SÉNECA: “EPÍSTOLAS A LUCILIO”: EPÍSTOLA 94
Lucio Anneo Séneca (4 a. de C. -65 d. de C.) escribió, entre muchas otras obras, las “Epístolas a Lucilio”, que son 124 cartas dirigidas a un hipotético alumno que denomina Lucilio.
Las “epístolas” se centran en varios temas tradicionales dentro de la “filosofía estoica”, tales como la indiferencia ante la muerte, la valentía del sabio y la virtud como bien supremo. Sin embargo, las primeras 50 cartas terminan con una cita del filósofo Epicuro.
Las cartas fueron probablemente escritas en los últimos tres años de la vida de Séneca.
Y, aunque el destinatario es Lucilio, parecen estar abiertas a un público más amplio.
La epístola 94 es una carta un poco larga como suelen ser las últimas que escribió.
Aquí expongo esta carta 94 que habla de la utilidad de los preceptos morales.
[Filósofos como Aristón (filósofo estoico del siglo III a. de C.) consideran que sobran los preceptos morales; lo que importa son los “principios” que disipan el error del alma y enseñan que la felicidad está en vivir según la naturaleza y que la virtud es el único bien; riquezas, honores, buena salud son cosas “indiferentes” (ni buenas, ni malas).
En defensa de la utilidad de los “preceptos” dice Séneca que el alma, aun purificada del error, debe saber cómo conducirse, y los preceptos le señalarán los aspectos concretos a observar en la conducta moral.
Insiste en que necesitamos un consejero que nos adoctrine contra los vicios del vulgo. El retorno a la naturaleza y la búsqueda del retiro nos protegerán contra la ambición.]
“Algunos sólo han aceptado de la filosofía aquella parte que enseña los preceptos propios de cada cual y no procura al hombre una formación general, sino que aconseja al marido cómo comportarse con la esposa, al padre cómo educar a los hijos, al señor (amo) cómo gobernar a los esclavos; las otras partes, considerando que eran ajenas a nuestro interés, las han abandonado, como si uno pudiese aconsejar sobre aspectos particulares sin haber captado la esencia de la vida entera.
2. Por el contrario, el estoico Aristón considera esta parte de la filosofía de poca importancia, que no penetra hasta el fondo del alma y que ofrece prescripciones propias de una vieja; sostiene, en cambio, que son en gran manera provechosos los “principios” de la filosofía junto con la definición del “sumo bien”: “quien ha captado y aprendido debidamente tal definición, él mismo se prescribe la conducta a seguir en cada situación”.
3. Como el que aprende a disparar busca un blanco determinado y adapta su mano para dirigir los dardos, y cuando luego consigue tal destreza por la técnica y el ejercicio, la emplea para el objetivo deseado –puesto que no ha aprendido a dar en este o aquel blanco, sino en cualquiera que escoja -, así el que se ha preparado para la totalidad de la vida, no necesita consejos particulares porque está adoctrinado para todo; en efecto sobre cómo no vivir con la esposa o con el hijo, sino cómo vivir bien, donde se incluye cómo vivir con la esposa y con los hijos.
4. Cleantes (filósofo estoico, 331 a. de C. – 232 a. de C.) juzga ciertamente provechosa la parte preceptiva, pero inconsistente si no deriva de un conocimiento general, si no atiende a los “principios” mismos de la filosofía y a sus puntos principales.
Dos son, pues, las cuestiones que suscita el tema de la preceptiva: si es útil o inútil, o si ella sola puede hacer al hombre virtuoso, es decir, si es superflua o hace superfluas todas las enseñanzas.
5. Quienes pretenden que a esta parte (la preceptiva) se la tenga por superflua (inútil) argumentan así: cuando un objeto puesto sobre los ojos entorpece la visión hay que quitarlo. Mientras el obstáculo esté allí metido, pierde el tiempo quien ordena: “caminarás de este modo, alargarás la mano en aquella dirección”.
De la misma manera, cuando alguna cosa obnubila el espíritu y le impide discernir la jerarquía de los deberes, nada se consigue con ordenar: “vivirás de esta suerte (modo) con tu padre, de esta otra con tu esposa”.
De nada, en efecto, aprovechan los “preceptos” en tanto que el error tiene ofuscada la mente; si éste se elimina, aparecerán claras las obligaciones que impone cada deber. De otro modo enseñas al enfermo lo que debe hacer el hombre sano, pero no le devuelves la salud.
6. Enseñas al pobre a comportarse como rico. ¿Cómo es posible que tal (cosa) suceda, si permanece en la pobreza? Muestras al hambriento qué debe hacer como si estuviera saciado: mejor quitarle el hambre que tiene metida hasta la médula.
Lo mismo te digo sobre todos los vicios: hay que extirparlos y no enseñar lo que no se puede hacer mientras permanecen los vicios. Si no eliminamos las opiniones falsas que nos aquejan, ni el avaro aprenderá cómo debe emplear el dinero, ni el cobarde como despreciar el peligro.
7. Es preciso conseguir que el primero sepa que el dinero no es ni bueno ni malo, que le muestres cuán miserables son los ricos; conseguir que el segundo sepa que todo aquello que en general nos espanta no es tan temible como se pretende, que uno no se duele largo tiempo, ni muere muchas veces: respecto a la muerte, que es de ley afrontar, hay un gran consuelo en pensar que a nadie visita dos veces; frente al dolor servirá de remedio la entereza del alma, que hace más llevadero lo que ha soportado con firmeza; que el dolor, por naturaleza, tiene de óptimo que no puede ser intenso cuando se prolonga, ni prolongarse cuando es intenso; que hemos de aceptar con fortaleza todo cuanto nos impone el Destino del universo.
8. Cuando, con tales “principios”, induzcas al hombre a considerar su condición y conozca que no es feliz la vida que se conforma con el placer, sino la que se conforma con la naturaleza; cuando se enamore de la virtud como único bien del hombre, evite el vicio como único mal y valore todas las demás cosas –riquezas, honores, buena salud, fuerza, poder – como “indiferentes”, sin tener que adscribirlas ni a los bienes ni a los males, no tendrá necesidad de un preceptor, para cada situación, que le diga: “camina de esta forma, come de aquella otra; esto conviene al varón, esto a la mujer, esto al esposo, esto al célibe”.
9. De hecho quienes con tanta diligencia dan estos consejos no pueden llevarlos a la práctica. Estas cosas recomienda el “pedagogo” al niño, la abuela al nieto, y el maestro más iracundo enseña que se debe evitar la cólera.
Si entras en una escuela comprobarás que tales “máximas” que los filósofos profieren con gran solemnidad se encuentran en los modelos del dictado infantil.
10. Además, ¿piensas enseñar cosas evidentes o dudosas?
Las evidentes no precisan maestro, y al que enseña las dudosas no se le da crédito; así pues, resulta inútil dar preceptos. Esto entiéndelo en estos precisos términos: si enseñas lo que es oscuro y equívoco, deberás apoyarte en pruebas; si lo has de probar, los argumentos en que te fundas tienen más valor y son por sí mismos suficientes.
11. “Así debes tratar al amigo, así al conciudadano, así al compañero”. “¿Por qué?” “Porque es justo”. Todo esto lo enseña el capítulo que trata de la “justicia”.
Allí descubro que la “equidad” es deseable por sí misma, que ni el miedo nos fuerza, ni la recompensa nos impulsa a ella, que no es justo el hombre a quien en esta virtud le agrade algo que no sea ella misma. Una vez que me he convencido e imbuido debidamente de esto, ¿de qué me aprovechan tales preceptos que adoctrinan a uno ya instruido?
Es inútil dar preceptos a quien sabe, a quien no sabe es poco útil, pues debe aprender no sólo el precepto que se le da, sino también la motivación del mismo.
12. Los “preceptos”, insisto, ¿son necesarios para quien tiene ideas claras sobre lo bueno y lo malo o para quien no las tiene? Quien no las tiene ninguna ayuda recibirá de ti: invaden sus oídos voces contrarias a tus enseñanzas; quien tiene un juicio preciso sobre lo que conviene evitar o desear sabe lo que debe hacer aunque no se lo digas.
Por lo tanto toda esta parte de la filosofía se puede suprimir.
13. Dos son los motivos por los que cometemos faltas: o en nuestra alma radica el mal contraído por opiniones erróneas, o bien aunque no esté dominada por la falsedad, se ve inclinada a ella y fácilmente se corrompe por la falsa apariencia que le arrastra a donde no debe ir. Así pues, debemos o curar con ahínco el espíritu enfermo y liberarlo de los vicios, o bien, ser los primeros en adueñarnos del espíritu, aún exento de vicios, pero propenso a ellos. Una y otra tarea las realizan los “principios de la filosofía”; luego la exposición de los “preceptos” no sirve.
14. Además, si queremos dar “preceptos” a cada uno, la tarea resulta interminable, porque debemos dar preceptos diferentes al prestamista, al agricultor, al comerciante, al que busca la amistad de los reyes, al que desea el amor de los iguales y al que desea el de los inferiores.
15. En el tema del matrimonio, enseñarás cómo debe comportarse con la mujer que ha desposado virgen, cómo con aquella que anteriormente había contraído matrimonio con otro, cómo con una mujer muy adinerada, cómo con una desprovista de dote.
¿No crees que hay diferencia entre una mujer estéril y otra fecunda, entre una de edad avanzada y otra jovencita, entre una madre y una madrastra?
Todas los casos particulares no los podemos prever, y cada uno tiene sus propias exigencias, ahora bien, las leyes de la filosofía son concisas y vinculan a todos.
16. Añade ahora que los “preceptos” de la sabiduría deben ser definidos y precisos; si en algún aspecto no pueden definirse, son extraños a la sabiduría, pues la sabiduría conoce los límites de las cosas. Por lo tanto, la parte preceptiva debe ser eliminada, ya que cuanto promete a pocos no puede garantizarlo a todos; en cambio, la sabiduría no excluye a nadie.
17. Entre la locura general y la otra cuya curación se confía a los médicos, la diferencia está en que la segunda proviene de una enfermedad y la primera de opiniones falsas; una debe la causa de su frenesí a la enfermedad corporal, la otra es una enfermedad del alma.
Si uno pretende enseñar a un demente cómo debe hablar, caminar, comportarse en público y en privado, sería más loco que el mismo a quien adoctrina: es la “bilis negra” (para los griegos “melancolía” era causa de una enfermedad patológica depresiva que se producía en primavera de resulta de movimientos humorales) lo que se debe curar y eliminar la causa misma de la locura. Lo propio hay que hacer con esta otra locura del alma: se la debe eliminar, de lo contrario caerán en vacío los consejos del educador.
18. Tales son los argumentos de Aristón a quien refutaré punto por punto.
En primer lugar, respecto a su afirmación de que si algo obstaculiza al ojo e impide la visión es preciso quitarlo, reconozco que en tal caso no se necesitan “preceptos” que ayuden a ver, sino una medicina que limpie la pupila y evite el impedimento que lo perjudica. En efecto, vemos por don de la naturaleza, y devuelve a ésta su propia función quien suprime los obstáculos; mas la naturaleza no enseña qué atención requiere cada caso.
19. Además, el enfermo cuya catarata ha sido curada no puede, una vez recobrada la vista, devolverla también a los demás: pero el que ha sido liberado del mal, libera, asimismo, a los otros.
No se necesitan exhortaciones, ni consejos para que el ojo perciba las propiedades de los colores: distinguirá el blanco del negro sin que nadie se lo enseñe. Por el contrario el alma precisa de muchos “preceptos” para conocer la conducta a observar en la vida.
Además, el médico no sólo cura a los enfermos de la vista, sino que además les aconseja.
20. “No debes exponer enseguida la vista débil todavía a una luz molesta; pasa primero de la oscuridad a la penumbra, luego atrévete a más y acostúmbrate poco a poco a soportar el brillo de la luz. No debes estudiar enseguida después de comer, ni esforzarte con los ojos humedecidos y tumefactos; el viento y el fuerte frío que sacude el rostro evítalos”, les dice, y otros consejos por el estilo que no aprovechan menos que las medicinas.
21. “El error –señala Aristón –es la causa de obrar mal; éste ni lo suprimen los “preceptos”, ni lo eliminan las falsas opiniones sobre el bien y el mal”.
Admito que los “preceptos” no son, de suyo, eficaces para desterrar una falsa convicción; mas no por ello dejan de aprovechar asociados a otros medios.
En primer término refrescan la memoria; luego las enseñanzas, que tomadas en conjunto aparecen bastante confusas, analizadas por partes se aprecian con más exactitud. A no ser que con este criterio consideres inútiles los consuelos y las exhortaciones; ahora bien éstas no son inútiles, luego tampoco los “preceptos”.
22. “Es una necedad – prosigue – prescribir al enfermo lo que debe hacer como si estuviera sano, ya que habría que devolverle antes la salud, sin la cual los “preceptos” resultan ineficaces”. Pero ¿no es verdad que enfermos y sanos presentan ciertos aspectos comunes respecto de los cuales se les debe adoctrinar? Por ejemplo, respecto de no tomar alimentos con avidez, de evitar la fatiga. Ciertos “preceptos” conciernen por igual al rico y al pobre.
23. “Cura la avaricia –continúa – y no tendrás nada que aconsejar al pobre o al rico, si la codicia de uno y otro ha cesado”. Pero ¿no es verdad que una cosa es no codiciar el dinero y otra servirse del dinero? De éste los avaros desconocen la medida y los no avaros el recto uso.
“(Para) eliminar el error –insiste –los “preceptos” son inútiles”. Afirmación falsa. Suponte que la avaricia se ha mitigado, que la voluptuosidad se ha contenido, que a la temeridad se le ha puesto freno y a la desidia se le ha aplicado un estímulo: aun cuando hayamos suprimido los vicios es necesario aprender qué debemos hacer y cómo hacerlo.
24. “Ningún efecto –replica –tendrán las advertencias dirigidas contra vicios inveterados”.
Tampoco la medicina vence las enfermedades incurables; sin embargo se aplica en unos casos como remedio, en otros como alivio. Tampoco la fuerza de la filosofía entera, por más que se aplique a este fin todos sus recursos, extirpará del alma un mal penoso y crónico; pero no es cierto que no cure ningún mal porque no los cure todos.
25. “¿De qué sirve –insiste – mostrar cosas evidentes?” Sirve de muchísimo, pues a veces las sabemos, pero no atendemos a ellas. La advertencia no enseña, sino que despierta la atención, estimula, mantiene la memoria y no permite que se desvanezca.
Muchos objetos, aun puestos delante de los ojos, se nos escapan: advertir es una manera de exhortar. Con frecuencia el alma finge no atender aun las cosas evidentes; así que es preciso inculcarle el conocimiento de las nociones más conocidas.
En este punto hemos de recordar la frase de Calvo (Gayo Licinio Calvo que promovió un proceso contra Vatinio por la gran estafa con que éste había conseguido la “pretura” (año 55 a. de C.), donde no faltó el soborno electoral por parte de Pompeyo y Craso) contra Vatinio: “Sabéis que ha habido soborno, y todos saben que vosotros lo sabéis”.
26. Sabes que la amistad debes cultivarla religiosamente, pero no lo haces. Sabes que es un desvergonzado quien reclama castidad a su mujer, cuando él mismo seduce a las esposas de los demás; sabes que, como ella en nada debe relacionarse con un adúltero, así tú tampoco con una meretriz, y no lo haces. Por ello, de vez en cuando, se te ha de refrescar la memoria, pues tales “preceptos” no conviene tenerlos en el repuesto, sino al alcance de la mano. Todas las verdades que son saludables deben examinarse a menudo, meditarse a menudo, a fin de que no sólo estén en nuestro conocimiento, sino a nuestra disposición. Añade, asimismo, que hasta lo evidente puede resultar más evidente.
27. “Si es discutible –alega – lo que preceptúas, deberás añadir pruebas; por lo tanto, serán éstas y no los “preceptos” los que ayudarán”.
Mas ¿qué decir cuando, aun sin pruebas, la autoridad misma del que enseña resulta provechosa, de la misma manera que las respuestas de los jurisconsultos tienen valor aunque nos aporten razones?
Además, los mismos “preceptos” que se dan tienen de suyo gran peso, particularmente si están formulados en verso o condensados en prosa en una “sentencia” como los célebres aforismos de Catón: “compra no lo que es útil, sino lo que es necesario”; “lo que no es útil es caro, aun al precio de un as”.
28. De tal clase son las respuestas dadas por el oráculo y otras por el estilo: “economiza el tiempo”; “conócete a ti mismo”.
¿Exigirás acaso la demostración cuando alguien te recite versos como éstos:
“El remedio para las injurias es su olvido”; “la fortuna ayuda a los intrépidos”; “el perezoso es para sí un obstáculo”.
Tales “máximas” no necesitan un defensor, mueven directamente el sentimiento y resultan provechosas merced a la naturaleza que despliega su energía.
29. El alma lleva en sí los gérmenes de todos los buenos impulsos que se despiertan mediante una exhortación no de modo diverso a como la chispa impulsada por un leve soplo difunde el fuego: la virtud se yergue (surge) cuando se la apremia e impulsa. Además en el alma hay ciertas nociones, pero poco definidas, que comienzan a concretarse cuando han sido expresadas; otras yacen diseminadas en diversos puntos y una mente inexperta no es capaz de recogerlas. Así pues, hay que reunirlas y juntarlas en un solo lugar para que tengan más eficacia y conforten mejor al espíritu.
30. Pero si los “preceptos” no ayudan en absoluto, hay que suprimir toda clase de enseñanza y debemos contentarnos con la naturaleza. Quienes esto afirman no se dan cuenta de que unos son de espíritu más activo y despierto, otros de espíritu tardo y obtuso, de que hay, en suma, quienes son más ingeniosos que otros. El vigor del espíritu se nutre y desarrolla con los “preceptos”, añade nuevas convicciones a las ya innatas y corrige las depravadas.
31. “Cuando uno –insiste –carece de “principios rectos”, ¿qué provecho procurarán las advertencias, esclavizado como está a las tendencias viciosas?
Éste concretamente: el de verse libre de ellas; porque no está extinguida en él su índole natural, sino eclipsada y reprimida. Aun así, intenta resurgir y se esfuerza contra el mal, mas cuando ha conseguido un apoyo y es sustentada con los “preceptos”, recupera su vigor, a menos que una enfermedad prolongada la infecte y haga morir; ya que a ésta ni siquiera la enseñanza de la filosofía, empeñándose con todas sus fuerzas, la restablecerá. De hecho, ¿qué diferencia existe entre los “principios” de la filosofía y los “preceptos” si no es que los primeros son “preceptos generales” y los segundos “preceptos específicos?”
Unos y otros preceptúan, pero los unos en general y los otros en particular.
32. “Cuando uno –alega – posee “principios rectos y sanos” es superfluo amonestarlo”.
En modo alguno: pues este hombre sabe ciertamente las cosas que debe hacer, pero no las contempla distintamente.
En efecto, no sólo las pasiones nos impiden obrar bien, sino también la incapacidad de descubrir lo que cada situación reclama. A veces tenemos el espíritu bien dispuesto, pero indolente e inepto para hallar el camino de los deberes, el cual nos lo indica una amonestación.
33. “Libérate –replica –de las opiniones erróneas sobre el bien y el mal, sitúa en su lugar las verdaderas y nada tendrán que hacer las amonestaciones”.
Es cierto que el alma se educa de esta manera, pero no solamente así; pues, aunque hayamos concluido mediante argumentación lo que es el bien y el mal, con todo los “preceptos” tienen su propio cometido.
La “prudencia” como la “justicia” comporta deberes y los deberes se regulan con los “preceptos”.
34. Además, el mismo juicio acerca del bien y el mal se afianza con el cumplimiento de los deberes al que impulsan los “preceptos”. En efecto, deberes y “preceptos” concuerdan entre sí: los primeros no pueden preceder sin que los segundos los sigan, y éstos se acomodan a su propio ordenamiento; por donde se ve claro que aquellos preceden.
[Agrega Séneca que los “preceptos” despiertan las buenas inclinaciones aun en quienes carecen de “rectos principios” y dan, además, concreción a éstos; por otra parte regulan los “deberes” y consolidan con la práctica el juicio sobre el bien y el mal].
35. “Los “preceptos” –agrega –son infinitos”.
Es falso; pues no son infinitos respecto a los asuntos más trascendentales y necesarios; y luego presentan ligeras diferencias que responden al tiempo, al lugar y a las personas, pero también para estos casos se establecen “preceptos generales”.
36. “Nadie –prosigue –con los “preceptos” puede curar la locura; luego tampoco la maldad”.
Son cosas diversas: porque si uno ha suprimido la locura, ha devuelto la salud; pero si excluimos las opiniones erróneas, no se consigue de repente discernir claramente las acciones a realizar, y aunque se consiga, con todo la admonición afianzará el recto juicio sobre el bien y el mal. También es falso que los “preceptos” no aprovechen en nada a los locos. Pues como es cierto que solos no aprovechan, así también es cierto que ayudan a la curación; tanto las advertencias, como los castigos refrenan a los locos –me refiero ahora a aquellos locos cuya mente está trastornada, pero no anulada.
37. “Las leyes –insiste- no consiguen que obremos según exige nuestro deber, pues ¿qué otra cosa son sino “preceptos” combinados con amenazas?”
Ante todo las leyes no persuaden precisamente porque amenacen, por el contrario los “preceptos” no fuerzan, sino que estimulan; luego, las leyes hacen desistir del crimen, mas los “preceptos” nos impulsan hacia el deber. Añade a esto que también las leyes ayudan a las buenas costumbres, sobre todo, cuando no sólo ordenan sino que enseñan.
38. En este punto disiento de Posidonio que dice: “¿A quién beneficia que se incorpore a las leyes de Platón la enunciación de los “principios”? La ley precisa ser breve a fin de que los ignorantes la retengan más fácilmente. Sea como una voz que baja del cielo: que ordene y no discuta. Nada me parece más insulso, ni más impertinente que una ley con preámbulo. Amonéstame, dime qué quieres que haga: no aprendo una lección, obedezco”.
De todas formas las leyes aprovechan; por esto comprobarás que las ciudades regidas por malas leyes tienen malas costumbres.
39. “Pero no aprovechan a todos”. Tampoco la filosofía, mas no por ello es inútil e ineficaz para modelar el espíritu. Pues ¿qué? ¿La filosofía no es la ley de la vida? Pero supongamos que las leyes no aprovechan: no se deduce de ello que tampoco aprovechan las admoniciones. O si no, en ese supuesto, debes afirmar que no aprovechan el consuelo, ni la disuasión y la exhortación, ni el reproche y la alabanza. Todo esto son diversas formas de amonestar; por su medio se llega al estado perfecto del alma.
40. Ninguna cosa introduce mejor la virtud en el alma y dirige hacia el bien a los indecisos y propensos al mal que la familiaridad con los hombres de bien; pues el verlos y escucharlos con frecuencia poco a poco influye profundamente en el espíritu y tiene la eficacia de los “preceptos”.
[En su réplica a Aristón, añade Séneca que es provechoso el trato con los buenos y los sabios, ya que, como los “preceptos”, también son útiles los buenos ejemplos].
¡Por Hércules!, sólo encontrarse con los sabios es provechoso, y algún bien se puede sacar de un hombre grande, aunque esté callado.
41. Yo no te podré decir tan fácilmente en qué medida me beneficia, como podré apreciar que me ha beneficiado.
“Ciertos animales muy pequeños –en frase de Fedón – cuando pican, apenas se sienten, tan sutil y engañosa es su picadura para ocultar el peligro; la hinchazón indica la picadura y en la misma hinchazón no aparece herida alguna”. Otro tanto te acontecerá con el trato de los hombres sabios: no te darás cuenta en qué medida y cuándo te es beneficiosa, pero de que te ha beneficiado te darás cuenta.
42. “¿Qué fin persigues con esto?”, dirás.
Afirmo que los buenos “preceptos”, si los tienes presentes a menudo, te aprovecharán tanto como los buenos ejemplos.
Dice Pitágoras que el espíritu de quien penetra en el templo, contempla de cerca las estatuas divinas y aguarda la respuesta de un oráculo, se siente renovado.
43. ¿Quién, en efecto, negará que hasta los más ignorantes quedan saludablemente impresionados por determinados “preceptos”? Es el caso, por ejemplo, de estas brevísimas “máximas”, pero de una gran eficacia:
“Nada en demasía”; “al espíritu avaro no le satisface ganancia alguna”; “espera del otro lo mismo que a él le has procurado”.
Estas frases las escuchamos con una cierta conmoción y a nadie se le permite dudar de ellas o preguntar “por qué”; tanto brilla la verdad aun sin ser razonada.
44. Si el respeto es capaz de refrenar los ánimos y de contener el vicio, ¿por qué la admonición no puede lograr otro tanto? Si el castigo recibido provoca el sentimiento de vergüenza, ¿por qué la admonición no lo puede logra, aun haciendo uso de simples “preceptos”?
Pero es más eficaz y penetra más profundamente en el alma la admonición que sustenta con razones sus órdenes, la que indica por qué se ha de ejecutar cada acción y qué provecho aguarda al que obra y obedece los “preceptos”. Si el mandato nos aprovecha, también la admonición; pues bien, el mandato nos aprovecha, luego también la admonición.
45. La virtud comprende dos aspectos: la contemplación de la verdad y la actualización de la misma: la primera la procura la enseñanza, la segunda la admonición. Es la acción buena la que pone en práctica y muestra la virtud.
Ahora bien, si al que se apresta a la acción le aprovecha quien le aconseja, también le aprovechará quien le amonesta. En consecuencia, si la acción buena es necesaria para la virtud y las acciones buenas las muestra la admonición, también ésta es necesaria.
46. Dos cosas confieren al espíritu muchísimo vigor: la certeza de la verdad y la seguridad en uno mismo: una y otra las procura la admonición. En efecto, uno cree en la verdad, y cuando se ha creído en ella, el alma concibe nobles sentimientos y se llena de seguridad; luego la admonición no es superflua.
Marco Agripa [Marco Vipasnio Agripa (63 -12 a. de C.), el famoso general y político a quien Augusto tuvo en gran estima. Consiguió la victoria sobre Sexto Pompeyo y la definitiva de Accio. Hizo erigir monumentos, como el Panteón, y construir instalaciones hidráulicas, como las Termas; reparó la Cloaca Máxima] hombre de nobles sentimientos, que fue el único entre los que consiguieron gloria y poder con las Guerras Civiles, que compartió con el pueblo su fortuna, solía repetir que debía mucho a esta “máxima”: “Con la concordia, no hay duda, un pequeño poder se acrecienta; con la discordia el grande se arruina”.
Gracias a esta “máxima” se había convertido, decía, en el mejor hermano y amigo.
47. Si “máximas” de esta clase, acogidas familiarmente en el alma la educan, ¿por qué no puede conseguir lo mismo esta parte de la filosofía que se constituye con tales “máximas”? Una parte de la virtud se funda en la doctrina, la otra en el ejercicio: es necesario que aprendas y que corrobores con la acción cuanto has aprendido. Si esto es así, no sólo aprovechan los dogmas de la sabiduría, sino también sus “preceptos”, que, con carácter de edicto, reprimen y expulsan nuestras pasiones.
48. “La filosofía –arguye Aristón –consta de dos partes: el saber y el hábito del alma: en efecto quien ha aprendido y se ha enterado de lo que debe hacer y evitar no es todavía sabio, a menos que su alma se haya transformado en aquello que ha aprendido.
Esa tercera parte preceptiva resulta de una y otra, del saber y del hábito del alma; es por lo tanto, inútil para la consecución de la virtud para la cual son suficientes las dos primeras”.
49. Así pues, con este razonamiento también el consuelo es superfluo –ya que resulta de una y otra parte –y la exhortación y la persuasión y la propia argumentación, pues también ésta procede del hábito del alma ordenado y vigoroso. Pero aunque estas acciones proceden de una óptima disposición del alma, a su vez la óptima disposición del alma se nutre de ellas: las motiva y es motivada por ellas.
50. Además, esto que dices presupone ya un hombre perfecto que ha conseguido la cúspide de la felicidad humana. Pero a esta altura se llega con lentitud; entretanto, al que es todavía imperfecto, pero que hace progresos, hay que mostrarle el camino a seguir en su conducta. Quizás el camino se lo indicará a sí misma, aun sin admoniciones, la propia sabiduría, cuando ha llevado al alma a tal punto que no pueda dirigirse sin no es hacia el bien. Pero a los caracteres más débiles es necesario un preceptor que diga: “evitarás esto, harás aquello”.
51. Además, si aguarda el tiempo en que conozca por sí mismo cuál es la mejor conducta, en ese intervalo cometerá errores y éstos le impedirán que alcance aquella meta donde pueda bastarse a sí mismo; debe, por lo tanto, ser guiado, en tanto que comienza a saber guiarse. Los niños aprenden a escribir según un modelo; sus dedos son sujetados y guiados por mano ajena sobre los signos de las letras; luego se les invita a reproducir el modelo y a mejorar conforme éste su escritura: así también nuestro ánimo, mientras se le educa conforme a un modelo, experimenta una ayuda.
52. He aquí los argumentos que demuestran que esta parte de la filosofía no es superflua. Se cuestiona luego si ella sola basta para modelar al sabio. Responderemos a esta pregunta en su momento: entretanto, dejando de lado la argumentación, ¿no es acaso evidente que necesitamos un abogado que dé órdenes contrarias a las del vulgo?
53. Ninguna palabra alcanza nuestros oídos sin riesgo: nos hacen daño los que desean el bien como los que nos auguran el mal; porque los improperios (injurias) de éstos nos inspiran falsos temores y el afecto de aquellos nos alecciona mal con el bien que nos desea: en efecto, nos impulsa hacia bienes lejanos, inciertos, equívocos, cuando la felicidad podemos tenerla en nuestra casa.
54. No es posible –lo precisaré –andar por el camino recto: nos desvían los padres, nos desvían los siervos.
Nadie se equivoca solamente para sí, sino que difunde su locura en los más allegados y sufre, a su vez, la de éstos. Y por ello en cada hombre se dan los vicios del vulgo, porque el vulgo se los ha comunicado.
Cada cual, mientras empeora a los demás, empeora él mismo; ha aprendido el mal, luego lo ha enseñado y así ha nacido aquella enorme malicia del ambiente: por haberse acumulado en un solo lugar cuanto de pésimo sabe cada uno.
55. Así pues, debemos tener un protector que, de cuando en cuando, nos tire de las orejas, disipe los rumores y proteste cuando el vulgo aplaude. En efecto, te equivocas si piensas que los vicios nacen con nosotros: nos han venido encima, se nos han introducido. Por eso las advertencias constantes nos harán rechazar las falsas opiniones que se oyen en derredor nuestro.
56. La naturaleza no nos inclina a ningún vicio. Nos han engendrado puros y libres. Nada que excite nuestra avidez lo ha puesto ante nuestros ojos: el oro y la plata los ha colocado debajo de nuestros pies, y nos ha entregado, para que lo pisoteemos y aplastemos, todo cuanto motiva que nosotros seamos pisoteados y aplastados. Ella ha dirigido nuestro rostro hacia el cielo y ha querido que, levantando la mirada contemplásemos todas cuantas obras magníficas y admirables ha realizado: las auras y el ocaso; el movimiento giratorio de un mundo que acelera su curso, que durante el día desvela las cosas de la tierra y durante la noche las del cielo; el movimiento universal, pero rapidísimo si piensas por qué espacios tan grandes van girando con velocidad jamás interrumpida; los eclipses del sol y de la luna, que se oscurecen mutuamente, y, además, otros fenómenos admirables tanto si sobrevienen según el orden establecido, como si se presentan repentinamente motivados por causas imprevistas, así: trazas flameantes en la noche, fulgores sin sacudidas ni ruido en el cielo despejado, columnas, vigas y figuras diversas descritas por las llamas.
57. La naturaleza ha puesto estas cosas encima de nosotros, pero el oro y la plata, y también el hierro, que a causa de los dos primeros nunca trae la paz, los ha escondido, como indicando que sería peligroso confiárnoslos.
Nosotros hemos sacado a la luz estos metales, motivo de nuestras peleas, nosotros, después de quebrar la corteza terrestre, hemos extraído las causas y los instrumentos de los peligros que nos rodean, nosotros hemos puesto en manos de la fortuna las desgracias con que nos abate, y no nos avergonzamos en tener en el máximo aprecio aquellos objetos que se hallaban en el lugar más bajo de la tierra.
58. ¿Quieres saber qué brillo tan falaz ha engañado tus ojos? Nada existe más sucio, nada más opaco que estos minerales mientras yacen sumergidos y envueltos en su ganga, y ¿por qué no? De hecho son extraídos desde la oscuridad de muy largas galerías; nada hay más deforme que ellos cuando se elaboran y se separan de su escoria.
Contempla, en fin, a los mismos mineros cuyas manos purifican este producto de la tierra, estéril e infernal: verás de cuánto hollín están cubiertos.
59. Ahora bien, estos minerales contaminan más las almas que los cuerpos y hay más suciedad en su poseedor que en su artífice. Por tanto, es necesario que estemos advertidos, que tengamos alguien que abogue por la sabiduría, que, en medio de tanto bramido y agitación de la falsedad, escuchemos una sola voz. ¿Cuál será esta voz? Aquella, sin duda, que a tus oídos, ensordecidos como están por el griterío tan grande de la ambición, susurre 60.palabras saludables y te diga: “No hay motivo para que envidies a esos que el vulgo llama grandes y felices, no hay motivo para que los aplausos te arranquen de tu estado de equilibrio y salud moral, no hay motivo para que aquel personaje vestido de púrpura, acompañado de “haces”, provoque en ti hastío de tu tranquilidad, no hay motivo para que consideres más feliz a aquel a quien se le cede el paso que a ti a quien el “lictor” hace retirar de la calzada. Si quieres ejercer un mando útil para ti y no molesto para nadie, echa fuera los vicios”.
61. Hay muchos que incendian las ciudades, que derriban obras inexpugnables por espacio de siglos e incólumes durante generaciones, que levantan un terraplén al nivel de las fortalezas y que derrumban muros erigidos a una altura asombrosa con el ariete y máquinas bélicas. Hay muchos que empujan hacia delante los ejércitos y atacan implacables al enemigo que huye y llegan hasta el mar inmenso ensangrentados con la matanza de los pueblos; mas también éstos, aun venciendo al enemigo, han sido vencidos por la ambición. Nadie cuando avanzaban los resistió, pero ellos tampoco habían resistido a la ambición y a la crueldad; precisamente cuando parecía que empujaban a los demás, eran ellos empujados.
62. La locura de devastar las tierras ajenas incitaba al desdichado Alejandro y lo impulsaba hacia lo desconocido. ¿Piensas acaso que está cuerdo quien comienza por realizar sus matanzas precisamente en Grecia, donde ha sido educado? ¿Quien arrebata a cada uno lo que le es más querido: a Esparta le impone la servidumbre y a Atenas el silencio?
No satisfecho con la ruina de tantas ciudades cuantas Filipo (su padre) había vencido o comprado, abate a otras en otros países y propaga la guerra por el mundo entero sin que, agotada, se detenga su crueldad en parte alguna, al modo de las fieras salvajes que muerden más de lo que su hambre reclama.
63. Ya tiene reunidos muchos reinos en uno solo, ya los griegos y los persas temen al mismo déspota, ya sufren el yugo hasta los pueblos que eran libres del poder de Darío (rey de los persas); con todo, va más allá del océano y del Oriente y se indigna de que la victoria lo aparte de las huellas de Hércules y de Baco [Según cuenta la leyenda, Hércules, cuando realizaba sus “trabajos”, y Baco, el dios Liber, con su séquito de Ménades y Sátiros, llegaron hasta la India. El macedonio hubiera querido emular a Hércules y Baco, pero una vez llegado al río Indo, sus soldados, fatigados, le obligaron a volverse atrás]; se dispone a violentar a la misma naturaleza. No es que quiera andar, es que no puede detenerse, como las pesas arrojadas al precipicio que no se detienen hasta yacer en el fondo.
64. A Gneo Pompeyo tampoco la virtud o la razón lo impulsaban a las guerras externas e internas, sino un desmedido amor de falsa grandeza. [ Pompeyo el Magno, general de Sila, cónsul en varias ocasiones, triunviro el año 60 a. de C. con César y Craso, fue encargado por el Senado de misiones importantes, destacando como figura prócer en la primera mitad del siglo I a. de C. Venció al general Sertorio, del partido democrático (populares), que con un ejército reclutado en Hispania se proponía conquistar Roma (76 – 72 a. de C.), y luego en seis meses liberó el Mediterráneo de los piratas, pacificando las costas ( 67 a. de C.). Fue antes (82 a. de C.), cuando, por encargo de Sila, venció en África a los seguidores de Mario; más tarde (66 a. de C.), después de Lúculo, recibió el mando de la guerra contra Mitrídates VI, rey del Ponto, consiguiendo notables éxitos militares]
Ora se dirigía contra Hispania y los ejércitos de Sertorio, ora iba a reprimir a los piratas y pacificar los mares: eran las causas que aducía como pretexto para prolongar su poder.
65. ¿Qué fue lo que lo arrastró a la campaña de África hacia el Septentrión, contra Mitrídates, Armenia y todos los rincones de Asia? Sin duda su inmensa ambición de encumbrarse cuando era él el único que se consideraba poco grande.
¿Qué fue lo que empujó a Gayo César hacia su destino, fatal para sí y para el pueblo? El deseo de gloria, la ambición y la intemperancia por elevarse sobre los demás. No pudo tolerar ni siquiera uno por encima de él, mientras la República toleraba a dos por encima de ella.
[ Con la muerte de Craso, Pompeyo y César se habían hecho dueños de la situación y el que de los dos se impusiera al otro dominaría la República, ya que el Senado era ya sólo figura decorativa.]
66. Pues ¿qué? Cuando Cayo Mario, una sola vez cónsul (ya que para un consulado fue elegido, los restantes los usurpó) [Gayo Mario, obtuvo legalmente el consulado por vez primera el año 107 a. de C. y, luego, otras cinco veces en los años inmediatamente sucesivos, contra le ley que prohibía ser reelegido antes de haber transcurrido diez años, de ahí “los restantesd los usurpó”.] aplastaba a los teutones y cimbros y perseguía a Yugurta por los desiertos de África,¿ piensas que afrontó tantos peligros impulsado por la virtud?
Mario guiaba al ejército, pero a Mario lo guiaba la ambición.
67. Éstos, mientras trastornaban todo, eran trastornados ellos mismos a la manera de los torbellinos, que hacen dar vueltas a los objetos que han arrebatado, pero son ellos mismos los que dan vueltas primero y su acometida es tanto más violenta por cuanto no pueden controlarse en absoluto; de ahí que, habiendo ocasionado el mal a muchos, también ellos experimentan aquella fuerza destructora con la que han dañado a tantos. No hay que pensar que uno puede ser feliz a costa de la infelicidad ajena.
68. Todos estos ejemplos que penetran por la vista y por los oídos hemos de destruirlos y liberar al espíritu lleno de malos propósitos; introducir en el lugar ya dispuesto la virtud para que elimina la falsedad y cuanto nos halaga contrario a la verdad, para que nos aleje del vulgo al que otorgamos demasiado crédito y nos haga recobrar los “sanos principios”.
Porque en esto consiste la sabiduría: en retornar a la naturaleza y ser restituido en aquel puesto del que nos había expulsado el extravío común.
69. Una gran parte de la salud está en haber abandonado a los instigadores de la locura y en mantenernos alejados de ese contacto mutuamente nocivo. Para que compruebes la verdad de esto, observa de cuán distinta forma vive cada uno en público y en privado. La soledad no es por sí misma maestra de honestidad, ni la campiña enseña la frugalidad, mas, cuando se han ido testigos y espectadores, cesan los vicios cuyo placer está en mostrarse y ser contemplados.
70. ¿Quién se pone un vestido de púrpura que no puede mostrar a nadie? ¿Quién prepara en su intimidad un banquete con vajillas de oro? ¿Quién, tumbado a solas junto a la sombra de un árbol en pleno campo, ha hecho jamás ostentación de su opulencia?
Nadie se muestra fastuoso para una sola contemplación, ni siquiera para la contemplación de unas pocas personas o la de sus íntimos, sino que despliega la pompa de sus vicios en relación con la multitud que está pendiente de él.
71. Así es, en efecto: incentivo para todas nuestras locuras es el admirador y cómplice. Conseguirás que no tengamos codicia, si consigues evitar la ostentación.
La ambición, el lujo, el desenfreno reclaman la escena: curarás estos vicios si los mantienes ocultos.
72. Por lo tanto, si nos hallamos en medio del bullicio de la ciudad, tengamos a nuestro lado a un guía que, frente a los que hacen el elogio de los grandes patrimonios, alabe al rico que se contenta con poco y que valora sus bienes por la necesidad. Frente a quienes exaltan el prestigio y el poder, sepa apreciar el retiro entregado al estudio, y el alma que, libre de las cosas externas, retorna a su intimidad.
73. Muestre que aquellos a los que el vulgo considera dichosos tiemblan y se aturden en aquella su envidiada cumbre de gloria y que tienen de sí mismos una opinión bien distinta a la que otros tienen de ellos, ya que cuanto a los demás parece excelso, para ellos es un abismo. Así que se agobian y estremecen siempre que desde arriba miran hacia el precipicio de su grandeza, porque piensan en la inconsistencia del azar, particularmente inseguro cuando uno está en la cima.
74. Entonces les horrorizan sus deseos, y su felicidad, que los hace pesados a los demás, se abate sobre ellos con mayor pesadez. Entonces elogian el retiro suave y libre, su magnificencia les resulta odiosa, y se proponen renunciar a su patrimonio todavía en pie.
Entonces, por fin, puedes apreciar los temores de quien hace de filósofo y los sanos consejos inspirados por su mala fortuna. Pues como si la buena suerte y la cordura fueran contrarias entre sí, así también en la adversidad somos más sensatos: la prosperidad nos quita el sentido de la rectitud.
(Séneca. Epístolas morales a Lucilio. Vol. II. Traducción y notas de Ismael Roca Melíá. Edit. Gredos. Barcelona. 2001.)
Segovia, 25 de mayo del 2024
Juan Barquilla Cadenas.