MARY BEARD: “LA RISA EN LA ANTIGUA ROMA”
Mary Beard hace un estudio muy completo de la risa en Roma, pero también habla del fenómeno de la risa en general y diferencia los conocimientos de la risa en el mundo griego de los del mundo romano, y viene a decir que es en el mundo romano donde se da el fenómeno de la risa, tal como lo conocemos en el mundo actual: nos habla del ingenio o sentido del humor de los romanos y de que los chistes para hacer reir, como, probablemente, una de las cosas más importantes que han transmitido los romanos al mundo occidental.
Nadie, hoy, niega el valor saludable de la risa, hasta el punto de que existen talleres de “risoterapia” para aminorar la angustia y los problemas de la gente.
Los romanos, debido a su “gravitas” (seriedad, efecto de la responsabilidad que tenían), preferían las representaciones de comedias, el mimo y la pantomima, a las representaciones de tragedias.
Mary Beard estudia minuciosamente el fenómeno de la risa, estudiando las teorías antiguas y modernas sobre ella que existen en el mundo actual.
Yo reescribo aquí lo dicho por Mary Beard en su libro “La risa en la antigua Roma”, seleccionando aquello que permita conocer el contenido de la obra y la “tesis” más importante que quiere presentar: que la risa y los chistes, tal como lo entendemos hoy, tienen su origen en los romanos, aunque con influencias de los griegos y otras culturas anteriores.
Comienza contando dos situaciones en que se produjeron “risas romanas”:
La primera le ocurrió a Dión Casio, historiador que escribió una “Historia de Roma” en ochenta volúmenes, escrita en griego, que cubre el período que va desde la mítica llegada de Eneas hasta sus propios días en el siglo III d. de C.
Al parecer, Dión, entonces senador, presenciaba en el Coliseo un espectáculo patrocinado por el propio emperador Cómodo, junto con otros senadores que se encontraban sentados en la primera fila, como correspondía a los senadores: Cómodo, que parece que se había vestido de Hércules para disparar flechas mortíferas al público, mató a una avestruz, le cortó la cabeza y se acercó a donde estaban sentados los senadores, levantando la cabeza (del avestruz) con la izquierda y blandiendo la sangrienta espada con la derecha. No dijo absolutamente nada, sino que con una sonrisa burlona negaba con la cabeza para dejar claro que no iba a hacer lo mismo con ellos (los senadores).
Y dice Dión que se apoderó de ellos la risa, más que la angustia, y que para disimular cogió unas hojas de laurel de una corona que llevaba puesta y se puso a masticarlas para disimular que se estaba riendo.
Hay otro acontecimiento que cuenta Dión en su “Historia de Roma” en su relato de la expansión de Roma a principios del siglo III a. de C., casi quinientos años antes, en la que los romanos entraron en conflicto con la ciudad griega de Tarento, al sur de Italia. Al comienzo de las hostilidades, los romanos enviaron emisarios a Tarento, los cuales vestían sus togas de etiqueta con la intención de impresionar a sus adversarios con tal atuendo:
Cuando llegaron, los tarentinos se rieron de las vestimentas de los romanos, y un hombre se las arregló para manchar con sus excrementos toda la pulcra toga romana del emisario principal, Lucio Postumio Megelo. Eso hizo mucha gracia a los habitantes del lugar, pero también provocó una reacción previsible por parte de Postumio: “¡Reíd –dijo-, reíd mientras podáis! Pues lloraréis largo tiempo cuando lavéis estas ropas con vuestra sangre”.
La amenaza, por supuesto, se hizo realidad.
También hay un par de ejemplos de risas entre los actores que estaban en escena y que aparecen escritas en el texto cómico.
Estos dos casos de risas escritas en el texto provienen del “Eunuco”, de Publio Terencio Africano (ahora conocido como Terencio), que se representó por primera vez en el año 161 a. de C.
El argumento de la obra es: un joven lujurioso y perdidamente enamorado (Querea) se hace pasar por eunuco para conseguir estar cerca de la joven (esclava) a la que quiere (Pánfila), la cual pertenece a una cortesana llamada Tais. El “final feliz” llega después de que Querea aproveche su supuesta condición de eunuco para violar a Pánfila, como preludio de las campanas de boda que suenan por ellos al final de la obra.
En dos momentos de la obra, uno de los personajes, Gnatón (“al que le rechinan los dientes”), una típica combinación cómica de la antigüedad de bromista, gorrón y adulador, rompe a reir a carcajadas: “hahahae”.
Esa risa transcrita forma parte de una serie de intercambios de palabras entre el gorrón Gnatón y Trasón, un soldado bravucón al servicio de algún monarca oriental al que no se identifica, y que intervienen en una de las intrincadas tramas secundarias de la obra.
El soldado no sólo es la fuente de ingresos de Gnatón, sino que también fue el dueño de Pánfila y está enamorado de Tais (de hecho, dio a la joven Pánfila a Tais como regalo de amor).
En las escenas en cuestión, Trasón está alardeando de sus diversas hazañas ante Gnatón, el cual como exige su papel de gorrón profesional, lo adula y le ríe las gracias con la esperanza de conseguir comidas gratis a cambio, al tiempo que el dramaturgo va indicando lo falso que es.
Su conversación es oída por Parmenón, un esclavo torpe, cuyo amo también está enamorado de Tais y es el rival de Trasón en la lucha por conseguir el amor de ella.
El soldado fanfarrón empieza jactándose de la estrecha relación que tiene con su jefe el monarca, el cual “me confió todo un ejército y todos sus planes”. “Increible” es la respuesta a la vez lisonjera y mordaz de Gnatón a eso.
Entonces Trasón pasa a alardear de que humilló a otro oficial, el coronel de los elefantes, que le tenía envidia por su influencia sobre el rey: “Dime, Estratón –afirma haberle dicho en tono de broma -, ¿te haces tanto el bravo porque tienes mando sobre las bestias?”
“Gracioso y sabiamente dicho en verdad”, apunta Gnatón con evidente falsedad.
A esto le sigue otra historia de enaltecimiento propio, sobre “de qué modo en un banquete le di una estocada a uno de Rodas”, que es la que provoca la risa.
TRASÓN:
“En un convite estaba junto conmigo ese de Rodas que te decía, un mozalbete. Yo tenía allí a una mujer de vida alegre. Él empezó a bromear con ella y a burlarse de mí. Y yo salté: “Dime una cosa, sabiondo, ¿intentas coger los mejores trozos, cuando tú mismo eres un bocado tan delicioso?”
GNATÓN:
“Hahahae”
Menos de cien líneas después, hay otro estallido de risa. Trasón se cansa de aguardar a que Tais salga de casa y decide marcharse y dejar allí a Gnatón esperándola. Esa vez, cuando Parmenón habla, sí es oído.
TRASÓN:
Yo me voy (A Gnatón). Tú quédate a esperarla.
PARMENÓN:
Claro, no conviene nada que por la calle ande el general en compañía de su amiga.
TRASÓN:
¿Para qué voy a malgastar palabras contigo? ¡Eres igual que tu amo!
GNATÓN:
“Hahahae”
TRASÓN:
¿De qué te ríes?
GNATÓN:
De lo que acabas de decir, y de la historia del chico de Rodas siempre que me acuerdo.
No hay duda de que con ese “Hahahae” repetido se pretende indicar que Gnatón se está riendo.
Para empezar, nos lo dice el propio Terencio con ese “¿De qué te ríes?” (“Quid rides?”)
Aquí, en este “Hahahae”, hay una constancia de que en un momento dado se producía la risa, pero para nosotros es muy difícil entender las causas que producían esa risa, pues sería necesario estar en ese contexto y, también, cuando se traducen los chistes habría que “modernizarlos” para que en el momento actual siguieran produciendo risa.
Dice Mary Beard que “casi todas las teorías sociales o psicológicas modernas tienen algún precedente en el mundo grecorromano.
Teorías antiguas sobre la risa
Marco Tulio Cicerón, el orador de más renombre del mundo romano (y también uno de sus bromistas más notorios), sentía curiosidad acerca de la naturaleza de la risa. “¿Qué es? –se preguntó - ¿Qué la provoca? ¿Por qué afecta a tantas partes distintas del cuerpo a la vez? ¿Por qué no la podemos controlar?
No tuvo problemas en reconocer su absoluta ignorancia sobre el tema. “No hay que avergonzarse –replicó en su tratado “Sobre el orador”, de mediados del siglo I a. de C. – de no saber nada sobre algo que ni siquiera los que se proclaman expertos en la materia en realidad entienden.
Un par de siglos más tarde Galeno, el prolífico escritor sobre cuestiones de medicina y médico personal de (entre otros) los emperadores Marco Aurelio y Cómodo, reconoció que la causa fisiológica de la risa lo tenía perplejo.
Plinio el Viejo en su “Historia natural” se hace estas preguntas:
¿A qué edad empiezan a reir los niños pequeños?
¿En qué parte del cuerpo se origina la risa?
¿Por qué se ríe la gente si les haces cosquillas en los sobacos?
Los niños pequeños –asegura convencido a sus lectores- no se ríen hasta que tienen cuarenta días, a excepción de Zoroastro, el antiguo profeta iraní, que se rio el mismo día que nació, lo que supuestamente era una indicación de sus dotes sobrehumanas.
Plinio también identifica varios órganos del cuerpo humano que son responsables de la risa. Uno es el diafragma, “la sede principal de la hilaridad” (“praecipua hilaritatis sedes”), como la llama.
Su importancia a la hora de provocar la risa la demuestran, explica Plinio, las cosquillas de las axilas. Pues, en la versión de Plinio de la anatomía humana, el diafragma se extiende hasta los brazos, y rascar las axilas, donde “la piel es más fina que en cualquier otra parte del cuerpo”, estimula directamente al diafragma y, por tanto, provoca la risa.
No obstante, el bazo también interviene. O, al menos, “hay quienes piensan que si se extirpa el bazo [o se reduce], la capacidad de una persona para reir se extirpa también, y que la risa excesiva es el resultado de un bazo grande”.
Las plantas y una variedad de otros elementos naturales también intervenían. Plinio habla de las maravillosas “gelotophyllis” (hojas de la risa) que crecían en Bactria.
Si se consumían con una mezcla de mirra y vino, producían alucinaciones y risas que sólo se podían controlar con un antídoto de piñones con pimienta y miel en vino de palma (o tuba) (¿cannabis? / ¿ranúnculo?).
Así mismo, en el Imperio romano oriental, en lo que ahora es el centro de Turquía, Plinio habla de la existencia de dos manantiales insólitos, “Claeon” (llanto) y “Gelon” (risa), así llamados, según explica, a partir de las palabras griegas para referirse al efecto que tenía beber de cada uno de ellos.
Los manantiales guardan una estrecha relación con la risa antigua.
Afirma que se puede observar, tanto en el campo de batalla como en los espectáculos de gladiadores, que cuando el diafragma es pinchado, en vez de meramente rascado, el resultado puede ser la muerte, la cual va acompañada de risas.
Galeno desarrolla teorías en abundancia sobre la naturaleza cómica de los simios y monos.
Estos animales eran por lo general garantía segura de provocar las risas de los romanos.
Para él, la risa que provocaban era una cuestión de imitación o caricatura. Nos reímos de los simios por ser una caricatura de los seres humanos: sus “manos”, por ejemplo, son muy parecidas a las nuestras en todos los aspectos salvo en el más importante, que es que los pulgares de los simios no están en oposición a los demás dedos y, por lo tanto, no sirven para nada, lo que les vuelve “totalmente risibles” (pante geloios).
Plutarco (siglo II d. de C.) de qué se ríe la gente, insiste Plutarco, depende de la compañía en que se encuentren. Y señala que la jerarquía social tiene un impacto en la risa. El éxito de un chiste depende de quién lo cuente: la gente se reirá si un hombre de origen humilde se burla de alguien que también es de clase baja, mientras que si es un aristócrata el que hace la misma gracia, se tomará como un insulto.
La pregunta de por qué se ríe la gente de los chistes también fue planteada, y contestada, por los teóricos romanos de retórica.
Cicerón en “Sobre el orador” habla de las formas en que un orador puede aprovechar la risa en su beneficio, y de qué provoca la risa y por qué.
“Lo que principalmente provoca la risa, si bien no lo único –afirma- son las chanzas que destacan y señalan algo indecoroso, pero dichas de un modo nada indecoroso”.
Quintiliano: “la risa no está muy lejos del escarnio” (a derisu non procul abest risus).
Al analizar la retórica de los chistes, Cicerón identifica todo tipo de cosas que pueden provocar risa, desde las imitaciones y las muecas a lo inesperado y lo “incongruente” (discrepantia).
Y es Cicerón la fuente más antigua de las que han llegado hasta nosotros que plantea algo cercano al tópico moderno del estudio de la risa sobre que no hay nada menos divertido que analizar un chiste.
La neurociencia moderna: el punto en el que se localiza la risa es en “la parte anterior del área
motora suplementaria de los humanos en el lóbulo frontal izquierdo del cerebro.”
Los estudios modernos se refieren a menudo en singular “a la teoría clásica de la risa”, teoría asociada a Aristóteles, que ejerce una fuerte influencia en los estudios modernos sobre la risa: Aristóteles formuló dos afirmaciones fundamentales (si bien no fue él quien las inició).
La primera es contundente, que la risa es una propiedad del ser humano (así pues, al hombre se le puede definir como “el animal que ríe”).
La segunda es que la risa es fundamentalmente desdeñosa y burlona, o es la expresión de la superioridad y el desdén de quien ríe sobre el blanco de su risa.
Se intenta identificar una fuente directa de la mayor parte de los escritos de los romanos sobre la risa en las obras de Aristóteles o de autores posteriores de su escuela (siendo Teofrasto y Demetrio de Falero dos de los candidatos más habituales).
La que quizás sea la obra perdida más famosa de la antigüedad: el segundo libro de su “Poética”, que en su momento fue la continuación de su análisis de la naturaleza de la tragedia, con sus conocidas ideas sobre la “catarsis”, la compasión y el miedo.
Se suele suponer que fue ahí donde Aristóteles abordó el tema de la comedia.
En la novela “El nombre de la rosa” de Umberto Eco se habla del poder “liberador y antitotalitario” de la risa.
Es también una recreación ficticia de la oposición a la risa de las autoridades de la Iglesia medieval.
En “Ética nicomaquea” aboga por elegir el virtuoso camino intermedio entre dos extremos:
“Ser elegante o ingenioso es una característica muy apropiada para un caballero. El exceso de bromas es propio de un “bufón”, y la escasez lo es de un “zafio”, y ambos extremos deben evitarse.
En el primer libro de la “Poética” y el único que ha llegado a nosotros, dice un poco de pasada sobre el tema de la comedia: “Una representación de gente peor que nosotros, no en el pleno sentido de que sean malos, sino de que nos reímos de ellos, es una subdivisión de lo feo /vergonzoso. Lo risible es alguna clase de defecto y de fealdad/ vergüenza que no implica ningún sufrimiento ni dolor, como, obviamente, es el caso de una máscara cómica, que es fea y deforme, pero está libre de dolor.
En la “Retórica” de Aristóteles se habla del carácter de distintos grupos del público potencial de un orador (pues, si no sabe cómo son sus oyentes, el orador nunca conseguirá convencerlos).
Los jóvenes, explica Aristóteles, son veleidosos, apasionados, discutidores e imbuidos de muchos principios; también son aficionados a la risa, y por lo tanto son ingeniosos. Pues el ingenio es una forma de insolencia culta.
Aunque algunos de los pasajes sí comparten su interés por la risa que es provocada por algo ridículo (o la risa a costa de otra persona), Aristóteles no indica en absoluto que ésa sea la única causa de la risa.
En otro pasaje de la “Retórica”, Aristóteles coloca explícitamente a la risa y lo risible en la categoría de “cosas agradables”.
Un comentario de un libro de texto de filosofía (“La introducción”, de Porfirio), llega a afirmar que, en su “Historia de los animales”, Aristóteles afirmó que el hombre no es el único animal que reía, pues las garzas también lo hacían.
Las teorías romanas de la risa no dependían por completo de lo que Aristóteles había dicho antes que ellos, ni tampoco de las obras de sus inmediatos seguidores.
Todo parece indicar que hubo importantes aportaciones de los romanos al pensamiento griego precedente, tanto en lo referido a la risa como en tantas otras áreas.
Incluso el razonamiento de que la risa es una propiedad característica del hombre puede que fuera una innovación de los escritores del período romano. Encontramos esa teoría con frecuencia en los escritores del período imperial, y nunca en la literatura previa de la que disponemos.
Aristóteles ya había destacado la “incongruencia” como causa de risa.
Cicerón en su obra “Sobre el orador” hace un análisis de la risa y distingue entre “cavillatio” (tener gracia, o humor largo) y “didacitas” (ser agudo, o humor breve).
Teorías modernas sobre la risa
Seguimos debatiendo sobre la risa de formas que están estrechamente relacionadas con los antiguos griegos y romanos.
La primera teoría es la llamada “teoría de la superioridad”, que afirma que la risa es una forma de escarnio o burla.
La biología evolutiva también interviene con algunas reconstrucciones de los orígenes de la risa entre los primeros humanos: la idea de que la risa deriva directamente del “rugido de triunfo en un antiguo duelo en la selva”, o de que la risa (o la sonrisa) se originó al enseñar los dientes con intención agresiva.
La segunda es la conocida como la “teoría de la incongruencia”. La risa es una reacción a lo ilógico o lo inesperado. Cuanto mayor es la incongruencia, más intensa es la risa.
La última es la “teoría del alivio”. La risa es la señal física de la liberación de energía nerviosa o de emociones reprimidas.
Sin duda, algunas risas de verdad parecen ser incontrolables y no sólo las que se producen al hacer cosquillas.
Pero lo cierto es que la mayoría de risas de este mundo son relativamente fáciles de controlar por el que ríe.
Las cosquillas no provocan una reacción totalmente espontánea y refleja, como a veces suponemos.
Dos visiones llamativamente incompatibles de la risa: el mito de que es incontrolable, y la experiencia cotidiana de la risa como una reacción aprendida y cultural, por otro.
También forma parte de nuestras expectativas y estereotipos de otras culturas el que se ríen distinto.
El ejemplo antropológico clásico de que la gente se ríe de forma distinta es el de los pigmeos del bosque de Huri (en el Congo): “Se tumban en el suelo y agitan las piernas en el aire mientras jadean y se agitan por los ataques de risa”.
Deriva esto, de la idea romántica de que los pigmeos son gente feliz y amable que llevan una existencia idílica y en absoluta armonía con el exótico mundo de su selva ecuatorial (en marcado contraste con lo desagradable y adusta gente de la montaña del centro de Uganda).
Charles Darwin destaca que los chimpancés parecían reir cuando se les hacían cosquillas.
Algunos han llegado a la conclusión de que también existe la risa canina.
Pero la “risa” de los primates se articula de forma diferente a la de los humanos.
Los estudiosos han reescrito con ingenio los textos de los chistes romanos tal y como han llegado hasta nosotros para volverlos más divertidos.
Cuando los romanos reflexionaban sobre la risa del pasado, lo que querían en parte era demostrar que sus predecesores se habían reído de un modo más basto, o más lujurioso, que ellos: construir una versión de la historia en que la risa funcionaba de indicador de una sofisticación cada vez mayor.
Al menos un escritor del período imperial, al tratar sobre los buenos modales en la cena, aceptó que los calvos o aquellos con narices con formas raras eran blanco legítimo de las risas de los demás, pero negó categóricamente que los ciegos lo fueran, mientras que los que tenían mal aliento o les goteaba y moqueaba la nariz estaban más o menos a mitad de camino.
Por un lado, estaban los que en repetidas ocasiones se convertían en blanco de las risas (los pobres habitantes de la antigua Abdera, en el norte de Grecia).
Por otra, gente que simplemente se reía demasiado y estaban demasiado interesados en los placeres frívolos de la risa y los chistes (la egipcia Alejandría).
Tácito indica algunas ausencias significativas de risa entre los bárbaros. En Roma –dice – “nemo vitia ridet” (nadie se toma a broma los vicios). Sin embargo, se trata de una observación que es un reflejo de la moral y prácticas de los propios romanos.
Quintiliano en el sexto libro de su “Manual de oratoria” (escribiendo en el siglo II d. de C.) también se ocupó del papel de la risa en el repertorio del orador.
Una de las categorías a las que los historiadores y teóricos de la risa menos atención han prestado es a la del “chiste malo” (en latín “frigidus”, aunque, como Twain expresó tan bien, en el mundo cotidiano de las risas y las bromas, los chistes “malos” están omnipresentes, pueden jugar un papel importante a la hora de definir lo que se considera que es digno de dar risa y puede contarnos tanto sobre la historia y cultura de la risa como los “buenos”.
Las entradas, propone Clarke, eran peligrosos espacios liminares para los romanos: unas carcajadas en el vestíbulo eran una buena defensa contra el mal de ojo.
No hay nada que de forma sistemática e indefectible garantice que la reacción va a ser la risa.
La incongruencia puede a menudo provocar risas, pero no todos los ejemplos de incongruencia lo hacen, ni tampoco a todo el mundo. Un chiste que hace reir a carcajadas en una boda no lo hará casi con toda seguridad en un funeral, o, como observó Plutarco, lo que te hace reir cuando estás en compañía de amigos no lo hará cuando estés con tu padre o tu mujer.
Mundo del decoro opuesto a la risa
Chesterfield da consejos a su hijo a mediados del siglo XVIII: “La risa frecuente y estruendosa es propia de la insensatez y de los malos modales. Para mí no hay nada más intransigente y maleducado que una risa audible”.
A Bakhtin, uno de los analistas modernos de la risa y de su historia, no le interesan las causas de la risa, sino los patrones universales del modo en que opera la risa (entre lo alto y lo bajo) y, en particular, su funcionamiento social y político en la cultura medieval y renacentista, así como el relato de la evolución de ese funcionamiento.
Rabelais se convirtió rápidamente en una obra muy influyente entre los historiadores y críticos de Occidente.
Bakhtin identificó una clara distinción en la Alta Edad Media entre la cultura popular del carnaval y la cultura decididamente opuesta a la risa del Estado y la Iglesia.
Estas dos esferas se vieron unidas por Rabelais y otros escritores del siglo XVI.
“La risa en su forma más radical, universal y, a la vez, alegre surgió de las profundidades de la cultura popular para ocupar un lugar en la esfera de la gran literatura y la alta ideología”.
Sin embargo, a partir del siglo XVII la “risa festiva del pueblo” quedó aminorada. En parte por la influencia de las primeras monarquías absolutistas modernas, la auténtica cultura del carnaval se desintegró y fue sustituida por la mera farsa, la “frivolidad erótica” y una versión burguesa atenuada e irónica, de las anteriores festividades lujuriosas.
Se convirtió, en otras palabras, en entretenimiento ligero, y no en liberación.
Miembros del tribunal de la tesis de Bakhtin: “Me temo que cuando evaluamos la naturaleza popular o no popular de un movimiento sólo desde la perspectiva de la risa, estamos reduciendo cualquier noción sobre el carácter popular”, dijo uno de ellos.
Muchos críticos posteriores también han mostrado sus fuertes reservas acerca de la idea de Bakhtin de que la risa carnavalesca era una fuerza totalmente positiva y liberadora, ya que, por supuesto, el carnaval también podía ser un lugar de conflicto, miedo, competición y violencia.
O, de forma alternativa, la transgresión temporal y permitida del carnaval podía entenderse como una defensa de la jerarquía social y política ortodoxa, en vez de un reto a ella (el precio que paga el pueblo por tener unos cuantos días de risa en los que se permitía la inversión de roles era saber cuál era su lugar los testantes trescientos sesenta y tantos días del año).
También está la cuestión de si la cultura de la Iglesia y del Estado era tan contraria a la risa como afirma Bakhtin (los cortesanos y clérigos también reían), o si la risa asociada al estrato corporal más bajo se limitaba en general al pueblo llano.
Por muchas que sean sus expresiones de desaprobación, la élite también ha comprobado a menudo (y sigue haciéndolo) que los pedos y los falos dan risa.
El contraste entre la risa controlada, sofisticada o leve de ahora y la risa desenfadada, audaz u ordinaria del pasado sí es un tema destacado de los escritores romanos.
El mensaje que los escritores antiguos intentaron transmitir está claro: si retrocedemos lo bastante en la historia de Roma, encontramos una cultura de risas procaces y jocosas que, para bien o para mal, ya se ha perdido o está a punto de perderse.
Tanto Livio como Horacio hacen referencia a la antigua tradición latina rústica de hacer bromas, tan tosca como cáustica, así como a los insultantes y procaces –además de francamente misteriosos – “versos fesceninos” o “Fescennina licentia”, con la que tanto disfrutaban, afirma Horacio, “los campesinos de antaño” (agricolae prisci).
Vocabulario latino para la risa
Únicamente estaremos exagerando si decimos que sólo hay una palabra en latín para “reir”.
En inglés moderno hay siete palabras distintas para denominar la risa, además de otras cuatro o cinco palabras relacionadas.
El griego antiguo también tiene una amplia variedad de vocabulario para la risa.
En latín, en su mayor parte, se trata tan sólo de la palabra “ridere” y sus compuestos (adridere, derridere, irridere, etc.) y sus diversos cognados que son adjetivos o sustantivos (risus= risa; ridiculus=risible).
Todos ellos indican alguna clase de reacción física y audible o gesto que, en líneas generales, es similar a la risa tal y como la conocemos.
“Deridere” indica desdén y burla.
“Irridere” significa burlarse o reírse de algo o alguien.
En latín no hay ningún término específico para “sonreir”.
Cuando Virgilio evoca a los dioses “sonrientes” de Homero, recurre a menudo a otro compuesto de “ridere”, que es “subridere”, que técnicamente significa una “risa contenida o amortiguada” o incluso una “risa pequeña”.
“Renidere” (sonreir abiertamente) también puede indicar metafóricamente una expresión facial silenciosa que parece similar a una sonrisa.
Varias lenguas europeas modernas (el inglés y el danés, por ejemplo, al igual que el griego antiguo) tienen grupos de palabras separadas, procedentes de raíces lingüísticas separadas, que distinguen “sonreir” de “reir”.
Otras (en especial las lenguas romances) no la tienen.
En la literatura romana no se encuentran estas distinciones entre “sonreir” y “reir”.
Jacques Le Goff: (al menos en el Occidente latino) “sonreir”, tal y como lo conocemos, fue un invento de la Edad Media.
La seguridad con que a menudo se supone que “adridere” siempre se refiere a una risa de apoyo o, de forma peyorativa, a la adulación, está bastante fuera de lugar: “eis adrideo”= “los halago” y “me río de ellos”.
Más allá de “ridere” y su familia lingüística, el latín ofrece pocas alternativas.
De vez en cuando palabras como “renidere” (brillar) cumplen una función metafórica para describir algunos matices de risas o de expresiones faciales. (“renidere” viene a ser, más o menos, “sonreir abiertamente”).
“Rictus” puede referirse a la boca o mandíbulas abiertas que forman parte inevitablemente del proceso de reírse, así como a cuando un animal enseña los dientes.
También tenemos que “cachinnare” o, lo que es más habitual, el sustantivo “cachinnus” se puede usar para describir un tipo de risa especialmente estentórea, o para lo que llamaríamos “risa socarrona”.
Por pocos términos que tenga el latín para la risa, los términos para lo que la puede provocar, en forma de chistes o agudezas, son legión:
“iocus”, “lepos”, “urbanitas”, “dicta”, “dicacitas”, “cavillation”, “ridícula”, “sal”, “salsum”, “facetiae”.
El contraste con el griego – que está abrumadoramente dominado por dos palabras para referirse a los chistes, “geloion” y “skomma” – es sorprendente.
Es interesante que los dichos populares de los romanos también parezcan ser un reflejo de esas prioridades.
Los proverbios y eslóganes sobre la risa son habituales en la cultura de habla inglesa moderna: “el que ríe el último ríe mejor”, “ríe y el mundo reirá contigo” (o, por citar un proverbio yidís, “lo que el jabón es para el cuerpo, la risa es para el alma”.
Los romanos también hicieron dichos sobre la risa, pero con mucha más frecuencia éstos destacan el papel del bromista más que el del que ríe. (“más vale perder un amigo que renunciar a un dicho ingenioso”), mientras que la mayoría de teorías modernas y del interés popular van firmemente dirigidos hacia el riente y las coordenadas internas de la risa, los debates romanos tendían a fijarse más en los seres humanos que daban risa, en la triangulación de bromista, blanco de risa y riente y en la vulnerabilidad del bromista tanto como en la persona sobre la que se bromeaba.
Hay algunas obras de la literatura latina que abordan directamente o indirectamente la cuestión de qué es lo que hace reir a la gente, reflexionan sobre los protocolos y ética de la risa o usan ésta como indicador de otros valores culturales de Roma.
Así, por ejemplo, la risa funciona como uno de los elementos que sirven para diagnosticar la demente vileza o perversa extravagancia del emperador en la biografía del emperador Heliogábalo, del siglo III d. de C., que pertenece a esa extraña colección de vidas imperiales que conocemos como la “Historia augusta”.
Heliogábalo superaba a sus súbditos en risas tanto como en todo lo demás. De hecho, a veces se reía tan fuerte en el teatro que no dejaba que se oyera a los actores (“Sólo se le oía a él”). También usaba la risa para humillar: “asimismo tenía la costumbre de invitar a cenar a ocho hombres calvos, o bien a ocho tuertos, o a ocho gorrones, o a ocho sordos o a ocho de piel especialmente oscura, o a ocho altos o a ocho gordos, en el caso de estos últimos para que todo el mundo se riera al ver que no cabían en el mismo diván”.
“A algunos de sus amigos de menor prestigio los sentaba en bolsas de aire en vez de cojines, que luego hacía que les deshincharan mientras comían, de manera que esos invitados se encontraban de pronto debajo de la mesa en mitad de la cena”.
Un tratamiento aún más amplio lo tenemos en el segundo libro de las “Saturnales”, de Macrobio.
Éste nos ofrece a través de las contribuciones de sus distintos personajes, lo más parecido a una extensa historia que no lo es tanto de la risa como de los chistes, y, al menos de forma indirecta, reflexiona sobre los distintos estilos de chistes y sobre la naturaleza e importancia de los “chistes viejos”.
En consonancia con el ambiente desenfadado de la festividad, las “Saturnales”, cada uno de los miembros del debate va eligiendo un chiste del pasado que cuenta a los otros (Anibal y Catón el Viejo son los “bromistas” romanos más antiguos que se citan, aunque – como no –al personaje griego del debate, Eusebio, que cuenta una ocurrencia de Demóstenes, y Horus, egipcio, elige un epigrama de Platón).
A esto le sigue una antología más sistemática de las ocurrencias o bromas de tres figuras históricas –Cicerón, el emperador Augusto y su hija, Julia -, y en ocasiones unas reflexiones más amplias sobre la risa.
El relato de Macrobio se corresponde en parte con el patrón histórico habitual, al poner el énfasis en la “antiqua festivitas” y en la audacia, o la grosería, de los bromistas de épocas pasadas.
También muestra detenidamente de qué depende la elección de un chiste favorito y cómo esa elección puede estar relacionada con la forma de ser de cada uno.
En la sección final del debate se centran en otra institución fundamental de la risa romana: la mímica (en latín, “mimus”).
Esta forma concreta de expresión dramática no era, como podemos entender ahora, algo silencioso que dependía de los gestos por completo, sino que era una actuación con palabras, o bien improvisadas o escritas previamente, en la que participaban tanto actores como actrices.
Dos de sus características están claras. En primer lugar, la mímica podía ser en ocasiones obscena, y nuestros refinados miembros del debate de las Saturnales procuran subrayar que no van a llevar la mímica al banquete, sino sólo una selección de sus chistes, con lo que evitan el libertinaje (“lascivia”), pero reflejan el espíritu de animación (“celebritas”) de las representaciones.
En segundo lugar, era la única forma cultural de Roma cuyo principal propósito, y quizás incluso el único, era hacer reir.
El tratamiento de la risa en Roma algo diferente al tratamiento de la risa en Grecia.
Tradicionalmente se relacionaba la risa con las prostitutas.
Algunas obras de la literatura latina en las que está presente la risa: “Sátiras” de Horacio y Catulo; “El arte de amar”, de Ovidio; “La Eneida”, de Virgilio (risa de Venus que pone fin a la conversación entre Juno y ella); “Arte poética”, de Horacio (“Si por capricho pusiera un pintor una cabeza de caballo sobre un cuello humano […] ¿podríais contener la risa?”). Horacio enumera incongruencias figurativas que harían que cualquiera se riese.
No obstante, la referencia a la risa más famosa y controvertida de todas es el final especialmente desconcertante de la también desconcertante cuarta “Égloga” de Virgilio.
Existe una enorme cantidad de literatura de la que ha llegado hasta nosotros que fue escrita en griego en el período del Imperio romano, cuando el mundo griego estaba bajo el control político y militar de Roma: de las “sátiras” de Luciano a los “discursos” de Dión Crisóstomo o la novela romántica y erótica “Leucipa y Clitofonte”, de Aquiles Tacio, por no mencionar las biografías y filosofía de Plutarco, las historias de Dión Casio, Apio y Dionisio, la aburrida hipocondría de Elio Arístides o los interminables tratados médicos (fascinantes para algunos) de Galeno.
Ya se han señalado algunos desequilibrios en el vocabulario de las risas y las bromas entre Grecia y Roma.
Las culturas “griega” y “romana” de la risa durante el período del Imperio Romano eran ajenas entre sí y, a la vez, estaban tan relacionadas que es imposible separarlas.
Las preferencias étnicas a la hora de hacer chistes entre los comensales de la élite que estaban invitados a la cena de las “Saturnales” de Macrobio: griega, egipcia y romana.
La élite romana, dondequiera del Imperio que viviesen, aprendieron a “pensar sobre la risa” en textos tanto griegos como latinos.
A veces nos encontramos con que lo que consideramos distinguidas tradiciones de la risa en griego clásico son en gran medida construcciones del período romano.
De vez en cuando comprobamos que el lenguaje griego de la risa se adapta a ideas y expresiones que son características del latín. Y cuando, a la inversa, los autores romanos usan chistes griegos, llevan a cabo una adaptación creativa del material original para el público romano.
El “Eunuco” de Terencio nos ofrece un buen ejemplo de la “romanización de la risa griega y de la arqueología de un chiste romano.
Las comedias de Plauto y Terencio están explícitamente basadas en modelos griegos, pero los dramaturgos adaptaron en gran medida el material “original” hasta conseguir algo bien distinto y con nuevas implicaciones dentro del contexto romano.
En el “Eunuco”, de Terencio, esta adaptación creativa se centra en los chistes individuales.
En el prólogo de la obra deja bien claro que está basada en dos obras de Menandro de finales del siglo IV a. de C.: “El Eunuco” y “El adulador” (“kolax”).
En cada obra hay una referencia cómica a un chiste anterior, si bien los términos exactos del chiste son distintos.
En el “Eunuco” es una broma a costa del chico de Rodas (que “intenta coger los mejores trozos”). En Menandro es alguna broma (perdida) a costa de un “chipriota”, lo que quizás esté relacionado, como han propuesto algunos críticos, con el viejo dicho griego de que los bueyes comen boñigas (con lo que todos los chipriotas serían unos “comemierda”).
Algunas de las tradiciones que con frecuencia se supone que son de la Grecia clásica deben mucho en varios sentidos a las conversaciones culturales del Imperio (greco) romano.
Uno de los símbolos más memorables de la risa griega es el filósofo del siglo V a. de C. Demócrito de Abdera, ciudad del norte de Grecia, el cual ha pasado a la historia como el “filósofo risueño”. A menudo se le empareja con Heráclito (su opuesto, “el filósofo llorón”).
Cuando, por ejemplo, Cicerón va a empezar en “Sobre el orador” a tratar el papel de la risa en la oratoria y quiere pasar por alto la cuestión imposible de explicar de qué es en realidad la risa, escribe: “Eso se lo dejamos a Demócrito”; otros cuentan que, por las burlas que hacía Demócrito de sus compatriotas, se ganó el apodo de “la boca que ríe” y se convirtió, en palabras de Stephen Halliwell, en el “santo patrón” del ingenio satírico (“con una perpetua risa sacudía Demócrito el pulmón” escribió Juvenal.
Existen unas cartas ficticias, que constituyen una novela corta epistolar, escritas en griego, que se intercambian los ciudadanos de Abdera y el legendario médico griego, Hipócrates: los abderiltas están cada vez más preocupados por la cordura de su famoso filósofo, por la sencilla razón de que siempre se está riendo, y, además, de las cosas menos apropiadas.
Escriben exasperados a Hipócrates, al que piden que vaya a Abdera a curar a Demócrito. El médico acepta. Pero, cuando se encuentra con el paciente, descubre enseguida que Demócrito no está loco en absoluto, sino que está con toda razón riéndose de las tonterías de la humanidad.
De hecho, la novela es uno de los tratamientos filosóficos del mundo antiguo más extensos de la risa que ha llegado hasta nosotros.
Pero no hay ninguna prueba que relacione en concreto a Demócrito con la risa antes del período romano.
Otro símbolo importante de la risa griega: la tradición de que existía una característica “risa espartana”. Esparta es la única ciudad del mundo antiguo, fuera del campo de la ficción, de la que se decía que había una estatua, e incluso un santuario y un culto religioso, dedicado a la “Risa”, que se atribuyen al mítico Licurgo.
Además, se supone que en el ambiente de campamento militar de la Esparta clásica las risas y las bromas tenían un papel destacado.
Lo que sabemos de la cultura espartana clásica (siglos V y IV a. de C.), todo procede de escritores de la época romana – principalmente de Plutarco, aunque no sólo de él -.
Sigue siendo un hecho que las tradiciones sobre Demócrito y los espartanos nos han llegado a través de la literatura del Imperio Romano.
Uno de los lemas de la urbanidad británica dieciochesca era el de “sal ática”, la tradición de un ingenio elegante que se relacionaba en especial con la Antigua Atenas.
El mismo lord Chesterfield que tanto desdeñaba “la risa sonora” era un gran defensor de este estilo de bromear en concreto, como escribió a su sufrido hijo: “Esa sal ática sazonaba casi toda Grecia, a excepción de Beocia; y mucha de ella fue después exportada a Roma, donde fue falsificada por un compuesto llamado “Urbanidad”, el cual al cabo de algún tiempo llegó a alcanzar casi la misma perfección de la “sal ática” original. Cuanto más te espolvorees con estas dos clases de sal, mejor te conservarás y más sabroso estarás”.
Es cierto que los escritores romanos admiraban el ingenio ateniense, que veían como una forma que debían imitar, y en su geografía cultural del ingenio pusieron a los atenienses en primera posición, seguidos por los sicilianos y luego los rodiotas.
Pero, hasta donde sabemos, la idea del ingenio como sal fue romana.
“Sal ática” no era un término griego, sino la forma de los romanos de describir su propia interpretación del ingenio ateniense.
En el siglo II d. de C. encontramos a Plutarco refiriéndose al ingenio de Aristófanes y Menandro como “hales”, sus “pizcas de sal”.
La risa en la oratoria
Cicerón es el bromista y socarrón más notorio de la antigüedad clásica.
Cierto que hoy en día, incluso entre muchos eruditos, Cicerón tiene más fama de pomposo sin gracia que de ingenio simpático.
Sin embargo, en la antigüedad, tanto en vida de él como en las reinvenciones de su persona que se hicieron en los siglos siguientes, uno de los sellos característicos de Cicerón, para bien o para mal, era su capacidad de hacer que la gente se riera – o su incapacidad en ocasiones irritante de abstenerse de hacerlo.
Plutarco en la “Vida” (de Cicerón) vuelve una y otra vez al tema del uso de la risa por parte del famoso orador: en ocasiones a sus agudezas ingeniosas, y otras, a su desacertada tendencia a hacer una broma en momentos muy desafortunados.
Plutarco cita varias de sus burlas y juegos de palabras: contra un hombre cuyas hijas eran feas, contra el hijo de un dictador asesino y contra un censor borracho (“me temo que este hombre me va a castigar … por beber agua”).
Una de las ocasiones más famosas en que Cicerón hizo un uso ostentoso de la risa fue durante la última guerra civil de la República – entre César y Pompeyo – que fue el preludio al gobierno autocrático de César.
Cicerón se incorporó al campamento de Pompeyo en Grecia en el verano del 49 a. de C. con anterioridad a la batalla de Farsalia, pero dice Plutarco, no gozaba de mucha popularidad en el pelotón. “Era culpa de él, ya que no negaba que lamentaba haber ido […] y no se contenía de hacer chistes o burlas ingeniosas de sus compañeros; de hecho, él siempre iba por el campamento sin reir, con el ceño fruncido, pero hacía reir a los demás, aunque éstos no quisieran. (“¿y por qué no lo pones de tutor de tus hijos?” dicen que le soltó a Domicio Enobarbo cuando éste ascendió a un hombre de carácter nada militar a un puesto de mando, alegando que era “afable y sensato”).
Varios años después, tras el asesinato de César, Cicerón contestó a algunas de esas críticas en la segunda “Filípica” contra Marco Antonio.
Al igual que Plutarco, probablemente Marco Antonio había puesto objeciones a la costumbre de Cicerón de hacer reir a sus compañeros en circunstancias tan terribles y en contra de su voluntad.
Al principio Cicerón desdeñó la acusación: “ni siquiera voy a responder sobre esas bromas que dijisteis que hice en el campamento”. Sin embargo, a continuación, sí ofrece una concisa defensa: “ciertamente ese campamento estaba lleno de melancolía, lo reconozco. Pero. de todos modos, aunque estén en una situación desesperada, los hombres siguen relajándose de vez en cuando; eso es algo humano. Aun así, el que al mismo hombre [Marco Antonio] le parezcan mal tanto mi melancolía como mis bromas es prueba contundente de que tomé una línea moderada en ambos sentidos”.
Cicerón justifica la risa como una reacción humana que es normal incluso en momentos difíciles.
Es, sin embargo, en su comparación con el orador griego Demóstenes, donde Plutarco ofrece sus comentarios más mordaces sobre el uso que hace Cicerón de la risa.
El uso de la risa, por parte de ambos, es distinta.
Demóstenes no era bromista, sino vehemente y serio, o incluso, según algunos, taciturno y hosco.
Cicerón, por otro lado, no sólo era “adicto a la risa”; a menudo incluso “se dejaba llevar por sus bromas hasta caer en las payasadas.
Plutarco cita una ocurrencia romana sobre la jocosidad de Cicerón.
Durante su etapa de cónsul, en el 63 a. de C., mientras defendía a Lucio Licinio Murena de una acusación de soborno, hizo en el transcurso de su discurso de defensa una enorme burla de algunas de las absurdidades del estoicismo, el sistema filosófico apoyado de forma vocinglera por Marco Porcio Catón, uno de los acusadores.
Cuando la “clara risa” se extendió del público a los jueces, Catón “sonriendo abiertamente”, se limitó a decir: “Qué “geloios” tenemos de cónsul”.
La palabra “geloios” se ha traducido de diversas formas: “Qué cónsul más divertido tenemos”, “Qué humorista tenemos de cónsul”.
En latín original es posible que llamara a Cicerón “ridiculus consul”.
“Ridiculus” significaba “risible” o “que da risa”.
Por un lado, podía referirse a algo de lo que la gente se reía, el blanco de la risa (más o menos “ridículo” en su acepción moderna); por otro, era alguien o algo que hacía que la gente se riera (y, por tanto, podía entenderse como “ingenioso” o “divertido”).
Quintiliano dice que no es que a Demóstenes le desagradaran los chistes, sencillamente es que no se le daban muy bien.
En cuanto a Cicerón, éste hacía gala de una extraordinaria “urbanitas” (ingenio o urbanidad) y “tanto en sus conversaciones cotidianas como en sus debates en los tribunales y en el interrogatorio de testigos, hacía más comentarios ingeniosos [facete] que nadie”.
Sin embargo, Quintiliano se pregunta si varias agudezas ciceronianas eran las más apropiadas para un orador distinguido.
Hay dos tipos contrarios de bromas – los opuestos vulgares al ingenio culto – acechan en los debates sobre la retórica de la risa: el mimo o “mimus” y el “scurra” ( una curiosa gama de bufón, gorrón y hombre de mundo).
Quintiliano reconoce que algunas tácticas de Cicerón para provocar la risa se asemejaban bastante a las del “mimus” o el “scurra”.
Macrobio también da por sentado que todo el mundo sabía que los enemigos de Cicerón lo llamaban “consularis scurra” (“un “scurra” de rango consular)
Al querer explicar la dudosa reputación de Cicerón en esta área, Quintiliano echa en parte la culpa a su secretario Tirón, “o quien fuese el que publicó los tres volúmenes sobre este tema”. El “tema” al que se refiere es el del ingenio o las bromas, y parece que esos tres libros eran una recopilación de los “bona dicta” (chistes) de Cicerón, sin que todos ellos fuesen muy buenos.
Sabemos poco de ese compendio en varios volúmenes de ingenio y sabiduría, pero no fue la única publicación que recogió las agudezas del gran orador.
Es de suponer que sean estas recopilaciones, hace mucho, perdidas, las que están detrás de los “chistes de Cicerón”, la serie de “dichos ingeniosos” que encontramos reunidos a escala más modesta en Macrobio y en el propio Quintiliano.
Lo cierto es que los “dicta” de Cicerón o “facetiae” (como luego se las denominó con mayor frecuencia), fueron un elemento principal del ingenio y saber del Renacimiento y hallaron hueco regularmente en libros de chistes y otros compendios similares al menos hasta el siglo XVIII. Es el mundo moderno el que ha tendido a olvidar que Cicerón era tan “amante de la risa”.
Pero fueran auténticos o no sus chistes /agudezas, lo importante es que, en la antigüedad, Cicerón era conocido por sus bromas además de por sus discursos y tratados, y tenía reputación de ser muy mordaz por lo que a la risa se refiere.
Gregory Hutchinson y otros han estudiado cómo las “Cartas” de Cicerón explotan la jocosidad, las chanzas y la cultura de la risa compartida en la forja de las relaciones epistolares.
Pero una línea de análisis aún más influyente se ocupa del papel de las invectivas humorísticas en los discursos ciceronianos y sus implicaciones en el control social y cultural.
Amy Richlin, en“El jardín de Príapo”, que se publicó en 1983, sentó muchas de las bases al argüir que el humor sexual de las sátiras, epigramas e invectivas romanas estaba estrechamente relacionado con las jerarquías de poder.
De acuerdo con el modelo de Richlin, cuando Cicerón ridiculiza el comportamiento sexual de sus adversarios (al presentarlos en el lado equivocado de los límites entre la masculinidad apropiada y normativa romana y una variedad de contratipos transgresores: el pasivo anal, el “blandengue”, el “cinaedus”, el “mollis”), está utilizando el ingenio y la risa como un arma de lucha para conseguir el dominio.
Antony Corbeil en “Controlar la risa” dice que el uso que hace Cicerón de la risa contra sus adversarios, ya sea en el tribunal, el Senado, o la Asamblea, era un poderoso mecanismo de exclusión (pues sería para aislar al enemigo y presentarlo como inaceptable socialmente) y de persuasión (pues unía al público riente en la afirmación de sus “principios éticos”, compartidos).
Un ejemplo es el ataque de Cicerón contra Vatinio en el año 56 a. de C. Establece una correlación entre la fealdad física de Vatinio y sus defectos morales y políticos.
La risa en el Foro, los tribunales o el Senado romanos podía servir para aislar al desviado a la vez que se reafirmaban los valores sociales compartidos. La risa romana podía a veces estar, en palabras de Quintiliano, “no muy lejos del escarnio”.
En el segundo libro “Sobre el orador”, el cual (aunque no sea el “minitratado” sobre la risa que a veces se dice) es de todos modos el estudio más enjundioso, fundado y desafiante de la risa que ha llegado hasta nosotros de los escritos en el mundo antiguo, Cicerón ofrece tanto un análisis teórico como ejemplos concretos de lo que era más probable que hiciera reir al público romano, cómo provocar la risa y con qué consecuencias para el orador, los oyentes o el blanco de la broma.
Aprendemos sobre la naturaleza física de la risa; sobre distintas formas de hacer reir al público, que van de las palabras divertidas a las muecas, y sobre lo que se salía de ser un tema apropiado de risa.
Pero la risa siempre corría el riesgo de rebotar contra uno mismo: no sólo era el adversario del orador el que podía quedar aislado y puesto en evidencia al reírse de él, sino que la provocación también podía poner en evidencia y aislar al propio orador.
Cuando el personaje de “Estrabón” toma la palabra en este debate, es la risa su tema principal, el cual divide en cinco campos: a) qué es la risa; b) de dónde procede; c) si un orador debería querer hacer reir (moveré) a su público; d) hasta qué punto; e) cuáles son las distintas categorías de lo “risible” (“ridiculum”).
Estrabón se refiere explícitamente a libros griegos “sobre lo risible” (“de ridiculis”), que afirma haber leído.
Estrabón empieza su intervención estableciendo una distinción básica: el “facetiae” (el ingenio) se divide en lo que los “antiguos” (veteres) llamaron “cavillatio” (ingenio prolongado) y “dicacitas” (pullas concretas).
Ninguna de estas formas de ingenio puede enseñarse, afirma, ya que ambas dependen de la facilidad natural de cada uno.
El problema de la naturaleza de la risa se lo deja a Demócrito; ni siquiera los supuestos expertos en la materia lo entienden, afirma.
Sobre la cuestión de su origen, señala sin dar muchas explicaciones, que está en “lo que podríamos llamar lo deshonroso o feo”.
En cuanto a la tercera cuestión, sí, hay varias razones por las que un orador debería intentar hacer reir: la “hilaritas” provoca buena voluntad; a todo el mundo le impresiona la inteligencia; aplasta, quita importancia o desestima al adversario; muestra al orador como una persona refinada e ingeniosa (“urbanus”) y, sobre todo, alivia la sobriedad de un discurso y ayuda a librarse de insinuaciones insultantes a las que es difícil enfrentarse tan sólo por medio de la razón.
La siguiente pregunta – hasta qué punto debería un orador usar la risa – es tratada con mayor extensión.
Estrabón dicta una serie de advertencias sobre las circunstancias en que la risa no es apropiada (la gente no se ríe de maldades ni de sufrimientos graves, por ejemplo) y sobre las formas de provocar risa que no debe usar el orador.
En particular debe evitar la risa que va asociada al “scurra” o al mimo (“mimus”),
Otras reglas de oro incluyen no aprovechar cualquier oportunidad que se presente para provocar risas, hacerlo siempre por un motivo concreto (no simplemente por la risa en sí) y que no parezca que se lleva la broma preparada.
Es en el transcurso de esta sección sobre hasta qué punto debe un orador aprovechar la risa en su beneficio, cuando el personaje de Estrabón introduce la distinción entre el “ingenio dicto” (en forma verbal: una broma que depende de las palabras exactas con que se diga) y el “ingenio re” (en sustancia: una que se puede decir de formas distintas y siempre hace gracia).
En el debate final sobre las diferentes categorías de lo “risible”, Estrabón hace un repaso de los principales tipos de agudezas que se incluyen en esos dos epígrafes: los chistes que resultan de la ambigüedad, de la intromisión de lo inesperado, de los juegos de palabras, de la inclusión de versos, de palabras que se toman al pie de la letra, de comparaciones e imágenes ingeniosas, de eufemismos, de ironías, etc.
Al principio de su exposición de las categorías, hay una breve digresión sobre las tácticas para hacer reir que, por muy eficaces que puedan ser, el orador debería evitar. Incluyen las imitaciones bufonescas, los andares ridículos, las muecas y las obscenidades.
La línea final es que no todo lo que da risa (ridícula) es también ingenioso (faceta), y es ingenio lo que buscamos en el orador ideal.
Estrabón ofrece, finalmente, un somero resumen de lo que hace reir: expectativas frustradas, ridiculizar a otras personas, la comparación con algo más deshonroso, la ironía, decir cosas bastante estúpidas o criticar lo que es tonto. Si quieres hablar de forma jocosa (iocose), insiste, por último, debes tener una propensión natural y una cara en consonancia.
No se trata de una cara “graciosa”, sino de todo lo contrario: “cuanto más seria y adusta sea la expresión de un hombre, por lo general más mordaces [ salsiora] se piensa que son sus comentarios”.
Y entonces devuelve la palabra a Antonio para que retome la senda más peliaguda de la teoría oratoria aplicada a temas más serios.
Mary Beard dice que es imposible definir con precisión las diferencias entre palabras como “sal”, “lepos”, “facetia”, “urbanitas”, “dictum”, etc., igual que no podemos explicar la diferencia, si es que la hay, entre una risotada y una carcajada.
Cicerón ofrece una variedad de semidefiniciones y contrastes o paralelismos que están cuidadosamente subrayados en este tratado: los “ridícula” no son todos “faceta” y “frígida” puede ser el opuesto de “salsa”, mientras que “bona”, en la expresión “bona dicta”, es más o menos sinónimo de “salsa”.
No es que todas estas palabras significaran exactamente lo mismo, pero como los diferentes usos de “facetiae”, “sal”, “dicacitas” y “cavillatio” de “Sobre el orador” y “El orador” indican, los contrastes y colocaciones que les dieron significado eran inestables, provisionales y dependían mucho del contexto.
Estrabón no se detiene mucho en sus tres primeras preguntas sobre la risa (qué es, de dónde procede y si un orador debería provocarla).
Por lo que respecta a la primera pregunta, es cierto que rápidamente desvía el problema hacia Demócrito, haciendo de paso una rápida crítica a los “expertos” ignorantes, pero antes de eso caracteriza sucintamente la naturaleza de la risa humana.
Dice de ella que “estalla tan inesperadamente que por mucho que lo intentemos no podemos contenerla”, y explica que “a la vez se apodera de “latera”, “os”, “venas”, “vultum”, “oculos”.
Se pretende que entendamos que la risa tiene un fuerte impacto físico que va mucho más allá de la boca.
Cicerón no está pensando en una sonrisa silenciosa, y, de hecho, las sonrisas no forman parte de este debate en absoluto. Estamos hablando de provocar (moveré) risas.
La risa no la provoca la fealdad en sí, sino el ingenio del bromista que se aprovecha de la fealdad para hacer una broma.
Según Estrabón la risa surge por la representación ingeniosa de lo feo, lo deshonroso o lo malhumorado, no de esas características en sí mismas.
Estrabón explica que casi todas las fuentes de “ridícula” pueden ser fuente de pensamientos serios (graves sententiae); la única diferencia es que lo serio (gravitas) proviene de cuestiones honorables y graves, y las bromas, de las que son impropias y, en cierto modo, feas”.
Pero, por escurridiza que sea la idea de la risa, sí encontramos en “Sobre el orador” algunas reglas generales sobre lo que más hace reir al público romano.
Por lo general, el ingenio verbal por sí mismo no es la forma más eficaz de provocar risas.
Los dobles sentidos, como observa Estrabón en dos ocasiones, puede que consigan elogios por su inteligencia, pero no fuertes risas: “Otros tipos de chistes provocan risas más grandes”.
Para obtener más risas, hay que intentar combinar lo “ambiguum” con un tipo distinto de chiste.
Lo inesperado (“cuando esperamos una cosa y se dice otra) es una forma más poderosa de hacer reir, y de hecho puede provocar que el propio orador se ría también: “Nuestro propio error hace que nosotros mismos nos riamos”. O, como subraya después: “Como es normal, nuestro propio errar, nos divierte. Así cuando somos engañados, por así decirlo, por nuestras propias expectativas, nos reímos.”
Los juegos de palabras y las bromas verbales no estaban exentas de riesgos.
Si era evidente que se llevaban preparadas de antemano, o se usaban de forma indiscriminada, o sólo con el fin de provocar risa, o eran más genéricas que específicas, entonces no eran especialidad del orador, sino del “scurra”.
Estrabón deja totalmente claro que la forma más fiable de provocar buenas risas en Roma no era por medio de juegos de palabras inteligentes, ocurrencias verbales o la oportuna cita de un verso poético. Eran diversas formas de alteraciones corporales las que mejor garantizaban la risa. ¿Qué puede provocar más risa (ridiculum) que un payaso?, pregunta.
Y el payaso lo consigue con su rostro, su mímica, su voz y por el modo en que emplea todo su cuerpo.
El problema estriba en que esas formas vulgares de hacer reir a la gente están casi totalmente prohibidas para el orador de élite.
La imitación era una de las coordenadas centrales de la risa romana. Sin embargo, siempre estaba en los mismos límites del ingenio oratorio respetable.
No obstante, algunas formas de imitación sí eran muy aceptadas; como subraya el personaje “Antonio”, la imitación de oradores ejemplares era un elemento importante de la formación retórica.
Pero el problema era que tales tácticas para provocar risa – sobre todo si implicaban un “exceso de imitación – hacían que el orador se pareciera demasiado al actor del mimo (“mimus”) o al imitador profesional (“ethologus”).
El problema del orador bromista es que, al hacer reir, se expone a que se rían de él.
Estrabón restringe el uso de la risa en la oratoria por medio de una variedad de condiciones y advertencias: no deberían usarse contra criminales malvados, contra personas verdaderamente desafortunadas ni tampoco contra aquellas a quienes el público tiene en alta estima (por si se vuelve contra quien hace la burla).
Corbeil se ocupa de las actitudes romanas con respecto a ridiculizar características personales de las que el individuo en cuestión no era responsable.
La tradición aristotélica tendía a eximir a éstos de los ataques. En cambio, “los romanos – afirma Corbeil – veían la repulsa de las desventajas físicas de forma bien distinta.
Un romano atribuía la responsabilidad de cualquier deformidad, sin tener en cuenta cuál fue su origen, únicamente a la persona que tenía esa deformidad.
No deberíamos suponer que la “invectiva” humorística de Cicerón siempre sea un arma agresiva de exclusión social y política; también podría ser un lenguaje interactivo que compartían el orador y su supuesta víctima.
Unos 150 años después de que Cicerón escribiese “Sobre el orador”, Quintiliano redactó su “Manual de oratoria” en doce volúmenes.
A mitad del sexto libro – buena parte del cual está dedicado a cómo el orador puede apelar a las emociones del público -, hay un capítulo sobre la risa que es casi tan largo como la sección de Estrabón en el tratado de Cicerón.
Como era de predecir, Cicerón fue una de las principales fuentes de Quintiliano, y hay muchas coincidencias entre los dos relatos: Quintiliano, por ejemplo, comparte la división del ingenio en las categorías de “dicto” y “re”, advierte de que las muecas no son una forma aceptable de hacer reir para el orador de élite y aconseja a sus lectores que no hagan chistes contra clases enteras de personas.
Pero también hay diferencias significativas. Quintiliano incluye una variedad mucho más amplia de ocurrencias de las que la fecha en que transcurre “Sobre el orador” permitía: Cicerón tenía que restringirse a chistes hechos antes del 91 a. de C., mientras que Quintiliano podía citar otros de famosos bromistas de períodos posteriores, entre ellos el propio Cicerón y el emperador Augusto.
Quintiliano concede mucha importancia a la analogía entre el ingenio y la cocina. Cicerón ya lo había insinuado en “Sobre el orador”.
Señalando la raíz de la palabra, escribe que “salsum” es “un sencillo condimento de un discurso, que es sentido por algún discernimiento inconsciente, al igual que ocurre con el paladar. Pues del mismo modo que la sal, cuando se espolvorea generosamente sobre la comida, aunque no en exceso, aporta un placer propio, las agudezas (sales) al hablar tienen algo que nos proporciona un ansia por escuchar”.
También insiste aún más que Cicerón en el carácter afable del ingenio oratorio: “No queramos nunca herir a nadie [con nuestras bromas], ni tengamos nada que ver con la idea de que es mejor perder a un amigo que dejar perder una chanza”.
Quintiliano también hace algunas observaciones sorprendentes que no encontramos en “Sobre el orador”.
Afirma, por ejemplo, que otra característica del “scurra” es que hace chistes contra sí mismo (“y eso no se puede consentir a un orador”).
E indica que algunas palabras provocan risa por sí mismas. “La palabra “estómago” ( stomachus) tiene algo gracioso”, y lo mismo pasa a la palabra “satagere” (“ir de aquí para allá, trajinar” o, según el contexto, “sobreactuar”).
Pero hay dos preocupaciones fundamentales sobre el uso de la risa: la primera es la posibilidad de que la risa se vuelva contra el bromista, y la segunda, que lo que incita a reir a menudo es falso.
Cicerón había afirmado que la risa tiene su base “en lo que podríamos llamar lo feo o deshonroso”.
Y Quintiliano dice: “cuando estas características se señalan en otros, eso se llama “urbanitas”; cuando se vuelven contra el orador [reccidunt], eso se llama “estupidez” (stultitia)”.
Los hay incluso que no evitan las bromas que se vuelven contra ellos (in ipsos reccidere).
Quintiliano también juega de forma más explícita que Cicerón con los sentidos activo y pasivo de la palabra “ridiculus”, dando a entender que quien hace reir corre el riesgo de convertirse (en nuestro sentido pasivo) en ridículo.
El interés de Quintiliano en la verdad y la falsedad nos aparta aún más de los temas de Cicerón.
Quintiliano, en una versión más extrema del tradicional interés antiguo por la verdad de la retórica, empieza su sección sobre “hacer reir” manifestando su preocupación por la falsedad en las bromas: “Lo que da su mayor dificultad al tema es, en primer lugar, que un chiste (“dictum ridiculum”) es por lo general falso”. Y dice “todo lo que es obviamente inventado hace reir”.
Una de las versiones más memorables de este tema de la verdad frente a la falsedad a la hora de hacer reir la hallamos en las “Fábulas de Fedro, escritas en la primera mitad del siglo I d. de C.
Es la historia de la competición ante público de un “scurra”, “muy conocido por su ingenio urbano” (notus urbano sale), y un campesino (rusticus) para ver quien imita mejor a un cerdo.
El “scurra” empieza el espectáculo el primer día y se gana fuertes aplausos por sus sonidos porcinos, pero el campesino lo reta a una segunda ronda al día siguiente. El “scurra” repite su actuación del día anterior, de nuevo con grandes aplausos. Es entonces el turno del “campesino”, que hace como si llevara un cerdo de verdad escondido bajo la ropa, lo cual resulta ser cierto. Pellizca al animal en la oreja para que chille (de verdad), pero el público sigue prefiriendo la versión del “scurra” y vota que es una imitación mucho mejor de un cerdo que la del cerdo real. Mientras tiran al campesino del escenario, éste enseña al animal para mostrar al público el error que han cometido.
Y esto es lo que preocupaba a Quintiliano.
Cicerón, al ser instado a especificar en el juicio de Milón el momento exacto de la muerte de Clodio, contestó con una única (y divertida) palabra: “sero” (tarde/ demasiado tarde). ¿Por qué le pareció esa respuesta una broma tan buena a Quintiliano?
Varios factores hacían que esta ocurrencia se pudiese aceptar especialmente.
Era espontánea y no estaba preparada. Era una respuesta, en vez de un ataque no provocado. Sólo se apelaba a Clodio, en lugar de a un colectivo. Y, lo que no deja de tener su importancia, al menos para Quintiliano, era cierta, a diferencia de algunos de los ejemplos de risas y bromas en la corte imperial romana.
Risa y poder
Encontronazo en el Coliseo entre un emperador y un senador en el que hubo risas – de alguna forma – por ambas partes: el senador y escritor, Dión Casio, masticando la hoja de laurel para disimular que le había entrado la risa; el emperador Cómodo, según se cuenta, sonriendo de un modo tan triunfal como amenazador.
También existen historias reveladoras acerca de la risa y jocosidad de doble filo del emperador Heliogábalo, que ocupó el trono unos 30 años después de Cómodo (218 al 222 d. de C.), y que son relatadas con regocijo en su descabellada biografía.
Es el primer uso del que tenemos constancia escrita de un “cojín tirapedos” en la historia mundial, su “Vida” cuenta que Heliogábalo provocaba risas cuando sus invitados a cenar se desinflaban literalmente al sentarse, y también se dice que entre sus bromas estaba la de mostrar cómicas alineaciones de ocho calvos, tuertos, sordos o gotosos.
En el teatro sus risas ahogaban las del resto del público.
También se cuenta “que solía de hecho tomarles el pelo a sus esclavos, llegando a ordenarles que le llevaran mil libras de peso de telarañas y ofreciéndoles una recompensa”.
Podríamos ver algunas de estas historias sobre Heliogábalo como reflejos inversos de las inquietudes que manifestó Quintiliano acerca de la verdad y la falsedad de las bromas y la risa.
Es un lugar común que la práctica de la risa está estrechamente unida al poder, pero, ¿de qué forma concreta estaba la risa relacionada con el poder romano?
La autocracia romana estaba arraigada en la cultura de la risa y las bromas, siguiendo un patrón que se remontaba a mucho antes del reinado del primer emperador, Octavio Augusto.
Sila (año 80 a. de C.) tenía fama de ser un entusiasta de la risa. “Era tan aficionado a los “mimos” y payasos, por ser un gran amante de la risa – escribió el historiador Nicolás de Damasco a fines del siglo I d. de C.-, que les daba grandes extensiones de terrenos públicos.
Una prueba clara de la satisfacción que le producían esas cosas son las comedias satíricas que él mismo escribió en su lengua materna (el latín).
Plutarco también recogió la tradición y explicó que al dictador “le encantaban las bromas” y de ahí que en las cenas se transformase por completo del personaje severo que era en otros momentos.
Incluso justo antes de su muerte, estaba de juerga con cómicos, mimos e imitadores.
La norma romana básica (que volvemos a encontrar en su descendiente directo, la tradición medieval del “rex facetus”) era que los gobernantes buenos y sabios hacían bromas de forma benévola, nunca usaban la risa para humillar y toleraban los chistes a sus expensas. Los gobernantes malos y los tiranos, por otro lado, reprimían con violencia hasta las bromas más inocentes, al tiempo que usaban la risa y los chistes como armas contra sus enemigos.
Dión Casio resume hábilmente esto al hablar de Vespasiano: la “civilitas” del emperador (esa cualidad de tratar a la gente como ciudadanos y no como súbditos) quedaba demostrada por el hecho de que “bromeaba como uno más del pueblo y no le importaba que hiciesen chistes a sus expensas, y si ponían la clase de eslóganes que a menudo van dirigidos anónimamente a los emperadores, con insultos hacia él, ponía una réplica del mismo estilo sin que le molestase en absoluto”.
Por otro lado, muchas de las historias de agudezas y bromas de Augusto que Macrobio recopiló muestran a Augusto bromeando con sus subordinados y también le muestran aceptando las bromas que iban dirigidas contra él. Y en las “Saturnales” cita un chiste: “Una pulla [iocus asper] que soltó algún provinciano y se hizo muy conocida. Había llegado a Roma un hombre que se parecía mucho al emperador y llamaba la atención de todos. Augusto ordenó que llevaran al hombre ante él y, una vez que le hubo echado un vistazo, le preguntó: “Dime, joven, ¿estuvo tu madre alguna vez en Roma?” “No –contestó el otro, pero no contento con dejarlo ahí, añadió -: Pero mi padre sí estuvo a menudo”.
A los emperadores “malos” también los delataba su forma particular de reir y bromear.
Los debates antiguos sobre los “monstruos” imperiales – de Calígula a Heliogábalo, pasando por Domiciano – usan en repetidas ocasiones la risa, y la transgresión de sus códigos y convenciones, para definir y calibrar diversas formas de crueldad y excesos, que son justo los opuestos de la “civilitas”.
A veces se trata de un emperador que no tolera bromas a sus expensas. Se decía que Cómodo dio orden a los marinos de guerra, que por lo general se ocupaban de los enormes toldos que daban sombra al Coliseo, de que mataran a la gente del público que él creía que se reían de él.
Otras veces se trataba más de que el emperador se reía como no debía, cuando no debía o de lo que no debía o hacía chistes especialmente sádicos.
En el caso de Claudio, sus ocurrencias eran decididamente malas o “frías” (frigidus).
Las ocurrencias de Calígula eran más amenazadoras que frías. “En uno de sus banquetes más suntuosos – escribe Suetonio -, de pronto le entraron grandes risotadas [ in cachinnos]. Los cónsules que estaban recostados junto a él le preguntaron con educación de qué se reía. “Tan sólo de la idea de que, con un movimiento de cabeza mío, a los dos os degollaría al instante”.
Uno de los temas más habituales a la hora de ridiculizar a un emperador era el estado de su cabeza: de Julio César se burlaron en repetidas ocasiones por ser calvo, y se decía que se peinaba el pelo que le quedaba hacia delante para disimular la parte sin pelo; también se supone que Domiciano (el “Nerón calvo”) se tomaba como un insulto que se bromeara sobre su falta de pelo.
Lo más probable es que la práctica cotidiana de la risa fuese tan controlable para los romanos como lo es para nosotros; sin embargo, un poderoso mito romano sobre la risa era que, en su condición de irrupción natural, ponía a prueba la capacidad humana para dominarla, y, por tanto, la debida observancia de los protocolos sociales de la risa era el rasgo distintivo de un hombre que tenía pleno control de sí mismo.
Un diagnóstico de los defectos del emperador Claudio era que le costaba contener su regocijo.
Pero, además, la cuestión no estribaba simplemente en si el caballero podía controlar su risa, sino en si podía controlar sus ganas de hacer un chiste. (“guardarse su “bona dicta” para sí”, en las famosas palabras de Ennio) o resistirse a la tentación de hacer bromas inapropiadas.
Suetonio habla de la jocosidad de Vespasiano y reconoce que la “dicacitas” de Vespasiano podía ser “scurrilis”.
Un intento tiránico clásico de prohibir las risas se supone que ocurrió en el reinado de Calígula, tras la muerte de su hermana Drusila.
Según Suetonio, Calígula decretó que durante el período de luto por ella nadie, so pena de muerte, se riera, bañara o comiera con su familia.
Un aspecto aún más siniestro del control imperial no era el intento de impedir las risas y bromas, sino el de imponerlas a los renuentes.
Suetonio cuenta que Calígula primero insistió en que un hombre presenciara la ejecución de su propio hijo y luego en que ese hombre fuese a cenar con él esa noche: entonces, con un fabuloso despliegue de afabilidad, el emperador “lo incitó a reir y a bromear” (“hilaritas” y “ioci”).
Según Suetonio en cenas llenas de diversión, Augusto no sólo “permitía, sino que exigía” que sus jóvenes invitados mostrasen “absoluta libertad para bromear” (“permissa, immo exacta, iocandi licentia”).
La risa entre las altas y bajas esferas
“Iocus balnearis” (ocurrencia en los baños públicos)
Las representaciones literarias, al menos, usaban varios tipos de bromas para facilitar la comunicación entre los distintos niveles de la jerarquía política, lo que permitía que una forma concreta de conversación jocosa tuviera lugar entre las altas y las bajas esferas.
Sin duda eso sería en parte para disimular las diferencias de posición social.
La risa era en Roma un operador clave en el discurso de las relaciones de poder político entre emperador y súbdito.
Ovidio usa a menudo la risa en la “Metamorfosis” como indicador de la relación entre mortales e inmortales.
La risa humana dirigida a un dios o una diosa a veces presagia la transformación del riente en una bestia, pájaro u objeto inanimado: la risa es una muestra de desafío humano que la deidad rápidamente castiga quitándole su condición y forma humanas.
De forma más categórica, la risa también caracterizaba la relación entre amo y esclavo.
La idea del esclavo cómico que con su inteligencia hace reir a expensas de su dueño corto de luces subvertía las relaciones de poder de la esclavitud como institución.
Pero la cuestión primordial es que la interrelación entre amo y esclavo, al igual que la existente entre emperador y súbdito, se enmarcaba con regularidad en términos jocosos.
En el mundo de las chanzas y el entretenimiento, era una paradoja romana habitual que el ingenio y la elocuencia silenciosos pudieran encontrarse en los que eran, o habían sido, mudos.
La inserción de risas (escritas) en la “Vida de Esopo” sirve para destacar las diferencias de poder, sabiduría y entendimiento en todas las jerarquías sociales.
Es correcto que veamos la risa, por amenazadora que pueda ser, como un elemento importante de las relaciones reales de poder entre el emperador y el pueblo, así como una presencia más audible y estridente en la cultura de la corte imperial romana de lo que por lo general reconocemos.
Hay otras indicaciones de la prominencia de la risa, y en particular de la presencia de “provocadores de risas” que eran designados en el palacio imperial y otros contextos elitistas.
Parece que en la corte del emperador había una variedad de cómicos, y conocemos los nombres de algunos bufones famosos que estaban directamente relacionados con determinados gobernantes.
Otro grupo – llamado o apodado “copreae” en latín, “koprái” (mierdecillas) en griego – parece que actuaba exclusivamente en el palacio imperial o entre autócratas romanos.
Suetonio menciona de pasada a los “coprae” que solían asistir a las cenas de Tiberio y cuenta las bromas desagradables que le gastaban a Claudio antes de que éste ascendiera al trono.
Claudio, por ser poco despierto, torpe y deforme, era blanco fácil de las chanzas de su sobrino, el emperador Calígula, sobre todo porque tenía costumbre, según decían, de quedarse dormido después de cenar mientras el ágape todavía continuaba. Los “coprae” lo despertaban con una fusta “como si estuvieran jugando a algo (velut per ludum), y supuestamente esos mismos bromistas le ponían “zapatillas” (socci) en las manos mientras Claudio roncaba, de manera que cuando éste se agitaba se “restregaba la cara contra ellas”. Las “socci” tenían las suelas ásperas, así que es de suponer que Claudio se arañaba la cara con ellas.
Pero, además, los “socci” eran un tipo de calzado que a veces se relacionaba con las mujeres o con el lujo afeminado, y sólo eso habría bastado para dar risa cuando Claudio se las encontraba puestas en las manos.
También formaban parte del atuendo de los actores cómicos y de los parásitos.
Una placa conmemorativa que se encontró justo a las afueras de la ciudad de Roma en una tumba comunitaria para miembros de la casa imperial, originalmente indicaba el nicho en que se encontraban las cenizas de un hombre que había sido “lusor Caesaris” (actor del César).
Breve descripción: “Elocuente mudo [mutus argutus], imitador [imitator] del emperador Tiberio, el hombre que descubrió cómo imitar a los abogados [causidici].
La risa no sólo era importante en el discurso del poder imperial, sino que también es posible que tuviese un papel mucho más destacado en las prácticas sociales de la corte imperial de lo que se suele suponer.
Y así era también en las prácticas (sociales) de las casas romanas de la élite de forma más general.
Aparte de varios tipos de artistas cómicos que actuaban en las cenas y que tal vez fuesen contratados para la ocasión, encontramos casos evidentes de “bufones” que residían permanentemente en las casas de los ricos.
Séneca, en una de sus cartas a Lucilio, menciona a la anciana Harpastes que pertenece a su casa como resultado de una herencia y es la “loca” o “payasa” (fatua) de su mujer. Séneca da a entender que parte del carácter cómico de Harpastes se debe a que es un “bicho raro” o monstruo (prodigium) y reflexiona sobre la incitación a la risa (“Si quiero tener un loco para que me divierta, no necesito buscar lejos: me río de mí mismo”).
Había también bufones e imitadores que acompañaban a los funerales de la élite romana, imitando, entre otras cosas, las acciones del difunto.
En el cortejo fúnebre de Vespasiano, por ejemplo, “Favor, estrella de la pantomima, que llevaba puesta su máscara (la de Vespasiano) preguntó en voz alta a los procuradores cuánto había costado el funeral y el cortejo. Cuando oyó que diez millones de sertercios, gritó: “Dadme cien mil y tiradme al Tíber”
Una buena broma, como dice Suetonio, basada en la conocida tacañería de Vespasiano.
También existían canciones procaces y los versos difamatorios que, al parecer, se salmodiaban a expensas del victorioso general en los triunfos romanos: “Romanos, encerrad a vuestras mujeres. El adúltero calvo ha vuelto a la ciudad” es la letra que se empleó en el triunfo de Julio César del año 46 a. de C., insistiendo en ese tema clásico de las bromas romanas, la calvicie.
La función de estas costumbres es un enigma desde hace mucho. Una de las explicaciones más habituales es que las procacidades o las chanzas eran “apotropaicas”.
Y también los bufones y las chanzas ocupaban un lugar destacado en tales ceremonias.
El bromista acompañaba al romano en el momento de su mayor éxito y también lo acompañaba a la tumba.
El escenario clave para los bufones, para la risa y para los intercambios jocosos entre las jerarquías de poder era la cena o “banquete”.
Había una importante interrelación entre las bromas y los bromistas, la adulación y la comida.
Es ese “triángulo culinario” de risa, adulación y comida el que se destaca en algunos fragmentos de literatura antigua.
En la Grecia clásica y helenística, al igual que en Roma, era una idea extendida que un pobre gorrón se podía ganar el sitio en la cena por medio de la risa.
Así el papel del “parásito” en el “Eunuco” de Terencio, que se ganaba el sustento riéndole los chistes a su protector, fueran divertidos o no.
Un comentarista de la antigüedad tardía hace una definición de “parásito”: “Parásito es la palabra para alguien que come conmigo o en mi casa, porque “para” [en griego] significa “en” y “sitos”[en griego] significa “comida”. O, también, los parásitos son así llamados por “obedecer” [parendo] y “acompañar” [assistendo], ya que, al acompañar a sus superiores, contribuyen a su satisfacción por medio de la adulación”.
En términos generales, parece bastante claro que cualesquiera que fuesen sus orígenes griegos, la figura del parásito se integró en Roma y tuvo un papel en el debate cultural romano que iba más allá de sus modelos griegos.
La risa también es una coordenada fundamental en el rol del parásito. Por un lado, el gorrón se reía cuando correspondía, convirtiéndose en el público que le reía las gracias a su protector, fuesen divertidas o no.
Por otro, se esperaba de él que provocara la risa de los demás invitado a cambio de una buena comida.
En el “Estico” de Plauto, cuyo personaje más destacado (pese a que el título lleva el nombre de otro) es un parásito que muy apropiadamente se llama “Gelásimo” (el señor de la Risa, del griego “gelao”).
La obra trata de forma bastante cruel sobre las tribulaciones de la vida de un parásito.
Al principio de la obra, Gelásimo se dirige al público para intentar que alguien le pague una comida a cambio de un chiste… “No encontraréis mejores chistes en ninguna otra parte”.
Más adelante, cuando deja la subasta, lo encontramos refiriéndose a sus libros en el intento de sacar de ellos chistes con los que impresionar a su protector.
Aparecen diversas ambigüedades respecto a la risa:
Una se centra en la palabra “ridiculus”: el parásito es activamente “ridiculus”, en tanto en cuanto se ríen en repetidas ocasiones de él y de su difícil situación.
Otro aspecto ambiguo se explota en relación con el personaje “Epígnomo”, que fue en su momento protector de Gelásimo y posiblemente lo vuelva a ser.
Al dirigirse al parásito juega con el nombre de Gelásimo: “No quiero que dejes de ser un riente para convertirte en alguien que se ríe de mí”.
En una carta de Séneca, el cual juega con las posibles ambigüedades de la palabra “arrideo”, que no sólo puede significar “reírse en respuesta a”, sino también “reírse como forma de apoyo” y, por lo tanto, “adular”, Séneca conecta el comportamiento del que viene a comer (arrosor), el que viene a adular / reir como forma de apoyo (arrisor) y el que viene a bromear o a reírse de quien le da de comer (derisor).
Cuadrato era –dice- “un parásito de los ricos insensatos y, en consecuencia, un bufón adulador y, cualidad inherente a estas dos, su mofador”.
La cuestión de la sinceridad de la risa queda destacada de un modo distinto en una historia sobre Dionisio II, el tirano de Siracusa del siglo IV a. de C.
Se conserva en la antología y enciclopedia que escribió Ateneo a finales del siglo II d. de C., “El banquete de los eruditos”, en una sección dedicada por entero a anécdotas sobre parásitos, lo que incluye sus excesos, picardías, lealtades y deslealtades.
En la basta “Biblioteca histórica” de Diodoro que escribió en griego en el siglo I a. de C., en una sección habla de la revuelta de esclavos que tuvo lugar en Sicilia en el siglo II a. de C.
El cabecilla de esa revuelta fue un esclavo de Apamea, en Siria, llamado Euno.
En la matanza que de verdad siguió, Euno no mató a los que le habían dado de comer en los banquetes.
Otro personaje relacionado con la risa es el “scurra”.
Representaba una forma de bromear de mala fama: vulgar, imitativa y nada espontánea, aunque al mismo tiempo era garantía segura de hacer reir.
Había algo contestón o agresivamente descarado en el “scurra”, en términos romanos, era su “dicacitas” (descaro), lo que hacía que el emperador Vespasiano pareciese “scurrilis” (como un “scurra”).
Parece que no había ningún término griego que reprodujese todo su significado.
Es fácil que nos sorprendan los libros de chistes preparados de Gelásimo, que parecen encajar muy bien con algunas de las quejas de Cicerón y Quintiliano sobre el ingenio del “scurra”, esto es, que lo llevaba preparado por adelantado y sus blancos eran toda una clase social en lugar de un individuo concreto.
Está claro que la traducción más o menos estándar de “scurra” como “bufón” sólo refleja parte del significado de algunos de sus usos.
Si examinamos a toda la gente a la que se designa con ese término en la literatura antigua, encontramos una variedad en apariencia desconcertante, de los gandules urbanos de las comedias romanas, pasando por los bromistas y bufones en un sentido más estricto, a Sócrates o incluso miembros de la Guardia Pretoriana.
De hecho, según la “Historia augusta”, ese emperador tan jocoso, Heliogábalo, terminó siendo asesinado por “scurrae”.
“Scurra” era un juicio de valor (negativo) sobre las prácticas de la risa más que una palabra descriptiva: un constructor cultural (y espejo) de la jocosidad de la élite romana.
Prudencio, “La corona de los mártires”, en un ciclo de poemas, se apropia del “scurra” dentro de un contexto cristiano muy distinto.
El segundo poema de la serie cuenta, en casi 600 versos, la historia del martirio de San Lorenzo, al cual asaron lentamente en una parrilla hasta morir, en el año 258 d. de C. Lorenzo, justo antes de morir, pide que le den la vuelta, puesto que ya tiene un lado muy hecho (de ahí, que luego haya sido el patrono de los cocineros).
Hay un choque entre un acusador pagano y el santo. El pagano exige las riquezas e la Iglesia cristiana, que cree que le ocultan y no entregan al César.
Lorenzo pide una demora para mostrar “todas las cosas valiosas que tiene Cristo”, y de ese modo engaña a su acusador y hace que desfilen ante él los pobres y enfermos de Roma, que son los tesoros de la Iglesia.
Eso al otro no le sienta bien y al poco Lorenzo se encuentra en la parrilla.
Lorenzo es un personaje inteligente, ingenioso y con inventiva que se burla del acusador, y la risa juega un papel importante en todo eso.
Al serle presentados los enfermos y los pobres como los tesoros de la Iglesia, el acusador dice: Se están riendo de nosotros (ridemur) y, a continuación, estalla: “Granuja, ¿crees que te vas a escapar con todos estos trucos y burlas e imitaciones (cavillo mímico) como si fueras un “scurra”?
¿Te parece que encaja con tu “urbanitas” que me trates haciendo bromas [ludicris]?
¿Es que me ha vendido como entretenimiento de festival para que se ría la gente?”
“Urbanitas”, “cavillatio”, un “scurra” e imitación. Toda la antigua terminología romana para las bromas se muestra aquí.
En las “Saturnales” de Macrobio aparecen varias ocurrencias memorables que se decía que había hecho Julia, la hija de Augusto, algunas de las cuales atacaba de forma transgresora la política moral del régimen de su padre.
Algo que nos falta casi por completo en Roma es la tradición de la mujer riente subversiva – lo que llamamos “risitas”, que es una corriente distintiva de la cultura occidental moderna y que ya puede apreciarse en Geoffrey Chaucer.
Risitas, en palabras de Ángela Carter, “el júbilo inocente con el que las mujeres humillan a los hombres”.
En su mayor parte, la risa de las mujeres es vigilada cuidadosamente en las representaciones literarias del mundo romano.
En el tercer libro del “Arte de amar” – su poema burlón de instrucciones sobre cómo cazar pareja (y retenerla) -, Ovidio parodia las normas de la risa femenina, y de paso pone en evidencia algunos de los fallos culturales de las convenciones romanas de la risa.
También introduce el límite entre humanos y animales, que la risa ayuda a determinar como a cuestionar.
Después de dos libros de consejos a las jóvenes – sobre los sitios que frecuentar para ligar (las carreras y los desfiles triunfales están entre los mejores lugares), asegurarse de que no se le olvide el cumpleaños de ella, hacerse un poco difícil de conseguir, etc. -, el narrador se dirige en el tercer libro a un grupo distinto de pupilos. El burlón “maestro” del amor pasa a dar instrucciones a las hembras de la especie.
Dedica un par de cientos de versos al cuidado del cuerpo, el estilo de peinado y a disimular los rasgos menos atractivos, pero, a continuación, Ovidio hace un ligero cambio de marcha.
Su advertencia a las mujeres de que no se rían si tienen dientes feos (negros, demasiado grandes o torcidos) da pie a algunas lecciones más generales sobre la risa.
“Que no se te abra la boca demasiado. Y mantén pequeños esos “lacunae” de cada lado”.
“Lacuna” por lo general significa “hueco” o “agujero”, pero aquí es de suponer lo utiliza para referirse a lo que llamamos un “hoyuelo”.
“Deben asegurarse de que el fondo de los labios cubre la parte superior de los dientes, y no deben tensar los labios riendo continuamente, sino que deben hacer un pequeño y agradable sonido femenino”.
Parte de la broma está en la idea de que la risa puede llegar a ser tema de instrucción.
Es de risa proponer, está indicando a sus lectores, que se puedan llegar a controlar las características físicas de la risa.
Ovidio concluye sus consejos con algunos ejemplos de advertencia sobre cómo una chica se puede reir mal: “Hay una clase de chica –escribe- que se distorsiona el rostro con una risotada horrorosa; hay otra que parece que llore, cuando en realidad se está desternillando. Y hay otra que hace un sonido discordante sin ningún encanto al reírse igual que rebuzna un burro feo mientras da vueltas a la dura piedra de molino”.
Esta comparación entre mujer y burro está especialmente señalada en el latín original: en un prominente juego de palabras ( ridet / ut rudet ), la chica (ríe) igual que el burro “rudet” (rebuzna).
Por un lado, la risa podía entenderse como una propiedad definitoria de la especie humana. Sin embargo, por otro lado, era el reírse, por el ruido que se hace y las contorsiones faciales y corporales del riente, cuando los seres humanos más se parecían a los animales.
“Rictus” es una palabra con dos referentes principales: la boca abierta de la risa humana y las quijadas abiertas de un animal. Y cuando se refiere a una risa, casi siempre indica una contorsión de la cara que roza lo bestial.
En Lucrecio (rictus) es la mueca de la muerte, en Suetonio la boca que echa espuma (spumante rictu) del emperador deforme Claudio. Pero es Ovidio, en las “Metamorfosis”, el que aprovecha la palabra de forma más sistemática e inteligente.
La risa marca las relaciones de poder entre dioses y humanos en el poema. “Rictus” es con frecuencia un indicador del cambio de “status” entre humano y animal, que es uno de los temas principales del poema.
Cuando Io, por ejemplo, se transforma en una vaquilla, una de las señales de la transformación es que pasa a tener “rictus” más que una boca, y el “rictus” se contrae (contrahitur rictus) cuando vuelve a ser humana.
Catulo hace uso de una idea singular cuando en el poema 42 (“Adeste hendecasyllabi”) se centra en la risa de una mujer que tiene algún borrador de unos versos de él que se niega a devolverle.
También dice mucho acerca de la risa como tal.
La chica que tiene las tablillas de escritura (una “puta asquerosa”, “putida moecha) piensa que el propio Catulo es un “chiste” (iocum), pero él vuelve las tornas al atacarla no sólo por ella misma, sino también por su risa. Ella se ríe, escribe Catulo, “moleste ac mimice”, esto es, “de una forma irritante”, y, en un sentido literal, “al estilo de una actriz de pantomima”. Pero, lo que es más, ella se ríe “con cara de perro de caza galo”, “Catuli ore Gallicani”, pero la imagen en general sirve para socavar la humanidad de la riente humana: la boca abierta, la cara crispada y, sin duda, los dientes al descubierto convierten a la mujer en una bestia.
Entre lo humano y lo animal: en especial de monos y asnos
Mary Beard dice que va a investigar el impacto de la risa en ese límite entre humanos y animales.
Un texto importante para esto será las “Metamorfosis” de Apuleyo, o, como más se le conoce ahora, “El asno de oro”. En él uno de los episodios principales de su argumento es un festival (paródico) del dios Risa (Risus).
Dos caras de la risa romana: los estrechos vínculos existentes en la Antigua Roma entre la gente que nos hace reir y esa de la que nos reímos.
Se suponía que los monos y los simios hacían que los romanos se partieran de risa.
Uno de los invitados a la cena que se presenta en “El banquete de los eruditos”, de Ateneo, hace referencia a una historia sobre el (semilegendario) sabio sirio del siglo VI a. de C., Anacarsis. En una fiesta en que se encontraba Anacarsis, llamaron a los bufones y, mientras actuaban, él permaneció muy solemne y sin reir (“agelastos”. Sin embargo, cuando llevaron a un mono, se echó a reir.
La ciencia moderna, a partir de Charles Darwin, ha debatido la cuestión de si los primates se ríen, y, de ser así, si la reacción física que podríamos llamar su “risa” es significativamente distinta de la nuestra.
En la Grecia clásica, los monos –“pithekoi” – se asociaban, entre otras cosas, con diversas formas de falta de autenticidad e imitación.
En la primera mitad del siglo V a. de C., Píndaro usó la imagen del mono para evocar un habla aparentemente convincente (los niños, escribió, piensan que los simios son bonitos o encantadores [ kalos], pero a Radamantis, el juez del Averno, no le engañan la calumnia o impostura que se asocia con tales seres.
En posteriores comedias y en discursos en los tribunales atenienses, el fingir algo –como podía ser reivindicar unos derechos de ciudadanía que uno no tenía, era habitualmente atacado diciendo que se trataba del comportamiento propio de un mono.
Aristófanes acuñó la palabra “pithekismos” (hacer monerías o travesuras), recoge tanto la idea de la imitación o fingimiento como la de adular a alguien.
En un breve fragmento que conservamos de otro dramaturgo cómico del siglo V a. de C., Frínico, cuatro hombres son cada uno comparados con un mono: uno es cobarde, otro un adulador y otro es un ciudadano espurio o un impostor (lamentablemente la última comparación no ha llegado hasta nosotros).
Los escritores del mundo romano heredaron y desarrollaron todos estos temas.
Los juegos de palabras entre los dos términos “simia” (simio) y “similis” (igual, semejante) se remontan al menos al poeta Ennio, cuya muletilla “simia quam similis turpissima bestia nobis”) (el simio qué similar a nosotros es esa fea criatura) es citada por Cicerón.
Y en muchos contextos distintos, los simios y los monos se convirtieron en sinónimos de imitación.
Plauto llenó sus obras de nombres de monos (Simia, Pitecio, etc.), sueños sobre monos e incluso mordiscos de monos.
Eliano – a finales del siglo II o principios del III d. de C. – está seguro de que la imitación era la característica definitiva de ese animal y encaja bien en el panorama cultural romano.
Varias imágenes descubiertas en Pompeya se centran en las conocidas imitaciones que hacen los monos de los seres humanos.
A determinado nivel, como indican la acuñación de Aristófanes, podría verse el mono como el equivalente animal del parásito humano, el invitado gorrón que daba adulación y risas a cambio de comida.
Plutarco en su ensayo “Cómo distinguir a un adulador de un amigo” dice: “¿Ves al mono? No puede vigilar tu casa como un perro; no puede llevar carga como un caballo; no puede arar la tierra como un buey. Así que soporta los insultos y las payasadas y aguanta las bromas, ofreciéndose como instrumento de risa. Igual que el adulador”.
El mono, en otras palabras, es la versión de la naturaleza del “adulador y payaso” de la cultura humana.
Eso es lo que también indica Fedro cuando hace que una de sus fábulas trate del encuentro entre un tirano y un adulador, para lo que del reino animal elige a un león para que represente al tirano, y para el adulador, a un mono.
Cuando a Anacarsis le pidieron que explicara por qué el mono le hacía reir y los bufones no, el sabio contestó que un mono era risible (geloios) “por naturaleza”, pero un hombre sólo por la práctica.
Parte de la hilaridad que los simios y monos provocaban se debía sin duda a su imitación de los seres humanos.
Parece que lo que era en especial risible de estos primates era su situación en el límite mismo entre lo humano y lo animal, así como la precariedad de sus intentos de imitar a seres humanos.
Algunas de las mayores risas acompañaban a sus intentos fallidos de imitación.
Anécdota de Luciano, escritor satírico y ensayista del siglo II d. de C. (un rey egipcio enseña a una “troupe” de monos a hacer un baile pírrico, que ellos llevan a cabo con mucha pericia, vestidos con máscaras y túnicas púrpuras, hasta que uno de los espectadores les arroja unos frutos secos. En ese momento, los monos vuelven a ser monos, se olvidan del baile, tiran sus ropas y se pelean por los frutos secos. Los espectadores se echan a reir.
Luciano nos permite comprender mejor cómo funciona la risa. ¿Quién la provocó y cómo?
Resultan ser dos provocadores distintos.
Por un lado, está el hombre que arroja los frutos secos (el que Luciano describe explícitamente como “asteios”, el equivalente griego al “urbanus” del latin, “ingenioso y listo”).
Por otro están los propios monos. En su caso, es su incapacidad de mantener su papel humano.
Galeno, en un análisis antiguo de la risa, incluido en un largo tratado médico, “Sobre la utilidad de las partes del cuerpo humano”, piensa que los monos y los simios funcionan como “caricaturas” del ser humano.
“Nos reímos en especial de las imitaciones que guardan un parecido fiel en la mayoría de sus partes, pero son erróneas por completo en las más importantes”.
Y pone como ejemplo las “manos” del simio que son similares a las humanas salvo por los pulgares, los cuales no están opuestos a los otros dedos y, por lo tanto, no sólo no sirven de nada, sino que son “totalmente risibles” (pante geloios).
Para Galeno, el punto principal sobre los primates es que son malos imitadores, no buenos.
Desde el punto de vista de Galeno, aunque el animal pueda imitar al humano y parecerse mucho a éste en determinados aspectos, nunca llega a cruzar totalmente el límite que lo separa de nuestra especie, y eso es lo que nos hace reir.
En el último pasaje, Galeno vincula los movimientos de natural torpes del mono con los movimientos miméticos e histriónicos del hombre que hace reir burlándose de un cojo.
Es como si la naturaleza risible del simio pudiese ayudar a explicar por qué nos reímos del imitador o payaso humano.
Los monos no eran los únicos imitadores del mundo romano que eran garantía de risa.
Sobre el orador romano que sentía la tentación de hacer reir por medio de una imitación perversa de su oponente se cernía el espectro de la pantomima romana y sus actores.
Los oradores podían aprender de actores experimentados algunos trucos del oficio, y de hecho lo hacían, pero de todos modos los actores estaban definitivamente al otro extremo de la jerarquía social, política y cultural de Cicerón y los suyos; de acuerdo con los axiomas del poder romano, que en parte establecía una correlación entre la posición social y la propiedad de la palabra de uno, un actor estaba condenado a ser sólo quien pusiera voz a los textos de otros.
El actor de mimo o pantomima (mimus), al igual que el “scurra”, era el espantoso opuesto del orador de élite.
La mímica era el género teatral más firmemente asociado con la risa, pero, sugerir que, al provocar risas, un orador romano estaba participando en una pantomima romana, equivalía a insinuar que era inaceptable.
Cualquiera que fuese su deuda con una tradición griega anterior, la mímica era un medio especialmente importante en Roma, que influenciaba a todo tipo de producciones literarias, que van de Horacio, pasando por las elegías amorosas latinas, hasta Petronio.
También se está de acuerdo en que la mímica era uno de los pocos géneros teatrales de la antigüedad en los que actuaban mujeres, y tanto actores como actrices tenían partes habladas; no se trataba de mímica o pantomima en nuestro sentido (mudo) del término.
A veces se supone que había una distinción bien clara entre la mímica y la “pantomima”, una actuación que por lo general consistía en bailarines mudos que eran acompañados por cantantes.
También se suele decir que, en marcado contraste con los actores de otros géneros teatrales de primer orden de la antigüedad, los actores de “mimo” no llevaban máscaras en sus representaciones.
Puede que fuera así, pero es una afirmación que se basa en buena medida en un pasaje de “Sobre el orador”, de Cicerón, en el que el personaje Estrabón pregunta: “¿Qué podría ser más “ridiculus” que un “sannio”? Pero hace reir [ridetur, “se ríen de él”] con su rostro, su expresión, su voz, de hecho, con todo su cuerpo. Puedo decir que eso es divertido [salsum], pero no del modo en que me gustaría que lo fuese un orador, sino como un actor de mimo”.
Se refiere a la cara y a la expresión de algún tipo de payaso (sannio) y compara su estilo general para producir risa con los de un actor de mimo.
Otros han propuesto que el “mimo” era como un cajón de sastre que comprendía “cualquier tipo de espectáculo teatral que no pertenecía a la tragedia ni a la comedia con máscaras”.
El “mimo”: su objetivo principal era hacer reir a la gente y era un género muy imitativo.
A Filistión, un escritor de “mimos” de principio del Imperio, se le recuerda en un verso que proclama que “hizo que las tristes vidas de los hombres se mezclaran con la risa”.
Lo mismo se dice del actor de “mimo” Vitalis, del que se dice que “desencadenó la risa en los corazones tristes”.
¿Por qué el “mimo” era un productor de risa tan potente?
Las razones pueden ir, de algún tipo de placer carnavalesco en los culos y pedos, al simple hecho de que todos los demás del público se estuviesen desternillando de risa.
Sin embargo, en el tratamiento que hacen nuestros autores de élite de los “mimos”, el factor fundamental vincula la risa con la naturaleza imitativa del género.
Diomedes, gramático del siglo IV d. de C., escribe sobre su “imitación de distintas formas de habla”, su “imitación subida de tono de palabras y actos lascivos” y de que se le dio ese nombre por sus características miméticas.
Evantio se refiere a “la imitación habitual de cosas corrientes y gente trivial” del “mimo”.
Cicerón, Quintiliano y Macrobio insisten en que la imitación de los actores de “mimo” jugaba un papel decisivo a la hora de provocar la risa.
Parece posible que hubiese risas a ambos lados del telón de un “mimo” y es razonable suponer que los actores y actrices del “mimo” tuvieran una risa característica y quizás lasciva, aunque creo poco probable que fuese como el mohín de un “starlet”.
Episodio de “Cuartilla”, cerca del principio de lo que ha sobrevivido de la novela de Petronio del siglo I d. de C., el “Satiricón”.
Tal y como empieza lo que tenemos de la historia en la versión habitual, el narrador y los antihéroes de la novela reciben en su alojamiento la visita de una ayudante de “Cuartilla”, una sacerdotisa del dios fálico Príapo. Anuncia la inminente llegada de su señora, que va a ir a verlos en respuesta al trastorno que ellos han causado previamente en los ritos sagrados de Príapo. Cuando la sacerdotisa llega un poco después, derrama un manantial de lágrimas por el sacrilegio cometido para, a continuación, lanzarse a una orgía en toda regla, muchos de cuyos detalles no conocemos por la laguna del texto que ha llegado hasta nosotros.
La risa es un elemento recurrente en este episodio. Pero hay un estallido especialmente relevante de risa justo antes de que empiece la orgía.
Cuando “Cuartilla” pasa de las lágrimas de cocodrilo a los preparativos para la fiesta sexual, las mujeres se ríen de un modo terrorífico, y entonces todo resuena “mímico risu”.
Vuelven a surgir los mismos problemas de traducción: Encontramos, en varias versiones modernas, “risa excesivamente teatral”, “risa ridícula”,”rire théatral” y la “risa de los escenarios inferiores”.
El espectáculo mímico de “Cuartilla” habría provocado sus buenas risas en el público, pues ésa es la naturaleza y finalidad del “mimo”o “pantomima”.
En el diccionario del siglo II d. de C. que escribió Festo, “Del significado de las palabras”, que es un epítome en 20 volúmenes de la obra del mismo título, del gramático Verrio Flaco (55 a. de C. -20 d. de C., en la entrada para “pictor” (pintor), leemos sobre la muerte del famoso artista del siglo V a. de C., Zeuxis: “El pintor Zeuxis se murió de risa por carcajearse con desmesura de una pintura de una anciana que él mismo había pintado. Lo cierto es que no comprendo por qué Verrio (Flaco) lo relató llegado a este punto, cuando su propósito era escribir sobre el significado de las palabras, ni tampoco por qué también citó unos versos poéticos anónimos que no son especialmente inteligentes sobre la misma cuestión: “¿Qué límite va a poner a su risa entonces/ a menos que quiera terminar como ese pintor que se murió de risa?”
Esta historia luego tendría una notable vida posterior por medio de un autorretrato de Rembrandt, que éste pintó siendo ya anciano.
Los agelásticos : los no rientes
Además del breve relato de Ateneo sobre el sabio Anarcarsis, que sólo se echó a reir cuando vio a un mono, tenemos la famosa historia de la Grecia clásica sobre la diosa Demeter, que mientras lloraba la pérdida de su hija Perséfone fue inducida a reir cuando Baubo (una mujer que acogió a la diosa cuando andaba errante buscando a su hija por Eleusis) se levantó las faldas y le enseñó los genitales.
También Parmenisco de Metaponte, que pierde la capacidad de reir después de consultar el oráculo de Trofonio (en este oráculo la gente perdía la capacidad de reir temporalmente después de hacer la consulta) de una forma permanente, por lo que fue a pedir consejo al oráculo.
En el relato de Ateneo, lo que finalmente disipó la incapacidad de reir de Parmenisco fue ver una estatua que, desde su punto de vista, era una imitación muy pobre de lo que pretendía ser.
Ese bloque de madera podía parecer ridículo (en nuestro sentido) como imagen de Leto, pero a la vez tenía el poder de hacer que cualquiera riera (y en este caso era el poder de la diosa, nada ridículo).
El no riente más conocido del mundo romano fue Marco Licinio Craso, que vivió a finales del siglo II a. de C., y es el abuelo de otro Craso más famoso que murió luchando contra los partos en la batalla de Carras el año 53 a. de C.
Tal y como lo sintetizó Plinio el Viejo, “dice la gente que Craso, el abuelo del Craso que murió en Partia, nunca reía y por esa razón lo llamaban “Agelastus”.
Pero se rio en una ocasión. ¿Qué es lo que provocó que Craso se carcajeara en esa única ocasión? La única explicación que tenemos procede de Jerónimo, que de nuevo hace referencia a Lucilio.
Fue el dicho que reza “cuando el asno come cardos, en los labios tiene la lechuga que merece”.
El filósofo estoico Crisipo y el poeta cómico griego Filemón (ambos del siglo III a. de C.) también murieron de risa al ver a un burro comiendo higos y bebiendo vino.
Lo que provoca cada una de estas formas de risa especialmente fuertes es que se desdibuje el límite (alimenticio) entre el ser humano y el burro.
De ese límite es precisamente de lo que trata la novela del siglo II d. de C., “La Metamorfosis” (o el “Asno de oro”) de Apuleyo, que cuenta la historia de la transformación de un hombre en burro, y en la que “Risus” (Risa) alcanza el “status” de dios.
En cierta ocasión, el asno, que roba comida de seres humanos, provoca grandes risas. Se enfatiza la violencia de la risa que provoca ver al animal comiendo la comida de los hombres.
La risa a menudo es el resultado de la confusión entre humano y bestia.
Los personajes de esta novela se ríen de que el burro coma como un ser humano; los lectores se ríen porque saben que el burro en realidad es un ser humano.
Hay un Festival del dios “Risus” (Risa), en el que Lucio participa a regañadientes justo antes de su transformación accidental en animal.
El argumento fundamental del episodio es bastante sencillo.
Empieza una noche, a principio de la novela, cuando Lucio, todavía con forma humana, está en una cena en la que corre el alcohol en abundancia con unos parientes de la ciudad en que se encuentra (Hípata, en Tesalia). Menciona que al día siguiente van a celebrar una de sus festividades anuales, “solemnis dies”, pues al dios al que se va a honrar es Risa, al que se propiciará con el “ritual alegre y jovial” que corresponde.
Pero todo empieza a ir muy mal después de la cena, cuando Lucio vuelve a la casa donde se aloja y descubre que tres hombres están intentando entrar. Termina matándolos a todos. Por la mañana lo detienen por homicidio y lo llevan al Foro a ser juzgado. Lo desconcertante es que todos los espectadores se están riendo, y son tantos que tienen que trasladar el juicio al teatro. Allí Lucio hace un discurso en su defensa, temiéndose lo peor, hasta que, finalmente, los magistrados insisten en que destape los cadáveres de los tres hombres a los que ha matado para que se dé cuenta de su crimen. Cuando lo hace, descubre que no son cadáveres, sino tres pellejos de vino que rajó en pedazos en su estado de embriaguez creyendo que eran ladrones.
“Vuelven haber aún más risas, tan fuertes que algunos de los del público, desternillándose, tienen que apretarse el estómago para aliviar el dolor”.
Lucio queda perplejo y molesto, sin que le alivie mucho que los magistrados le digan que es el fesitval de Risa, el cual siempre florece con alguna ingeniosidad nueva. En este caso, la ingeniosidad ha sido la broma a Lucio y su simulacro de juicio.
Para librarse de más risas se va a los baños antes de encontrarse con la esclava a cual provocará accidentalmente su “metamorfosis” en burro.
Sin duda Apuleyo está aprovechando el papel de la risa para señalar el frágil límite entre hombre y bestia.
Una de las bromas del festival de “Risus” es que se ponga de primer plano el “cachinnare” tanto como el “ridere”.
El philogelos o “el amante de la risa”
El “Philogelos” es una colección de un total de unos 265 chistes, escrita en griego y que se supone que es del Imperio tardío (siglos IV o V d. de C.), que nos ha llegado a nosotros.
Mary Beard comienza el capítulo 8 de su libro “La risa en la antigua Roma” exponiendo el chiste 56, que es uno de los más largos de la recopilación.
“Un lumbrera [scholastikos], un calvo y un barbero que iban de viaje acamparon en un lugar solitario. Acordaron que cada uno de ellos se quedaría despierto en turnos de cuatro horas para proteger el equipaje. Cuando le tocó al barbero hacer la primera guardia, para pasar el rato le afeitó la cabeza al “scholastikos” y, terminado su turno, lo despertó. El “scholastikos” se rascó la cabeza al despertar y se encontró con que no tenía pelo. “Pero qué idiota es el barbero –dijo-. Se ha equivocado y ha despertado al calvo en vez de a mí”.
Esta colección incluye una amplia variedad de chistes, que van de avaros ridículos (“¿sabes el del viejo tacaño que se nombra heredero en su propio testamento?” a ocurrencias sobre el mal aliento ( “¿cómo se suicida un hombre con mal aliento? Se pone un saco en la cabeza y se “asfixia”) y advertencias cómicas sobre la miel barata (“yo no la vendería – terminó reconociendo el vendedor – aun en el caso de que ese ratón no se hubiera metido en ella y hubiese muerto”).
En el chiste del lumbrera, el calvo y el barbero volvemos a encontrar a una de las figuras cómicas favoritas en Roma: el calvo.
Y conocemos por primera vez a otro personaje fundamental del repertorio de los chistes antiguos, el “scholastikos” (que traducimos como “el lumbrera”) que es el protagonista de casi la mitad de los chistes del “Philogelos”.
Hay chistes que nos siguen pareciendo “malos”, o “frigidi”, como dirían los romanos.
El libro de chistes era algo característicamente romano, si bien no en exclusiva.
El “Philogelos” impreso de la era moderna está construido fusionando distintas versiones manuscritas.
El “Amante de la risa” sería un seudónimo muy apropiado para el hombre que estuviese detrás de un libro de chistes.
El “Philogelos” no era obra de un único autor, sino el título genérico de un conjunto de textos que, aunque tenían fuertes similitudes, no seguían ningún arquetipo fijo u ortodoxo; era una tradición fluida que constantemente se ajustaba y adaptaba, se abreviaba o se expandía en las nuevas versiones y compilaciones.
Aunque los chistes se cuentan en griego, varios tienen lugar en un contexto cultural explícitamente romano, que va de la moneda (denario) a las ceremonias en que se celebraba el milésimo aniversario de la propia Roma.
El chiste del aniversario nos proporciona la única referencia precisa para la datación del “Philogelos” (“Un “scholastikos”, en el festival que tuvo lugar en Roma en el milenio [21 de abril del 248 d. de C.], vio a un atleta perdedor que lloraba y quiso animarle. “No estés triste –le dijo-. En los próximos juegos del milenio, serás el vencedor”.)
Pero la idea generalizada, a partir del lenguaje, es que el texto que tenemos es un par de siglos posterior, por más que también haya chistes en nuestra colección que se remontan a bastante antes del siglo III d. de C.
Algunos de ellos los encontramos también de forma más o menos idéntica en Plutarco que escribió a finales del siglo I y principios del II d. de C.
Por ejemplo, un chiste destacado del “Philogelos” sobre un barbero parlanchín (“A un hombre ocurrente le preguntó un barbero parlanchín: “¿Cómo quiere que le corte el pelo?, y la respuesta fue: “En silencio”) aparece en “Máximas de reyes y generales”, de Plutarco.
Casi todos los chistes tratan de un tipo de sujeto, y no de un individuo con nombre propio: el lumbrera, el hombre de Abdera, el tío ingenioso, el hombre (o a veces mujer) con mal aliento, el boxeador cobarde, etc.
En la mayoría de ellos, ya la primera palabra identifica al tipo de cuestión (“scholastikos”, Abderites o el que sea) y presenta un chiste que por lo general no ocupa más de unas pocas líneas (y a veces menos).
Los primeros 103 de nuestro texto tienen como héroe o antihéroe al “scholastikos”.
El “scholastikos” es alguien que es idiota por mor de su saber, que aplica la lógica más estricta para llegar a las conclusiones más ridículas, y que representa la “reductio ad absurdum” de la inteligencia académica. La falsa analogía es su principal defecto, como podemos ver en este caso clásico del consejo que da un “médico lumbrera”: “Doctor – dice el paciente -, siempre que me levanto de dormir, durante media hora me siento mareado, y luego me pongo bien”. Y el médico dice: “Levántese media hora más tarde”.
Sin embargo, lo que aporta a algunos de estos chistes un valor añadido es que el “sholastikos” no es simplemente estúpido. A veces terminamos pensando que sus aparentes errores son más correctos de lo que parecen, o indican alguna verdad más interesante.
Cuando el “scholastikos” rico se niega a enterrar a su pequeño hijo delante de una gran multitud, tiene toda la razón, los dolientes sólo han acudido para congraciarse con el padre.
Y cuando el lumbrera de buena salud evita encontrarse con su médico en la calle, ya que le da vergüenza llevar tanto tiempo sin ponerse enfermo, está siendo idiota, pero a la vez está indicando la rareza de nuestra relación con un hombre que vive de nuestra desgracia.
Tras los del “scholastikos”, hay dos chistes de avaros, y más adelante encontramos una serie de catorce sobre tíos ingeniosos, trece sobre gruñones (duskoloi), diez sobre bobalicones, etc. Pero la segunda posición como figuras más destacadas después de los lumbreras la ocupan los ciudadanos de tres ciudades concretas del Imperio romano, sitas en el Mediterráneo oriental: Abdera, Sidón y Cime.
Con un total de unas sesenta entradas, leemos chiste tras chiste sobre su divertida idiotez (aunque, como en el caso del lumbrera, a veces también sea una idiotez mordaz): “ Un hombre de Cime, por ejemplo, estaba nadando cuando empezó a llover, así que se sumergió a mucha profundidad para no mojarse”, o un hombre de Abdera, al ver a un eunuco charlando con una mujer, preguntó a otro si era la mujer del eunuco. Cuando el otro hombre comentó que un eunuco no podía tener mujer, él dijo: “Entonces será su hija”.
No podemos llegar a saber por qué estas gentes y lugares concretos se convirtieron en tales focos de risa.
Pero, en el caso de dos de las tres ciudades, hay claros retazos de pruebas que indican que los chistes del “Philogelos” reflejan una tradición humorística más amplia, sobre ellas o a sus expensas.
El geógrafo Estrabón habla de que la gente de Cime era “ridiculizada por su estupidez”.
Abdera estaba aún más estrechamente relacionada con la risa y los chistes. Un centro de atención era la historia de Demócrito, el famoso filósofo que no paraba de reir.
Para Marcial, la ciudad era sinónimo de estupidez, mientras que Cicerón podía usar la frase “Esto es de Abdera” para referirse a la locura y desconcierto del mundo senatorial de Roma.
Pero hay un claro contraste entre los chistes sobre Abdera y los que son sobre Sidón. Los abderitas casi siempre aparecen como sólo eso “un hombre de Abdera”. Los de Sidón siempre van matizados por un oficio, una profesión o alguna descripción similar: “un pescador de Sidón”, “un centurión de Sidón”.
Los chistes sobre la gente de Cime son distintos. Hay unos cuantos que se diferencian del resto por ocuparse específicamente de la comunidad política disfuncional de la ciudad o de sus instituciones políticas y magistrados, de un modo que recuerda mucho a la pulla de Estrabón sobre los derechos aduaneros.
Así por ejemplo: “Cuando la gente de Cime estaba fortificando su ciudad, uno de sus conciudadanos, llamado Loliano, costeó dos partes de las defensas. Cuando el enemigo amenazaba, los de Cime, enfadados [ por los actos de Loliano], dijeron que sólo Loliano debía hacer guardia en su trozo de muralla. Es decir, resentidos por la intrusión de un mecenazgo individual en sus relaciones comunitarias, los de Cime reaccionan con una literalidad condenada a ser autodestructiva: ¡si la construyó sólo, que la defienda solo!
Podria ser que todo o parte del texto del que disponemos fuese una versión real de esos libros de chistes que eran las herramientas del parásito cómico romano y tenían su propio papel de comparsa como accesorios en la comedia romana. De ser así, nadie habría oído jamás estos chistes de la forma en que los leemos, uno detrás de otro. Cualquier colección de ese tipo habría sido usada como recordatorio por parte del bromista, que seleccionaría de ella los chistes que quisiera y los embellecería a su gusto.
Tal vez a eso se deba la forma bastante telegráfica y sin adornos de la mayoría de los chistes: la mayoría de los chistes eran meros esqueletos desnudos a los que el bufón añadía la chicha cómica en su actuación.
También es posible que tengamos en el “Philogelos” algo que esté cerca de una tradición popular de la risa, en parte fuera de los protocolos y lenguajes de la élite. Eso encajaría bien con la posible referencia en el Suda (enciclopedia bizantina escrita en griego en el siglo X) a la “barbería”.
También reflejaría la tradición más amplia de manuscritos medievales que tiende a agrupar versiones de nuestro texto con fábulas populares y “literatura ligera”.
Y podría ayudar a explicar la prominencia del “scholastikos” en los chistes: sería un ejemplo mordaz de la gente pequeña burlándose de la inútil erudición de sus “superiores”.
Algunos reflejan los temas de las fábulas, las comedias teatrales o los epigramas, y otros, el espíritu del “mimo” (aunque no encontramos mucha de la obscenidad del “mimo”: es en general una colección muy recatada).
Algunos chistes funcionan evocando una imagen visual sorprendente (“Un “scholastikos” compró una casa y asomándose por la ventana le preguntó a un transeúnte si le quedaba bien”, con lo que hemos de imaginar que se estaba probando la casa como se podría estar probando una capa).
Uno, al menos, parece casar con la observación de Cicerón de que añadir simplemente una cita apropiada e inesperada de alguna poesía podría ser divertido.
(En el “Philogelos”, un actor que es perseguido por dos mujeres – una con mal aliento, y la otra con un olor corporal horrible – cita un verso de una tragedia que reproduce bien su dilema: “Ay, -¿qué he de hacer?- Me debato entre dos males”.
Algunos de ellos todavía dan risa, si bien puede que necesiten algo de ayuda por parte de las traducciones modernas. Eso debe ser a veces a consecuencia del abismo casi insalvable entre algunas de las convenciones cómicas de la antigüedad y las nuestras.
La crucifixión, por ejemplo, no ocupa un gran papel en el repertorio cómico moderno, así que el chiste del “Philogelos” sobre un hombre de Abdera que vio que un contrabandista estaba siendo crucificado dijo: “Ya no corre, sino que vuela”, es probable que nos deje fríos.
Un chiste con mucha gracia acerca de un aprendiz “bobalicón” (es de suponer que de un barbero que también corta uñas): “Un aprendiz bobalicón, al decirle su amo que le cortase las uñas a un caballero, se echó a llorar. Cuando el cliente le preguntó por qué lloraba, él dijo: “Estoy asustado, y por eso lloro, pues te voy a hacer daño, te dolerán los dedos y el amo me pegará”.
Uno aún más corto de un agarrado en una lavandería: “Un agarrado entró en una lavandería y, como no quería mear, se murió”. Debe de haber alguna relación con el uso de la orina en las lavanderías de Roma. Posiblemente (y no se me ocurre otra explicación mejor, como el tacaño no quería bajo ningún concepto dar su valiosa orina gratis al lavandero, la retuvo hasta que le estalló la vejiga y murió).
Por supuesto, puede que algunos chistes provocaran más risas por la forma de contarlos que a leerlos.
La risa es un indicador de áreas de trastorno y ansiedad, ya sean sociales, culturales o psíquicos.
El 15% de los chistes del “Philogelos” trata de algún modo de la muerte (de ataúdes al suicidio o las herencias).
Para Simon Crtchley los chistes y el humor funcionan en parte como mecanismos de distanciamiento que nos invitan a ver el mundo torcido.
Durante el proceso de la risa no sólo nos liberamos del “sentido común”, sino que también reconocemos las distorsiones, atajos y oclusiones en que se basa el sentido común.
Para Critchley los chistes son tanto mecanismos heurísticos e intelectuales como ventanas a las fuentes de nuestro inconsciente.
Hay algunos chistes del “Philogelos” que se centran en el peculiar “status” de los sueños y su relación con la realidad consciente.
Por ejemplo: “Alguien se encontró con un “scholastikos” y le dijo: “Mi docto señor, lo vi en un sueño”. “Santo cielo –contestó él -, estaba tan ocupado que no me di cuenta” (o en una variante ligeramente distinta: “Miente –dijo- yo estaba en el campo”).
Otro lumbrera “soñó que pisaba un clavo, así que se vendó el pie. Un amigo lumbrera le preguntó el motivo y, cuando lo supo, dijo: “Nos merecemos que nos llamen idiotas. ¿Por qué diantres te acostaste sin llevar el calzado puesto?”
Incide en la misma cuestión el chiste sobre el cazador que soñó que era perseguido por un oso, por lo que se compró unos perros de caza que hacía que durmieran a su lado.
Otros chistes de la colección, que encontramos a lo largo de las diversas categorías en que se suele dividir, buscan hacer reir cuestionando determinadas convenciones de la vida social o cultural romana que eran aún más fundamentales.
Unos cuantos tienen en su punto de mira las normas de la sucesión, el orden ortodoxo de la vida familiar y los tabúes que lo rodeaban, poniendo de manifiesto la relatividad escurridiza de las categorías “padre” e “hijo”.
Así, por ejemplo, tenemos que “un “scholastikos” se levantó una noche y se metió en la cama de su abuela. Mientras su padre le daba una paliza por eso, dijo: “Eh, tú, con la de tiempo que hace que te tiras a mi madre sin que yo te dé una paliza, ¿ahora te enfadas porque me has encontrado sólo una vez encima de la tuya?”En este chiste, la consecuencia de que el hijo se defienda basándose en las leyes de la naturaleza – en que el padre de todos es el hijo de otra – es un caos sexual. Pero en otro chiste es precisamente eso lo que arregla las cosas, además de salvarle la vida a un niño pequeño.
Pues en él se cuenta que un joven “scholastikos” ha tenido un hijo con una esclava y su padre le propone matarlo (una “solución” bastante típica para deshacerse de los hijos no deseados en el mundo antiguo) y la respuesta del hijo es: “Entierra primero a tus hijos antes de hablar de librarte del mío”.
Cabría predecir que las normas y descontentos de la familia y la vida sexual serían blanco del bromista romano, pero los símbolos convencionales de los números y su relación con las cantidades reales fueron un tema aún más destacado.
Muchos se basan en el viejo recurso cómico de la confusión entre significante y significado.
Así, un lumbrera que va en un barco que corre peligro de hundirse, y lleva consigo un pagaré por una deuda de “un millón y medio”, decide aligerar el peso simplemente borrando el medio millón. Mientras que los otros pasajeros han tirado el equipaje por la borda, el “scholastikos” anuncia con orgullo que ha reducido la carga del barco (y, por supuesto, a la vez parte de la carga de su deuda) simplemente borrando el 5.
Encontramos variaciones de este tema a lo largo de toda la colección, que de formas distintas y sutiles juegan con el espacio, el tamaño, el tiempo y el valor frente a los símbolos numéricos.
El “Philogelos” es el único libro romano de chistes que ha llegado hasta nosotros.
Aunque es una (re)construcción moderna, ciertamente proviene de una colección de chistes, o más probablemente de varias colecciones, que fueron recopiladas, configuradas y vueltas a configurar en el Imperio romano.
De hecho, las antologías de dichos ingeniosos acuñados por personas notables formaban claramente parte de la producción literaria de la antigüedad.
Existen esas colecciones y el ingenio podría haber sido su sello distintivo. Sin embargo, cualesquiera que sean sus similitudes superficiales con el “Philogelos”, se diferencian en un aspecto fundamental. Son todas, como el título “Dicta”o “Apophthegmata” indica, compilaciones de dichas personas concretas e identificadas que permanecen unidas a sus creadores, aunque a veces haya divergencias sobre quién dijo primero determinada agudeza.
En ese sentido están tan próximas a la tradición de la biografía como a la de los chistes.
Se diferencian claramente de los chistes sin atribuir, descontextualizados y generalizados del “Philogelos”.
El análogo más cercano a éstos posiblemente se encuentre en los 150 volúmenes de “Ineptiae” (“Nimiedades”), luego conocidas como “Ioci” (“chistes”), que recopiló un bibliotecario llamado Meliso durante el reinado de Augusto.
Análogos más claros, si bien ficticios, son los libros de chistes que formaban parte del equipamiento profesional de los “parásitos” en las comedias romanas.
En “Estico”, de Plauto, encontramos al desafortunado “Gelásimo” intentando aprenderse chistes de sus “libri” (libros), que en un momento anterior de la obra ha intentado subastar entre el público a cambio de una cena (un ejemplo clásico de un hombre desesperado que vende su único medio de subsistencia tan sólo para asegurarse la siguiente comida).
“Saturión”, el parásito del “Persa” (El persa), tal vez tenga una idea más acertada del valor de sus libros. Para él, los chistes que contienen son una dote en potencia para su hija: “Mira, tengo una carretilla llena de libros […] Seiscientos de los chistes que hay en ellos serán tuyos como dote”.
El libro de chistes – en contraste con los compendios de “máximas” o “dichos ingeniosos” que van unidos a personajes concretos – puede que sea uno de los rasgos que nos permite diferenciar un poco la “fraternidad de rientes” de Roma de la de Grecia.
“Saturión” sólo puede incluir chistes de primera en la dote, y ni siquiera los de sicilianos son lo bastante buenos.
No parece que en la Grecia clásica y helenística los chistes fueran tratados como mercancías coleccionables del mismo modo que en Roma o el mundo romano.
El latín tiene una enorme – y casi innecesaria – rica variedad de palabras para las bromas y los chistes, mientras que la lengua griega parece dar prioridad al vocabulario del hecho de reir y la risa, en el que se estira al máximo a “geloion” y “skomma” (a la que posiblemente podríamos añadir “chreia”) para que se refieran a chistes de diversos tipos.
Sería una peligrosa simplificación que estableciéramos contrastes marcados y fijos entre las culturas humanísticas de Grecia y Roma, pero podemos exponer la idea de que en el mundo romano el chiste no sólo funcionaba como un modo de interacción, sino que también existía como un objeto cultural o un artículo.
Ateneo , en el “Banquete de los eruditos”, dice que un tal Ulpiano aborda la cuestión de quién inventó el “chiste”. El texto principal que emplea está formado por unas pocas líneas de una obra (“Locura de viejos”) de Anaxándrides, dramaturgo cómico del siglo IV a. de C.: “Radamantis y Palamedes tuvieron la idea de hacer que la persona que fuera al banquete sin aportar nada (“asymbolos”) contara chistes”.
Ulpiano “en Locura de Viejos –dice- Anaxandrides afirma que Radamantis y Palamedes fueron los inventores de los chistes”.
Pero eso no es en absoluto lo que escribió Anaxándrides. Sólo dijo que esos dos personajes mitológicos fueron los primeros que tuvieron la brillante idea de hacer que los gorrones se pagaran la cena por medio de la risa.
Ateneo que escribía a finales del siglo II d. de C., da una nueva interpretación –quizás inconscientemente – a la afirmación de Anaxándrides sobre una práctica social (el papel del parásito en los banquetes) transformándola en una afirmación sobre los propios chistes.
Ateneo refleja el “status” del chiste en su mundo, como un objeto de estudio y teorización por el derecho propio, como un objeto con su propio valor e historia, y como un objeto que se podía inventar o descubrir.
El más osado tendría la tentación de hacer afirmaciones mucho más radicales, y localizaría los orígenes del “chiste”, tal y como lo entendemos ahora, dentro de la cultura romana y lo consideraría uno de los legados más importantes de los romanos a la historia de Occidente, muy por encima de la construcción de puentes y carreteras.
Segovia, 13 de junio del 2022
Juan Barquilla Cadenas.