EL EMPERADOR ADRIANO
Publio Elio Adriano (76 d. de C. -138 d. de C.) nacido en Hispania, en Itálica (Sevilla) es uno de los llamados “cinco emperadores buenos” de la dinastía Antonina: Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio.
Aunque tenemos una idea más bien negativa de los emperadores, también, como en el caso de estos “emperadores buenos”, podemos apreciar sus grandes valores.
En el caso de Adriano lo ponen de manifiesto los datos aportados por Alberto Monterroso en su obra “Emperadores de Hispania: Trajano, Adriano, Marco Aurelio y Teodosio en la forja del Imperio Romano”. Edit. La Esfera de los libros.
[La indiscutible capacidad militar de Trajano hizo que los historiadores lo compararan con Alejandro Magno.
Después de cinco siglos, era el primero que vencía a los persas y llegaba tan lejos en sus conquistas.
Pero, agotado después de tantos años de lucha, con más de sesenta años de edad, empezó a ver cómo su salud se deterioraba. Para colmo de males, la muerte le sorprendió sin que le hubiera dado tiempo a proclamar con toda claridad el deseo de que Adriano fuera su sucesor. Y esa será la coyuntura que aprovechen los rivales de su sobrino para acabar con él, propagando por todo el Imperio rumores mal intencionados que pongan en duda su legitimidad.
Las fuentes cuentan que, en su lecho de muerte, expresó su intención de que le sucediera Adriano, pero sus enemigos negarán la validez de tal acto. Iniciarán una campaña de desprestigio diciendo que nadie lo había nombrado sucesor, sino que aquella adopción había sido una maniobra de la esposa de Trajano (Plotina), que estaba enamorada de Adriano y que quiso investirlo de un poder que no le correspondía.
De nada sirvieron los argumentos que demuestran fehacientemente la intención de que Adriano fuera su sucesor: el hecho de que hubiera sido criado en su casa como si fuera su hijo, ser el familiar varón más cercano, el hombre que gozaba de más poder político y militar a su sombra, el integrante de la Corte Imperial junto a las mujeres importantes de la dinastía.
También que Adriano en el año 100 d. de C., diecisiete años atrás, se había casado con la sobrina nieta de Trajano, Vivia Sabina, y que, en virtud de ese matrimonio, era el único legitimado para dirigir el Imperio.
Pero aún así, algunos senadores en Roma pondrán en duda su derecho al trono, añadiendo una crisis más, la sucesoria, que se suma a la guerra de Persia y a la rebelión de los judíos.
En el momento de la muerte de Trajano, la situación es complicada.
En el exterior, Adriano tiene que atender a la vez a tres fuentes de batalla distintos:
Por un lado, el Imperio parto aún no ha sido derrotado completamente. Trajano ha vencido y colocado dos reyes en Armenia y Persia, pero aquella paz es muy frágil.
Por otro lado, se han rebelado los judíos y, antes de poder resolver ese levantamiento, ha aparecido una nueva revuelta en Dacia.
Además de atender a estas tres guerras, Adriano tendrá que defenderse de otros enemigos que también buscarán su muerte.
Éstos se encuentran en el mismo Senado de Roma y entre los propios generales de sus ejércitos.
En efecto, Adriano tenía muchos enemigos en Roma y fuera de Roma. Pero tenía aún más amigos, y éstos eran más fieles y poderosos que sus detractores.
Su tutor Atiano , el hombre que lo acogió junto a Trajano cuando quedó huérfano a los diez años de edad, era ahora su prefecto del pretorio, que estaba al frente de las tropas en Roma. Le escribió urgentemente para decirle que había que actuar sin demora contra cuatro conspiradores que podían poner en peligro su trono.
En estos momentos, al mando del ejército de Oriente, Adriano no quiere pensar en las luchas de poder ni en las intrigas de palacio.
Adriano era el nuevo emperador. Y su política fue la más sensata.
Lo primero que hizo fue evacuar Mesopotamia, Asiria y Armenia, algo que había iniciado su tío Trajano, pero que en Roma se contó de forma muy distinta, diciendo que Adriano había abandonado todas las tierras más allá del Tigris y el Éufrates: que había renunciado a las conquistas de su antecesor.
Pero las ideas geopolíticas de ambos no son tan diferentes. El objetivo principal era conseguir una defensa firme y sólida de los límites del Imperio, ya fuera a través de la anexión o creando reinos vasallos que garantizasen la seguridad de las fronteras.
Adriano compartió esa misma estrategia al construir su muro en Britania, al igual que Antonino cuando levantó después, más al norte otro muro, una primera línea de defensa contra el invasor.
Trajano y Adriano tenían como prioridad establecer fronteras seguras y definitivas.
El nuevo césar se quedó en Oriente para afrontar aquellos problemas que habían quedado sin resolver.
Tampoco había uniformidad de criterio entre él y algunos de sus mandos. Ciertos generales de Trajano no veían con buenos ojos las últimas concesiones que éste hizo y menos aún las que ahora hacía Adriano. Consideraban aquello una cobarde retirada.
Para mantener el control, el nuevo emperador decidió cesar a algunos militares ambiciosos, sospechosos de aspirar al trono, como Lusio Quieto. Y aquella medida, aunque necesaria, contribuyó a crear mayor inestabilidad interna. Mauritania, la patria de Quieto, se levantó en armas.
Adriano se puso a trabajar, echó mano de sus mejores hombres.
Sofocó, como pudo, los levantamientos en Oriente, usando la inteligencia antes que la fuerza bruta.
Cesó a Partamaspates como rey de Partia y lo puso al frente del reino de Osroene.
Vologases ya había sido coronado como rey aliado en Armenia. De esta forma el rey Cosroes, que esperaba en las llanuras de Irán la ocasión de unir a todos los partos contra Roma, tendrá que luchar primero contra estos dos reinos persas si quiere recuperar el trono. Eso llevará tiempo, precisamente el que necesitaba Adriano para resolver el resto de sus problemas en otras partes del Imperio.
El gran emperador romano había puesto en práctica la famosa estrategia divide et vinces , “divide y vencerás”. A costa de ceder las conquistas de Trajano a reyes amigos, Adriano dejará allí una frontera segura para los romanos y combates internos entre los persas para hacerse con el poder.
Aquella maniobra le permitió marchar rápidamente al Danubio, donde la situación se había complicado aún más: el general enviado desde Siria por Trajano antes de morir, Cuadrato Baso, había perdido la vida en campaña. Apenas había efectivos en aquella frontera.
Adriano mandó a toda prisa un ejército por delante, mientras dejaba en Siria y otras zonas de Oriente a su mejor hombre de confianza en la zona: Catilio Severo, que será bisabuelo materno de Marco Aurelio.
Desde el momento en que le quedan las manos libres para encaminarse a defender Dacia, lo hace a marchas forzadas, 30 kilómetros diarios, acompañado por el resto del ejército y la guardia pretoriana.
Al llegar allí, toma la misma decisión que en Persia, repliega su ejército a posiciones más defensivas y evacúa las tierras conquistadas por Trajano al norte de aquel río. Destruye el famoso puente construido por Apolodoro, no por envidia de aquel arquitecto, como decían en Roma, sino como una medida de urgencia para defenderse de una posible ofensiva desde Dacia.
El nuevo emperador se disponía a enfrentarse ahora a pueblos bárbaros que conocía bien desde los tiempos en que dirigió allí sus tropas bajo el mando de su tío.
En la parte oriental estaban los roxolanos, que en la pasada “Guerra Dácica” habían sido aliados de los romanos, pero a quienes Trajano no les había devuelto las tierras conquistadas cuando acudió en su ayuda a combatir a Decébalo.
Adriano quiso recuperar esa alianza. Puso en marcha la diplomacia y entabló conversaciones con el caudillo de los roxolanos. Consiguió firmar un pacto por el que el rey recibía tierras y la ciudadanía romana con el compromiso de convertirse en un aliado leal a Roma.
Aquel frente quedó cerrado. Faltaba ahora sofocar la revuelta de los sármatas y yáciges, los pueblos bárbaros situados en el otro extremo de la Dacia, el occidental.
En este caso se sirvió de las legiones de Turbón, el gobernador de Mauritania, que había conseguido restaurar el orden allí. Eso le permitió traer aquellos efectivos desde África hasta el Danubio y alcanzar una contundente victoria.
Pacificada la Dacia, Adriano consiguió por fin estabilizar los frentes de combate externos, pero dentro de sus propias filas había algunos generales influyentes que conspiraban contra él. Nigrino y Quieto, entre otros, habían planificado su asesinato.
No son los únicos, hay otros dos comandantes importantes, Palma y Celso, que, por lo visto, eran también cómplices de la conjura.
Mientras Adriano terminaba con la última resistencia en el Danubio, su tutor y amigo Atiano, ahora prefecto del pretorio, el segundo con más poder después del emperador, tomó la iniciativa. Y lo hizo sin contemplaciones.
Nigrino fue asesinado en su propia casa; a Lusio Quieto lo mataron durante un viaje.
También fueron asesinados, Cornelio Palma en Bayas y Publio Celso en Tarracina, en el Lacio.
La muerte de aquellos cuatro senadores caerá siempre como una pesada losa sobre Adriano.
No hubo más crímenes que enturbiaran el principio de su reinado, pero fueron suficientes para ganarse el odio pertinaz del Senado.
El emperador se defendió diciendo que él no había ordenado sus muertes y así lo juró ante la propia Curia.
En todo caso, el emperador había conseguido estabilizar el Imperio dentro y fuera de Roma.
El Imperio estaba estabilizado por fin, aunque a costa de un desgaste y un resentimiento senatorial que se mantendrá vivo durante los veintiún años que dure el reinado de Adriano.
Aún así, los conflictos surgidos en todas partes del Imperio a la muerte de Trajano no se habían resuelto por completo.
En Britania costó mucho trabajo y vidas sofocar la guerra que habían iniciado los pueblos del norte.
Fue enviado allí Pompeyo Falcón, un hombre de la máxima confianza del nuevo emperador, que marchó de inmediato desde el Danubio a través de las Germanias. Mientras tanto, Adriano dedicó tiempo a organizar las provincias de Mesia y Dacia, estabilizar la situación, nombrar gobernadores y pacificar aquella región mediante pactos y fuerza militar.
En Roma se servirá de sus mejores y más fieles amigos. El más importante de todos es Annio Vero, principal aliado suyo por estar casado con otra sobrina nieta de Trajano y futuro abuelo de Marco Aurelio.
En verano de ese mismo año, el 118 d. de C., calmadas por fin las fronteras, Adriano entrará en Roma.
Encontrará el recelo de los patricios por haber cedido tierras conquistadas y haber permitido, si no orquestado, la muerte de aquellos cuatro senadores. A pesar de la hostilidad, mostrará un gran respeto a la Curia y pretenderá ganarse la confianza de todos.
En la primera sesión en que preside la Cámara, declaró bajo juramento que él no había ordenado la muerte de aquellos cuatro consulares y juró que nunca condenaría a un senador sin el voto del Senado.
Atiano fue sustituido como jefe de la guardia pretoriana, pero no fue castigado.
Atiano era ya un hombre mayor a quien ya no veremos más en el Senado de Roma; posiblemente se retiró a su tierra natal, en el sur de Hispania.
El nuevo emperador se comportó siempre con el máximo respeto hacia la Curia.
Dice la “Historia Augusta”: … que asistió siempre a las sesiones reglamentarias del Senado cuando estaba en Roma o en sus cercanías. Aumentó la dignidad de los senadores y no permitió que los “caballeros”, del escalafón aristocrático inferior, actuaran como jueces en los procesos judiciales en que estuvieran implicados.
Durante el tiempo que pasó en Roma legisló a favor del Senado y el pueblo. Su forma de gobierno queda clara en un breve pasaje de la “Historia Augusta”:
“Aseguró frecuentemente en las asambleas del pueblo y en el Senado que gobernaría la República, consciente de que era un bien del pueblo, no de su propiedad”.
Este modo de ejercer el poder, respetuoso con la ley y las libertades, alcanzará su cumbre en los tiempos de Antonino Pío y Marco Aurelio, y será signo distintivo de aquella dinastía hispana.
A su llegada a Roma, Adriano no quiso fastos ni honras militares. Condonó la deuda de los pagos fiscales atrasados por valor de 900 millones de sestercios, lo que estimuló la economía, porque la ciudadanía se vio con posibilidades de gastar más.
Reforzó y amplió la medida de Trajano conocida como “alimenta”, elevando el límite de edad para percibir la ayuda.
Estableció juegos circenses y espectáculos de gladiadores.
Adriano planeó, al igual que su predecesor, un gran programa de construcción de edificios públicos. La intención no fue sólo ganar fama y prestigio ante el pueblo. También era una iniciativa que dinamizaba la economía de Roma, daba empleo a miles de personas, incentivaba el trabajo de los artesanos, empresarios, fabricantes de ladrillos y otros materiales constructivos.
Y no sólo construyó nuevos monumentos, también restauró los antiguos. Por ejemplo, al reconstruir el Panteón, templo a todos los dioses que en otro tiempo mandó elevar Agripa, diseñó personalmente una estructura nueva, mucho más grande que la original, con un óculo en el centro que bañaba de luz toda la estancia.
Cuando aquella magnífica obra de ingeniería y belleza quedó terminada, no quiso que su nombre apareciera en el frontón, a pesar de haberla hecho él casi entera, sino que dejó allí la leyenda: M.AGRIPPA. L. F. COS. TERTIUM.FECIT, es decir, “Marco Agripa, hijo de Lucio, tres veces cónsul, lo construyó, para honrar, no su persona, sino al romano que levantó el templo original más de un siglo atrás, aquel Agripa, mano derecha del primer emperador romano (Augusto).
También se realizaron obras en el Foro de Augusto y en muchas ciudades del Imperio.
La arquitectura era una de sus pasiones.
En Roma mandó edificar un nuevo templo a Venus que se extendía desde el Arco de Tito hasta el Coliseo, con veinte columnas a cada lado.
Eso exigió desplazar la estatua del Coloso, que en tiempos de Nerón mostraba el rostro de aquel tirano, pero luego se cambió por el del dios Sol. Hicieron falta 24 elefantes para mover aquella escultura de más de 30 metros de altura. Adriano aprovechó la ocasión para encargar a Apolodoro, el arquitecto de Trajano, la construcción de otra estatua parecida que estuviera dedicada a la diosa Luna.
Cuando los romanos conquistan Egipto, Grecia y el Oriente, entran en contacto con pueblos acostumbrados a divinizar a sus reyes y nos consta que los mismos César y Pompeyo fueron aclamados en aquellas tierras como “divinos o parecidos a un dios”.
Esa impregnación religiosa o supersticiosa serviría, primero a Julio César, como justificación de su poder absoluto y, luego, desde Augusto en adelante, se convertirá en un protocolo político y que justifique el control total del emperador sobre personas y territorios. Estamos hablando de la justificación divina del poder, que, de una u otra manera, seguirá vigente durante siglos como base ideológica del dominio imperial.
En Roma, el Senado aceptará que los césares alcancen ese halo divino a su muerte, pero no mientras vivan. Pues aquellos que quisieron ser llamados dioses en vida mostrarán un carácter tiránico, como el último de los “Flavios”, Domiciano, que obligó a que lo llamaran “señor y dios”, dominus et deus. Eso no lo aceptará el Senado por cuanto supone una humillación a la Cámara de gobierno de la antigua República romana.
Pero recibir junto a las honras fúnebres el título de “divino” no ofendía el orgullo de los senadores ni ponía en peligro el abuso que podían cometer los gobernantes endiosados. Ninguno de los emperadores pertenecientes a la “dinastía Antonina” pretendió ser nombrado en vida “dios”, como sí hicieron Calígula o Domiciano, que han pasado a la historia como tiranos. Por el contrario, aquellos que fueron llamados “los cinco emperadores buenos”, Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio, serán elogiados por el Senado y premiados con unas honras fúnebres que incluían, tras su muerte, esta divinización o “apoteosis”.
Durante el ritual funerario, en el momento de la cremación, se creía que el alma del fallecido volaba desde la pira funeraria hacia las alturas, a incorporarse al Olimpo de los dioses. Mientras ardía la pira, un águila era liberada y el ave simbolizaba en su vuelo el ascenso del espíritu del emperador hacia los cielos.
Mediante una votación, el Senado confirmaba legalmente la consagración como dios y, desde entonces, sus familiares gozaban del prestigio y la legitimidad de ser sucesores de esa divinidad. Se levantaban templos y se organizaban sacerdocios que les rindieran culto imperial.
A la muerte de Plotina, Adriano le rendirá las máximas honras funerarias. Pronunciará en su honor una oración fúnebre, compondrá himnos encomiásticos en su memoria, llevará luto durante nueve días y le construirá un templo dedicado a su culto como diosa.
Trajano había conseguido, gracias a su energía y talento, eliminar las serias amenazas que se cernían sobre Roma desde los últimos años de Domiciano.
Por su parte Adriano conseguirá consolidar el Imperio y dar un decidido empuje a la cultura y la civilización, a la prosperidad y la justicia.
Adriano supo conservar las provincias, estabilizar los territorios, afianzar el poder y fomentar la cultura y la prosperidad por toda la geografía romana.
Pasó la mitad de su reinado viajando a lo largo de todo el Imperio para supervisar y poner a punto las provincias.
No por ello se olvidó de Roma: promovió un programa de construcciones que la embelleció de un modo extraordinario. Al final de su vida levantará en Tibur, la actual Tívoli, una ciudad palaciega que no tendrá comparación en su tiempo.
Ahora tenía que culminar la obra de Trajano protegiendo las provincias del ataque de los enemigos.
La misión de todo su reinado consistirá, por tanto, en consolidar el Imperio y fortalecerlo.
Para ello visitará todos los frentes. En persona supervisará la defensa de las fronteras y dará las instrucciones oportunas a los mandos y al ejército sobre el cometido que deben desempeñar a partir de ahora.
En Roma permanecerán sus amigos de plena confianza; Quinto Marcio Turbón se hará cargo de la guardia pretoriana, pero el más importante de todos es Marco Annio Vero, que será nombrado cónsul cuando el emperador emprenda sus viajes. Aquel hombre será quien ostente el poder en la capital del Imperio. Y, durante los más de diez años que Adriano estuvo fuera de ella, será quien mantenga la tranquilidad absoluta en el Senado. Sabrá convencer a la Curia de la idoneidad de la nueva política, de la necesidad de proteger las fronteras y no iniciar guerras de conquista.
Hay que entender que Adriano no emprendió todas aquellas giras como si fuera un turista curioso de la Antigüedad. Sus expediciones no las hizo por el placer de desplazarse, visitar lugares exóticos o disfrutar de la variedad y belleza de sus tierras y climas.
Aquellos fueron viajes de trabajo, de estabilización del Imperio, de puesta en práctica de su ideología de gobierno, que buscaba alcanzar seguridad, prosperidad, paz y cultura.
Primero marchó a la Galia; es muy posible que pasara el invierno del año 121 d. de C. en Lyon para dirigirse inmediatamente al Rin en la primavera del año 122 d. de C.
La situación en el frente del Danubio estaba controlada gracias a su victoria sobre los sármatas y yáciges al principio de su reinado y merced al acuerdo de paz que consiguió con los roxolanos.
A pesar de ello, comenzará su viaje visitando Recia y el Nórico, las provincias del Danubio Superior, para comprobar la fortaleza y seguridad de aquella frontera.
Adriano viaja con su esposa Sabina y con un gran número de colaboradores. Entre ellos, Septicio Claro, prefecto de la guardia, y el historiador Suetonio, que es su secretario imperial. Desde ahí se dirige a Mogunciaco, hoy Maguncia, en Germania Superior.
Conoce bien aquellas tierras por haber comenzado allí su carrera militar bajo las órdenes de Trajano. Ahora se dedica a inspeccionar las torres de vigilancia y los fuertes que se construyeron antes de su reinado. Analiza todo al detalle y va dando las instrucciones para hacer aún más sólidas esas defensas.
Adriano era un hombre polifacético, dotado de una gran inteligencia.
No sabemos si era más o menos presumido. Pero no se puede negar que fue muy culto, con aficiones literarias, artísticas y científicas.
Le gustaba la aritmética y la poesía. Era un enamorado de la arquitectura, del arte, de la pintura y la escultura. Se dice que diseñó varios edificios y templos, pero es evidente que planificaba también obra militar.
Él fue quien supervisó personalmente las torres de vigilancia y los fuertes a lo largo de toda la línea del Rin, pero introdujo un cambio personal que mostraba su interés por la defensa, por establecer límites claros entre su territorio y el de los bárbaros.
En aquellos tiempos la frontera estaba compuesta por torres dispersas que aprovechaban los accidentes geográficos como ríos y colinas, pero que en muchos tramos era una línea imaginaria, una franja de terreno fácilmente franqueable. Ahora ordenó construir una empalizada a base de troncos roble que conectase las torres entre sí y formase un muro ininterrumpido que delimitara claramente la tierra de Roma.
Aquella labor duró años y exigió el trabajo de miles de hombres que servían en las legiones de Germania Superior y Recia, pero la culminación de este ingente esfuerzo será de gran importancia para el futuro.
La “Historia Augusta” habla precisamente de esa disciplina que inculcó en los soldados y que fue la vía para que se pudieran levantar aquellas construcciones defensivas que muestran la estrategia prioritaria del emperador: asegurar la protección de aquel espacio de civilización y cultura que se llamó Roma. Sabía que, evitando las invasiones, sería más fácil alcanzar la paz, aumentar la productividad y permitir el progreso económico y social de las provincias.
Sus largos años de experiencia militar le habían enseñado que, sin defensas seguras y firmes, los bárbaros atacarían tarde o temprano.
El Imperio es muy extenso y debe contar con una protección eficaz y sostenible.
Vista la situación en su conjunto, habría que darle la razón al historiador Floro cuando dice que es más difícil conservar y asegurar las provincias que conquistar otras nuevas.
En las provincias instruye a las tropas y los cuadros de mando en la defensa, no en la anexión. Esto no implica relajación, sino todo lo contrario.
El emperador ansía la paz, pero no es un ingenuo: sabe que para mantenerla debe entrenar al ejército, tenerlo a punto, listo para afrontar cualquier conflicto. La “Historia Augusta” lo explica con claridad: “Aunque ansiaba la paz más que la guerra, entrenaba a los soldados como si ésta fuera inminente”.
Había que estar preparado para repeler las invasiones bárbaras, pero el objetivo fundamental, a partir de ahora, no serán las guerras ofensivas, sino las defensivas.
El adiestramiento, la logística y la inversión militar tienen como objetivo primordial asegurar la paz y la estabilidad del Imperio dentro de sus límites.
La disciplina se convierte en elemento vertebrador de toda esta nueva política militar.
Y Adriano supo educar con el ejemplo antes que con el mando. Enseñó al ejército poniendo como muestra su propio espíritu de sacrificio, su autoridad moral y su resistencia.
La construcción de aquella extensa empalizada a lo largo del Rin mantendrá a los soldados ocupados y en forma. Con el tiempo, aquellos fuertes y torres de defensa hechos de madera se convertirán en muros de piedra, un proyecto que ya había sido iniciado con Trajano y que culminará Adriano.
Será Adriano el que lleve a término la creación de un ejército más profesional y eficaz, donde se eliminen los vicios y lujos que anidaban en los campamentos militares.
El famoso muro (el “muro de Adriano”) que Adriano mandó construir en Britania se levantaba majestuoso a lo largo de 117 kilómetros desde las orillas del río Tyne, cerca del mar del Norte, hasta el estuario del Solway, en el mar de Irlanda.
Actualmente está declarado Patrimonio de la Humanidad y cruza el país de punta a punta.
Es el “limes” o fortificación fronteriza más conocido del Imperio romano, construido en toda su extensión a base de sillares de piedra con un grosor de 3 metros y una altura de entre 4 y 5 metros, según los tramos.
A intervalos regulares tenía fortines y torres de defensa con guarniciones y puestos de vigilancia. A un lado y otro se excavaron fosos de hasta 10 metros de profundidad y se construyó una calzada militar para facilitar el traslado rápido de efectivos a lo largo de toda la frontera.
El fortalecimiento de las fronteras y el uso de la diplomacia deberían ser suficientes para conseguir una paz duradera con las ventajas económicas y sociales que ésta conllevaba.
En la actual Inglaterra, Adriano hará lo mismo que ya había hecho en Germania y luego continuará haciendo por todo el Imperio: establecer claramente los límites de la provincia. Ya que en Britania no pudo servirse de ríos ni otras marcas geográficas que facilitaran esta labor, decidió levantar una barrera artificial que hoy se conoce como el muro de Adriano.
Con ello se pretendía proteger las tierras de Roma y garantizar la seguridad y estabilidad necesarias para el cultivo de los campos y el progreso económico de la región.
El “muro de Adriano” será la obra fronteriza más duradera, costosa y compleja de todas las realizadas por Roma en su historia, pero asegurará medio siglo de paz.
Resueltas las cuestiones de política exterior en Britania y de carácter más íntimo entre los miembros de su propia corte, el emperador se dispuso a visitar su lugar de nacimiento, Hispania, donde pretendía pasar más tiempo antes de viajar desde allí a África en dirección al Oriente. Sabía que Persia aún era un hervidero de peligros y que allí quedaba mucho trabajo por hacer.
Cruzó el Canal de la Mancha antes del invierno y marchó a través de las Galias hacia Hispania.
Pasó el invierno en Tarraco, dice la “Historia Augusta”. Allí pudo encontrarse con un amigo suyo, Publius Annius Florus, poeta y retórico más o menos de su misma edad, que pertenecía a la familia de los “Annios”, emparentado, por tanto, con su querido amigo y cuñado Marco Annio Vero.
Este poeta Floro es distinto del otro Floro, importante historiador que también vivió en tiempos de Adriano. Su nombre completo era Lucio Anneo Floro y compuso un resumen del “Ab urbe condita” de Tito Livio que tituló “Epítome de Tito Livio”.
En Tarragona, Adriano recordaría, sin duda, a su amigo y mentor Licinio Sura, el hombre a quien Trajano y él debían el Imperio.
El gran poeta Marcial pudo vivir en Roma y publicar su obra gracias al apoyo primero de Séneca y luego de otros hispanos como el propio Sura.
Adriano conocía muy bien Tarraco. Era paso obligado desde el sur de España hacia Roma y que, desde antiguo, los clanes hispanos se habían emparentado en aquella urbe, que era la fundación romana más antigua de Hispania, creada por los Escipiones en el año 218 a. de C., al inicio de la guerra contra Aníbal.
Aún hoy se conservan las macizas murallas que rodean su casco antiguo, el circo monumental cercano al Foro Provincial, el imponente anfiteatro frente al mar, basílicas, templos y teatros, que hacían de aquélla una de las ciudades más importantes de Hispania.
En Tarraco celebró una gran asamblea con todos los gobernantes de Hispania. Se cumplía el 150 aniversario de la visita del primer emperador romano a Tarragona, donde levantaron un fastuoso templo en su honor. Dice la “Historia Augusta” que, ahora, Adriano “reconstruyó el templo de Augusto con su propio dinero”.
Allí en Tarragona, aunque la acogida que tuvo en aquella tierra fue sincera, sufrió un atentado por parte de un esclavo desequilibrado, que no tuvo consecuencias. El emperador no tomó ninguna medida ni represalia contra el agresor ni parece que diera más importancia al hecho. Continuó con toda normalidad su programa de viaje por Hispania, parecido al que llevará a cabo en el resto de provincias del Imperio.
En todas ellas se dedicó a construir más edificios oficiales, nuevas infraestructuras, calzadas, puentes, puertos, embellecer las ciudades, promover la cultura y las instituciones políticas locales, cohesionar el Imperio y diseñar las obras de defensa allí donde se requería.
En la península, donde no había problemas militares, se centrará en las primeras medidas: construcción y reconstrucción de infraestructuras.
Se observa en las monedas conmemorativas de su visita, donde aparece la elegante figura de una mujer que representa a Hispania con una espiga de trigo, una rama de olivo y un conejo, que simbolizan los productos naturales del país.
Entre los años 122 y 123 d. de C. recorrió la península en dirección a la Bética y bajó hasta Cádiz.
Es muy probable que su intención fuese detenerse algún tiempo más en Itálica, su patria natal, la antigua ciudad hispana donde habían nacido Trajano y Adriano, fundada en el año 206 a.de C. por Escipión el Africano, el héroe romano vencedor de Aníbal, de cuya gesta recibió el sobrenombre. No pudo hacerlo: un conflicto en Alejandría le obligó a marchar lo antes posible a África.
Su paso por el sur de Hispania será breve, pero, a pesar de ello, Adriano demostró una gran generosidad con la ciudad que le vio nacer, aportando una elevada cantidad de dinero que se empleó en reconstruir la urbe con todo lujo, en dotarla de edificios públicos monumentales, entre otros, un anfiteatro que será uno de los mayores del Imperio.
Pero la situación en África y Asia reclamaban la presencia del emperador.
En Alejandría (Egipto) se había producido una revuelta que no se trataba del frecuente enfrentamiento entre griegos y judíos, sino de motivos religiosos relacionados con el culto al buey Apis.
La rebelión amenazaba con estallar en guerra.
Adriano lo solucionó a través de una carta dirigida a sus ciudadanos en tono firme y contundente.
El historiador Dión Casio llega a esta curiosa conclusión: “La palabra de un emperador puede tener más fuerza que el uso de las armas”.
El problema de Alejandría, aparentemente, se calmó con aquella carta.
Pero había problemas en África y en Asia.
Pasó el estrecho de Gibraltar y se dispuso a resolver cierta inestabilidad que había en Mauritania y que los historiadores definen como “motus Maurorum”.
Adriano evitó las incursiones tras inspeccionar la frontera y reforzar el “limes”.
En muchas zonas era terreno de desierto que no requería especial defensa y no se detuvo allí, excepto para dar instrucciones urgentes que luego, en un posterior viaje, podría revisar y perfeccionar.
Abandonó África y se dirigió al Este, porque le llegaron noticias de que los partos amenazaban con una nueva guerra en Oriente.
Adriano sabía que el verdadero peligro estaba en Asia. Y no iba a detenerse en Hispania o África ni un minuto más del tiempo necesario, aunque le hubiera gustado quedarse más y visitar las ciudades más importantes de la parte occidental del Imperio.
Adriano recorrió la costa norte de África, deteniéndose sólo donde era necesario.
A su paso por Egipto y la Cirenaica, supervisó cómo se estaban cumpliendo las instrucciones que había dado años atrás. En una inscripción del año 119 d. de C., encontrada en Cirene, se lee su orden de “restaurar baños con pórticos y juegos de pelota y otros edificios adyacentes destruidos e incendiados durante los disturbios judíos”.
No tardó en llegar a través de Siria a las fronteras con los persas.
A primeros de junio del año 123 d. de C. ya estaba en Antioquía.
Allí pudo comprobar que las órdenes que dio seis años atrás se habían cumplido. Entre ellas, la construcción de un templo monumental en honor a Trajano para conmemorar su divinización.
Los persas saben que combatió hombro con hombro con Trajano y que estuvo al mando de los contingentes militares tras la muerte de su tío.
A orillas del Éufrates, Adriano se entrevistó con el rey de los partos (Cosroes).
Adriano tenía enfrente al rey Cosroes, con quien se había reconciliado en el año 117 al deponer a Partamaspates, aquel hijo suyo rebelde a quien Trajano había nombrado rey de Persia. La paz se había conseguido entonces apartando a aquel hombre del trono y permitiendo tácitamente que lo ejerciera Cosroes.
A cambio, Adriano había nombrado a Partamaspates rey del Estado libre de Osroene, en torno a Odesa, en la parte noroccidental de Mesopotamia.
Pero en estos momentos, el rey persa no soporta que su hijo rebelde ostente el mando en un reino adyacente a sus dominios. También quiere reclamar a su hija y su trono de oro, ambos tomados como botín por Trajano cuando conquistó Ctesifonte.
La hija rehén y el trono persa de oro, símbolo de su poder, permanecían en manos del nuevo césar para una posterior negociación.
Adriano aceptó deponer a Partamaspates como rey de Osroene. No sería difícil buscarle una compensación. También más tarde aceptará devolver la hija del rey y su trono de oro a cambio de una paz duradera que respetase las fronteras establecidas. El rey parto estaba satisfecho.
Así pues, los romanos firmaron una paz con Persia, que había de durar casi cincuenta años.
Adriano puede ahora estar más tranquilo, pero no abandona precipitadamente aquellas tierras.
Permanece aún un tiempo en la frontera para supervisar todo el “limes” oriental en la provincia de Capadocia; inspeccionó también las guarniciones del valle alto del Éufrates, las tierras de Anatolia, los fuertes donde estaban acantonadas las legiones XII fulminata en Mitilene y la XV Apollinaris en Armenia Inferior.
Alcanzada la paz y reforzada la defensa, se dedicó a visitar las ciudades más importantes de aquellas provincias orientales socorriendo generosamente a los que lo necesitaban.
Destinó una partida considerable a reconstruir Nicomedia y Nicea; ambas habían sido destruidas por un terremoto poco antes de su visita.
Y, además, es el primer emperador que tiene una idea revolucionaria: entiende que el poder debe contar en todo momento con el mundo de la cultura.
Por eso se rodea de intelectuales, los favorece y los coloca en puestos preeminentes del Estado.
Entre ellos está Antonio Polemón, uno de los pensadores más destacados del mundo griego de aquellos tiempos. Era el gran sofista de Esmirna, persona de gran cultura y con amigos influyentes.
Pertenece a una élite de intelectuales griegos de la que habla el sofista Filóstrato. Aquellos hombres, como Dión de Prusa en su momento, tuvieron gran influencia en la opinión pública y gozaron de gran predicamento en sus comunidades de origen.
Adriano los apoyó políticamente, facilitando que ostentaran la primacía del poder en sus ciudades y pudieran así promover la armonía y el progreso local.
En este momento, Adriano puede dedicar tiempo a la reorganización política y a la apuesta por el mundo de la cultura, porque el Oriente está calmado, la paz con Persia promete ser duradera y eso le ha permitido recorrer con más tranquilidad la parte asiática del Imperio romano en dirección a Grecia entre los años 123 y 124.
Las ciudades de Pérgamo, Éfeso y Mileto le ponen en contacto con el origen de la civilización helenística.
Aquellas urbes, cargadas de historia y de cultura, pertenecen hoy a la costa occidental turca, pero en tiempos de la antigua Grecia formaban parte de la Hélade, de donde procedían los más antiguos filósofos griegos.
Estas tierras florecerán ahora de nuevo auspiciadas por Adriano, que propiciará el renacer de esa “Segunda Sofística”. Allí, el césar no sólo planifica y restaura obras arquitectónicas. Se preocupa por la organización política, introduce mejoras y concede privilegios. También incentiva la cultura, certámenes musicales, poéticos y deportivos, en la línea de lo que fue la Grecia clásica.
Polemón acompañó al emperador en aquel viaje y fue el hombre elegido para leer el discurso de inauguración de la Olimpiada en el año 130. Dos años después pronunciará otro discurso muy importante durante el sacrificio de consagración del templo de Zeus Olímpico, construido por el propio Adriano en Atenas. Viajará con él a Egipto, donde el césar le concedió el privilegio de convertirse en miembro del Museo de Alejandría, lo que daba acceso gratuito a su comedor, y constituía en la época uno de los honores más codiciados por los intelectuales de aquel siglo.
Alejandría, en el delta del Nilo, es en tiempos romanos la ciudad cultural más importante del mundo. Ninguna ciudad la igualaba en prestigio intelectual e historia. Sus enormes avenidas adornadas por hermosos edificios de mármol blanco, como la Vía Canópica, de más de 5 kilómetros de longitud, reflejaban una opulencia a la que se unía su tremendo acervo cultural. Era sede de la excelente Biblioteca, residencia de eruditos filósofos griegos, egipcios y judíos. Era famosa por sus fastuosos jardines y templos, como el de Serapis o el monumental Faro de Alejandría.
Albergaba el Museo, primer edificio e institución científica del mundo, llamado así en honor a la Musas, que eran las diosas griegas de las ciencias y las artes.
En tiempos de Adriano el intelectual más importante era Claudio Ptolomeo, que vivía y trabajaba en la famosa biblioteca. Su labor se encontraba en pleno auge cuando el emperador la visitó, pero sus investigaciones continuarán también en los primeros años del gobierno de Antonino Pío.
Ptolomeo fue astrólogo y astrónomo, también geógrafo y matemático. Es conocido por ser uno de los mejores astrónomos de la historia, porque su obra estará vigente durante quince siglos.
Escribió un libro titulado “Gran tratado de Astronomía”, que se ha conservado gracias a sus traducciones al árabe durante la Edad Media.
Perdido el uso de la lengua griega en Centroeuropa durante el Medievo, las versiones de Oriente y de Al-Ándalus serán la vía de supervivencia de sus escritos, cuyo tratado se conocerá con el título de “Mégistos”, que significa “el más grande”.
Aquella gran obra de Ptolomeo se divulgará con el nombre de “Almagesto”, donde al griego “megistos” le precederá el artículo árabe “al”. Es un libro importantísimo para el desarrollo de la ciencia, que será traducido al Latín por Gerardo de Cremona en el siglo XII.
En un mundo determinista, donde se cree que los hechos humanos obedecen a unas leyes físicas parecidas a las que mueven los planetas, no se distingue la astronomía de la astrología. Ambas van de la mano en unos tiempos en que aún no se ha desligado la ciencia de los planetas de la superstición de los horóscopos. El propio emperador era muy aficionado a estos últimos, a las cartas astrales y a la predicción del futuro a través de los astros.
Pero la obra de Ptolomeo tiene indudables méritos científicos, no sólo en el cálculo de los eclipses; su autor también empleó sus conocimientos sobre trigonometría para la construcción de astrolabios y relojes de sol. Ha tenido una importancia indudable como uno de los grandes científicos de la historia, a pesar de su error al crear la “teoría geocéntrica”. Según sus cálculos, pensaba que la Tierra ocupaba el centro del universo y que el Sol, la Luna, las Estrellas y Planetas giraban todos a su alrededor. Aquellas teorías astronómicas estuvieron en vigor durante quince siglos e influyeron enormemente en el pensamiento de filósofos, astrónomos y matemáticos posteriores. Será Nicolás Copérnico quien, ya en el siglo XVI, demuestre con datos empíricos que la Tierra gira alrededor del Sol y no al contrario. Es la que se conoce como “teoría heliocéntrica”-
Eratóstenes, otro gran científico griego dos siglos anteriores, que fue director de la Biblioteca de Alejandría, descubrió la medida del radio terrestre y, por tanto, el tamaño real de la Tierra. Sin tecnología alguna, calculó con asombrosa exactitud el radio terrestre con un margen de error mínimo. Era la primera vez en la historia que el ser humano conocía el tamaño real de la Tierra. Y lo había hecho sin más herramientas que el uso de la razón.
Catorce siglos después de Ptolomeo, Colón acepto los cálculos de Ptolomeo y no los de Eratóstenes, influido especialmente por aquellos científicos de Al-Ándalus y sus traducciones del “Almagesto”. Estaban en un error, la Tierra era bastante más grande, tal como había deducido Eratóstenes.
Pero Colón salvó la vida y logró fama universal porque había un continente desconocido entre Europa y Asia. Descubrió América por casualidad. Si aquellas tierras, de las que el resto del mundo no tenía noticia, no hubieran estado a mitad de camino, Colón se habría perdido en medio del Atlántico.
El emperador es un hombre a quien le interesa la cultura desde un punto de vista personal en cuanto que satisface su curiosidad intelectual, pero también desde una perspectiva política, pues está convencido de que la cultura y la inteligencia deben formar parte esencial de un gobierno.
Los viajes que emprende por todas las provincias le permiten estar en contacto con las ciudades más importantes del Imperio, con sus intelectuales, científicos, élites y necesidades.
Pasó fuera de Roma más de la mitad de su reinado, diez años, durante los que dirigía en aquellas tierras todos los asuntos importantes.
A pesar de estar lejos de Roma, dirige el Imperio con precisión. Su corte, que se va desplazando con él por las diferentes tierras que visita, dispone de un potente sistema de comunicación que lo mantiene al tanto de todo lo que sucede.
En el año 124 se dirige a las costas de Asia Menor, especialmente Rodas, Mitilene y Mileto. Embarca hacia Atenas para pasar una larga temporada en la Hélade. No era la primera vez que Adriano visitaba Grecia, sino, al menos, la tercera. Allí solían viajar jóvenes de la élite romana para finalizar o perfeccionar sus estudios.
Además, el césar había estado allí once años atrás, cuando visitó al filósofo Epicteto, un hombre que había sido esclavo en tiempos de Nerón y había conseguido la libertad y gran fama por su sabiduría.
El emperador tendrá ahora ocasión de conocer mejor a aquel intelectual por mediación de un amigo común, Flavio Arriano.
Epicteto es el gran filósofo de su tiempo y uno de los mejores de la historia del pensamiento.
Fue adquiriendo una fama espectacular hasta convertirse en uno de los tres mejores filósofos estoicos del Imperio romano junto a Séneca y Marco Aurelio.
Durante la tiranía de Domiciano tuvo que exiliarse de Roma, concretamente en el año 93 d. de C., en que se impuso el decreto imperial de expulsión de los filósofos.
Aquella medida contra los intelectuales es una muestra de persecución política, pues los pensadores, principalmente estoicos, tenían como signo distintivo común su oposición a la tiranía.
Entonces Epicteto se estableció en Nicópolis, junto al golfo de Ambracia y ya no quiso volver a Roma.
En tiempos de Trajano y Adriano, los intelectuales perseguidos no sólo tuvieron de nuevo cabida en la sociedad romana, sino que se contó con ellos para ejercer el poder.
Flavio Arriano y también Herodes Ático acompañaron al césar en su comitiva en estos años en que visitaba Grecia por tercera vez. La anterior fue bajo las órdenes de su tío Trajano. Allí había desempeñado el cargo de “Arconte”, gobernador de Grecia, mientras esperaba sus instrucciones respecto a la guerra con Persia.
El tiempo que pasó en Atenas debió ser uno de los más felices de su vida, como lo demuestra el hecho de que siempre fue un enamorado de la cultura helénica.
En ese momento lo acompañarán los mejores intelectuales de la época. Entre ellos, aquel Herodes Ático, joven aristócrata ateniense. Hombre rico e influyente, dedicó parte de su fortuna, como otros del entorno de Adriano, al mecenazgo público y al evergetismo, costeando la construcción de enormes proyectos urbanísticos de Grecia. Pagó la construcción de un acueducto que unió el río Alfeo con Olimpia, un Odeón y un estadio en Atenas, otro en Delfos, un teatro en Corinto, termas en las Termópilas.
Dedicó gran parte de su riqueza a estas obras que beneficiaban a las distintas provincias, también las occidentales, como es el caso del acueducto de Canusium en Italia. Dio ayuda en efectivo a los ciudadanos de Tesalia, Epiro, Eubea , Beocia y el Peloponeso.
Herodes Ático es un buen ejemplo de cómo los emperadores hispanos siguieron una misma política a la hora de integrar a las élites de Oriente en la Administración y gobierno del Imperio.
Durante todo el año 124 y la primavera del siguiente, el emperador visitó las principales ciudades de Grecia, promoviendo obras de construcción, reconstrucción y mejora de todas ellas.
Cuando volvió a Atenas, emprendió varias obras arquitectónicas.
La más importante fue culminar la construcción de aquel famoso templo a Zeus Olímpico que había iniciado Pisístrato, pero que no pudieron terminar ni el rey seléucida Antioco ni el propio Augusto después.
Diseñó un nuevo acueducto: desde hacía 600 años no se construía ninguno. Es un proyecto ambicioso que costará quince años culminar por la necesidad de construir túneles y depósitos de gran longitud y complejidad.
La obra más monumental que levantó fue un espacio público en el centro de Atenas conocido como la “Estoa” o la Biblioteca de Adriano.
El emperador ha aprovechado bien el tiempo que ha dedicado a Grecia y las provincias orientales, pero en estos momentos, debe volver a Roma.
Lleva ya cuatro años fuera: es hora de regresar y dedicarse también a la capital del Imperio.
Annio Vero ha desempeñado excelentemente su función como prefecto de Roma durante los años que Adriano lleva en el poder.
Ahora, en el año 125, lo propondrá como “cónsul” para el próximo año. Ocupará el cargo por tercera vez, igualmente, por tanto, al emperador y sobrepasando al resto de sus hombres de confianza.
Hay que entender que, a estas alturas, Adriano sabe que no tendrá hijos con su esposa Sabina. No sólo son las preferencias sexuales ni el amor que quizá ya siente por un joven bitinio llamado Antínoo. Su esposa no quiere tener descendencia con él y varias fuentes historiográficas así lo confirman.
Annio Vero, casado con otra sobrina nieta de Trajano, aportará los descendientes necesarios para que continúe la dinastía. Aquel cordobés de Espejo tuvo dos hijos y una hija. Sobrevivirá la última, pero uno de sus hijos varones dejará huérfano a un niño de siete años que adoptará el abuelo. Es Marco Antonio Vero, de su mismo nombre, pero más conocido como Marco Aurelio , y ese niño será el verdadero sucesor deseado por Adriano.
Antes de morir Adriano dejará bien claras sus intenciones y decidida la sucesión.
En Roma asiste a la culminación e inauguración de varios proyectos constructivos que habían sido iniciados hacía años, entre ellos, el templo de los divinos Vespasiano y Tito.
La misma técnica de reconstrucción física y moral de la historia y los monumentos del pasado que acometió en Grecia lo lleva a cabo en Roma, invirtiendo dinero en obras que realzaron los lugares emblemáticos de la historia de la República y fomentando las tradiciones y la religión grecorromanas.
En Atenas se había iniciado ya en los “misterios de Eleusis”, que tenían relación con el mundo de los vivos y los muertos, la inmortalidad y la visión del más allá. Constituían uno de los ritos más famosos y antiguos de la civilización helénica. Por eso serán iniciados en ellos dos de los mejores y más helenizados emperadores hispanos: Adriano y Marco Aurelio.
En Roma, el césar no descuidará tampoco la vinculación con la religión tradicional romana: será nombrado sacerdote de los “Hermanos Arvales” en el año 126. Era miembro de éste y de todos los colegios sacerdotales de la capital.
El fomento de los ritos civiles y religiosos de la antigua Grecia y Roma por igual sirve también como nexo de unión de todo el Imperio, que es una civilización multiétnica, cohesionada en torno a los valores ancestrales de la civilización grecolatina.
Ahora Adriano de encuentra de nuevo en Roma y se dedicará a viajar por toda Italia.
Sabemos que consiguió drenar el lago Fucino, obra faraónica emprendida por Claudio, que había fracasado en su intento.
Hay datos de que reparó y reconstruyó acueductos y teatros en varias ciudades italianas.
En Roma, recibirá el título de “pater patriae”, padre de la patria.
Son años de paz y prosperidad y buen gobierno.
En la capital del Imperio está siempre muy cerca de su cuñado Annio Vero y del nieto, aquel joven Marco Aurelio que ha quedado huérfano y al que tiene un cariño especial. Dice la “Historia Augusta” que el niño “ha sido educado en el regazo de Adriano”, podríamos añadir que al igual que él se educó en el de sus tíos Plotina y Trajano.
Ahora, cerradas las puertas del templo de Jano que simbolizaban la paz, pudo dedicarse a visitar las ciudades romanas del norte de África, supervisar aquellas tierras fértiles y prósperas, así como diseñar un nuevo “limes” que fortaleciera la frontera con el desierto y las tribus bárbaras.
Las élites de África habían conseguido últimamente mucho poder e influencia.
Un siglo y medio después que Hispania y la Narbonense, muchos de sus ciudadanos eminentes estaban empezando a alcanzar puestos elevados en Roma.
Serán los africanos los que cojan el relevo de aquel grupo de poder hispano que entró primero en el Senado.
Luego vendrán los griegos de Asia, los helenos de Atenas y Esparta y, en general, el resto de las provincias del Imperio.
Precisamente, esta participación de todos en el gobierno común será uno de los méritos de los emperadores “Antoninos”.
No sólo progresan los africanos en el mundo de la política, sino también en el de la cultura.
Suetonio, el gran historiador romano de tiempos de Adriano, nació en Hippo Regius, Hipona, hoy Argelia, y el tutor de los emperadores Lucio Vero y Marco Aurelio, Cornelio Frontón, era también un africano de Cirta, hoy Constantina.
Apuleyo, el escritor romano más importante del siglo II, también nació en Numidia, concretamente en la ciudad de Madaura.
La defensa de las provincias de África requería unas condiciones distintas a las del resto.
Roma controlaba toda la franja norte del continente, desde el Atlántico, en el actual Marruecos, hasta Egipto.
La geografía de aquellas tierras era muy diferente a la del norte de Europa o la de Asia. Por ello, Adriano diseñó allí barreras fronterizas en las estribaciones montañosas, pero en las zonas de desierto, simplemente tomó el control de las rutas que cruzaban los oasis. Ninguna invasión podía proceder de otros lugares y aquellos límites fueron siempre muy seguros. Donde fue necesario se construyeron largos tramos de muro como el que había levantado en Britania.
El control y la defensa del territorio permitirá el progreso de las provincias africanas, donde floreció la agricultura, sobre todo del olivar.
A pesar de su estrategia defensiva, Adriano no cayó por ello en la inactividad ni descuidó el ejército, pero combinó la fuerza con la diplomacia: procuraba fomentar la amistad con las tribus bárbaras concediéndoles ayuda en dinero. No hubo levantamientos en estos años. Y la autoridad moral de Roma era tal que, incluso cuando se producían conflictos entre los propios bárbaros, pedían la mediación del emperador.
El prestigio militar y la existencia de un ejército perfectamente entrenado y dispuesto se convirtieron en la mejor disuasión contra el ataque exterior.
A mediados de julio del año 128, el emperador había terminado la inspección del ejército y las provincias de África.
El césar embarcó de nuevo hacia Roma, donde pensaba quedarse pocos meses, quizás dos o tres.
Pensaba visitar ahora, de nuevo, la parte oriental del Imperio, con más detenimiento. Primero Grecia, luego Asia hasta el límite sur, Capadocia, Siria, Arabia, Judea y finalmente Egipto.
El viaje habría de prolongarse al menos tres o cuatro años.
Aunque el emperador se permitiera el lujo de ascender a estos puestos a ciertos hombres por puro favoritismo, la postura dista mucho de la persecución de los intelectuales en época de Domiciano.
Dión Casio, historiador crítico con Adriano, quiere dar a entender que Adriano envidiaba a quien sobresalía por su talento y eso le llevó a querer deshacerse de aquellos dos sofistas, Favorino y Dionisio de Mileto.
Pero debe acabar confesando que “Adriano perdonó entonces a aquellos dos hombres, aunque estaba disgustado con ellos”.
A Dionisio le nombró miembro del Museo de Alejandría y, en el caso de Favorino, el destierro a la isla de Quíos pudo deberse a otros motivos que nada tenían que ver con la ira del emperador.
Favorino de Arlés es uno más de aquellos intelectuales que protagonizaron la integración de Grecia en el alma del Imperio. Latín y griego serán dos lenguas que coexistirán a partir de ahora como constitutivas de una cultura grecorromana que es universal.
Adriano será conocido como el “grieguito” por su amor a la cultura griega y el propio Marco Aurelio escribirá su obra filosófica en griego.
En el progama político de Adriano no está perjudicar a ningún intelectual por envidia o cuestiones personales. Es más, cuenta con ellos para dinamizar la sociedad, la política y la economía del Imperio.
Todos los altos cargos civiles y militares estaban en manos de gente instruida, oradores, filósofos, personajes de la cultura y la ciencia, hombres preparados para la misión que se les encomendaba.
Dión Casio, el historiador, crítica el carácter escrupuloso y entrometido del emperador, pero no puede negar su valía, prudencia y competencia.
Ahora este césar de alma griega pero imbuida del pensamiento romano diseña un nuevo plan para Grecia con el que ya soñó Pericles: la unión de los pueblos helenos en una especie de confederación con sede en Atenas. Esa fue la verdadera intención de Adriano a la hora de reconstruir el famoso templo de Zeus olímpico, que llevaba seiscientos años, inacabado. En su recinto sagrado los delegados de todas las ciudades se reunirían en una asamblea política que haría realidad, primero la unidad, luego la prosperidad de toda Grecia.
Por primera vez en la historia, hubo gobernadores griegos para las provincias romanas de Occidente.
El programa de Adriano, como el de los demás miembros de la dinastía hispana Antonina, será profundamente civilizador e integrador.
Todas las iniciativas del emperador hispano, las políticas, las constructivas, las culturales, apuntan a un objetivo común: cohesión política, estabilidad, integración, fortalecimiento del Imperio desde la inteligencia y el progreso social.
En el año 129, desde la Hélade viajará a Asia.
La frontera con Persia volverá a ser el punto más conflictivo del Imperio.
El rey persa Cosroes había sido vencido por Vologases III, y Adriano estará pendiente de los cambios que se produzcan en la cima del poder.
Con la misma intención que en Grecia, celebrará entonces una reunión con los príncipes orientales para crear lazos a través de la diplomacia. Algunos reinos como el de Osroene, limítrofe con la Siria romana, son sus aliados, sirven de dique de contención ante una posible amenaza persa. Armenia desempeña la misma función, pero también hay reinos mucho más alejados con los que puede contar, como el de Mitrídates de Mesene, cliente de Roma a orillas del golfo Pérsico.
El Oriente, no obstante, estaba tranquilo. Adriano visitará Judea, donde le esperaba una misión de primer orden: conseguir la integración de aquellos pueblos en el marco del helenismo.
Griegos y judíos eran enemigos irreconciliables desde hacía siglos y, en el pasado, habían surgido muchos conflictos entre ambos.
Sin duda, Judea seguía siendo uno de los lugares más delicados del Imperio. Y aquella inestabilidad venía de antiguo. Jerusalén había sido destruida por Tito en la famosa guerra en que participaron Vespasiano y el propio padre de Trajano.
Con la incorporación de los judíos a la órbita helenística pretendía eliminar el peligro de una quinta columna que pudiera atacar por la espalda a los romanos desde sus tierras, cortando, como habían hecho en la última guerra contra los partos, la línea de abastecimiento y atacando la retaguardia romana ante un enemigo tan poderoso como el persa.
Ordena ahora reconstruir Jerusalén, pero con un templo pagano en lugar del famoso de Salomón, destruido hasta los cimientos, y prohíbe la circuncisión, equiparándola a una especie de castración.
Estas dos medidas fueron las que provocaron, en opinión de los historiadores, la siguiente gran revuelta judía que se aproximaba.
El emperador residió en Jerusalén en el año 130 y participó en la fundación de la nueva ciudad que se llamaría Elia Capitolina.
Desde allí marchará a Egipto creyendo que todo el Oriente está estabilizado.
El amor y la muerte son dos de los temas eternos de la poesía y de la vida. Ambos los experimentará intensamente Adriano en su último viaje a Egipto, antes de que estalle la guerra en Judea.
Hacía tiempo, quizá desde que llegó por primera vez a Bitinia en el año 122, que el emperador había conocido a un joven llamado Antinoo.
Es muy probable que lo incluyera en su séquito y que aquel efebo lo acompañara desde entonces en sus giras a lo largo y ancho del Imperio.
Sabemos que viajó con el césar por toda Grecia y que se iniciaron juntos en los “Misterios de Eleusis”. Se había convertido muy pronto en su amante.
Ambos protagonizaron una de las historias de amor más famosas de la Antigüedad. Pero aquella relación homosexual nunca fue del gusto de la esposa de Adriano, que no quería tener hijos con él y, quizás no le perdonaba aquella inclinación tan tradicional en el mundo heleno.
Adriano también era un enamorado de la caza.
Con Antinoo participó en muchas cacerías, y una de las más famosas tuvo lugar en Egipto, en el año 130, en el desierto occidental, donde mataron un enorme león.
Los amantes recorrieron el Nilo hasta la primera catarata en la isla de Filé.
Pero Antinoo murió ahogado en el Nilo.
No se indicaba la causa, pero los rumores hablan de un suicidio, un sacrificio ritual, una “devotio”, que consistía en la entrega de su vida a cambio de la salud de su amante. Es cierto que el emperador estaba enfermo, pero lo único que sabemos con certeza es que , un día del mes de octubre, el cuerpo ahogado del joven apareció sobre las aguas mansas del Nilo.
Es posible que su muerte se debiera a un accidente, pero los historiadores, con Dión Casio a la cabeza, estaban seguros de que había decidido sacrificar su vida por la de su amante.
En Oriente especialmente, Adriano se había propuesto cohesionar las distintas provincias, entre otros medios, a través de la cultura, de las obras públicas y de la inversión.
La antigua Grecia es la base común de la civilización que comparten todas las provincias del Imperio, desde la helenizada Cádiz, patria de la madre de Adriano, donde aprendió perfectamente griego, hasta las orillas del Éufrates. Todas estas tierras comparten una misma identidad religiosa y cultural, no sólo por lo que supone Grecia en sí, sino por la civilización helenística que Alejandro Magno extendió cinco siglos atrás con sus conquistas, prolongadas hasta la India.
La civilización griega es el alma de Roma, y en este sentido también, y no en el de una venganza personal, debe entenderse la medida de reconstruir Jerusalén como una ciudad grecorromana y prohibir la circuncisión.
Lo cierto es que los judíos llevaban tiempo preparando la sublevación. Habían acumulado armamento abundante y construido una extensa red de túneles y cuevas desde donde refugiarse y a la vez atacar en una especie de guerra de guerrillas que pondrá en serios apuros a los romanos.
Mientras tanto, ajeno al terrible conflicto que se está preparando en Judea, Adriano había vuelto del Nilo, donde había muerto su amado Antinoo. Y estaba recorriendo algunas ciudades de Grecia.
Habían pasado cuatro años desde que partió de Roma y ahora veía que era el momento de volver. Pero antes de iniciar el regreso le llegarán noticias inquietantes del Este. El ejército romano había sido atacado violentamente por los hebreos.
Los rebeldes consiguieron ocupar una porción importante de Judea y la mantuvieron en su poder durante casi tres años.
Adriano se dirigió en persona a Jerusalén a sofocar la revuelta. Hay datos de que estuvo allí y también el famoso arquitecto Apolodoro de Damasco.
En este momento el propio Apolodoro de Damasco escribió una obra titulada “Poliorcética”, que trataba sobre técnica y estrategia de asedio. Es un encargo de Adriano. Al estallar la contienda judía, los romanos tuvieron que afrontar un escenario bélico desconocido hasta entonces, los hebreos ponían en práctica una guerra de guerrillas, poco convencional pero muy efectiva, que había causado numerosas bajas entre los romanos y amenazaba con causar más. En esta tesitura, Adriano no quiso exponer la vida de sus soldados y pidió ayuda a los expertos en ciencia militar, entre ellos, a Apolodoro, para que lo asesoraran en esta forma de combatir.
Adriano actuará con cautela e inteligencia.
Hará venir a sus más cualificados generales. El mejor de ellos, Julio Severo, fue llamado desde Britania para que se hiciera cargo de la dirección de la guerra.
El emperador no escatimó medios para acabar con la resistencia judía. Desde el primer momento, habían llegado refuerzos de Siria y Egipto.
Sin temor a un ataque persa (el rey Vologases III no se movió: tenía sus propios problemas dentro de sus fronteras con reyezuelos que le disputaban el trono), los romanos reunieron efectivos y maquinaria militar para dedicarse por completo a resolver aquella difícil guerra.
Julio Severo recibió la orden de no exponer innecesariamente a sus soldados y fue acabando con el enemigo lenta y metódicamente.
La rebelión presentó desde el principio el aspecto de un integrismo religioso.
En este sentido, la intransigencia religiosa acentuó la diferencia entre cristianos y judíos en aquella región.
Adriano estaba informado, sin duda, de la presencia del líder de los rebeldes (Bar Kosiba) sobre los cristianos.
Hasta su tiempo, los romanos no distinguían claramente entre ellos y el resto de los judíos, pues durante el siglo I el cristianismo no se conocía entre los romanos con ese nombre. Se consideraba una corriente religiosa más dentro del judaísmo, como podía ser el esenismo, el fariseísmo o el saduceísmo.
Pero a partir de los Antoninos se tendrá noticia de su idiosincrasia. Trajano y Adriano sabían que aquellos judeocristianos presentaban matices diferentes al resto. Era un grupo con mayor capacidad de integración dentro del helenismo. No eran tan intransigentes como los ortodoxos. No obligaban a la circuncisión y por todo ello, eran, sin duda, más fácilmente romanizables.
Adriano conocía perfectamente la diferencia entre cristianos y judíos, pues ya su tío Trajano, en sus cartas a Plinio, dictaminó que no debían perseguir a los cristianos “per se”, sino sólo si cometían un delito.
El conflicto con esta nueva religión era de carácter político y no religioso, pues se negaban a aceptar la divinidad del emperador y, por tanto, la legitimidad de su poder.
Incluso en ese caso, Trajano les permitió que abjuraran y quedaran libres, pero el avance más significativo consistía en prohibir que se les buscara y que se hicieran denuncias anónimas. Aquel trato, mucho más favorable para los cristianos que los tiempos de la persecución de Nerón o Domiciano, se vio también favorecido por Adriano, que no sólo rechazó las delaciones anónimas, sino que permitió que se juzgara únicamente a los cristianos que habían cometido un delito, sin más, y proponía también castigos para los denunciantes falsos.
Adriano era un observador atento y sagaz de todas las realidades del Imperio.
Basándose en su conocimiento de la situación (distinción de judíos y cristianos), tomó la decisión de que los cristianos permanecieran en Judea y expulsó a los judíos, creyendo que aquellos hebreos de la Diáspora llegarían a helenizarse fuera de Jerusalén. Podría haberlos expulsado a todos de sus tierras, pero quiso que permanecieran en ella los más moderados de ambas facciones.
Al diferenciar entre judíos y cristianos, el emperador permitió que estos últimos se romanizaran.
Con el paso del tiempo conseguirán convertir su religión en la oficial del Imperio y llevar a Roma la Nueva Jerusalén. Aquello aún tardará más de doscientos años en suceder, pero será otro césar hispano, Teodosio, quien dé a esta nueva religión carta de presentación universal.
Encauzada la situación, Adriano deja la conclusión de la guerra a sus generales y se dirige a Roma. Allí debe resolver una cuestión fundamental, una de las más importantes de su reinado. Es consciente de que le quedan pocos años de vida. La enfermedad que sufrió en Egipto vuelve a aparecer y sabe que, antes del desenlace final, debe dejar bien clara la sucesión imperial.
En estos cuatro últimos años de su vida, Adriano acometerá monumentales trabajos de construcción en Roma y Tívoli.
En la capital no sólo culminó las obras que estaban en marcha, sino que construyó un Ateneo al estilo de Atenas, un edificio universitario que el historiador Aurelio Víctor define como “escuela de artes liberales”.
Inició también la construcción de un mausoleo que albergase sus restos, como en su día el emperador Augusto en el Campo de Marte.
Lo levantó al otro lado del puente nuevo que había dado a Roma, “el Pons Aelius”, el Puente Elio. Puente y tumba se conocen actualmente como el Puente y Castillo de Sant’ Angelo.
Las efigies del divino Antinoo, construidas a lo largo del Imperio, fueron levantadas también en su Villa de Tívoli, al pie de las colinas sabinas, su lugar de descanso, a poco más de 20 kilómetros al Este de Roma.
Es una de las maravillas de Italia. Parece una pequeña ciudad con edificios que imitan los lugares más famosos del Imperio: templos, termas, bibliotecas, fuentes monumentales, residencias de lujo y un teatro.
Sus jardines helenísticos están llenos de estatuas griegas, de estanques, cariátides, columnas, pórticos y estatuas de Isis, Horus, Osiris y Apis, junto a otros monumentos que recordaban los lugares más importantes y famosos del mundo por donde Adriano había viajado a lo largo de su reinado, como Tesalia, Atenas o Alejandría. Así, el gran estanque, llamado Canopo por la famosa ciudad del mismo nombre en el delta del Nilo, simbolizaba el Mediterráneo. Y el Serapeum , templo dedicado al dios egipcio Serapis y flanqueado por dos estatuas colosales de Antinoo, divinizado como Osiris, quería representar a Egipto.
Con sus salas, baños, teatros, lagos, pórticos, templos, jardines ornamentales, aquel lugar lleno de belleza y cultura será el último consuelo para la dolorosa enfermedad terminal que padeció.
Ocupaba más de 50 hectáreas, con una circunferencia de varios kilómetros de longitud.
El emperador la había mandado construir personalmente y participó en su diseño.
La llenó de originales o copias de las mayores obras de arte de su época de todos aquellos exóticos lugares que había visitado en sus viajes por todo el Imperio.
La guerra en Judea ha quedado en las mejores manos y en el año 136 terminará con una aplastante, aunque costosa victoria romana.
En aquel foco de conflicto se encuentran sus mejores comandantes, entre ellos, aquel que fue quien recopiló los escritos del filósofo Epicteto, Flavio Arriano. Precisamente su profesionalidad evitó un nuevo enfrentamiento en el Este: “Una segunda guerra fue iniciada por los alanos por instigación de Farasmanes”-
La diplomacia y la exhibición de poder militar que hizo Flavio Arriano frustraron esa nueva guerra con unas medidas políticas parecidas a las que en tiempo de Séneca evitaron la otra con Persia.
El emperador estaba poniendo en práctica, como lo hizo durante todo su reinado, la estrategia propia de la filosofía estoica, que seguirán Antonino Pío y Marco Aurelioi: no hacer la guerra si no es inevitable.
La exhibición de fuerza por parte de los generales romanos evitó aquel nuevo conflicto bélico.
Sabemos que, posteriormente, la línea fronteriza fue reforzada con una nueva legión.
Adriano no tiene hijos, pero sabe quién o quiénes deben heredar el trono.
Sabe que hay dos fronteras peligrosas a las que debe atender: la occidental del Rin-Danubio y la oriental de Persia.
En sus últimos años de vida, el césar hispano no piensa en el corto plazo, sino en el largo plazo.
Quiere acometer el mayor problema que tiene Roma: institucionalizar la sucesión, es decir, evitar el riesgo de vacío de poder y su consecuencia más inmediata: la guerra civil.
Por eso decidió asociar a dos emperadores, y no uno solo, a la cabeza del Imperio. O, mientras tanto, a uno de transición que se servirá del mayor de sus dos candidatos para que este último colaborara con él, aprendiendo el oficio y, al final, gobernara junto a él o a su muerte.
Con dos coemperadores en el trono, se amortiguaba el riesgo de usurpación del poder en caso de muerte de uno de ellos, como ocurrió con Lucio Vero, que falleció sorpresivamente el año 169.
Aquella muerte no ocasionó graves problemas porque siguió gobernando el otro coemperador, Marco Aurelio.
El hecho de que Roma estuviera regida por dos hombres, como fueron Lucio Vero y Marco Aurelio, fue una idea original de Adriano que, con esta medida, garantizó medio Siglo de Oro al imperio romano.
Adriano sabe quiénes van a ser sus continuadores.
Su primer candidato es Marco Aurelio, pero el chico cuenta sólo quince años de edad. El otro coemperador es Lucio Vero, un niño de cinco años de edad, del que algunos piensan que fue su nieto.
Adriano tiene a dos césares que desea, pero todavía son muy jóvenes para hacerse cargo del Imperio: necesita un emperador de tránsito, un familiar mayor o previsiblemente que no viva muchos años para que, a su muerte, garantice el reinado de aquellos dos niños.
Para desempeñar ese papel de césar provisional, piensa primero en Lucio Ceyonio Cómodo, el padre de Lucio Vero.
También organiza la boda de Marco Aurelio y Lucio Vero.
De este interés, exagerado o no, sobre la sucesión del Imperio, se deduce una conclusión obvia: sabe que quizás el mayor problema del Estado sea ése. Y está en lo cierto.
Siempre que hubo vacío de poder se corrió el riesgo de una guerra civil, tal como ocurre tras la muerte de Nerón y ocurrirá tras la muerte de Cómodo. Las guerras civiles y las usurpaciones serán una de las principales causas de la caída de Roma y la pondrán al borde del caos especialmente durante los siglos III y IV d. de C.
Adriano sabe que debe aportar esa estabilidad al Estado.
La planificación funcionó a la perfección: ambos gobernaron el Imperio juntamente, con los mismos derechos, honores y poder, aunque Marco Aurelio siempre tuvo más autoridad moral y ejerció en solitario el cargo de Pontífice Máximo, que no se podía compartir.
A menos de un año de su final, Adriano se mancharía de nuevo las manos con la sangre de otros cuatro consulares, como hizo al principio de su reinado. Sólo hubo esas ejecuciones, pero el Senado nunca le perdonó la forma de comenzar y terminar su mandato. Quienes quieran excusar esas ocho condenas del emperador dirán que evitaron cualquier conato de guerra civil y aseguraron cincuenta años de prosperidad a todo el Imperio.
Lucio Ceyonio murió la noche anterior al día 1 de enero del año 138, siete meses antes de que falleciera el propio Adriano. Regresaba de Panonia, actual Hungría, para leer un discurso de agradecimiento que ya tenía redactado: no pudo hacerlo.
Su muerte pilló a todos de improviso. El césar se quedó sin su sucesor y tuvo que buscar un sustituto a marchas forzadas.
Encontró al emperador de transición en Antonino, a quien luego pusiera por sobrenombre “Pío”.
No pertenecía directamente a su familia, pero era yerno de Annio Vero por estar casado con su hija Faustina la Mayor.
Es muy posible que fuera el propio Annio Vero (amigo de Adriano) quien sugiriera a Adriano la candidatura de Antonino, que era un senador honesto, leal a su palabra, fiel yerno y marido de su hija. No tenía hijos y ya era mayor. Su matrimonio con Faustina garantizaba que, tras su muerte, legara el poder a su sobrino Marco.
Esa fue su elección y no pudo tener mejor acierto: aquel hombre llegó a ser uno de los más grandes césares que vio Roma.
Antonino fue nombrado emperador junto con Adriano.
Recibió la potestad tribunicia y le nombró cónsul para el próximo año 139. Pero Adriano impuso sus condiciones. Obligó a Antonino formalmente por escrito y a la vista del Senado, a adoptar y nombrar herederos a los jóvenes Marco Aurelio y Lucio Vero, impidiendo categóricamente que pudiera cambiar de candidatos tras su muerte.
Aquel hombre tenía 51 años, la edad idónea para que no fuera el suyo un reinado largo.
Los últimos meses de su vida fueron muy dolorosos. El día 10 de julio del año 138 llamó a Antonino que estaba en Bayas, donde se encontraba. Murió en su presencia. El entierro fue privado.
Había cumplido perfectamente su misión como excelente gobernante, civilizador, amante de la paz y hombre de cultura. Y, a su muerte, dejaba firmemente consolidada la sucesión imperial para cincuenta años. El legado que transmitía a la posteridad era impresionante.
A su muerte el Senado estuvo a punto de someterle a una “damnatio memoriae”, es decir, a eliminar todo vestigio de su existencia, pero su heredero, Antonino Pío, lo evitó diciendo que si así lo hacía, él renunciaba a ser emperador. Fue entonces divinizado por el Senado.
(Emperadores de Hispania. Trajano,Adriano, Marco Aurelio y Teodosio en la forja del Imperio romano. Alberto Monterroso. Edit. La Esfera de los libros.)
Segovia, 30 de mayo del 2023
Juan Barquilla Cadenas.