MITOLOGÍA: FAETÓN (Algunos textos del mito de las “Metamorfosis” de Ovidio)
Este mito podría ser útil a todos los adolescentes que no escuchan los consejos de sus padres y profesores que intentan hacerles bien y, sin darse cuenta, se buscan el mal para ellos y las personas que están a su alrededor.
También podría venir bien a todos aquellos padres - que son cada vez más - , que son víctimas de lo que se conoce como el “síndrome del emperador”, también conocido como “el niño rey”, según el cual el niño desarrolla poder y autoridad sobre sus padres, llegando en los casos más complejos a ejercer mal trato hacia ellos. Estos padres no deberían conceder todo lo que piden esos niños, aunque, en un principio, los niños lo pasen mal al no ver satisfechos sus deseos.
Finalmente, también puede ser un aviso para aquellos dirigentes del mundo que, sin el conocimiento intelectual y ético necesarios, pueden tomar decisiones equivocadas, que después repercuten en toda la humanidad e incluso, en casos extremos, podrían hacer inhabitable nuestro planeta.
Faetón era hijo de Helios (el Sol) y de la ninfa Clímene, aunque el marido de Clímene era el mortal Mérope.
Era un joven espléndido, orgulloso de tener un padre tan importante e ilustre. Un día cuando se vanagloriaba ante sus compañeros, uno de ellos (según Ovidio, en las “Metamorfosis”, Épafo, hijo de Io y Zeus) pusieron en duda la veracidad de su origen, y Faetón ofendido y apenado, corrió a ver a su madre preguntándole cómo podía demostrar su origen divino.
Clímene lo envió al palacio de Helios y el joven le pidió al dios, con mucha insistencia y muchos ruegos que le diera una prueba de que era su verdadero padre, y éste le dice que le pida lo que quiera.
Faetón le pidió que le permitiera conducir durante un día el carro y los caballos de Helios (Sol).
Helios intentó disuadirle indicándole los peligros que podría correr en su trayectoria.
Pero el joven se mostró muy tenaz y finalmente logró su deseo, encargándose la Aurora de preparar el carro.
Cuando Faetón empuñó las riendas, los corceles se dieron cuenta de que no era su auriga habitual, quien dirigía la carrera, sino otro de mano más débil e inexperta. Fogosos como eran, los caballos se lanzaron al galope enloquecidos, dejando su camino acostumbrado y aventurándose por senderos desconocidos.
En vano Faetón trató de retenerlos.
Subieron primero demasiado alto y luego bajaron excesivamente, hasta casi rozar la tierra, por lo que el mar y los ríos se secaron, y la tierra fue abrasada por un terrible incendio.
En el cielo quedó una herida en recuerdo de su paso, la “Vía Láctea”.
Intervino entonces Zeus, quien para detener la loca carrera del carro envió un terrible rayo contra el imprudente auriga, que le hizo precipitarse en el río Erídano (el Po).
Acudieron a sus orillas su madre y las Helíades, hermanas del infortunado joven, y lloraron tristemente su muerte.
Las lágrimas que les brotaban de los ojos parecían gotas de ámbar, pero su llanto fue en vano, porque Faetón no podía volver a la vida y Zeus castigó a las muchachas transformándolas en chopos.
También Cicno, rey de los ligures, que era amigo de Faetón y había ido a llorar su muerte, fue castigado por el rey de los dioses, quien lo transformó en cisne.
(J.C. Escobedo. Enciclopedia de la mitología. Edit. De Vecchi).
Ahora expongo algunos textos del mito de Faetón narrado por el poeta Ovidio (43 a. de C. -17 d. de C.) en su obra “Metamorfosis”.
En el libro I habla de Io, una mortal de la que se enamora Zeus (Júpiter) y que había sido transformada en vaca para que pasara desapercibida a su esposa Hera, y que, una vez transformada de nuevo en mujer, ha dado a luz a un hijo, Épafo
Libro I, 748 -779
“Ahora es una diosa (Io), veneradísima por las muchedumbres vestidas de lino; ahora por fin es tenido su hijo Épafo por vástago del gran Júpiter y posee en las ciudades templos en común con su madre. Igual a él en edad y en carácter fue el hijo del Sol, Faetón; un día en que éste se expresaba en términos altaneros como no inferior a él y orgulloso de tener por padre a Febo (el Sol), no lo soportó y le dijo: “Cometes la insensatez de creer todo lo que te dice tu madre y te engríes por la idea de un progenitor que no es el tuyo”. Enrojeció Faetón, pero su misma vergüenza le hizo reprimir la cólera y trasladó a su madre Clímene los insultos de Épafo. “Y lo que ha de ser aún más doloroso para ti, madre, yo, con toda mi fama de desenvuelto y orgulloso, me he callado; me avergüenzo tanto de que se me hayan podido decir tales ultrajes como de no haber podido desmentirlos. Pero, si es verdad que he sido engendrado de estirpe celeste, dame una prueba de mi elevada cuna y demuestra que pertenezco al cielo”.
Dijo y enlazó con sus brazos el cuello de su madre, pidiéndole, por su vida y por la de Mérope (marido de Clímene, rey de los etíopes), y por las antorchas conyugales de sus hermanas, que le revelara las señas de su verdadero padre.
Clímene, movida no se sabe si por las súplicas de Faetón o por la rabia de verse así acosada, extendió al cielo sus brazos y mirando fijamente a la luz del Sol dijo: “Por esa luminaria que brilla con rayos resplandecientes, hijo, y que nos está oyendo y viendo, te juro que fuiste engendrado por ese Sol que tú estás contemplando, por ese Sol que gobierna el mundo. Si es falso lo que digo, que él me niegue la facultad de verle, y que esta luz sea la última que vean mis ojos. Y no es difícil tarea para ti conocer el hogar de tu padre; la mansión de la que él sale está contigua a nuestro país. Si así lo deseas, vete allí y pregúntaselo a él”.
A estas palabras de su madre, Faetón salta de alegría abarcando los cielos en su pensamiento; y dejando atrás a los etíopes, sus compatriotas, y a los Indos situados junto a los fuegos del astro, se dirige raudo a la salida de su padre”.
Libro II, 1-19
(Descripción del palacio del Sol)
“El palacio del Sol se elevaba sobre altas columnas y resplandecía de oro reluciente y de piropo (piedra preciosa de color rojo de fuego) que imita a las llamas; tenía los techos cubiertos de brillante marfil, y las dos hojas de la puerta irradiaban con luz de plata. Pero a la riqueza de los materiales sobrepujaba el primor de su elaboración. Porque en ellos había Mulciber (Vulcano) moldeado en relieve los mares que ciñen por todas partes la tierra, y la esfera terrestre y el cielo que está suspendido sobre ella.
Las aguas tienen a sus azules dioses, al musical Tritón (es hijo de Neptuno y Anfítrite, y toca una concha de caracol, una trompa o algún instrumento similar), el mudable Proteo (podía tomar toda clase de formas y está dotado del don de la profecía y de múltiples conocimientos), a Egeón, que es un “hecatonquires” (monstruo de cien brazos con serpientes en vez de patas, pero de carácter marino y favorable a Júpiter) que con sus brazos oprime los gigantescos dorsos de las ballenas, a Doris (esposa de Nereo y madre de las Nereidas, es una oceánide) y a sus hijas, de las cuales unas parece que están nadando, otras sentadas en un peñasco, secándose los verdes cabellos, y otras navegando sobre peces; no tienen todas la misma cara, pero tampoco son muy diferentes, como debe ser tratándose de hermanas. La Tierra está provista de hombres, ciudades, selvas, fieras, ríos, ninfas y las restantes divinidades del campo. Por encima de estas escenas aparece la imagen del Cielo refulgente con sus “signos zodiacales”, seis en la hoja derecha de la puerta y otros tantos en la izquierda”.
Libro II, 19 -240
“Tan pronto como allí llegó, por arduo sendero, el vástago de Clímene, y penetró en la morada de su discutido padre, inmediatamente encamina sus pasos hacia el rostro de su progenitor, deteniéndose cuando aún está lejos; no podía soportar, en efecto, mayor proximidad de su luz. Cubierto de ropas de púrpura estaba Febo (el Sol) sentado en un trono que resplandecía de brillantes esmeraldas.
A derecha e izquierda estaban de pie el Día, el Mes, el Año, los Siglos, las Horas, colocadas a distancia iguales, y la joven Primavera ceñida de una corona de flores, y estaba desnudo el Verano, portador de guirnaldas de espigas, y estaba el Otoño, sucio de uvas pisadas, y el helado Invierno con blancos cabellos erizados. Desde su sitial colocado en el centro vio el Sol, con los ojos que todo lo ven, al joven, que estaba asustado por lo extraordinario del espectáculo, y le dijo: “¿Cuál es el motivo de tu viaje? ¿Qué has venido a buscar en esta alta morada, Faetón, descendencia mía que tu padre no podría negar?” Responde él: “Oh luz común del mundo inmenso, padre Febo, si me permites hacer uso de este nombre y Clímene no oculta su falta bajo un motivo ficticio, dame pruebas, progenitor, que demuestren que soy verdadera prole tuya, y aleja de mi alma la incertidumbre”. Así dijo; y su padre se despojó de los rayos que circundaban por entero su cabeza, le mandó acercarse y dándole un abrazo le dice: “No es justo que se niegue que tú eres hijo mío, y Clímene ha revelado tu verdadero origen; y para que ceses de dudar, pídeme el don que quieras con la condición de que te lo he de otorgar y has de obtenerlo; y que sea testigo de mi promesa la laguna (Estigia) por la que juran los dioses y que mis ojos han visto”. Apenas había acabado de hablar cuando Faetón pide el carro de su padre y la potestad y gobierno, durante un día, de los caballos de alados pies.
Se arrepintió el padre de haber jurado, y sacudiendo tres y cuatro veces su cabeza luminosa dijo: “Mis palabras se han hecho temerarias por causa de las tuyas. ¡Ojalá me fuera lícito no otorgar lo prometido”. Pero sí me es lícito disuadirte. Tu deseo no está libre de peligro; es grande lo que pides, Faetón, es un don que no está proporcionado ni a tus fuerzas ni a tan tiernos años como los tuyos. Tu destino es mortal; no es propio de mortal lo que ambicionas. No sabes que estás aspirando a algo que es también más de lo que pueden alcanzar los dioses; cada uno de ellos podrá estar satisfecho de sí mismo, pero no por eso es capaz ninguno a excepción de mí, de ocupar mi lugar en el carro portador de fuego; el mismo soberano del inmenso Olimpo, que con su diestra terrible lanza sus rayos implacables, no conducirá nunca este carro; ¿y qué tenemos más grande que Júpiter?
La primera parte del camino es empinada y por ella apenas tienen fuerzas para ascender los caballos por la mañana, cuando aún están frescos; la parte media atraviesa la región más elevada del cielo, hasta el punto de que a mí mismo me da miedo muchas veces ver desde allí el mar y la tierra, y mi pecho tiembla y palpita de terror; la última parte del camino es una pendiente y necesita de dirección segura; entonces hasta la misma Tetis (la esposa de Océano), que me acoge abajo en sus ondas, suele temer que caiga yo al abismo. Añade que el cielo está animado en perpetuo movimiento circular por el que arrastra a las altas constelaciones haciéndolas girar en veloz rotación. Mis esfuerzos se dirigen en sentido contrario y a mí no puede vencerme el impulso que vence a los demás, sino que mi movimiento es opuesto al raudo giro de los otros (1).
Supón que te he dado el carro; ¿qué vas a hacer? ¿Vas a poder marchar contra la rotación de los polos sin que su veloz eje te lleve consigo? Quizás te imaginas que hay allí bosques y ciudades de los dioses y santuarios repletos de ofrendas; por el contrario, hay que marchar entre asechanzas y figuras de animales feroces. Y aun en el caso de que mantengas tu camino y no te veas arrastrado fuera de él, sin embargo tendrás que pasar por entre los cuernos del “Toro” que te encontrarás cerrándote el paso, y atravesar el “Arco hemonio” y las fauces del “León” sanguinario y el “Escorpión” que presenta curvados sus salvajes brazos en largos trechos, y el “Cangrejo” que curva sus brazos de diferente manera.
Tampoco puede serte fácil dirigir mis corceles, enardecidos por los fuegos que llevan en el pecho y que exhalan por boca y narices; apenas me toleran a mí cuando se caldea su violenta fogosidad y su cerviz se rebela contra las riendas.
Tú, por tu parte, hijo, cuídate de impedir que vaya yo a resultar el dador de un privilegio fatal para ti, y ahora que todavía estás a tiempo enmienda tus anhelos.
¿Precisamente me pides garantías seguras para creer que procedes de mi sangre?
Garantías seguras te doy con mi temor, y mi angustia de padre prueba que soy tu padre. Mira, contempla mi rostro, y ¡ojalá pudiera incrustar tus ojos en mi pecho y descubrir las internas ansiedades de un padre! Y por último, considera todo lo que posee el opulento mundo, y de entre tantos y tan inmensos bienes del cielo, de la tierra y del mar pídeme alguno; no habrá negativa para ti. La única cosa que te suplico que no pidas es eso que en realidad es un castigo y no un honor; un castigo, Faetón, pides en vez de un presente (regalo). ¿Por qué, insensato, estrechas mi cuello con tus brazos acariciantes? No dudes, se te dará lo que tú desees, he jurado por las ondas estigias; pero desea tú algo más prudente.
Había acabado sus consejos; mas Faetón rechaza sus palabras, insiste en su proyecto y arde en deseos del carro. De manera que su padre, después de demorarlo cuanto pudo, lleva al joven al alto carro, don de Vulcano.
De oro era el eje, la lanza de oro, de oro las llantas que envolvían las ruedas, y de plata el conjunto de los radios; en el yugo crisólitos (especie de granates de color verde esmeralda) y pedrerías ordenadamente dispuestas devolvían a Febo los reflejos de su luz resplandeciente. Mientras Faetón admira todo aquello y contempla la obra, he aquí que la Aurora vigilante ha abierto en el luminoso oriente sus puertas de púrpura y sus atrios llenos de rosas; huyen las estrellas, de cuyas columnas cierra la marcha el Lucífero (lucero cuya aparición precede inmediatamente al amanecer) y sale el último de su puesto de guardián del cielo.
Cuando Titán (el Sol) vio que éste se encaminaba a la tierra, que el cielo se arrebolaba y que parecían desvanecerse los cuernos de la Luna agonizante, ordena a las Horas veloces que unzan los caballos.
Las diosas ejecutan rápidas la orden y traen de sus elevados pesebres los corceles que vomitan fuego, saciados de jugo de ambrosía, y les ponen los frenos sonoros. Entonces el padre tocó el rostro de su hijo con una crema divina haciéndolo capaz de soportar la llama voraz, colocó sobre su cabellera los rayos, y exhalando de su pecho angustiado suspiros que presienten la desgracia dijo:
“Si al menos puedes atender a estos consejos de tu padre, sé parco en el uso de la aguijada y usa con más fuerza las riendas; por su propia iniciativa galopan; lo difícil es sujetar su ardor (ímpetu). Y no elijas el camino que atraviesa perpendicularmente las cinco circunferencias (es decir, no escojas el meridiano); hay un sendero trazado oblicuamente en amplia curva, que, limitándose a tres de las zonas, evita tanto el polo austral como la Osa unida a los aquilones. Que éste sea tu itinerario; verás en él claramente las estrías de mis ruedas. Y para lograr que la tierra y el cielo soporten iguales temperaturas, no hagas descender el carro ni tampoco te esfuerces en que atraviese la región más elevada del cielo. Si asciendes demasiado quemarás las mansiones celestes; si desciendes, (quemarás) la tierra; por en medio irás con la máxima seguridad. Y que tampoco las ruedas, desviándose hacia la derecha, te acerquen a la enroscada serpiente (se refiere a la constelación del “Dragón”), ni, hacia la izquierda, te lleven junto al “Altar” (constelación del hemisferio austral de la esfera celeste), allá abajo; mantente entre ambos.
Lo demás lo encomiendo a la Fortuna; que ella te ayude y que mire por ti mejor que lo haces tú es lo que anhelo. Mientras estoy hablando la húmeda noche ha tocado los límites colocados en la ribera occidental; no estamos autorizados a tardar más; se nos reclama y la Aurora luce ya después de ahuyentadas las tinieblas. Coge en tus manos las riendas, o, si tu voluntad puede aún cambiarse, haz uso de mi consejo y no de mi carro, mientras aún estás a tiempo y aún pisas tierra firme, y mientras todavía no gravitas inexperto sobre ese carro a que desgraciadamente aspiras. Déjame a mí dar a la tierra una luz que tú puedas contemplar en seguridad”.
Ocupa él con su cuerpo juvenil el ligero carro, se yergue sobre él y se goza en tomar en sus manos las ligeras riendas, dando enseguida las gracias a su reacio padre.
Mientras tanto los veloces Pirois (el fogoso), Eoo (el de la Aurora) y Etón (el ardiente), los caballos del Sol, y en cuarto lugar Flegonte (el llameante), llenan los aires de sus relinchos de fuego y golpean con las patas las barreras. Una vez retiradas éstas por Tetis (la abuela de Faetón), desconocedora del destino de su nieto, y al ver libre ante ellos el camino del cielo inmenso, se precipitan en tromba y batiendo sus patas en los aires desgarran las nubes que se les oponen; elevados por sus alas, dejan atrás a los Euros (vientos del Este) que partieron de la misma región.
Mas era liviana la carga y no podían reconocerla los caballos del Sol; el yugo carecía de su peso habitual; y del mismo modo que se bambolean las recurvadas naves cuando no tienen el peso debido y, desprovistas de estabilidad por su excesiva ligereza, son arrastradas a través del mar, así el carro despojado de su acostumbrada lastre salta en el aire, sufre violentas sacudidas y se asemeja a un carro sin ocupantes. Tan pronto como los cuatro corceles lo notaron, se lanzan abandonando el camino trillado, y no corren ya en la misma dirección que antes. Faetón es presa de pánico; no sabe a dónde dirigir las riendas que se le han confiado ni por dónde va el camino, ni aunque lo supiera, sería capaz de imponérselo a los caballos. Entonces por vez primera se calentaron con los rayos solares los helados Triones (2) y en vano intentaron sumergirse en el mar que les está vedado; y la Serpiente (constelación del “Dragón”) situada en las inmediaciones del polo glacial y que antes estaba entorpecida por el frío y a nadie causaba espanto, se calentó y cobró con los ardores una rabia desconocida. También tú Bootes (3), dicen que huiste alborotado, a pesar de que eras lento y de que te retenía tu carreta.
Pero cuando el desdichado Faetón miró abajo a la tierra desde lo más alto del cielo y la vio extenderse allá abajo, muy abajo, palideció, las rodillas le temblaron de repentino temor, y sus ojos se cubrieron de tinieblas en medio de tan esplendente luz.
Preferiría ya no haber tocado jamás los caballos de su padre; ya siente haber reconocido su origen y haber prevalecido en sus peticiones; ansiando ya que se le llame hijo de Mérope, es arrastrado como un navío empujado por el impetuoso Bóreas (viento del Norte) y cuyo piloto ha dejado suelto el ya inútil timón, abandonando la embarcación a los dioses y a las plegarias.
¿Qué hacer? Mucho cielo ha quedado atrás en el camino; más es lo que queda ante los ojos; con el pensamiento mide ambos tramos, y tan pronto mira al ocaso(a la puesta del sol, al occidente), que el destino no le permitirá alcanzar, como se vuelve en dirección al orto (a la salida del sol, al oriente); sin saber qué hacer permanece alelado, y ni suelta las riendas ni es capaz de sujetarlas ni conoce los nombres de los caballos.
Además ve espantado, diseminada en un cielo heterogéneo, toda clase de prodigios e imágenes de fieras gigantescas. Hay una región en donde el “Escorpión” curva sus brazos formando un doble arco, y con la cola y las pinzas dobladas en ambos lados extiende en el espacio los miembros de sus dos signos (4).
Cuando el muchacho lo ha visto, empapado en el sudor de su negro veneno y amenazando herir con su curvo aguijón, pierde el control de sí mismo, presa de helado terror, y suelta las riendas.
Cuando éstas, abandonadas, tocan las grupas, se apartan los caballos de su ruta y, sin que nadie los gobierne, marchan a través de los aires de zonas ignotas, y por donde los lleva su impulso se precipitan desenfrenados; en el alto éter se arrojan contra las estrellas fijas, arrastran el carro por parajes remotos y tan pronto se encaminan a las cumbres como se lanzan por pendientes y caminos abruptos llegando a las proximidades de la tierra.
Se admira la Luna de que los caballos de su hermano (el Sol) corran por debajo de los suyos, y las nubes abrasadas se disipan en humo. Las regiones más elevadas de la tierra se incendian; se producen hendiduras en la corteza terrestre, y la tierra se deseca, privada de sus jugos. Blanquean los pastos, arde el árbol con sus hojas, y las áridas mieses ofrecen combustible para su propia ruina.
De pequeños daños me estoy lamentando; perecen grandes ciudades con sus murallas, y los incendios convierten en cenizas naciones enteras con toda su población. Arden las selvas y los montes….
Ve entonces Faetón el mundo incendiado en todas sus partes; no soporta tan enorme calor, respira brisas hirvientes como si salieran del fondo de un horno, y advierte que su carro está al rojo blanco. Y ya no puede resistir las cenizas ni las pavesas que saltan; por todas partes se ve envuelto en humo caliente, y, rodeado de tinieblas como la pez, no sabe adónde va ni dónde está. Y se siente arrastrado a capricho de los caballos voladores.
Se cree que fue entonces cuando los pueblos etíopes adquirieron el color negro, al ser atraída la sangre a la superficie del cuerpo; entonces se hizo árida la Libia, al secar el calor su humedad; entonces lloraron las ninfas, con los cabellos sueltos, la muerte de fuentes y lagos….
Tampoco quedan a salvo los ríos a quienes habían tocado en suerte cauces amplios….
Libro II, 260 -343
En todas partes se resquebraja el suelo, por las hendiduras penetra la luz hasta el Tártaro (la región más tenebrosa y horrible del mundo subterráneo de los muertos, y en general el Infierno o reino de Plutón) y espanta al rey del mundo subterráneo y a su esposa; el mar se encoge, y no es ya más que un campo de arena lo que poco antes era el Océano. Emergen los montes que cubría el mar profundo y aumentan así el número de las diseminadas Cícladas. Los peces buscan las profundidades, y ya no se atreven los torneados delfines a levantar sobre las aguas hendiendo los aires como acostumbraban; cuerpos de focas flotan sin vida tendidos boca arriba en la superficie del abismo. Dícese que el mismo Nereo y Doris y sus hijas encontraron tibias las cuevas en que se escondieron.
Tres veces se atrevió Neptuno a sacar del agua sus brazos y su rostro amenazador; tres veces no pudo soportar los fuegos del aire. Mas la tierra que alimenta, rodeada como estaba por el océano, entre las aguas del mar y los manantiales por todas partes reducidos que se habían ocultado en las entrañas de su madre tenebrosa, aunque desecada , levantó penosamente su rostro hasta el cuello, se puso la mano sobre la frente y agitándolo todo en poderoso temblor descendió un poco para colocarse por debajo de su posición ordinaria; y con su voz augusta habló así:
“Si ésta es tu voluntad y si yo lo he merecido, ¿por qué, oh el más alto de los dioses, se hacen esperar tus rayos? Que a quien ha de perecer por la fuerza del fuego se le conceda perecer por el fuego tuyo, y consolarse de su ruina pensando en quién es su autor. Apenas, verdaderamente, puedo hacer que mi garganta dé salida a estas mismas palabras”; - el calor le oprimía la boca – “contempla mis cabellos chamuscados y todas las pavesas que hay en mis ojos y que hay en mi cara.
¿Es ésta mi recompensa, éste el premio que me pagas por mi fertilidad y mis servicios, por soportar las heridas del curvo arado y de la azada y ser atormentada durante el año entero, por proporcionar pasto al ganado, sazonado alimento, las cosechas, al género humano, e incienso a vosotros mismos?
Pero supón que yo haya merecido el último suplicio; ¿qué han merecido las aguas, qué tu hermano? ¿Por qué decrecen los mares que la suerte le entregó y se alejan así del cielo? Y si no hay consideración para tu hermano ni para mí que pueda moverte, al menos ten piedad de tu propio cielo; mira a ambos lados: los dos polos están humeando, y si el fuego llega a deteriorarlos, vuestros propios palacios se derrumbarán.
Ahí tienes al mismo Atlas (5) en apurada situación; apenas puede sostener con los hombros el eje incandescente del mundo. Si perecen los mares y la tierra, si perece la mansión celeste, iremos a la confusión del antiguo caos. Arrebata a las llamas lo que aún resta y cuídate de la suerte del universo”.
Así habló la Tierra; y no pudo seguir tolerando los ardores ni seguir hablando; recogió su cabeza y la hizo entrar en sí mismo y en las grutas próximas a los manes.
Por su parte el padre todopoderoso (Júpiter), después de poner por testigos a los dioses y al mismo que había dado su carro, de que si él no acude a poner remedio todo perecería en espantoso fin, sube a la elevada fortaleza desde donde suele extender las nubes sobre la vasta tierra, desde donde produce los truenos y arroja las culebrinas de sus rayos.
Pero entonces no tenía ni nubes que poder extender sobre la tierra ni lluvias que enviar desde el cielo. Truena, y blandiendo el rayo junto a su oreja derecha lo lanza contra el auriga (Faetón), a quien arranca a la vez de la vida y del carro; así con destructor fuego detuvo el fuego. Se espantan los caballos y dando un salto en sentido contrario desuncen sus cuellos del yugo y abandonan las riendas cercenadas.
Por un lado yace el bocado, por otro el eje, descuajado de la lanza, por esta otra parte están esparcidos los radios de las ruedas destrozadas y en una amplia extensión los restos del carro hecho añicos.
En cuanto a Faetón, con los rubios cabellos devastados por las llamas, cae dando vueltas hacia el abismo y describe en el aire un largo trazo, del mismo modo que a veces una estrella, aunque no llegue a caer, puede parecer que ha caído del cielo sereno. Lejos de su patria, en apartada región del globo, lo acoge el gigantesco Erídano (río mítico, a veces identificado con el Po, a veces con el Ródano) y le lava el rostro humeante. Las Náyades (ninfas de las corrientes de agua dulce) de Occidente entregan al túmulo su cuerpo que humea por causa de la llama de tres puntas, y marcan la piedra con esta inscripción en verso:
“Aquí yace Faetón, auriga del carro de su padre; si no fue capaz de gobernarlo, al menos cayó víctima de grandiosa audacia”.
Y su padre desdichado había cubierto y escondido su rostro, enfermo de dolor, y, si podemos creerlo, se asegura que transcurrió un día sin sol; los incendios daban luz, y así, alguna utilidad tuvo aquel desastre.
Por su parte Clímene (su madre), después de decir todo lo que había que decir en tan atroz desgracia, abatida, fuera de sí y desgarrándose el pecho recorrió el mundo entero; buscando primero los miembros inertes de su hijo y después sus huesos; encontró al fin los huesos sepultados en la ribera de un río extranjero, y postrándose en aquel lugar leyó en el mármol el nombre de su hijo que regó de sus lágrimas y calentó con su pecho descubierto.
No le lloran menos las Héliades (son las hermanas de Faetón, hijas de Helios y de Clímene, como él) que ofrecen a la muerte de su hermano el vano obsequio de las lágrimas, y golpeándose los pechos con las manos llaman día y noche a Faetón, que no va a oir sus lastimeras quejas, y se tienden junto a su sepulcro…
Las Helíades son transformadas en chopos por Júpiter.
Y también Cicno, amigo de Faetón, que lo lloraba fue transformado en cisne.
Libro II, 382 -409
Entre tanto el padre de Faetón, desaliñado y despojado de su esplendor como suele estar cuando se eclipsa para el mundo, odia la luz, se odia a sí mismo y al día, entrega su espíritu al duelo, y al duelo añade la cólera y niega al mundo sus servicios.
“Bastante afanosa, dice, ha sido mi suerte desde el principio de los tiempos, y harto estoy de mis fatigas sin término y sin recompensa. ¡Que otro cualquiera conduzca el carro portador de la luz!
Si no hay nadie que lo haga y todos los dioses confiesan que son incapaces, que los conduzca él (Júpiter), para que, al menos mientras prueba mis riendas, abandone alguna vez los rayos que dejan a los padres sin hijos. Entonces se enterará, cuando haya experimentado las fuerzas de los caballos que llevan el fuego de que no merece la muerte quien no sepa gobernarlos”.
Mientras tales cosas dice el Sol, le rodean todas las divinidades y le piden con palabras suplicantes que no vaya a cubrir de tinieblas el mundo; el mismo Júpiter se excusa de haber lanzado el rayo ya sus súplicas añade amenazas propias de un soberano.
Reúne entonces Febo a sus caballos enloquecidos y que aún son presa de terror pánico, y los golpea, resentido, con la aguijada y el látigo; está, en efecto, furioso, y les reprocha e imputa la muerte de su hijo.
Por su parte el padre todo poderoso pasa revista al vasto cercado de las murallas del cielo, y examina si hay en ellas algo que, menoscabado por el poder del fuego, pueda derrumbarse.
Cuando ve que están intactas y con toda su solidez, dirige su mirada a la tierra y a las penalidades de los hombres. Pero es su Arcadia (6) el objeto de sus más solícitos cuidados; restablece en ella las fuentes y los ríos que aún no se atrevían a correr, da césped a la tierra y hojas a los árboles, y ordena que las selvas destruidas reverdezcan”.
Notas:
(1) Se refiere al movimiento aparente anual del sol por el “zodiaco” o eclíptica, que es de sentido contrario al movimiento nocturno de toda la bóveda celeste con las estrellas fijas en ella, y contrario también al propio movimiento diurno del Sol.
(2) Triones: los bueyes de labor, catasterizados como la Osa Mayor o Menor. Los Triones son siete, como las estrellas principales de cada Osa; de donde el nombre “septentrión” y “septentrional”.
Por otro lado de la palabra griega “Arctos”, que significa “osa” derivan las palabras “ártico” y “antártico”.
(3) Bootes o boyero es una constelación de la que forma parte “Arturo”, es decir, “el guardián de la osa”, otra constelación boreal.
(4) Dos signos: el “escorpión” propiamente dicho y sus garras o pinzas, llamados “libra” o “balanza”.
(5) Atlas: Titán condenado a soportar sobre sus hombros la bóveda celeste. De aquí deriva la palabra “atlas geográfico”.
Más adelante cuenta Ovidio que Atlas fue transformado en la cordillera del “Atlas” por Perseo mediante la cabeza de Medusa, que petrificaba todo lo que tenía en frente.
(6) Arcadia: aunque el nacimiento de Zeus se dice que fue en la isla de Creta, otras versiones dicen que se produjo en la Arcadia.
(P. Ovidio Nasón. Metamorfosis. Texto revisado y traducido por Antonio Ruiz de Elvira. Texto, notas e índice de nombres por Bartolomé Segura Ramos. Edit. C. S. I. C. Madrid. 1988).
Segovia, 20 de marzo del 2023
Juan Barquilla Cadenas.