que la invasión era, a priori, inviable.
Sin embargo, cuando marchó de Roma, ya le acompañaban siete mil voluntarios (Liv. 28, 46, 1), y en Sicilia preparó la expedición con las aportaciones de aliados itálicos. Estando allí, un escándalo estuvo a punto de alcanzarlo: sus adversarios políticos demostrarían estar dispuestos a intentar acabar con él.
El asunto fue turbio y se proyectó sobre Escipión.
Pleminio, con un contingente militar, se había quedado, por encargo de Escipión, al mando en Locri, en el extremo sur de Italia. La ciudad, recién arrebatada a los cartagineses, contaba ya con una guarnición previa al mando de dos tribunos.
Un enfrentamiento entre soldados por un jarrón de plata derivó en altercado entre tropas romanas y en un conflicto de competencias entre mandos, que se radicalizó y degeneró en violencia desaforada. Estaba en juego el reparto del botín de guerra tras el saqueo de la ciudad: los soldados de Pleminio fueron golpeados y recurrieron a su comandante, haciéndole saber que había sido insultado por los soldados de los tribunos: Pleminio mandó detener a los tribunos y se disponía a azotarlos, cuando los soldados de éstos “sin consideración hacia la dignidad del legado ni compasión, atacaron al legado después de maltratar de manera lamentable a sus lictores. Entonces a éste, separado y distanciado de los suyos, hirieron como a un enemigo y dejaron casi sin vida después de cortarle la nariz y las orejas” (Liv. 29, 9, 6-8).
La crudeza y la brutalidad del relato describen al propretor Pleminio mutilado y, figuradamente, sordo y falto de olfato.
Escipión hubo de intervenir y marchó de Mesina, en Sicilia, a Locri, donde se posicionó a favor de su legado Pleminio y mandó encadenar a los tribunos y enviarlos al Senado de Roma.
Pero a Pleminio, un hombre de Escipión, no le bastaba como resarcimiento: “Sin poder contener su indignación, convencido de que su afrenta había sido pasada por alto y tratada a la ligera por Escipión(…), mandó traer a su presencia a los tribunos y los mató tras torturarlos con todos los suplicios que un cuerpo humano puede sufrir. Insatisfecho con el castigo realizado en vida, los dejó insepultos. Hizo uso de semejante crueldad con los notables de los locrios, pues tenía constancia de que habían ido a quejarse de sus desmanes a Escipión” (Liv. 29,9, 9-11).
Una embajada de los locrios denunció el asunto ante el Senado de Roma, pasando por alto la autoridad directa de Escipión.
La respuesta senatorial estuvo orquestada por Quinto Fabio Máximo, quien no desaprovechó la oportunidad que se le presentaba contra su rival político.
Preguntó si Escipión era conocedor de lo ocurrido, y la respuesta le facilitó el ataque y un nuevo intento de evitar el paso de las tropas a África: los locrios “respondieron que se habían enviado legados, pero que él estaba ocupado con la preparación de la guerra y que, o bien ya había pasado a África o bien lo haría en pocos días, y que también habían apreciado la estima del general para con el legado cuando, tras conocer el pleito, había puesto en cadenas a los tribunos, y al legado tan culpable o más incluso que ellos, lo había dejado en el poder” (Liv. 29, 19, 1-2).
El escándalo se tornó especialmente preocupante,
Según los locrios, todos los soldados “roban, expolian, hieren, matan, violan a las matronas, a las vírgenes, a niños arrancados de sus padres” (Liv. 29, 17, 15).
Pero lo más grave no sería para el Senado la suerte de los locrios, quienes a fin de cuentas, antes habían pactado con Aníbal, sino el expolio del templo de Proserpina.
Según los locrios, la diosa habría dado muestras de su ira vengadora en los castigos físicos, mutilaciones y torturas infligidas a los responsables romanos.
En una coyuntura de guerra toda la violencia y toda la crueldad pueden encajarse, pero no se podía asumir como daño colateral el tener a los dioses en contra.
Justo antes de la llegada de los locrios, el ambiente optimista por el traslado de la guerra a África y las expectativas de un final victorioso, se vieron empañados por diversos prodigios que motivaron la consulta a los “Libros Sibilinos”. Éstos recomendaron traer a Roma a la diosa Cibeles si se quería ganar la guerra (Liv. 29, 10, 4-5).
Para recibir a la diosa, el Senado determinó que “el mejor entre los buenos era Publio Escipión, hijo de Cneo, el que había muerto en Hispania”, primo por tanto del Africano (Liv. 29, 14, 8). Se trataba de Publio Escipión Nasica.
Según la biografía de Plutarco, Catón había sido no sólo el informador (de los hechos sobre Pleminio), sino en cierto modo instigador de los ataques contra Escipión.
Catón, nacido en 234 a. de C., como Escipión, se trataba de un ciudadano de entorno rural, de Túsculo, un soldado cuyas cualidades personales le abrieron camino bajo la protección del vecino de la finca de al lado, Valerio Flaco. Éste se había “enterado de la laboriosidad y la economía de Catón por medio de sus esclavos, los cuales le referían que de madrugada iba al foro, asistía en sus causas a los que le solicitaban y, vuelto al campo, si era invierno, poniéndose una especie de camiseta, y libre de ropa, si era verano, trabajaba con sus esclavos, sentándose a comer con ellos del mismo pan y bebiendo del mismo vino” (Plut. Catón 3; Della Corte 1969).
La Roma tradicional, la histórica, que iba a ser alterada profundamente tras la Segunda Guerra Púnica, late en estas líneas que descubren a Catón, prácticamente, como aquel antiguo y glorioso Cincinato, que fuera cónsul y salvara a Roma, a mediados del siglo V a. de C., de la invasión por parte de los ecuos y los volscos, y retornara de inmediato al arado con el que le encontró la comisión del Senado cuando fue a rogarle que aceptara el cargo de “dictador”.
En los años venideros esta imagen del ciudadano campesino y soldado iba a pasar a la historia, pero en ese sentido, Catón encarna, no sólo defiende, los valores tradicionales.
Las informaciones de Livio avalan algunos aspectos: su elección como pretor en el año 189 a. de C. se produjo después de ser edil plebeyo y haber pagado, junto con sus colegas, unos “Juegos Plebeyos”, para los que probablemente necesitara respaldo de sus valedores (Liv. 32,7, 13); Scullard 1973:112; durante ese mandato, en Cerdeña, se le describe como “hombre recto e íntegro, al que sin embargo se consideraba duro en la represión de la “usura”: los usureros tuvieron que abandonar la isla, y se recortaron o suprimieron los gastos que solían hacer los aliados para agasajar al pretor” (Liv. 32, 27, 3-4).
Finalmente, juntos, Lucio Valerio Flaco y Marco Porcio Catón alcanzaron el consulado para el año 195 a. de C. Se trata de una gran victoria para la tendencia ideológica que entroncaba en cierto modo con la antigua facción fabiana.
EL CASO GLABRIÓN O LA CODICIADA CENSURA
El año 189 a. de C. era año de “censura”.
Si la censura como magistratura quinquenal, premiaba las trayectorias consulares más destacadas, en aquella convocatoria había un superávit de triunfos y de liderazgos emergentes y consolidados.
Salvo Publio Cornelio Escipión, que había desempeñado la censura diez años antes, muy joven, concurrían todos los líderes de primera y segunda fila.
Optaban a los dos cargos de “censor” tres patricios y tres plebeyos, formando parejas por afinidades políticas: Escipión Nasica, “el mejor hombre de Roma”, comparecía con el aliado plebeyo Manio Acilio Glabrión, triunfador en Etolia, pero también concurría Tito Quincio Flaminino, alineado con Marco Claudio Marcelo, cónsul del año 196 a. de C., que con sus cartas truncó el triunfo de Mérula. Por el lado más reaccionario se presentaba el plebeyo Marco Porcio Catón acompañando fielmente al patricio Lucio Valerio Flaco, su patrono.
En esta situación se abrió un caso judicial en el seno de la asamblea popular.
Según Livio, Glabrión era el favorito: “El favor popular se decantaba por éste porque había repartido muchos “congiarios” (reparto de aceite y de vino) con los que había comprometido con él a buena parte de la población. Como los nobles, que eran tantos, no se resignaban a que un “hombre nuevo” gozase de tanta preferencia, los tribunos de la plebe Sempronio Graco y Cayo Sempronio Rutilo lo citaron a juicio” (Liv. 37, 57, 11-12).
A simple vista, sin embargo, el caso parece un ajuste de cuentas electoral entre candidatos, aunque es cierto que el proceder de Catón es coherente en el tiempo dentro de una línea de compromiso orientada a combatir la gestión pública corrupta (Develin 1985: 173, 244)
Por alcance, el caso devino en un motivo de fricción entre facciones, entre “escipiónicos” y “tradicionalistas”.
El detonante fue la popularidad del candidato y de la facción escipiónica, y la excusa para el ataque, los “congiarios”, repartos gratuitos de vino y aceite, pero la acusación se formuló por “peculado”, por apropiación indebida. Los repartos gratuitos no estaban prohibidos.
Sin embargo, el malestar con Glabrión era evidente, bien porque hiciera algo no bien visto, o más probablemente, porque lo había hecho antes de las elecciones, encubriendo un compra de votos (Rosillo 2010: 75)
El “congiario” podría haberse ofrecido para conmemorar el triunfo contra los etolios del año anterior, en realidad celebrado sólo meses antes, jugando con una premeditada y calculada ambigüedad, porque tendría planificada su candidatura a la censura.
Seguramente ésta era la única razón de peso para intentar lograr que las asambleas, gratificadas por los “congiarios”, condenaran a Glabrión, pero no constituía causa judicial, así que la acusación se formuló por otro concepto: “Porque no había llevado en el triunfo ni ingresado en el erario público una parte del tesoro real y del botín aprehendido en el campamento de Antíoco”.
El desarrollo de la vista no fue concluyente porque “los testimonios de los legados y los tribunos militares no eran coincidentes” (Liv. 37, 57, 12-13).
Declararon en contra Marco Porcio Catón y Valerio Flaco, contrincantes en las elecciones a “censor” y que habían sido “legados” con Glabrión en Grecia (Liv. 36, 17,1), dentro, probablemente, de una estrategia senatorial de asignar a los generales “legados” no afines, para ejercer un control más estricto sobre ellos. Catón había sido remitido de nuevo a Roma como mensajero, por encargo de Glabrión, con la noticia de la victoria de las Termópilas, no se sabe si por gratitud, por un rol decisivo en la batalla, como decía Plutarco, o para quitarlo de delante, como se podría intuir de la versión de Livio, que recordaba que Catón se anticipó a Lucio Cornelio Escipión, enviado antes, en su llegada a Roma con la noticia.
¿UN CASO DE APROPIACIÓN INDEBIDA?
En el proceso, sin embargo, parece que Valerio Flaco pudo mantenerse menos expuesto y que todo el peso de la ofensiva contra Glabrión, presentada por los tribunos, reposó sobre Catón, quien se jactaba de no haber gastado nada en Hispania y de entregar todo lo capturado como botín, “salvo lo que necesitaba para comer y beber” (Plut. Catón 10).
Desde esta posición honorable y modélica de que presumía, hacía campaña para el desempeño de una intachable censura.
Sin embargo, su imagen se erosionó y lo puso en entredicho, pues declaró en la asamblea contra Glabrion, contra su propio general, al que acompañaba como legado.
¿Traicionaba así un deber o una lealtad – la “pietas” – que cabe presuponer en el servicio militar y que sí debían los cuestores a sus generales? (Bauman 1983:179).
Según Livio, Catón declaró “no haber visto en el triunfo los vasos de oro y plata que estaban entre el resto del botín” (Liv. 37,57,14) y el efecto de sus declaraciones, en un ejercicio de control de dudosa ejemplaridad (Beard 2009:211), fue tan demoledor para Glabrión como para el propio Catón, dado que ambos eran candidatos.
La práctica de la venta del botín dificultaba seguramente las labores de control, pero es posible que, tras el juicio a Glabrión, los controles se intensificaran.
Lo ocurrido con los botines en realidad parece haber estado sometido a amplia discrecionalidad por parte de los generales (Harris 1989:75). No hay duda alguna acerca de que, tanto los soldados como el erario recibían una parte, pero que una parte sustanciosa –las “manubiae” –quedaba en manos de los generales.
Sólo cabe concluir que los generales parecen haber mantenido una amplia discrecionalidad en su gestión de los botines.
Con Glabrión podía haber aparecido por primera vez la acusación de “peculado” o apropiación indebida, respecto a los casos de los años anteriores, aunque a ciencia cierta se ignora si esos fueron realmente los cargos (Shatzman 1971:190; Gruen 1990:134).
La denuncia a Glabrión, parece que delataría a un general que, al no mostrar parte del botín, tiene previsto apropiarse de ello.
Glabrión hubo de hacer frente a una reclamación de multa por cien mil ases, en la que iba implícita, probablemente, no tanto la culpa por apropiación, como el gasto en “congiarios” que se tornaba en prueba indirecta de esa apropiación.
El procedimiento se desarrollaba ante la asamblea popular en tres días sucesivos, en forma de tres acusaciones, seguidas de debates en la asamblea por tribus (Rosillo 2010: 115).
En la cuarta convocatoria, que debía distanciarse varias semanas, se votaba la multa, pero Glabrión se retiró de la candidatura a “censor” y “el pueblo no quiso emitir su voto con respecto a la multa y los tribunos dejaron de lado el asunto” (Liv.37, 58, 1).
En el proceso también Catón se puso en entredicho y cuestionó severamente su imagen: “Su toga de candidato quitaba peso a su autoridad, ganada con el estilo de vida que siempre había llevado”. Un símbolo, la toga cándida, blanqueada con cal, lo delataba como oponente mientras declaraba en la asamblea y le restaba credibilidad.
Glabrión “declaró que retiraba su candidatura en vista de que un competidor igualmente nuevo atacaba, recurriendo a un execrable perjurio, aquello ante lo que los nobles se indignaban en silencio” (Liv. 37, 57, 13 y 15).
El perjurio entrañaba además la traición a un superior en el desempeño del cargo oficial.
La condición de “hombres nuevos”, de advenedizos, al optar a la censura, había constituido para ambos un lastre desde el principio y ahora facilitaba el camino a otros candidatos de la “nobilitas”.
Los respectivos aliados de Catón y Glabrión, Valerio Flaco y Escipión Nasica, tampoco quedaban en la mejor de las posiciones. Por tanto, la victoria fue para los candidatos alternativos, Flaminino y Claudio Marcelo (Liv. 37, 58, 2).
Una de las primeras medidas de los censores fue renovar en el puesto de “princeps senatus” a Publio Cornelio Escipión Africano (Liv. 38, 28, 2), lo que evidenciaba una voluntad de acercamiento de los nuevos censores de la “facción de centro” hacia la “facción de los cornelios”, en aras de la “concordia” (McDoneld 1938:162).
ALTA TRAICIÓN, SOBORNOS Y ASPIRACIÓN A LA REALEZA
Aunque la causa contra el Africano tuviera el efecto de encubrir en el olvido el proceso contra Vulsón, el origen de ambos procedimientos era común: la cuestión del dinero y el botín de Asia (Gruen 1990:135).
De hecho, no sería desdeñable pensar que el cuestionamiento de la gestión del dinero que debía ser pagado por Antíoco a Roma, y entregado a Vulsón, fueron parte de los argumentos esgrimidos contra el triunfo de este general, y acaban volviéndose contra los Escipiones y motivando la apertura del proceso.
El enunciado más directo de la causa del proceso se encuentra en Aulo Gelio, a partir de información de Cornelio Nepote: Publio Cornelio Escipión el Africano había sido denunciado ante la asamblea popular por el tribuno Nevio por “haber recibido el dinero del rey Antíoco para hacer más favorables y moderadas las condiciones de paz con el pueblo romano” (Gel. 4, 18, 3).
¿Se reabrieron procesos contra los Escipiones tres años más tarde? Esto explicaría que Livio aluda a que el proceso contra Lucio Escipión se abrió con saña renovada tras la muerte del Africano, “yendo a la cabeza de sus adversarios Marco Porcio Catón, que incluso durante su vida había tenido por costumbre ladrar contra su grandeza” (Liv. 38, 54, 1).
En cuanto a los motivos, se diría que responde más a una iniciativa contra la persona que a una acción afianzada en pruebas. Se le acusó “de apropiación indebida de dinero más con sospechas que con argumentos” (Liv. 38, 51, 1), pero se añade que los tribunos “sacaron de nuevo a relucir acusaciones de la regalada vida en los cuarteles de invierno de Siracusa y de los desórdenes provocados por Pleminio en Locros” (Liv. 38, 51, 1).
Por lo demás, los hechos que se debatían habían ocurrido dos años antes y sólo se sometían a debate cuando se había cerrado la controversia por el triunfo de Vulsón, triunfo cuya celebración se aceptó.
Al tiempo, se retomaba en la acusación un rumor: el del hijo prisionero de Escipión que “había sido devuelto sin rescate” (Liv. 38, 51, 2), lo que explica por qué Publio Escipión, además de por dinero, habría tendido, según Aulo Gelio, a suavizar las condiciones de la paz negociada con Antíoco (Gel. 4, 18, 3).
Ponderar cuánto había de cierto en los hechos implícitos en la acusación es imposible, pero los términos en los que Valerio Máximo formula la cuestión resultan elocuentes sobre la comprometida situación del Africano en aquel momento: “El rey Antíoco, durante la guerra que sostuvo contra los romanos, acogió con todos los honores al hijo de Escipión, que había sido hecho prisionero por sus soldados y, colmándolo de regalos propios de un rey, lo devolvió espontáneamente y lo antes posible a su padre; y precisamente en unas circunstancias en que éste se hallaba empeñado en despojarle de sus dominios” (Val. Máx. 2, 10, 2).
La magnanimidad de Antíoco, ensalzada por Valerio Máximo, resulta más sospechosa porque consta que un embajador de Antíoco, enviado al campamento consular de campaña, no cejó hasta ver a Publio, y sólo después de que éste llegó, pidió reunirse con Lucio Cornelio Escipión, el verdadero cónsul (Liv. 37, 34; Polibio 21, 15). Se convocó el Consejo Mayor para oír lo que tenía que decir y, al no conseguir los términos de paz pretendidos, pidió ver a solas a Publio. Las ofertas para conseguir su favor como mediador son suficientemente elocuentes: “En primer lugar le dijo que el rey le devolvería a su hijo sin rescate; luego, desconociendo el talante de Escipión y el carácter romano, le prometió una enorme cantidad de dinero y la participación total en su reino, exceptuado únicamente el título de rey, si conseguía la paz por su mediación” (Liv.37, 36, 2).
La respuesta que se le atribuye a Escipión no pudo ser más correcta: esperaba de la magnanimidad de Antíoco un trato clemente hacia su hijo, nada que hablar del ámbito público, y lo mejor que podía hacer Antíoco era aceptar las condiciones de paz que se le proponían y que, siendo tan duras “como si ya estuviera vencido”, resultaban inaceptables y recomendaban probar fortuna en la guerra.
El efecto fue la batalla de Magnesia.
El Senado adoptó la decisión de relevar a los hermanos Escipión de sus funciones en Asia.
UN PROCESO POLÍTICO CONTRA EL AFRICANO
Quedaron formulados delitos muy graves: alta traición –“perduellio” – y “colusión” con el enemigo, posibles pactos contrarios a los intereses de Roma (Brizzi 2007:74).
Pero existen dos factores políticos reseñables en la acusación por los tribunos, que refiere Livio.
Por un lado, un liderazgo controvertible (polémico) por parte del Africano, que pospuso a su hermano , y hacía sospechoso al Africano de un cierto “cesarismo”: “Había sido tratado por Antíoco como si la guerra y la paz con Roma estuvieran exclusivamente en sus manos; había sido para el cónsul (Lucio Escipión, su hermano) más un dictador que un legado en su provincia; había marchado allí con el único objetivo de dejar claro a Grecia, a Asia y a todos los reyes y pueblos de Oriente lo que desde hacía ya tiempo era una convicción para Hispania, Galia, Sicilia y África: que un solo hombre era la cabeza y el sostén del Imperio romano, que la ciudad señora del mundo entero se cobijaba bajo la sombra de Escipión” (Liv. 38, 51, 2-4).
Un comportamiento regio, con parangón en los monarcas helenísticos como el propio Antíoco, que lo trata de igual, o cesarista, en la medida en que anticipa los comportamientos que, en los tiempos finales de la República, alumbrarán un régimen imperial, late en estas acusaciones contra Escipión.
Se trataría del modelo de “gestión política clientelar” y vinculada al propio general, que Escipión puso en marcha en Hispania y que el Senado le impidió desarrollar en el espacio griego (Scullard 1970:182,195); Brizzi 2009:218, 238), manteniéndolo al margen de la guerra contra Filipo de Macedonia y enviando en su lugar a Flaminino, al que renovó su “imperium” proconsular hasta cuatro años sucesivos (Eckstein 1987:284; Gruen 1995:67).
Volvía a ser reo de sospechas de aspiración a la realeza –“adfectatio regni” -, algo que antaño dejaría entrever también Fabio Máximo en sus acusaciones.
Ahora esas sombras de duda se reproducían para socavarle apoyos tanto en la asamblea como en la cámara senatorial: el tribuno había añadido “que un gesto suyo valía tanto como los decretos del Senado y los mandatos del pueblo”.
Por otro lado, un segundo factor político a destacar, de primera magnitud, sería el imponente ascendiente y la consolidada y majestuosa autoridad de que la facción, y en especial Publio, gozaban en la Curia, tanto por sus apoyos como por la presidencia de la Cámara, ininterrumpida desde la designación de Publio como “princeps senatus” hacía doce años, en el 199 a. de C.
Erosionar al primero de los senadores, su credibilidad y su probidad, facilitaba su sustitución en la próxima designación para el cargo de “princeps senatus”, que se había de hacer en la siguiente censura en 184 a. de C.
Los cargos de “princeps senatus” y la censura se diseñaban por lustros.
LA MARCHA AL CAPITOLIO
Según el relato de Livio, “después de prolongarse los discursos hasta la noche, se aplazó el juicio para el otro día”. Y, al amanecer, al situarse los tribunos en su puesto en la tribuna de los “Rostra”, el acusado avanzó “por medio de la asamblea con un numeroso séquito de amigos y clientes”, subió a la tribuna y comenzó su discurso.
Escipión al hablar no entró a rebatir las acusaciones. Se limitó a recordar que el día coincidía con el aniversario de Zama, de su victoria sobre Aníbal: “Por consiguiente, como lo que corresponde a esta fecha es alejarse de litigios y disputas, yo voy a subir al Capitolio directamente desde aquí para rendir homenaje a Júpiter Óptimo Máximo y a Juno y a Minerva y a los demás dioses protectores del Capitolio y la ciudadela, y les daré las gracias porque concretamente en este día y en tantas otras ocasiones me dieron el ánimo y la posibilidad de prestar un brillante servicio a la República” (Liv. 38, 51, 8-9).
Poniendo a los dioses por testigos apelaba a causas divinas, que superaban los límites humanos, por más que estuviese rindiendo cuentas ante la imponente autoridad de una asamblea. A lo largo de toda su vida había demostrado su veneración a Júpiter Capitolino, dirigiéndose a su templo “antes de realizar algún acto oficial o privado” ( Liv. 26, 19, 5-7).
Así pues Escipión marchó hacia el Capitolio con toda la comitiva: “La asamblea en masa siguió a Escipión”, incluidos los oficiales, y dejando sólo a los tribunos con sus esclavos (Liv. 37, 51, 12).
En el recorrido la asamblea hubo de pasar ante el arco que el propio Escipión mandó construir antes de zarpar para Asia como legado con Lucio Cornelio Escipión.
Se trataba de un conjunto formado por siete estatuas y dos caballos dorados, y dos fuentes de mármol delante (Liv. 37, 3, 7). Su victoria había quedado materialmente inmortalizada en este monumento que lo asociaba a un apoyo divino, el de Júpiter Capitolino, pues se ubicó en el Capitolio frente a la calle de ascenso (Rosenstein 2012:242).
Como reverso a sus veleidades de poder, sin embargo, cabe recordar que según Livio “en una ocasión reprendió al pueblo porque quería hacerlo cónsul vitalicio y dictador; que prohibió que se le erigieran estatuas en el Comicio, en los Rostra, en la Curia, en el Capitolio y en el santuario de Júpiter; y que impidió que se tomase la decisión de que saliese su imagen, con los atavíos del triunfo, del templo de Júpiter Óptimo Máximo” (Liv. 38, 56, 12- 13).
En todo caso, su popularidad, menguada por el paso del tiempo desde Zama y por la secuencia de triunfos posteriores de otros generales, se afianzaba sobre el reconocimiento casi universal de su gloria y de la deuda de gratitud que Roma no podía dejar de tributarle de manera imperecedera, dada la magnitud de la amenaza que supuso Aníbal.
En la situación a la que hacía frente entonces, sin embargo, sólo los dioses podrían ayudarlo para evadir las graves acusaciones que pesaban sobre él.
Su estrategia fue apelar a la gloria pasada y a los dioses, a una voluntad divina, sobrehumana. Ponía a los dioses por testigos y rememoraba sus servicios a la República, y con ellos había movilizado espontáneamente a toda la asamblea. “El Senado en pleno, todo el orden ecuestre y la plebe en su totalidad”, remarca Valerio Máximo (3, 7, 1e), en un majestuoso ejercicio de liderazgo democrático, de modo que la jornada fue memorable y “superó en favor popular y justo reconocimiento a su grandeza al día de su triunfo, pero “este fue el último día de gloria que brilló para Publio Escipión” (Liv. 38, 51, 14 y 52, 1).
LA INTERCESIÓN DE TIBERIO SEMPRONIO GRACO
La memoria para sus gestas fue efímera. Sabía que sus rivales políticos no iban a cejar, “previo odio y enfrentamiento con los tribunos”.
Así que, antes del día señalado para la vista, Escipión marchó a su propiedad de Literno, en Campania, a 170 km. de Roma, pero no había esperado al avance de la vista del proceso, ni se conoce que pesara sobre él todavía, petición de pena.
La defensa la asumió el valedor de mayor rango, su hermano Lucio y adujo enfermedad.
Los tribunos de la plebe acusaron al Africano precisamente de “superbia” en su actitud irrespetuosa en el colegio tribunicio y la asamblea, e incidieron en la “ruptura sediciosa” que había provocado con su marcha al Capitolio durante la sesión anterior.
El precedente de la comisión de investigación contra Pleminio y Escipión fue rememorado: “mientras hace diecisiete años, cuando él tenía un ejército y una flota nos atrevimos a mandar a Sicilia tribunos de la plebe y un edil para que lo arrestaran y lo trajeran de vuelta a Roma, ahora que es un ciudadano privado no nos atrevemos a mandar a alguien que lo saque de su casa de campo para defenderse en juicio” (Liv. 38, 52, 7).
De partida, Lucio consiguió de los tribunos su objetivo de aplazar el proceso, pero hubo una intervención inesperada por parte de un tribuno, Tiberio Sempronio Graco, con quien Publio Cornelio Escipión mantenía supuestamente “una enemistad personal” (Liv. 38, 52, 9). Su defensa fue más eficaz por lo inesperado de su tono: “No estaba dispuesto a permitir que Publio Escipión fuese procesado hasta que regresase a Roma; e incluso entonces, si apelaba a él, le prestaría su apoyo para que no tuviese que defenderse en juicio” (Liv. 38, 52, 10).
La “intercessio” del tribuno se cernía ahora sobre el proceso, pero en favor de Escipión, en reconocimiento a sus gestas “por voluntad común de los dioses y los hombres”.
Tiende a aceptarse que efectivamente, existía poca afinidad política entre Tiberio Sempronio y Publio Cornelio Escipión el Africano, pero que, a su vez, Tiberio acabó convirtiéndose en “el más declarado enemigo de Catón” (Val. Máx. 3, 7, 7).
La rivalidad política de Escipión y Tiberio Sempronio se antoja real en el momento del juicio (Bandelli 1972:105). Sin embargo, Tiberio acabará casándose con Cornelia, la hija menor del Africano, y ambos fueron padres de los célebres tribunos de la plebe, promotores de la reforma social de base agraria.
¿Por qué si eran rivales, habría intercedido Tiberio en favor de Escipión?
Se ha apelado a la lealtad de un oficial para con su superior, demostrada ya anteriormente, en una misión especial que le fue encomendada por Lucio y el Africano a Tiberio Sempronio, para sondear la voluntad de apoyo de Filipo de Macedonia durante la campaña de Asia. (Liv. 37, 7, 11).
A partir de este suceso, a su vez, se podría entender que la actuación de Sempronio se produjo en clave de obediencia y lealtad (Scullard 1973:296).
Se trataría del “auxilium” prestado por un oficial a su general, tanto más memorable cuanto que antes, en 189 a. de C., Catón había hecho justamente lo contrario, cuando declaró contra Glabrión (Bandelli 1972: 105).
Tal vez otra explicación a la actitud de Tiberio Sempronio se encuentra también en el sentido de oportunidad política, más allá aún del deber moral de la lealtad militar sostenida en el tiempo.
Según las precisas informaciones de Tito Livio, “luego, disuelta la asamblea de la plebe, se inició la sesión del Senado. En ella todos los miembros del Consejo y especialmente los de rango consular y los de mayor edad expresaron su profundo agradecimiento a Tiberio Graco porque había antepuesto los intereses del Estado por encima de sus rivalidades personales; y los Petilios (los que habían iniciado el proceso) fueron cubiertos de reproches porque habían querido brillar a costa del descrédito ajeno y buscaban los trofeos de un triunfo sobre el Africano” (Liv. 38, 53, 6-7).
EL EXILIO DE ESCIPIÓN EL AFRICANO EN LITERNO
Lo que restó de vida a Publio Escipión el Africano se completaría en el retiro de Literno, que duró tres o cuatro años, pues no parece quedar duda de que su muerte se produjo entre 184 y 183 a. de C. (Etchteto 2012:168), prácticamente en paralelo a la de Aníbal y la de otro general griego, Filopemen (Liv. 39, 50, 10-11).
El acoso a Publio y su exilio habían procurado el fracaso de Lucio Cornelio Escipión en su candidatura a la censura en el año 184 a. de C. y el triunfo de Catón y también de su aliado Lucio Valerio Flaco. Entre ellos se designó a este último, además, “princeps senatus” en sustitución de Publio.
Livio no cree en ello porque sostiene que no se hubiera sustituido al Africano de la cabeza del Senado, a menos que todo ocurriera entre la toma de posesión de Nevio, el diez de diciembre de 185 a. de C. y la proclamación de los nuevos censores, elegidos de inmediato tras la toma de posesión de los cónsules del año 184 a. de C., que se verificó el 15 de marzo (Liv. 39, 52, 4).
En livio se siguen las informaciones de Valerio Anciate, las más precisas y extensas sobre el procedimiento. Según éste, los promotores serían los Petilios. El exilio habría durado tres años.
Un pasaje de Plauto avalaría la idea de un exilio prolongado, cuando recuerda la incesante actividad de Catón hasta su vejez, y la contrapone a la actitud de Publio Cornelio: “Como antes Escipión el Africano que, incomodado de la envidia que excitó su gloria, abandonó la República y con extraña mudanza, lo restante de su vida lo pasó en la inacción” (Plut. Catón 24, 5).
Existía un precedente de un cónsul condenado en la asamblea por una acusación de “peculado”, tal vez un reparto injusto de botín o sobornos, tras su consulado en 219 a. de C. (Rosillo 2010: 45 y 91), que se marchó al campo y esquivó toda vida social. Se trataba de Marco Livio Salinator, pero no existe información concluyente sobre lo ocurrido.
Se sabe en cambio que, en el año 210, los cónsules lo devolvieron a Roma y que después los censores lo obligaron a adecentar su desaliñado aspecto y a reincorporarse a la vida pública.
Para el consulado de 207 se buscó un colega que pudiera templar el ánimo “impetuoso y violento” de Cayo Claudio Nerón, a quien por otro lado, se estimaba idóneo para hacer frente a las circunstancias de guerra con Aníbal. Se necesitaba un cónsul plebeyo como colega y se pensó en Livio Salinator, quien naturalmente se resistió y no dejó de recordar el oprobio del pasado, aunque finalmente fue forzado a ceder (Liv. 22, 35, 3; 27, 34 ; Briscoe 2008:72).
De Escipión solamente se sabe que se marchó, y hay que recordar que el exilio era un modo de evitar la pena capital: “Existe entre los romanos una práctica loable que merece ser mencionada, según la cual los acusados cuya cabeza está en juego pueden, en el momento de ser condenados, abandonar Roma a la vista de todos, incluso si no queda más que una sola de las tribus apeladas por emitir su sentencia, si ésta no se ha pronunciado aún” (Polibio 6, 14 , 7).
De hecho, Cicerón escribiría que “el exilio no es una pena sino un refugio, un medio por el que uno escapa a un castigo (…). Por eso no existe entre nosotros una ley que, como en otros pueblos, castigue un crimen con el destierro”, y añade que no se trata del modo de escapar “de la cárcel, o de esquivar la ignominia” (Cic. Caec. 100).
El exilio voluntario constituiría la más conspicua manifestación de la “humanitas”, un principio o una faceta inherente al derecho penal romano, que se relaciona con conceptos como equidad, clemencia o indulgencia, un modo, en fin, de humanizar la justicia, de imbuirla de cierta civilización, sobre todo para los casos de pena capital (Bauman 1996: 14 ss).
Pudo ocurrir que el Africano comprendiera que su presencia en Roma no era asumible para el sistema por su envergadura política, como indica Séneca, o tal vez, que simplemente quisiera abortar el proceso abierto y evitar su destrucción política… o puede que la situación fuera realmente complicada.
Diodoro Sículo habla de cargos de pena capital (Diod. 29, 21) y Plutarco aún es más explícito: “Por la grandeza de su casa y por su auténtico temple destruyó las acusaciones”, y fue entonces, “al no poderlo matar” cuando (Catón) “lo dejó en paz” y convirtió a su hermano Lucio en el nuevo blanco de acusaciones (Plut. Catón 15, 2).
Otros indicios parecen apuntar a que no estaba dispuesto a dejarse derrotar por sus adversarios y las causas que se abrieron contra él y contra su hermano.
De hecho, probablemente su juicio derivaba del proceso contra su propio hermano, el auténtico responsable de la campaña en Asia.
EL PROCESO A LUCIO ESCIPIÓN: APROPIACIÓN INDEBIDA.
El origen de la causa contra Lucio estuvo en una moción presentada por los Petilios, tribunos de la plebe ante los comicios tributos, la asamblea reunida por tribus, “a propósito del dinero recibido, llevado o recabado del rey Antíoco y de sus súbditos, en la parte que no fue ingresada en el erario “ (Liv. 38, 54, 3).
La investigación entrañaba una doble acusación: por “concusión”, una exacción ilegal al rey para beneficio privado, en forma de pago bajo cuerda, y por “peculado” o apropiación indebida cuando se refiere a “la parte que no fue ingresada en el erario”. En otras palabras, se trataba de corrupción (Bandelli 1975:98).
En la primera de las acusaciones podría quedar envuelto no sólo Lucio, sino también su hermano el Africano, y de hecho, esta iniciativa pudo ser la que detonara por tanto el proceso contra Publio Cornelio Escipión.
Los Petilios parecen haber actuado por iniciativa de Catón, pero necesitaban el apoyo del pretor, Servio Sulpicio Galba, el mismo que propondría al Senado la celebración de los triunfos de Fulvio Nobilior y Manlio Vulsón, lo que tal vez deba interpretarse en clave de alineación con los intereses de la familia Sulpicia en el bando intermedio (Liv.39, 5, 6; 38, 44, 9-11); Scullard 1973:144).
Otros dos tribunos, Quinto y Lucio Mumio, quisieron frenar la iniciativa porque aducían que era el Senado quien desde siempre tenía entre sus cometidos “la investigación del dinero no ingresado en el erario”.
La estrategia de los Petilios quedaba evidenciada: llevando la iniciativa a la asamblea, trataban de soslayar el poder que los Escipiones tenían en el Senado (Liv. 38, 54, 5-6).
Lucio decía que Vulsón había recibido de Antíoco una cantidad cinco veces superior, por indemnización de guerra. ¿Por qué no se le investigaba?
Según Livio, fue decisivo el discurso de Catón, que se conservaba y que el historiador pudo consultar. Se titulaba “Acerca del dinero del rey Antíoco” y tuvo por efecto convencer a los Mumios de que no impusieran su veto al proyecto de ley, lo que permitió que las tribus votaran favorablemente a la apertura de la investigación (Liv. 38, 54, 11-12).
La designación de Quinto Terencio Culeón como pretor para el caso puede ser interpretada como una feliz coincidencia para los Escipiones o como una premeditada colaboración del Senado con ellos: se trataba del pretor peregrino del año, el encargado de los temas de los no ciudadanos, en lugar de Servio Sulpicio Galba, pretor urbano y que tenía por tanto a su cargo los asuntos relativos a ciudadanos (Liv. 38, 42, 6).
En principio se tiene a Terencio Culeón por un pretor de la facción cornelia (Scullard 1970:214; 1973:141).
Los datos parecen avalarlo: fue liberado del cautiverio cartaginés por el Africano y, a pesar de su distinguido rango senatorial, habría marchado con el gorro de liberto tras el carro triunfal del Africano en la misma Roma (Val. Máx. 5, 2, 5), y se decía que volvió a desfilar de nuevo de idéntica guisa delante del féretro en los funerales en Roma de Escipión, distribuyendo tras las exequias, vino mielado a los asistentes (Liv. 38, 55, 2).
Sin embargo, aunque la tradición apuntaba en esta dirección, Livio manifiesta sus dudas, entre otros motivos porque estaba generalizada la creencia de que Escipión ni murió ni mereció honras fúnebres en Roma, sino que quedó en Literno, el lugar de su exilio.
Livio formula sus dudas en estos términos: “O era este mismo pretor tan hostil a la familia que precisamente por causa de la enemistad fue elegido por la facción contraria a los Escipiones para dirigir la investigación. Como quiera que fuese, Lucio Escipión fue conducido inmediatamente como acusado ante este pretor demasiado favorable o desfavorable en exceso” (Liv. 38, 55, 3-4).
Es probable que el Senado quisiera ayudar con un pretor favorable, pero que la instrucción acabara aportando evidencias que probaban los cargos. La condena lo certifica.
LOS IMPLICADOS EN LA CAUSA CONTRA LUCIO ESCIPIÓN: UNA TRAMA CORRUPTA
El proceso por “peculado” se sustanció no sólo contra Lucio Cornelio Escipión, sino también contra los legados, el cuestor y los funcionarios de la misión asiática “para dar la impresión de que la complicidad en el “peculado” llegaba a todos los niveles” (Liv. 38, 55, 5).
El origen de todo estaba en las condiciones de paz establecidas tras la derrota de Antíoco en Magnesia y que quedaron fehacientemente aceptadas por el monarca, ratificadas por el Senado y visadas y verificadas por la comisión de los decenviros: la indemnización en favor de Roma se había fijado en 15.000 talentos euboicos, de los que 500 se pagarían en el acto, entregados bajo su responsabilidad al cónsul Lucio Cornelio, 2500 tras la ratificación de la paz por el pueblo y el Senado y los restantes 12.000 en anualidades de 1.000 talentos (Polibio 21, 17, 10; Liv. 37, 45, 14 ).
Habían pasado más de dos años desde la vuelta de Asia y la entrada triunfal del cónsul en Roma y no se conocía nada del paradero de los primeros 500 talentos entregados a Lucio a cuenta de la indemnización de guerra.
Parece que Publio Cornelio Escipión hubo de salir en defensa de su hermano, aunque él aparece como directamente interpelado por un monto de un tercio, unos 166 talentos: “En cierta ocasión el Senado pedía cuentas a Lucio Escipión por valor de 4.000.000 millones de sestercios procedentes de la guerra contra Antíoco” (Val. Máx. 3m 7m 1d). Sin embargo, Polibio y Livio coinciden en que “al propio Publio se le pidieron cuentas en el Senado de una suma de ese orden; y él, después de mandar a su hermano Lucio que trajera el libro de cuentas, lo hizo trizas con sus propias manos a la vista del Senao” (Liv. 38, 55, 11) e “invitó a su interpelante a que fuera a buscar lo que le reclamaba entre los trozos” (Polibio 23, 15, 9). Y Valerio Máximo añade: Se dirigió al Senado con las siguientes palabras: “Senadores, no rendiré cuentas a vuestro erario de los cuatro millones de sestercios gastados en una guerra en la que serví bajo las órdenes de otro, porque bajo mi propio mando y con mis propios auspicios lo enriquecía con doscientos millones” (Val. Máx. 3, 7, 1d); Diod. 29, 21).
Según Valerio Máximo, “con lo consignado en este libro podría haber sido refutada la acusación de sus enemigos, pero Publio se hallaba indignado de que se dudara de la recta administración de una provincia, en la que él mismo, como legado, había tomado parte”.
Esto explicaría por qué se le abrió un proceso por algo que no era de su directa responsabilidad, a menos que las acusaciones contra su persona se centraran en la connivencia con Antíoco para la firma de una paz menos onerosa, lo que obviamente tenía entidad y gravedad suficiente para un proceso exclusivo.
Una posible interpretación entendería que, cuando Publio se resiste a dar cuentas y rompe los resgistros, no se trata sólo de orgullo, de “dignitas”, sino de evitar caer en la trampa que le tiende el tribuno, pues al entregar las actas, reconocería que se trataba de dinero público procedente de indemnización de guerra, susceptible de ser fiscalizado, exponiéndose él y su hermano Lucio, al proceso por haber hecho un uso impropio o arbitrario del dinero público (Brizzi 2007:68).
El pago de indemnizaciones de guerra no había dado problemas hasta entonces porque se vertían directamente en la Caja del Estado, no en manos de generales. Esta vez el anticipo que exigieron los Escipiones se iba a transformar en causa. Escipión habría respondido que “no tenía que dar cuenta a nadie” (Polibio 23, 14, 7), porque su estrategia consistía en asimilar las indemnizaciones de guerra al botín de guerra convencional, sobre el que los generales tenían reconocida disposición y del que no debían rendir cuentas (Shatzman 1972:193).
En rigor, la gestión de los 500 talentos no era botín y estaba sometido a control, y todo parece indicar que éste se exigió a Lucio Cornelio Escipión; pero había más. Estaban los rumores de antaño sobre la derrota y apresamiento de ambos hermanos, y estaba el asunto del sobrino del cónsul, hijo de Publio, que pudo servir como rehén para una paz menos gravosa para Antíoco, y se sabía de conversaciones del Africano con el enviado de Antíoco en privado, después de la reunión del Consejo del Estado Mayor.
Demasiados asuntos nebulosos y sospechosos se cernían sobre todo lo ocurrido en torno a Magnesia.
Tito Livio dice: Lucio Escipión, el legado Aulo Hostilio y Cayo Furio fueron condenados porque para propiciar una paz más ventajosa a Antíoco, Lucio Escipión había recibido seis mil libras de oro y cuatrocientas ochenta de plata más de las que había ingresado en el erario, Aulo Hostilio ochenta libras de oro y cuatrocientas tres de plata y el cuestor Furio ciento treinta libras de oro y doscientas de plata. Estas sumas de oro y plata las encontré referidas en Anciate” (Liv. 38, 55, 6-7).
Las sentencias indican que se encontraron pruebas para condenar a toda una trama corrupta de funcionarios o comisionados públicos.
En todo caso existió una cuantificación precisa, y argumentos sólidos para una acusación de “peculado”, de apropiación indebida, y se explicitan cargos relativos a sobornos para comprar una paz menos onerosa.
Tal vez decayera la acusación de soborno porque no hubo pruebas y entrañaba traición y penas mayores, pero hay constancia de que Lucio Escipión, que se vio obligado a pagar una fuerte multa (Rosillo 2010:92), fue condenado.
CONDENA DE LUCIO ESCIPIÓN
Livio dice: “Una vez que el pretor Quinto Terencio dio por finalizados los procesos, Hostilio y Furio, que habían sido condenados, presentaron fiadores aquel mismo día a los cuestores urbanos. Lucio Escipión sostenía que todo el dinero que había recibido estaba en el erario y que él no tenía nada que perteneciese al Estado, y entonces se iniciaron los trámites para meterlo en prisión” (Liv. 38, 58, 1-2).
La apelación a los tribunos de la plebe corrió a cargo del más ilustre de los Cornelios, cuyo prestigio estaba intacto: Publio Cornelio Escipión Nasica, quien comenzó aludiendo al parentesco y al estrecho vínculo entre Cneo y Publio, entre su padre y el padre de Lucio y del Africano, y a la gloria militar de los progenitores y de los hijos.
El caudal de méritos fue el primer argumento y luego vino la defensa aludiendo a los cargos: “Y la guerra, por cierto, se había desarrollado de tal modo que nadie podía achacar nada ni siquiera a la suerte; era en la paz donde se buscaban los motivos de acusación; se decía que había sido vendida.
Aquí los cargos iban a la vez contra los diez comisionados con cuyo asesoramiento se había estipulado la paz; a pesar de que algunos de la comisión de los diez se habían levantado para acusar a Cneo Manlio Vulsón, con todo, aquella acusación no había valido ni siquiera para retrasar el triunfo (de éste), cuanto menos para hacer creíbles los cargos” (Liv. 38, 58, 10-12).
Se dejaba en evidencia que había una comisión de decenviros que había visado la paz y ahora quedaba en entredicho. Además, esta comisión ya había sido cuestionada en cierto modo cuando el Senado no tomó en consideración las acusaciones vertidas por los propios decenviros durante el debate contra el triunfo de Vulsón, que finalmente se había concedido haciendo caso omiso de las declaraciones.
Los dardos se dirigían contra Cneo Manlio Vulsón y los 2.500 talentos que había recibido de Antíoco, cinco veces más que Lucio (Polibio 21, 41, 7; Liv. 38, 37, 9).
En todo caso Vulsón, escapó al proceso y celebró el triunfo mientras que unos meses antes Lucio era condenado.
La apelación de Nasica, sin embargo, fue útil: se cerraba con una semblanza de lo que se avecinaba para el ilustre Lucio Escipión en forma de “vejaciones y afrentas, de modo que un hombre tan eminente esté encerrado en la cárcel entre ladrones nocturnos y bandidos y expire en un lóbrego calabozo, y después sea arrojado su cuerpo desnudo delante de la prisión. Esto debería avergonzar a la ciudad de Roma, más que a la familia Cornelia” (Liv. 38,59, 9-11).
Pero se produjo la intervención providencial, de nuevo, del tribuno Tiberio Sempronio Graco.
Además de evitar la persecución en Literno del Africano, dejando que el olvido del exilio hiciera justicia, este magistrado proporcionó una salida airosa a Lucio rompiendo la unanimidad del colegio de tribunos que decidió no interceder “ para impedir que el pretor ejerciera su autoridad”.
Tiberio se distanció del resto y manifestó que “no se oponía al pretor (Quinto Terencio) en cuanto a que detrajera de los bienes de Lucio Escipión la cantidad fijada en la sentencia”, pero “ no estaba dispuesto a permitir que estuviera encarcelado junto con los enemigos del pueblo romano, y ordenaba su libertad” (Liv. 38, 60, 3—4).
EL CONTROVERTIDO TRIUNFO DE MARCO FULVIO NOBILIOR
Antes de que acabara el año 187 a. de C. Fulvio Nobilior volvió de Etolia y pidió el triunfo.
El debate se había pospuesto hasta el retorno de Fulvio, pero habría de hacer frente a las medidas adversas ya aprobadas en el Senado a iniciativa de Lépido, aprovechando dos sesiones en que su colega, el cónsul Flaminio, faltaba “por enfermedad”: se trataba de las compensaciones para los ambracienses, damnificados por la campaña, y de una declaración que reconocía que Ambracia no había sido tomada militarmente, lo que pretendía anular la posibilidad de reclamar un triunfo por la operación.
Al regreso de Fulvio Nobilior, como estaba ausente Marco Emilio Lépido, le hizo frente un tribuno de la plebe, Marco Aburio, probablemente en connivencia con Lépido: anunció su veto a cualquier decisión hasta el retorno del cónsul Lépido.
Se trataba de un retraso, pero “Fulvio replicó que aunque era de dominio público el rencor de Marco Emilio Lépido hacia él y la rabia incontrolada y casi tiránica con que daba curso a sus enemistades personales, ni aun así habría sido tolerable que la ausencia de un cónsul fuese un obstáculo para honrar a los dioses inmortales y retrasarse un triunfo merecido (…) hasta que al cónsul, que precisamente por ello se hacía esperar, le diera la gana de volver a Roma” (Liv. 39, 4, 4-7); Develin 1985:194).
Los dioses aparecían para mediar sobre las situaciones en las que los mortales y sus voluntades entraban en colisión insalvable. Las descalificaciones y personalismos en que incurrían los debates dejaban al descubierto las añagazas con las que se forzaban tomas de decisiones controvertibles.
Fulvio Nobilior no escatimó argumentos contra el proceder malintencionado hacia su persona por parte de Lépido.
Nobilior defendió la enconada batalla por la toma de Ambracia y equiparó su proceder a los habituales desde Siracusa en la toma de ciudades.
La presión derivó entonces hacia el tribuno de la plebe que vetaba el triunfo: “Desde todos los sectores le llegaban al tribuno las súplicas de los unos y los insultos de otros. Especialmente lo impresionaron las palabras de su colega Tiberio Graco: ciertamente no era un buen ejemplo utilizar una magistratura para dar curso a las enemistades personales propias; pero que un tribuno de la plebe se erigiera en representante de las enemistades de otro era vergonzoso e indigno de la potestad del colegio tribunicio y de las leyes sagradas”. (Liv. 39, 5, 1-2).
El tribuno Aburio se convertía en blanco de la presión ambiental.
Su colega le afeaba la conducta, dejándolo expuesto con argumentos éticos que trascendían las fidelidades personales y el debate político.
Pero los términos del relato de Livio fueron aún más duros. En boca de Tiberio Sempronio Graco alude a “despotismo consular” – “pro consulari regno” -, y a que la historia juzgaría que “uno de los tribunos de la plebe pertenecientes al mismo colegio había sacrificado sus enemistades personales a los intereses del Estado, y el otro había hecho valer las ajenas y además por encargo” (Liv. 39, 5, 5).
Se diría que ambos eran, por tanto, contrarios a Nobilior, mientras que uno estaba dispuesto a ceder y el otro sucumbía a la presión de Lépido y se enrocaba en el veto. Este último, Aburio, no adoptó la solución más honorable, pero finalmente claudicó: abandonó la sesión del Senado, reunido para la ocasión en el templo de Apolo. Tiberio Sempronio Graco, entretanto, volvía a brillar en el debate político, con una independencia de criterio que lo alejaba de la posición del cónsul Emilio Lépido y de los Escipiones.
No se antoja accidental que los dos oponentes, distanciados por la “inimicitia”, Nobilior y Lépido, acabaran siendo designados “censores” para el año 179 a. de C., pero, en su primera comparecencia pública en el cargo se reconciliaron, se abrazaron y esto permitió además que Lépido fuera designado por su colega “princeps senatus” (Val. Máx. 4, 2, 1; Gel. 12, 8, 5-6; Gelzer 1975:126).
LOS JUEGOS DE LA VICTORIA
Los oropeles de los triunfos comenzaban a verse controlados y limitados y el Senado ejercitaba sus competencias en el control del erario.
Pero ni Nobilior ni Lucio con los “Juegos” consiguieron su objetivo final: ambos celebraron “Juegos” durante diez días, como también hiciera Nasica, aunque ni los actores que mostró Lucio, ni los espectáculos “preparados con gran pomposidad” que celebró Nobilior, ofreciendo por primera vez en Roma una competición atlética y una cacería de leones y panteras, les valieron la “censura” del año 184 (Liv. 39, 22, 1-3 y 8-10).
EL TRIUNFO DE MANLIO VULSÓN: ¿GUERRA O LATROCINIO?
El cinco de marzo del año 186 a. de C. entró en triunfo en Roma, finalmente, Cneo Manlio Vulsón.
El escándalo de las bacanales iba a ser desencadenado de modo inminente a partir de los planes del Senado como encomienda de aquel año para los cónsules.
Con los dos triunfos, el de Fulvio Nobilior y el de Manlio Vulsón estaba concluyendo una etapa, iniciada tras la Segunda Guerra Púnica, en la que Roma había abierto los opulentos frentes de Asia y Grecia a la codiciosa mirada de generales, los cuales encontraron en el botín un móvil para su actuación.
Vulsón, con su proceder, se instituyó en el paradigma de la rapacería para la captura de botín. Las descripciones de Tito Livio y de Polibio sobre la extorsión de Vulsón a ciudades para que entregaran rescate se suceden.
Se trató de una recaudación, bajo la forma de exacciones que se justificaron por las anteriores actuaciones de los gálatas como aliados de los enemigos de Roma (Pol. 21, 34 -36 y 40; Liv. 38, 15 y 18; Shatzman 1975:255; Gruen 1990:135). Ha sido calificada, de hecho, como expedición de saqueo (Alfōldy 1987:71).
En términos no menos contundentes habría sido formulada la acusación por parte de los comisionados Lucio Furio Purpurión y Lucio Emilio Paulo, durante el debate sobre el triunfo en el Senado, reunido en el templo de Belona, a las afueras de Roma, al regreso de Vulsón.
Cuando se le echaba en cara una guerra no autorizada por el Senado, ni mandaba por el pueblo, se le preguntó “¿cuál de estos pasos se dio, Cneo Manlio Vulsón, para que podamos considerar que ésta es una guerra oficial del pueblo romano y no un acto personal de bandidaje?, motejándole además de haberse comportado como “cónsul mercenario con un ejército romano” (Liv. 38, 45, 7 y 9).
El latrocinio de un cónsul mercenario degradaba la concesión del triunfo que debía aprobarse por servicio a la República, en virtud de la fórmula “auspicio imperio felicítate ductuque” (Liv. 40, 52,5), es decir, con todos los parabienes derivados de un ejercicio del poder supremo – “imperio” -, tras una toma de auspicios previa a la batalla –“auspicio” -, bajo la dirección del general al mando – “ductu” – y habiendo obtenido el éxito que atestiguara la voluntad favorable de los dioses –“felicítate” – (Versnel 1970:356).
Moralmente el triunfo (de Vulsón) podía ser cuestionado, pero cumplía los requisitos (Develin 1985:212).
Pero Lucio Furio Purpurión, el decenviro de la comisión más belicoso contra Vulsón, insistía en pedirle también responsabilidades por el oro de la indemnización de guerra de Antíoco que había gestionado, los dos mil quinientos talentos (Liv.38,54, 6; 39, 6, 4).
En este sentido, Livio denuncia la parcialidad de los jueces “más hostiles hacia él que hacia Lucio Escipión porque habían llegado rumores de que al suceder a éste había echado a perder, con todas las formas de la permisividad, la disciplina militar que su antecesor había mantenido rigurosamente” (Liv.39, 6, 5).
Para el historiador romano no fue una falta menor, sino más grave que la opaca gestión del dinero, la acusación de la pérdida de la disciplina, lo mismo que se le imputara a Publio Cornelio Escipión, y antes que a él, a Cneo Fulvio Flaco, exiliado en Etruria por la derrota de su ingobernable ejército ante Aníbal en Herdonea.
En este contexto cobra pleno significado la imagen de las tropas de Vulsón desfilando mientras cantaban “unos versos de tal naturaleza que se deducía con toda evidencia que iban dirigidos a un jefe complaciente y deseoso de popularidad” (Liv. 39, 7, 3; Pittenger 2008:228).
Delataban el sesgo personalista del general.
Tanto Lucio como él habían pagado con plata, y habían doblado las pagas de los soldados, pero Vulsón lo había superado y el fervor pícaro de sus tropas, que conocían sus deseos de triunfo, lo dejó expuesto ante el pueblo romano, que no manifestó su favor.
BOTINES, VELEIDADES Y CORRUPCIÓN
Parece que existió una calculada ambigüedad entre el patrimonio público y los derechos de conquista y botín de los generales, una amplia discrecionalidad para alimentar tanto las ambiciones personales de los generales como las habladurías populares acerca de las apropiaciones de botín.
El caso Glabrión había abierto la veda judicial para cuestionar la gestión de los botines, por cuanto quedaba en evidencia la premeditada ocultación de botín para una apropiación que dejaba de ser intuida y se tornaba más fehaciente al ser delatada.
Pero la delación tampoco aportó demasiadas certezas: acusaba Catón, el político de la entereza moral, pero se trataba de un rival, candidato también a la censura, que traicionaba a su cónsul.
El caso de los Escipiones destapó, sin embargo, la controversia de los botines de manera mucho más expugnable, pues se trataba de hacer integrar las indemnizaciones, que nunca habían tenido esa consideración, en el lote de recursos captados en guerra, y el fallo de las sentencias se sustanció en fuertes multas que envolvían a una camarilla en una situación de “cohecho”. La corrupción había estallado y se había declarado y reconocido. La sombra de la duda quedaba instalada de manera permanente, y lo que hasta entonces era “vox populi” tomaba el carácter de algo verificado y comprobado.
Repartir “congiarios”, como hiciera Glabrión antes de las elecciones, podía no ser razonable a efectos de la opinión pública, pues parecía evidente que estos dispendios saldrían de una parte de un botín que no llegaría a ingresar en el erario, e iban orientados a captar votos.
Por el mismo motivo, la opinión pública no se engañaba y criticaba el proceder de las tropas ahítas de dinero que desfilaron con Vulsón.
Sin embargo, el Senado le respondía , en su momento, a Nasica, siendo cónsul en el año 191 a. de C., cuando de repente había recordado que había prometido unos “Juegos” mientras fue propretor en Hispania, dos años antes, que podía pagarlos con las “manubiae”, el producto de la venta del botín, “si se había reservado algún dinero para ese fin o bien corriendo con los gastos él mismo” (Liv. 36, 36, 2).
Estaba reconociendo que, antes de entregar al erario el botín exhibido en el triunfo, podría haber apartado lo que fuera necesario.
Nasica, el que fuera declarado “mejor hombre de Roma” investido de la gloria de un triunfo brillante, era también uno de los más pródigos, pero los “Juegos” estaban consentidos como estrategia de propaganda y, en cambio, los “congiarios” antes de elecciones se enjuiciaban como compra de votos descarada.
No fue cuestionada la realización de “Juegos”, ni podía cuestionarse otra práctica que, por sus destinatarios, los dioses, quedaba consagrada y legitimada, mientras de nuevo el dinero del botín servía a los intereses de gloria efímera y de recuerdo perdurable de los generales: la erección de templos como fruto de votos formulados a los dioses durante las guerras, sembró Roma de ostensibles edificios.
Una cita de Plauto puede expresar este doble cariz de lo lícito pero cuestionable, que se tornaba el control del botín por los generales tras la conclusión de una guerra.
Plauto resalta además la insolencia de poner a los dioses por mediadores: “Ahora que han sido vencidos los enemigos, están a salvo los ciudadanos, está en calma la ciudad, ha sido firmada la paz, terminada la guerra, conseguida la victoria sin bajas en nuestro ejército y nuestras guarniciones, a ti, Júpiter y a todos los dioses que reinan en el cielo, por la valiosa ayuda que nos habéis prestado os expreso mi gratitud y os doy gracias por haberme permitido tomar cumplida venganza de mi enemigo. Ahora para celebrarlo repartiré el botín entre mis colaboradores y daré a cada uno su parte” (Plauto. Persa 753-757).
El final de toda una guerra, con el ingente gasto público que conllevaba, se resolvía en un reparto de botín entre el “imperator” y sus colaboradores.
Se viene proponiendo que esta comedia puede datar del final de la carrera de Plauto, hacia el año 187 -186 a. de C. Se trata de la época del triunfo y de los “Juegos” de Nobilior.
Pero podría encontrarse otra referencia más que podría evocar la toma de Ambracia, cuando se habla de la conquista de una ciudad imaginaria de oro, “Crisópolis”, “una ciudad antigua, llena de tesoros. Ahora el botín está siendo transportado aquí para ser vendido en pública subasta” (Persa 508-509).
La corrupción implícita en la gestión del botín existió y no existió al mismo tiempo. La apropiación parcial era, a la vez, censurable pero esperable y aceptada.
Sin embargo, no podía ser explícita y obvia, y podía quedar encubierta a través de dispendios públicos –Juegos- o sagrados -templos –que legitimaban el gasto y reportaban fama.
Los políticos iniciaban su trayectoria con solventes fortunas personales y familiares y se esperaba de ellos importantes dispendios, especialmente en el desempeño del cargo de ediles, que le reportaran la fama necesaria para proseguir la carrera posterior como pretores y cónsules. Pero lo que no esperaba, en cambio, es que acabaran empobrecidos (Churchill 199:113). Evidentemente el sistema debía auspiciar una recuperación de recursos pecuniarios para resarcir los gastos. Y el botín fue una fuente primordial (Shatzman 1975:63).
La vía económica de la corrupción no pudo perseguirse de manera efectiva en lo relativo a los botines, pero la persecución de la apropiación indebida fue tenaz: se sustanció en multas como en el caso de Glabrión, cuyo juicio quedó inconcluso cuando el político evadió la sanción retirando su candidatura, y también hubo sentencias con onerosas multas par Lucio Escipión y sus colaboradores, cuando afectó a las indemnizaciones de guerra.
Muy diferente fue lo ocurrido en cuanto a la corrupción que entrañaba traición a la República.
El exilio de C. Fulvio Flaco de 212 a. de C. había sido precedido aquel mismo año de un proceso a un grupo de publicanos, que también acabaron en su mayoría en el exilio (Liv. 25,4).
Cuando Publio Cornelio Escipión marchó al destierro antes de ser juzgado y antes de pedirse pena, escamoteó su presencia y pudo librarse del juicio.
EL DISCURSO IDEOLÓGICO DE LA CORRUPCIÓN
Un fragmento de Catón recuerda que, a ojos de la opinión pública, el disponer del botín era doblemente cuestionable por el delito mismo y por la vertiente de la injusticia social: “Los que roban a un particular pasan la vida entre esposas y grilletes; los que roban al Estado, entre oro y púrpura” (Catón. Frag. 71).
La cita rescatada por Aulo Gelio, procede de un discurso, “Sobre el reparto del botín a los soldados”, en el que Catón, al referirse a los repartos de botines, “se queja de la impunidad de las malversaciones y de la permisividad en términos vehementes y claros” (Gel. 11, 18, 18).
La línea ideológica de Catón reaccionaria y tradicionalista había encontrado en el combate contra la corrupción una bandera para la candidatura a la censura ganada en el año 184 a. de C., finalmente, pero ésta se había iniciado cinco años antes, con la candidatura fallida del año 189 a. de C.
La polémica acerca de los triunfos y su concesión se venía reproduciendo de manera recurrente desde la Segunda Guerra Púnica, y continuaría con los casos de Cornelio Merula (193) y de Escipión Nasica (191), pero parece haberse recrudecido en los albores de la guerra contra Antíoco (Gruen 1991:131).
Sin embargo, fue en los procesos de “peculado” o en los que sobrevoló la sombra de la apropiación indebida y quizás la “alta traición”, los que radicalizaron el ambiente. Glabrión y los dos Escipiones quedaron expuestos al oprobio popular que se ejercitaba y desahogaba en las asambleas.
La obligada presencia de los encausados en las sucesivas vistas públicas les sometía de partida a la pena de comparecer ante el pueblo de Roma para defenderse en presencia de la muchedumbre.
En los tres casos (Los dos Escipiones y Glabrión) Catón estuvo presente de manera activa o en la sombra, en el marco de su particular cruzada contra la corrupción.
Corrupción en la gestión de los botines y corrupción manifiesta en una decadencia moral multiforme: se trataba tanto de la “luxuria” en la que habían de caer las mujeres si se aboliera la “Ley Opia” contra el lujo, como en la continuación cultural con lo helénico, una suerte de veneno cultural peligrosamente instilado a través de los botines de guerra, en los que llegaban tanto las debilidades suntuarias de Oriente, como las estatuas mismas de dioses inquietantes trofeos de guerra para un pueblo supersticioso; pero también se trataba de una corrupción preocupante que corroía la marcialidad de las tropas y devolvía a Roma generales sedientos de gloria y fama a través del triunfo, tras campañas que podían ser controvertibles por sus métodos o sus resultados, y, lo que era más pernicioso aún, por la perversión de la moral de una tropa sobre la que descansaba la seguridad y el orden de una creciente y expansiva República.
LA CONFRONTACIÓN COMO MARCO DE DEFINICIÓN POLÍTICA
No parece casual que sea precisamente en el año 195 a. de C. en el que se debata la derogación de la “Ley Opia” contra el lujo y el cónsul Catón pierda en su apuesta por mantenerla.
Formaba parte de una estrategia de desgaste que se valía de posicionamientos ideológicos con un alcance popular directo en las calles, en forma de manifestaciones.
Sin embargo, esto consolidó el posicionamiento ideológico catoniano, ejercitado en adelante en forma de acusaciones y procesos, y convertido en argumento de campaña para la censura del año 184 a. de C., en que finalmente Valerio Flaco y Catón se alzaron con la victoria.
En la posición de confrontación opuesta emergía el liderazgo descollante de Escipión el Africano.
Se trataba de la insólita figura de un general que ha sido investido durante diez años continuados –entre 210 y 201 – del “imperium”, primero; hasta 206, como “privatus”, y más tarde como cónsul y como procónsul.
En principio no hay otros referentes ideológicos que los derivados de un liderazgo con éxito y de sólidos apoyos populares en las asambleas (Briscoe 2008:73), evidenciados y propiciados desde el principio de su carrera política con repartos gratuitos como edil en 213 a. de C. (Etcheto 2012:126), y renovados, merced a los triunfos militares que lo invistieron de connotaciones de político predeterminado, elegido por los dioses.
Su comportamiento helenizante en Siracusa le proveyeron de un aura de posicionamiento cultural más en consonancia con los influjos y los procesos de “modernización” filohelénica, que estaban despertando en Roma de manera progresiva.
Se intensificaron al ritmo de la llegada de botines de Magna Grecia y Sicilia, durante la Segunda Guerra Púnica, y, sobre todo se agudizaron al finalizar las guerras posteriores en los territorios helenísticos balcánicos y asiáticos.
No tenía nada de extraordinario no resistirse a influencias culturales que se iban a manifestar no sólo en meritorios y codiciados trofeos de guerra, sino especialmente a través de la ingente labor de transmisión procurada por los millares de esclavos que iban a llegar a los mercados de Roma, y que serían apreciados por amplios sectores de población acomodada como educadores.
Sin embargo, por premeditación del propio Publio Cornelio Escipión o por imputación de “los tradicionalistas”, la posición helenizante se convirtió en seña de identidad del que fue presidente del Senado durante casi tres décadas y censor del año 189 a. de C.
El posicionamiento en el espectro político, sin embargo, no parece haber derivado de una señas de identidad cultural que en adelante no iba a ser privativa de los “escipiónicos”, sino de la confrontación que fue adoptando la forma de debates partidarios judicializados.
LOS CONTRATISTAS Y LA FINANCIACIÓN DE LA GUERRA
Livio recuerda cómo se fueron haciendo un hueco los adjudicatarios de subastas, en realidad se trataba de licitadores –“redemptores” –que tanto podían optar a la concesión de arrendamientos y contratos de obra pública, como a arrendamientos de fuentes de ingresos públicos –“vectigalia” – tarea en la que se especializaron los publicanos (Mateo 1999:69).
Fue en los albores de la guerra, en el año 218 a. de C., cuando un tribuno de la plebe, Quinto Claudio, saca adelante “con el Senado en contra, contando únicamente con el apoyo de un senador, Cayo Flaminio, una ley según la cual nadie que fuese senador o cuyo padre lo hubiera sido, podría ser propietario de una nave de más de trescientas ánforas de cabida. Se estimó que esto era suficiente para transportar los productos de los campos; cualquier clase de lucro fue considerado indigno de los senadores” (Liv.21,63, 3-4).
La “Lex Claudia” excluía el lucro y el negocio de transporte y comercialización como fuente de ingresos para la clase senatorial, más allá de lo necesario para facturar y expedir la producción agraria propia. Dejaba en otras manos, las iniciativas empresariales no fundarías (de fincas) (Toynbee 1965: 186 ss) y los contratos del Estado (Feig Vishnia 1996:48).
Las interpretaciones que se han dado a la medida hablan de móviles relacionados con concentrar las energías del Senado en la guerra, morales en relación con un estilo de vida, de prevención de la corrupción, de erradicar la competencia de la clase senatorial, de mantener al orden senatorial ligado a la tierra, de orientarlo a mejorar la producción agraria… (Cassola 1968:216 s).
En todo caso, Livio informa de la oposición entre el pueblo y Senado, y que el único senador que votó a favor fue Cayo Flaminio (Liv. 21, 63,3).
Corría el año 215 a. de C. cuando las coordenadas de la Segunda Guerra Púnica dejaron paso a una entrada de capitales privados en la adquisición de suministros para el ejército (Shatman 1975:195).
La emergencia se creó en Hispania, desde donde los dos hermanos Escipión, Publio y Cneo, estaban obteniendo progresos contra los ejércitos cartagineses, pero necesitaban recursos para el pago de soldadas, y también ropa, trigo y los recursos para proveer las tripulaciones de los barcos.
El Senado decidió que el pretor Q. Fulvio Flaco convocara una asamblea informativa sin capacidad decisoria – una “contio” – y propusiera una solución: “Urgiese a los que habían incrementado sus patrimonios con contratos públicos para que concediesen una moratoria a la República, gracias a la cual se habían enriquecido, y se hiciesen cargo del suministro de todo lo necesario para el ejército de Hispania con la condición de que, cuando hubiese dinero en el tesoro público, serían los primeros en cobrar” (Liv. 23, 48, 10 -11).
Se necesitaba el dinero de manera inaplazable y se recurrió a “redemptores” que ya habían ganado subastas anteriores, reteniendo lo que se les debía y adjudicándoles más negocio.
La posición de fuerza que detentan los empresarios es elocuente, pues pudieron establecer condiciones: “La primera, quedar exentos del servicio militar mientras estuviesen en aquella empresa de interés público; la segunda, que corrieran a cargo de la República los daños que pudieran causar los enemigos o la tempestad en lo que embarcasen” (Liv. 23, 49, 2).
Seguridad a cambio de liquidez, y el tesoro público como garante; estos fueron los términos que fijaron las “tres societates” que concurrieron a la adjudicación, agrupando a diecinueve empresarios.
Y Livio concluye: “Aceptadas ambas condiciones, se les adjudicaron los contratos y se gestionó un servicio público con dinero privado” (Liv. 23, 49, 3).
Se acababa de consagrar un modelo de gestión privada de lo público.
Con todo, sin embargo, había cristalizado ya un modelo de gestión privada de lo público que no haría sino crecer, esporádicamente envuelta en debates sobre la correcta administración de los recursos y sobre las adjudicaciones.
Es probable que al año siguiente, por la misma vía de contratación en pago diferido, se produjeran nuevas adjudicaciones. En ese momento los propios “redemptores”, los empresarios, animaban a sacar a subasta la contratación de conservación de edificios religiosos o el suministro de caballos curules para los carros procesionales.
Se dirigieron a los “censores” de aquel año 214 a. de C. “muchas personas acostumbradas a este tipo de subastas, animándoles a que tomasen todas las medidas e hiciesen las adjudicaciones como si hubiera fondos en el erario, pues nadie iba a exigir el pago hasta que finalizara la guerra” (Liv. 24, 18, 11).
Como contrapartida, este mismo año los dueños de esclavos cedidos como combatientes y liberados por su arrojo en el combate tras la victoria de Benevento, anunciaban a los “triunviros” que gestionaban las finanzas que no aceptarían el pago de sus esclavos hasta el final de la guerra; los huérfanos menores y las viudas se habían animado a hacer sus depósitos en el erario, “convencidos de que no encontrarían nada más seguro y respetable que la garantía del Estado”; y los jinetes y los centuriones no sólo no cogían su paga sino que se motejaba de “mercenario” a quien lo hacía.
Este es el ambiente de compromiso social con la causa de la guerra que describe Tito Livio (24, 18, 12-15).
EL FRAUDE DE LOS NAUFRAGIOS
Hubo un caso de fraude que ejercitaba la cláusula de seguridad por naufragios estipulada en los contratos.
El ambiente tenso que se vivió en las asambleas derivó de un conflicto social latente entre una plebe golpeada por la guerra e indignada y unos intereses empresariales con los que el Senado manifestó connivencia.
A dos “negotiatores”, Marco Postumio Pirgense y Tito Pomponio Veientano, Livio les imputa un simple ejercicio del fraude y la codicia.
Al tomar el poder los nuevos cónsules del año 212 a. de C., los reclutamientos fueron conflictivamente obstaculizados.
La estrategia para el fraude estuvo en la cláusula de seguridad contra los naufragios, pero la otra condición estipulada en los contratos, el privilegio para los empresarios de librarse del reclutamiento, se tuvo muy en cuenta a juzgar por la alusión a la obstaculización de la leva; se trataba de un agravio que se hubiera eximido de servicio militar a quienes revelaban ser unos defraudadores.
La acusación, al parecer probada por el modo en que lo expone Tito Livio, fue la siguiente: “Estos dos [Postumio Pirgense y Pomponio Veientano],como los riesgos del transporte de material para el ejército en caso de temporal corrían a cargo del Estado, se habían inventado naufragios inexistentes, y en los casos en que eran reales los que denunciaban no eran fortuitos, sino provocados por ellos fraudulentamente.
Cargaban en barcos viejos y averiados unos cuantos suministros de escaso valor, los echaban a pique en alta mar, después de recoger a la tripulación en lanchas preparadas al efecto, y presentaban un informe falso exagerando el valor de la mercancía” (Liv. 25, 3, 10-11).
Un fraude premeditado y reiterado, en tan sólo dos años de vigencia de los contratos, atestigua la temeridad y la impunidad con que creían poder obrar los “negotiatores” en cuestión, a juzgar por la afirmación de Livio de que el fraude se había denunciado en 213 al pretor Emilio Lépido “ y éste había dado cuenta del mismo al Senado, pero ningún senandoconsulto había condenado el hecho porque en unas circunstancias como aquellas los senadores no querían crear malestar en el estamento de los “publicanos” (Liv. 25, 3, 12).
Pero “el pueblo estaba dispuesto a perseguir el fraude con el mayor rigor”.
Se intuye como mínimo, una proximidad social y tal vez financiera entre senadores y publicanos, y tal vez con los tribunos (Feig Vishnia 1996:75).
Los vínculos eran aún más probables en estas fases incipientes en que comienza a configurarse el “orden ecuestre” de los caballeros como un grupo social alimentado por los empresarios y hombres de negocios.
Acabaría siendo asumido que los senadores hundan sus raíces económicas en la explotación de la tierra, en los botines de guerra y en los beneficios logrados en provincias, y debían mantenerse al margen de las actividades comerciales y artesanales (Shatzman 1975:103).
La intervención judicial partirá de instancias populares.
Dos tribunos de la plebe “exasperados (…) viendo que el hecho suscitaba animosidad y escándalo, impusieron a Marco Postumio una multa de doscientos mil ases.
Esta fue la propuesta que se llevó a la asamblea y que, por tratarse de una multa, debía votarse por los “comicios tributos”, que agrupaban por tribus a todos los ciudadanos, patricios y plebeyos (Rosenstein 2012: 10).
EL TRIBUTO Y EL RENTABLE DEPÓSITO EN EL TESORO PÚBLICO
En 210 a. de C. hay un intento de rebelión por parte de la plebe ante las nuevas imposiciones que la quieren poner.
Los cónsules convocaron de inmediato al Senado, que se reunió al día siguiente, pero las posiciones se mantenían en la necesidad de que los ciudadanos se repartieran la carga.
La solución vendrá de los propios cónsules, en concreto de M. Valerio Levino, con un argumento de autoridad: “Así como en autoridad los magistrados están por encima del Senado, y el Senado del pueblo, así ellos debían ser los guías para afrontar las circunstancias por duras y adversas que fueran (…) .Y no sería oneroso el desembolso, cuando comprueben que cada uno de los ciudadanos notables costea a sus expensas más de lo que cabe por individuo” (Liv. 26, 36, 2-3).
Dado que el coste de la aportación total estaba calculado y se repartía por clases censitarias acordes con el patrimonio, obviamente correspondía un aporte mayor a los que más tenían.
La solución estaba no ya en dar ejemplo, sino en recordar que la medida afectaba a todos y tomar la iniciativa, pero ha sido también rememorar al Senado que los cónsules tienen la última palabra y que el pueblo observa a los notables”, los “príncipes”.
Fue entonces cuando la solución adoptada y que se presentó como ejemplar, transformó un impuesto en un préstamo, entregando todo el metal noble y guardando una libra de plata los senadores, cinco mil ases los padres de familia, un anillo por cada ciudadano, su esposa e hijos, la “bulla” que colgaba al cuello de cada hijo menor, y el salero y la patena necesarios para el culto.
Los cónsules formularon así la propuesta según Livio: “Lo demás, todo el oro, la plata, el metal acuñado, reunámoslo ante los tres apoderados de la banca ahora, sin mediar ningún decreto del Senado, para que la voluntaria colecta y la porfía en ayudar a la República promueva su emulación en los ánimos, primero del estamento ecuestre, luego en los del resto de la plebe(…). Un Estado seguro y fuerte fácilmente garantiza la defensa de los bienes particulares” (Liv.26, 36, 8-9).
Se convirtió la entrega de liquidez en un “depósito” con la garantía del Estado.
El precio de la solución consistió en proceder a la devolución de los “depósitos” en fases hasta su liquidación, que benefició de manera especial a los más ricos, los que más debieron aportar, pero que recuperaron en dinero en tres “pensiones”, una en 204 a. de C., otra en forma de tierras en 202 a. de C., y una tercera en 196 a.de C., con dinero reclamado a los augures y pontífices.
Y el resto se liquidó con pago de intereses de veinticinco años a cargo del botín de Vulsón en 186 a. de C.
Obviamente lo que surgiera como impuesto, los “patres” acabaron transformándolo en una operación especulativa de largo alcance, que les permitiría además vincular a su titularidad importantes extensiones del “ager publicus” que el Estado cedía en posesión, pero cuya propiedad no consta que nunca más reclamara (Frank 1975:88 ss; Nicolet 1976:228).
LOS RICOS, LOS PODEROSOS Y LA PLEBE
Los magistrados, el Senado y el pueblo: así fijaba la gradación de poderes Livio en boca del cónsul Levino.
Senadores o notables, caballeros y plebe: esa era la secuencia social de la que se requerían los “depósitos”.
No serán sólo los generales a través de los botines, en el seno del “orden senatorial”, quienes se lucren de la guerra. El colectivo de los empresarios ya estaba movilizado en lo relativo a los suministros para la tropa, y se encargarían también de la compra y comercialización de botines para facilitar liquidez durante las campañas y permitir a los tribunos militares repartos inmediatos a partes iguales entre los soldados (Polibio 10, 16, 5).
La abnegada entrega de materiales y suministros por parte de etruscos e itálicos para la flota que habría de cruzar las tropas de Escipión a África en 204 a. de C., constituiría una prueba implícita de las fundadas esperanzas de negocios en la expedición, depositadas en un general avalado por éxitos previos (Liv. 28, 45, 13 -21).
En un momento indeterminado, ya sea durante la Segunda Guerra Púnica o en la posguerra, antes del año 186 a. de C., Plauto escribe “Los Menecmos”, y en uno de los pasajes de la obra establece la relación más directa, de patronazgo, entre los poderosos –optumi- y los ricos, considerados los mejores clientes: “Y estas personas que no respetan las leyes ni la justicia no dan más que quebraderos de cabeza a sus patronos. Niegan haber recibido lo que se les ha dado, siempre están metidos en pleitos, son ladrones y desleales, gente que ha conseguido su fortuna con la usura y el perjurio” (580 -584 ; Rouland 1979:262).
El retrato moral de la nueva burguesía de los negocios queda esbozado en pocos, pero demoledores trazos, y vinculado a una nobleza que ha de dar la cara por estos “clientes” poco honorables en público: “Cuando se les cita en justicia, también se cita a sus patronos, para que hablen en defensa de las fechorías que han cometido, tanto si la causa se ve ante la asamblea del pueblo, ante el pretor o ante el pueblo” (585- 588).
El propio Plauto denuncia que el incremento del número de “clientes” se ha convertido en una manía, pero tenía una contrapartida: el vínculo entre políticos y empresarios y acaudalados sin escrúpulos morales era público, notorio y estaba oficializado.
Quizás no podría haber más elocuente ejemplo de la conexión entre senadores y negocios que la constatación de que ni siquiera Catón, que se significó por perseguir la corrupción, desdeñó las fuentes de ingresos empresariales.
Plutarco, en su biografía de Catón, habla de cómo invirtió incluso en el negocio marítimo, que pasaba por ser “el más desacreditado de todos”, tal vez por la mezcla de riesgo y especulación, y también por el descrédito emanado del caso de los naufragios.
Fragmento que desvela una práctica de corrupción concreta en la que el poder político o el mando militar permiten un beneficio empresarial a cargo de un servicio nacido con fines oficiales como eran las “postas”: “Yo nunca he dado permiso de utilizar el servicio público de postas para que mis amigos adquieran grandes fortunas por medio de mi firma”.
Pero añade más, al denunciar pagos con dinero público a partidarios o aliados, de modo que éstos compren favores y apoyos o capten votos, a través de repartos gratuitos de vino, en una estrategia que permite evadir una responsabilidad directa y lograr ventajas por asociación: “Yo nunca he repartido dinero, a cambio de distribución de vino, entre mis subalternos y mis amigos, ni los he hecho ricos con daño para el Estado” (Catón. Frag. 173).
La corrupción queda delatada con una intencionalidad política, e involucra no sólo a partidarios sino también a empresarios próximos a los dirigentes.
LA CENSURA MÁS RIGUROSA
Con Catón surge una figura de gran talla histórica, y en cierto modo un estereotipo, el de la cruzada contra la corrupción.
Lo cierto es que el ejercicio de la “censura” que desempeñó se caracterizó por un rigor tan intenso como memorable, y le granjeó a Catón muchas “enemistades, de las que fue objeto durante toda su vida” (Liv. 39, 44, 8; Develin 1985:173).
Livio no deja de precisar que “fue una censura rigurosa y severa para todos los estamentos sociales”(Liv. 39, 44, 1), sin embargo, el cariz y el alcance de las medidas (que tomó) exponía más a la presión fiscal a los más ricos: se ordenó a los tasadores multiplicar por diez el valor de “ornamentos y vestidos femeninos y los vehículos de más de quince mil ases. Asimismo los esclavos menores de veinte años que hubieran sido vendidos en los últimos cinco años por diez mil ases o más” (Liv. 39, 44, 2-3).
No consta si esa revisión fue abusiva o realista, pero sí desproporcionada pro su índice de ajuste. Presupone, en todo caso, fraude por parte de las clases censitarias más altas, aunque Plutarco reconoce una intencionalidad en esa tasa impositiva triple, fijada para los objetos de lujo, respecto del tributo tradicional establecido en el uno por mil (en lugar del tres por mil) (Nicolet 1966:422; 1976ª:70): para que, grabadas por las tasas y viendo que las personas sencillas y frugales en iguales condiciones pagaban menos al erario público, renunciaran.
Se enemistaron, por tanto, con él los que soportaban los impuestos por su género de vida, e igualmente los que evitaban ese género de vida por los impuestos.
Porque la mayoría considera sustracción de su riqueza la acción de impedir su exhibición, y la exhibe con lo superfluo, no con lo necesario” (Plut. Catón 18, 3-4).
La riqueza emerge como factor de distinción social más allá de las fronteras institucionales de los “órdenes sociales” y de la dicotomía entre senadores y pueblo, pero al grabar a los ricos, estaba distanciando aún más el acceso al lujo para los advenedizos y su difusión.
Otra faceta de las reformas afectó al control de propiedades públicas: “suprimieron todas las conducciones de agua pública a edificios o fincas privadas, e hicieron demoler, en un plazo de treinta días, los edificios o construcciones que los privados tenían en terreno público” (Liv. 39,44, 4).
La imagen que esta medida revierte es la de una inmediata supresión, taxativa, de todos los abusos promovidos desde el ámbito privado sobre lo público, tanto derivando agua hacia casas y domicilios privados – para casas y jardines según Plutarco (Catón 19,1) – como ocupando espacio público.
Los propietarios de residencias urbanas y periurbanas, los estamentos ecuestre y senatorial, se acreditan como responsables principales de esas captaciones no autorizadas del agua que estaba destinada “a priori” a ser repartida en fuentes públicas, en tanto que la apropiación de espacio en calles y terreno público provendría seguramente de colindantes de diversa extracción social.
El afán reformista, regulador pero también planificador, de los “censores” se aprecia en las adjudicaciones de obras de pavimentación, de limpieza y ampliación de alcantarillado, de construcción de una calzada, un dique-puente y la adquisición y construcción de atrios para uso público, así como la construcción de una basílica en el foro (Liv. 39, 44, 5-7); Plut. Catón 19,3).
Desde esta perspectiva la “censura” de Catón aparece con vocación popular y comprometida con sus orígenes plebeyos.
El programa de inversiones públicas emprendido tuvo que ser aprobado por el Senado y entrañaba un gran gasto (Astin 1978: 85).
Proporcionalmente también, promovería un efecto económico muy notable sobre la plebe trabajadora urbana.
La reforma tributaria estaba redistribuyendo la riqueza, creando ciudad y ofreciendo un modelo de política popular alternativo al de los dispendios en espectáculos y “juegos”.
CONTROL DEL GASTO Y LUCHA CONTRA LA CORRUPCIÓN
Donde más se manifestó la faceta social y el control de posibles corruptelas, fue en lo relacionado con subastas y adjudicaciones.
El afán recaudatorio, pero también la lucha contra el fraude y contra los tratos de favor en las subastas, explican las otras medidas:
“Adjudicaron en subasta la recaudación de los impuestos al precio más alto y los suministros estatales al más bajo.
Como el Senado, dejándose convencer por las súplicas y las lágrimas de los adjudicatarios de las subastas, ordenó cancelar estos contratos y hacerlos de nuevo, los “censores”, excluyendo de la subasta mediante un edicto a los que se habían sustraído al cumplimiento de los contratos anteriores, hicieron de nuevo todas las adjudicaciones rebajando ligerísimamente los precios” (Liv. 39, 44, 7-8).
Había una oposición patricia a estos “censores”.
Plutarco añade: “Y los amigos de Tito, coaligados contra él anularon en el Senado los arrendamientos y contratas de templos, y de edificios públicos que se habían hecho, como si se hubieran hecho desventajosamente, y azuzaron a los más atrevidos de los tribunos para que acusaran a Catón ante el pueblo y le multaran con dos talentos” (Plut. Catón 19, 2) y a todo ello añade que obstaculizaron, hasta donde pudieron, la construcción de la basílica que había de llevar el gentilicio de Catón, la basílica “Porcia”, levantada en el foro, próxima a la Curia, en un lugar tan preeminente como difícilmente soportable para la opinión de la oposición.
Se trata, sin duda, de los “amigos de Tito” Flaminino, el posible bando intermedio que, desde el envío de Flaminino a Macedonia, demostró en distintos momentos poder controlar la trama política en el Senado, y que tanto se separaba de los Escipiones, y auspiciaba los apoyos de Vulsón y Nobilior, como se distanciaba del tradicionalismo de Catón.
La connivencia de una mayoría senatorial con los intereses de los “negotiatores” sale a la luz.
Catón había contravenido así los intereses senatoriales y los ecuestres, del grupo empresarial.
Se verifican aspectos ya confirmados anteriormente; la relación directa entre el Senado y los sectores de negocios, y la defensa de los intereses empresariales por la Curia; la sospecha de fraude sobrevolando sobre la gestión de los fondos públicos por parte de la clase dirigente, ya fuera en lo concerniente a los botines o a los suministros para el ejército en la vida militar, o ya fuera en la recaudación de impuestos y la adjudicación de obra pública en la vida civil.
Del lado opuesto, aparece el compromiso y la coherencia de Catón con la lucha contra el fraude en el desempeño de lo público, y late una voluntad popular movilizada contra las prácticas corruptas que ha respaldado con su voto el reto programático del candidato a “censor” más crítico.
“Perseguir la moderna corrupción y restablecer la antigua moral” (Liv. 39, 41, 4). Este era el programa de actuación de Catón en palabras de Tito Livio.
Catón había perdido las elecciones para la “censura” cinco años antes, al denunciar a M. Acilio Glabrión, y también la votación al defender el mantenimiento de la “Ley Opia” contra el lujo -195 a. de C. -, pero la causa que había emprendido contra la corrupción, el lujo y la extravagancia que pervertía la moral tradicional se había convertido en su programa de acción política y, al acceder al cargo, a juzgar por sus decisiones, lo ejecutó afrontando un severo desgaste en la cámara senatorial.
El balance de la gestión, según Plutarco, gozó del apoyo popular, atestiguado con la dedicación de una estatua en el templo de la Salud, en la que se grabó una inscripción, no para conmemorar las victorias, sino para agradecer una gestión rigurosa.
EL DINERO, LA MORAL Y LA CORRUPCIÓN
Otro aspecto de fricción entre la “censura” de Catón y los patricios se estableció en el control de los “órdenes sociales”.
En las “censuras” posteriores a la Segunda Guerra Púnica apenas se habían producido expulsiones de los “órdenes senatorial y ecuestre” (Astin 2008: 182 s). Catón, sin embargo, excluyó a siete miembros del Senado, de entre los que destacaban el consular Lucio Quncio Flaminino.
La elección popular de Catón se relaciona con la misma desconfianza de antaño hacia los fraudes y hacia los negocios con cargo al erario público, que no habían hecho sino crecer.
Corrupción y fraude se han instalado en el centro de un debate social y apuntan a senadores y caballeros como reos del mismo.
Los casos de los naufragios falsos y del tributo que luego se tornó “depósito” y “deuda pública” desataron las iras populares; la medida de los asientos en los “Juegos” (los senadores se sentaban en lugar distinto a la gente del pueblo) provocó segregación; pero los sucesos encadenados posteriormente habían provocado un clima que aconsejaba regeneración.
Se ha escrito que las razones de Catón para esta cruzada contra el lujo y la extravagancia se justificaban en tres ideas: que la indulgencia al respecto minaba los valores tradicionales militares, la fortaleza física y mental; que el amor al lujo estimulaba la avaricia y un crecimiento de la corrupción y la extorsión, y que una tendencia muy asentada de derroche y gasto asociadas a la demostración de las fortunas familiares y personales, venía siendo combatida desde antaño (Astin 2008:184).
El pueblo votó a favor de la persecución de las Bacanales que se presentaban como otra forma de corrupción (Liv. 39, 41, 4).
En aquellos años que median entre los procesos a los Escipiones y la “censura” de Catón, probablemente en 187 a.de C. (Lefevre 1993:188; López 2010:14), Plauto escribe:
“En esta ciudad hoy en día lo único barato que hay son las malas costumbres (…). La mayoría de la gente se preocupa más de agradar a unos pocos que de servir al bien de la mayoría. Y así el interés general se sacrifica a favoritismos particulares, que en muchos casos no producen más que inconvenientes y molestias, y son un obstáculo para el bien público y privado” (Los tres centavos 32-38).
Del pasaje se puede inferir una queja sobre la inflación de precios, que invita a evocar algo recientemente ocurrido: los ediles curules del 188 a. de C. habían dispuesto del “dinero de las multas impuestas a los abastecedores de grano por haberlo acaparado” (Liv. 38, 35, 5). Pero además, en los versos de Plauto late una denuncia de prácticas de mala gestión del dinero público para nutrir apetencias y negocios privados, análogas a las que parece haber perseguido Catón, aunque el lamento más profundo lo entona contra “una epidemia a las buenas costumbres que su inmensa mayoría están medio muertas” (Los tres centavos 28 -29).
Las razones primeras del voto popular a Catón, no tienen que ver con contravenir la “dignidad” o la posición senatoriales. El pueblo estaba dispuesto a asumir que los senadores se sentaran aparte.
Las razones seguramente partían del dinero: del dinero que el pueblo no tenía ya, cuando se exigían más impuestos en plena guerra, y que luego apareció en manos de quienes lo atesoraban y corrieron prestos a hacer negocio por la vía de la deuda pública; del dinero ganado en cruentas guerras, que se escamoteaba de los botines y engrosaba fortunas; del dinero fundido en unos “Juegos” que sucedían a espléndidos triunfos, con soldados bien pagados que se mofaban de sus generales ante una plebe sorprendida.
Catón la había enseñado a desconfiar acerca de si todo lo que desfilaba sería realmente todo lo expoliado y saqueado, todo lo que debía desfilar.
En otro pasaje de “Los tres centavos” de Plauto, las buenas costumbres perdidas se identifican de manera más directa: “conozco yo muy bien las costumbres de nuestra época. Los malos tratan de hacer malos a los buenos, para que sean semejantes a ellos. La confusión, el desorden reina en las costumbres por culpa de los malos, esos seres rapaces, avaros y envidiosos” (Los tres centavos 284 -287).
Y en los tres calificativos se reconocen los comportamientos de una “nobilitas” inmersa en la rapiña de los botines, en la captación de dinero y en la competición social – rapax avarus invidus – y a continuación Plauto añade: “Lo sagrado lo confunden con lo profano, lo público con lo privado. ¡Su codicia es un pozo sin fondo! (…). Lo que no alcanzan con sus manos es lo único que respetan, lo único que dejan sin tocar. En cuanto a lo demás “roba, afana, escapa, escóndete” y a mí, al contemplar este panorama, se me saltan las lágrimas, por haber vivido hasta esta generación” (Los tres centavos 286-293).
La confusión de los fondos públicos con los privados en lo relativo a los botines, o los templos consagrados como votos, para vincular la memoria efímera de las gestas de los generales a los perdurables edificios dedicados a los dioses, puede relacionarse con este pasaje.
Plauto en “ Epídico”, el protagonista dice: “Yo ahora voy a convocar en mi mente el Senado de mis pensamientos para deliberar sobre la cuestión monetaria; a ver a quién es mejor declararle la guerra, a quién voy a quitarle el dinero”(158-160).
No es frecuente en Plauto este irreverente descaro hacia el orden institucional, pero, por si acaso, la escena tendría lugar en Atenas.
La gloria, la fama, la victoria, el acrecentar el prestigio familiar y todas las consideraciones acerca de los móviles que a partir de la guerra, procuran dignidad social en el ámbito senatorial, quedan postergados por esta cita en la que el Senado sucumbe al materialismo pecuniario.
Y sin embargo, la axiología social, la escala de valores que sigue rigiendo convencionalmente, Plauto la formula de manera explícita: “Los buenos ciudadanos aspiran a tener riqueza, prestigio, honor, fama e influencia. Esta es la recompensa de la virtud” (Plaut. Los tres centavos 273-2174).
En otra de sus obras, que tal vez pueda fecharse tras la batalla de Magnesia, se habla de “una ciudad en que reina la paz y que ha aniquilado a sus enemigos” (El cartaginesito 524-525), se podría encontrar un colofón, en el que queda plasmada la mentalidad alternativa al discurso histórico gestado desde los “anales oficiales” consultados por Tito Livio.
Se trata del sentimiento de clase de un plebeyo, que no habla de órdenes sociales, ni de dignidades, sólo de la distinción basada en la riqueza, que deja entrever que la dicotomía entre plebeyos y patricios o nobles, no era ningún anacronismo del pasado: “Oye, amigo, aunque para ti no seamos más que unos plebeyos y unos pobres, si nos insultas, por muy rico y noble que seas, has de saber que no tendremos reparo en enviar a la porra a un rico. Nosotros no estamos obligados a servir tus amores u odios. El dinero que pagamos por nuestro rescate, lo pagamos de nuestro bolsillo, no del tuyo” (El cartaginesito 515-520).
LA PROMULGACIÓN DE LA LEY OPIA CONTRA EL LUJO
La “lex Opia” se sabe que se promulgó durante el consulado de Q. Fabio Máximo y Tiberio Sempronio Graco en el año 215 a. de C., después de que Fabio reemplazara a Postumio, caído ante los galos (Liv. 34, 6, 9; 23, 31, 14 ).
“La ley establecía que ninguna mujer poseería más de media onza de oro, ni llevaría vestimenta de colores variados, ni se desplazaría en carruajes tirados por caballos en ciudades o plazas fuertes o a una distancia inferior a una milla salvo con motivo de un acto religioso de carácter público” (Liv. 34, 1, 3).
Será Livio quien enmarque su promulgación en un momento “en que la falta de recursos y la penuria de la población obligaba a dedicar a las necesidades públicas el dinero de todos los ciudadanos” (Liv. 34, 6, 16). Sin embargo, no se habla de confiscación.
LAS SECESIONES DE ALIADOS
En el año 225 a. de C. la población libre en Italia podría oscilar entre tres y cuatro millones y medio de personas.
El número de aliados de Roma pudo situarse en unos 640.000 varones adultos, frente a los 300.000 ciudadanos romanos.
Las cifras, de valor aproximativo, evidencian la inferioridad numérica de los ciudadanos romanos y resulta elocuente acerca de la debilidad de la situación creada en el proceso de dominación peninsular emprendida por Roma.
La Urbe y su cuerpo cívico mantenía una dependencia estructural respecto del entramado de alianzas con pueblos itálicos, afianzado durante siglos, y que se había reforzado por medio de lazos matrimoniales y de estrategias patronales entabladas por las familias senatoriales y de la nobleza.
Precisamente este punto vulnerable fue intensamente expuesto y tentado por Aníbal para debilitar a Roma: nada más terminar la batalla de Cannas “mandó traer a los prisioneros y los separó, y a los aliados les dirigió unas palabras amables y los dejó libres sin rescate, como anteriormente (había hecho) en Trebia y en el lago Trasimeno” (Liv. 22, 58,2).
Se trataba de la cara amable de la conquista del territorio itálico, la que procuraba aparentar la imagen de Aníbal como liberador de la presión romana (Rawling 2011:308), pues la otra faz había sido la del pillaje, incendio y destrucción al avance de los ejércitos.
Y Roma, por su parte, se había mostrado incapaz de proteger a sus aliados en Etruria, en el Adriático o en el Samnio, del paso aniquilador de tropas cartaginesas.
Mientras, los aliados habían mantenido su compromiso de entrega de soldados y material (Sanz 2013: 389).
El resultado fue demoledor según Tito Livio: además de los galos cisalpinos, los brutios, los lucanos, “Apulia, el Samnio, y casi toda Italia ya habían pasado a poder de Aníbal” (Liv. 22, 54, 10; 61,11-12).
La estrategia de “cunctatio”, defendida por Fabio se imponía por necesidad. Se trataba de ganar tiempo, esperar, no presentar batalla final, pues había que recuperar fuerzas y, entretanto, los antiguos aliados incurrían en secesión, haciendo perder a Roma potencial de movilización militar frente al avance de Aníbal por el Samnio y Campania.
Aníbal, por su parte, necesitaba demostrar su capacidad de defender a sus nuevas aliadas y necesitaba también un puerto, pero Nápoles resistió y las ciudades griegas de Magna Grecia se mantuvieron.
REPRESALIAS DE GUERRA
En los años siguientes las ciudades de Italia que habían escapado de la órbita de influencia romana iban a volver a caer bajo su égida.
Los tratamientos que se les iba a deparar fueron muy diferentes: unas fueron objeto de saqueo y expolio, otras además sufrieron severas represalias sociales en forma de ejecuciones de senadores y cautiverio de poblaciones.
Había un tercer supuesto que estaba por llegar: “las colonias latinas de Roma” que flaquearon en el año 209 a. de C. resistiéndose a enviar tropas que se exigía desde la Urbe, ante el agotamiento en que se encontraban por un sostenido esfuerzo de levas.
En el sudeste de Italia una serie de terrenos expropiados que antes formaban parte del territorio de las diversas comunidades pasaron a ser tierras del Estado, a integrarse en el “ ager publicus populi romani”.
Las confiscaciones fueron el castigo por la secesión previa.
Salvo Tarento, ninguno de los territorios que ingresó de nuevo en la órbita de Roma, hubo de soportar una guarnición.
Las comunidades aliadas podrían mantener sus leyes y ordenamiento, pero se subordinaban a Roma en política exterior y en la prestación de ayuda militar aportando contingentes de tropas periódicos.
No hubo tributos. Tampoco cautiverios masivos generales, pero hubo algunos: para el año 214 a. de C. Livio menciona, además de una masacre en la toma de Casilino por Marcelo, el apresamiento o muerte de hasta 25.000 samnitas, lucanos o ápulos (Liv. 24, 19, 9); 20, 6).
Aunque el efecto sobre la población civil más brutal de la guerra lo sufrieron los tarentinos, ciudad en la que en 209 a. de C. los romanos hicieron 30.000 prisioneros, de los que muchos podrían haber sido ya esclavos previamente (Liv. 27, 16, 7).
TERRORISMO CAMPANO
En Capua Fulvio Flaco estaba usando mano de hierro.
Cuando hubo de entrevistarse con el cónsul Levino, al paso de éste, por la región camino de Roma en el año 210 a. de C., Fulvio justificaba su proceder en base, no a motivos personales, sino a la “inimicitia” visceral que nacía de los propios campanos: “no había en la tierra ni nación ni pueblo más hostil al linaje romano; por esta razón, él los mantenía encerrados en sus murallas, porque si algunos se escaparon por cualquier parte, rondarían por los campos como bestias enloquecidas desplazando y asesinando a todo lo que se les pusiera por delante” (Liv. 26, 27, 12).
Se sabía de la existencia de huidos que se habían reunido con Aníbal, pero había un hecho más grave: un incendio en Roma.
No parece haber duda de que se trató de un incendio intencionado en el corazón de la ciudad, en el Foro mismo, donde se detectaron varios focos de fuego.
Ardieron los establecimientos de los cambistas, edificios privados, la cárcel, la residencia del Pontífice Máximo y se salvó la casa de las Vestales gracias al denodado esfuerzo de trece esclavos que lograron contener las llamas, y que, en recompensa, fueron manumitidos tras comprarse su libertad con cargo al erario público (Liv. 26, 27, 1-5).
Las decapitaciones dictadas por Fulvio Flaco tras la toma de Capua entrañaban un argumento de peso a la hora de asumir la posible motivación del incendio en una venganza perpetrada por una conjuración de campanos.
Todos los acusados (del incendio) fueron detenidos y replicaron “aduciendo que el día anterior, ese esclavo (que les acusaba del incendio), condenado a azotes, se había escapado de sus dueños y que, impulsado por su enojo e imprudencia, había tramitado esa acusación a partir de un hecho fortuito” (Liv. 26, 27, 8).
Las garantías procesales no ofrecen fiabilidad alguna: “Se comenzó a realizar en medio del Foro el interrogatorio de los implicados en el crimen (delito), confesaron todos y fueron ajusticiados los amos y los esclavos cómplices; al denunciante le fue otorgada la libertad y 20.000 ases de bronce” (Liv. 26, 27, 9).
Roma cerraba de manera oficial un atentado con autores confesos y ejecutados y con un delator recompensado.
La carga simbólica del atentado incendiario no podía ser mayor. El fuego sagrado alimentado por las Vestales y el “Palladium”, la imagen sagrada de Palas Atenea, rescatada del incendio de Troya por Eneas y trasportada por éste hasta Roma, predestinada a ser la “nueva Troya dominadora”, habían estado a punto de desaparecer dejando a la Urbe desguarnecida de sus sacrosantos emblemas protectores.
En los meses siguientes hubo otra evidencia de las inclinaciones terroristas de los campanos.
En la propia Capua, Fulvio Flaco estaba iniciando el proceso de confiscaciones, ventas y arrendamientos, lo que seguramente alimentó un intenso volumen de negocio para empresarios romanos.
Para albergar a la tropa había permitido crear unos techados de madera, cañas y paja, arrimados a las murallas, y los campanos preparaban un atentado incendiario.
De nuevo se produjo una delación. “El incendio fue intentado realizar) por parte de los esclavos de los Blosios, la familia del pretor que recibió en 216 con todos los honores a Aníbal.
Esta denuncia permitió evitar que ardieran todos los cobertizos y la muralla en una conjuración que supuestamente, involucraba a “ciento setenta campanos encabezados por los hermanos Blosios”.
Se cerraron las puertas de la ciudad y se apresó a los supuestos traidores, quienes “después de un duro interrogatorio fueron condenados y ejecutados. A los delatores se les concedió la libertad y diez mil ases a cada uno” (Liv. 27, 3, 1-6).
LA INSUMISIÓN DE LAS DOCE COLONIAS
El año siguiente, 209 a. de C., doce colonias latinas rehusaron enviar las tropas que se les demandaba.
La situación de las ciudades aliadas itálicas se fundamentaba sobre la preeminencia de Roma – maiestas populi romani – en materia de política exterior, y asumiendo la obligación de suministrar tropas, a cambio de disfrutar en compensación de la independencia municipal y de mantener su propia identidad cívica y los patriciados rectores de cada núcleo. Había comunidades de “estatuto latino”, que les confería una relación más estrecha con Roma en el plano económico y de derechos civiles, pero la mayoría eran aliadas – “socii” – según el respectivo tratado firmado tras negociación o imposición por Roma en el momento de su incorporación (Lomas 2011: 341).
El sistema estaba fortalecido por la creación de “colonias” implantadas en el territorio y que apuntalaban la dominación romana, el “imperium populi romani”, a través de asentamientos de colonos.
Tras la guerra, Roma optaría por una innovación, las “colonias romanas”, establecimientos modestos, ciudades-estado a pequeña escala, creadas con la instalación de trescientos ciudadanos romanos.
Hasta entonces, fueron históricamente más relevantes, por número y por los contingentes de población asentada, las “colonias latinas”, piedras angulares del sistema de control romano sobre Italia, que se creaban en los territorios recién conquistados.
Contingentes de dos mil, tres mil o hasta seis mil familias asentadas en cada colonia hacían presentes los intereses de Roma en la zona, sobre tierras confiscadas, bajo apariencia civil, no militar, aunque muchos de estos colonos fueron legionarios licenciados que ejercían un efecto disuasorio, si no coercitivo, sobre las poblaciones circundantes (toynbee 1965:142 ss; Rosenstein 2012:91).
A efectos jurídicos estos colonos eran latinos, a pesar de que no tuvieran esa procedencia étnica. Adquirían los amplios derechos que en los siglos anteriores Roma reconoció a los latinos, como el derecho a contraer matrimonio legítimo con un ciudadano romanos – ius connubii-, o a gestionar y operar con bienes de naturaleza patrimonial, incluidos los del “ager romanus”, y a establecer contratos comerciales con ciudadanos romanos – ius commerci -.
Las colonias fundadas tras el año 265 a. de C. poseían un limitado “ius migrandi”, que restringió la posibilidad de emigrar a territorio romano para adquirir la “ciudadanía romana”. Sólo podrían marchar quienes dejaran tras de sí un hijo en edad militar a modo de reemplazo.
En el plano de relaciones entre Roma y las colonias, éstas eran como el resto de los aliados –socii -. El hecho de tratarse de fundaciones romanas no les restaba ni un ápice su condición de comunidades armadas, de ciudades-estado aliadas a otra, una potencia mayor que tiene un rango superior de Estado, y única con capacidad de organizar contingentes militares colectivos, en tanto que los “aliados” han perdido toda capacidad de iniciativa en política exterior o de organización militar fuera de la alianza. (Sanz 2013:95).
En el año 209 a. de C. “el traslado a Sicilia de soldados, que en su mayoría eran del “estatuto latino” y “aliados”, por poco no llegó a ser la causa de una gran revuelta.
En efecto, entre los latinos y aliados se levantaron por las asambleas rumores de protesta. Era el décimo año en que se les dejaba agotados con las levas y la exacciones militares; todos los años, por lo general, se combatía con un enorme estrago de vidas humanas; unos caían en el campo de batalla, otros eran consumidos por la enfermedad; para ellos estaba más perdido el ciudadano que era reclutado por Roma que el que era capturado por el cartaginés, habida cuenta de que el enemigo los reintegraba a la patria sin rescate, pero Roma los despachaba fuera de Italia a un servicio militar más parecido a un verdadero destierro” (Liv. 27, 9, 1-3).
El desgaste incesante sin contrapartidas, la sangría de hombres y recursos durante una década, se veían prolongados por un súbito desplazamiento de tropas a Sicilia, donde “hacía ya ocho años que los soldados participantes en Cannas envejecían allá”.
Se trata de las “legiones canenses”, castigadas por su vergonzante derrota, que no serían desmovilizadas hasta que Aníbal abandonara el territorio itálico, y esto aún no se atisbaba como posible.
El pesimismo por una guerra larga y penosa estaba venciendo psicológicamente a los aliados por la fuerza de los hechos y, según Livio, se trataba de forzar a Roma a negociar una paz para que Aníbal marchara de Italia.
Fueron doce, de las treinta colonias existentes, las que se plantaron: “Dijeron a los cónsules que no tenían de dónde entregar soldados y dinero” (Liv. 27, 9, 7); McDoneld 1944: 12 n. 9).
LA PLEBE URBANA: VULNERABILIDAD Y PROTECCIÓN
El retorno de los soldados de la guerra devolvía a la vida urbana a millares de hombres que, a veces mutilados o heridos físicamente, y siempre bajo el efecto emocional del impacto que la guerra les había causado, nutrieron un clima urbano que había sufrido, en primera línea también, la angustia y el estrés de las situaciones traumáticas de riesgo.
La enfermedad mental era uno de los efectos de la guerra y Roma no se distinguiría por ser una sociedad que cuidara a sus víctimas o que mostrara simpatías para con sus veteranos de guerra (Toner 2013:151).
Por lo demás, la Urbe no estaba constituida exclusivamente por la plebe de los ciudadanos, el pueblo de Roma con derecho a voto, sino también por sus mujeres y por los no ciudadanos: libertos, inmigrantes latinos o itálicos y esclavos forman parte de la masa social que sufrió los efectos de la guerra desde posiciones de fortuna y de estatus social muy heterogéneos.
Cuanto más básico es el nivel en la escala social, más vulnerabilidad se manifiesta ante los factores estresantes que ponen en riesgo el bienestar y el equilibrio, pues existen además menos recursos para amortiguar las tensiones del entorno (Toner 2012:95). Esto se traduce en unos niveles de salud mental más bajos, y en una siniestralidad mayor ante las amenazas, en particular ante los grandes desastres.
La guerra hubo de comprometer la autosuficiencia de una cantidad incalculable de hogares entre los más humildes.
Las redes sociales que unían a los plebeyos con casas nobles tuvieron que ejercitarse ante muchas situaciones de riesgo. Las relaciones de “patronato” y “clientela” servían a tales efectos, y en los años de la guerra dos leyes dan prueba del vigor de las mismas y de la defensa que se adopta de los intereses de la plebe, o en todo caso de los clientes.
Es posible que el promotor de la “Lex Publicia de cereis” fuera C. Publicio Bíbulo, en el año 209 a. de C., el mismo tribuno que intentó despojar del mando a Marcelo (Rouland 1979:243; Feig Vishnia 1996:92).
Se trató de una ley que, a la luz de la coyuntura económica de guerra, limitó a cirios de cera el tipo de presentes que se podía entregar cada año por parte de los clientes a los patronos, con motivo de la celebración de las Saturnales (Macr. 1,7, 33). En adelante, los regalos pasaban a ser símbolos de un vínculo más que obsequios, pero Macrobio denuncia la “avaritia” de “muchos” que exigían regalos, y que esto se tornaba gravoso para los más humildes. Se estaba invirtiendo el sentido de la institución clientelar y fue preciso intervenir por plebiscito.
En una línea limitadora similar se promulgó la “Lex Cincia de donis et muneribus”, un plebiscito que llevaría el nombre de un tribuno del año 204 a. de C., M. Cincio Alimento, y que pudo contar con el apoyo de Q. Fabio Máximo (Cic. De la vejez 4, 10).
Iba destinada a limitar las donaciones y a regularlas y, de manera específica, prohibía a los oradores o abogados el recibir dinero o regalos por defender las causas judiciales (Tac. Anales 11, 5). Livio indica que se promulgó “porque la plebe había comenzado ya a ser tributaria y estipendiaria del Senado”.
Plantea, pues, una relación de sometimiento de clase entre plebe y Senado, en la que los senadores exigían impuestos y tributos.
Cabe cuestionarse si no fue necesaria, justamente entonces, porque la conflictividad jurídica había ido en aumento en una Urbe en ebullición social, con los legionarios regresando y encontrando problemas, y con una población creciente por el éxodo rural; pero en una dimensión más amplia y en relación con la otra ley, también es posible que denote un auge de la institución del “patronato” derivado del momento de indefensión e inseguridad en todos los planos para buena parte de la población, que optaba por entrar en relaciones de “clientela” con poderosos o que buscaba otro patrono en una etapa en la que muchos senadores también habían fallecido durante la guerra y se había renovado la Cámara. Entre otras funciones, los patronos asumían la defensa judicial (Rouland 1979:244; Feig Vishnia 1996: 94 s).
Curiosamente ambas leyes parecen converger hacia una misma dirección: fue preciso regular las situaciones abusivas que la aristocracia estaba promoviendo a partir de las relaciones de “clientela”, mientras la guerra incrementaba la indefensión y las necesidades de protección de los clientes. En el mismo plano, en cambio, cabe suponer que la “nobilitas” hubiera encontrado una fuente de ingresos en una etapa de guerra en la que las estrecheces económicas alcanzaban a todos los órdenes sociales. Sin embargo, se trató de “leges imperfectae”, es decir, establecían prohibiciones pero no sanciones, lo que seguramente permitía burlar en buena medida su cumplimiento.
Plauto escribe su obra “Los Menecmos” en un momento indeterminado entre 216 y 186 a. de C. (López y Pociña 2007:77). En ella registra la información más vívida sobre la relación de patronazgo y sobre la función judicial de ésta en la Roma de la época: “¡Qué manía más estúpida e incómoda es esa que tenemos y sobre todo tienen los poderosos de querer todos para sí el mayor número de clientes! Si son buenos o malos esto no les importa nada. Les preocupa más cómo es la fortuna del cliente que su reputación. Si es honrado, pero pobre, es considerado un mal cliente; si es rico, aunque sea malo, se le tiene por el mejor. Y estas personas que no respetan las leyes ni la justicia, no dan más que quebraderos de cabeza a sus patronos” (571 -579).
Cantidad y calidad: el número como obsesión y los ricos como preferencia, ésta es la denuncia de Plauto; “pauper” frente a “dives”, y los ricos, los poderosos, designados como “optumi”. Añade que cuando a éstos “se les cita en justicia, también se cita a los patronos” (585).
La plebe era, en efecto, muy heterogénea, y las posiciones de fortuna muy diversas, pobres que necesitan protección y ricos sin escrúpulos a la hora de hacer fortuna, pero que también requieren defensa.
Es muy posible, por otro lado, que grupos de plebeyos con independencia económica, por ejemplo, propietarios de tabernas o de talleres de la más diversa índole –hosteleros, artesanos, pequeños comerciantes – confiaran parte de su estabilidad y seguridad a organizaciones corporativas o asociaciones por oficios formando “collegia” para eludir depender de la protección de los nobles (Cassola 1968:368, 424).
Se trataba de una minoría de pequeños y medianos propietarios que aún gozaban de una posición acomodada frente al volumen general de la plebe en la que se integraban libertos y esclavos, y en la que cobró singular dinamismo creciente la masa de inmigrantes que fue ingresando en Roma.
Durante la guerra, Roma devino en el polo de atracción de ingentes masas de población refugiada, que multiplicó de manera creciente la heterogeneidad de la Urbe, con latinos, itálicos, griegos y esclavos, llegados, por ejemplo, desde África o desde Hispania.
LOS COLONOS OBEDIENTES Y LOS FUGITIVOS
En cuanto a los colonos de Cremona y Piacenza, no se alude al derecho a emigrar del que gozaban, siempre que hubieran dejado un hijo en edad militar en la colonia. El contexto de las quejas parece incluir a pensar que habían retornado a Roma sin cuidar el requisito y esto explicaría que las colonias estuvieran quedando vacías en una coyuntura amenazante.
El fundamental rol que las colonias desempeñaron siempre, y que merecería de Cicerón el apelativo de “murallas del Imperio” –propugnacula imperii – (Leyes agr. 2.73), explica el proceder del Senado en relación con las colonias en los años finales de la guerra y la posguerra, tanto en lo relativo a represalias como a nuevas fundaciones.
El año 204 a. de C. sería el del ajuste de cuentas con las colonias insumisas en 209 a. de C., las que dijeron no poder seguir aportando tropas y recursos a Roma.
Los “patres” (los senadores), “sin permitir que los cónsules les plantearan ninguna otra cuestión, acordaron que los cónsules llamaran a Roma a los magistrados y a diez notables” de cada una de las doce colonias latinas (Liv. 29,15, 5).
Se ordenó que quedaran retenidos en Roma como rehenes los miembros de cada comisión hasta asegurarse el cumplimiento de lo que se estipulara.
Las disposiciones punitivas fueron muy duras: se les impuso a las colonias un tributo anual de un as por cada mil para pagar la tropa – stipendium -; debían realizar censos siguiendo las mismas normas que Roma, y facilitar los datos para que Roma pudiera ejercer un control estricto de ciudadanos y fortunas, y conocer las posibilidades reales de leva de tropa y de recaudación; cada una, ese mismo año, de inmediato, reclutaría el doble de soldada que el año en que más hubiera aportado a Roma; además entregaría ciento veinte “caballeros”, y por cada “caballero” que no se pudiera aportar se enviarían tres infantes (Liv. 29, 15, 6-10); Laffi 2000:41).
Y se precisó un aspecto de contenido muy social: “Los infantes y los caballeros se elegirían de entre los más ricos y serían enviados al lugar fuera de Italia donde fueran necesarios refuerzos” (Liv. 29, 15, 7).
Los reclutados habrían de ser los más prósperos – locupletissimi- de entre los colonos, los más poderosos e influyentes, lo que puede indicar que o bien se les culpaba de lo ocurrido, o bien se iniciaba la conscripción por soldados que se antojaban como los mejores rehenes para asegurar el cumplimiento de las estipulaciones, o ambas cosas a la vez.
Roma enviaba así un mensaje a toda la Confederación de colonias y aliados.
Del funcionamiento regular y disciplinado de las colonias dependía el entramado territorial del Imperio.
A poco de terminar la guerra, Roma inició un programa de fundación de colonias.
Durante dos décadas Roma fundaría más de una veintena de establecimientos, en su mayoría de ciudadanos romanos, ubicadas en zonas costeras y provistas, en los casos que se conoce, de trescientos colonos. Cuatro o cinco colonias latinas de tres mil o seis mil familias, y otras cuatro colonias romanas agrarias con dos mil colonos, completan un intenso programa de afianzamiento de la presencia romana en la península Itálica (Frank 1975:122; Lomas 2004:209; 2011:353).
LA PLEBE HACE FRENTE AL SENADO. UNA NUEVA GUERRA
A comienzos del año 200 a. de C. “la suerte asignó la provincia de Macedonia a Publio Sulpicio, que preguntó oficialmente al pueblo si quería, si mandaba que se declarase la guerra a Filipo y a sus súbditos macedonios por los agravios y agresiones armadas contra los aliados del pueblo romano” (Liv. 31, 6, 1).
La primera guerra macedonia había transcurrido entre 214 y 205 a. de C., y partió de una complicidad de Filipo con Aníbal, pero había quedado zanjada por la paz de Fénice.
Intereses comerciales, militarismo agresivo, imperialismo defensivo, sentido del deber político, filohelenismo y empeño en proteger a Grecia contra el poder macedonio, o directamente la toma de Atenas por Filipo como detonante, constituyen algunos de los posibles motivos que se aducen para justificar por qué el cónsul planteó al pueblo de Roma este referéndum en este momento tan poco propicio (Liv. 31, 7, 6); Eckstein 2009).
“La propuesta referente a la guerra con Macedonia fue rechazada por casi todas las centurias en los primeros comicios. Ello se debió en parte a una reacción espontánea de la población, harta de fatigas, agotada por una guerra tan larga y pesada, y en parte a que el tribuno de la plebe Quinto Bebio, recurriendo al viejo método de atacar a los senadores, los había acusado de empalmar una guerra con otra para que la plebe no gozase de un momento de paz” (Liv. 31, 6, 2-3).
“Esto irritó profundamente a los senadores, y el tribuno de la plebe fue cubierto de improperios en el Senado; uno tras otro instaban al cónsul a convocar de nuevo los comicios para presentar la propuesta de ley, y a reprender al pueblo por su falta de energía, haciéndole ver la magnitud de los daños y la deshonra que supondría un aplazamiento de aquella guerra” (Liv. 31, 6, 5).
Sulpicio Galba obedeció y convocó de nuevo los “comicios centuriados” a los que se dirigió, antes de que votaran, en un mitin, una “contio”, instando a que emitieran el sufragio a favor de la propuesta senatorial.
La argumentación se habría basado en que era Filipo quien estaba preparando una guerra por mar y tierra, y que la duda no estribaba en decidir la guerra, sino en decidir si llevarla a Macedonia o vivirla en Italia.
Italia se encontraba a “tan sólo cuatro días” de navegación desde Corinto”.
REVUELTA DE ESCLAVOS
En aquellos primeros años del siglo II a. de C., tal vez en 199 y 195, dos Porcios, Porcio Leca, tribuno de la plebe, y M. Porcio Catón, cónsul, hicieron avanzar los derechos de los ciudadanos permitiendo reclamar ante los comicios – provocatio ad populum- para defenderse ante la potestad para ordenar ejecuciones, que poseían los magistrados en el ejercicio de su “imperium” (Astin 1978:19). Esas dos “leges Porciae de provocatione” ampliaban la “Lex Valeria” del año 509 a. de C., de modo que la primera establecía que se pudiera pedir la “provocatio” no sólo en Roma y su territorio, sino también fuera de Roma y en el ejército, y la segunda permitía recurrir además ante los comicios la condena a azotes (McDoneld 1944:19; Scullard 1973: 96, 112; Cantarella 1996:146; Sandberg 2001:89).
Significativamente, fue preciso promulgar una tercera “Ley Porcia”, quizá en el año 184 a. de C., estableciendo penas para el magistrado que no respetara la “provocatio”.
FRAUDE Y SUPERVISIÓN DEL CRÉDITO
En un clima de bonanza económica, derivado en buena medida del clásico despegue económico que sucede tras una etapa de crisis bélica, y una vez superada la más inmediata posguerra, parece que pudo incrementarse el “crédito” hasta alcanzar niveles doblemente preocupantes, por el monto de deudas y por dependencia contraída por ciudadanos respecto de latinos y aliados.
El tema se sometió a debate en el Senado: “Había otro problema más apremiante: los intereses de los préstamos eran una grave carga para la población, y a pesar de las numerosas leyes sobre los préstamos con las que se reprimía la “usura”, se había abierto una vía para el fraude, poniendo los préstamos a nombre de aliados, que no estaban obligados por dichas leyes. Pesaban así sobre los ciudadanos unos intereses sin límite” (Liv. 35, 7, 2).
La limitación de la normativa interior al ámbito exclusivo de la ciudadanía romana no pudo evitar mecanismos de evasión, amparándose en que los itálicos estaban al margen de la reglamentación, y su presencia en la Urbe era creciente.
Las primeras decisiones del Senado confirman que el dinero procedía de los aliados. Se dio un margen a partir del cual “los aliados que prestasen dinero a los ciudadanos romanos estarían sujetos a la normativa sobre préstamos que eligiera el deudor”.
La medida de las declaraciones reveló una pasmosa situación de endeudamiento: “Cuando (…) salió a la luz la magnitud de las deudas contraídas por este método fraudulento, el tribuno de la plebe Marco Sempronio, con el refrendo del Senado, propuso a la plebe y ésta aprobó que la normativa sobre préstamos aplicable a los ciudadanos romanos fuese extensible a los aliados y latinos” (Liv. 35, 7, 4-5).
TUMULTOS Y TRAUMAS SOCIALES
En esa atmósfera de desconfianza se abre el comienzo del nuevo año consular, el 186 a. de C., con “la represión de una conjura intestina”, la de las bacanales, en la que el componente de la inmigración volvería a emerger de manera intensa (Liv. 39, 8-19).
Era la “luxuria” que corrompió a Capua y que penetraba Roma, provocando tensiones en el “mos maiorum”.
La sociedad tradicional quedó conmocionada.
En realidad la corrupción se identificó en los cambios, y la atmósfera de cambio y ruptura comenzó por la guerra, aunque sus signos tomaron un aspecto helenizante.
Las estructuras económicas fueron alteradas por la crisis bélica y por la fuente de ingresos de los botines; las (estructuras) sociales se vieron cuestionadas y puestas a prueba por la guerra; las (estructuras) religiosas hubieron de incorporar nuevas manifestaciones de culto por necesidad o por decisiones oficiales que ansiaban la victoria militar, pero también por una creciente influencia cultural helénica.
Los discursos sobre la corrupción moral redactados por los historiadores clásicos relacionan los cambios en todas las facetas con una riqueza galopante y con la perniciosa influencia griega.
LAS PÚDICAS MATRONAS
En versos de Plauto, se plasmó una evocación de las virtudes pertinentes a una matrona : “Yo no considero mi dote lo que se llama normalmente “dote”, sino la honestidad, el recato, el dominio de las pasiones, el miedo a los dioses, el amor a los padres, la concordia entre los parientes, ser sumisa a mi marido, generosa con los buenos y servicial con las personas honestas” (Plauto Anfitrión 839 -842).
La “pudicitia” aparece como el primero de los valores.
LAS MATRONAS CON DOTE… Y LAS RESUELTAS
Será en Plauto y en los efectos de la Segunda Guerra Púnica donde se pueden rastrear los indicios de una crisis social de este modelo ancestral, patriarcal y autoritario de la relación matrimonial (Cenerini 2009:49).
Dentro de las tramas bufas de las comedias aparecen matronas con cierta capacidad y ascendiente para represaliar a los maridos adúlteros: “¡Maldito canalla!, lo voy a matar de hambre, lo voy a matar de sed, a fuerza de malas palabras y malas obras le voy ajustar las cuentas a este enamorado. Por Cástor, que lo voy a aplastar a conciencia bajo el peso de mis improperios” (Plauto, Casina 150- 155).
La canalización de las pulsiones sexuales hacia esclavas o prostitutas es utilizada una y otra vez por las obras de Plauto como catalizados para las reacciones afectivas y los odios entre los personajes de las comedias.
Afectos e impulsos encontraban otras depositarias en el marco de unas prácticas sexuales que se explican por el efecto de unas alianzas matrimoniales pactadas, que no estaban fundadas por tanto en sentimientos amorosos.
Si existe una capacidad de reacción o respuesta en la esposa ante la infidelidad, ésta deriva de la solvencia de su posición económica a partir de la dote: “Gracias a los dioses y a nuestros antepasados soy bastante rico. De esos buenos partidos, de sus ínfulas, sus ricas dotes, sus gritos, sus órdenes, sus carros de marfil, sus mantos y su púrpura, no quiero saber nada; sólo sirven para, a fuerza de gastos, convertir en esclavos a sus maridos” (Plauto, Aulularia 166-169).
La frecuencia, el número de mujeres adineradas susceptibles de contraer matrimonio aportando una cuantiosa dote, creció proporcionalmente por efecto de la mortalidad masculina durante la guerra, mientras a su vez, el de potenciales esposos se vio diezmado.
Dentro de esta lógica del oportunismo matrimonial regido por móviles económicos se entienden, pues, algunas expresiones de personajes de Plauto en las que, tanto una matrona de posición adinerada amenaza a su marido – “Dejo que vuelvas a casa y te aseguro que vas a saber el riesgo que comporta injuriar a una mujer con gran dote” (Plauto, Asinaria 902-903)-, como se pueden encontrar reflexiones generales sobre las relaciones maritales: “En cambio, la mujer que carece de dote, ésta sí que está sometida al poder de su marido; las mujeres con dote no producen más que daños y perjuicios a sus maridos” (Aulularia 532- 535).
La guerra, por otro lado, al provocar la degradación de la posición de muchas mujeres y la llegada de esclavos, hubo de multiplicar la prostitución. “Pues hoy en día hay casi más lenones y rameras que moscas en plena canícula” escribirá Plauto (Truculentus 64-65).
Matrimonio, concubinato y prostitución se presentan como bases de posición social o de elemental sustento para las mujeres.
EL ADULTERIO: SUMISIÓN, REPUDIO Y EJECUCIÓN
En las comedias de Plauto, los retratos de personajes de comedias merecen verosimilitud en la medida en que la comicidad deriva precisamente de la viveza o la vigencia de los estereotipos sociales.
En la obra, Casina, una matrona le recomienda a otra: “Anda, calla, tonta, y escucha. Tú no debes oponerte a sus caprichos. Déjale que ame, déjale que haga lo que quiera, ya que a ti en casa no te falta de nada”. La que escucha se resiste a asumirlo, pero su amiga replica que su objetivo ha de ser evitar que el marido pronuncie las fatídicas palabras, “vete de casa, mujer” (204- 211).
Bajo la amenaza del repudio y el divorcio, la sumisión femenina parece quedar implícita dentro de las potestades que el “matrimonio cum manu” le otorga al marido. Se trata del poder o la tutela, transferida por el “pater familias” de la matrona al marido en el momento de la boda, lo que entraña una subordinación expresa, y la práctica imposibilidad de ser ella la que tome la iniciativa de divorcio (Gardner 1986:87).
En aquella época un fragmento de Catón (221-222), rescatado por Aulo Gelio siglos después (10, 23, 1) rezaba: “Cuando el marido se divorcia, actúa como juez de su mujer en calidad de censor, tiene la potestad de que él determina si la mujer ha actuado de forma depravada y repugnante; a ésta se le impone una multa si bebe vino, si ha cometido alguna deshonestidad con otro hombre se la condena”.
El marido es parte y juez al tiempo, pero se añade a continuación una precisión por si hubiera dudas: “Si sorprendieres a tu mujer en adulterio, podrías matarla impunemente sin ser procesado; si tú cometieres adulterio o fueres empujado al adulterio, ella no osaría tocarte con un dedo, y no tiene derecho”.
Frente al carácter fundamentalista de la normativa que refiere un Catón con opiniones no menos autoritarias, se puede pensar a partir de otra cita de Plauto que los usos de la época eran un poco menos reaccionarios: “¡Pobres mujeres! ¡Qué dura es la ley a la que viven sometidas, y cuánto más injusta que la que se aplica a sus maridos!
Porque, si un marido tiene una amiga a escondidas de su mujer y se entera ésta, nada le ocurre al marido. Pero, si una mujer sale de casa a escondidas del marido, éste la lleva a juicio y la repudia. Si la mujer que es honrada se conforma con un solo marido, ¿por qué no ha de conformarse el marido con una sola mujer? Os aseguro, por Cástor, que si se castigara al marido que tiene una amiga de la misma manera que se repudia a las mujeres que han cometido algún desliz, habría más maridos sin mujer que mujeres hay sin marido”( Mercader 817-829).
Una vieja esclava expresa estas opiniones como observadora externa, concienciada de las desigualdades.
El repudio y el divorcio se presentan aquí como castigo al adulterio, y el adulterio es finalmente una de las formas de “stuprum”, término que designa un espectro diversificado de inmoralidades sexuales (Gardner 1986:121).
Pero no se puede descartar finalmente que la ejecución no pesara como amenaza sobre una adúltera.
En el año 213 a. de C. cuenta Livio que, en una atmósfera de intensificación de los controles sobre manifestaciones religiosas en Roma, los ediles plebeyos actuaron como si de censores se tratara, reprimiendo conductas de mujeres: “Presentaron ante el pueblo acusación de conducta inmoral contra varias matronas; mandaron al destierro a algunas de ellas, que resultaron condenadas” (Liv. 25, 2, 9).
La ejecución fue tal vez conmutada por el destierro.
En este tono debe entenderse también la represión que se dictará mediante el senadoconsulto para la represión de las bacanales del año 186 a. de C.
UNA SOCIEDAD DE CONSUMO Y MODAS
En el discurso moral de Plauto sobre su época, como en el que hila Livio sobre la corrupción casi dos siglos después, la venalidad está desvirtuando el matrimonio y tentando a la mujer, pero hay una diferencia entre ambos aunque se refieran al mismo momento histórico.
En Livio se narra en pasado, Plauto describe una evolución en presente: “Las hijas con dote de los ricos (…) que se casen con quien quieran, con tal de que no aporten dote. Si esto fuera así procurarían adquirir mejores costumbres para llevar al matrimonio, en vez de la dote que llevan ahora” (Aulularia 489-493).
La obra de la que procede este pasaje se escribió probablemente en los años posteriores a la derogación de la “Ley Opia”, entre 194 y 190 a. de C. probablemente, sin olvidar que Plauto muere en el año 184, el de la censura de Catón (López 2010:15).
Se consumía un amplio espectro de productos delicados y de lujo, manufacturados por un empresariado urbano que acudía presto a atender a las demandas de una minoría enriquecida y a innovar en los géneros.
Por si hubiera alguna duda, la moda y las tendencias ya habían aparecido: “Y ¿qué decir de los nombres nuevos que inventan todos los años para sus vestidos? La túnica transparente, la túnica tupida, el liencecito de flecos, la ablusada, la orlada, la calendulina o la azafranina, las enaguas o las entierras, el velo, la realina o la extranjerina, la plisada o la bordada, la nogalina y la bobadina.” Plauto, Epídico 229-233).ç
Los cambios, la evolución reciente, quedan registrados por Plauto, como cronista social de una época, que encuentra en la crítica de hábitos un terreno fértil para la acidez cómica con la que complacer a su público y propiciar la sonrisa.
Estos pasajes pueden claramente vincularse con la derogación de la “Ley Opia”, y tal vez delaten un comportamiento regido por la ley del péndulo, que implicara un desbordamiento del lujo tras la represión impuesta por la ley durante décadas, y en un contexto de llegada de botines, de esclavos y de exposición a influencias extranjeras.
GUSTOS HELÉNICOS
En el discurso contra la “Ley Opia”, que Livio reconstruye en boca de Catón, se aprecia coherencia con la línea de pensamiento de Plauto: “Precisamente ese igualitarismo es lo que no soporto, dice la que es rica. ¿Por qué no puedo llamar la atención, distinguirme con el oro y la púrpura? (34, 4, 14).
Las distinciones de clase pugnaban por emerger y restablecer unos códigos de representación social que la guerra había amordazado.
Livio además incide en inculpar a los botines de guerra llegados de Siracusa como origen de los males, mientras “son ya demasiadas las personas de las que oigo ponderar en tono admirativo las obras de arte de Corinto y Atenas y reírse de las antefijas de los dioses romanos” (Liv. 34, 4, 4).
Las calidades de telas y las modas de Plauto ya entrañaban algunas referencias a gustos exógenos, y de hecho menciona también “un vestido llamado lacónico” en un estilo propio de la región de Esparta (Epídico 234).
Pero no parece éste el pensamiento de Plauto, pues el propio Plauto puede ser considerado, como comediógrafo, un adaptador y embajador del teatro griego en Roma.
El momento histórico es clave en la transferencia cultural del legado griego al acervo latino.
Las décadas finales del siglo III a. de C. alumbran las primeras producciones en lengua latina, cuyos parentescos con la literatura griega resultan complejos de establecer aunque se consideran indudables.
Tal vez antes de empezar la Segunda Guerra Púnica, se ha dado ya a conocer la “Odisea” en latín de Livio Andrónico. Mientras Plauto prepara sus primeras adaptaciones de comedias griegas para la escena romana. Nevio ha escrito su poema “Bellum Poenicum” en los años finales del siglo III a. de C., una epopeya en verso sobre la Primera Guerra Púnica y el poderío romano en el Mediterráneo Occidental.
Entre tanto, Fabio Pictor, a quien los augures enviaron a consultar el oráculo de Delfos tras la derrota de Cannas, redacta en griego sus anales de la historia romana hasta la Segunda Guerra Púnica (Grimal 1981: 131 ss). Preceden a los primeros “Annales” en lengua latina escritos por Ennio, autor que parece haber llegado a Roma desde la Magna Grecia bajo patrocinio de Catón, y en la Urbe enseña griego, desenvolviéndose en los círculos de Escipión el Africano y de Fabio Nobilior. A este último le acompañará durante la guerra en Etolia del año 189 a. de C., probablemente con calculados fines propagandísticos, para narrar las victorias de su protector al retornar a Roma.
Además, Ennio escribió un poema laudatorio a Escipión que siguió la estela de otro dedicado por Nevio a Marcelo (MacDonnell 2006: 206, 232 ss).
Los círculos aristocráticos manifiestan aprecio evidente por la cultura griega.
La guerra estrechó los lazos de Roma con las ciudades greco-itálicas, tanto por la vía pacífica de fidelidad en las alianzas como a través de derechos traumáticos de conquista.
Entre tanto, y durante la guerra anibálica, se libraba una primera guerra macedónica (215-205 a. de C.), y años más tarde la segunda (200-196 a. de C.).
Roma puso un fin magnánimo a este conflicto a través de la proclamación de la libertad de Grecia por Tito Quincio Flaminino.
Pero casi de inmediato se abrió el conflicto contra el reino de Antíoco (192- 188 a. de C.). La secuencia de hostilidades abre un frente de relaciones internacionales en que los interlocutores de Roma, aliados o enemigos, hablan, sienten y obran conforme a un bagaje cultural helenístico.
LIBROS SAGRADOS Y CULTOS FORÁNEOS
“Cuando resultó evidente que aquel mal estaba demasiado arraigado como para ser sofocado por magistrados menores, el Senado encargó al pretor Marco Emilio la misión de liberar al pueblo de aquellas supersticiones” (Liv. 25, 1, 11).
“El pretor leyó en asamblea pública el decreto del Senado y publicó un edicto”.
El senadoconsulto se dio a conocer al pueblo en asamblea informativa, en una “contio”, pero no se le reunió a efectos consultivos o de sufragio sino meramente a efectos informativos. Se estaba fraguando así un precedente para la actuación que una generación después reprimiría a las bacanales.
El edicto disponía “que todo aquel que tuviera libros de profecías o plegarias, o copias del ritual de sacrificios, le entregase a él antes de las calendas de abril todos estos libros y escritos, y que nadie hiciese sacrificios en lugar público ni sagrado según ritos foráneos” (Liv. 25, 1, 12).
El poder político ostenta, entre sus competencias, el control de la religión. Pero no se regula la religión en el ámbito privado.
En este año hubo acusación de inmoralidad y el destierro que decretaron los ediles plebeyos contra varias matronas (Liv. 25, 2, 9). Ésa fue también la acusación con que años más tarde se inculpará a las bacantes.
Forma parte de las atribuciones de las instituciones republicanas el control de los asuntos religiosos y la gestión de las supersticiones y portentos.
LOS JUEGOS PÚBLICOS: ENTRE LA RELIGIÓN Y LA GUERRA PERSONAL
La opción de los juegos se estaba imponiendo como estrategia para aplacar ansiedades de la población por el adverso transcurso de los acontecimientos. Poseían la virtualidad de aunar la dimensión religiosa, la lúdica de ocio y la popular, en una atmósfera de conciliación con las instituciones promotoras y de restitución de cierta tranquilidad general ante la adversidad. Éste puede ser el contexto del momento, pero la responsabilidad inicial de los ediles en los “Juegos” y la organización de otros por los pretores, pronto se iba a ver secundada por el afán protagonista de los cónsules o comandantes. Éstos encontrarían también una excusa en los votos realizados en campaña y los botines capturados, para poder sufragar y promover sus propios juegos.
Y en esta multiplicación de ediciones de juegos, el alborozo y la solemnidad que presidían los certámenes fueron posponiendo la primera de las razones que los habían motivado: la piedad religiosa (Veyne 1976:364).
Eran los magistrados (ediles, pretores, cónsules) los que abrían la “pompa”, el desfile de la ceremonia inaugural en el que iban seguidos por una muestra de la juventud de Roma ordenada por clases censales, como en el de servicio militar – équites, pedites, proletarii – seguidos por los artistas –aurigas, jinetes, pugilistas -.
Tras ellos un cortejo de danzantes, los “ludiones”, que asimilan su nombre al del ritual, y los flautistas y citaristas. No pueden parar de actuar en ningún momento o el ritual debería repetirse.
Los payasos cierran la comitiva, vestidos como “satiristas”, que remedan a silenos y sátiros (Dion. 7, 70-73; Dupont 1993:205; 2003:46).
El desfile, y especialmente el rito de danza y música, está inspirado probablemente en modelos griegos, en concreto en una danza pírrica que se representaba en las Panateneas de Atenas (Bernstein 20078:228 s).
LA LUXURIA PEREGRINA
En este ámbito cobran pleno sentido las referencias a la “luxuria”, un concepto hacia el que convergen el lujo y la exuberancia, la molicie y los excesos, el placer y la voluptuosidad.
El proceso por el que la “luxuria” se apodera de las conciencias despegándolas de la recta costumbre ancestral, constituye un camino de corrupción cuyo inicio fue datado por Plinio el Viejo en el momento del triunfo de Lucio Cornelio Escipión y que Tito Livio y Dión Casio relacionaron con el triunfo de Manlio Vulsón. Polibio lo retrasó hasta la victoria de Pidna (en la que Lucio Emilio Paulo venció a Perseo en el año 168 a. de C.), pero todos ellos convienen en relacionarlo con el helenismo. Por su parte Salustio o Veleyo lo posponen hasta mediados de siglo y lo vinculan a la derrota final de los cartagineses (Rosillo 2010:144).
La secuencia de los botines de Siracusa, Tarento, Termópilas y Magnesia, conocerá una primera meta, un final de etapa, antes de Pidna, con el triunfo de Vulsón. Esto justifica que Livio dijera que “el germen del lujo extranjero, en efecto, fue introducido en Roma por el ejército de Asia”. Y en este capítulo de la “luxuria peregrina” entraban los objetos de la vida cotidiana, que infundían con su disfrute unos deleites de nuevo cuño según la tradición: se trató de todo lo que rodeó a la mesa como punto de referencia del goce, cuidando las experiencias táctiles de lechos, muebles y tejidos, pero también las musicales –citaristas, liristas -, y por supuesto las culinarias, de modo que el “cocus”, el vulgar cocinero, ganó en consideración, “y lo que había sido un servicio comenzó a ser considerado un arte” (Liv. 39, 6, 7-9).
La coincidencia con Plauto acerca de las nuevas inclinaciones se produce en torno a las “convivalia”, las experiencias que ofrecen los convites. Estaba naciendo la “cena” como institución característica de la confraternización en el seno del hogar romano. Reunía al anfitrión con sus invitados, en una experiencia de renovación del círculo de relaciones: amigos influyentes, clientes, parásitos y familiares, congregados en torno a una mesa que recreaba los ordenamientos, entre un despliegue suntuario para la representación social (Fernández Vega 2003:284).
Y Livio cierra su exposición al respecto recordando que, en efecto, aquello estaba empezando: “Aquellos detalles que entonces comenzaban a despuntar eran apenas el germen del lujo que iba a venir” (Liv. 39, 6, 9). Semina erant futurae luxuriae.
La doble faceta del disfrute y la ostentación, detraídos de lujos o placeres, encierra un modo de posicionarse ante la vida, de concebir la existencia aunando las dimensiones vivencial y social.
Pero los convites no sirvieron para igualar por solidaridad, sino para enfatizar las diferencias.
Tal vez forme parte de una línea de pensamiento imperialista el haber asimilado a los dominados con el origen de los males, pero el helenismo en primera instancia, y la “luxuria peregrina”, todo lo extranjero o foráneo en general, modificaron en profundidad en aquellos momentos una sociedad que había sido sacudida y sometida a severas pruebas durante la guerra.
El mismo año 186 a. de C. en que Vulsón entraba en triunfo, se desencadenó la persecución contra los adoradores de Baco, acusando a mujeres y jóvenes de prácticas sexuales desordenadas. Se ejecutó una purga social que alcanzó a millares de personas en Roma, mayoritariamente mujeres, y que continuó en territorios itálicos en los años siguientes.
Los cambios profundos que se habían operado despertaron la conciencia de que se hacía necesaria una intervención.
Esto es lo que auspició el triunfo de Catón para la censura del año 184 a. de C., con un programa basado en la lucha contra la hidra de la corrupción y en el restablecimiento de la antigua moral (Liv. 39, 41, 4),
Así que ese mismo año en que muere Plauto, que había incorporado a algunas de sus obras comentarios sobre la corrupción galopante al tiempo que atestiguaba prácticas de vida a la griega, Catón expulsa de la Curia a un senador por algo tan nimio como haber dado un beso a su mujer a la vista de su hija (Plut. Catón 17, 7; Preceptos conyugales 13; Astin 1988:25; Arena 2015:218).
Y termino este repaso de algunos aspectos de la obra “Corrupta Roma” de Pedro Ángel Fernández Vega con otra cita de Plauto: “Pues, una ciudad en la que las costumbres son más corruptas cada día, en la que es imposible distinguir los verdaderos amigos de los traidores, en la que se te arrebata lo que más quieres, es una ciudad en la que, ni aunque te nombraran rey, sería deseable vivir” (Plauto, Mercader 838-841).
( Pedro Ángel Fernández Vega. Corrupta Roma. La esfera de los libros. Madrid 2015).
Segovia, 14 de septiembre del 2024
Juan Barquilla Cadenas.