LA MÚSICA EN GRECIA Y ROMA
Los griegos y romanos ignoraron completamente la armonía, en la acepción moderna del término, y la polifonía: su música se expresó exclusivamente a través de la pura melodía.
El acompañamiento seguía fielmente al desarrollo de la línea del canto, a unísono o a intervalo de octava; sólo después del siglo IV a. de C. se tiene noticia de cantos acompañados a intervalos de cuarta y de quinta.
I. LA MÚSICA EN GRECIA
Testimonios dignos de consideración sobre los orígenes de la música griega son conservados por el autor del diálogo “De música” atribuido a Plutarco: una fuente particularmente valiosa porque se basa en las obras de estudiosos pitagóricos, académicos y peripatéticos, como Glauco de Regio, Heráclides de Ponto, Aristoxeno, bien informados sobre la cultura musical de la Grecia arcaica.
Uno de los personajes del diálogo, Lisis, menciona en los primeros capítulos los nombres de géneros poético-musicales: Anfión, hijo de Zeus, iniciador de la citarodia (el canto acompañado por la cítara), Lino, de los “threnoi” (cantos fúnebres); Anteo, de los “hymnoi” (himnos).
Entre los citaredos, Piero compuso poemas en honor a las Musas; Filemón, en Delfos, fue el primero en preparar un coro para honrar a Latona, Apolo y Artemisa; Tamiris cantó la “Titanomaquia”; Demódoco, la destrucción de Ilión (Troya) y las bodas de Afrodita y Hefesto; Femio, el retorno de los héroes de la guerra de Troya.
Una mención especial es reservada por el Pseudo- Plutarco a Orfeo, el cantor tracio, recordado sobre todo por la originalidad de sus composiciones.
Junto a los “citaredos” (poetas que cantaban acompañados de la cítara), estaban los “auletas” (los ejecutantes del aulós, instrumento de viento , u oboe doble que los romanos llamaban tibia) difundido en formas variadas en todo el Oriente mediterráneo.
Y los “aulodas” eran compositores de cantos que iban acompañados por el aulós.
Entre los primeros, Olimpo, Hiagnis, Marsias, Olimpo el Joven, todos originarios de Frigia: este último un elemento que confirma la existencia desde los tiempos más antiguos de estrechos vínculos musicales entre Grecia y Asia Menor.
Entre los segundos, Ardalo de Trecenas, Clonas y Polimnesto, autores de elegías y cantos líricos.
Algunos de estos compositores habían vivido y habían actuado en épocas anteriores a la formación de los poemas épicos (Ilíada y Odisea), o habían sido contemporáneos de Homero.
Según el Pseudo- Plutarco (De música, 3), fueron autores de cantos solísticos y corales verosímilmente en metro lírico.
El término griego del cual se deriva el nombre de “música”, mousiké téchne ( el arte de las musas), definía, todavía en el siglo V a. de C., no sólo el arte de los sonidos, sino también la poesía y la danza, es decir, los medios de transmisión de una cultura, que, hasta finales del siglo IV a. de C. fue esencialmente oral, una cultura que se manifestaba y se difundía a través de ejecuciones públicas en la cuales no sólo la palabra, sino también la melodía y el gesto tenían una función determinante.
El compositor de los cantos para las ocasiones festivas, el poeta que cantaba en los banquetes, el autor de obras dramáticas eran los portadores de un mensaje propuesto al público de una manera atrayente y, por tanto, persuasiva, precisamente a través de los medios técnicos de la poesía como son los recursos del lenguaje figurado y metafórico, y la armonía de los metros de las melodías, que favorecían la audición y la memorización.
La unidad de poesía, melodía y acción gestual que se manifestó en las culturas arcaica y clásica condicionó la expresión rítmico-melódica a las exigencias del texto verbal.
Pero la presencia conjunta del elemento musical y coreográfico junto al elemento textual en casi todas las formas de la comunicación es también la prueba de la difusión generalizada de una cultura musical específica en el pueblo griego desde los tiempos más remotos.
El arte figurativo testimonia una intensa actividad musical en el segundo milenio a. de C.: ejecutantes de instrumentos de cuerda y viento son representados en estatuillas del siglo XIX –XVIII a. de C. descubiertas en Keros y en Thera, y representaciones de citaristas y de auletes aparecen también en frescos cretenses. En una escena procesional de un sarcófago del siglo XVI a. de C., que se halla en el Museo de Heraclíon, el cortejo de las mujeres que llevan la ofrenda es acompañado al son de una lira de siete cuerdas, y escenas de danza con acompañamiento instrumental son frecuentes en las pinturas de los vasos desde el siglo VIII a. de C.
Pero para una valoración del papel que la música revistió en el ámbito de la sociedad griega ya en la época micénica son aún más significativos los testimonios literarios.
En la Ilíada, los representantes de los aqueos (griegos) son enviados al santuario de Apolo en Crisa, en la costa de Asia Menor, junto a la actual Edremit, para hacer cesar la peste que había azotado a su ejército bajo los muros de Troya: después de haber restituido la hija al sacerdote Crises y de haber cumplido el sacrificio expiatorio, aplacan la ira del dios entonando a coro el peán (Il. I, 472 y ss).
También Aquiles canta acompañándose con la phorminx, el instrumento de cuerda de los aedos, para aliviar la pena de su alma. ( Il. XVIII, 490 y ss.)
En la Odisea tienen un notable relieve las figuras de los citaredos Femio de Ítaca y Demódoco de Corcira: son verdaderos artesanos del canto, cuya obra es indispensable para que los banquetes sean dignos de la nobleza de los convidados o para acompañar las danzas atléticas durante la fiesta popular de los feacios.
Éstos tienen un repertorio de cantos amplio y celebrado, que sus oyentes habituales conocen y aprecian (Od. I, 337 y ss.; VIII,487 y ss.): son honrados como depositarios del sagrado don de las Musas, la inspiración, y como artífices capaces de exponer con propiedad y eficacia los argumentos que las diosas mismas sugieren.
Si ya en los poemas homéricos las alusiones a la actividad musical son numerosas e interesantes, mucho más intensa y articulada se revela, por los testimonios literarios, la vida musical en las épocas siguientes: todos los textos líricos griegos, arcaicos y clásicos fueron compuestos para ser cantados en público con acompañamiento instrumental, y en las representaciones dramáticas el canto coral y solístico tuvo en el período clásico una importancia por lo menos igual a la de diálogo y de la acción escénica.
La música estuvo presente en todos los momentos de la vida social del pueblo, en las ceremonias religiosas, en las competiciones agonísticas, en los banquetes, en las fiestas solemnes y hasta en las contiendas políticas.
Por las narraciones mitológicas – Orfeo, que con el canto amansa las fieras y convence a los dioses del Hades para que devuelvan a la luz a su Eurídice; Anfión y Ceto, que levantan los muros de Tebas moviendo las piedras con el sonido de la cítara, por citar dos ejemplos - y por los testimonios literarios, a partir del mismo Homero, podemos darnos cuenta de la función primordial que el canto y el son de los instrumentos tuvieron también en los rituales de carácter iniciático, purificatorio, de conjuro médico, etc.
También en Roma, en su ámbito de cultura oral, todas las formas poéticas de las que nos han llegado noticias (poesía sagrada, cantos conviviales, textos dramáticos, cantos triunfales, lamentaciones fúnebres) estaban destinadas a la ejecución cantada con acompañamiento instrumental.
Por el estrecho vínculo que unía poesía, música y danza, los resultados de los estudios recientes sobre la composición y sobre todo la difusión de los textos literarios, nos suministran indicaciones que pueden ser válidos también para su componente rítmico musical.
Ante todo, hay que señalar que cada performance estaba estrechamente vinculada al “aquí y ahora”: la ocasión del canto condicionaba su ejecución a nivel textual, rítmico y melódico. Cada composición podía ser sucesivamente reiterada en cada ocasión, como sucedía sobre todo con los cantos que se entonaban en los banquetes, pero sus elementos – palabra, ritmo, música- eran en cada caso adecuados a las exigencias del momento, si bien conservaban siempre una conformidad de estilo, de estructura métrica, de marcha melódica que garantizaba la continuidad de carácter, aun en las variaciones e improvisaciones.
La difusión y la transmisión de los textos acontecía a través de la audición y de la memorización: aun cuando los poetas no improvisaron más, sino que escribieron sus obras, éstas continuaron siendo conocidas por el público sobre todo a través de la performance oral.
Parece que la música griega, en las épocas arcaica y clásica, no fue jamás escrita: la tradición manuscrita de los poetas griegos, que se remonta en gran parte a las ediciones de los gramáticos alejandrinos, no nos han conservado ningún texto con notación musical.
Si en la época helenística los editores hubieran tenido la posibilidad de transcribir, junto con los textos literarios, también sus líneas melódicas relativas, no habrían descuidado, por cierto, este elemento esencial de la poesía.
Por otra parte, el primer testimonio, por demás muy genérico, sobre el uso de una forma de notación aparece solamente en Aristoxeno (Harm. I, 7 p. 12,15 Da Ríos), que desarrolló sus teorías entre finales del siglo IV y comienzos del III a. de C.
Existen motivos válidos para afirmar que la música griega no fue jamás escrita antes del siglo IV a. de C. y que, aun después, la escritura musical sirvió únicamente a los músicos profesionales para notaciones en sus apuntes de uso propio.
Los textos literarios griegos no fueron jamás publicados con la partitura musical, ni siquiera después del siglo IV a. de C., cuando la difusión y la transmisión de las obras poéticas fueron confiadas, además de a la ejecución oral, también a la escritura.
Por lo que atañe en particular a la música, sabemos que ésta se mantuvo fiel a módulos tradicionales de composición hasta el fin del siglo V a. de C.: esta fidelidad debió necesariamente significar la repetición continua de esquemas estructurales y melódicos que constituían los elementos característicos de los determinados “géneros” de canto.
Platón (Leyes, III, 700 a y ss.) menciona que en el pasado los diversos “géneros” musicales eran muy distintos y cada uno tenía su carácter específico: la plegaria a los dioses, el himno, no se confundía con el lamento fúnebre, con el peán, con el ditirambo, con el nómos ; no era lícito al compositor atribuir a estas formas de canto un destino diferente de aquélla establecida por la tradición.
Para Platón, transgredir esta norma comportaba también la disolución del orden político y social.
Platón en pleno siglo IV a. de C. basaba todavía la educación de los guardianes de su ciudad ideal en la música y la gimnasia, de acuerdo con una tradición según decía él, “establecida desde tiempos inmemoriales”. Hacia el final de su vida en las “Leyes” aún llama hombre sin instrucción al que es incapaz de participar en los coros (654 a-b) y culpa a las libertades introducidas en la música de la decadencia de una Atenas sumida en la anarquía (700-701).
La composición musical en Grecia mantuvo hasta el siglo IV a. de C. estos caracteres de improvisación- variación según las exigencias del momento y al mismo tiempo de repetitividad en respeto a la tradición: por consiguiente, el compositor adecuaba el canto a la ocasión sin modificar los elementos característicos del “género”, que no debían en modo alguno ser alterados.
Las composiciones, confiadas sólo a la memoria de los oyentes y reelaboradas en el curso de sus varias ejecuciones se perdieron cuando, habiendo cambiado el gusto del público, no se sintió más la necesidad de retomarlas.
El florecimiento de una intensa actividad musical tras el fin de la edad micénica está vinculado con la transformación profunda que se produjo precisamente en este período en la sociedad griega: modos y ritmos de evolución distintos, pero de carácter sustancialmente unívoco.
Nace la “polis”, la ciudad-estado.
Esta nueva dimensión política ofrece a los ciudadanos motivos cada vez más frecuentes de participación en las diversas formas de vida social: las fiestas religiosas, las ceremonias de los thíasos, reuniones de los iniciados al culto de determinadas divinidades, y los banquetes de las heterías (asociación de amigos o compañeros) en las cuales participaban los pertenecientes a la misma facción política.
Durante las fiestas públicas son habitualmente ejecutadas las composiciones corales, que adquieren formas particulares según la destinación del canto: a los “géneros” más antiguos, el paián en honor de Apolo, el hymenaios, canto de bodas y el threnos, canto fúnebre, de los cuales hallamos mención ya en Homero, se añaden otros como el himnos, el canto en honor de los dioses y de los hombres; el prosódion, melodía procesional; el parthénion, ejecutado por un coro de doncellas; el dithýrambos dionisiaco.
Los cantos solísticos, en cambio, están destinados generalmente a un público menos numeroso, como el de los thíasos y, sobre todo, de los “simposios” que concluían los banquetes, cuando los convidados, luego de las libaciones rituales a los dioses, se abandonaban al placer del vino y del amor.
Pero el “simposio” era también la sede de los intercambios de ideas, de los debates políticos, de la definición de programas de acción: la música y el canto no contribuían solamente a hacer más alegre este momento de la vida social, sino que adquirían a menudo la función de instrumento de propaganda política y cultural, como se deduce, por ejemplo, de los poemas de Alceo y de muchas elegías arcaicas.
Esparta, en el siglo VII a. de C. fue el centro musical más importante de toda Grecia: la música y la gimnástica constituían los fundamentos de la instrucción de los muchachos y de las doncellas, que a partir de los siete años eran educados en común a cargo del Estado; al canto coral se le atribuía en la sociedad espartana una función paidéutica en sentido comunitario también para los adultos, pues contribuía a mantener vivos los valores esenciales de la moral pública, el amor a la patria y el respeto a la ley.
Alceo y Safo vivieron en Mitilene entre los siglos VII y VI a. de C., en un período de ásperas luchas políticas: se había roto el equilibrio entre las facciones aristocráticas que anteriormente habían sostenido el gobierno oligárquico y sus jefes se disputaban el dominio personal sobre la ciudad.
En este clima de contienda y de odios personales, Alceo compuso cantos, destinados sobre todo a los compañeros de lucha, a los miembros de su facción.
La actividad poética de Safo, en cambio se desarrolló enteramente en el ámbito del thíasos, un lugar del culto sagrado a Afrodita, a las Musas, a las Cárites, en el cual tenía su sede una comunidad de doncellas de la aristocracia lésbica y jónica.
El thíasos constituyó el instrumento principal para la educación y la iniciación de las doncellas a la vida matrimonial, en un período de pasaje de la adolescencia a la vida adulta; los elementos esenciales de la formación paidéutica fueron la música, la danza, el canto, que estaban estrechamente vinculados a los rituales de la comunidad y a las ceremonias nupciales de iniciación.
Buena parte de los cantos nupciales (epitalamios) de Safo estaba destinada a ser ejecutada por el coro de las doncellas durante las ceremonias de iniciación al matrimonio.
En otra región periférica del mundo griego, la de las colonias de Italia meridional y de Sicilia, se estableció entre los siglos VII y VI a. de C. una escuela poética y musical cuyo representante más ilustre fue Estesícoro de Himera, un citaredo que compuso poemas líricos no sólo monódicos sino también corales.
El prevalecer en su producción de argumentos épico-mitológicos, el uso constante de la tríada estrófica (estrofa, antiéstrofa y épodo ), el empleo de la cítara en el acompañamiento lo definen como heredero de la más antigua tradición prehomérica.
Al mismo ambiente musical de Estesícoro pertenece Íbico de Reggio, que actuó en la corte de Polícratess, tirano de Samos, en torno al 564 / 561 a. de C., si nos atenemos a la cronología de la Su(i)da.
Es legítimo suponer que en el período en que estuvo en la corte de Polícrates había incluido en su repertorio de aires dórico de Italia meridional también melodías jónicas: sabemos por Neantes de Cícico que él habría usado para el acompañamiento de sus cantos la sambyke, un instrumento de muchas cuerdas de origen asiático, parecido a la mágadis de Alcman y Safo.
Empleó también los auloi, si es cierto que compuso ditirambos.
En Samos, en la segunda mitad del siglo VI a. de C. actuó también Anacreonte de Teos, quien más tarde, después de la derrota de Polícrates por parte de los persas (522 a. de C.) fue huésped de Hiparco, tirano de Atenas.
Fue autor de cantos solísticos que ejecutaba durante los banquetes de las cortes de los tiranos.
El poeta nombra en sus versos, además de la lyra y los auloi, también instrumentos de origen asiático como los pektis, la màgadis y el bárbitos, que ya Alceo y Safo habían mencionado en sus composiciones, y que debían de ser de uso común en toda la Jonia. Como Alceo y Safo, también él se dirige a un público restringido y culturalmente homogéneo.
Pitágoras de Samos (ca.560 -470) fundó en Crotona, en la Magna Grecia, una escuela a la cual quiso dar el carácter de secta religiosa, obligando a sus discípulos a la observación de severas normas de vida.
Él y sus seguidores dedicaron mucha atención a los fenómenos acústicos y musicales: consideraban a las consonancias- en particular de cuarta, de quinta y de octava- como modelos de armonía, concebida como acuerdo, equilibrio de elementos diversos, que ellos identificaban con el alma del hombre y con el principio ordenador del cosmos. La definición de las relaciones numéricas que están en la base de los acordes musicales era para los pitagóricos el punto de partida para descubrir las leyes que gobernaban ya sea los sentimientos del alma, ya sea los movimientos de todo el universo. Ellos llegaron a estos resultados experimentalmente por medio del monocordio, cuya invención era atribuida al mismo Pitágoras.
El método, el planteamiento y los objetivos de la investigación acústica de los pitagóricos tuvieron una influencia determinante sobre las orientaciones de toda la actividad especulativa en el campo musical de los períodos sucesivos: Damón, y más tarde Platón y Aristóteles, profundizaron sobre todo la indagación pertinente a los efectos de la música sobre el espíritu del hombre, mientras que Aristoxeno y todos los estudiosos del período helenístico y romano, a excepción quizá de los teóricos de la escuela epicúrea, pusieron como fundamento de sus investigaciones a los principios físicos y matemáticos de la doctrina pitagórica.
Taletas de Gortina hizo conocer en Esparta las innovaciones de Arquíloco de Paros, que había usado en sus composiciones ritmos yámbicos (ritmos del “género doble” por la relación 1:2 entre la duración del tiempo débil y la del tiempo fuerte) y trocaicos (ritmos también del “género doble”, pero en los cuales el tiempo fuerte precede al tiempo débil), los versos asinartetos formados por yuxtaposición epódica, constituida por la sucesión de un verso más largo y uno más breve.
Él había introducido también la parakatalogué cuya forma de recitativo era sostenido por el sonido del aulós, y el acompañamiento no ya al unísono, sino al intervalo de octava.
La producción de Arquíloco no fue exclusivamente solística: él mismo afirma haber compuesto “ditirambos” (“Yo sé entonar al bello canto del señor Dionisos, el ditirambo, cuando estoy iluminado en el espíritu por el vino”; compuso también un himno para Heracles que él mismo cantó en Olimpia alternándose con el coro.
En el período de transición entre la época arcaica de los nomoi y la época clásica de las harmoniai, entre una composición ritual de la música y un modo nuevo, que podríamos definir como laico, de entender los valores de la tradición musical, actuaron en Grecia Simónides, Baquílides y Píndaro, los tres grandes poetas de la lírica coral del siglo V a. de C.
El género literario al cual ellos dedicaron sobre todo su actividad fue el epinicio, el canto para el vencedor en los juegos panhelénicos, olímpicos, píticos, nemeos e ístmicos.
La familia o la ciudad del atleta victorioso confiaban al poeta el encargo de componer el canto que el coro habría entonado en el lugar mismo de la victoria o durante la solemne celebración que se realizaba en la patria después del retorno del vencedor.
Con Laso, y quizá también con Píndaro, que fue su alumno, la música griega adoptó caracteres que representaron un progreso respecto a las formas del pasado.
Pero el proceso de renovación musical no se detuvo, aun si hasta los últimos decenios del siglo V respetó sobre todo al ditirambo.
En el ámbito de estas nuevas formas musicales se mueve el pensamiento de Damón, maestro y consejero de Pericles, que fue enviado al exilio en 444/443 a. de C., quizá por haber inducido al mismo Pericles a construir el Odeón, un edificio cubierto para los espectáculos de canto, con un gasto excesivo para el tesoro del Estado.
En un discurso ante la asamblea del Areópago había expuesto sus teorías sobre la importancia de la música en la educación.
Su doctrina se inspira en el principio fundamental de la psicología pitagórica, que sostiene que hay una sustancial identidad entre las leyes que regulan las relaciones entre los sonidos y los que regulan el comportamiento en el espíritu humano. La música puede influir sobre el carácter, sobre todo cuando éste es todavía moldeable y maleable a causa de la edad juvenil. (fr.7 Laserre): es necesario distinguir entre los distintos tipos de melodías y de ritmos aquellos que tienen el poder de educar hacia la virtud, hacia la sabiduría y hacia la justicia ( fr.6 Laserre)
Al definir y analizar los géneros de las harmoniai, Damón afirma que sólo la dórica y la frigia tienen una función paidéutica positiva para el comportamiento valeroso en la guerra y grave y moderado en la paz. (fr. 8 Laserre).
Pero el representante más famoso de esta revolucionaria escuela musical fue Timoteo de Mileto (ca. 450 – 360 a. de C.), quien llevó hasta sus últimas consecuencias el proceso de renovación iniciado por sus predecesores.
Fue compositor muy fecundo de himnos, nomoi, ditirambos y próoimia instrumentales; famoso citaredo, llevó hasta once el número de cuerdas de la cítara, y renovó la estructura rítmica del nomos citaródico, incorporando elementos que eran propios del género ditirámbico.
A distancia de algunos decenios, cuando ya la “nueva música” se había afirmado, también Platón hizo suyas las críticas y las acusaciones que los conservadores habían hecho al poeta de Mileto.
En la “República” (III, 397 c y ss.; X,595 a y ss.), a propósito de la función ética del arte en su Estado ideal, él examina la poesía y la música, adoptando una postura de neto rechazo con respecto a la “nueva música”, mimética y expresionista, que suscita en el hombre emociones y pasiones que turban su equilibrio racional.
A diferencia de Platón, que había excluido de su ciudad ideal toda forma de arte mimética, Aristóteles, en los últimos capítulos de la “Política” (VIII, 1339 b 10 ss.) da una valoración sustancialmente positiva de la música de su tiempo. Él afirma que la educación musical debe procurar al hombre un digno esparcimiento en los períodos de reposo, aparte de favorecer el desarrollo de un carácter moralmente irreprensible (intachable) y de guiarlo a la sabiduría.
La música debe, por tanto, proponerse como objetivo también la consecución del placer, y cada tipo de melodía, aun aquella que Platón no admitía en su estado ideal, obtiene así un reconocimiento de su validez.
Además, aun los cantos que perturban fuertemente el espíritu a través de la imitación de pasiones violentas, tienen un efecto benéfico de liberación catártica: se debe, en suma, hacer uso de todas las melodías, pero con diversos fines.
Para la educación ética de los jóvenes, las más aptas son las harmoniai dórica y la lidia; la frigia, admitida por Platón, parece a Aristóteles demasiado entusiástica y orgiástica. La enseñanza musical debe suministrar los medios para juzgar con competencia sobre la belleza de los cantos y para gozar de ellos correctamente.
El papiro Leid. Inv.510 (mediados del siglo III a. de C.) contiene una antología de cantos líricos de “Ifigenia en Áulide” de Eurípides con la partitura musical. Precisamente en relación al abandono de las líneas melódicas tradicionales nació en los siglos IV y III a. de C. la exigencia de escribir la música: pero el uso de la notación nunca se difundió fuera del estrecho círculo de los músicos y actores profesionales.
En la época helenística florecieron también escuelas que preparaban a los jóvenes para una actividad musical específica: una inscripción de Teos (CIG II 3088) nos suministra indicaciones sobre las disciplinas que eran impartidas, desde la técnica citarística y citaródica a la rítmica, a la mélica (estudio del melos), a la recitación cómica y trágica. De este modo se aseguraba la continuidad de la educación teatral y musical.
Por las exigencias del nuevo modo de hacer teatro, que requería para la parte musical coloridos y timbres según la naturaleza de los textos presentados, se difundió cada vez más la práctica de la synaulia (el acompañamiento de instrumentos de viento y de cuerda que sonaban juntos), de la cual hay alusiones en Píndaro y que condujo en la época imperial a la constitución de verdaderas orquestas : Séneca ( Ep. 84, 10), a propósito de una ejecución musical, se muestra impresionado por el número de los coreutas (“son más los cantores en nuestros conciertos que los espectadores en los teatros de antaño”) y de los ejecutantes, que ocupaban toda la escena e incluso las últimas gradas. Pero pese al uso simultáneo de varios instrumentos, no se configuró, sin embargo, el fenómeno de la armonía y de la polifonía, propio de la música moderna; ni siquiera lo determinó la invención por parte de Ctesibio de Alejandría (siglo III a. de C.) del órgano hidráulico (hydraulis), un instrumento muy similar a los órganos actuales, en el cual el suministro del aire a los tubos era realizado por un mecanismo que utilizaba la presión del agua.
Los tratados sobre música del período más tardío contienen algunos ejemplos originales no tanto en las definiciones y en los enunciados teóricos, que repiten en la mayoría de los casos esquemas pitagóricos y aristoxénicos, como en las consideraciones sobre el valor educativo de la música y, en general, sobre las relaciones entre mús¡ca y filosofía.
Una obra valiosa por su información completa y de calidad es el “De música” de Arístides Quintiliano, de quien se piensa, generalmente, que ha vivido en el siglo II d. de C.
“Según Arístides Quintiliano, la ventaja de la música, no sólo ya respecto a las demás artes, sino incluso también respecto a los mismos entes de nuestro mundo, reside en la “incorporeidad” de su materia: la música está hecha con sonidos, que no son sino movimientos ordenados, en definitiva, números.
Si ese movimiento que es el sonido, al aplicársele unas leyes racionales, produce el fenómeno musical (el cual es considerado como paradigma (modelo) de la belleza artística en este mundo), no será difícil inferir esas mismas leyes en el orden-belleza del universo, en la Belleza misma.
Pero el mayor interés que tiene el arte musical es que, al ofrecer esa imagen del Todo, se convierte en un arte educativo, es decir, un arte que sirve para guiar la acción a lo largo de toda la vida, un arte práctico que además produce placer.
El pensamiento musical de influencia pitagórico- platónica que preside el tratado de Arístides considera que en la música se encierran la razones para la comprensión del universo. La música no sólo es aquello que suena, sino, ante todo, el paradigma mismo del “ser” entendido como armonía. En este sentido la música es útil a las demás ciencias.
Su superioridad respecto a las demás artes radica en que es capaz de modelar la propia manera de ser del hombre, su éthos: la música es también una ética, útil para toda la vida.
Esa facultad para hacer de la vida entera una obra ordenada y bella es el verdadero beneficio que se deriva del arte musical.
Verdaderamente, no hay acción entre los hombres que se realice sin música. Los himnos divinos y las ofrendas son ordenados con música; las fiestas privadas y las festividades públicas de las ciudades son magnificadas con ella; los combates y las marchas se inician y se detienen mediante música. También hace menos penosas las navegaciones y el remar, y los más pesados trabajos artesanos, produciendo un alivio en las fatigas. Y en algunos pueblos extranjeros ha sido empleado incluso en los duelos, al romper con la melodía la agudeza del dolor”. (Arístides Quintiliano. Sobre la música. Trad. y notas de Luis Colomer y Begoña Gil. Edit. Planeta DeAgostini).
Aunque sus enunciados teóricos no presentan sustanciales novedades de planteamiento respecto a la doctrina rítmica y métrica precedente, su obra se distingue por la claridad y la sistematicidad de la exposición.
Examina también estructuras rítmicas como los ritmos epítritos, los ritmos compuestos y mixtos y los ritmos irracionales, es decir, aquellos para los cuales no se puede indicar una relación constante entre tiempo fuerte y tiempo débil.
En el segundo libro de su tratado, Arístides considera la función paidéutica de la música y en general los efectos que los diversos tipos de música producen sobre el espíritu humano. Ya al comienzo del primer libro Arístides había afirmado que la dialéctica y la retórica pueden mejorar el alma sólo si se la encuentra ya purificada por la música (De mus. I,1); en los primeros capítulos del segundo libro define la música como la disciplina guía para la educación del elemento irracional del alma, colocándola en el mismo lugar de preeminencia que ocupa la filosofía para el elemento racional (De mus. II,3).
La mousiké – entendida como unión de palabra, melodía y danza- es la más eficaz de todas las artes para la educación del hombre.
La pintura y la escultura producen efectos limitados, puesto que presentan a la vista sólo una representación estática de la realidad; la poesía sin melodía ni danza actúa sobre el espíritu a través del oído, pero no puede suscitar el pathos y mucho menos hacer que éste se adecúe a los argumentos tratados. La mousiké, en cambio, educa por medio de la palabra, de la melodía y de la danza, que es una representación mímica de las acciones fundada sobre el ritmo; actúa a través del oído y de la vista, realizando el grado más elevado de mímesis en modo dinámico y no estático (De mus. II,4).
Arístides Quintiliano, a diferencia de Filodemo, admite la existencia de un ethos aun para la pura melodía (De mus. I, 12), pero considera la unión de poesía, melodía y danza como la forma artística más completa y en conjunto más útil para la educación, porque cada una de ellas ejerce en este sentido una función complementaria de las otras.
En el mismo capítulo del “De música”, Arístides Quintiliano sostiene que para la imitación se deben proponer en la “performance” los caracteres nobles y viriles de los pensamientos y discursos, como asimismo de las melodías y de los ritmos. El origen platónico de estos principios es evidente, pero en el “De música” encontramos ecos de otras doctrinas, neoplatónicas, neopitagóricas y estoicas, sobre todo en el tercer libro, en el cual Arístides Quintiliano considera las relaciones y las analogías entre la naturaleza del cosmos y la naturaleza del hombre, entre la música de las esferas celestes y la música terrena.
II. LA MÚSICA EN ROMA
En el año 146 a. de C., con la toma de Corinto, los romanos se adueñaron de toda Grecia. Los vencedores privaron de libertad a los vencidos, pero abrieron las puertas de su propia ciudad a la cultura de ellos: De Grecia llegaron en gran número los libertos, los retóricos, los artistas, los actores, los músicos, quienes hallaron en Roma condiciones más favorables para su actividad.
La música se transformó en este período en materia de estudio para los jóvenes y también para las chicas de las clases altas.
Tampoco en la elaboración de la teoría musical los romanos adoptaron posiciones originales, sino que se atuvieron a las teorías de los griegos.
Del “De música” de Varrón (116-28 a. de C.), el primer tratado en Latín sobre la música, que constituía el séptimo libro de su enciclopedia (“Disciplinae”), no nos ha quedado nada: pero sí las indicaciones que nos son dadas por las obras de Censorino ( “De die nat.” 12, 1 ss.), Marciano Capella ( “De nupt. Phil. et Merc.” 9,922 ss.), Casiodoro (“ Instit.” II,5), Macrobio ( “Comm. ad somn. Scip.” 2,3,4 ss.) han de ser referidas en particular a esta obra; ella debía comprender no sólo la exposición de la teoría musical propiamente dicha, sino también el análisis de las relaciones entre las leyes de la armonía y las que rigen el equilibrio del alma y del universo, las consideraciones sobre los efectos paidéuticos, médicos y mágicos de la música, además de la descripción de los instrumentos musicales y de la historia de la música griega y romana.
Varrón se ocupó de la música también en las “Saturae Menippeae”: el argumento del “Asinus ad lyram” guarda relación con la enseñanza musical y con los efectos de la música sobre los oyentes (“a menudo con el variar frecuente de los tonos de la tibia (especie de oboe) cambian los pensamientos de todos los espectadores, saltan sus espíritus”); en el “Parmenón” son ridiculizados los imitadores de los ritmos y de las melodías griegas.
Su obra, en la cual confluyeron eclécticamente los principios de las teorías musicales pitagórica, platónica, aristotélica y aristoxénica, constituyó ciertamente, junto con los textos griegos de la época imperial como el “De música” de Arístides Quintiliano, el fundamento de toda la sucesión tratadística musical en Latín.
En el siglo I a. de C. se consideraron nuevos géneros de espectáculos, como el mimo y la pantomima, centrados en la interpretación de un solista.
El mimo, farsa burlesca o pieza cómico-satírica, ocupaba en escena a un actor, quien a través de la palabra, del gesto, y alguna vez también de la danza, acompañada de la tibia, interpretaba con realismo un hecho de la vida cotidiana o un argumento mitológico.
La pantomima consistía en la realización mímico-coreográfica de escenas de argumento mitológico o histórico por parte de danzarines solistas, mientras que el acompañamiento musical era confiado al coro y a una orquesta formada de tibias, cítaras, zampoñas e instrumentos de precisión que marcaban el tiempo, como la escabella, que se tocaba con los pies, y los címbalos.
La música que acompañaba a estos espectáculos debía tener el mismo carácter mimético que las composiciones destinadas a las “performances” de los comoedi y de los tragoedi, puesto que tenían la misma función de comentario y de connotación patética de las acciones presentadas.
Frecuentes eran también los conciertos en los cuales se exhibían imponentes masas corales y grandes orquestas, como las de las pantomimas, a menudo reforzadas por instrumentos de música militar (tuba, lituus, bucina, cornu). En otras ocasiones se empleaba también el órgano hidráulico o algún otro instrumento especial como la cítara “grande como un carro”, de la cual habla Amiano Marcelino (Hist. XIV, 6, 18, I).
En la época imperial afluyeron a Roma en gran número cantantes, danzarines e instrumentistas procedentes, además de Grecia, también de otras partes del Imperio: de Egipto, de Siria, de España (las bailarinas de Cádiz, famosas por sus danzas lascivas), que creó un ambiente musical muy complejo.l
Junto a las manifestaciones de la música profana también aparecen en Roma las expresiones musicales relacionadas con los cultos a las divinidades extranjeras: durante las ceremonias rituales en honor de Cibeles se ejecutaban melodías de origen frigio acompañadas al son de élimoy, auloi de varias longitudes, uno de los cuales terminaba en un pabellón curvado hacia dentro, y ritmadas con címbalos y con tímpanos; los mismos instrumentos eran empleados en los ritmos dionisiacos, en las Bacchanalia.
El culto de Isis, que se difundió sobre todo después de la conquista de Egipto (31 a. de C.), dio a conocer a los romanos, además de las melodías y de las danzas del valle del Nilo, también el sistro, un instrumento formado por láminas metálicas que tintineaban agitadas por los sacerdotes.
Fue en este ambiente cultural, tan variado y complejo, donde se formó en los siglos I y II d. de C. el primer núcleo de cantos cristianos.
Los primeros fieles que formaron la Iglesia de Roma eran hebreos, y en la salmodia hebraica podemos distinguir sin más uno de los elementos fundamentales de las primitivas expresiones musicales cristianas.
Pero la difusión del cristianismo en todo el imperio y su penetración en contextos culturales y sociales muy diversos enriquecieron el canto litúrgico con motivos heterogéneos que contribuyeron a diferenciarlo de la música de la sinagoga.
Ciertamente, en la constitución del canto cristiano no fue extraña la influencia de la música greco-romana: el himno más antiguo que conocemos está en griego, y griega es la notación musical escrita sobre el texto.
Pero la contraposición ideológica entre cristianos y paganos, que llevó a la represión violenta de las persecuciones y que obligó a la Iglesia durante casi tres siglos a crecer en la clandestinidad, condicionó también la música de culto, imponiéndole el adoptar formas autónomas que la diferenciasen de la música profana, de cara a la cual los primeros escritores cristianos son duramente críticos.
En 313 d. de C. Constantino concedió a los cristianos la libertad de culto y más tarde Teodosio hizo de cristianismo la religión oficial del Estado.
El canto litúrgico se adecuó a las nuevas condiciones de apertura hacia grupos cada vez más numerosos de fieles: para satisfacer la exigencia de una participación coral en el rito, junto a la salmodia solística y el canto responsorial, en el cual el pueblo respondía con una breve secuencia final a la melodía del solista, se introdujo en la literatura cristiana también el canto antifonal, cantado por todos los fieles divididos en dos semicoros. Estos modos de ejecución vocal constituyeron los puntos de partida para la evolución ulterior de las formas musicales en la Edad Media.
Con la caída del Imperio de Occidente sólo la música de la Iglesia se salvó del ofuscamiento y de la desaparición de la tradición musical clásica, y fue capaz de proporcionar una contribución determinante a la formación de las nuevas culturas musicales nacionales.
(Historia de la música. Edición española coordinada y revisada por Andrés Ruiz Tarazona. Giovanni Comotti. La música en la cultura griega y romana. Traducido por Rubén Fernández Piccardo. Edit. Turner. Madrid 1995).
Segovia, 18 de enero del 2025
Juan Barquilla Cadenas.