PLUTARCO: Vidas paralelas (LICURGO)
La constitución de Esparta, también conocida como “la Gran Retra”, es la ley fundamental que regía a los espartanos, y es atribuida a Licurgo.
Las clases sociales en Esparta las formaban los periecos, ilotas y los espartiatas.
Los “periecos” eran hombres libres que carecían de derechos políticos; vivían en aldeas de Laconia (Esparta) dedicados a la artesanía, la agricultura y el comercio. Su situación era buena y no les afectaba no tener derechos políticos en Esparta, pues se libraban de una educación militar dura.
Los “ilotas” fueron conquistados y sometidos en guerra a un sistema de servidumbre comunitaria trabajando para el Estado espartano.
Los ilotas vivían en aldeas y podían tener familias, porque no eran vendidos. Eran superiores en número a los espartanos. Poseían ganadería propia y cada ilota estaba asignado a un lote de tierras determinado que trabajaba y del que la mitad de la producción iba al “espartiata” que fuese su dueño. Se dice que la cantidad de productos a entregar era fija o que dependía de la cosecha.
Los “espartiatas”, llamados“ὁμόιοι” (los semejantes) eran ciudadanos de pleno derecho agrupados en tres tribus y varias “obas”, agrupaciones de carácter territorial y no gentilicias.
Son la clase dirigente impuesta sobre los otros grupos sociales. Viven en las cinco aldeas espartanas. Cada “espartiata” recibe un lote de tierras conocido como “kléros” y también un grupo de ilotas.
Políticamente la constitución espartana está estructurada de la manera siguiente:
1. La Asamblea (Apella) era el poder supremo del Estado en Esparta.
Estaba formada por todos los ciudadanos espartanos mayores de treinta años. A la Asamblea sólo se podían dirigir los más altos magistrados, principalmente los reyes y los éforos, excepto aquél que estuviera llamado a hablar en ella.
El sistema de voto era por “aclamación”.
La Asamblea podía declarar la guerra, hacer la paz y acordar armisticios; los acuerdos de éforos y reyes con estados extranjeros tenían que ser ratificados por la Asamblea.
2. El Consejo de Ancianos (Gerusía)
Lo componían treinta miembros de los que veintiocho eran mayores de sesenta años, ya que estaban licenciados de la milicia. Los otros dos miembros restantes eran los dos reyes espartanos, éstos independientemente de su edad.
Aparte de los reyes, los miembros de la “Gerusía”, conocidos como “gerontes”, servían de por vida al Estado.
Los “gerontes” eran elegidos por “aclamación”: un grupo de hombres, los árbitros, situados en un edificio contiguo y separado, determinaba qué candidato, sin posibilidad de conocer quién era, había recibido el griterío más fuerte de aprobación, al atravesar la Asamblea popular, por turno elegido al azar.
Sus funciónes principales eran: legislativa: se encargaba de debatir y preparar las propuestas legislativas que debían someterse a la aprobación de la “Apella” (Asamblea popular), y judicial: funcionaba como una especie de tribunal supremo, con derecho a juzgar a cualquier espartano, pudiendo acarrear pena de muerte, destierro o “atimía” (privación de derechos), e incluso procesos contra los propios reyes.
3. Los Éforos:
Eran cinco magistrados elegidos anualmente, que juraban cada mes respaldar a los reyes, mientras que éstos, a su vez, juraban respetar las leyes.
Eran elegidos por la Asamblea popular (Apella).
Todos los “ὁμόιοι” (los semejantes), ciudadanos libres, podían ser elegidos para este puesto, pero no podían optar a la reelección.
Ejercían una función de control sobre los dos reyes que había en Esparta, además de otros muchos aspectos de la vida de los espartanos.
Presidían las reuniones de la Gerusía o Consejo de Ancianos y las reuniones de la Asamblea (Apella).
También estaban encargados de los juicios civiles, que ejercían según el derecho consuetudinario, ya que no había leyes escritas.
Controlaban la recaudación de impuestos y el calendario.
Dirigían la política exterior y la educación y el entrenamiento militar de los jóvenes.
Los Éforos decretaban las levas de los soldados, y dos Éforos acompañaban al ejército cuando entraba en batalla, con la atribución de poder arrestar y mandar a prisión a los reyes si no se comportaban correctamente durante la guerra.
De acuerdo con una cita de Aristóteles escrita por Plutarco, los Éforos renovaban cada año una declaración de guerra contra los “ilotas”, convirtiéndolos en enemigos del Estado, como forma de justificar el uso de la fuerza contra ellos. Así, podían mandar a prisión y ejecutar a cualquier “ilota” por cualquier razón, en cualquier momento y sin tener que llevarlos a juicio o violar ningún ritual religioso de pureza.
4. La diarquía (dos reyes)
Se explica como un compromiso entre los dos grupos que formaban la “polis” de Esparta.
Ambos reyes tenían los mismos poderes.
Es una monarquía dual hereditaria.
Los dos reyes eran sacerdotes de Zeus, ambos eran jefes militares permanentes y en un principio podían salir de campaña, juntos o separados.
Los espartanos tenían capacidad para deponerlos o mandarlos al exilio.
Eran miembros de la “Gerusía”; supervisaban el derecho familiar, asignando maridos para las herederas solteras y arreglando adopciones para los niños huérfanos.
También eran los encargados de consultar el oráculo de Delfos.
Debió haber problemas de mando y al final acabó prohibiendo que los dos reyes dirigiesen a la vez al ejército. Uno quedaría en la ciudad, mientras el otro salía en campaña militar. Éste último asumía el mando sin que nadie pudiese limitar su autoridad.
Licurgo fue un legislados de Esparta del que no se sabe con seguridad el momento histórico en que vivió; incluso no resulta claro determinar si fue realmente una figura histórica. Se le han descrito cronologías que van desde el siglo XII a. de C. hasta comienzos del siglo VI a. de C., pero predomina la opinión de que vivió entre el siglo VII a. de C. y el siglo IX a. de C.
Estableció la reforma de la sociedad espartana de acuerdo con el oráculo de Delfos.
Gran parte de la constitución espartana se atribuye a Licurgo.
Los principios sobre los que se fundan las reformas que se le atribuyen fueron: la subordinación de todos los intereses privados al bien público, la imposición de una estructura social modelada sobre la vida militar, en la que la educación de los jóvenes estaba encomendada al propio Estado, y la obligación de sobriedad en la vida privada. Más genéricamente, se puede expresar en tres ámbitos: buena educación, menosprecio de la riqueza y amor a la patria. (Wikipedia).
Plutarco escribe la vida de Licurgo comparándola con la de Numa, segundo rey de Roma.
Dice Plutarco que, de sus antepasados, el que gozó de más admiración fue Soo, en cuyo reinado los espartiatas convirtieron a los ilotas en esclavos y se anexionaron gran parte de su territorio, arrebatándoselo a los Árcades.
Tomaron el nombre de “Europóntidas”, porque, al parecer, Euriponte fue el primero que eliminó de la corona el carácter excesivamente monárquico, en un intento de favorecer al pueblo y granjearse el favor de la multitud. Ahora bien, como a consecuencia de tal distensión, el pueblo se iba envalentonando y los reyes que le sucedieron, unas veces se hacían odiosos con oprimir a la muchedumbre, y otras se comportaban buscando el agradecimiento o llevados por la debilidad, el desgobierno y la falta de orden se apoderó de Esparta por mucho tiempo.
Víctima de este desgobierno y falta de orden encontró su fin también el padre de Licurgo por un casual incidente mientras reinaba; pues, al tratar de dirimir cierta riña, herido con un cuchillo de cocina, murió dejando la corona a su primogénito Polidectes.
Y, cuando éste también, al cabo de poco tiempo, murió, debía reinar, según creían todos, Licurgo.
Efectivamente, por lo menos hasta que se descubrió que la esposa de su hermano se encontraba embarazada, estuvo reinando. Mas tan pronto como esto se supo, declaró que la corona pertenecía al niño, si es que nacía varón, pero el poder él mismo continuó administrándolo en calidad de “tutor”.
Como aquella mujer (la esposa de su hermano muerto) le mandaba enviados en secreto y le hacía proposiciones, manifestando su deseo de deshacerse de la criatura a cambio de convivir con él como rey de Esparta, de momento abominó de su carácter, pero, ante la propuesta misma, no se manifestó en contra, sino que fingiendo aprobarla y admitirla, le dijo que no tenía por qué estropear su cuerpo y ponerse en peligro provocándose el aborto mediante fármacos, pues él personalmente se encargaría de eliminar al punto lo que naciera.
Así logró engañar a aquella persona hasta el parto y, cuando supo que estaba dando a luz, le envió asistentas para sus dolores y guardias a los que se había dado orden de, si nacía una hembra, entregarla a las mujeres, y si un varón, llevarlo a su presencia donde quiera que se encontrara.
Licurgo era también, en los demás asuntos, muy respetado por los ciudadanos, y superaban con mucho, a los que le obedecían como tutor del rey y detentador del poder real, los que por su virtud le servían y estaban dispuestos a cumplir de buen grado sus órdenes.
Pero había, además, cierta facción que estaba envidiosa y pretendía ofrecer resistencia a su engrandecimiento mientras todavía era joven. Eran éstos, sobre todo, los parientes y allegados de la madre del rey, que se consideraba ultrajada.
Lleno de pesar por estas cosas y temeroso de lo desconocido, decidió alejar con un viaje la sospecha y andar errante hasta que su sobrino, llegado a la edad adulta, engendrara un heredero de la corona.
De este modo partió y, primeramente, llegó a Creta. Y, tras conocer las instituciones de allí y entrar en contacto con los hombres de fama más sobresalientes, de unas leyes sintió admiración y las tomó con la idea de trasladarlas a la patria y servirse de ellas, a otras no les dio importancia. Pero a uno solo de los que allí eran tenidos por sabios y políticos, convenciéndolo con su encanto y amistad, lo envió a Esparta: a Taletas, que aparentemente era poeta de cantos líricos y había cultivado este arte como pretexto, pero que, en realidad, actuaba como los más hábiles legisladores.
Discursos eran, en efecto, sus cantos, que invitaban a la obediencia y la concordia, mediante la combinación de melodías y ritmos que contenían una gran dosis de moderación y capacidad de relajamiento y, así, quienes los escuchaban apaciguaban sin darse cuenta su carácter y se sentían dominados por el deseo de imitar la belleza, en lugar de la animadversión mutua que entonces imperaba en ellos.
Desde Creta, Licurgo se embarcó hacia Asia con la intención, según se dice, de - una vez comparados con las costumbres cretenses, que eran sencillas y austeras, (conocer) los refinamientos y lujos jonios, lo mismo que un médico, con los cuerpos saludables, los purulentos y enfermizos- poder contemplar la diferencia entre los modos de vida y los sistemas de gobierno.
Allí, precisamente, conoció por primera vez los poemas de Homero; y dándose cuenta de que, en ellos, junto con las invitaciones al placer y el desenfreno, se hallaba mezclado lo político y lo formativo, no menos digno de atención, los escribió con gran interés y los reunió con la idea de traerlos aquí.
Los egipcios creen que también hasta ellos llegó Licurgo. Y que, admirado, en particular, de la separación de la clase guerrera con respecto a las demás, la llevó a Esparta. Y, al dejar aparte a los obreros y artesanos, logró imprimir al cuerpo de ciudadanos un carácter auténticamente urbano y libre de impurezas. Pues bien, en este punto también algunos escritores griegos apoyan a los egipcios. Pero de que Licurgo llegó hasta Libia e Iberia y que, andando por la India, trató con los gimnosofistas (ascetas indios que vivían desnudos, dedicados a la oración e identificados con la naturaleza), de nadie sabemos que lo haya dicho, excepto el espartiata Aristócrates, hijo de Hiparco.
Los lacedemonios (espartanos) añoraban a Licurgo en su ausencia y, a menudo, le mandaban emisarios, convencidos de que los reyes tenían el nombre y la dignidad del cargo, pero ninguna otra cosa con que se distinguieran del vulgo, mientras que en aquél había cierto natural dotado para el mando y habilidad para guiar a la gente. Y ni siquiera para los reyes era ingrata la vuelta de este hombre, sino que albergaban la esperanza de que, en su presencia dispondrían del pueblo en actitud menos insolente.
Cuando, por tanto, regresó, se propuso enseguida remover la presente situación y cambiar la constitución, pensando que nula es la eficacia y utilidad de las leyes parciales.
Concebidos estos planes, viajó, primero, hacia Delfos y, tras sacrificar y consultar al dios, regresó trayendo aquel célebre oráculo, donde la Pitia le llamó “amado de los dioses y dios más que hombre”, y, ante su petición de “eunomía”(buena legislación), dijo que el dios le concedía y otorgaba el que iba a ser más fuerte que todos y cada uno de los sistemas de gobierno.
Introducidas varias reformas por Licurgo, fue primera y principal la institución de los “gerontes” (la Gerusía), de la que dice Platón que, al combinarse con la flamante autoridad de los reyes y contar con igualdad de voto en las cuestiones de importancia, fue, a la vez, la causa de su salvaguarda y de su moderación. Pues, cuando oscilaba el sistema y se inclinaba, bien, como los reyes, hacia la “tiranía”, o, como la masa, hacia la “democracia”, colocándose en medio a modo de contrapeso la autoridad de los gerontes (ancianos) y recobrando así el equilibrio, tuvo la más firme organización y estructura, ya que siempre los veintiocho gerontes se unían a los reyes para oponerse a una democracia y, a la inversa, servían de refuerzo al pueblo para evitar la instauración de una tiranía.
Aristóteles afirma que se fijó ese número de gerontes porque, aunque eran treinta los primeros que ayudaron a Licurgo, dos dejaron la empresa por cobardía.
Pero, según Plutarco, fijó en esa cantidad los gerontes, principalmente, para que fueran en total treinta, al sumarse los dos reyes a los veintiocho.
Reunido el pueblo, a nadie permitió expresar su opinión, pero, para ratificar la propuesta presentada por los gerontes y los reyes, tenía autoridad el pueblo (la Asamblea popular o Apella).
Más adelante, sin embargo, como la masa con sus recortes y adiciones iba desviando y violentando las propuestas, los reyes Polidoro y Teopompo agregaron junto a la “Retra” (la Constitución) estas palabras: “Si el pueblo elige torcidamente, disuélvanlo los ancianos (gerontes) y los “archagétai” (los reyes)”.
Esto implica no que el pueblo prevalezca, sino sencillamente prescindir de él y anularlo, so pretexto de que distorsiona y cambia la propuesta en contra del bien común.
También ellos lograron convencer a la ciudad con el argumento de que el dios Apolo prescribía estas cosas.
La segunda de las medidas políticas de Licurgo y la más atrevida fue la redistribución de la tierra. Pues, como la desigualdad era terrible y muchos pobres e indigentes se acogían a la ciudad, en tanto que el dinero se había concentrado exclusivamente en unos pocos, decidió desterrar el abuso, la envidia, la delincuencia, el lujo y las dos enfermedades del Estado que eran todavía más antiguas e importantes que éstos, la riqueza y la pobreza.
Los persuadió para que, puesto en común todo el país, lo redistribuyeran desde la base y convivieran haciéndose absolutamente todos semejantes y de igual patrimonio respecto a sus medios de vida, pero aspirando al primer puesto en virtud, a sabiendas de que, entre uno y otro, no existe mayor diferencia ni desigualdad que la que establece la censura de sus defectos y el elogio de sus cualidades.
Y, sumando a la palabra la acción, repartió el resto de Laconia en treinta mil lotes para los “periecos” y la que era tributaria de la ciudad de Esparta en nueve mil, pues tantos fueron los lotes de los “espartiatas”.
El lote de cada uno era suficiente como para rendir una renta al varón de setenta medimnos (medida de capacidad para sólidos) de cebada y a la mujer de doce, y de productos líquidos una medida similar. Pues pensaba que esa cantidad de alimento les bastaría para su buena constitución y una salud adecuada, ya que no necesitarían ninguna otra cosa.
Nada más emprender también el reparto de los bienes inmuebles, a fin de eliminar por completo lo desigual y desproporcionado, viendo que acogían con dureza la expropiación directa, la rodeó por otro camino y redujo con medidas políticas la ventaja en esta clase de bienes.
En primer lugar, anulando el valor de cualquier moneda de oro y plata, decretó que solamente se utilizara el hierro; y a éste le asignó tan poco valor, pese a su mucho peso y volumen, que el cambio de diez minas (moneda griega) exigía un gran almacén en casa y una yunta para llevarlo.
Con la puesta en vigor de esta medida, desaparecieron muchas clases de delitos de Lacedemonia (Esparta). Pues, ¿quién iba a robar, aceptar como soborno, sustraer o saquear aquello que no se podía esconder ni era deseable tener y que, encima, tampoco era rentable labrarlo, ya que, como con vinagre, según se dice, apagó el temple del hierro en caliente y le quitó la utilidad y virtud para otras aplicaciones, dado que se había vuelto imposible de forjar y de difícil manejo?
Seguidamente, se ocupó del destierro de las artes inútiles y superfluas. Pero la mayoría, aunque nadie las desterrara, ya casi estaban en trance de desaparecer gracias a la moneda común, pues los productos no tenían salida.
Efectivamente, lo de hierro no era exportable hacia los demás griegos, ni era apreciado por resultar ridículo; en consecuencia, ni se podía comprar ningún producto extranjero, incluso de poco valor, ni arribaba fardo de mercancías a los puertos, ni ponía pie en Lacedemonia ningún sofista de discursos, ni charlatán agorero, ni mantenedor de prostitutas, ni artesano en alhajas de oro ni de plata, precisamente porque no había moneda.
Por el contrario, privado así el lujo en poco tiempo de quienes lo fomentaban y alimentaban, él mismo por sí solo se iba extinguiendo. Y en absoluto tenían más quienes mucho poseían, en cuanto que no encontraba salida la riqueza, sino que estaba encerrada e inactiva.
Por eso, también los enseres de uso diario y necesarios, como las camas, sillas y mesas, eran entre ellos donde mejor se hacían.
Responsable también de esto era el legislador; pues, desinteresados por lo superfluo, los artesanos hacían alarde de un buen arte en los objetos necesarios.
Todavía más resuelto a combatir el lujo y extirpar el afán de dinero, aportó la tercera medida y la más noble, la organización de las “syssítia” (comidas comunitarias); de tal modo que convivían unos con otros reuniéndose para tomar alimentos y raciones iguales para todos y previamente determinadas, en vez de pasar el tiempo en casa, reclinados en literas y ante mesas lujosas, como animales adéfagos (glotones), engordados en la sombra a manos de demiurgos y cocineros y echando a perder junto con sus costumbres también sus cuerpos, abandonados así a toda clase de apetitos y excesos que exigen largos sueños, baños calientes, mucha tranquilidad y, en cierto modo, una enfermedad diaria.
Dicen que a Licurgo, ante esta medida, se le opusieron con especial encono los ricos y que cerrando filas en contra suya, todos juntos lo insultaban y daban muestras de su indignación, y que un individuo le pegó con un bastón y le sacó un ojo.
Licurgo, entonces, sin ninguna flaqueza ante el dolor, sino firme ante ellos, mostró a la ciudadanía la cara ensangrentada y el ojo perdido.
Tanta vergüenza y arrepentimiento se apoderó de quienes lo vieron, que al punto le entregaron al individuo que lo había golpeado, y lo escoltaron hasta su casa compartiendo su indignación.
Licurgo, tras elogiar la conducta de aquéllos, se retiró y, cuando introdujo al individuo en su casa, nada malo le hizo ni le dijo, sino que, después de despedir a sus amigos, servidores y criados, le propuso que se pusiera a su servicio y éste se transformó, viendo las costumbres de Licurgo, y, de joven peligroso y arrogante, se convirtió en hombre muy prudente y sensato.
Y Dioscórides, el que reunió la constitución laconia, asegura que Licurgo fue herido, pero que su ojo no quedó ciego, aunque admite que erigió un templo a Atenea en agradecimiento a la diosa por su curación y que la costumbre de llevar bastón a la Asamblea los espartiatas la perdieron tras aquel incidente.
Hasta mucho tiempo después conservaron intactas las comidas comunes.
De los platos era muy apreciado, entre ellos, el caldo negro; tanto que los ancianos ni siquiera pedían un trozo de carne, sino que lo dejaban a los jovencitos y ellos comían sirviéndose el caldo.
Tras beber moderadamente, se marchaban sin antorchas, pues no se permitía andar a la luz ni este ni otro camino, a fin de que se acostumbrasen a caminar con confianza y sin miedo en la oscuridad y la noche.
Licurgo no dejó escritas sus leyes, sino que una de las llamadas “retras” es justamente ésa. Pensaba, en efecto, que las normas más eficaces e importantes para lograr la felicidad de una ciudad y la virtud, se conservan inalterables cuando se han inculcado en los caracteres y métodos educativos de los ciudadanos.
Una de las “retras” consistía, efectivamente, en no hacer uso de leyes escritas.
A su vez, otra, dirigida contra el lujo exagerado, prescribía que cualquier vivienda tuviera el techo trabajado con hacha, y las puertas con sierra solamente y sin ninguna otra herramienta. Pues pensaba Licurgo que tal vivienda no admitía fastuosidad ni derroche, ni hay nadie con tan poco gusto ni tan estúpido como para, en casa sencilla y vulgar, meter camas con patas de plata, mantas de púrpura, copas de oro y todo el lujo que suele acompañar a estos objetos, sino que, por fuerza, se armoniza y se acomoda a la casa la cama, a la cama la ropa, y a ésta el equipamiento y mobiliario restante.
La tercera “retra” que menciona de Licurgo es la que prohibía organizar expediciones frecuentes contra los mismos enemigos, para evitar que, por el hábito de defenderse, se volvieran aguerridos.
Pues bien, a esta clase de prescripciones les dio el nombre de “retras”, como que procedían de la divinidad y se trataba de oráculos.
En cuanto a la educación, que a su juicio era la tarea más importante y preciosa del legislador, la empezó desde lejos, atendiendo, en primer lugar, las cuestiones relativas a los matrimonios y nacimientos.
Pues sometió el cuerpo de las jóvenes a la fatiga de las carreras, luchas y lanzamientos de disco y jabalina, pensando que, si el enraizamiento de los embriones ha contado con una base sólida en cuerpos sólidos, su desarrollo será mejor, y que ellas mismas, si se enfrentan a los partos en buena forma física, combatirían bien y con facilidad los dolores.
Después de extirpar toda clase de ñoñería, crianza a la sombra y blandura, no menos que a los jóvenes habituó a las jóvenes a que, desnudas, desfilaran, danzaran y cantaran en ciertos cultos, ante la presencia y la contemplación de los muchachos.
El desnudamiento de las jóvenes nada tenía de vergonzoso, al estar presente el pudor y ausente la lascivia; en cambio, las habituaba a la sencillez y fomentaba el estímulo por la belleza, al tiempo que hacía disfrutar al sexo femenino de una autoestima no carente de nobleza, al pensar que no menos le estaba al alcance la participación de virtud y pundonor.
De ahí que, a veces, les sucedía decir y sentir cosas como las que se cuentan sobre Gorgo, la esposa de Leónidas. Pues al dirigirse a ella cierta extranjera con estas palabras: “Solamente vosotras, las laconias, mandáis en los hombres”, dijo: “Pues solamente nosotras parimos hombres”.
En verdad eran también estas costumbres excitantes para el matrimonio, a saber: los desfiles de las jóvenes, sus desnudos y sus luchas a la vista de los jóvenes que eran arrastrados no por las leyes de la geometría, sino por las del amor, como dice Platón.
Pero, además, estableció cierta privación de honores para los solteros. Pues eran excluidos en las Gimnopedias del espectáculo. Y, en invierno, los éforos los obligaban a dar vueltas en círculo alrededor del ágora, mientras otros rodeándolos, entonaban cierta canción dedicada “ex profeso” a ellos, como que recibían su merecido por desobedecer las leyes.
También se veían privados del respeto y la atención que los jóvenes tributaban a los ancianos.
Se casaban por rapto con ellas, no pequeñas y sin edad para el matrimonio, sino cuando ya se encontraban en la flor de la vida y maduras.
Tras haber introducido en los matrimonios tanto pudor y compostura, no menos los libró de la vana y mujeril “celotipia” (celos), pues puso en gran aprecio apartar del matrimonio cualquier violencia y desorden y que las personas dignas compartieran hijos y procreación, al tiempo que se reía de quienes, teniendo estas cosas por no participables ni compartibles, tratan de conseguirlas a base de matanzas y guerras.
Así era posible a un marido viejo de una joven mujer, si realmente le agradaba alguno de los jóvenes distinguidos y respetables y le daba su aprobación, llevarlo junto a ella y, fecundándola con esperma de la mejor calidad, adoptar como suyo propio el ser nacido.
Y le era posible, a su vez, a un hombre de valía, si se prendaba de alguna mujer fértil y prudente, casada con otro, acostarse con ella después de convencer a su marido, igual que en un campo fértil cultivando y engendrando hijos nobles, que de nobles habrán de ser hermanos y parientes.
Y es que, primero, Licurgo no consideraba propiedad de los padres a los niños, sino patrimonio de la ciudad, y por ello, quería que los ciudadanos fueran hijos, no de cualquiera, sino de los mejores.
Luego, veía una gran estupidez y vanidad en las reglamentaciones de los demás al respecto, ya que hacen pisar sus perras y yeguas por los mejores sementales, persuadiendo a sus dueños a base de favores o dinero, y en cambio, encerrando a sus mujeres, las guardan teniendo por un honor el que engendren hijos solamente de ellos, ya sean tontos, pasados de edad o enfermizos; como si no fueran, ante todo para los que los tienen y alimentan, deficientes los hijos, si nacen de personas deficientes, ni, por el contrario, útiles, si tienen la suerte de semejante origen.
Con hacerse estas cosas así, según las leyes naturales y el interés de la ciudad, se distaba tanto de la propensión hacia las mujeres que, según afirmaciones posteriores, era absolutamente increíble el problema de adulterio entre ellos.
Al recién nacido no estaba autorizado su progenitor para criarlo, sino que, cogiéndolo, debía llevarlo a cierto lugar llamado “lesche”, en donde, sentados los más ancianos de los miembros de la tribu, examinaban al pequeño y, si era robusto y fuerte, daban orden de criarlo, tras asignarle un lote de los nueve mil; pero si esmirriado e informe lo enviaban hacia las llamadas “Apotetas”, un lugar barrancoso por el Taigeto, en base al principio de que, ni para uno mismo ni para la ciudad, vale la pena que viva lo que, desde el preciso instante de su nacimiento, no está bien dotado de salud ni de fuerza.
De ahí que tampoco lavaran las mujeres a sus críos con agua, sino con vino, haciendo así la prueba de su mezcla, pues se dice que ceden los cuerpos epilépticos y enfermizos sufriendo convulsiones al contacto con el vino puro, mientras que los sanos adquieren defensas y fortalecen su constitución.
Había cierta preocupación por preparar a las nodrizas con tal arte que, criando a los pequeños sin pañales, los volvían esbeltos de miembros y de gallardo aspecto, pero, además, felices con su forma de vida, sin melindres, sin extrañeza ante la oscuridad, sin miedo a la soledad y ajenos al torpe gimoteo y a las rabietas.
Precisamente, por eso, algunos de otras regiones contrataban nodrizas laconias para sus hijos, y, en concreto, la que crió al ateniense Alcibíades, Amicla, cuentan que era laconia.
Pero a los hijos de los espartiatas, Licurgo no los confió a pedagogos comprados ni a sueldo, ni se permitía a cada cual que criara o educara a su hijo a capricho, sino que él en persona, tomándolos a todos a su cargo nada más cumplir los cinco años, los distribuía en “agelai”(grupos de camaradas) y, haciéndolos camaradas en la comida y en la educación los acostumbraba a jugar y pasar el tiempo de ocio juntos, unos con otros.
Se nombraba como jefe de la “agelé” al que destacaba en sensatez y era más animoso en combate.
La educación era práctica de disciplina. Los vigilaban los ancianos durante sus juegos y, con frecuencia, suscitando de continuo entre ellos algunos combates y riñas, se informaban no a la ligera de cómo era por naturaleza cada uno de ellos en cuanto a aguantar y no rehuir la lucha en las contiendas.
Letras, en realidad, sólo aprendían para salir adelante; mientras que toda la restante educación estaba orientada a la total obediencia, a tener firmeza en las fatigas y a vencer en los combates.
Y, por eso, precisamente, conforme iba avanzando la edad, intensificaba su ejercitación, pelándolos al cero y habituándolos a caminar descalzos y a jugar desnudos casi siempre.
Tanto cuidado ponían los niños en sus robos, que, según se cuenta, uno que había robado ya un cachorro de zorra y lo llevaba cubierto con su “tribonion” (pequeño manto de tela gruesa), arañado en el vientre por el animal con las uñas y los dientes, murió a pie firme con tal de que nadie se diera cuenta. Y esto tampoco es desmentido por los actuales efebos, entre los que hemos visto a muchos morir a golpes en el altar de Ortia.
Enseñaba a los niños a expresarse con cierta mordacidad mezclada de gracia y de gran profundidad, pese a su brevilocuencia.
Seguramente, hasta el propio Licurgo fue, de algún modo, conciso y sentencioso. Como es, por ejemplo, su frase, a propósito de la forma de gobierno, al que proponía instaurar una democracia en la ciudad: “Pues tú, dijo, primero instaura una democracia en tu casa”.
Se le atribuyen, igualmente, respuestas dirigidas por carta a los ciudadanos en esta línea: “ - ¿Cómo podemos rechazar una agresión de los enemigos? – Si permanecéis pobres y no anheláis ser el uno mayor que el otro”.
Y, en otra ocasión, sobre las murallas: “No estará desguarnecida una ciudad que se corone con muros de hombres y no de ladrillos”.
La enseñanza relativa a los cantos y melodías no menos se tomaba en serio que el encomiable celo y pureza en la expresión, sino que también la música tenía un aguijón estimulante para el espíritu y parecido a una fuerza de carácter entusiástico y activa, y la letra era sin ambajes y perseverante en temas serios y formativos. Pues consistía, casi siempre, en elogios de los que, muertos por Esparta, eran considerados felices. Y en vituperar contra quienes fueron cobardes, como que viven una vida triste y miserable.
Y otras veces en un mensaje y exaltación a la virtud, acorde con las edades.
En los combates el rey sacrificaba antes a las Musas, recordándoles, sin duda, su educación y los juicios de que eran objeto, a fin de que fueran arriesgados en los peligros y realizaran hazañas dignas de algún renombre los combatientes.
Entonces, aunque aplicaban a los jóvenes los ejercicios más duros de la instrucción, no les prohibían presumir de sus cabellos ni del ornato de sus armas y mantos, despidiéndolos hacia los combates como a caballos arrogantes y briosos.
La educación se prolongaba hasta la edad adulta.
Uno de los bienes y dichas que Licurgo había proporcionado a sus propios ciudadanos era el abundante tiempo libre; pues en modo alguno se les dejaba ocuparse en oficios manuales.
Y, en cuanto a la actividad comercial, que requiere una penosa dedicación y entrega, tampoco era precisa ninguna, ya que el dinero carecía por completo de interés y aprecio. Los ilotas (esclavos mesenios que realizaban tareas manuales) les labraban la tierra y pagaban el tributo fijado.
Consideraban propio de esclavos la dedicación a los oficios y al comercio.
Los juicios desaparecieron junto con la moneda, ya que ni la opulencia ni la pobreza existía entre ellos, al haber surgido la igualdad en el bienestar y la comodidad a causa de su parsimonia.
Coros, fiestas, banquetes y pasatiempos en la caza, en los gimnasios y en las “léschai (tertulias) ocupaban todo su tiempo, cuando por ventura no estaban en campaña.
Y así, pasaban su tiempo dignamente unos con otros, sin preocuparse para nada de cuanto atañe al comercio o a la tarea del mercado, sino que la principal ocupación de ese pasatiempo consistía en elogiar cualquier cosa noble o criticar las vergonzosas entre broma y risa, que suavemente conducen a la reprensión y la enmienda.
Ni siquiera el propio Licurgo era descomedidamente severo. Por el contrario, refiere Sosibio (gramático laconio) que aquél erigió la estatuilla de la Risa, introduciendo así oportunamente la broma, como condimento del cansancio y del método de vida, en los banquetes y en las citadas tertulias.
Pretendía, en suma, acostumbrar a los ciudadanos a que no desearan ni supieran vivir en privado, sino que, creciendo siempre juntos, como las abejas en comunidad, y apiñados unos con otros en torno a su jefe, casi con olvido de sí mismos por su entusiasmo y pundonor, se entregaran en cuerpo y alma a la patria.
A los “gerontes”, según se dice, los nombró él personalmente, primero de entre los que contribuyeron a la puesta en práctica de su proyecto; pero, luego, dispuso que, al que se fuera muriendo, lo reemplazara el considerado mejor en virtud de entre los mayores de sesenta años. Éste elegido debía recibir, como premio por su virtud y para toda la vida, el absoluto- por así llamarlo- poder en el Estado, con autoridad para imponer la pena de muerte, la de “atimia”(privación de derechos: no podía participar en ninguna de la actividades públicas, ni pertenecer a asociaciones culturales, militares o de otra clase de los ciudadanos) y, en general, las de mayor importancia.
Se realizaba la elección de la forma siguiente: una vez reunida la Asamblea, los electores eran encerrados cerca, en un edificio donde no veían el espectáculo ni eran vistos, y tan sólo oían el griterío de los miembros de la Asamblea. Pues por “aclamación”, como en todo lo demás, juzgaban también a los rivales, no a todos al mismo tiempo, sino que entraban uno a uno, por sorteo, y atravesaban en silencio la Asamblea. Entonces, los que estaban encerrados, con tablillas, consignaban en cada caso la magnitud del clamor, sin saber a quién iba destinado; salvo que se trataba del primero, segundo, tercero o cualquier otro de los que entraban. Y aquél a quien se tributara por más tiempo y con más fuerza, a ese proclamaban.
Asimismo, les puso en perfecto orden las costumbres relativas a los entierros.
Pues, primeramente, tras eliminar toda superstición, no les impidió inhumar los muertos en la ciudad y tener sus tumbas cerca de los templos.
Luego, tampoco les dejó enterrar nada con el muerto, sino que, colocando el cuerpo en una tela roja y entre hojas de olivo, así lo envolvían.
Una vez enterrado, no se permitía grabar el nombre del difunto, a no ser que se tratara de un guerrero muerto en combate o, de una mujer, muerta en el parto.
El tiempo de luto que estableció era breve, once días, al duodécimo, previo sacrificio en honor de Deméter, debía cesar.
Tampoco permitió viajar a cualquiera ni ir de un sitio a otro, recogiendo costumbres extrañas y modelos de formas sin instrucción e instituciones distintas, sino que, a los que para nada provechoso se juntaban y afluían a la ciudad, los expulsó, no, como dice Tucídides, por miedo a que se convirtieran en émulos de su constitución y sacaran alguna enseñanza útil en orden a la virtud, sino más bien, para que no fueran maestros de nada malo.
Pensaba que era preciso guardar la ciudad, para que no se llenara de malas costumbres ni de cuerpos enfermos llegados de fuera.
Los jefes de los jóvenes, a aquellos que a primera vista eran inteligentes, los sacaban durante cierto tiempo al campo en cada ocasión de una forma distinta, con puñales y la comida indispensable, pero sin nada más. Ellos durante el día, esparcidos por encubiertos lugares, se escondían y descansaban; y, por la noche, bajando a los caminos, mataban a cuantos ilotas sorprendían.
A menudo metiéndose, incluso en sus campos, daban muerte a los más recios y fuertes de aquéllos.
Pero Plutarco no está de acuerdo en atribuir a Licurgo lo de la “krypteia”(prueba de la educación espartana de matar a un ilota), al juzgar su mansedumbre y ecuanimidad en las otras medidas, su forma de ser, de la que hasta la divinidad dio testimonio.
Conquistados ya por él, a fuerza de costumbre, los más influyentes, y cuando su Constitución estaba bien crecida y podía conducirse sola y defenderse por sí misma, complacido y satisfecho de la perfección y grandeza de su legislación, sintió un vivo deseo de, en la medida de las posibilidades de una providencia humana, dejarla inmortal e inmutable para el futuro.
Reuniéndolos entonces a todos en Asamblea, les dijo que las demás medidas eran apropiadas y suficientes para la felicidad y virtud de la ciudad, pero que la más importante y principal no podía traérsela sin consultar antes con el dios.
Por tanto, que aquéllos debían permanecer en la observancia de las leyes ya vigentes y no modificarlas ni cambiarlas, hasta que él regresara de Delfos, ya que a su regreso harían lo que al dios le pareciera bien.
Y, como todos asintieron y le urgían para que partiera, tomando juramento a los reyes y gerontes, y, luego, al resto de los ciudadanos de que guardarían y se atendrían a la constitución vigente, hasta que regresara Licurgo, partió hacia Delfos.
Ya en presencia del oráculo y tras sacrificar al dios, le preguntó si, efectivamente, las leyes eran buenas y suficientes para la felicidad y virtud de la ciudad, y ante la respuesta del dios de que las leyes eran buenas y que la ciudad perduraría en la cumbre de la gloria, mientras se atuviera a la constitución de Licurgo, escribió el oráculo y lo remitió a Esparta.
En cuanto a él, después de ofrecer un nuevo sacrificio al dios y de besar a sus amigos y a su hijo, decidió no librar ya a sus conciudadanos del juramento, sino allí mismo quitarse la vida voluntariamente, ya que había alcanzado esa edad en que, tanto seguir viviendo como dejar de hacerlo, nos va bien, si así lo queremos, y su existencia era ya, sin duda, suficiente en cuanto a felicidad.
Encontró su fin, pues, dejándose morir de hambre, en la convicción de que, de los estadistas, ni siquiera la muerte debe ser inútil para la patria, ni sin provecho el final de su vida, sino que debe convertirse en una parte más de su virtud y de su actividad.
La ciudad se mantuvo fiel a las leyes de Licurgo durante 500 años, las cuales no las cambió ninguno de los reyes que hubo hasta Agis, el hijo de Arquidamo.
En el reinado de Agis se introdujo por primera vez moneda en Esparta y, con la moneda, llegó la ambición y la codicia del dinero.
(Plutarco. Vidas Paralelas.(Teseo-Rómulo/ Licurgo-Numa). Traducción y Notas de Aurelio Pérez Jiménez. Edit. Planeta DeAgostini).
Segovia, 10 de Agosto 2024
Juan Barquilla Cadenas.