ESQUILO: “Los Persas”
Ahora que un país, Ucrania, está luchando por su libertad y por los derechos y valores de nuestra sociedad occidental, frente a un invasor que tiene un ejército y armamento mucho mayor, me ha venido a la memoria la lucha de Atenas contra los persas, en las llamadas “guerras médicas” (siglo V a. de C.), en las que Atenas salió vencedora a pesar de luchar en condiciones muy desventajosas frente al ejército enemigo.
El tragediógrafo griego Esquilo (526/525 a. de C. -456/455 a. de C.) en su tragedia “Los Persas” se hace eco de la victoria de los atenienses frente al poderoso ejército del rey Jerjes y narra su desastrosa retirada y la llegada, al fin, a su tierra. Y, a través de la sombra de su padre Darío (ya muerto), se echa la culpa de la derrota a la soberbia y a la ambición de su hijo Jerjes, al mismo tiempo que a las sacrílegas acciones inferidas a los dioses griegos.
Las “guerras médicas” fueron una serie de conflictos bélicos entre el imperio aqueménida de Persia y las “póleis” del mundo helénico.
La colisión entre el fragmentado mundo político de la antigua Grecia y el enorme imperio persa comenzó cuando Ciro II el Grande conquistó las colonias jonias de Grecia en Asia Menor en el año 547 a. de C., y tuvo dos momentos críticos en las dos expediciones fallidas de los persas contra Grecia en el 490 a. de C. y desde el 481 hasta el 479 a. de C., conocidas como “primera” y “segunda” guerras médicas.
En el siglo VII a. de C. las ciudades jónicas (en las costas de Asia Menor) se encontraban bajo la soberanía del reino de lidia, si bien gozaban de cierta autonomía a cambio de pagarle tributo.
En el año 546 a. de C. el rey Creso de Lidia (el último monarca lidio en gobernar Jonia) fue derrotado por el rey persa Ciro, pasando desde entonces su reino y las ciudades griegas a formar parte del imperio persa.
Darío I, sucesor de Ciro, gobernó las ciudades griegas con tacto y procurando ser tolerante. Pero como habían hecho sus antecesores, siguió la estrategia de “dividir” y “vencer”: apoyó el desarrollo comercial de los fenicios, que formaban parte de su imperio desde antes, y que eran rivales tradicionales de los griegos.
Además, los “jonios” sufrieron duros golpes, como la conquista de su floreciente emporio de Naucratis en Egipto, la conquista de Bizancio, llave del mar Negro, y la caída de Síbaris (Magna Grecia), uno de sus mayores mercados de tejidos y un punto de apoyo vital para el comercio.
De estas acciones se derivó un resentimiento contra el opresor persa. El ambicioso tirano de Mileto, Aristágoras, aprovechó este sentimiento para movilizar a las ciudades griegas jonias contra el imperio persa en el año 499 a. de C.
Aristágoras pidió ayuda a las metrópolis de la Hélade, pero sólo Atenas, que envió 20 barcos (probablemente la mitad de su flota) y Eretria (en la isla de Eubea) acudieron en su ayuda.
El ejército griego se dirigió a Sardes, capital de la satrapía persa de Lidia, y la redujo a cenizas, mientras que la flota recuperaba Bizancio.
Darío I, rey de los persas, envió un ejército que destruyó al ejército griego en Éfeso y hundió la flota griega en la batalla naval de Lade.
Tras sofocar la rebelión, los persas reconquistaron una tras otra las ciudades jonias y después de un largo asedio, arrasaron Mileto. Murió en combate la mayor parte de la población y los supervivientes fueron esclavizados y deportados a Mesopotamia.
Tras el duro golpe dado a las “póleis” jonias, Darío I se decidió a castigar a aquellos que habían auxiliado a los rebeldes.
En Atenas, Temístocles, que veía venir el inminente peligro persa, elegido arconte en el año 493 a. de C., se dispuso a construir una poderosa flota. Pero le surgió un rival político, Milciades, que pensaba que los griegos debían defenderse primero por tierra.
La flota persa se hizo a la mar en el verano del año 490 a. de C. y conquistó las islas Cícladas y luego Eubea, con su principal ciudad Eretria, como represalia a su intervención en la revuelta jonia.
Posteriormente el ejército persa, comandado por Datis, desembarcó en la costa oriental del Atica, en la llanura de Maratón.
Milciades, avisado del desembarco persa, exhortó a los atenienses a hacerle frente. Los persas, sorprendidos de que los griegos atacasen en lugar de defenderse, se dieron a la fuga y fueron perseguidos y diezmados por los griegos.
Pero lograron reembarcarse precipitadamente y Artafernes, jefe de la flota persa, dio la orden de dirigirse hacia Atenas, esperando llegar a una ciudad desguarnecida.
Milciades ordenó dirigirse de inmediato a Atenas y envió por delante a su mejor corredor-mensajero Filípides, para levantar la moral combativa de la ciudad.
Filípides, dio la noticia de la victoria y cayó muerto por el esfuerzo (había recorrido unos 40 Kms. De aquí viene el nombre de la “carrera de maratón”).
Las tropas griegas llegaron horas después, a marchas forzadas, y se fortificaron en el Pireo y la propia Atenas.
Ante el evidente despliegue defensivo de los griegos y la desmoralización de las multitudinarias tropas persas, Artafernes no se decidió a desembarcar y dirigió las naves hacia Asia Menor.
En el año 481 a. de C., los representantes de diferentes “póleis” griegas, encabezadas por Atenas y Esparta, firmaron un pacto militar para protegerse de un posible ataque del imperio persa. Según este pacto, en caso de invasión correspondería a Esparta la tarea de dirigir el ejército helénico.
Tras la muerte de Darío, su hijo Jerjes subió al poder y se preparó para atacar a los griegos.
Antes había enviado a Grecia embajadores a todas las ciudades para pedirles “tierra y agua”, símbolo de sumisión. Muchas islas y ciudades aceptaron, pero no Atenas y Esparta.
El poderoso ejército de Jerjes que se estima en 500.000 hombres, mejor equipado que aquellos bajo el mando de Darío, partió el año 480 a. de C.
Para cruzar el Helesponto, en un pasaje de Herodoto se nos cuenta cómo construyó un imponente puente de barcas por el cual el ejército de Jerjes debía atravesar el mar, pero una tormenta lo destruyó, y Jerjes culpó al mar ordenado a sus torturadores que dieran mil latigazos como castigo a las aguas.
Finalmente cruzó el mar y, siguiendo la ruta de la costa, se adentró en la península.
Paralelamente la flota avanzaba bordeando la costa, para lo cual se construyó también un canal para evitar el intempestuoso cabo del monte Athos.
Las tropas helenas, que conocían estos movimientos decidieron detenerlos el máximo tiempo posible en el desfiladero de las “Termópilas”. Al menos el tiempo suficiente para asegurar la defensa de Grecia en el istmo de Corinto.
En este lugar, el rey espartano Leónidas situó unos 300 soldados espartanos y 1.000 más de otras regiones.
Jerjes les envió un mensajero exhortándoles a entregar las armas, a lo que respondieron: “Ven y tómalas”. Tras cinco días de espera y, viendo que su superioridad numérica no hacía huir al enemigo, los persas atacaron.
Sin embargo, en aquel desfiladero tan estrecho los persas no podían usar su famosa caballería y su superioridad numérica quedaba bloqueada, pues sus lanzas eran más cortas que las griegas. Pero ocurrió que un traidor llamado Efialtes condujo a Jerjes a través de los bosques para llegar por la retaguardia a la salida de las Termópilas.
La protección del camino había sido encomendada a 1.000 focidios, que tenían excelentes posiciones defensivas, pero éstos se acobardaron ante el avance persa y huyeron.
Al conocer la noticia, algunos griegos señalaron lo inútil de su situación para evitar una matanza, y entonces Leónidas decidió dejar partir a los que quisieran marcharse, quedándose él, su ejército de 300 espartanos y 700 hoplitas de Tespias, firmes en sus puestos.
Atacados por el frente y por la espalda, los espartanos y los tespios sucumbieron después de haber aniquilado a 10.000 persas.
Pero este poderoso ejército persa fue derrotado, primero en el mar, por Temístocles en la batalla de Salamina (480 a. de C.) y, después, en tierra por el espartano Pausanias en la batalla de Platea (479 a. de C., y poco después ocurrió el hundimiento del resto de la flota persa en Micala.
Los persas se retiraron. Era el final de la segunda guerra médica.
Es esta “segunda guerra médica”, iniciada por el rey persa Jerjes, la que es rememorada en la tragedia “Los Persas” de Esquilo.
Pasajes de la obra:
CORO:
Estos que aquí estamos, tras partir los persas para tierra griega, recibimos el nombre de fieles y, por privilegio de nuestra ancianidad, el de guardianes de estas ricas moradas repletas de oro. El propio rey, el soberano Jerjes, que nació de Darío, nos escogió para cumplir la misión de velar por nuestro país.
Preocupado por la vuelta del Rey y la de su ejército, como adivino de desgracias, ya se siente demasiado turbado el corazón dentro de mí.
Todo el vigor de la juventud en Asia nacida ha partido, y por su esposo se queja aullando (la esposa que lo echa de menos). ¡Y no hay mensajero ni ningún jinete que llegue a esta ciudad de los persas!
Marcharon dejando tras ellos Susa y Ecbatana, y la fortaleza antigua de Cisa, unos a caballo; los otros en naves; y a pie los soldados de la infantería, formando una masa compacta de tropas de guerra…
Tal flor de varones de la tierra persa se ha puesto en camino. Toda la tierra asiática que antaño los criara gime por ellos con intensa nostalgia: padres y esposas, contando los días, tiemblan ante un tiempo que se va dilatando.
Estrofa 1ª
Ya ha cruzado el ejército real, destructor de ciudades, a la tierra vecina, allende el mar, tras haber pasado el estrecho de Hele (Helesponto), hija de Atamante, sobre un puente formado por barcos atados con cables de lino, luego de haber echado al cuello del mar ese yugo afirmado con múltiples clavos que sirviera de paso.
Antístrofa 1ª
El osado monarca del Asia populosa hace avanzar contra la tierra entera el humano rebaño prodigioso por dos caminos al mismo tiempo, confiado en aquellos que mandan en tierra su ejército y en los jefes firmes y rudos del mar, él, un mortal igual a los dioses, miembro de una raza nacida del oro. (se alude al mito de Perseo –epónimo de Persia – que nació de Dánae fecundada por Zeus, que descendió sobre ella en forma de lluvia de oro).
Estrofa 2ª
Con la sombría mirada de un sanguinario dragón en sus ojos, al mando de miles de brazos y miles de naves, corre presuroso en su carro de guerra de Siria, y lleva, contra héroes famosos por su lanza (los griegos) un Ares (dios de la guerra= ejército) que triunfa con el arco (los persas).
Antístrofa 2ª
De nadie se puede esperar que se oponga a ese tremendo torrente de hombres, que contenga con sólidos diques el invencible oleaje marino, pues es invencible el ejército persa y su pueblo de valiente corazón.
Pero, ¿qué hombre mortal evitará el engaño falaz de una deidad? ¿Quién hay que con pie rápido dé con pleno dominio un fácil salto? Porque, amistosa y halagadora en un principio, Ate (deidad que personifica el error) desvía al mortal a sus redes, de donde ya no puede escapar el mortal, luego de haber procurado la huida por encima de ellas.
Estrofa 3ª
Por voluntad divina, el Destino ejerció su poder desde antaño, y a los persas impuso la guerra en que son derruidas murallas y dirigir los choques violentos de los caballeros y las devastaciones de ciudades.
Antístrofa 3ª
Y aprendieron a contemplar con respeto la sagrada extensión de las aguas del mar, de anchos caminos y blanca espuma debida al viento, confiados en los cordajes de lino trenzado y en artificios para hacer el transporte de tropas.
Estrofa 4ª
Por eso, mi alma enlutada se siente desgarrada de temor - ¡ay del ejército persa! – de que la ciudad llegue a saberse vacía de hombres, ¡la gran ciudad de Susa!
Antístrofa 4ª
La ciudad de Cisa devolverá el eco - ¡ay! -, profiriendo este grito de pena una confusa multitud de mujeres, y sus finos vestidos de lino sufrirán desgarrones en señal de duelo.
Estrofa 5ª
Todas las fuerzas de caballería, todos los soldados que marchan a pie, como enjambre de abejas, nos han dejado solos luego de haber cruzado el cabo marino común unido a ambas tierras (hace alusión al puente de barcos que construyeron los persas para trasladar, de Asia a Europa, el ejército de tierra).
Antístrofa 5ª
Los lechos se llenan de lágrimas con la nostalgia de los maridos. Las mujeres persas, desalentadas por el dolor tras despedir, cada una de ellas, con el deseo amoroso con que ama al marido, al marcial y brioso marido, solas se quedan sin su consorte.
Pero, ea, persas, sentados aquí, ante este antiguo techo, apliquemos nuestra reflexión atenta y productora de profundos consejos, pero deprisa, que ya se acerca la necesidad.
¿Cómo le irá a Jerjes, al Rey que nació de Darío? ¿Será vencedor el disparo del arco (los persas)? ¿O ha prevalecido el vigor de la lanza de punta de hierro (los griegos)?
(entra en escena, procedente del palacio, la Reina con su comitiva)
Pero aquí –luz igual a los ojos de dioses – sale la madre del Rey y mi Reina.
CORIFEO:
¡Oh Reina, excelsa entre las persas de apretada cintura, madre anciana de Jerjes, salve, esposa de Darío! Por naturaleza fuiste la esposa del dios de los persas y madre igualmente de un dios, a no ser que la antigua fortuna huya abandonando ahora al ejército.
REINA.
Por esto vengo, abandonando el palacio adornado de oro y la alcoba nupcial que compartí con Darío. Me desgarra el corazón la inquietud. Os voy a dirigir unas razones, amigos míos, porque, en manera alguna, dejo de presentir el temor de que la gran riqueza cubra de polvo el suelo (quede aniquilada) y de un puntapié eche abajo la dicha que levantó Darío no sin ayuda de alguna deidad. Por eso tengo en mi alma una doble preocupación: que la gente deje de respetar con el honor debido unas riquezas carentes de varón que las defienda, y que un hombre, por falta de riquezas, no brille en la medida debida a su poder.
Ante esto, pensad que es así y sed mis consejeros en lo que os diga, persas, mis más fieles ancianos, pues todos los consejos ventajosos en vosotros los tengo.
CORIFEO:
Sabe bien esto, Reina de este país: no es preciso que me mandes dos veces que diga una palabra o ejecute una acción en que mi esfuerzo pueda guiarte, pues estás invitando a ser consejeros en estos asuntos a nosotros que somos tus amigos.
REINA:
Continuamente vivo en medio de innúmeros ensueños nocturnos, desde que mi hijo, tras haber aprestado su ejército, partió con la intención de arrasar el país de los jonios. Pero nunca hasta ahora tuve una visión de tal claridad como la he tenido la noche pasada. Te la contaré.
Me pareció ver dos mujeres con rico atuendo: la una, ataviada con vestiduras persas, la otra con dóricos, ante mi vista se presentaron, mucho más excelentes en altura que las de ahora e irreprochables por su belleza, y ambas hermanas, del mismo linaje. Como patria habitaban, la una, Grecia, tierra que obtuvo en suerte, la otra la tierra bárbara. Según creía yo ver, ambas andaban preparando cierta discordia entre ellas, y mi hijo, que se enteró, estaba conteniéndolas y apaciguándolas, tras lo cual, las unce a su carro y pone colleras bajo sus cuellos. Una se ufanaba con este atalage y tenía su boca obediente a las riendas. La otra, en cambio, se revolvía y con las manos iba rompiendo las guarniciones que al carro la uncían; tras arrancarlas con violencia, quedó sin bridas y partió el yugo por la mitad. Cae mi hijo, y su padre Darío se pone a su lado, compadeciéndolo. Al verlo Jerjes, se rasga el vestido que cubre su cuerpo.
Te digo –sí – que esto he visto esta noche.
Luego me levanté y toqué con mis manos una fuente, de bella corriente, y con mano dispuesta a ofrendar me acerqué al altar con la intención de ofrecer la torta sagrada en honor de los dioses que salvan de males, de quienes son propias estas ofrendas. Y entonces veo un águila huyendo hasta el hogar que hay en el altar de Febo, y de miedo me quedo, amigos, sin voz. Me fijo después en un halcón que, en veloz aleteo, se arroja sobre ella y con sus uñas le va arrancando plumas de la cabeza. Pero el águila no hacía otra cosa que hacerse un ovillo y abandonarse. Para mí fue terrible de ver, como lo es oírlo para vosotros, pues lo sabéis bien: si mi hijo llegara a triunfar, sería un héroe fuera de lo común; pero, si fracasara… no tiene que rendir cuentas a la ciudad y, con tal que se salve, seguirá siendo el Rey de esta tierra.
CORIFEO.
No pretendemos, madre, asustarte en exceso con palabras ni tampoco animarte. Si, al ir a suplicar a los dioses, tuviste una visión desagradable, ruégales que la aparten de nosotros y que bienes se cumplan, en cambio, para ti, tu hijo, la ciudad y todos los amigos.
En segundo lugar, es preciso que en honor de la tierra y los muertos se viertan libaciones. Con benevolencia pídele esto: que tu esposo Darío, a quien dices que viste esta noche, desde el interior de la tierra os envíe a la luz cosas excelentes a ti y a tu hijo, y que sus contrarias, aprisionadas bajo tierra, las envuelva en tinieblas la oscuridad.
Esto es lo que yo te aconsejo benévolamente, según me lo da el corazón. Y sobre ello opinamos que de cualquier modo todo te irá bien.
REINA.
Sin duda ninguna, tú has sido el primero que ha dado valor al signo divino que encierra mi sueño y has sido su intérprete con ánimo amigo para mi hijo y para mi casa. ¡Que todo acabe bien! Todo lo haré, conforme deseas, en honor de los dioses y de mis amigos que están bajo tierra, tan pronto volvamos al palacio. Pero quiero enterarme bien, amigos míos: ¿en qué lugar de la tierra dicen que Atenas está situada?
CORIFEO:
Lejos, hacia poniente, por donde se acuesta el soberano sol.
REINA:
¿Pero de verdad sentía deseos mi hijo de apoderarse de esa ciudad?
CORIFEO:
Sí, pues así llegaría a ser súbdita del Rey toda Grecia.
REINA:
¿Pues tanta abundancia de soldados tiene su ejército?
CORIFEO:
… (se han perdido estos versos. Se supone que el Corifeo contestaría a la reina que el ejército ateniense no podía compararse en número con el de Jerjes).
CORIFEO:
Incluso, siendo así, ha causado a los medos desgracias, incontables.
REINA:
¿Acaso sobresale en tirar con sus manos flechas sirviéndose del arco?
CORIFEO:
De ninguna manera. Combaten a pie firme con lanzas, y portan armaduras y escudos.
REINA:
¿Y qué, además de esto? ¿Hay en sus casas bastantes riquezas?
CORIFEO:
Tienen una fuente que les mana plata (la mina de plata de Laurión), un tesoro que encierra su tierra.
REINA:
¿Y qué Rey está sobre ellos y manda su ejército?
CORIFEO:
No se llaman esclavos ni súbditos de ningún hombre.
REINA:
¿Cómo, entonces, podrían resistir ante gente enemiga invasora?
CORIFEO:
Hasta el punto de haber destruido el ejército ingente y magnífico del rey Darío.
REINA:
Dices cosas terribles, motivo de angustia para las madres de aquellos que están en campaña.
CORIFEO:
Pero me parece que pronto vas a saber noticias completas sin mezcla de error, pues la carrera de ese hombre permite ver que se trata de un persa y que, bueno o mala, nos trae una clara noticia.
(llega un mensajero)
MENSAJERO:
¡Oh ciudades de toda la tierra de Asia! ¡Oh país persa y puerto abundante en riqueza! ¡Cómo de un solo golpe ha sido aniquilada tu inmensa dicha!
¡La flor de los persas ha caído muerta! ¡Ay de mí, mi primera desgracia es anunciar estas desdichas! Es, persas, sin embargo, forzoso que yo os informe de todo el desastre.
¡Sí; todo el ejército ha perecido!
CORO.
¡Dolorosa, dolorosa desgracia, repentina y desgarradora!
¡Persas, llorad de oir este dolor!
MENSAJERO:
Sí; porque todo el ejército aquel se ha perdido, y yo mismo estoy viendo la luz del regreso sin que lo esperara.
CORO:
Antístrofa 1ª
¡Qué larga vida la que tenemos! ¡Que en nuestra ancianidad hayamos visto un tiempo para oir este dolor inesperado!
MENSAJERO:
Como realmente estuve presente y no lo sé por haber oído palabras de otros, puedo, persas, contaros qué crueles desgracias ocurrieron.
…MENSAJERO.
Llenas de muertos están las costas de Salamina y todos los lugares vecinos.
MENSAJERO:
Sí; no servían para nada los arcos; y todo el ejército sucumbió vencido por la embestida de los navíos.
…MENSAJERO:
¡Oh nombre de Salamina, el más odioso que pueda oírse! ¡Ay!, cuántos lamentos me causa el recuerdo de Atenas.
CORO.
Antístrofa 3ª
¡Odiosa es – sí – Atenas para los que sufrimos esta desgracia! Tengo, en verdad, derecho a mencionar las muchas mujeres de Persia que, sin ninguna utilidad, ha dejado sin hijos y sin maridos.
REINA:
Hace rato que estoy en silencio yo, infortunada, aturdida por la desgracia, pues este desastre lo supera todo: no permite hablar sin preguntar por las desdichas. Sin embargo, es obligado para los mortales el soportar los sufrimientos, si los dioses los dan.
Pon ante nuestros ojos todo nuestro infortunio. Cálmate y habla, aunque te haga llorar la desgracia. ¿Quién no ha muerto? ¿A qué jefe tendremos que llorar de entre los designados para el mando? ¿Quién, al morir, dejó a su tropa sola, desprovista de un héroe que la mandase?
MENSAJERO:
Jerjes sí que vive y ve la luz del sol.
REINA:
Has dicho algo que es una gran luz para mi casa y un blanco día tras una negra noche.
MENSAJERO:
Va nombrando los distintos capitanes que han muerto en combate y dice.
He hecho memoria ahora de tales caudillos. Corto me quedo al dar sólo noticias de unas pocas desgracias, de entre las muchas que sucedieron.
REINA:
¡Ay, ay! Estoy oyendo en éstas las más profundas de las desgracias. Son el oprobio para los persas y motivo de agudos lamentos. Pero dime esto, volviendo a tu informe: ¿tanto era el número de naves enemigas para que osaran trabar combate con la armada persa mediante embestidas navales?
MENSAJERO:
En cuanto al número –entérate con claridad -, esas naves hubieran podido ser vencidas por las naves bárbaras. El número total ascendía a diez treintenas de naves, y, aparte de éstas, había una decena especial, mientras que Jerjes –también lo sé – disponía de naves, hasta un millar, que tenía a su mando directo y, además, doscientas siete naves ligeras. Ésta es la proporción. ¿Te parece a ti que en esto estábamos en condiciones de inferioridad para el combate?
Pero, aun así, una deidad perdió al ejército, pues desvió la balanza en contra de nosotros sin concedernos igual fortuna. Los dioses protegen habitualmente a la ciudad de Palas (Atenas).
REINA:
¿Entonces, está todavía sin destruir la ciudad de Atenas?
MENSAJERO:
Así es, pues mientras hay hombres, eso constituye un muro inexpugnable.
REINA:
Dime cómo fue el comienzo del combate naval. ¿Quiénes iniciaron la lucha? ¿Los griegos? ¿O mi hijo, lleno de orgullo por el gran número de sus naves?
MENSAJERO:
Comenzó, Señora, todo el desastre, al aparecer, saliendo de algún sitio, un genio vengador o alguna perversa deidad. Sí, vino un hombre griego del ejército de los atenienses y dijo a tu hijo Jerjes que, a la llegada de la oscuridad de la negra noche, no permanecerían allí los griegos, sino que saltarían a los barcos de remeros que tienen las naves y cada cual, por un sitio distinto, procurando ocultarse al huir, intentarían salvar la vida.
Él, inmediatamente que lo hubo oído, sin advertir el engaño del hombre griego ni tampoco la envidia de los dioses, comunicó esta orden a todos los que eran capitanes de barco: cuando dejase el sol de alumbrar con sus rayos la tierra y las tinieblas ocuparan el sagrado recinto del cielo, formaran en tres líneas el grueso de la escuadra y el resto de las naves dispusieran en círculo alrededor de la isla de Ayante (Salamina), con la finalidad de evitar la salida de barcos enemigos y vigilar las rutas rugientes por el oleaje; así, si intentaban los griegos esquivar su funesto destino, una vez que hallaran un medio de huir con las naves sin que se advirtiera, tenían a su alcance el dejar sin cabeza a todo enemigo.
Tan graves órdenes Jerjes dictó por haberse dejado llevar de un corazón confiado en exceso, pues no sabía el porvenir que le iba a llegar de los dioses.
Ellos, entonces, no con espíritu de indisciplina, sino con alma dócil al jefe, estuvieron haciendo la cena y los marineros atando los remos a los escálamos, que a los toletes bien se ajustaban. Pero, cuando la claridad del sol se extinguió y ya la noche se estaba acercando, todo marino señor de remo (remero) fue entrando en su nave y también todo el que había de luchar con las armas.
En cada larga nave los bancos de remeros iban animándose entre sí, y todos navegaban en el puesto asignado, y a lo largo de toda la noche los jefes de las naves hicieron que toda la gente marinera preparase la travesía.
La noche avanzaba, pero la escuadra griega no hacía una salida furtiva por ningún sitio. Pero después que el día radiante, con sus blancos corceles, ocupó con su luz la tierra entera, en primer lugar, un canto, un clamor a modo de himno, procedente del lado de los griegos, profirió expresiones de buenos augurios que devolvió el eco de la isleña roca. El terror hizo presa en todos los bárbaros, defraudados en sus esperanzas, pues no entonaban entonces los griegos el sacro peán como preludio para una huida, sino como quienes van al combate con el coraje de almas valientes.
La trompeta con su clangor encendió el ánimo de todos aquellos. Inmediatamente con cadenciosas paladas del ruidoso remo golpeaban las aguas profundas del mar, al compás del sonido de mando. Rápidamente todos estuvieron al alcance de nuestra vista.
La primera, el ala derecha, en formación correcta, con orden, venía en cabeza. En segundo lugar, la seguía toda la flota. Al mismo tiempo podía oírse un gran clamor: “Adelante, hijos de los griegos, libertad a la patria. Libertad a vuestros hijos, a vuestras mujeres, los templos de los dioses de vuestra estirpe y las tumbas de vuestros abuelos. Ahora es el combate por todo eso”.
En verdad que de nuestra parte se le oponía el rumor de la lengua de Persia. Ya no era tiempo de andarse con dilaciones. Inmediatamente una nave clavó en otra nave su espolón de bronce. Inició el ataque una nave griega y rompió en pedazos todo el mascarón de la popa de un barco fenicio. Cada cual dirigía su nave contra otra nave.
Al principio, con la fuerza de un río resistió el ataque el ejército persa; pero, como la multitud de sus naves se iba apelotonando dentro del estrecho, ya no existía posibilidad de que se ayudasen unos a otros, sino que entre sí ellos mismos se golpeaban con sus propios espolones de proa reforzados con bronce y destrozaban el aparejo de remos completo.
Entre tanto, las naves griegas, con gran pericia, puestas en círculo alrededor, las atacaban. Se iban volcando los cascos de las naves, y ya no se podía ver el mar, lleno como estaba de restos de naufragios y la carnicería de marinos muertos. Las riberas y los escollos se iban llenando de cadáveres. Cuantas naves quedaban de la armada bárbara todas remaban en pleno desorden buscando la huida. Los griegos, en cambio, como a atunes o a un copo de peces, con restos de remos, con trozos de tabla de los naufragios, los golpeaban, los machacaban. Lamentaciones en confusión, mezcladas con gemidos, se iban extendiendo por alta mar, hasta que lo impidió la sombría faz de la noche.
El inmenso número de males, aunque durante diez días estuviera informando de modo ordenado, no podría contártelo entero, pues, sábelo bien, nunca en un solo día ha muerto un número tan grande de hombres.
REINA:
¡Ay! ¡Un inmenso mar de desdichas ha inundado a los persas y a la raza bárbara entera!
MENSAJERO.
Sabe bien esto: ni siquiera es la mitad del desastre. Tal desgracia, tal sufrimiento vino sobre ellos, que incluso el doble de lo que he contado puede compensar el desequilibrio de la balanza.
REINA:
¿Qué destino podría haber que más cruel fuera que éste? Di: ¿qué infortunio de males dices que vino además al ejército, hundiendo hasta el fondo el platillo de la balanza?
MENSAJERO:
Cuantos persas estaban en pleno vigor de su cuerpo, con alma valiente y eran distinguidos por su linaje, los que estaban siempre entre los primeros en lealtad a su soberano, han muerto sin honra con una muerte ignominiosa.
REINA:
¡Ay de mí, desdichada, amigos míos, por esta desgracia cruel! ¿Con qué muerte dices que han muerto esos?
MENSAJERO:
Ante la isla de Salamina hay un islote carente de puertos para las naves, que Pan, el dios amante de los coros, protege con su presencia a la orilla del mar.
Allí los había enviado Jerjes con la intención de que, cuando los enemigos derrotados salieran de las naves y procuraran ponerse a salvo en la isla, dieran muerte al ejército griego caído en sus manos y salvaran, en cambio, a los suyos de las corrientes del mar. ¡Mal adivinaba el futuro! Pues, cuando un dios hubo concedido a los griegos la gloria de la victoria del combate naval, el mismo día, tras guarnecer sus cuerpos de armas defensivas de bronce excelente, fueron saltando desde las naves y rodeando toda la isla, de tal modo que no era posible a los persas hallar un lugar al que dirigirse y eran golpeados por lluvia de piedras tiradas a mano, y, por los dardos que les caían impulsados por la cuerda del arco, fueron pereciendo.
Y al final, se lanzaron contra ello con unánime griterío y los golpearon, destrozaron los miembros de los infelices hasta que del todo les quitaron, a todos, la vida.
Jerjes prorrumpió en gemidos al ver el abismo de su desastre, pues tenía un sitial apropiado para ver al ejército entero, una alta colina en la cercanía del profundo mar.
Rasgó sus vestidos, gimió agudamente y, enseguida, dio una orden a sus fuerzas de a pie y se lanzó a una huida desordenada. Tal es el desastre que puedes llorar junto al anterior.
REINA.
¡Oh Destino odioso, cómo has defraudado a los persas en sus intenciones! Amarga ha encontrado mi hijo la venganza de la ilustre Atenas. No fueron bastantes los bárbaros que antes mató Maratón (batalla de Maratón en la que los griegos, al mando de Milciades, derrotaron a los persas del rey Darío).
¡Y mi hijo, creyendo que iba a lograr su venganza, se ha atraído una multitud tan grande de males!
Pero, dime tú: las naves que han conseguido escapar a la mala fortuna ¿dónde estaban cuando las dejaste? ¿me lo puedes decir con exactitud?
MENSAJERO:
Los capitanes de los navíos que se salvaron, rápidamente emprendieron la huida en desorden, aprovechando el viento que era favorable. Y el resto de las fuerzas fue pereciendo en Beocia: los unos, sufriendo la sed entorno al atractivo resplandor de una fuente (según Herodoto, los ejércitos persas, cuando se paraban para beber, secaban las fuentes, por ser tan numerosos); los otros, extenuados por la fatiga, atravesamos hacia tierra focense, el país de la Dóride, el golfo Melieo, a cuya llanura le da de beber el río Esperqueo con su bienhechora bebida. De allí al suelo de Acaya (al sur de Tesalia) y las ciudades de los tesalios nos recibieron cuando empezábamos a estar escasos de provisiones, y allí murieron muchos de sed y de hambre, pues de ambas había. Llegamos al país de Magnesia y al territorio de los macedonios, a la cuenca del río Axío (río de Tracia); divisamos el cañaveral lacustre de Bolba, el monte Pangeo y la tierra de los edones (en Tracia). Esa noche un dios suscitó un invierno temprano e hizo que se helara toda la corriente del sagrado Estrimón (río de Tracia). Todos los que antes en manera alguna creían en los dioses, entonces oraron con súplicas adorando a la Tierra y al Cielo.
Luego que el ejército acabó de invocar a los dioses múltiples veces, intentó cruzar a través de la helada corriente; y quien, de nosotros, partió antes de esparcirse los rayos del dios (sol), se encontró salvado, pues, como ardía con resplandores el brillante disco del sol, fue calentando con sus llamas y atravesando el centro del río. Unos sobre otros se fueron hundiendo, y en verdad tuvo suerte el que más pronto perdió el aliento vital.
Los demás que lograron la salvación atravesaron Tracia con dificultad, con innumerables fatigas; y después de lograr escapar – no muchos, por cierto -, llegaron a la tierra donde tienen su hogar. Así que la ciudad de los persas puede llorar y echarla de menos a la amadísima juventud del país.
Esta es la verdad. Y omito al hablar muchas desgracias que un dios ha lanzado contra los persas.
(sale de escena el mensajero)
…REINA:
¡Ay de mí, infeliz, por el ejército aniquilado! ¡Oh visión evidente de mis ensueños de la noche pasada, cuán muy claramente me mostraste mis males! (dirigiéndose al coro)
En cambio, vosotros lo interpretasteis muy a la ligera. Y, sin embargo, puesto que fue vuestro consejo, quiero primeramente orar a los dioses. Después llegaré con ofrendas para la tierra y para los muertos, la sagrada torta que traeré de mi casa. Yo sé que es por empresas que han fracasado, pero también por si en el futuro ocurre algo mejor.
Preciso es que vosotros, después de lo ocurrido, a los que os son leales, les aportéis leales consejos. Y a mi hijo, si llegara aquí antes que yo, dadle consuelo y acompañadle a casa, no vaya a ser que a esas desgracias les añada alguna otra desgracia.
(la reina sale con su séquito)
Después la reina se dirige a hacer libaciones al sepulcro de su esposo Darío, ya muerto, para hacerlo propicio.
(la sombra de Darío aparece encima de la tumba)
SOMBRA:
¡Oh fieles entre fieles, compañeros que fuisteis de mi juventud, ancianos de Persia, ¿qué sufrimientos padece la ciudad? Gime y se golpea en señal de duelo, y hasta el suelo se abre (para que salga a la luz Darío). Siento espanto de ver a mi esposa cerca de mi tumba, mas sus libaciones propicio acepté. Y vosotros estáis al lado del túmulo cantando canciones de duelo y, alzando gemidos que atraen a las almas, llamándome estáis con voz lastimera.
No es fácil salir: sobre todo porque las deidades que tienen poder bajo tierra más prontas están a coger que a soltar. Sin embargo, ejercí mi influencia sobre ellas y he venido aquí. Date prisa, con el fin de que yo no merezca reproche en el uso del tiempo. ¿Qué grave y reciente desgracia padecen los persas?
El coro le dice que no se atreve a contárselo.
SOMBRA:
Pero, ya que el antiguo temor prevalece en tu corazón (dirigiéndose ahora a la Reina), tú, anciana compañera de mi lecho, mi noble esposa, cesa en esas lágrimas y lamentos y dime algo claro. Humanos sufrimientos les pueden suceder a los mortales. Muchos desastres les vienen, a los hombres, del mar y muchos otros de tierra firme, si una vida demasiado larga se extiende tiempo adelante.
REINA:
¡Oh tú!, que aventajas en dicha a todos los mortales con tu feliz suerte. Porque, mientras veías los rayos del sol, pasaste una vida dichosa, envidiado lo mismo que un dios por los persas; y ahora, en cambio, siento envidia de ti porque has muerto antes de haber visto el abismo de nuestras desgracias. SÍ, Darío, todo el relato oirás en breve tiempo: por decirlo, en una palabra, está aniquilado el poder de los persas.
SOMBRA:
¿De qué modo? ¿Vino algún terrible azote de peste o la guerra civil?
REINA:
Nada de eso, sino que en las proximidades de Atenas ha perecido todo el ejército.
SOMBRA:
¿Y cuál de mis hijos condujo la expedición hasta allí? Explícamelo.
REINA:
El valiente Jerjes, dejando desierta toda la llanura del continente.
SOMBRA:
¿Fue a pie o navegando como el desdichado intentó esa locura?
REINA.
De ambos modos: un doble frente tenía su doble ejército.
SOMBRA:
Pero, ¿cómo también consiguió un ejército tan grande de tierra atravesar hasta la otra orilla?
REINA.
Mediante artificios unció ambas orillas del estrecho de Hele, de modo que así pudiera haber paso.
SOMBRA:
¿Y lo consiguió hasta el punto de poder cerrar el gran Bósforo?
REINA:
Así es. Sin duda ninguna, alguna deidad le ayudó en su intención.
SOMBRA:
¡Ay! ¡Sí! ¡Una deidad vino a él con tan gran poder que ya no podía pensar con prudencia!
REINA:
Hasta el punto de no poder ver qué tremendo desastre ha llevado a cabo.
SOMBRA:
¿Y por qué, así, gemís por los mismos que lo realizaron?
REINA:
Una vez que la escuadra fue derrotada, esto causó la perdición de las fuerzas de tierra.
SOMBRA:
¿Y ha perecido así, completamente, a punta de lanza el pueblo entero?
REINA:
Hasta el punto que entera, la ciudad de Susa llora su carencia total de varones.
SOMBRA:
¡Ay de nuestro ejército, nuestra ayuda y socorro!
REINA:
Se ha perdido entero el pueblo de los bactrios y, entre ellos, no había siquiera un anciano.
SOMBRA:
¡Oh desdichado, qué juventud de los aliados ha hecho perecer!
REINA:
Dicen que Jerjes, solo y abandonado, con no muchas tropas…
SOMBRA:
¿Cómo y dónde está yendo a parar? ¿Tiene salvación?
REINA:
…contento ha llegado hasta el puente, única unión de los dos continentes.
SOMBRA.
¿Y que está a salvo ya en nuestra tierra? ¿Es eso verdad?
REINA.
SÍ. Predomina un informe seguro sobre eso y no hay desacuerdo.
SOMBRA:
¡Ay! ¡Rápido vino el cumplimiento de los oráculos! ¡Y sobre mi hijo hizo caer Zeus con todo su peso el desenlace de las profecías! ¡Y yo que tenía confianza en que los dioses les darían cumplimiento completo cuando hubiera pasado un largo tiempo!
Mas, cuando uno mismo es quien se apresura, recibe también la ayuda de un dios. Parece que ahora se ha hallado una fuente de males para todos los seres que quiero. Y mi hijo, sin advertirlo, con una juvenil temeridad, lo ha llevado a cabo. Sí. Él abrigó la esperanza de sujetar con cadenas, como a un esclavo, al sagrado, fluyente Helesponto, al Bósforo, acuífera corriente de un dios. Y fue transformando en su ser el estrecho, y, luego que le impuso trabas hechas con el martillo, abrió un inmenso camino para nuestro ejército inmenso. Él, que es un mortal, falto de prudencia, creía que iba a imponer su dominio a todos los dioses y, concretamente, sobre Poseidón. ¿Cómo no iba a ser víctima en esto mi hijo de alguna enfermedad de la mente?
Temo que mi riqueza, producto de inmensa fatiga, llegue a ser un botín para el hombre que más se apresure.
REINA:
Esto ha aprendido el valeroso Jerjes por tratarse con hombres malvados. Le dijeron que tú habías adquirido mediante la lanza una gran riqueza para tus hijos, pero que él, por su cobardía, sólo manejaba la jabalina dentro de casa, sin aumentar la riqueza paterna. De oir con frecuencia tales reproches de hombres malvados, determinó esta expedición y una campaña en contra de Grecia.
SOMBRA:
Efectivamente, ellos han producido el más grande desastre, de recuerdo imperecedero, como jamás otro dejó desierta la ciudad y los campos de Susa, desde aquel momento en que Zeus soberano concedió este honor: que un hombre solo ejerciera el poder con el cetro propio del gobernante sobre Asia entera criadora de ovejas.
Fue Medo el primer jefe del ejército. Después de aquél, un hijo suyo cumplió esta función. Ciro, el tercero a partir de él, hombre de suerte, tan pronto como hubo empezado su mando, impuso la paz entre todos los pueblos amigos, porque en mente llevaba el timón de sus impulsos. Conquistó el pueblo lidio y el de los frigios, y por la fuerza sometió a toda Jonia. No hubo ni un dios que le fuera hostil, porque era prudente por naturaleza.
El hijo de Ciro (Cambises) fue el cuarto que mandó el ejército. Gobernó el quinto Mardo, que fue una vergüenza para nuestra patria y el antiguo trono.
Le dimos muerte mediante un engaño, el insigne Artáfernes y yo, dentro de palacio, con ayuda de hombres amigos, para quienes hacerlo constituía una obligación. Llevé a cabo numerosas campañas con un ejército numeroso, pero no le infligí a la ciudad un desastre tan grande. Jerjes, en cambio, mi hijo, como aún es joven, piensa dislates propios de un joven y mis consejos no tiene en cuenta.
Bien sabéis esto, mis coetáneos: todos cuantos tuvimos este poder, no podríamos aparecer como autores de tantos motivos de sufrimiento.
CORIFEO:
…¿Cómo podríamos aún, partiendo de estos hechos, lograr el mejor éxito nosotros, el pueblo de Persia?
SOMBRA:
Si no hicierais campañas dirigidas a las regiones griegas, aunque el ejército medo fuera mayor todavía, porque tienen por aliada a su propia tierra.
CORIFEO.
…¿De qué manera es su aliada?
SOMBRA:
Matando de hambre a quienes constituyen un número demasiado excesivo.
CORIFEO:
Entonces enviaremos una tropa ligera escogida.
SOMBRA.
Ni siquiera el ejército que ahora permanece en las regiones griegas logrará regresar y salvarse.
CORIFEO.
¿Cómo has dicho? ¿Qué no va a cruzar el estrecho de Hele, regresando de Europa todo el ejército persa?
SOMBRA:
Pocos, ciertamente, de los muchos que son, si hay que dar algún crédito a los oráculos de los dioses, a la vista de lo que ahora ha ocurrido, pues no suceden unos sí y otros no. Y, siendo esto así, deja Jerjes allí una tropa escogida del ejército, por dejarse llevar de esperanzas vacías. Permanecen allí donde riega el llano con sus aguas corrientes el Asopo, fertilizante amado de la tierra beocia. Allí les espera sufrir las más hondas desgracias en castigo de su soberbia y sacrílego orgullo, pues, cuando ellos llegaron a la tierra griega, no sintieron pudor en saquear las estatuas sagradas de los dioses ni de incendiar los templos. Han desaparecido los altares de los dioses, y las estatuas de las deidades han sido arrancadas de raíz de sus basas y, en confusión, puestas cabeza abajo. Así que, como ellos obraron el mal, están padeciendo desgracias no menores y otras que les esperan, porque aún carecen de fondo sus males, pues todavía se está formando.
¡Tal será la ofrenda de sangre vertida con la degollina en tierra de Platea por la lanza doria!
Montones de cadáveres, hasta la tercera generación, indicarán sin palabras a los ojos de los mortales que cuando se es mortal no hay que abrigar pensamientos más allá de la propia medida.
Cuando la soberbia florece, da como fruto el racimo de la pérdida del propio dominio y recolecta cosecha de lágrimas. Fijaos en los castigos de estos hechos y acordaos de Atenas y Grecia.
Que nadie, por haber despreciado la suerte favorable que tiene llevado del deseo de otros bienes, vaya a perder del todo una considerable prosperidad.
Arriba está Zeus, juez riguroso, que castiga los pensamientos demasiados soberbios. Ante esto, templad vuestra moderación y haced que aquél entre en razón mediante prudentes admoniciones, para que deje de ofender a los dioses con su audacia llena de orgullo.
Y tú, oh anciana madre de Jerjes, el hijo que amas, entra en palacio y toma atavíos que posean apariencia noble, y con ellos sal al encuentro del hijo, pues en torno de todo su cuerpo, debido al dolor de los males que está padeciendo, los andrajos de su vestidura bordada se caen en jirones. Cálmale con palabras de benevolencia, pues tú eres la única a la que él –yo lo sé – soportará oir, que yo me voy bajo tierra, me sumo en tinieblas.
Y vosotros, ancianos, tened alegría a pesar de los infortunios, concediendo placer cada día a vuestro ánimo, porque a los muertos la riqueza de nada les sirve.
(la sombra de Darío se desvanece)
REINA.
Me voy a palacio a coger vestiduras y voy a intentar salir al encuentro de mi hijo, pues no abandonaré en su desgracia a quien yo más quiero.
(la reina sale de escena, camino de palacio)
Luego entra en escena una carroza de cuatro ruedas, acompañada de un escaso séquito cubierto de harapos.
De la carroza desciende Jerjes, con vestimenta real, pero andrajosa.
Jerjes se dirige hacia el coro con paso cansado y vacilante.
Se queja de su destino y lamenta junto con el coro la pérdida del ejército y de sus hombres.
(ESQUILO. LOS PERSAS y otras obras. Traducción y notas de Bernardo Perea Morales. Edit. Planeta DeAgostini).
Segovia, 10 de abril del 2022
Juan Barquilla Cadenas.