PLUTARCO: BIOGRAFÍA DE CÉSAR

PLUTARCO: Biografía de JULIO CÉSAR

Plutarco (ca. 46 d. de C. – ca. 120 d. de C.) fue un historiador, biógrafo y filósofo moralista griego.

Nació en Queronea, una ciudad beocia de ilustre pasado para la historia de Grecia (fue allí donde tuvo lugar la última resistencia de los Estados griegos contra los macedonios de Alejandro Magno), durante el gobierno del emperador romano Claudio.

Realizó muchos viajes por el mundo mediterráneo, incluyendo uno a Egipto y varios a Roma.

Gracias a la capacidad económica de sus padres, Plutarco estudió filosofía, retórica y matemáticas en la Academia de Atenas sobre el año 67. Uno de sus maestros, citado a menudo en sus obras, fue Amonio.

Algunos de sus amigos fueron muy influyentes, como Quinto Sosio Seneción y Minucio Fundano, ambos importantes senadores y a los que dedicó algunos de sus últimos escritos.

La mayor parte de su vida la pasó en Queronea (entonces una pequeña población), donde fue iniciado en las misterios del dios griego  Apolo. Sin embargo, sus obligaciones como el mayor de los dos sacerdotes de Apolo en el Oráculo de Delfos (donde era responsable de interpretar los “augurios” de la pitonisa del oráculo) ocupaban aparentemente una pequeña parte de su tiempo.

Más moralista que filósofo e historiador, fue uno de los últimos representantes del helenismo durante la “segunda sofística”, y uno de los grandes de la literatura helénica de todos los tiempos.

Pertenecía a una familia acomodada de la zona (Beocia) y conocemos el nombre de su bisabuelo, Nicarco, porque lo cita en una de sus obras, lamentando los males que para la zona trajo la guerra civil en la época de la batalla de Accio (entre Marc o Antonio y Octavio Augusto).

También aparecen como personajes de sus diálogos su abuelo, Lamprias, que presenta como un hombre culto en las “Charlas de sobremesa” y que debía seguir vivo avanzando su juventud, su padre Autóbulo, aficionado a la caza y los caballos, además de dos hermanos: Timón y Lamprias, este último sacerdote en Lebadea. Lamprias era además aristotélico, mientras que Plutarco era platónico.

Durante sus estudios en Atenas, dirigidos por Amonio, que profesaba en la Academia, éste le encaminó a las matemáticas, aunque él prefería la ética.

Concluidos sus estudios, volvió a Queronea, pero la ciudad requirió sus servicios para tratar asuntos administrativos con el procónsul romano en Corinto.

Sobre el 67 d. de C. inició un viaje de estudios que lo llevó a Alejandría y a Asia Menor, donde probablemente visitó Esmirna, que en aquel momento era un importante centro filosófico del movimiento conocido como “segunda sofística”.

Probablemente participó en los “Misterios de Eleusis”.

Además de sus deberes como sacerdote del templo de Delfos, Plutarco fue también magistrado en Queronea y representó  a su pueblo en varias misiones a países extranjeros durante sus primeros años en la vida pública.

Su amigo Lucio Mestrio Floro (de quien tomó su nombre romano: Lucio Mestrio Plutarco), cónsul romano, patrocinó a Plutarco para conseguir la “ciudadanía romana” y, de acuerdo con el historiador del siglo VIII d.de C. Jorge Sincelo, el emperador Trajano le nombró, ya en la vejez del escritor, procurador de la provincia de “Acaya”. Este cargo le permitió portar las vestiduras y ornamentos propios de un cónsul.

Viajó por lo menos tres veces a Roma (se sabe al menos que una vez fue antes de la muerte de Vespasiano en el año 79 d. de C.; una segunda vez hacia el 88 d. de C. y otra durante el reinado de Domiciano, antes del año 94 d. de C. Allí hizo amistades con las altas esferas sociopolíticas, entre ellas el mencionado senador Lucio Mestrio Floro y Quinto Sosio Seneción, este último amigo también de Plinio el Joven y dos veces cónsul bajo el imperio de Trajano.

Sosio Seneción fue además huésped de Plutarco en Grecia y a él dedicó el escritor muchas de sus obras: el opúsculo “Sobre los progresos de la virtud”, una parte de las “Vidas paralelas” y los nueve libros de “Symposiaka” o “Charlas de sobremesa”, estas últimas puestas por escrito por petición del propio Seneción.

Pese a estos contactos políticos en el Imperio romano, Plutarco decidió vivir en la pequeña población de Queronea al igual que todos sus antepasados.

Viajó, eso sí, ocasionalmente por Grecia: el abundante material autobiográfico contenido en las “Symposiaka” nos indica que estuvo otra vez en Atenas, donde lo adoptaron por “ciudadano honorario”; en Patras, donde era recibido, a su vez, por Sosio Seneción; en Eleusis, en Corinto, en los baños de Edepso de Eubea, hospedado por el sofista Calístrato, y en los de las Termópilas, donde se relacionó con el académico Favorino de Arlés; la noticia de la muerte de una hija suya lo alcanzó en Tanagra, desde donde escribió una “Consolación a su mujer”.

En su ciudad natal fue “telearco” (un tipo de funcionario) y “arconte epónimo”, tal vez “beotarca” (magistrado de la liga beocia).

Pero sobre todo estuvo en Delfos como sacerdote de Apolo más o menos desde el año 95 d. de C. A su oráculo dedicó obras como “De la sílaba “e” en el templo de Delfos”, “De los oráculos en verso” y “De la cesación de los oráculos”.

Como el griego le bastaba en Roma, donde la clase alta era bilingüe, no sintió la necesidad de aprender bien latín sino ya bastante viejo, cuando necesitó documentarse para sus obras históricas. Y no lo aprendió bien: cita pocas obras latinas, y con frecuencia no las entiende bien; entre los poetas, sólo cita, y poco, a Horacio, y parece haber ignorado por completo a Virgilio y Ovidio.

Su esposa se llamaba Timóxena, y al parecer era una mujer de costumbres impecables, respetuosa, como su esposo, con la tradición y con la religión de sus mayores.

Con Timóxena tuvo Plutarco un matrimonio aparentemente feliz que dio lugar a cinco hijos: cuatro varones ( Querón, Soclaro, Plutarco y Autóbulo) y una niña. De los cinco, tres murieron de forma temprana. La muerte de la niña, que se llamó Timóxena igual que la madre, es la razón por la que Plutarco escribió el “Escrito de Consolación a su esposa”.

Los otros dos, Plutarco y Autóbulo, parece que llegaron a una edad madura, a juzgar por el contenido de un tratado que su padre les dedicó: “Sobre la procreación del alma en el Timeo”.

Su sobrino Sexto llegaría a ser preceptor del emperador Marco Aurelio.

La enciclopedia Suda dice que el predecesor del emperador Adriano, Trajano, hizo a Plutarco procurador de Iliria, aunque muchos historiadores consideran esto como poco probable, ya que Iliria no era una provincia procuratorial, y  Plutarco seguramente tampoco hablaba el idioma.

Según la “Crónica” de Eusebio de Cesarea, refundida por San Jerónimo, vivía aún en el 120 d. de C.;  Artemidoro, en su “Onirocrítica”, de cuarenta años después, escribe que, poco antes de fallecer, soñó que subía al cielo conducido por Hermes.

Escribió mucho. En el denominado “Catálogo de Lamprias” (al parecer preparado por uno de sus hijos) se relacionan 227 títulos, de los cuales nos habrían llegado aproximadamente la mitad, divididos en dos grupos: uno misceláneo de contenido predominantemente moral, los “Moralia”, y otro biográfico, las “Vidas paralelas”.

Su trabajo más conocido son las “Vidas paralelas”, una serie de biografías de griegos y romanos famosos, elaborada en forma de parejas con el fin de comparar sus virtudes y defectos morales comunes.

Probablemente su modelo fue el “De viris illustribus ” del escritor romano Cornelio Nepote (siglo I a. de C.).

Las “Vidas paralelas” supervivientes de Plutarco contienen veintitrés pares de biografías, donde cada par comprende una vida griega y una vida romana, así como cuatro vidas desparejadas.

Como el mismo explica en el primer párrafo de su “Vida de Alejandro”, Plutarco no pretendía tanto escribir historias como explorar la influencia del carácter (fuera bueno o malo) sobre las vidas y los destinos de los hombres famosos.

Así pues, sus “Vidas” se desarrollan narrativamente con el propósito de explicar el “ethos”, el carácter humano.

El héroe de Plutarco es de carne y hueso y sostiene en sí mismo el combate entre la virtud y la fortuna, o como señala Leopold Von Ranke, “el conflicto entre lo general y lo personal”.

Sin duda fue esto lo que atrajo a una obra como ésta a genios como Montaigne, Shakespeare, Quevedo, Rousseau o Beethoven.

Los restos supervivientes de sus escritos se recopilan bajo el título de “Moralia” (traducidos como “obras morales y de costumbres”).

El título no se lo dio el propio Plutarco, sino el monje bizantino Máximo Planudes.

Es ésta una colección ecléctica de setenta y ocho opúsculos sobre ética, política, filosofía y ciencia, teología, zoología, pedagogía, historia.

La forma de estos opúsculos es también variable y oscila entre el “diálogo”, la “diatriba” estoico- cínica, el “tratado” o el “discurso epidictico”, lo que llamaríamos modernamente “ensayo”.

(Wikipedia).

Yo aquí expongo, de entre las biografías de las “Vidas paralelas”, la biografía escrita por Plutarco sobre Julio César, al que empareja con Alejandro Magno.

Parece que falta el final de la “Vida de Alejandro” y algo del comienzo de la de Julio César.

Yo lo expongo tal como aparece en la traducción y edición de Emilio Crespo, en la editorial Cátedra, colección Letras Universales.

He elegido la vida de César porque me parece un personaje histórico muy importante en la historia de Roma. Su nombre va a dar lugar a los “césares”, pues los emperadores desde Octavio Augusto van a llevar siempre este nombre, que por otro lado también va a significar “el que tiene el poder”, como  los términos “Kaiser” en Alemania o “Zar” en Rusia.

Pero aparte del nombre, con César va a terminar el período de gobierno  llamado “República” y va a surgir otra forma de gobierno en Roma,  el “Imperio”, donde se vuelve a una especie de “monarquía”, la primera forma de gobierno que existió en Roma.

C. Julio César fue un gran general, un gran político y también un escritor y orador importante.

Consiguió las más altas magistraturas, y debido, entre otros motivos, a los senadores “más conservadores” se vio envuelto en una guerra civil con otro gran general romano, Pompeyo, lo que, después de su victoria sobre él, le llevó a la “dictadura” y un poco como consecuencia de ella  a su asesinato en el año 44 a. de C.

Entre sus defectos más sobresalientes, yo pondría su ambición excesiva y entre sus virtudes, yo  destacaría su clemencia y generosidad.

 

 

 

 

 

PLUTARCO: CÉSAR

[A Cornelia, hija de Cinna, que ejerció el poder absoluto, como Sila cuando se hizo dueño de la situación, no pudo ni con sus promesas ni con sus amenazas arrancarla de César, le confiscó la dote.

La causa de la enemistad de César con Sila era su parentesco con Mario. Pues Mario el Mayor estaba casado con Julia, hermana del padre de César, y de ella había nacido Mario el Joven, que era así el primo hermano de César.

Aunque al principio, por la multitud de asesinatos y a causa de sus ocupaciones, [César] no había sido objeto de la atención de Sila, no se conformó con eso, sino que se presentó ante el pueblo como candidato al sacerdocio cuanto todavía no era más que un joven de corta edad, pero con su oposición secreta Sila logró que fracasara su candidatura. Además [Sila] planeó con otros eliminarlo, y a algunos que le decían que no tenían razón en querer matar a un muchacho de esta edad, él les aseguró que no tenían juicio si no veían en este muchacho a muchos Marios.

Llegadas a oídas de César estas expresiones, fue a ocultarse entre los sabinos y allí estuvo bastante tiempo vagando de un sitio para otro. Pero una vez que a causa de una enfermedad le trasladaban de noche de una casa a otra, se tropieza con unos soldados de Sila que estaban registrando aquellos parajes y arrestando a los escondidos.

Sobornando a Cornelio, su jefe, con dos talentos, fue dejado en libertad y bajó de inmediato a la costa.

Y se hizo a la mar en dirección a Asia. Se presentó voluntario ante el propretor de Asia M. Minucio Termo, para hacer sus primeras armas. Éste le encomendó la misión de hacer traer del reino de Bitinia los navíos de guerra que Roma había reclamado al rey Nicomedes. César consiguió con tal facilidad la entrega de los barcos, que sus enemigos en Roma difundieron, al tiempo que el apodo de “reina de Bitinia”, el rumor de que lo había logrado a cambio de favores inconfesables concedidas a Nicomedes IV.

Fue capturado, después, por unos piratas cerca de Mileto, dueños ya entonces del mar gracias a sus grandes flotas.

2. Los piratas le exigieron por su rescate veinte talentos y él se echó a reír burlándose de ellos por no saber a quien habían cogido y él mismo prometió darles cincuenta.

Después, cuando envió a cada uno de sus compañeros a uno a una ciudad y a otro a otra, a procurarse el dinero, a pesar de haberse quedado entre los cilicios, los hombres más asesinos de todos, con sólo un amigo y dos criados, los trató con tal desprecio, que siempre que iba a acostarse les daba recado con la orden de que estuvieran callados.

Durante treinta y ocho días, como si en vez de estar vigilado estuvieran dándole escolta, participó en sus juegos y ejercicios sin el menor miedo.

Escribía poemas y discursos y los utilizaba como auditorio, y a los que no se los elogiaban los llamaba cara a cara ignorantes y bárbaros, y entre risas muchas veces los amenazó con ahorcarlos.

Y cuando llevaron de Mileto el rescate y, tras dárselo, quedó en libertad, al punto equipó embarcaciones y zarpó del pueblo de Mileto contra los piratas. Los sorprendió anclados todavía junto a la isla y se apoderó de la mayoría.

El dinero lo consideró botín, y luego de dejar a los hombres en prisión en Pérgamo, él se encaminó a ver a Junco, el gobernador de Asia, a quien, a su juicio, le correspondía en su calidad de pretor castigar a los capturados. Pero, como él miraba con envidia el tesoro, que no era pequeño, y sobre los cautivos declaró que examinaría la cuestión con tranquilidad, César lo mandó a paseo y regresó a Pérgamo, y sacando a todos los piratas los crucificó, como les había predicho muchas veces en la isla, con apariencia de broma.

3. A continuación, cuando ya el poder de Sila se extinguía, llamado por los amigos de Roma, se embarcó  a Rodas para asistir a las lecciones de Apolonio, hijo de Molón, de quien también Cicerón había sido discípulo y que enseñaba retórica con brillantez y tenía fama de ser hombre de carácter moderado.

Se dice que César tenía excelentes cualidades innatas para la elocuencia política y que había ejercitado estos talentos con tal avidez, que si tenía sin discusión el segundo lugar es porque había renunciado al primero para consagrar mejor sus esfuerzos en ser el primero en el poder y en las armas.

Él mismo en todo caso más tarde, en el escrito de réplica contra Cicerón a propósito de Catón, solicita en su propio favor que no se parangone (compare) el discurso de un militar con la elocuencia de un orador poseedor de excelentes dotes naturales y que además ha tenido mucho tiempo para consagrarse a ello.

4. Al regresar de Grecia a Roma, acusó a Dolabela [miembro conservador del partido senatorial, cónsul en el 81, como partidario de Sila que era, y procónsul en Macedonia] de cohecho en su provincia, y muchas ciudades presentaron testimonio en su favor.

Ciertamente Dolabela fue absuelto en juicio, pero César, con la intención de compensar los desvelos de Grecia por él, actuó como abogado defensor suyo en la causa seguida contra Publio Antonio por soborno ante Marco Lúculo, pretor de Macedonia. Y tanto hizo valer su fuerza, que Antonio apeló a los tribunos de la plebe, alegando que no tenía igualdad de condiciones en Grecia contra los griegos.

En Roma grande era su popularidad, que empezó a brillar de pronto gracias a su elocuencia en las defensas judiciales, y grande era la simpatía que por su amabilidad en los apretones de manos y en las conversaciones se había ganado de parte de los ciudadanos, a quienes sabía halagar con una habilidad impropia de su edad.

Pero también, gracias a los banquetes, la mesa y, en general, el esplendor de su régimen de vida, cierta influencia política que poco a poco iba creciendo.

Los que al principio la envidiaban, creyendo que en cuanto sus gastos faltaran su influencia desaparecería, no se inquietaban de verlo florecer ante el pueblo.

Y se dieron cuenta tarde, cuando ya era grande y difícil de hacer retroceder y caminaba recta hacia una revolución total del Estado.

El primero que pareció recelar de él y temer el aspecto sereno de esta política, como el del mar, y el que comprendió perfectamente la sagacidad de su carácter, oculta bajo su amabilidad, fue Cicerón, que decía que en todos sus proyectos y acciones políticas veía una intención tiránica. “Pero –añadía -cuando   veo su cabellera dispuesta con tanto esmero y a él rascándose la cabeza con un solo dedo, ya no me parece que este hombre haya podido concebir en su mente un crimen de tal magnitud como el aniquilamiento de la constitución romana”.

5. La primera prueba de simpatía del pueblo hacia él la recibió cuando en porfía con Gayo Popilio por el tribunado militar recibió el primero la proclamación.

La segunda y más manifiesta, cuando a la muerte de  Julia, la mujer de Mario, como sobrino suyo que era, pronunció en el foro un brillante elogio y en el traslado fúnebre se atrevió a exponer los retratos de los Marios, que entonces era la primera vez que se veían después del gobierno de Sila, ya que Mario y sus partidarios  habían sido declarados “enemigos públicos”.

Era tradicional entre los romanos pronunciar discursos fúnebres en honor de las mujeres ancianas, pero, si bien en el caso de las jóvenes no existía esta costumbre, César fue el primero que pronunció un discurso a la muerte de su esposa. Esto le reportó cierta popularidad y contribuyó, junto con la compasión, a que se ganara los favores de la mayoría como hombre tierno y lleno de carácter.

Tras los funerales de su mujer, partió a Hispania como “cuestor” en compañía de Vetus, uno de los pretores, a quien durante toda la vida siempre tuvo en gran veneración y a cuyo hijo él, a su vez, cuando fue “pretor”, hizo cuestor.

Cuando terminó de desempeñar esta magistratura, contrajo terceras nupcias con Pompeya, cuando ya tenía de Cornelia una hija (Julia), más tarde desposada con Pompeyo el Grande.

Como era pródigo en sus gastos, se dice que antes de acceder a ninguna magistratura se había endeudado en mil trescientos talentos.

Cuando nombrado intendente a cargo de la Vía Apia (curator viae Apiae), gastó grandes sumas de dinero particular aparte del público, y en su actuación como edil (aedilis curulis) preparó trescientas veinte parejas de gladiadores, y con sus restantes dispendios y prodigalidades en lo referente a espectáculos teatrales, procesiones (triunfos) y banquetes oscureció las ambiciosas munificencias (gastos) de sus predecesores, dispuso al pueblo tan favorablemente hacia él, que cada uno buscaba nuevas magistraturas y renovados honores con las que compensarle.

6. Existían en la Ciudad dos partidos: el de Sila, que tenía gran poder (partido de los “optimates”) y el de Mario (partido de los “populares”), que por entonces estaba acurrucado de miedo y disperso, en una situación completamente humillada.

Con el propósito de volver a fortalecer a este último, en el momento en que sus derroches como “edil” se encontraban en su apogeo  mandó hacer en secreto estatuas de Mario yVictorias” portadoras de trofeos, que de noche llevó al Capitolio y erigió allí.

A la mañana siguiente, los que las contemplaron refulgentes por entero de oro y elaboradas con primoroso arte (las inscripciones ponían de manifiesto sus éxitos conseguidos sobre los cimbros) quedaron presas de estupor ante la osadía de la persona que las había ofrendado, sobre cuya identidad no cabía la menor duda, y el rumor, que no tardó en difundirse, congregó a todas las gentes ante tal espectáculo.

Unos gritaban que era a la “tiranía” a lo que César aspiraba con esta política, al restablecer honores enterrados por  leyes y decretos, y que esto era una prueba para tantear al pueblo, ya previamente ablandado, para ver si se dejaban domesticar por sus prodigalidades y le permitía entregarse a esta clase de juegos y perniciosas novedades.

Por el contrario, los partidarios de Mario, dándose alientos unos a otros, aparecieron de repente en número extraordinario y llenaron el Capitolio de aplausos. A muchos incluso, al contemplar la figura de Mario, se les saltaban las lágrimas de alegría y ensalzaban con grandes elogios a César, el único hombre de todos, en su opinión, digno del parentesco que le unía a Mario.

Reunido el Senado para tratar este asunto, Q. Lutacio Cátulo (del partido de los “optimates”), el varón más celebrado de los romanos por entonces, se levantó y acusó a César, pronunciando además aquella frase tan recordada, que decía: “Ya no es con minas, sino con máquinas de guerra como César trata de conquistar el Estado”.

Pero como César, en su defensa contra esta acusación, logró convencer al Senado, sus admiradores se exaltaron todavía más y le animaban a no ceder en sus propósitos ante nadie, pues con la voluntad del pueblo superaría a todos y sobre todo lograría la primacía.

7. Entre tanto, muerto Metelo, el pontífice máximo, aunque para el sacerdocio (de Pontífice Máximo), cargo que era muy disputado, se presentaban Isáurico y Q. Lutacio Cátulo (optimates), personajes muy notables y que tenían gran influencia en el Senado, no les dejó el camino libre César, sino que bajó ante el pueblo y presentó contra ellos su candidatura.

Como la contienda aparecía igualada Q. Lutacio Cátulo, más asustado ante la incertidumbre del resultado, dada su más alta categoría, envió recado a César para convencerle de que desistiera de sus aspiraciones al precio de una gran cantidad de dinero. Pero  él, tomando en préstamo una suma todavía mayor, declaró que sostendría la lucha hasta el final.

Llegado el día de la elección, y cuando su madre salió a despedirle a la puerta de la casa no sin lágrimas, él la abrazó y le dijo: “Madre, hoy verás a tu hijo sumo pontífice o desterrado” (por el endeudamiento a causa de los gastos electorales).

Y tras el desarrollo de la votación y la contienda, resultó vencedor, hecho que al Senado y a los aristócratas (optimates) infundió el miedo de que fuera a impulsar al pueblo a todo género de audacias.

Por eso Pisón y Cátulo culpaban a Cicerón de haber sido indulgente con César cuando éste había dado pie a que le prendieran en el asunto de Catilina.

Pues Catilina, que había proyectado no sólo alterar la constitución, sino también destruir toda autoridad y trastornar el régimen entero, aunque personalmente había sido desterrado sucumbiendo ante unas pruebas menores antes de que se descubrieran sus últimas intenciones, había dejado en la Ciudad a Léntulo y Cetego como sucesores al frente de la conjuración. Si a éstos César les dio algo de ánimos y poder en secreto, es cosa incierta, pero el caso es que en el Senado, cuando se demostró fehacientemente su culpabilidad, y Cicerón, en su calidad de cónsul, fue preguntando a cada senador su opinión sobre el castigo, todos los demás, hasta que llegó el turno de César, dictaminaron la muerte; pero César, levantándose, expuso un discurso muy meditado con el argumento de que matar sin juicio a unos hombres distinguidos por su categoría y linaje no le parecía que fuera conforme a los usos tradicionales ni justo, a menos que hubiera sido un caso de extrema necesidad, y que si los custodiaban encerrados en las ciudades de Italia que el propio Cicerón escogiera, hasta que Catilina fuese sojuzgado por completo, más tarde, en paz y con tranquilidad, el Senado tendría la oportunidad de emitir su veredicto sobre cada uno de ellos.

8. Tan humanitario pareció este criterio y tan eficaz resultó el discurso pronunciado en su apoyo, que no sólo los que se levantaron después de él se adhirieron a su propuesta, sino que incluso muchos de los que habían intervenido antes de él se retractaron de las opiniones expresadas y se pasaron a la que él había emitido, hasta que el turno llegó a Catón y a Cátulo. Éstos se opusieron con vehemencia y Catón incluso llegó a introducir en su discurso sospechas contra él (César) y a enfrentársele con firmeza.

Los individuos (implicados en la conjuración) fueron entregados al verdugo para darles muerte, y alrededor de César, en el momento de salir del Senado, se congregaron corriendo muchos de los jóvenes que entonces custodiaban a Cicerón y levantaron sobre él sus espadas desnudas. Pero se dice que Cicerón le tapó con la toga y le sacó a hurtadillas, y que el propio Cicerón, cuando los jóvenes le consultaron con la mirada, les dijo “que no” con la cabeza, bien por temor a la  plebe, bien por considerar el asesinato totalmente injusto o ilegal. Esto, sin embargo, no sé cómo Cicerón, si era verdad, dejó de escribirlo en su “Del consulado” (De consulatu suo). Pero lo cierto es que más tarde se le culpó de no haber aprovechado de la mejor manera la ocasión que entonces se le ofreció contra César y de haberse acobardado ante el pueblo, que protegía a César de manera extraordinaria.

Pocos días después, César entró en el Senado y trató de defenderse de las sospechas que recaían sobre él, pero se tropezó con abucheos hostiles. Como la sesión del Senado duraba más tiempo del acostumbrado, la plebe acudió entre gritos y rodeó el congreso, exigiendo a su héroe y reclamando que lo soltaran.

Por eso también Catón, temeroso sobre todo de una revolución de los indigentes, que eran los que alimentaban el fuego de toda la plebe por tener sus esperanzas depositadas en César, convenció al Senado de que se le distribuyera un suministro de trigo mensual, a consecuencia del cual se añadieron a los restantes gastos siete millones y medio de dracmas por año; sin embargo esta medida política fue con toda evidencia lo que apagó el gran pánico del momento, y además quebró y disipó en el momento oportuno la mayor parte de la influencia de César, a punto de ser pretor y hacerse más temible a causa del cargo.

9. De la “pretura”, no obstante, no resultó ninguna alteración política, pero se produjo un incidente desagradable para César en su casa.

Publio Clodio era un hombre de linaje patricio y notable por su riqueza y elocuencia, pero en insolencia y audacia no estaba detrás de ninguno de los que eran célebres por su depravación. Estaba éste enamorado de Pompeya, la mujer de César, que tampoco era insensible a esta pasión; pero la vigilancia de las habitaciones de las mujeres era rigurosa, y la madre de César, Aurelia, mujer prudente, les hacía la cita difícil y arriesgada con la custodia que ejercía constantemente sobre la recién casada.

Los romanos tienen una divinidad que llaman la “Buena Diosa” (Bona Dea), como los griegos, que la denominan “Mujeril”; los frigios, que la reivindican como propia, afirman que es la madre del rey Midas, mientras que los romanos dicen que es una ninfa dríade, esposa de Fauno, y los griegos (dicen) que es una de las madres de Dioniso, la que no se puede nombrar. Por eso, cuando las mujeres celebran su fiesta, cubren el techo de las tiendas con sarmientos de vides, y una serpiente sagrada, según la leyenda, es colocada al lado de la diosa.

No se permite que ningún varón entre ni esté en la casa mientras se celebran los ritos religiosos, y son las propias mujeres las que por sí mismas ejecutan en las ceremonias, según se dice, muchos ritos parecidos a los “misterios órficos”.

Por tanto, cuando llega la época de la festividad, el varón, sea cónsul o pretor, se marcha, al igual que todas las personas de sexo masculino de la casa, y la mujer se hace cargo de la casa y la arregla.

Los ritos más importantes se realizan por la noche, y con la fiesta nocturna se mezcla la diversión, en la que la música tiene una gran parte.

10. Como ese año Pompeya celebraba esta fiesta (en casa de César), Clodio, que todavía era un imberbe y por esa razón creía que pasaría inadvertido, cogió las ropas y los utensilios de una tañedora de arpa y se dirigió allí, parecido en su aspecto a una mujer joven.

Encontró las puertas abiertas, y una criada que era cómplice suya le introdujo sin ningún riesgo, pero como ella echó a correr por delante para advertir a Pompeya y pasó un rato, Clodio, que no tuvo la paciencia de quedarse en el sitio donde le habían dejado y que se había puesto a vagabundear por la casa, siendo como era grande (la domus publica, donde residía César en su calidad de Sumo Pontífice), rehuyendo las luces, se tropezó con una sirvienta de Aurelia, que, creyendo que hablaban de mujer a mujer, le invitó a ejecutar una danza y como él no quiso, ella le fue arrastrando hasta el centro de la habitación y le preguntó quién y de dónde era. Y al decir Clodio que estaba aguardando a la criada favorita (Hábra) de Pompeya,, el timbre de la voz le delató. Al punto, la sirvienta echó a correr con un chillido hacia la luz y la concurrencia, gritando que había visto a un hombre. Las mujeres se sobresaltaron, y Aurelia primero hizo cesar las ceremonias de la diosa y ocultar los objetos sagrados, y luego mandó cerrar las puertas con llave y fue recorriendo la casa a la luz de las lámparas en busca de Clodio.

Se le encuentra refugiado en la habitación de la joven criada con cuya ayuda había entrado y, una vez reconocido, las mujeres lo expulsan por la puerta.

El asunto, incluso esa misma noche, las mujeres, nada más salir, se lo contaron a sus maridos, y al día siguiente corrió por la ciudad la voz de que Clodio había cometido un sacrilegio y debía una reparación no sólo a los que había ultrajado, sino también al Estado y a los dioses.

En consecuencia, uno de los tribunos de la plebe presentó denuncia contra Clodio por “impiedad”, y se unieron contra él los más influyentes miembros del Senado, atestiguando en su contra otros horribles actos de depravación y, en particular, el incesto con su hermana, que había estado casada con Lúculo.

Pero los esfuerzos de éstos tropezaron con la oposición del pueblo, que defendió a Clodio y le prestó gran utilidad ante los jueces, asustados y temerosos de la masa.

César repudió enseguida a Pompeya, y cuando fue citado al juicio como testigo, declaró no conocer ninguna de las imputaciones expresadas contra Clodio. Y cuando, ante el carácter sorprendente de esta declaración, el acusador le preguntó: “¿Entonces, cómo es que has repudiado a tu mujer?”, respondió: “Porque estimé que mi mujer ni siquiera debe estar bajo sospecha”.

Esta contestación, unos dicen que César la dio porque así es como pensaba; y otros, que por congraciarse con la plebe, decidida firmemente a salvar a Clodio.

Sea como sea, el caso es que Clodio queda absuelto de la acusación porque la mayoría de los jueces dio su veredicto con letras cuyo autor era irreconocible, para no correr riesgos ante la muchedumbre por haber dado un voto condenatorio ni perder su reputación ante los aristócratas (optimates) por haberlo absuelto.

11. Inmediatamente después de la “pretura”, César recibió Hispania en el sorteo de las provincias (la Hispania Ulterior, donde ya había desempeñado el cargo de “cuestor”).

Como le resultaba muy difícil llegar a un acuerdo con los acreedores, que le importunaban con sus exigencias y reclamaciones antes de partir, recurrió a Craso, que era el más rico de los romanos y necesitaba además la pujante fuerza y la energía de César para su política de enfrentamiento con Pompeyo.

Aceptó Craso encargarse de los acreedores más molestos e implacables y le avaló por una cantidad de ochocientos treinta talentos. César entonces partió a la provincia.

Se cuenta  que al atravesar los Alpes y pasar por un pequeño poblado bárbaro, habitado por muy pocas personas y de aspecto miserable, sus compañeros dijeron entre risas y bromas: “¿Habrá también aquí rivalidades por los cargos, contiendas por los primeros puestos y envidias mutuas entre los poderosos?”

Y que César les respondió en serio, diciendo: “Más querría yo ser el primero entre éstos que el segundo entre los romanos”.

Del mismo modo, dicen que en Hispania en otra ocasión en que tenía tiempo libre, mientras leía una obra sobre Alejandro (Magno), se quedó mucho rato ensimismado y luego incluso terminó por echarse a llorar. Y ante la extrañeza de los amigos, que le preguntaban la causa, respondió: “¿No os parece digno de dolor que Alejandro, a la edad que yo tengo, fuera ya rey de tan inmensos territorios, y yo, en cambio, no haya realizado aún nada brillante?”

12. Nada más poner pie en Hispania, desplegó tal actividad, que en pocos días reclutó diez cohortes además de las veinte que había antes, y luego emprendió una campaña contra galaicos y lusitanos, los derrotó y avanzó hasta el mar exterior (Atlántico) sometiendo tribus que antes no obedecían a los romanos.

Tras disponer bien los asuntos de guerra, no administró peor  los (asuntos) de la paz, estableciendo la concordia entre las ciudades y, sobre todo, calmando las diferencias entre deudores y acreedores. En efecto, ordenó que de las rentas obtenidas por las personas endeudadas cada año dos tercios revirtiesen al prestamista y que el dueño dispusiese del resto, hasta que de este modo quedase satisfecho el crédito.

Gracias a estas medidas logró la estima general y se marchó de la provincia habiéndose hecho él rico, habiendo dado provecho a los soldados con las campañas militares y tras haber recibido de ellos el tÍtulo de “general en jefe”.

13. Como los que pretendían el “triunfo” tenían que permanecer fuera de la ciudad, y los aspirantes al consulado tenían que estar presentes en Roma para presentar la candidatura, y ya que había llegado justo para los comicios consulares, envió recado al Senado solicitando que se le concediera presentar su candidatura para el consulado por mediación de sus amigos en ausencia suya.

Catón (ultraconservador) al principio se hizo fuerte contra esta pretensión con el apoyo de la ley, pero más tarde, cuando vio que eran muchos los que César se había ganado para su causa, trató de dar largas al asunto y consumió un día entero en el uso de la palabra. Entonces César decidió renunciar al “triunfo” y aferrarse al consulado.

Se presentó al punto en la ciudad y se metió en una maniobra política que engañó por completo a todo el mundo excepto a Catón; esta maniobra fue la reconciliación de Pompeyo y Craso, los personajes más poderosos en el Estado.

[Plutarco se refiere al acuerdo secreto entre Pompeyo, Craso y César. El acuerdo se logró a fines del año 60, pero se mantuvo en secreto hasta el año 59, cuando la política de César desde el “consulado” hizo patente la existencia de un acuerdo. Los motivos que impulsaron a los tres integrantes a sellar el pacto se pueden resumir así: para César, la consecución del consulado; para Pompeyo, la necesidad de ratificar en bloque sus actos durante las campañas de Asia, aunque el Senado exigía el examen minucioso de cada uno de ellos, y la prometida distribución de tierras a los veteranos de sus campañas militares; para Craso, las apetencias de que el Senado otorgara a los “publicanos” la recaudación de los impuestos en la provincia de Asia; y los tres, en suma, derrotar al Senado, que trataba de mantener su poder.]

Al reunirlos César en la amistad lejos de sus anteriores diferencias, y congregar en su propia persona el poderío de ambos, bajo una acción que recibió el nombre de generosidad, ocultó  un cambio en el gobierno del Estado.

Pues no es verdad, como la mayoría cree, que fueran las diferencias entre César y Pompeyo lo que provocó las guerras civiles, sino más bien su amistad, porque al principio se unieron para el derrocamiento de la aristocracia y sólo fue más tarde cuando se enemistaron uno y otro.

Catón, que había vaticinado con frecuencia lo que acabaría por suceder, no obtuvo otro resultado en ese momento que el de adquirir fama de persona hosca y metomentodo, pero a la postre, la de consejero prudente, aunque desafortunado.

14. Sin embargo, César, como escoltado entre la amistad de Craso y la de Pompeyo, presentó su candidatura al consuladoY en cuanto fue brillantemente proclamado junto con Calpurnio Bíbulo y tomó posesión de su cargo, comenzó a proponer leyes, adecuadas no ya a un cónsul, sino al más audaz tribuno de la plebe, introduciendo, para placer de la mayoría, propuestas sobre distribuciones de lotes de tierra para soldados veteranos y repartos de fincas.

[También rebaja en un tercio las sumas que los recaudadores de impuestos (los publicanos) debían abonar al tesoro público, actuando en beneficio de Craso y los representantes del “orden ecuestre”, y ratifica la actuación de Pompeyo en Asia]

Como los nobles (optimates) se opusieron en el Senado, él, que desde hacía tiempo andaba buscando un pretexto, estalló en gritos y juramentos, diciendo que se le arrojaba contra su voluntad en manos del pueblo, al que se veía forzado a halagar a causa de la insolencia y la dureza del Senado, y de un salto salió y se dirigió a la “Asamblea de la plebe”.

Y haciéndose escoltar de un lado por Craso y de otro por Pompeyo, preguntó a la multitud si aprobaba las leyes. Ellos respondieron que las aprobaban, y él les exhortó a prestarle socorro contra quienes amenazaban resistirse. Ellos lo prometieron, y Pompeyo incluso añadió que vendría a oponerse a las espadas con la espada y trayendo el escudo.

Con esta actitud se enajenó a los aristócratas (optimates), que creyeron oír, no una voz digna del respeto con que le rodeaban ni conforme  al acatamiento debido al Senado, sino enloquecida y llena de arrogancia juvenil; pero el pueblo quedó encantado.

César pretendía apropiarse todavía más del poder de Pompeyo con maniobras solapadas: tenía una hija, Julia, prometida a Servilio Cepión; pues se la prometió a Pompeyo, y declaró que a Servilio Cepión le daría la de Pompeyo, que tampoco estaba libre de compromiso, pues estaba concertada con Fausto, el hijo de Sila.

Poco después, César se casó con Calpurnia, hija de Pisón, a quien hizo elegir cónsul para el año siguiente. También entonces presentó su más enérgica protesta Catón, que clamaba que era intolerable que se prostituyera la autoridad pública mediante matrimonios y que utilizasen mujeres para promocionarse unos a otros en provincias, ejércitos y poderes.

 El colega de César en el consulado, Bíbulo, como oponiéndose a las leyes no obtenía ningún resultado positivo, sino que con frecuencia corría el riesgo de morir con Catón en el foro, se encerró en su casa y allí pasó el tiempo del consulado.

Pompeyo, nada más casarse, llenó el foro de armas, y ratificó las leyes  con el pueblo y otorgó a César la Galia Cisalpina y toda la Transalpina, además de Iliria, con cuatro legiones, durante un quinquenio.

A Catón, que intentó oponerse a estas medidas, César lo llevó a la cárcel, creyendo que apelaría a los tribunos de la plebe. Pero como Catón echó a andar sin pronunciar palabra, viendo César que no sólo los más poderosos lo llevaban a mal, sino que incluso la plebe, por respeto a la “virtud” de Catón, le seguía en silencio y con muestras de abatimiento, solicitó personalmente en secreto a uno de los tribunos de la plebe que soltara a Catón.

De los restantes senadores, muy pocos eran los que se reunían con él en el Senado y los demás manifestaban su reprobación no asistiendo a las sesiones.

Considio, uno de los más viejos, le dijo que no concurrían (acudían) por miedo a las armas y a los soldados, y César le respondió: “Entonces, por qué no te quedas tú también en casa por temor a eso?”

Considio replicó: “Porque mi vejez me hace no tener miedo: lo poco de vida que todavía me queda no exige muchos cuidados”.

El acto político más vergonzoso de los que tuvieron lugar entonces durante el consulado de César fue, en opinión general, la elección como tribuno de la plebe de aquel Clodio que había transgredido las leyes del matrimonio y el secreto de las fiestas nocturnas.

Fue elegido con el propósito de destruir a Cicerón, y César no partió a unirse con el ejército (para ir a su provincia) antes de haber derribado a Cicerón con ayuda de Clodio y haberlo expulsado de Italia.

[ Cícerón partió de Roma el 20 de marzo del año 58. César había ofrecido primero un puesto a Cicerón en la Galia, que éste no había aceptado. Clodio, convertido en “plebeyo” gracias a la actuación de César como “sumo pontífice” y de Pompeyo como “augur”, para poder presentarse a la elección de tribuno de la plebe, nada más entrar en el desempeño de su cargo propuso una ley por la que se expulsaba a cualquiera que hubiera condenado a muerte sin juicio a un ciudadano romano.]

 También Clodio trató de desembarazarse de Catón, que fue enviado como “procuestor propretor” a anunciar la anexión de Chipre, conseguida con la excusa de que el rey Ptolomeo había socorrido a los piratas. Ptolomeo se suicidó y Chipre quedó unida a la provincia de Cilicia. Además Clodio comenzó a perseguir a Pompeyo, quizás como agente de César y Craso, y aquel tuvo que organizar una banda que se le opusiera al mando de T. Anio Milón.

Pompeyo vio entonces que el exilio de Cicerón le perjudicaba y consiguió que se aprobara su retorno, que tuvo lugar en agosto del año 57.

Como prueba de gratitud a Pompeyo, Cicerón propuso que se le encargara del aprovisionamiento de trigo con “imperium proconsular” por cinco años.]

15. Esto es, en conclusión, lo que cuentan que sucedió antes de sus campañas en Galia.

La época de las guerras que sostuvo a continuación y de las campañas militares con las que sometió Galia, como si hubiera adoptado otro principio y se hubiera internado en el camino de otro género de vida y unos intereses radicalmente nuevos, le reveló como un guerrero y un caudillo no inferior a ninguno de los que han sido más admirados por su jefatura y más grandes. Por el contrario, si se le compara con los Fabios, los Escipiones, los Metelos y los de su época o los que vivieron un poco antes de él: Síla, Mario, los dos Lúculos o incluso el propio Pompeyo, cuya gloria se elevaba hasta el cielo y florecía entonces gracias a la rica variedad de sus talentos para la guerra, las hazañas de César sobrepasan al uno por la dificultad de los parajes en los que guerreó, al otro por la enorme extensión del terreno que ganó, al otro por el gran número y la fuerza de los enemigos a los que derrotó, al otro por lo insólito y las perfidias de las tribus que supo conciliarse con su trato, al otro por la moderación y clemencia con los apresados, al otro por los regalos y favores concedidos a sus compañeros de armas, y a todos por haber peleado en el mayor número de batallas y haber dado muerte al mayor número de adversarios.

Pues en ni siquiera diez años que duró la guerra de las Galias, conquistó por la fuerza más de ochocientas ciudades, sometió  trescientos pueblos y habiéndose enfrentado en diferentes ocasiones a un total de tres millones de enemigos, dio muerte en batalla a un millón y capturó presos a otros tantos.

16. La devoción y la buena disposición de los soldados hacia él era tanta, que incluso quienes no se habían distinguido en nada de los demás en las restantes campañas se comportaban como invencibles e irresistibles a cualquier peligro en defensa de la gloria de César. Así obró, por una parte, Acilio, que en la batalla naval próxima a Marsella, tras haber abordado una nave enemiga, recibió un golpe de espada que le cortó el brazo derecho, pero no soltó el escudo que tenía en la izquierda, sino que, golpeando con él los rostros de los enemigos, puso en fuga a todos y se apoderó de la nave. Por otra parte, también Casio Esceva, que en la batalla de Dirraquio, aunque le habían sacado el ojo de un flechazo, tenía el hombro atravesado por una jabalina y el muslo por otra, y en el escudo había recibido ciento treinta impactos de dardos, llamó a los enemigos como si fuera a rendirse; y en el momento en que dos de ellos se aproximaron, al uno le partió el hombro con la espada, al otro le golpeó en la cara y le puso en fuga, y él logró salvarse de modo definitivo gracias a sus camaradas que lo rodearon.

En Bretaña, una vez que los enemigos atacaron a los primeros centuriones de la fila, que se habían metido en un paraje pantanoso y lleno de agua, un soldado, en presencia de César, que observaba personalmente el combate, se lanzó en medio de los agresores y, tras hacer ostentación de numerosas y conspicuas proezas de audacia, salvó a los centuriones, porque los bárbaros huyeron, y él al pasar con dificultad después de todos, se arrojó a una corriente cenagosa y a duras penas consiguió atravesarla, unas veces nadando y otras caminando, pero sin el escudo.

Admirados, los que estaban en torno de César se acercaron a recibirle con vítores y gritos de alegría, pero él, completamente cabizbajo y con los ojos llenos de lágrimas, cayó a los pies de César pidiéndole perdón por haber abandonado el escudo.

En África, cuando Escipión se apoderó de un barco de César en el que navegaba Granio Petrón, cuestor designado, tomó a los restantes como botín, y al cuestor le dijo que le concedía la salvación. Pero él respondió que los soldados de César no estaban acostumbrados a recibir la salvación, sino a darla, y se dio muerte clavándose la espada.

17. El propio César fomentaba y estimulaba semejantes acciones de valor y de ambición de gloria, primero con los favores y honores que otorgaba sin escatimar, dejando patente que la riqueza obtenida de las guerras no la acumulaba para su lujo particular ni para sus placeres personales, sino que estaba reservada bajo su custodia como recompensa común de valentía, y que él participaba de la riqueza en la medida en que podía hacer regalos a los soldados que lo merecían; en segundo lugar, con su exponerse de buen grado a cualquier peligro y no rehusar ninguna fatiga.

Su desprecio del riesgo no les llamaba la atención a causa de su afán de gloria; era su resistencia a la fatiga, que parecía soportar con una perseverancia por encima de su capacidad física, lo que los dejaba atónitos, ya que, aun siendo delgado de constitución, de piel blanca y delicada, y sujeto a frecuentes dolores de cabeza y a crisis de epilepsia (en Córdoba, según se dice, fue la primera vez que le atacó esta enfermedad), no consideraba su debilidad corporal pretexto para una vida muelle, sino las campañas militares terapéutica de la debilidad corporal, y era con interminables caminatas, con una dieta frugal y con la costumbre continua de dormir a la intemperie y aguantar una vida de privaciones como combatía por alejar la enfermedad y conservaba el cuerpo difícil de conquistar.

Dormía la mayor parte de las veces en vehículos o literas, convirtiendo el reposo en actividad, y de día iba a las guarniciones, ciudades y atrincheramientos, sin tener en su compañía más que a un criado sentado a su lado, de esos que están acostumbrados a tomar notas al dictado durante el viaje y detrás de él un solo soldados haciendo guardia de pie con la espada.

Viajaba con tanta diligencia, que la primera vez que partió de Roma llegó al Ródano en ocho días. Montar a caballo le resultaba muy fácil desde niño, pues estaba acostumbrado a cabalgar a galope tendido con las manos echadas atrás y cruzadas a la espalda.

En aquella campaña se ejercitó además en dictar cartas según iba montado y en dar ocupación al mismo tiempo a dos escribientes o, como Opio (amigo y colaborador de César) afirma, incluso a más.

También se cuenta que César fue el primero al que se le ocurrió comunicarse con sus amigos por carta, cuando a causa del gran número de sus ocupaciones y la extensión de la ciudad no había oportunidad para aguantar (esperar) a una entrevista personal para resolver los asuntos urgentes.

De su carácter fácil de contentar en cuanto a la comida, consideran una prueba lo siguiente: en cierta ocasión en que le había invitado a cenar en Milán Valerio León, que tenía con él vínculos de hospitalidad, sirvió espárragos aliñados con aceite de perfume, en lugar de aceite de oliva; él se los comió con toda tranquilidad y a los amigos que se quejaban les increpó y les dijo: “A quienes no les gusten basta con que no los prueben, y el que reprende semejante rusticidad, ése sí que es un rústico”,

Una vez en que yendo de camino una tormenta le obligó a refugiarse en la cabaña de un hombre pobre, como halló que no había más que una única habitación en la que a duras penas cabía una sola persona, diciendo a sus amigos que los lugares honoríficos había que cedérselos a las personas más importantes, pero los necesarios a los más débiles, mandó a Opio acostarse en el cuarto; y él con los demás durmió bajo el socarrén de la puerta (parte del alero del tejado que sobresale de la pared).

18. La primera de las guerras en las Galias le enfrentó con los helvecios y los tigurinos, que, después de prender fuego  a sus doce ciudades y cuatrocientas aldeas, avanzaron a través de la Galia sometida a los romanos.

[Los acontecimientos que habían dado lugar a la intervención de los romanos habían sido así: los secuanos, en guerra con los eduos, llamaron en su ayuda a Ariovisto con los suevos, que cruzaron el Rin y vencieron a los eduos.

Pero los suevos se establecieron en Alsacia en contra de lo pactado, y eduos y sécuanos llamaron en su ayuda a Roma. El Senado, no obstante, no había acudido a la llamada de auxilio de los galos e incluso dos años después Ariovisto  había sido reconocido como amigo de Roma, medida que quizás trataba de causar un aplazamiento al inevitable enfrentamiento futuro.]

Como ya antes habían hecho cimbros y teutones, a quienes no parecían inferiores en audacia y en todo caso eran parecidos en número, porque en total eran trescientos mil, y ciento noventa mil las fuerzas combatientes. De éstos, a los tigurinos no fue él personalmente, sino Labieno, enviado por él, quien los derrotó junto al río Saona.

Los helvecios le atacaron por sorpresa cuando iba de camino con el ejército a una ciudad amiga, pero apresuró la marcha y se refugió en una posición fuerte.

Allí reunió sus fuerzas y las dispuso en orden de batalla; cuando le trajeron un caballo, declaró: “Éste me servirá después de la victoria para la persecución; ahora caminemos contra los enemigos”, y partió a pie y emprendió el ataque. Después de mucho tiempo y dificultades, rechazó a las tropas combatientes, pero fue alrededor de las carretas y la empalizada donde soportó más penalidades, porque allí no sólo fueron los hombres los que resistieron y combatieron, sino también sus hijos y mujeres, que se defendieron hasta la muerte y se dejaron despedazar juntos, de modo que la batalla apenas terminó a media noche. A la gloriosa acción de esta victoria añadió una mayor todavía: reunir a los bárbaros supervivientes que habían escapado de la batalla, que eran más de cien mil, y obligarlos a volver a hacerse cargo del país que habían abandonado y de las ciudades que habían destruido. Tomó esta medida por miedo de que los germanos atravesasen el río y ocupasen esta región ahora desierta.

19. La segunda campaña la llevó a cabo contra los germanos abiertamente en defensa de los galos, y eso que antes había hecho reconocer en Roma a su rey Ariovisto como aliado. Pero es que eran unos vecinos insoportables para los pueblos sometidos a César, y se veía que en cuanto se les presentase una oportunidad no se quedarían tranquilos en sus posesiones actuales, sino que invadirían y ocuparían la Galia.

Viendo a sus oficiales amedrentados, sobre todo a los más distinguidos y jóvenes, que habían partido en su compañía con la esperanza de aprovechar la expedición de César para llevar una vida de lujo y enriquecerse, los convocó en asamblea y les dijo que se marcharan y no corrieran riesgo contra su voluntad, estando como estaban en esa situación de cobardía y pereza. Y declaró que él personalmente tomaría consigo la décima legión y se encaminaría contra los bárbaros, ya que ni iba a combatir contra enemigos más poderosos que los cimbros ni él era peor general que Mario. A continuación, la décima legión envió delegados para reconocerle su agradecimiento, mientras los demás reprochaban a sus oficiales y, llenos de ardor e ímpetu, todos por completo le siguieron muchos días de camino, hasta acampar a doscientos estadios de los enemigos.

Hubo ante la propia llegada cierto desaliento en la audacia de Ariovisto. Pues el que atacasen los romanos, de quienes los germanos pensaban que cuando ellos los atacasen no resistirían, como no se lo esperaba Ariovisto, se quedó maravillado de la osadía de César y vio también la turbación que producía en su ejército. Todavía más los debilitaron los vaticinios de sus sacerdotisas, que adivinaban el porvenir dirigiendo sus miradas a los remolinos de los ríos y extrayendo indicios de los torbellinos y chapoteos de la corriente de agua, y no les permitían ofrecer batalla antes de que volviese la luna nuevaA César, informado de estos detalles y que veía a los germanos tranquilos, le pareció que estaba bien entablar combate mientras estaban en ese estado de desaliento antes que permanecer quieto aguardando el momento que ellos consideraban oportuno.

Y con las incursiones que lanzó contra los parapetos y las colinas sobre las que estaban acampados los fue provocando y excitando hasta impulsarlos a bajar la colina, presos de cólera, para presentar batalla campal. Tras haberlos puesto brillantemente en fuga, los persiguió cuatrocientos estadios hasta el Rin y llenó toda esta llanura de cadáveres y despojos. Ariovisto se adelantó con unos pocos y atravesó el Rin; el número de cadáveres dicen que llegó a ochenta mil.

20. Después de llevar a cabo esta campaña, dejó sus tropas en territorio de los sécuanos para que pasaran allí el invierno, y él, deseoso de atender a los asuntos de Roma, bajó a la región de la Galia en torno del Po, que formaba parte de la provincia que se le había otorgado. En efecto, el río llamado Rubicón divide la Galia situada al sur de los Alpes del resto de Italia. Durante su estancia allí, procuró ganarse el fervor popular; eran muchos los que venían a su presencia, y él a cada uno le daba lo que quería y a todos despachaba unas veces teniendo ya de él lo que deseaban, y otras veces con la esperanza de tenerlo pronto. Y todo el resto del tiempo de la expedición logró que Pompeyo no advirtiese que alternativamente sometía a los enemigos con las armas de los ciudadanos y conquistaba y sometía a los ciudadanos con las riquezas capturadas a los enemigos.

Cuando se enteró de que los belgas, que eran los más poderosos de los celtas y habitaban la tercera parte de la Galia entera, se habían sublevado y habían congregado  en armas muchas decenas de miles de hombres, dio la vuelta y al punto regresó a gran velocidad.

Y cayendo sobre los enemigos que habían saqueado el territorio de los galos aliados de Roma, puso en fuga a los que estaban más agrupados y reunían un número mayor tras un combate en el que se portaron de manera ignominiosa y causó tan gran mortandad que incluso lagunas y ríos profundos se hicieron vadeables para los romanos por el número de cadáveres que en ellos había.

Y de los pueblos sublevados, todos los que habitaban las riberas del Océano se pasaron a su bando sin combatir, y sólo tuvo que emprender una expedición contra los más salvajes y belicosos habitantes de esta región, los nervios, que, establecidos en espesos encinares donde habitaban, tras depositar familias y posesiones en lo más profundo del bosque, lo más lejos posible de los enemigos, cayeron de repente en número de 60.000 sobre César, cuando estaba haciendo una empalizada y en el momento en que menos se esperaba una batalla, y pusieron en fuga a la caballería y rodearon a la duodécima y a la séptima legión, de las que mataron a todos los centuriones. Y si no hubiera sido porque César, arrebatando un escudo y abriéndose paso entre los que combatían delante de él, arremetió contra los bárbaros, y porque la décima bajó de las alturas a la carrera al ver el peligro en el que se encontraba y cortó en dos las filas enemigas, parece que nadie habría sobrevivido. Ahora bien gracias a la audacia de César, a pesar de combatir en la batalla por encima de sus fuerzas, según se dice, ni aun así logran hacer huir a los nervios y los abaten allí mismo mientras pelean: quinientos se dice que se salvaron de los sesenta mil que eran, y sólo tres senadores de cuatrocientos.

21. Informado el  Senado de estos éxitos, decretó quince días de fiesta en los que harían sacrificios a los dioses y se suspendería toda actividad; por ninguna otra victoria anterior habían decretado tantos días de fiesta.

Y es que el peligro había parecido enorme por haber sido tantas tribus a la vez las que se habían rebelado, y como era César el que había vencido, la simpatía que el pueblo le tenía hacía la victoria más brillante.

Y él, después de arreglar la situación en la Galia, volvió a pasar el invierno en la región del Po, para ocuparse de sus intereses en Roma.

No sólo los candidatos a las magistraturas, utilizando los fondos que él les suministraba y corrompiendo al pueblo con el dinero que de él recibían, eran proclamados y ponían en ejecución todo lo que contribuyera a incrementar su poderío, sino que, además, la mayor parte de los personajes más notables y elevados se reunió con él en Lucca: Pompeyo y Craso, Apio, gobernador de Cerdeña, y Nepote, procónsul de España, de modo que llegaron a coincidir ciento veinte lictores y más de doscientos senadores.

Celebraron una conferencia en la que tomaron las siguientes decisiones: Pompeyo y Craso tenían que ser nombrados cónsules, y a César le darían dinero y otro quinquenio (5 años) de mando, cosa que pareció a las personas sensatas la mayor sinrazón.

Pues los que recibían tan grandes cantidades de dinero de César, como si éste no tuviera, trataban de convencer a los senadores de que se lo otorgaran o, mejor, los forzaban, y ellos deploraban lo que estaban concediendo con sus votos.

Y es que Catón no estaba presente, pues lo habían enviado adrede a una misión a Chipre, y Favonio, que era partidario de Catón, como no conseguía ningún resultado con su oposición, se precipitó por la puerta fuera del Senado y presentó sus protestas ante la muchedumbre. Pero nadie le hizo caso: unos por respeto a Pompeyo y Craso, y los más por complacer a César y porque vivían con la esperanza de sus favores, todos se mantuvieron tranquilos.

22. Al regresar de nuevo César con las fuerzas que estaban en la Galia, encuentra el país presa de una gran guerra, porque dos grandes tribus germánicas acababan de atravesar el Rin en busca de tierras que conquistar: Usípites  llaman a los unos y Ténteros a los otros.

Sobre la batalla que hubo contra ellos, César ha escrito en los “Comentarios” que los bárbaros, al tiempo que le enviaban embajadores en el curso de una tregua, le atacaron en el camino y que pusieron en fuga a sus jinetes, que eran cinco mil, con ochocientos de los enemigos, porque lo cogieron de sorpresa; y a continuación, que enviaron a otros ante él para volver a engañarle, a quienes él retuvo, y que condujo al ejército contra los bárbaros, considerando estupidez la lealtad con personas tan desleales y traidoras a los pactos.

 Sin embargo, Tanusio (historiador de fines de época republicana) dice que Catón, cuando el Senado decretó fiestas y sacrificios para celebrar la victoria, manifestó la opinión de que había que entregar a César a los bárbaros, para purificar la ciudad de la violación de la tregua y hacer recaer la maldición sobre el culpable.

De los que habían atravesado el Rin, las tropas derrotadas fueron cuatrocientas mil, y a los pocos que volvieron a cruzar de regreso el río los acogieron los Sugambros, una tribu germánica.

Y tomando este hecho como motivo de represalias contra ellos, César, que, por otro lado, también aspiraba a la gloria de ser el primer hombre en atravesar el Rin con un ejército, tendió un puente sobre el río, aunque era muy ancho y, particularmente en aquella época del año, tenía un caudal desbordado, impetuoso y en crecida, y a pesar de que con los palos y troncos que arrastraba corriente abajo producía sacudidas y violentos choques contra los soportes del puente.

Pero amortiguando la fuerza de éstos con grandes postes de madera clavados de un lado a otro del vado y refrenando así la corriente que se lanzaba contra la construcción que unía ambas orillas, hizo alarde de mostrar un espectáculo superior a todo lo que se pueda creer: un puente acabado en diez días.

23. Y haciendo pasar sus tropas sin que nadie osara presentarle resistencia, porque incluso los suevos, el pueblo más poderosos de los germanos, se habían retirado con sus enseres a profundas y boscosas hondonadas, tras incendiar el territorio enemigo y dar seguridades a los que siempre habían abrazado la causa de los romanos, regresó de nuevo a la Galia, después de haber pasado dieciocho días en Germania.

La expedición militar contra los Britanos se ganó la celebridad por su audacia; pues fue el primero en poner pie con una flota en el Océano occidental y en navegar por el mar Atlántico transportando un ejército para emprender la guerra.

Esta isla, de cuya existencia se desconfiaba a causa de la extensión que se le atribuía y que había dado lugar a numerosas disputas entre gran cantidad de escritores para quienes sólo era un nombre y una palabra inventada para un país que no existía ni había existido nunca, al aplicarse a dominarla, hizo avanzar el poder de los romanos más allá del mundo conocido. Dos veces hizo la travesía con los barcos hacia la isla desde las costas de la Galia que hay frente a ella y, tras causar en numerosas batallas más daños a los enemigos que provecho a sus soldados (pues nada había que mereciera la pena coger y llevarse de aquellos individuos, pobres y de vida miserable), puso fin a la guerra, pero no de la manera que pretendía; a pesar de todo al menos zarpó de la isla después de haber obtenido rehenes de su rey y haberles impuesto un tributo.

En el momento en que iba a hacer la travesía, le llegan cartas de sus amigos de Roma dándole a conocer el fallecimiento de su hija, muerta de parto en casa de Pompeyo.

Grande fue el dolor que afligió a Pompeyo, y grande también el de César; y sus amigos se llenaron de turbación, sabedores de que el parentesco que conservaba en paz y concordia el Estado, gravemente enfermo en todo lo demás, quedaba roto; y es que además, la criatura sobrevivió unos pocos días a la madre y no tardó tampoco en morir.

El cuerpo de Julia, a pesar de la oposición  de los tribunos de la plebe, la plebe lo levantó y llevó al Campo de Marte, y allí yace tras haber recibido las honras fúnebres.

24. Como César se había visto obligado a distribuir sus ya grandes fuerzas en muchos campamentos de invierno y él se había dirigido a Italia, según tenía por costumbre, estalló de nuevo la rebelión en todos los pueblos galos. Grandes ejércitos que iban de un lado a otro trataban de destruir los campamentos de invierno y atacaban las empalizadas de los romanos.

El grupo más numeroso y potente de los insurrectos, al mando de Ambiorix, aniquiló a Cota y Titurio con sus campamentos, y la legión que mandaba Quinto (el hermano de Cicerón) la rodearon y asediaron sesenta mil hombres y poco faltó para que la tomaran al asalto, porque todos los soldados estaban ya heridos y se defendieron con arrojo superior a sus fuerzas.

Cuando anunciaron estas noticias a César, que estaba lejos (se dirigía a Italia), enseguida retrocedió y, tras reunir un total de siete mil hombres, avanzó a marchas forzadas para liberar a Quinto del asedio. No pasó inadvertida su llegada a los sitiadores que le salieron al encuentro con objeto de apoderarse de él, menospreciando sus débiles efectivos. Pero él, usando de engaños, siempre se les escapaba y tomando una posición apropiada para combatir con pocos contra muchos establece un campamento fortificado. Mantuvo a los suyos apartados de todo tipo de combate y los obligó a levantar una empalizada de mayor altura y a cerrar las puertas con un muro como si estuvieran temerosos, infundiendo con esta estratagema en los enemigos el desprecio de las fuerzas de César, hasta que, envalentonados, le atacaron dispersos y entonces hizo una salida, los puso en fuga y aniquiló a muchos de ellos.

25. Esta victoria apaciguó las numerosas rebeliones de los galos de estas regiones, pero también sus idas y venidas a todos los sitios durante el invierno y su esmerada atención a las insurrecciones.

Además, le llegaron de Italia tres legiones en sustitución de las tropas perdidas: Pompeyo le prestó dos de las que estaban a sus órdenes, y una estaba recién alistada (reclutada) en la Galia Cisalpina.

Pero, lejos de estas regiones, los gérmenes de la mayor y más peligrosa de las guerras de allí, arrojados hacía tiempo en secreto y fomentados entre los pueblos más belicosos por los personajes más poderosos, empezaron a manifestarse, fortalecidos, por un lado, con una juventud en edad militar numerosa y congregada de todas partes en armas, y, por otro, con grandes riquezas reunidas en un tesoro común, ciudades fortificadas y territorios de difícil acceso.

Además, como entonces era la estación de invierno, los ríos helados, los encinares cubiertos de nieve, las llanuras transformadas en lagunas por los torrentes y, por unos sitios, los senderos imposibles de adivinar a causa del espesor de la nieve y, por otros sitios, la total incertidumbre de la ruta entre marismas y corrientes desbordadas parecían hacer para César  completamente inaccesibles  las posiciones de los rebeldes. Habían hecho defección muchas tribus; a la cabeza estaban los arvernos y los carnutos, y la autoridad suprema para dirigir la guerra la tenía por elección Vercingétorix, a cuyo padre habían matado los galos, sospechoso de querer convertirse en tirano.

Éste, pues, repartiendo sus fuerzas en muchas divisiones y poniendo a muchos jefes al frente de ellas, iba ganando para su causa todo el territorio del contorno hasta los pueblos situados a orillas del Saona, con el propósito de levantar en armas la Galia entera ahora que ya se estaba formando en Roma un partido contra César. Cosa que si hubiera hecho un poco más tarde, cuando César se metió en la guerra civil, no habrían sido los temores que se adueñaron de Italia más ligeros que los causados por los Cimbros. Ahora bien, César, que tenía fama de saber sacar el máximo partido de todos los sucesos para la guerra y que, sobre todo, tenía el genio de aprovechar las oportunidades que se presentaban, nada más enterarse de la sublevación, levantó el campo y se puso en marcha, poniendo de manifiesto ante los bárbaros, por el propio itinerario que siguió y por la energía y la rapidez de su marcha en medio de un invierno tan crudo, que un ejército venía a su encuentro irresistible e invencible. Pues donde les parecía inverosímil que se hubiera internado un mensajero o un correo de parte de él, si no era después de mucho tiempo, allí se le empezó a ver a él con todo el ejército, talando sus tierras, desmantelando sus posiciones fortificadas, sometiendo ciudades y acogiendo a los que se pasaban a su bando, hasta que entró en guerra contra él la tribu de los Eduos, que, a pesar de que siempre  se habían proclamado hermanos de los romanos y habían recibido de ellos sobresalientes muestras de honor, al unirse entonces a los insurrectos, provocaron gran desánimo en el ejército de César.

Por eso se trasladó de allí y atravesó el territorio de los lingones con la intención de entrar en contacto con los sequanos, pueblo amigo situado delante de Italia frente al resto de las Galias. Allí, cuando los enemigos le atacaron y rodearon con muchas decenas de millares, se lanzó a trabar una batalla decisiva y arremetiendo con todas sus tropas obtuvo la victoria, aunque, para sojuzgar a los bárbaros, necesitó mucho tiempo y tuvo que causar gran carnicería.

Incluso parece que al principio tuvo algún descalabro, pues los arvernos enseñan un puñal colgado junto a un templo, del que dicen que es un despojo de César. Al verlo él, tiempo después, se sonrió y, aunque los amigos le dijeron que lo quitara, no se lo permitió, por considerar que era un objeto sagrado.

27. No obstante, la mayoría de los que entonces lograron escapar fueron a refugiarse con el rey a la ciudad de Alesia. A César, durante el asedio de esta ciudad, que pasaba por ser inexpugnable por la altura de sus murallas y la multitud de sus defensores, le sobreviene de fuera un peligro mayor que todo lo que se pueda decir. Las fuerzas más poderosas que había en la Galia, congregadas de todas las tribus, llegaron en armas a Alesia, en número de trescientas mil; y los efectivos combatientes dentro de la ciudad no eran menos de ciento setenta mil, de suerte que César, sorprendido y situado en medio de tan numerosos ejércitos, se vio obligado a levantar dos muros, uno frente a la ciudad y otro del lado de los que acababan de llegar, sabedor de que si sus fuerzas se reunían, su suerte estaría completamente perdida. Por muchas razones, por tanto, es lógico que el riesgo que corrió junto a Alesia ganara la fama: ninguno de sus anteriores combates le ofreció hazañas de audacia y pericia semejantes; pero lo que más habría que admirar es que César consiguió que los de la ciudad no se enterasen de su batalla y de su éxito contra tantas decenas de miles como eran los de fuera; y más admirable todavía fue que tampoco se enteraran los romanos que vigilaban el muro que miraba a la ciudad.

Pues no se enteraron de la victoria hasta que oyeron los gemidos procedentes de Alesia de los hombres y los golpes de pecho de las mujeres, que contemplaban por el otro lado muchos escudos guarnecidos de plata y oro, muchas corazas empapadas de sangre y, además, copas y tiendas galas transportadas por los romanos a su campamento.

Con tal rapidez un ejército tan numeroso desapareció, y se desvaneció igual que un fantasma o un sueño porque la mayoría cayó en la batalla.

Los que dominaban Alesia, tras haber causado no pocos males a César y a ellos mismos terminaron por rendirse. El general en jefe de todo el ejército, Vercingetorix, tomó sus más bellas armas, enjaezó ricamente su caballo y salió por las puertas de la muralla cabalgando y después de caracolear en círculo alrededor de César, que estaba sentado, saltó del caballo, arrojó al suelo la armadura y, sentándose a los pies de César, se quedó quieto, hasta que éste le entregó a quienes lo custodiaran para la celebración del triunfo.

28. Hacía tiempo que César tenía decidido acabar con Pompeyo, como, sin duda, éste tenía decidido acabar con aquél. Pues tras la muerte entre los partos de Craso, que era el único que podía ser tercero en discordia entre ambos, no le restaba al uno, para ser el más grande, más que acabar con el que lo era, y al otro, para evitar que le sucediera eso, anticiparse y aniquilar al que temía. Pero a Pompeyo este temor sólo le había asaltado desde poco antes, pues hasta entonces no había hecho caso de César, convencido de que no sería tarea difícil volver a eliminar a quien él mismo había elevado. Por su parte, César, que desde el principio se había propuesto este objetivo y que, como un atleta, se había mantenido lejos de ambos contrincantes a gran distancia y se había estado entrenando en las guerras de la Galia, había ejercitado a sus tropas hasta hacerlas aguerridas y había ido aumentando su gloria, encumbrándose mediante sus proezas hasta una posición comparable a los éxitos de Pompeyo, al acecho de los pretextos que unas veces le proporcionaba el propio  Pompeyo y otras veces las circunstancias y el desgobierno que había en Roma, donde por culpa de la mala política, los que aspiraban a los cargos colocaban descaradamente en medio mesas de banqueros y sobornaban vergonzosamente a las masas y donde el pueblo, convertido en mercenario, bajaba al foro y competía en favor de quien le hubiera pagado, pero no con votos, sino con arcos, espadas y hondas.

[Los desórdenes callejeros en Roma habían impedido la celebración de las elecciones consulares para el año 52. A comienzos de ese mismo año, las bandas de Milón habían asesinado a Clodio, y el Senado se había visto forzado a nombrar un “interrex”, M. Emilio Lépido, que en compañía de los tribunos y el procónsul Pompeyo se encargaría de restablecer el orden en Roma.]

Con frecuencia tomaron las decisiones mancillando la tribuna con sangre y cadáveres y dejaron la Ciudad sumida en la anarquía, como barco a la deriva sin timonel, de modo que las personas sensatas se daban por contentas si en nada peor para ellos que la simple monarquía desembocaba la situación desde una demencia tan enorme y una borrasca tan grave.

 Muchos había que incluso tenían ya la osadía de decir en público que no había curación para el Estado si no era con la monarquía, y que este remedio había que darse por satisfecho con que lo aplicara el más demente de los médicos, aludiendo veladamente así a Pompeyo. Pero como él, aunque de palabra se las daba de rehusar tal honor, de hecho perseguía más  que todo el modo de ser proclamado dictador, Catón y sus partidarios se ponen de acuerdo y convencen al Senado de que le nombre cónsul único, para evitar que arrancase por la fuerza el nombramiento de dictador y se conformase con una monarquía más legítima. Además, prorrogaron con un decreto el período de su gobierno en las provincias; pues tenía dos: Hispania y África entera, las cuales administraba enviando emisarios y manteniendo ejércitos, por los que recibía del tesoro público mil talentos anuales.

29.  A raíz de esto, César envió emisarios solicitando el consulado y una prórroga semejante en sus propios mandos provinciales. Al principio, Pompeyo guardó silencio, pero se opusieron Marcelo y Léntulo, que, por otra parte, aborrecían a César, pero que, no obstante, añadieron a su necesaria respuesta actos en absoluto necesarios, con objeto de humillarle y ultrajarle. Pues a los habitantes de “Nuevo Como”, colonia recientemente fundada por César en la Galia, los despojaron de la “ciudadanía”; y Marcelo, cónsul entonces, a uno de los senadores de allí, que había venido a Roma, le torturó con varas, diciéndole además que le aplicaba este castigo como prueba de que no era romano y ordenándole que se lo mostrara a César cuando regresara.

Después del consulado de Marcelo, cuando ya César permitió a todos los que intervenían en la política extraer en abundancia dinero del pozo de las riquezas acumuladas en la Galia y cuando a Curión, tribuno de la plebe, le liberó de sus abundantes préstamos y a Paulo, que era cónsul, le dio mil quinientos talentos, con los que, entre otras cosas, éste añadió a los ornatos del foro un monumento célebre, la basílica edificada en el lugar de la Fulvia, Pompeyo, entonces, temeroso de la confabulación contra él, empezó ya a actuar a las claras, tanto personalmente como por mediación de sus amigos, para que se nombrara un sucesor para César en sus cargos y le envió recado reclamándole los soldados que le había prestado para las campañas militares en la Galia. César se los remite, tras gratificar a cada hombre con doscientas cincuenta dracmas.

Los oficiales que trajeron estas tropas a Pompeyo esparcieron entre las masas habladurías nada buenas ni benévolas a propósito de César y echaron a perder al propio Pompeyo metiéndole vanas esperanzas y haciéndole creer que el ejército de César ansiaba tenerlo por jefe y que si su situación en Roma tenía dificultades por la envidia que gangrenaba la política, sus fuerzas allí estaban enteramente a su disposición y no hacía falta más que pusiese pie en Italia para que estuviesen de inmediato a sus órdenes: tan insoportable se les había hecho César con sus permanentes campañas militares y tan sospechoso por el  miedo que les daban sus aspiraciones a la monarquía.

Con estas cosas, Pompeyo se iba llenando de engreimiento y se despreocupaba de  procurarse soldados, convencido de que no tenía nada que temer, y se hacía la ilusión de que derrotaba a César con los discursos y resoluciones políticas que hacía decretar contra él.

Pero César no se preocupaba de esto en absoluto e incluso se cuenta que uno de los centuriones llegados a Roma de parte suya, cuando, estando delante de la Curia, se le informó de que el Senado no concedía a César una prórroga en su mandato, exclamó: “¡Bueno, pues ésta se lo dará!”, al tiempo que golpeaba con la mano la empuñadura de la espada.

30. No obstante, la pretensión de César tenía una evidente apariencia de justicia: pues hacía la propuesta de deponer él las armas y que una vez que Pompeyo hiciese lo mismo, ambos, convertidos en simples ciudadanos particulares, procurasen granjearse los favores de los ciudadanos, en la convicción de que quitarle a él las tropas y confirmar a Pompeyo en el mando de las que tenía era desacreditar al uno y preparar la tiranía del otro.

Al presentar Curión esta propuesta en nombre de César ante la plebe, hubo aplausos manifiestos y hubo también quienes le arrojaron flores y coronas como a un atleta.

Por su parte, Antonio, que era tribuno de la plebe, dio a conocer a la multitud una carta recibida de César en favor de esta propuesta y la leyó a pesar de la oposición de los cónsules.

En el Senado, Escipión, suegro de Pompeyo, introdujo la moción de que se declarase “enemigo público” a César, si no deponía las armas en el día fijado.

 Al preguntar los cónsules si el Senado opinaba que Pompeyo debía licenciar a sus soldados y, a continuación, si opinaba lo mismo en cuanto a César, a la primera propuesta se adhirieron muy pocos, mientras que a la segunda todos menos unos pocos.

Y cuando Antonio y sus partidarios exigieron, a su vez, que ambos dimitieran del mando, todos unánimemente asintieron a esta proposición.

Pero como Escipión se opuso radicalmente y el cónsul Léntulo gritó que lo que hacía falta contra un pirata eran armas, no votos, entonces se levantó la sesión, y los senadores se cambiaron de vestido en señal de duelo a causa de esta disensión.

31. Y cuando llegaron cartas de parte de César que parecían ofrecer propuestas más moderadas, pues accedía a dejar todo lo demás, con tal de que se le concediera la Galia Cisalpina e Iliria con dos legiones, hasta presentarse al segundo consulado, también el orador Cicerón, recientemente llegado de Cilicia, negoció una conciliación y fue ablandando a Pompeyo, que consentía en todo lo demás, con la excepción de los soldados.

Y Cicerón trataba de convencer a los amigos de César de que transigiesen y se conformaran con las provincias mencionadas y seis mil soldados solamente, y aunque Pompeyo se dejó doblegar y aceptó estas condiciones, Léntulo, que era cónsul, no sólo no lo admitió, sino que cubrió de insultos y expulsó ignominiosamente del Senado a Antonio y a Curión, proporcionando así él mismo a César la excusa aparente y de la que más se valió para excitar los ánimos de los soldados, poniendo ante ellos de manifiesto que hombres notables y magistrados habían tenido que huir en un carruaje de alquiler con ropas de esclavos: pues así es como por miedo se habían disfrazado para escapar en secreto de Roma.

Había con él no más de trescientos jinetes y cinco mil infantes; pues el resto del ejército, que se había quedado al otro lado de los Alpes, lo iban a traer los oficiales enviados con esa misión.

Pero viendo que el comienzo de la empresa y el ataque que iniciaba no requerían por el momento muchos brazos y que más bien había que acometerlo aprovechando la estupefacción que producía su audacia y la rapidez en sacar partido de la ocasión, pues sería más fácil asustarlos con la sorpresa que reducirlos por la fuerza atacando después de hacer preparativos militares, a los oficiales y centuriones les ordenó que sólo con espadas, sin las restantes armas, ocuparan Arímino, una gran ciudad de la Galia, evitando lo más posible asesinatos y tumultos y puso a Hortensio (hijo del famoso orador Hortensio) al cargo de las fuerzas.

Mientras tanto, él pasó el día a la vista de todo el mundo y presidió como espectador unos ejercicios de gladiadores.

Poco antes del crepúsculo, se bañó y arregló, después pasó a la sala de hombres y tras compartir unos breves instantes con los invitados a la cena, cuando se estaba ya haciendo de noche, se levantó y salió, luego de haber dado muestras de amistad a todos los comensales y rogarles que le aguardaran como si fuera a regresar.

Con antelación, había convenido con unos pocos amigos en que le siguieran, pero no yendo todos por el mismo sitio, sino unos por un camino y otros por otro. Él montó en un carruaje de alquiler y se puso en marcha, primero por otro camino; luego giró en dirección a Arímino. Cuando llegaba al río que delimita la Galia Cisalpina separándola de Italia, que se llama Rubicón, comenzó a reflexionar; a medida que se aproximaba al peligro y la cabeza le iba dando vueltas ante la grandeza y osadía de su empresa, disminuía cada vez más la carrera y, finalmente, deteniendo del todo su camino (su marcha), sopesó en silencio consigo mismo muchas resoluciones diferentes, cambió de decisión en uno y otro sentido, y su determinación giró entonces en muchísimas direcciones.

Compartió también con sus amigos presentes, entre los que se encontraba Asinio Polión, sus numerosas dudas, calculando cuán enormes desgracias inauguraría para todos los hombres el cruzar el río y qué grande sería la memoria de esta acción para la posteridad.

Finalmente, como si se dejara llevar por un irrefrenable impulso irracional hacia el futuro y tras pronunciar esta frase que se ha convertido en preludio común para quienes se arrojan en  avataares dificultosos y audaces: “¡La suerte está echada!” (alea iacta est), se lanzó con resolución a vadear el río y, marchando ya en adelante a galope, penetró en Arímino antes del amanecer y la ocupó.

Se cuenta que la noche anterior a cruzar el río tuvo un sueño abominable, en el que le pareció que se unía con su propia madre en comercio impronunciable.

33.Tras la toma de Arímino, como si la guerra hubiera abierto anchas puertas a toda tierra y mar y como si al tiempo que los límites de la provincia se hubieran conculcado las leyes de la Ciudad, no se habría pensado que eran, como otras veces, los hombres y mujeres quienes, presas de pánico, iban de un lado a otro de Italia, sino que eran las propias ciudades las que se levantaban y se lanzaban a la fuga unas a través de otras, y que a Roma, como desbordada por las corrientes torrenciales de masas que huían desde los alrededores y se refugiaban allí, como ni estaba presta a obedecer a magistrado alguno ni se dejaba contener por ninguna razón, poco le faltó para volcar y arruinarse a sí misma en tan terrible marejada y oleaje. Sentimientos encontrados y violentas agitaciones se adueñaron de todos los lugares: ni siquiera los que se alegraban se mantenían en calma, pues, como se encontraban a cada paso en esta gran Ciudad con los que estaban aterrorizados y asustados y mostraban con insolencia sus esperanzas para el porvenir, se producían disputas.

Al propio Pompeyo, ya desconcertado, unos por un lado y otros por otro le llenaban de turbación: a ojos de unos, él era el responsable por haber engrandecido a César contra sí mismo y contra la autoridad constituida; y otros le echaban la culpa por haber dejado a Léntulo ultrajar a César en el momento en que éste hacía concesiones y proponía compromisos razonables.

Favonio (amigo y partidario de Catón) le increpaba a que golpease la tierra con el pie, porque Pompeyo, jactándose en cierta ocasión ante el Senado, no había permitido que los senadores intervinieran en nada ni se ocuparan de los preparativos para la guerra, pues, en cuanto atacase (César), él no tendría más que dar una patada en el suelo para llenar Italia de ejércitos. No obstante, incluso en ese momento, Pompeyo aventajaba a César en el número de tropas.

Pero nadie le permitió seguir sus propios planes y, bajo el peso de muchas noticias, mentiras y miedos, como si la guerra ya fuera inminente y se hubiera apoderado de todo, cediendo y dejándose arrastrar por el arrebato general, decreta el estado de guerra y abandona la Ciudad, tras dar la orden de que le acompañara el Senado y no se quedara nadie de los que habían elegido la patria y la libertad, en lugar de la tiranía.

34. Los cónsules huyeron sin celebrar ni siquiera el sacrificio que legalmente hay que hacer antes de partir. Y huía también la mayoría de los senadores, tras haber cogido lo que caía en sus manos de sus propiedades, a modo de rapiña de lo ajeno.

Hubo quienes, a pesar de haber abrazado con fuerza antes el partido de César, perdieron entonces la cabeza por el pánico y se dejaron arrastrar sin ninguna necesidad por la corriente de aquel arrebato.

Pero el espectáculo más lamentable era el de la Ciudad, que, al sobrevenir tan enorme temporal, iba a la deriva como nave guiada por pilotos desesperados que la dejan vagar a la ventura.

Pero por muy lamentable que fuera este éxodo, las personas consideraban el exilio “patria”, gracias a Pompeyo, y Roma la abandonaron como “campamento de César”, dándose el caso de que incluso Labieno, un hombre de los más amigos de César, que había sido legado suyo y había combatido en su compañía con singular denuedo en todas las guerras de las Galias, le abandonó entonces y se pasó al partido de Pompeyo; pero, a pesar de ello, César le remitió sus riquezas y enseres.

César marchó contra Domicio (Ahenobarbo), que, al mando de treinta cohortes, ocupaba Corfinio, y acampó en sus cercanías. Domicio, dándose por perdido, pidió a su médico, que era un esclavo, un veneno y cogiendo la pócima que éste le dio la bebió con intención de suicidarse. Pero al enterarse, poco después, de que César había tratado a los presos con admirable generosidad, se echó a llorar por su propia muerte y se culpaba de haber tomado una determinación tan precipitada. Pero cuando el médico le reanimó al decirle que lo que había bebido era un somnífero, no un veneno letal, se levantó lleno de alegría y se dirigió a César y, tras darle la mano, se pasó a continuación a Pompeyo.

La llegada de estas noticias a Roma reconfortaba los ánimos de las gentes y algunos que habían huido regresaron.

35. César se hizo cargo de las tropas de Domicio y, anticipándose, se apropió de todas las demás que eran reclutadas para Pompeyo en las ciudades.

Tras reunir así un numeroso ejército que le hacía temible, marchó contra el propio Pompeyo.

Pero éste no aguardó el ataque, sino que, huyendo a Brindisi, primero envió a los cónsules a Dirraquio con tropas y, poco después, él mismo, cuando ya llegaba César en su busca, se hizo a la mar, como se pondrá de relieve punto por punto en el relato que escribiremos sobre él.

César quería ir de inmediato  en su persecución, pero, como carecía de naves, regresó a Roma. En sesenta días se había convertido en dueño de toda Italia sin una gota de sangre.

Como encontró la ciudad más calmada de lo que esperaba y a muchos miembros del Senado con ella, entabló con éstos conversaciones equitativas y generosas, invitándoles a enviar ante Pompeyo una delegación para llegar a unos acuerdos convenientes.

Pero nadie le hizo caso, bien por temor a Pompeyo, a quien habían abandonado, bien porque consideraran que César no era sincero y sólo estaba usando palabras de bella apariencia.

Y como el tribuno de la plebe Metelo le impedía tomar dinero de los depósitos públicos e interponía la prohibición de ciertas leyes, manifestó que el momento de las armas no era el mismo que el de las leyes: “Tú, si estás descontento con lo que sucede, retírate ahora mismo sin ponerte como obstáculo: la guerra no tiene nada que ver con la franqueza de palabra; cuando haya un convenio (acuerdo) y yo deponga las armas, entonces podrás presentarte y hablar al pueblo. Y digo esto –prosiguió –haciendo dejación de mis derechos, pues eres mío y me pertenecéis tanto tú como todos los sublevados contra mí a los que he capturado”.

Tras decir esto a Metelo, se encaminó en dirección a las puertas del erario (tesoro público). Como no aparecían las llaves, mandó a buscar a unos herreros y les ordenó echar abajo las puertas.

Como Metelo volvió a oponerse entre las aprobaciones de ciertas personas, él elevó el tono de voz y le amenazó con matarlo si no dejaba de importunarle: “Y esto –afirmó- jovencito, no ignoras que para mí es más difícil de decir que de hacer”.

Estas palabras hicieron que entonces Marcelo se marchara asustado y que, en adelante, se le suministrara con facilidad y prontitud todo lo que requería para la guerra.

[ Dejó al mando de Italia a Emilio Lépido, el futuro triunviro, y a Marco Antonio. Al propio tiempo envió a Curión a ocupar Sicilia (de donde Catón huyó para unirse a Pompeyo) y África, donde el gobernador P. Acio Varrón, ayudado por el rey númida Juba, le derrotó y dio muerte.]

36. Luego marchó con el ejército a Hispania, [nada más pasar los Alpes se encontró con la oposición de Marsella, próspera colonia romana a la que la conquista de las Galias por César condenaba a la decadencia económica] decidido, en primer lugar, a expulsar de allí a Afranio y Varrón, legados de Pompeyo, y, tras haber sometido a su dominio las fuerzas de allí y las provincias, a avanzar entonces contra Pompeyo, sin dejar a su espalda a ningún enemigo.

Corrió riesgos con frecuencia, tanto por su propia vida en emboscadas, como por su ejército, a causa, sobre todo, del hambre; pero no cesó en su empeño de perseguir, retar y acorralar con empalizadas a sus adversarios, hasta que se adueñó a viva fuerza de los campamentos y de las tropas. Los oficiales de ellas se hicieron a la fuga y marcharon a unirse a Pompeyo.

[Plutarco resume las operaciones militares cerca de Lérida, en el valle del Segre (César, “Guerra civil”, I 34-37; II 1-22) de mayo a agosto, y las de Córdoba y Cádiz contra Varrón en septiembre del año 49. A comienzos de octubre se dirigía a Marsella, donde había dejado encargado del asedio a Trebonio con tres legiones.]

37. De regreso a Roma, su suegro Pisón exhortó a César a enviar una delegación a Pompeyo para tratar una reconciliación, pero Isáurico se opuso para complacer a César.

Elegido “dictador” por el Senado, restituye a los exiliados, rehabilitó en sus derechos civiles a los hijos de los que habían caído en desgracia en época de Sila y alivió a los deudores con una especie de cancelación de los intereses de sus deudas, pero otras medidas políticas de esta clase que emprendió no fueron muchas, pues, al cabo de once días, dimitió del mando único, se proclamó cónsul a sí mismo y a Servilio Isáurico, y continuó la campaña militar.

Avanzando a marchas forzadas, se adelantó  en el camino a las restantes fuerzas y con sólo seiscientos jinetes elegidos y cinco legiones, cuando ya era el solsticio de invierno, a comienzos del mes de enero, que equivaldría al de Posideón entre los atenienses, soltó amarras y se hizo a la mar.

Tras atravesar el mar Jónico, conquista Orico y Apolonia y despachó de nuevo los barcos con rumbo a Brindisi en busca de los soldados que se habían quedado rezagados en el viaje por tierra.  Éstos, mientras estuvieron de camino, como ya habían pasado la plenitud física y estaban desesperados por la multitud de fatigas padecidas, echaban las culpas a César: “¿A dónde y a qué confín nos va a llevar este hombre a dejarnos, después de hacernos dar vueltas de aquí a allá y usarnos como instrumentos inútiles e inertes? También el hierro se mella con los golpes, y después de tanto tiempo hay que tener alguna clase de miramiento con el escudo y la coraza. ¿Ni siquiera por nuestras heridas se da cuenta César de que manda en seres humanos y de que hemos nacido para soportar y sufrir sólo penalidades humanas? La estación de las borrascas y la época de los vientos en el mar ni siquiera a un dios le es posible violentarlos. Sin embargo, ése se expone como si fuera el fugitivo, no el perseguidor de los enemigos”.

Entre tales habladurías, iban haciendo con lentitud el camino a Brindisi. Pero cuando, al llegar, se encontraron con que César había zarpado, cambiaron de actitud al momento y empezaron a maldecirse a sí mismos, llamándose traidores de su general en jefe, y maldecían también a sus oficiales por no haberlos apremiado en el viaje.

Y sentados sobre los promontorios de la costa, con la vista puesta en el mar y en dirección del Epiro, trataban de otear las naves en las que iban a hacer la travesía para unirse a César.

38. En Apolonia, César, como tenía fuerzas que no eran de consideración para entablar batalla y las de Italia se estaban retrasando [ Bíbulo, al mando de la flota pompeyana, había interceptado los transportes de César cuando regresaban a Brindisi a recoger a Marco Antonio y lo bloquearon dentro del puerto. César desconocía la causa del retraso], en semejante apuro y estado de ansiedad, tomó una terrible determinación: a ocultas de todos se embarcó en un barco de carga de sólo doce remos de largo y zarpó rumbo a Brindisi, a pesar de que el mar estaba rodeado de enemigos con enormes flotas.

De noche, pues se puso por encima ropas de esclavo, embarcó y echándose en un rincón como un pasajero sin importancia se quedó quieto.

Y como la corriente del río Aoo arrastraba la nave hacia el mar, la brisa matinal que solía mantener la bonanza a esa hora por la desembocadura, al retirar mar adentro el oleaje, la había extinguido un viento marino que había soplado con fuerza por la noche.

El río se embraveció contra la pleamar y en la dirección opuesta del oleaje, se encrespó y se veía obligado a recular en su corriente con gran estruendo y ásperos remolinos, de modo que para el timonel era imposible forzar el paso. Por eso, mandó a los marineros virar para retroceder río arriba.

Al darse cuenta, César se da a conocer y cogiendo de la mano al timonel, estupefacto ante lo que veía, le dijo: “Adelante, buen hombre, atrévete y no tengas ningún temor. A César es a quien llevas, y la fortuna de César navega contigo”.

Al punto los marinos se olvidaron del temporal y, aplicándose a los remos, intentaron con todo denuedo (esfuerzo) abrirse paso por la fuerza a través el río. Mas, como era imposible, tras haber tragado gran cantidad de agua de mar y arriesgado la propia vida, condescendió mal de su agrado con el timonel en virar.

Al regresar río arriba, sus soldados salieron en tropel a su encuentro, quejosos y muy dolidos de que no estuviera convencido de que sería capaz de obtener la victoria sólo con ellos, y de que se inquietara y expusiera su vida por las tropas ausentes, como si no tuviera confianza en las presentes.

39. Después Antonio arribó trayendo las tropas de Brindisi. Alentado con esto, César provocaba el ataque de Pompeyo, instalado en una buena posición y suficientemente avituallado por tierra y por mar, mientras que él, que ya al principio distaba de encontrarse en la abundancia, más tarde se vio violentamente oprimido por la carencia de víveres.

Sus soldados cortaban cierta raíz que amasaban con leche y se la llevaban a la boca; e incluso una vez moldearon panes con ellas y corriendo hasta los puestos avanzados de los enemigos los arrojaban dentro de la trinchera y se los lanzaban al otro lado de ella, al tiempo que les decían que mientras que la tierra produjera tales raíces no dejarían de tener sitiado a Pompeyo.

Sin embargo, éste no permitió que ni los panes ni estas expresiones se divulgasen y llegasen a la masa; pues sus soldados estaban desanimados y temían la ferocidad y el carácter implacable de sus enemigos, como si tuvieran que vérselas con fieras salvajes.

Había constantes escaramuzas alrededor de las empalizadas de Pompeyo y en todas ellas César llevó la mejor parte, excepto en una en la que al producirse una desbandada general, a punto estuvo de perder el campamento. Pues ante la acometida de Pompeyo, nadie permaneció en su puesto, y los fosos se fueron llenando de soldados agonizantes, y en sus propias empalizadas y muros del contorno caían los hombres, rechazados hasta allí en desbandada.

César salió a su encuentro y trató de hacer volver a los fugitivos, pero no consiguió nada; agarraba las insignias, pero los que las llevaban las tiraban al suelo, hasta el punto de que los enemigos capturaron a treinta y dos y al propio  César le faltó poco para morir.

Pues cuando echó la mano a un hombre alto y corpulento que pasó huyendo a su lado y le mandó quedarse en su puesto y volver cara contra los enemigos, él, enloquecido ante el peligro, levantó la espada para golpearle, pero se adelantó el escudero de César y le cortó el hombro de un tajo.

Y tan desesperada llegó a juzgar su situación, que cuando Pompeyo, por precaución o por azar, en lugar de coronar aquella gran acción hasta rematarla, se retiró contentándose con encerrar a los fugitivos en su empalizada, César dijo a sus amigos según regresaba: “Hoy la victoria habría estado en manos de los enemigos, si hubieran tenido a quien supiera vencer”.

Y él, luego de entrar en la tienda y acostarse, pasó aquella noche, que fue la más triste de su vida, perdido en reflexiones sin salida, culpándose de la mala estrategia que había seguido, porque, teniendo a su alcance una región fértil y las opulentas ciudades de Macedonia y Tesalia, había dejado de desviara allí la guerra y se había asentado en ese sitio junto al mar, siendo así que los enemigos tenían la superioridad naval, con la consecuencia de que más bien era él el asediado por el hambre que el sitiador por las armas.

Agitado así y angustiado ante los apuros y la dificultad de la situación, levantó el campo con la decisión de avanzar a Macedonia contra Escipión; pues o bien atraería a Pompeyo a una región donde tuviera que combatir sin tener las mismas facilidades para recibir abastecimiento desde el mar o acabaría con Escipión si Pompeyo lo dejaba solo.

40. Esta retirada llenó de optimismo al ejército de Pompeyo y a sus oficiales, que le instaban a no perder contacto con César, como si ya estuviera derrotado y fugitivo.

Pues el propio Pompeyo tenía prevenciones a la hora de afrontar el riesgo de una batalla en la que se aventuraban cosas tan importantes y, como estaba excelentemente provisto de todo para una guerra larga, se proponía desgastar y marchitar progresivamente el vigor de los enemigos, que a su juicio duraría poco. Pues las tropas más aguerridas de las fuerzas de César tenían experiencia y audacias irresistible para los combates, pero en las marchas y en las acampadas, en las guardias de los muros y en las vigilias durante la noche, sucumbían a la fatiga a causa de la edad y tenían el cuerpo pesado para las fatigas, porque iban perdiendo su arrojo por la debilidad física.

Además, se dijo por entonces que una enfermedad contagiosa, que había tenido su origen en lo inaudito de su alimentación, se estaba propagando por el ejército de César; y lo esencial es que, como ni estaba sobrado de dinero ni disponía de víveres, daba la impresión de que en breve tiempo se disolvería por sí mismo.

41. Estas eran las razones por las que Pompeyo no quería presentar batalla. El único que aprobaba su proceder, por el deseo de ahorrar vidas de ciudadanos, era Catón, que incluso al ver que los enemigos caídos en la batalla ascendían al número de mil, se había marchado de allí cubriéndose la cara y envuelto en lágrimas.

Pero todos los demás maldecían a Pompeyo por rehuir el combate y le incitaban llamándole “Agamenón” y “rey de reyes”, como dando a entender que no quería deponer el mando absoluto y que estaba muy contento de que tan importantes jefes dependieran de él y vinieran a verlo a su tienda.

Favonio, que cometía la locura de dársela de hablar con la misma franqueza que Catón, se lamentaba de que si ese año  no les era posible saborear los higos de Túsculo sería por el afán de mandar, que tenía Pompeyo.

Y Afranio, recién llegado de Hispania, donde había dirigido mal la guerra y a quien se acusaba de haber traicionado al ejército por dinero, preguntaba por qué no combatían contra ese mercader que acababa de comprarle aquellas provincias.

Impulsado por todo esto, Pompeyo, contra su voluntad, avanzó para presentar batalla y marcho en persecución de César.

Éste cumplió con dificultades la primera fase de la marcha, porque nadie la ponía a la venta provisiones, ya que todos le menospreciaban por su reciente derrota.

Pero cuando conquistó Gonfos, ciudad de Tesalia, no sólo tuvo para dar alimento al ejército, sino que además los liberó de la enfermedad de un modo bien paradójico: los soldados encontraron vino en abundancia y, al beber sin límites y entregarse a continuación a festines y orgías báquicas a lo largo de la ruta después de la borrachera, la modificación y alteración en su constitución física causaron el efecto de rechazar y apartar el mal que les aquejaba.

42. Y cuando ambos penetraron en el territorio de Farsalia y establecieron allí sus campamentos, Pompeyo echó marcha atrás en sus propósitos y volvió a sus planes anteriores, tanto más cuanto que había tenido unas apariciones y una visión en sueños que no auspiciaban nada bueno: soñó que se veía en el teatro aplaudido por los romanos.

 Pero los que le rodeaban estaban tan confiados y tenían tal presunción de victoria, que Domicio, Espinter y Escipión comenzaron a disputarse el cargo de sumo pontífice de César, porfiando acaloradamente entre sí, y muchos enviaron a Roma a quienes alquilaran y se anticiparan a ocupar casas adecuadas para alojar a cónsules y pretores, dando por supuesto que obtendrían estos cargos nada más acabar la guerra.

Los más impacientes por entrar en batalla eran los jinetes, soberbiamente ataviados con los destellos de sus armas, el entrenamiento de sus caballos y la prestancia de su figura física, y orgullosos además por su número, pues eran siete mil contra los mil de César. Tampoco el número de los infantes era parejo, porque cuarenta y cinco mil se desplegaban en orden de batalla contra veintidós mil.

43. César reunió a sus soldados y empezó por decirles que estaba cerca  Cornificio, que le traía dos legiones, y que otras quince cohortes al mando de Caleno se hallaban acuarteladas en los alrededores de Mégara y Atenas. Luego les preguntó si preferían aguardarlos o correr ellos por sí  solos el riesgo de la batalla. Ellos prorrumpieron en gritos, pidiéndole que no esperara, y que se las ingeniara e ideara una estrategia para entrar cuanto antes en combate con los enemigos.

Al proceder a la “lustración de las fuerzas” (rito sacrificial), nada más inmolar la primera víctima, el adivino explicó que dos días después se libraría la batalla decisiva con los enemigos.

Y, al preguntarle César si además veía en las víctimas alguna buena señal sobre el resultado, declaró: “Tú eres quien mejor podría hallar una respuesta para tu propia pregunta: los dioses revelan un gran cambio y un giro total de la situación actual; de modo que si crees que en este momento te encuentras en buen estado, debes aguardar la peor parte, y si ahora crees que es malo, el mejor”.

La noche precedente a la batalla, mientras inspeccionaba los puestos de guardia a eso de medianoche, se vio en el cielo una luminaria que al sobrepasar el campamento de César se hizo resplandeciente y brillante, y luego pareció caer en el de Pompeyo. Durante la vigilia del alba, también notaron que se producía un terror pánico entre los enemigos. Sin embargo, César no esperaba que la batalla tuviera lugar aquel día y empezó a levantar el campo como para encaminarse a Escotusa.

44. Y cuando, con las tiendas ya desmontadas, los espías llegaron a caballo ante él, anunciando que los enemigos estaban bajando para librar batalla, lleno de alegría y después de dirigir una plegaria a los dioses, desplegó la infantería en orden de batalla, dividiéndola en formación triple.

Al mando de los de en medio puso a Domicio Calvino, y de las “alas”, Antonio mandaba una, y él se hizo cargo de la derecha, donde iba a combatir con la legión décima.

Viendo que enfrente de aquella parte estaba formada la caballería de los enemigos, temeroso de la brillantez y el número de esas tropas, mandó a seis cohortes de la última línea dar un rodeo sin que los enemigos lo viesen y acercársele a él, y las colocó detrás del ala derecha, dándoles instrucciones de lo que tenían que hacer cuando la caballería enemiga cargara.

Por su parte, Pompeyo tenía el mando de una de las “alas”, Domicio tenía el mando del “ala” izquierda, y en el centro mandaba Escipión, el suegro de Pompeyo.

Toda la caballería ejercía su peso sobre la izquierda, para envolver la derecha de los enemigos y provocar una huida manifiesta por donde se encontraba el propio general en jefe; pues cualquiera que fuera la profundidad de la falange de infantería, creían que ninguna podría resistir, sino que toda la formación en el bando contrario quedaría destrozada y hecha añicos en cuanto se produjera la carga de tan gran número de jinetes.

Y cuando ambos iban a dar la señal de ataque, Pompeyo mandó que la infantería aguardara la carga de los enemigos, firme, con las armas en posición de descanso y a la espera, hasta que se hallaran a tiro de jabalina.

César afirma que Pompeyo se equivocó también en esto, al ignorar que la colisión que se hace a la carrera y con el ímpetu al principio de la batalla añade violencia a los golpes y colabora en inflamar el ánimo, que se reaviva gracias al choque.

En el momento en que iba a poner en movimiento a la infantería y ya avanzaba para entrar en acción, al primero que ve César es a uno de los centuriones, un hombre leal a él y experimentado en los combates, alentando a sus subordinados e incitando a porfiar en valor. Le llama en voz alta por su nombre y le dijo: “¿Qué esperanza tenemos, Gayo Crasinio, y cómo estamos de coraje?”. Crasinio, extendiendo la diestra y dando grandes voces, exclamó: “Venceremos brillantemente, César; y a mí, hoy, vivo o muerto, me elogiarás”-

Tras decir esto, acomete el primero a los enemigos a la carrera, empujando consigo a los ciento veinte soldados a sus órdenes.

Y después de hacer añicos a los de la primera fila, avanza adelante entre gran matanza y abrirse un paso a viva fuerza, su progresión queda cortada cuando le clavan por la boca una espada con tal violencia que la punta sobresale por la nuca.

45. Mientras la infantería luchaba y se batía así por el centro, la caballería de Pompeyo se lanzó impetuosamente desde el ala, desplegando sus escuadrones para envolver el ala derecha de César.

Pero antes del encuentro, las cohortes salen corriendo del lado de César, y en lugar de utilizar las jabalinas como armas arrojadizas, según era su costumbre, o de golpear de cerca los muslos o las pantorrillas de los enemigos, asestan sus golpes a los ojos y los hieren en la cara, pues éstas eran las instrucciones que César les había dado para que hicieran, con la esperanza de que estos hombres, que no se habían enfrentado muchas veces a guerras y heridas, como jóvenes y vanidosos de su prestancia y lozanía que eran, sería esta clase de lanzadas las que más temerían y peor soportarían en su puesto de batalla, por miedo del peligro del momento y de la humillación vergonzosa para el futuro.

Y esto es lo que precisamente sucedió, pues no aguantaban las jabalinas con las puntas dirigidas hacia arriba ni tenían osadía suficiente para ver el hierro ante sus ojos, sino que volvían la cara o se la tapaban para protegerla del peligro.

Finalmente, tras llenar así de confusión sus propias filas, giraron y se dieron a la fuga, echando a perder del modo más ignominioso la totalidad del ejército.

Pero al punto, los que habían logrado la victoria sobre éstos fueron rodeando a la infantería y, cayendo sobre ella por la espalda, la destrozaron.

Pompeyo, cuando divisó desde la otra ala a los jinetes diseminados en desbandada, ya no fue el mismo ni se acordó de que era Pompeyo Magno; semejante en todo a una persona privada de juicio por la divinidad o presa de estupefacción por una derrota divina, se retiró a su tienda sin pronunciar palabra y se quedó sentado aguardando el desarrollo de los acontecimientos, hasta que, una vez producida la desbandada general, los enemigos asaltaron la empalizada y trabaron combate con los que la custodiaban.

Entonces, como si recobrara el conocimiento, estas palabras, según afirman, son las únicas que emitió: “¡De modo que hasta el campamento!”; luego se quitó el traje de campaña y las insignias de general, se lo cambió por unas ropas adecuadas a un fugitivo y salió en secreto.

Ahora bien, con qué vicisitudes se encontró después, cómo se entregó a los egipcios y fue asesinado por ellos, lo indicamos en su biografía (“Pompeyo”, 73 ss).

César, cuando estuvo dentro de la empalizada de Pompeyo y vio los cadáveres de los enemigos que ya  yacían y a los hombres a los que todavía estaban dando muerte, exhaló un sollozo y dijo: “Ellos lo han querido; a un extremo de necesidad me han llevado (de manera) que yo, Gayo César, que culminé con éxito las mayores guerras, si hubiera licenciado mis ejércitos, habría resultado condenado”.

Asinio Polión afirma que César pronunció otras palabras en latín en aquella oportunidad (ocasión), y que él las ha escrito en griego; y añade que de los muertos la mayoría resultaron ser criados, aniquilados en la toma del campamento, y que de los soldados no cayeron más de seis mil.

De los capturados vivos, la mayoría la incorporó César a sus legiones; e incluso a muchos de los personajes notables les concedió el perdón. Entre ellos se encontraba Bruto, el que más tarde le asesinó, por quien se cuenta que César estuvo muy angustiado mientras no apareció y que, cuando regresó a salvo y se presentó ante él, se llevó una alegría extraordinaria.

47. De las muchas señales que hubo de la victoria, la más notable es la que cuentan que se produjo en Trales (ciudad griega).

En el santuario de la Victoria se erigía una estatua de César; el suelo de alrededor, compacto ya por naturaleza, estaba enlosado por encima con piedra dura, pero de él dicen que brotó una palma junto a la base de la estatua.

En Padua, Gayo Cornelio, personaje célebre por sus dotes adivinatorias y compatriota y pariente del historiador Livio, coincidió que aquel día estaba sentado para observar el vuelo de las aves. Y en primer lugar, según afirma Livio, conoció el momento de la batalla, y a los que estaban allí les dijo que en ese instante se estaba decidiendo el asunto y los hombres estaban entrando en acción.

De nuevo volvió a la inspección y tras haber inspeccionado las señales saltó, gritando con entusiasmo: “¡Eres el vencedor, César!”. Y ante el estupor de los que allí se encontraban, quitándose la corona de la cabeza, declaró bajo juramento que no se la volvería a poner hasta que los hechos atestiguaran en favor de su arte. Livio asegura que esto fue así.

48. Después de ofrecer la libertad como presente (regalo) de la victoria al pueblo de los tesalios, César emprendió la persecución de Pompeyo. (Pompeyo había huido primero a Lesbos, donde se encontraban su esposa y su hijo, y de allí a Egipto).

Al tomar tierra en Asia, dio la libertad a los Cnidios por complacer a Teopompo, autor de una recopilación de mitos, y perdonó a todos los habitantes de Asia un tercio de los tributos.

Habiendo arribado a Alejandría, muerto Pompeyo, dio la espalda a Teódoto, cuando éste le presentaba la cabeza de Pompeyo y, al recibir su sello, se echó a llorar.

Y a todos lo compañeros y partidarios de Pompeyo, que, en su errar por el país, habían sido apresados por el rey (egipcio), los trató con generosidad y se los atrajo.

Escribió a sus amigos a Roma, diciéndoles que la mayor y más grata satisfacción que le había reportado la victoria era salvar a algunos de los conciudadanos que habían hecho la guerra contra él en todo momento.

En cuanto a la guerra de allí (en Egipto), unos dicen que no era necesaria y que emprendió sólo por amor a Cleopatra esta campaña, que no le dio ninguna gloria y estuvo erizada de peligros. Otros echan la culpa a los ministros reales (del rey egipcio) y, en particular, al eunuco Potino, el más influyente de ellos, que, tras haber asesinado recientemente a Pompeyo y expulsado a Cleopatra, tramaba ahora secretas conspiraciones contra César. Por esto es por lo que afirman que a partir de entonces César comenzó a pasar las noches bebiendo para velar por su seguridad personal. Por otra parte, incluso en público Potino se había hecho intolerable y hacía y decía muchas cosas odiosas y ultrajantes contra César: a los soldados le entregaba raciones de trigo peor y más rancio y les mandaba aguantarse y contentarse con ello, porque estaban comiendo de lo ajeno; y para las cenas utilizaba vajilla de madera y de barro con el pretexto de que toda la de oro y plata la tenía César en prenda de una deuda.

En efecto, el padre de quien entonces reinaba (el padre era Ptolomeo XII Auletes) debía a César diecisiete millones y medio de dracmas, de las que César había perdonado los siete millones y medio a sus hijos, y en este momento reclamaba el pago de los diez millones restantes para el mantenimiento del ejército.

Y como Potino le decía que ahora se marchara y se ocupara de los asuntos importantes y que más tarde recibiría el importe (debido) junto con su agradecimiento, César le respondió que lo que menos  falta le hacía eran consejeros egipcios, y, en secreto, mandó a buscar fuera del país a Cleopatra (que había sido desterrada por Potino).

49. Cleopatra, tomando consigo sólo a uno de sus amigos, el siciliano Apolodoro, embarcó en un pequeño esquife y arribó al palacio cuando ya se estaba haciendo de noche.

Y no habiendo otro medio de pasar inadvertida, se metió en un saco para guardar ropa de cama y se extendió en su interior todo lo larga que era. Apolodoro ató con una correa el saco y entró con él por la puerta hasta donde estaba César.

Se cuenta  que ésta fue la primera treta por la que César se dejó cautivar por Cleopatra, a quien encontró encantadora, y que, prendado de su trato y gracia, la reconcilió con su hermano para que compartiera con él el reino.

Después, en un banquete que había reunido a todos para esta reconciliación, un criado de César, el barbero, una persona que por su carácter medroso, en lo que sobrepasaba a todo el mundo, no dejaba nada sin examinar, aplicaba la oreja a todo y curioseaba todo, se enteró de una conspiración tramada contra César por el general (egipcio) Aquilas y el eunuco Potino.

César la descubrió, rodeó de guardias la sala de los hombres donde se celebraba el banquete y dio muerte a Potino. Pero Aquilas, que huyó al campamento, suscita contra él una guerra dura y difícil de conducir, en la que César tuvo que defenderse con poquísimas tropas contra una ciudad y unas fuerzas tan enormes.

El primer riesgo que corrió en ella fue el quedar privado de agua, pues las tuberías fueron tapiadas por los enemigos; el segundo fue que, amenazado de verse interceptado de la flota (de que su flota le fuese arrebatada por el enemigo), se vio obligado a rechazar el peligro mediante el fuego, que, al propagarse desde los arsenales, destruyó la Biblioteca (de Alejandría).

[César prefirió incendiar su flota, de la que estaba a punto de apoderarse Aquilas. El fuego se propagó con tal violencia que devoró unos almacenes de grano y desde allí pasó a la famosa Biblioteca de Alejandría, el museo creado por los Ptolomeos.]

Y el tercero fue que, cuando se trabó batalla junto al Faro, saltó de la escollera a un esquife para ir en socorro de sus tropas combatientes y, como los egipcios acudían de todas partes con sus barcos a atacarle, se arrojó al mar y a duras penas y con dificultades escapó a nado.

Fue entonces cuando se cuenta que no abandonó los muchos papeles de notas que llevaba, aunque le estaban disparando y se hundía en el agua, y que fue nadando con un brazo mientras con el otro mantenía las notas en alto por encima del nivel del mar. En cuanto al esquife, no tardó en hundirse.

Finalmente, cuando el rey se incorporó a las tropas enemigas, marchó contra él, entabló batalla y le venció; muchos cayeron y al propio rey se le dio por desaparecido.

A continuación, dejó como reina de Egipto a Cleopatra, que poco después dio a luz de él  un hijo a quien los alejandrinos llamaron “Cesarión”, y partió a Siria.

De allí se trasladó a Asia, donde se enteró de que Domicio (Enobarbo), derrotado por Farnaces, hijo de Mitrídates, había huido del Ponto con unos pocos y de que Farnaces, insaciable en la explotación de la victoria, ocupaba tanto Bitinia como Capadocia, amenazaba la llamada “Pequeña Armenia” y sublevaba en aquella región a todos los reyes y tetrarcas (gobernadores de provincia).

Al punto, pues, emprendió la marcha contra este individuo con tres legiones, trabó con él una gran batalla en las cercanías de la Ciudad de Zela (al sur del mar Negro) y a él lo expulsó fugitivo del Ponto y aniquiló por completo su ejército.

Al anunciar la rapidez y celeridad de esta batalla a Macio, uno de sus amigos que estaba en Roma, escribió estas tres palabras: “Veni, vidi, vici” (Vine, vi y vencí). En latín estas palabras, al tener la misma terminación, tienen gran expresividad por su concisión.

51. A continuación, hizo la travesía rumbo a Italia y subió a Roma a fines del año para el que había sido elegido “dictador” por segunda vez, cargo que hasta entonces nunca había sido anual. Para el año siguiente se le designó cónsul.

Y fue objeto de murmuración porque, cuando los soldados se amotinaron y dieron muerte a dos antiguos pretores, Cosconio y Galba, la única pena que les impuso fue llamarlos “ciudadanos” en lugar de “soldados” y porque distribuyó a cada hombre mil dracmas y lotes de tierra en una gran parte de Italia.

Se le criticaba también la loca conducta de Dolabela, la codicia de Macio, las borracheras de Antonio, que, además, registraba todos los enseres de la casa de Pompeyo y la hacía transformar, porque no la consideraba suficiente para él. Por todo esto, los romanos estaban indignados.

César no ignoraba estas acciones ni las aprobaba, pero, a causa de sus proyectos de gobierno, se veía obligado a emplear tales colaboradores.

52. Como Catón y Escipión había huido a África después de la batalla de Farsalia, y allí, con el auxilio que les prestó el rey Juba, habían congregado un número de tropas considerable, César decidió emprender una campaña contra ellos.

Hacia el solsticio de invierno (diciembre), tras pasar a Sicilia y con objeto de cortar de raíz toda esperanza que pudieran tener sus oficiales de un retraso o una demora, clavó su tienda sobre la playa. Y en cuanto le levantó viento favorable, embarcó y se hizo a la mar con tres mil infantes y unos pocos jinetes.

Tras hacerlos desembarcar, volvió a zarpar en secreto, preocupado por el grueso de sus fuerzas, se encontró con ellos cuando ya estaban en el mar y condujo a todos al campamento.

Informado de que los enemigos estaban envalentonados por cierto antiguo oráculo, según el cual correspondía al linaje de los Escipiones ejercer su dominio siempre sobre Libia, es difícil de decir si en broma y por burlarse de Escipión, el general de los enemigos, o si por poner de su lado el augurio, tomándoselo en serio, como había en su ejército un individuo, por lo demás depreciable e insignificante, pero que era de la casa de los “Africanosy se llamaba Escipión Salvito, lo ponía al frente en las batallas, como si fuera el jefe del ejército; y es que con frecuencia César se veía obligado a tomar contacto con los enemigos y a buscar el combate. Pues ni había trigo en abundancia para los hombres ni forraje para las acémilas y se veían forzados a mantener los caballos con algas marinas, que lavaban para quitar la sal y mezclaban con un poco de grama como condimento. Pues los númidas, que hacían constantes incursiones en gran número y con rapidez, eran dueños del territorio.

Y una vez que los jinetes de César no estaban de servicio, pues se encontraba con ellos un libio que estaba haciendo una exhibición de baile y de solo de flauta dignos de admiración, estaban ellos sentados disfrutando del espectáculo y habían encomendado el cuidado de los caballos a los mozos, cuando, de repente, los enemigos los rodearon y atacaron y a unos los matan allí mismo y penetraron con los que se dirigían en desbandada al campamento y lo invadieron.

Y si no hubiera sido porque César en persona y, junto con César, Asinio Polión, contuvieron la fuga acudiendo en su auxilio desde la empalizada, la suerte de la guerra habría quedado perdida.

Y hubo otra batalla en la que los enemigos llevaron la mejor parte, en la que al producirse el choque de ambas líneas, se cuenta que César agarró del cuello al portaestandarte, que venía huyendo, y le dijo: “Allí están los enemigos”.

Estos prolegómenos alentaron a Escipión a buscar una decisión en batalla campal. Dejando entonces aparte a Afranio y a Juba, acampados a corta distancia entre sí, se puso a levantar una fortificación para su campamento por encima de una laguna cerca de la ciudad de Tapso, para que les sirviera a todos de base de operaciones para una batalla y de refugio.

Mientras él atendía estos trabajos, César atravesó con inimaginable celeridad unos parajes boscosos que tenían salidas insospechadas, y rodeó a unos y atacó a otros de cara.

Y poniéndolos en fuga, aprovechó la ocasión y el ir a favor de la corriente de la fortuna, y gracias a ésta en el mismo ataque capturó el campamento de Afranio y, al huir Juba, saqueó el de los númidas.

Dueño de tres campamentos en una pequeña fracción de un único día y tras haber aniquilado a cincuenta mil enemigos, no perdió ni siquiera a cincuenta de las tropas propias.

Esto es lo que unos autores relatan sobre aquella batalla; mas otros declaran que él no estuvo presente en la acción y que en el momento en que estaba formando al ejército y tomando las disposiciones necesarias para el combate, sufrió un ataque de su enfermedad crónica (epilepsia), y que en cuanto notó que le comenzaba el acceso, antes de que el dolor le perturbara y se adueñara por completo de sus sentidos, ya convulsionados, hizo que le condujeran a una de las torres próximas y pasó allí el tiempo descansando.

De los excónsules y expretores que escaparon de la batalla, unos se suicidaron al ser apresados y a muchos los mató César, después de apresarlos.

54. Ansioso de prender vivo a Catón, partió a marchas forzadas hacia Útica; pues éste, como custodiaba aquella ciudad, no había tomado parte en el combate.

Y cuando se le informó de que Catón se había dado muerte, quedó notoriamente afligido, aunque no se sabe por qué. El caso es que dijo: “Catón, me duele tu muerte, igual que a ti te ha dolido que yo te salvara”.

Sin embargo, el discurso escrito más tarde por César contra Catón, ya muerto, no parece constituir una prueba de que tuviera hacia él disposición clemente y favorable a la conciliación.

¿Cómo habría perdonado cuando estaba vivo a aquel contra quien, cuando ya era insensible, vertió tanta bilis?

Sin embargo, de la indulgencia con la que trató a Cicerón, a Bruto y a innumerables otros de los que habían hecho la guerra contra él, deducen que igualmente aquel discurso no lo compuso por odio, sino por su honor político, a causa de lo siguiente.

Había escrito Cicerón un encomio de Catón al que puso por título “Catón”; el libro tuvo gran éxito entre muchas personas, como era de esperar de una obra compuesta por el más elocuente de los oradores y dedicada al más brillante tema.

Esto molestó a César, que consideraba acusación contra sí mismo el elogio de quien había muerto por su culpa. Por eso escribió otra obra reuniendo muchos cargos (acusaciones) diversos contra Catón. El libro tiene por título “Anticatón”, y cada una de las dos obras tiene muchos fervientes entusiastas a causa de César y de Catón.

55. Cuando regresó de África a Roma, primero pronunció ante el pueblo un discurso de exaltación de la victoria, en el que dijo que había subyugado territorios tan inmensos como para procurar cada año al erario público doscientos mil medimnos áticos de trigo y tres millones de libras de aceite.

A continuación celebró sus triunfos: el galo, el egipcio, el póntico y el africano; este último, no por Escipión, sino por el rey Juba.

En el triunfo que se celebró en aquella ocasión, desfiló en el cortejo  Juba, hijo del rey, que aún era un niño pequeño, y su captura fue para él la suma de la felicidad, porque de bárbaro y númida que era, terminó por convertirse y contarse entre los más eruditos historiadores griegos.

Después de los triunfos, obsequió a sus soldados con grandes gratificaciones y se captó la simpatía del pueblo con festines y espectáculos. Ofreció un banquete a todos a la vez en veintidós mil triclinios y presentó espectáculos de gladiadores y naumaquias en honor de su hija Julia, fallecida ya hacía tiempo.

Cuando, tras los espectáculos, se hizo un censo, en lugar de los trescientos veinte mil ciudadanos que había en el anterior, se contaron ciento cincuenta mil en total. ¡Tan enormes pérdidas había producido la guerra civil y tan gran parte del pueblo había (sido) aniquilada, y eso sin tener en cuenta las desgracias que asolaron el resto de Italia y las provincias!

56. Tras la realización de estos actos, designado cónsul por cuarta vez, fue a Hispania en compaña militar contra los hijos de Pompeyo, que, a pesar de su juventud, habían reunido un ejército de número extraordinario y exhibido una audacia para el mundo tan considerable, que pusieron a César en un peligro extremo.

La gran batalla se libró en las inmediaciones de la ciudad de Munda (Montilla, Málaga), y en ella César, al ver que sus soldados eran objeto de una fuerte presión ante la que ofrecían sólo débil resistencia, fue recorriendo las filas de la infantería, mientras gritaba que si no tenían nada de vergüenza lo cogiesen y lo entregasen en manos de aquellos mozalbetes.

A duras penas y con mucho esfuerzo logró rechazar a los enemigos; de ellos mató a más de treinta mil, y de los suyos perdió a mil, los más valientes.

Al retirarse después de la batalla, dijo a sus amigos que muchas veces había luchado por la victoria, pero que esta era la primera vez que había combatido por su vida.

El día que obtuvo esta victoria fue el de la fiesta de las “Dionisias”, el mismo en el que se dice que Pompeyo Magno había partido para la guerra. Entre medias había transcurrido un intervalo de cuatro años.

De los hijos de Pompeyo, el más joven logró escapar, y del mayor, pocos días después, Didio le trajo la cabeza.

Esta es la última guerra en la que combatió César.

El “triunfo” celebrado por ella afligió a los romanos como ningún otro; pues como no había derrotado a caudillos extranjeros ni a reyes bárbaros, sino que eran los hijos y la estirpe del varón mejor de los romanos, víctima de los avatares de la fortuna, a quienes había aniquilado, no estaba bien organizar un cortejo triunfal por lo que eran desgracias de la patria y vanagloriarse por acciones cuya única defensa, ante los dioses como ante los hombres, era el haber sido ejecutadas por necesidad, y eso sin haber enviado previamente ni mensajero ni cartas oficiales para anunciar su victoria en las guerras civiles, y habiendo rechazado, por el contrario, la gloria de tales acciones por pudor.

57. No obstante, con la cabeza inclinada ante la fortuna de César, aceptando el yugo y considerando la monarquía respiro de las guerras civiles y de las desgracias, le designarondictador” de por vida. Esto era una reconocida tiranía, porque a la exención de rendición de cuentas la monarquía unía la perpetuidad.

Cicerón fue quien propuso al Senado los primeros honores que se le dispensarían, cuya magnitud no se excedía de ninguna manera los límites de la condición humana, pero otros fueron añadiendo exceso sobre exceso y rivalizando entre sí, hasta que consiguieron hacer a César odioso e insoportable incluso para los más moderados por el volumen y el carácter inaudito de los homenajes que decretaban.

Existe la opinión de que en ellos compitieron no menos que los aduladores los que aborrecían a César, a fin de tener contra él el mayor número posible de pretextos y para aparentar atacarle con las acusaciones más graves.

Pero, por lo demás, una vez llegadas a término las guerras civiles, la conducta de César fue irreprochable, y el santuario de la “Clemencia” no parecen haberlo decretado en su honor sin razón, como prueba de gratitud por su moderación.

Pues, de hecho, perdonó a muchos de los que habían hecho la guerra contra él y a algunos les dio por añadidura magistraturas y honores, como a Bruto y a Casio, que fueron “pretores”.

Y no se despreocupó de la estatuas de Pompeyo que habían sido echados abajo, sino que las volvió a erigir, a propósito de lo cual Cicerón llegó a decir que César, al poner en pie las estatuas de Pompeyo, no hacía más que fijar bien las propias.

Sus amigos le instaban a proveerse de una guardia personal y muchos se ofrecían para este cometido, pero él no lo aceptó, porque decía que mejor era morir una vez que estar siempre con esa amenaza.

Convencido de que la simpatía era la más bella, al tiempo que la más segura guardia con la que se podía rodear, trataba de volver a captarse el favor del pueblo con banquetes y distribuciones de trigo, y a la soldadesca con establecimientos de colonias, de las que las más señaladas fueron Cartago y Corinto, en ambas de las cuales coincidió que su anterior demolición y, en ese momento, su restauración tuviera lugar en la misma época y al mismo tiempo.

58. De los personajes más influyentes, prometió a unos consulados y preturas para el futuro, consoló a otros con diversos honores y dignidades y a todos hizo concebir esperanzas, para conseguir su sumisión voluntaria. Así, cuando murió el cónsul Máximo la víspera del fin de su magistratura, designó cónsul para el único día que aún quedaba a Caninio Rebilo. Fue a propósito de éste, al parecer, cuando Cicerón dijo, en el momento en que muchos iban a felicitarle y acompañarle en cortejo: “Apresurémonos, no sea que nuestro hombre salga del consulado antes  que lleguemos”.

Sus continuos éxitos no desviaron la ambición de César ni su afán congénito por acometer grandes obras al mero disfrute de los logros obtenidos con su esfuerzo, sino que constituían incentivo y aliciente para el futuro, que engendraban en él proyectos de empresas cada vez mayores y ansias de renovada gloria, como si ya estuviera saciado de la presente.

Esta pasión no era otra cosa que emulación consigo mismo, igual que si hubiera otro con quien competir y una especie de rivalidad entre lo ya hecho y lo que iba a hacer.

Proyectaba y preparaba una expedición contra los partos.

Y, tras someter a éstos y atravesar Hircania a lo largo del mar Caspio y del Cáucaso para rodear el Ponto, invadir Escitia, luego recorrer los países vecinos a Germania y Germania misma, para regresar por fin a través de las Galias a Italia, y cerrar así el círculo del Imperio de Roma, limitado en todo su contorno por el Océano.

Entre medias de estos proyectos de guerra, se proponía excavar el istmo de Corinto abriendo un paso, empresa que puso en manos de Anieno, y recoger el Tíber nada más salir de la ciudad en un profundo canal, desviarlo hacia Circeo y hacerlo desembocar en el mar cerca de Terracina, proporcionando un ingenio seguro y sencillo para los comerciantes que frecuentaban Roma.

Además de esto, planeaba dar una salida a las aguas de las marismas que había en los alrededores de  Pomecio y Secia y convertirlas en una llanura cultivable para decenas de miles de personas; o poner mediante diques una barrera a la mar en la zona más próxima a Roma y, tras limpiar la costa de Ostia  de los obstáculos escondidos que hacía difícil el amarre, construir allí puertos y dársenas adecuadas para tan intenso tráfico marítimo.

Estos eran los proyectos que tenía en preparación.

59. La reforma del calendario y la rectificación de la desigualdad en el cómputo del tiempo, sabiamente meditadas y llevadas a cabo por César, ofrecieron una preciosa utilidad. Pues no sólo en los tiempos muy antiguos la relación que utilizaban los romanos entre los períodos de los meses y el año resultaba tan confusa que los sacrificios y las fiestas, al ir desfasándose poco a poco, caían en las estaciones contrarias a las fechas primitivas, sino que sobre el año solar  de entonces nadie comprendía absolutamente nada de esto, excepto los sacerdotes, que eran los únicos que conocían el tiempo real y de repente y sin previo aviso añadían un “mes intercalar”, que llamaban Mercedonio.

Este mes se dice que el primero que lo intercaló fue Numa, que no halló más que este mediocre y poco trascendente remedio para el error observado en relación con el retorno periódico de los astros, como queda escrito en su biografía.

César propuso este problema a los mejores filósofos y matemáticos, partiendo de los métodos ya aplicados, unió a ellos una rectificación peculiar y más rigurosa, que es la que todavía en la actualidad emplean los romanos, que pasan por equivocarse menos que los otros pueblos en cuanto a las divergencias entre el tiempo real y su cómputo.

No obstante, también esto fue motivo de queja entre los que le tenían ojeriza y no soportaban su dominación.

Al menos, el orador Cicerón, según parece, cuando uno le dijo que al día siguiente salía la “lira”, respondió: “Sí, por decreto”, dando a entender que incluso esto lo acataban las gentes por obligación.

60. Lo que causó el odio más manifiesto y mortal contra él fue su deseo de ser rey: para la mayoría fue el primer cargo (imputación), y para los que llevaban ya tiempo al acecho, el pretexto más aparente.

Y eso que los partidarios de conceder este honor a César habían difundido entre el pueblo cierto rumor, según el cual de los “libros sibilinos” resultaba evidente que los romanos podrían conquistar el país de los partos si emprendían la expedición contra ellos al mando de un rey, de otro modo, sería imposible de invadir.

Y un día que César bajaba a la ciudad desde Alba, se atrevieron a saludarle como rey.

Como el pueblo quedó desconcertado, él declaró, contrariado, que no se llamaba “rey”, sinoCésar” y, ante el silencio general que causó esta declaración, siguió su camino con semblante nada radiante ni alegre.

Otra vez que en el Senado votaron ciertos honores excepcionales para él, se encontraba sentado sobre la tribuna de los oradores (Rostra) y, cuando los cónsules y los pretores se aproximaron acompañados por el Senado en pleno, en vez de levantarse, como si estuviera recibiendo en audiencia a simples personas particulares, les respondió que lo que hacía falta era disminuir más que aumentar los honores que le concedían.

Y este suceso no sólo ofendió al Senado, sino también al pueblo, que apreció que en las personas de los senadores se insultaba al Estado, y todos a quienes sus funciones no los obligaban a quedarse se marcharon al punto, abatidos por una terrible tristeza.

El propio César, notándolo, regresó enseguida a casa y gritó a sus amigos al tiempo que apartaba la toga del cuello, que estaba dispuesto a ofrecer la garganta a quien quisiera. Pero después se excusó con su enfermedad, diciendo que los sentidos de los que se encontraban en ese estado no eran capaces de mantenerse en sus cabales cuando hablaban de pie ante una multitud, sino que pronto se conmueven y alteran y luego sufren vértigos y pierden el conocimiento.

Pero en aquella ocasión no había sido así: él tenía la firme intención de levantarse ante el Senado, pero dicen que uno de sus amigos o, mejor, de sus aduladores, Cornelio Balbo, le retuvo, diciendo: “¿No te vas a acordar de que eres César y a exigir que te traten con la consideración debida a un ser superior?”.

61. Se añadió a estos incidentes la ofensa hecha a los tribunos de la plebe. Se celebraban entonces la fiesta de las “Lupercales”, sobre la cual muchos escriben que en tiempos remotos era una fiesta de pastores  y que guarda relación con las “Licias” de Arcadia.

 Muchos jóvenes patricios, así como magistrados, recorren la ciudad, desnudos, golpeando por diversión y risa con correas velludas a los que se encuentran en su camino.

Además, muchas mujeres en edad de ser madres les salen adrede al paso y ofrecen las manos para que se las golpeen, como los niños en la escuela, convencidas de que eso ayuda a tener buen parto a las embarazadas y a quedarse embarazadas  a las que no tienen hijos.

César presenciaba la fiesta sentado sobre la tribuna de los oradores (Rostra) en una silla de oro y ataviado con los adornos triunfales.

Antonio era uno de los que participaban en la “carrera sagrada”, pues era cónsul. Pues bien, cuando irrumpió en el foro y la muchedumbre le abrió paso, tendió a César la diadema entretejida con una corona de laurel que llevaba. Hay entonces aplausos, pero no fervorosos, sino pocos y preparados de antemano.

César la rechazó, y entonces la plebe en masa prorrumpió en aplausos. Volvió a presentársela, y de nuevo pocos (aplausos); y no la aceptó, y otra vez, todos en masa (aplaudieron).

Ante prueba tan concluyente, César se levanta y ordena llevar la corona al Capitolio.

 Entonces se vio que las estatuas suyas estaban coronadas con diademas reales. Dos de los tribunos, Flavo y Marulo, acudieron y las arrancaron, y descubrieron a los primeros que habían saludado  a César como rey y los condujeron a la cárcel. El pueblo los acompañó entre aplausos y los llamaba “Brutos”, porque Bruto fue el que abolió la sucesión de los reyes y transfirió el poder supremo de la monarquía al Senado  y al pueblo.

Irritado en lo más hondo César por esto, desposeyó de su cargo a Marulo y a su colega, y en su requisitoria contra ellos, para ultrajar de paso al pueblo, tildaba muchas veces a los tribunos de “Brutos” y “Cimeos” (tontos).

62. Así las cosas, la mayoría se vuelve a Marco Bruto, que pasaba por ser del linaje del antiguo Bruto por parte de padre, que, por parte de madre, descendía de los “Servilios”, otra casa ilustre, y que era yerno y sobrino de Catón.

A él personalmente los honores y favores recibidos de César le debilitaban en la empresa de derrocar la monarquía.

Pues no sólo había conseguido la salvación en Farsalia tras la huida de Pompeyo y gracias a su intervención había salvado a muchos de sus partidarios, sino que incluso gozaba de gran confianza con César.

Había recibido la “pretura” más notable de las que había entonces e iba a ser cónsul tres años después, preferido a Casio, que había competido con él.

Se cuenta, en efecto, que César dijo que las alegaciones presentadas por Casio eran justas, pero que, no obstante, éste no pasaría por delante de Bruto.

E incluso una vez en que ciertas personas denunciaban a Bruto, cuando ya se estaba formando la conspiración, no sólo no les prestó atención, sino que, poniéndose la mano en el cuerpo, dijo a quienes le difamaban: “Bruto guardará esta piel”, dando a entender con ello que Bruto merecía la magistratura por su virtud y que en razón de su virtud no se haría ingrato ni criminal.

Pero los partidarios de la revolución, aunque tenían sus ojos puestos en él, o en él en primer lugar, no se atrevían a entrevistarse con él, y lo único que hacían era llenar por la noche de notas la tribuna y la silla de pretor en la que se sentaba para dar audiencias; la mayoría de estas notas era del siguiente tenor: “¿Duermes, Bruto?” y “No eres Bruto”.

Notando Casio que con ellas su ambición se iba poniendo poco a poco en movimiento, le acosaba e incitaba cada vez más, pues además Casio tenía ciertos odios particulares contra César por las causas que hemos puesto de manifiesto en lo que hemos escrito sobre Bruto.

Por su parte, César sospechaba también de Casio, hasta el punto de que en cierta ocasión había dicho a sus amigos: “¿Qué intenciones os parece que tiene Casio? Porque a mí no me agrada demasiado: es demasiado pálido”.

Y se cuenta que en otra ocasión en que le llegaron acusaciones sobre Antonio y Dolabela, en el sentido de que tramaban una revolución, exclamó: “No tengo en absoluto miedo de las personas gordas y melenudas, sino más bien de las pálidas y flacas”, refiriéndose a Casio y a Bruto.

63. Pero, al parecer, su hado (destino) no fue tanto inesperado como poco precavido, porque aparecieron, según se cuenta, señales y prodigios extraordinarios.

Las iluminarias celestes, los ruidos nocturnos que se difundieron por muchas partes y las aves de presa que bajaron al foro a posarse, no merece la pena, sin duda, mencionarlos a propósito de tan importante suceso; pero sí lo que relata el filósofo Estrabón, que narra que a muchos se les aparecieron personas envueltas en llamas que se precipitaban contra ellos, que el mozo de un soldado despidió de la mano una gran llamarada y que a todos los que lo veían les pareció que estaba ardiendo, pero que cuando se extinguió, el individuo no tenía ningún daño; y que, en un sacrificio que hizo el propio César, no apareció el corazón de la víctima, prodigio terrible, porque la naturaleza no podría formar ningún ser vivo sin corazón.

Todavía se puede escuchar a muchos que cuentan que un adivino le vaticinó que se guardara de un grave peligro el día del mes de marzo que los romanos llaman “idus”, y que, cuando llegó ese día, César al salir para dirigirse al Senado, saludó al adivino y exclamó en son de burla: “Ya están aquí los idus de marzo”, y que él respondió tranquilamente: “Sí, ya están aquí, pero todavía no han pasado”.

La víspera, mientras cenaba en casa de Marco Lépido, se encontraba firmando cartas con el sello, según era su costumbre, recostado, cuando recayó la conversación en qué clase de muerte era la mejor; César, anticipándose a todos, exclamó: “la imprevista”.

Después de la cena, cuando ya estaba acostado, como era su costumbre, al lado de su mujer, se  abrieron de repente todas las puertas y ventanas de la habitación al mismo tiempo; lleno de turbación por el ruido y la luz de la luna que iluminaba el cuarto por entero, oyó a Calpurnia, profundamente dormida, pronunciar en sueños palabras confusas y gemidos inarticulados.

Y es que ella soñaba que le tenía en sus brazos, degollado y que le lloraba. Pero otros afirman que no fue esta la visión en sueños que tuvo su mujer, sino otra: coronando la casa de César, había una especie de pináculo decretado por el Senado para ornato y majestad, según cuenta Livio, y fue esta acrotera, que Calpurnia contempló en sueños hecha trizas, lo que provocó sus lamentos y lágrimas.

Sea cual fuera, el caso es que al llegar el día, pidió a César que, si era posible, no saliera de casa y aplazara la sesión del Senado, y que si sus sueños no le importaban en absoluto, examinara el futuro mediante algún otro procedimiento adivinatorio o mediante sacrificios.

Él tenía también, según parece, ciertas sospechas y temores, pues nunca había observado en Calpurnia ninguna clase de superstición, tan habitual en las mujeres, y entonces la veía preocupada en extremo.

Y cuando los adivinos, después de muchos sacrificios, le declararon que las señales no eran favorables, decidió enviar a Antonio para suspender la convocatoria del Senado.

64. Entonces, Décimo Bruto, de sobrenombre “Albino”, en quien César tenía tal confianza que lo había instituido heredero suyo en segundo término, pero que participaba en la conspiración con el otro Bruto y con Casio, temiendo que el asunto se descubriera si César conseguía escapar aquel día, comenzó a burlarse de los adivinos y a reprender a César por las acusaciones y maledicencias que se granjearía de parte del Senado, que se sentiría escarnecido; pues habían venido por órdenes suyas, y todos estaban prestos a votar que se proclamara a César rey de las provincias fuera de Italia y que se le facultara para llevar diadema cuando llegara a cualquier parte del mundo, tierra o mar; y que si alguien les invitaba en ese momento en que ya estaban en su asientos a retirarse ahora y comparecer en otra ocasión, cuando Calpurnia tuviera mejores sueños, ¿qué no dirían los envidiosos?, ¿o a quién de sus amigos aguantarían cuando les trataran de explicar que aquello no era esclavitud ni tiranía? Pero que si de todas maneras estaba decidido, siguió diciéndole, a purificar ese día por escrúpulos religiosos, lo mejor era que él compareciera y notificara al Senado el aplazamiento de la sesión.

Mientras así hablaba, Bruto cogió a César de la mano y le condujo. Apenas había avanzado unos pasos fuera de la puerta, cuando un criado ajeno, ansioso por entrevistarse con él, al darse por vencido a causa de los empujones de la muchedumbre que lo rodeaba, se abrió paso por la fuerza hasta llegar a la casa y se entregó en manos de Calpurnia, rogándole que lo custodiara hasta el regreso de César, porque tenía asuntos importantes que revelarle.

65. Artemidoro, originario de Cnido, que enseñaba lengua griega y por eso había llegado a tal intimidad con algunos de los cómplices de Bruto como para conocer la mayor parte de lo que se tramaba, se acercó llevando una nota con la denuncia que tenía intención de revelarle.

Pero viendo que César cogía cada una de las notas que le entregaban y se las iba pasando a los miembros de la servidumbre que lo rodeaban, se aproximó muy cerca y le dijo: “ Esto, César, léelo tú solo y pronto; trata de asuntos de extrema importancia y que te interesan”.

César, pues, lo cogió, pero la multitud de los que se acercaban a hacerle alguna solicitud le impidió leerlo, aunque lo intentó muchas veces, y se presentó ante el Senado teniéndolo todavía en la mano y siendo esto lo único que llevaba guardado.

Algunos afirman que fue otro quien le entregó la nota, y que Artemidoro ni siquiera pudo acercarse a César, porque la multitud se lo impidió a lo largo de todo el camino con sus empujones.

66. Las circunstancias ya relatadas pueden ser producto del azar; pero la sala en la que tuvo lugar aquel asesinato y contienda, donde el Senado se reunió en aquella ocasión, como tenía una estatua de Pompeyo y había sido una ofrenda del mismo entre los ornamentos añadidos a su teatro, probó de manera completamente manifiesta que el atentado fue obra de un ser sobrenatural que le condujo y llamó allí.

Pues se cuenta, además, que Casio dirigió su mirada a la estatua de Pompeyo antes del asesinato y la invocó en silencio, aunque él no era ajeno a las doctrinas de Epicuro. La inminencia del riesgo, según parece, le infundía entusiasmo y emoción, lejos de sus anteriores convicciones.

A Antonio, que seguía fiel a César y cuya fuerza física era enorme, lo retuvo fuera Bruto Albino, (otros historiadores dicen que lo retuvo C. Trebonio), metiéndole adrede en una conversación prolongada.

Al entrar César, el Senado, por deferencia, se puso en pie; de los cómplices de Bruto, unos le rodearon colocándose detrás de su asiento, y otros se acercaron a él como para unir sus peticiones a las de Tilio Cimber, que intercedía por su hermano exiliado, y le acompañaron entre ruegos hasta su asiento.

Tras sentarse, siguió rechazando sus peticiones, y como seguían instándole cada vez con más insistencia dio muestras de enfado a cada uno de ellos.

Entonces Tilio Cimber, cogiéndose con ambas manos la toga, se las echó por debajo del cuello, movimiento que era la señal para pasar a la acción.

Casca es el primero que le golpea con la espada junto al cuello, pero la herida no fue mortal ni profunda, turbado, como era de esperar, en el comienzo de una empresa tan osada; de modo que César, girando, cogió el puñal y lo retuvo en la mano, al tiempo que ambos exclamaban, el herido en latín: “¡Maldito Casca!, ¿qué haces?” Y el que le había herido en griego, a su hermano: “¡Hermano, ayuda!” Así es como comenzó el asesinato. Los que no sabían nada quedaron presas de estupefacción y escalofríos ante lo que acontecía, y no se atrevían a huir ni a socorrerlo ni siquiera a emitir sonido. Pero de los que se hallaban preparados para el asesinato, cada uno sacó una espada desnuda.

César, rodeado  por todos los lados y encontrándose a cualquier parte a la que volvía la vista con heridas y hierro que se precipitaba contra su cara y sus ojos, estaba envuelto, como una fiera, por los brazos de todos, que se lo pasaban de mano en mano.

Pues todos debían participar y gustar del asesinato. Por eso también Bruto le asestó un único golpe en la ingle. Cuentan algunos que César trató de rechazar a los demás, esquivando aquí y allá con su cuerpo y gritando, pero cuando vio a Bruto con la espada desenvainada, se echó el  manto encima de la cabeza y se dejó caer, viniendo a dar, bien por azar, bien por los empujones de sus asesinos, junto al pedestal sobre el que se erigía la estatua de Pompeyo.

El pedestal quedó completamente ensangrentado, de manera que el propio Pompeyo parecía  presidir la venganza sobre su enemigo, tendido a sus pies y expirando por la multitud de heridas. Veintitrés cuentan que recibió; y muchos de los conjurados se hirieron entre sí, al asestar sobre un solo cuerpo tantos golpes.

67. Una vez que acabaron con él, el Senado, aunque Bruto avanzó hacia el centro como para decir algo acerca de lo sucedido, no se contuvo y se precipitó puertas afuera. Su huida sumió al pueblo en turbación y pánico sin amparo, de suerte que unos cerraban las casas, otros abandonaban sus bancos y comercios y todos iban a la carrera, unos al lugar para ver lo que había pasado y lejos de allí los que lo habían visto.

Antonio y Lépido, los amigos más íntimos de César, buscaron refugio ocultándose en casas ajenas.

Bruto y los suyos, según estaban todavía calientes por la sangre, exhibiendo sus espadas desnudas, se reunieron a la salida del Senado y se encaminaron al Capitolio, no como gentes que huyeran, sino con los rostros radiantes de alegría y llenos de arrojo, llamando a la muchedumbre a la libertad y saludando a los notables que encontraban en su camino.

Y hubo quienes se unieron al grupo y subieron con ellos como si hubieran tomado parte en la acción, y se arrogaban la gloria. Entre éstos estaban Gayo Octavio y Léntulo Espinter.

Pero estos pagaron más tarde su castigo por aquella fanfarronada, cuando Antonio y el “joven César” los mandaron matar, sin haber disfrutado siquiera de la gloria por la que morían, porque nadie les creyó.

Ni siquiera los que los castigaron los penaron por su acción, sino por su intención.

Al día siguiente, cuando Bruto y los suyos bajaron al foro y pronunciaron discursos, el pueblo prestó atención a sus palabras sin mostrar irritación ni tampoco aprobación por los hechos, pero daba a entender con su imponente silencio que sentía compasión por César y respeto por Bruto.

El Senado, después de disponer una amnistía y una reconciliación general, decretó, por un lado, que a César se le tributaran honores como a un dios y que no se alterara ni la más mínima de las medidas que había tomado mientras estaba en el poder; por otro, otorgó a Bruto y a sus compañeros distintas provincias y les concedió distinciones adecuadas, de modo que todos opinaban que la situación del Estado se encontraba restablecida y ordenada de modo más próspero.

68. Pero cuando, abierto el testamento de César, se encontró que dejaba un legado considerable a cada romano y se pudo contemplar su cuerpo transportado a través del foro, desfigurado por las heridas, la emoción del pueblo ya no guardó orden ni concierto: amontonaron en torno del cadáver bancos, vallas y mesas cogidos del foro, y les pegaron fuego y las quemaron; luego cogieron antorchas encendidas y corrieron a las casas de los que le habían asesinado como para incendiarlas, mientras que otros recorrían todos los rincones de la Ciudad, buscándolos para echarles mano y despedazarlos. Pero nadie encontró a ninguno de ellos, pues todos estaban resguardados.

Sucedió que un tal Cinna, compañero de César, había tenido, según afirman, la noche anterior un sueño inaudito: le había parecido que César le invitaba a cenar y que, ante las excusas presentadas por él, le llevaba de la mano contra su voluntad y a pesar de su resistencia. Y cuando se enteró de que en el foro estaba ardiendo el cadáver de César, se levantó y se puso en camino hacia allí para rendirles honores, a pesar de que estaba inquieto por el sueño y además tenía fiebre.

Uno de la multitud, al verlo, le dijo su nombre a otro que se lo había preguntado; éste, a su vez, a otro, hasta que entre todos corrió el rumor de que él era uno de los asesinos de César. Y como, de hecho, entre los conjurados había uno que se llamaba Cinna como él, tomando a éste por aquél,  se lanzaron al punto sobre él y le hicieron pedazos, allí mismo.

Esta muerte fue lo que más asustó a Bruto, Casio y sus cómplices, que, pocos días después, se marcharon de la Ciudad. Lo que hicieron y les sucedió hasta su muerte se encuentra escrito en la “Vida de Bruto”.

69. Muere César tras haber alcanzado la edad de cincuenta y seis años y habiendo sobrevivido a Pompeyo no más de cuatro años. Del imperio y el poder que persiguió durante toda su vida a través de tan grandes peligros y que, por fin, a duras penas consiguió, no cosechó otro fruto más que el nombre y una gloria que suscitó la envidia de sus conciudadanos.

Sin embargo, el poderoso genio que le había asistido durante toda su vida, incluso después de su muerte le acompañó para vengar su asesinato, acosando por toda tierra y mar y rastreando las huellas de los que le habían matado, hasta no dejar a ninguno y hasta alcanzar a cuantos de cualquier manera habían intervenido con su mano en la acción o había tomado parte con la intención.

El más extraordinario de los hechos humanos que lo atestiguan es lo que sucedió a Casio: derrotado en Filipos, se dio muerte con aquella espada de la que se había servido contra César.

De los (hechos) divinos , el gran cometa que apareció resplandeciente los siete días posteriores al asesinato de César y que luego desapareció, y el oscurecimiento del brillo del sol.

En efecto, durante aquel año entero, el disco solar salió pálido y sin refulgir, y el calor que de él descendió fue tenue y lánguido, hasta el punto de que el aire vino oscuro y pesado por la debilidad del calor que lo atravesaba, y los frutos, a medio madurar y sin llegar a la sazón, se marchitaron y ajaron por el frescor de la atmósfera.

Pero fue, sobre todo, el fantasma que se apareció a Bruto lo que mostró con claridad que el asesinato de César no había sido grato a los dioses. La aparición fue la siguiente. En el momento en que iba a hacer pasar a su ejército desde Abidos al otro continente (a Sestos)  (localidades por las que se efectuaba el paso de Asia a Europa a través del estrecho de los Dardanelos), estaba acostado por la noche en la tienda como de costumbre, no dormido, sino meditando sobre el futuro, pues se cuenta que este hombre era el menos dormilón de los generales y el que por su constitución pasaba más tiempo en vela.

Le pareció oír un ruido a la puerta y, al mirar a la luz de un candil cuya luz ya estaba bajando, se le ofreció la espantosa visión de un hombre de talla descomunal y aspecto terrible.

Al principio quedó estupefacto, pero cuando vio que no hacía ni decía nada, sino que sólo estaba de pie en silencio junto a su lecho, le preguntó quién era. Y le respondió el fantasma:”Tu mal genio, Bruto; me verás en Filipos”.  Entonces replicó Bruto con osadía: “Te veré” y, al punto, el ser sobrenatural desapareció.

Cuando llegó el tiempo fijado, en Filipos, Bruto se enfrentó a Antonio y al “joven César” (Octavio Augusto); tras vencer en la primera batalla, puso en fuga a los que lo hacían frente, los dispersó y saqueó el campamento del “joven César”-

Pero cuando iba a librar la segunda batalla, le vuelve a visitar el mismo fantasma por la noche. No le dijo nada, pero comprendiendo Bruto su hado (Destino), se arrojó al peligro de la batalla con ímpetu desesperado. No cayó, sin embargo, en la lucha; cuando sus tropas se dieron a la fuga, fue a refugiarse a un pasaje escarpado, arrojó su pecho sobre la espada desnuda al tiempo que un amigo, según afirman, contribuía a reforzar el golpe, y murió.]

(Plutarco. Vidas  Paralelas. Alejandro-César. Pericles-Fabio Máximo. Alcibiades-Coriolano. Edición de Emilio Crespo. Edit. Cátedra. Madrid 202315).

Segovia, 30 de abril del 2024

 

Juan Barquilla Cadenas.