EURÍPIDES: MEDEA

EURÍPIDES: “MEDEA”

Eurípides (480 a. de C. -406 a. de C.) es uno de los tres grandes poetas trágicos de la antigüedad, junto con Esquilo y Sófocles.

Medea, según los críticos, es una de las mejores obras de Eurípides.

Eurípides trata en ella el tema del “filicidio”, el asesinato de los hijos debido a los celos, tema que, desgraciadamente, está todavía hoy de actualidad.

Eurípides realza la figura femenina en esta obra también: Medea es formidable, sabia, fuerte, hábil, luchadora, y por ello es amada por unos, pero respetada y temida por todos.

En la obra Eurípides muestra la pasión de la mujer, que, debido a los celos, llega a ser terriblemente destructora, hasta el punto de no sólo matar a su rival (Creusa) y al padre de ésta (Creonte), sino también a sus propios hijos.

Medea muestra la situación de inferioridad de la mujer griega, pero al mismo tiempo la fuerza y el poder que puede llegar a tener.

Según la mitología, Medea es hija de Eetes, rey de Colquide (costa este del mar Negro) y nieta del Sol (Helios) y de la maga Circe.

Era famosa por sus conocimientos de las artes mágicas.

Se enamoró del héroe Jasón y le ayudó eficazmente en la conquista del “vellocino de oro”, acompañándole en su huida de Cólquide, durante la cual mató a su hermano Apsirto para retardar la persecución de su padre.

Para hacerse con el poder en Yolcos (Tesalia, en Grecia), Pelias había matado a su hermano Esón, padre de Jasón. Y a Jasón le prometió que le dejaría el reino si le traía el “vellocino de oro” (que era la piel de un carnero que era de oro), pensando que Jasón perecería en su intento.

Jasón solicitó, entonces, la ayuda de Argos (un constructor de barcos), y, por consejo de Atenea, construyó la nave “Argo”, que había de conducir a la Cólquide a Jasón acompañado de un grupo de héroes griegos, que tomaron el nombre de “argonautas”.

Una vez que Jasón estuvo en la Cólquide, Medea, hija del rey Eetes, se enamoró de él y lo ayudó a apoderarse del “vellocino de oro”, que estaba custodiado por un dragón.

Y, una vez, conseguido éste, huyó con sus hombres, con Medea y con su hermano Apsirto, en su embarcación.

Los hombres de Eetes persiguen a la nave “Argo” y Medea mató a su hermano Apsirto, que era un niño, lo despedazó y lo arrojó al mar. El rey Eetes recogió los restos de su hijo y perdió de vista a los argonautas.

Después de muchas aventuras llegan a Yolco (Tesalia, en Grecia) y allí Jasón entregó el “vellocino de oro” a Pelias y tramó su muerte con ayuda de Medea.

Ella convenció a las hijas de Pelias de que podía devolver la juventud a su padre, a quien aquejaban los primeros achaques de la vejez, si lo partieran en trozos y lo cocieran.

Para demostrarles su aptitud, despedazó un viejo carnero y lo puso a cocer en un caldero junto con hierbas mágicas. Después de algún tiempo salió de la vasija un cordero.

Así lo hicieron y provocaron la muerte del rey Pelias.

Acasto, hijo de Pelias, expulsó a Jasón y a Medea de Yolco.

Entonces Jasón y Medea huyeron a Corinto, donde vivieron felices durante diez años y tuvieron dos hijos.

Pero más tarde, Jasón repudió a Medea para casarse con Creusa, hija de Creonte, el rey de Corinto. Creonte, que había planeado el matrimonio, ante el temor de que Medea, sabia y hábil, se vengara, ordenó su destierro inmediato.

Pero Medea, fingiéndose sumisa, pide un solo día de plazo para salir al destierro. Ese plazo lo aprovecha para hacer unos regalos a Creusa: una corona de oro y un peplo que causan la muerte por el simple contacto. Estos regalos se los llevan a Creusa los hijos de Medea, pretendiendo conseguir que no se los destierre a ellos también.

Para vengarse de Jasón además mata a sus dos hijos y salió de Corinto en un carro tirado por dragones alados y llegó a Atenas, refugiándose junto al rey Egeo. Con éste tuvo un hijo, Medo, a quien indujo a matar al hermano de su padre Eetes porque había usurpado el trono de la Cólquide.

Tras haber intentado matar a Teseo, hijo de Egeo, fue expulsada del Ática. Con su hijo Medo regresó a la Cólquide, donde no se vuelven a tener más noticias de ella.

En la “Medea” de Eurípides, éste escenificó el tema de los celos llevados hasta el extremo del crimen.

En esta tragedia, Eurípides, una vez más, hace quedar a la mujer por encima del hombre y analiza finalmente su pasión; aunque no se le oculta que esa pasión lleva a la destrucción y la muerte.

Es una tragedia en cierto modo “feminista”- Medea se queja de la injusta situación de las mujeres-.

Pasajes de la obra:

Nodriza:

“¡Ojalá que el casco de la “Argo” no hubiese surcado con sus alas las sombrías Simplegades ( rocas en el estrecho del Bósforo) en su ruta hacia la Cólquide, y ojalá que en los valles del Pelión (monte en el sureste de Tesalia) no hubiese caído antaño, cercenado, el pino, ni hubiese armado de remos las manos de los valerosos héroes que, para complacer a Pelias, fueron en pos del vellocino de oro! Pues, entonces, mi señora Medea no habría navegado hacia las torres de la tierra de Yolco con el corazón fulminado por el amor a Jasón. Y tampoco hubiese convencido a las hijas de Pelias para matar a su padre, ni viviría en esta tierra de Corinto con su esposo e hijos tratando de agradar con su huida a los ciudadanos a cuyo país llegó, y tratando de ir de acuerdo en todo con Jasón, sólo porque éste es el máximo signo de seguridad: que una mujer no esté en desacuerdo con su marido.

Pero, ahora, todo le es hostil y tiene enfermos sus más preciados sentimientos, pues Jasón, que ha traicionado a sus hijos y a mi señora, duerme en lechos “reales” tras haberse casado con la hija de Creonte, que es árbitro soberano del país. Y Medea, la desgraciada, que se siente deshonrada, denuncia a gritos los juramentos, invoca la garantía máxima de una mano estrechada, y a los dioses pone por testigos de la recompensa que de Jasón obtiene. Yace ella sin comer, a los dolores ha abandonado su cuerpo, en lágrimas consume sus días desde que se sintió ultrajada por su esposo, sin levantar sus ojos, sin apartar del suelo su rostro. Y como una roca, o como las olas del mar, escucha consejos de amigos. Excepto cuando, retorciendo su níveo cuello, llora consigo misma por su padre querido, por el país y la casa que traicionó para venir con un hombre que ahora la desprecia. La desdichada comprende, a impulsos de la desgracia, lo que vale no estar lejos de la tierra patria.

Aborrece a sus hijos y no siente alegría al verlos.

Tengo miedo de que haya planeado algo inesperado [pues es violento su carácter y no soportará este ultraje. La conozco y me asusta pensar que entre en silencio en la alcoba en que está extendido su lecho, que clave un puñal en su hígado o que mate al rey y a su esposo y se atraiga después una desgracia mayor], pues es terrible.

Nadie que con ella haya trabado enemistad se alzará fácilmente con la palma de la victoria.

Pero he aquí que sus hijos han dejado ya las carreras y se acercan, sin pensar para nada en las desgracias de su madre: la mente de los jóvenes no ama el sufrimiento.

…Pedagogo:

¡Insensata!, si así puede uno hablar de los señores, que nada sabe de sus más recientes desgracias.

Nodriza:

¿Qué es ello, anciano? No te resistas a decirlo.

Pedagogo:

Me acerqué al juego de los dados, al lugar en que los más ancianos se sientan en torno al agua sagrada de Pirene, y, fingiendo no escuchar, oí decir a alguien que Creonte, soberano de esta tierra, va a expulsar del suelo de Corinto a estos niños y a su madre. Mas no sé si es cierta la noticia. Yo quisiera que el hecho no sucediera.

Nodriza:

(Dirigiéndose a los niños)

Hijos, ¿oís cómo se porta con vosotros vuestro padre?

Que no perezca, pues es mi señor, pero existen pruebas de que es un malvado para con sus seres queridos.

Pedagogo:

¿Y quién no lo es? Ahora comprendes esto, que todo el mundo se quiere a sí mismo más que al vecino [unos, porque es de justicia, otros, por el interés], si, como ves por éstos, su padre no los ama por causa de otro lecho.

Nodriza:

Entrad en casa, hijos, y que sea para bien.

(Dirigiéndose al pedagogo) Y tú, mantenlos todo lo alejados que puedas y no los acerques a su desazonada madre. Que ya la vi yo lanzar contra ellos su mirada de toro, como si intentase tramar algo. Y no cejará en su cólera, bien lo sé, antes de haberse descargado sobre alguien.

Medea:

(Desde el interior del palacio)

¡Ay, ay! ¡Sufrimientos tengo, desdichada de mí, sufrimientos dignos de grandes lamentos! ¡Hijos malditos de una madre abominable, ojalá perezcáis con vuestro padre y toda la casa se derrumbe!

Nodriza:

¡Ay de mí, ay de mí, ay, desdichada! ¿Por qué das parte a tus hijos en las culpas de su padre? ¿Por qué los odias? ¡Ay de mí, hijos, ante el temor de que os vaya a pasar algo, qué grande es mi dolor! Terrible son las decisiones de los soberanos, y, como suelen obedecer poco y mandar mucho, difícilmente corrigen sus impulsos. Es mejor acostumbrarse a vivir sin sobresaltos: tenga yo, pues, una vejez sin grandezas, pero segura. Porque, para empezar, moderación es la palabra más hermosa que uno puede pronunciar, y su puesta en práctica reporta a los mortales los mejores y más grandes beneficios. En cambio, los excesos no significan ventaja alguna para los mortales, y pagan con las mayores calamidades, cuando una divinidad se irrita contra sus casas.

Coro:

He oído el son de sus lamentos preñados de gemidos; lanza contra el malvado esposo, traidor a su lecho, agudos y tristes gritos de dolor y, tras las injusticias padecidas, invoca a la hija de Zeus, a Temis, la diosa de los juramentos, que la hizo ir a la costa opuesta de la Hélade, a través de un mar oscuro, hasta la salobre llave infinita del Ponto (mar Negro).

El coro la aconseja que no se atormente por el hecho de que su esposo quiera a otra.

Coro:

¡Oh Zeus, oh tierra, oh luz! ¿habéis oído qué dolorosa melodía entona la desgraciada esposa? ¿Por qué se ha hecho dueño de ti el deseo del terrible lecho, oh insensata? ¿Te afanarás por llegar al término de la muerte? No pidas nada así. Si tu marido adora un nuevo lecho, allá él. No te irrites. Zeus defenderá tu causa en esto. No te consumas llorando en exceso por tu esposo.

Llega Medea acompañada por la nodriza.

Medea:

(Dirigiéndose al coro)

Mujeres de Corinto, he salido del palacio para que no me hagáis reproche alguno, pues sé que muchos mortales, ya desconocidos, ya de todos conocidos, son orgullosos por naturaleza y que otros, por su retraída conducta, se han malquistado reputación de indiferentes. Y es que no hay justicia en los ojos de los mortales que, antes de escrutar con claridad la entraña de un hombre, aborrecen con sólo haber mirado y sin haber recibido ultraje alguno.

Debe el extranjero acomodarse en su conducta a la ciudad, y no alabo al ciudadano que, altanero por naturaleza, molesta a sus conciudadanos a causa de su ignorancia. Pero a mí, este suceso inesperado que se me ha venido encima me ha destrozado el alma. Estoy como ausente. Y, perdida la alegría de vivir, deseo morir, amigas, pues mi esposo, en quien tenía yo puestas todas mis ilusiones –bien lo sabe él -, ha resultado ser el peor de los maridos.

De cuantas cosas están dotadas de vida y tienen pensamiento, nosotras, las mujeres, somos el ser más desgraciado. En primer lugar, nos vemos obligadas a comprar un esposo por una suma excesiva de riquezas y – desgracia ésta peor aún que la anterior – a tomar un dueño de nuestro cuerpo. Y en esto último radica el máximo dilema, en tomar uno malo o uno bueno.

Pues la separación no da buena reputación a las mujeres y ni siquiera les es posible repudiar al esposo. En segundo lugar, si has ido a parar en medio de costumbres y leyes nuevas, tienes que ser una adivina para saber, sin haberlo aprendido en casa, el modo mejor de comportarte con el compañero de lecho.

Finalmente, si cumplimos bien estas tareas y el esposo vive con nosotras sin soportar el yugo a la fuerza, envidiable será nuestra existencia, pero si no, morir es lo mejor. Por otra parte, cuando un hombre se siente cansado de estar con los de casa, sale fuera y libra de disgusto el corazón [encaminándose a casa de algún amigo o a la de uno de su misma edad].

Nosotras, en cambio, obligadas estamos a mirar a un solo ser. Dicen de nosotras que llevamos en casa una vida libre de peligros y que ellos pelean con la lanza.

¡Insensatos! Tres veces preferiría yo resistir junto al escudo antes que parir una sola vez.

Pero no es válido el mismo discurso para ti y para mí.

Tú tienes aquí tu ciudad y la casa de tu padre, el disfrute de la vida y la compañía de gentes amigas, mientras que yo, sola y sin patria, cual botín capturado en tierra extranjera, sufro los ultrajes de un marido y no tengo madre ni hermano ni pariente que me ayuden a zarpar de esta desgracia.

Pues bien, si yo descubro alguna vía, algún recurso con los que pueda hacer pagar a mi esposo [ y al que le dio una hija y a la hija que aquél desposó] el castigo por estas desgracias mías, sólo una cosa quiero obtener de ti, que guardes silencio. Es la mujer, en lo demás, un ser lleno de miedo y cobarde a la hora de afrontar la lucha y el hierro, pero cuando se siente ultrajada en cuestiones conyugales, no hay mente más sanguinaria que la suya.

Corifeo:

Así obraré, pues con toda justicia castigarás a tu esposo, Medea. Y no me extraña el dolor que sientes por tu infortunio.

Después entra Creonte, el rey de Corinto, y le comunica que ha de salir del país junto con sus hijos, pues teme que haga algo malo contra él o contra su hija.

Medea le suplica que la permita permanecer un solo día más para preparar su partida.

Al fin, Creonte accede a que permanezca un día más.

Diálogo entre Jasón y Medea:

Jasón:

No es ahora la primera vez, sino que muchas veces he visto cuán irremediable mal es una cólera arriscada.

En efecto, podrías tú seguir habitando en esta tierra y esta casa si soportaras con facilidad las decisiones de los soberanos, pero serás expulsada del país por causa de tus vanas palabras. Nada me importa que no cejes de decir de Jasón que es un hombre muy malvado, pero en punto a lo que has dicho contra los soberanos, considera una ganancia cabal el que seas castigada con el destierro. Continuamente trataba de aplacar la cólera de los irritados reyes y, al tiempo, quería que te quedases aquí, pero tú no remitías en tus locuras y, sin cesar, hablabas mal de los soberanos. Así pues, serás expulsada del país.

Con todo, a pesar de la situación, vengo aquí, mujer, no porque haya renunciado a mis seres queridos, sino porque me preocupo de ti, de que no seas expulsada con tus hijos sin recursos y de que no carezcas de nada. Muchos son los males que trae consigo un destierro. Pues, aunque tú me aborreces, jamás podría tener yo malos sentimientos hacia ti.

Medea:

¡Oh el más malvado de los malvados!, pues que éste es el mayor insulto que puedo dedicar con mi lengua a tu falta de gallardía, ¿has venido a verme, has venido tú, el ser más abominable [para los dioses, para mí y para todo el linaje de los hombres]? Hacer mal a los amigos y mirarlos después cara a cara ni es audacia ni es arrojo, sino el mayor de todos los defectos humanos: desvergüenza. Pero has hecho bien en venir, pues yo descargaré mi alma profiriéndote injurias y tú sentirás dolor con sólo oírlas.

Empezaré mi discurso por lo primero de todo. Te salvé, como saben todos los griegos que contigo embarcaron en el casco de la “Argo”, cuando fuiste enviado a uncir bajo el yugo los toros que respiraban fuego y a sembrar el mortífero campo. Y tras matar yo la serpiente que, sin dormirse, guardaba el “vellocino de oro” abrazándolo con sus espirales de muchos pliegues, hice surgir para ti la luz de la salvación. Y fui yo quien, después de traicionar a mi padre y a mi casa, más por pasión que por prudencia, llegué contigo a la Peliótide (región de Tesalia), a Yolco. Y maté a Pelias con la más dolorosa de las muertes, a manos de sus propias hijas, y eliminé todos tus temores. Y, tras recibir de mí estos favores, ¡oh el más malvado de los hombres!, me has traicionado y te has procurado un nuevo lecho, a pesar de los hijos que tienes. Pues si todavía no tuvieses hijos, sería excusable en ti el haberte enamorado de este lecho. La fe en los juramentos ya no existe, y no puedo saber si crees que los dioses de entonces ya no reinan o si crees que son nuevas leyes que ahora hay entre los hombres, porque reconoces, al menos, que no has cumplido tus juramentos conmigo. ¡Ay, mano derecha, que tú muchas veces estrechabas! ¡Ay, rodillas mías, qué en vano hemos sido abrazadas por un hombre malvado, cómo nos equivocamos en nuestras esperanzas!

¡Ea! Departiré contigo como con un amigo. ¿Por qué pienso obtener algo bueno de ti? No, sino porque, ante mis preguntas, tu conducta parecerá más vergonzante.

¿A dónde tornaré ahora mis pasos? ¿Acaso al palacio de mi padre y a mi patria, a los que traicioné para seguirte? ¿O a casa de las desgraciadas Pelíades (hijas de Pelias)? ¡Qué bien me iban a acoger después de haber matado a su padre! Esta es mi situación: a los seres queridos de mi casa, les resulto odiosa, y a aquellos con los que no debería haberme portado mal, por darte satisfacción, los tengo como enemigos. Y bien, en pago de estas acciones, me has hecho feliz a los ojos de muchas griegas. Un admirable, un fiel esposo tengo yo en ti, ¡desgraciada!, si he de huir de esta tierra, expulsada, privada de amigos, sola con sólo mis hijos. ¡Un bello denuesto es para el recién desposado que sus hijos y yo, que te salvé, andemos errantes, cual mendigos!

¡Oh Zeus! ¿Por qué concediste a los hombres pruebas claras del oro que es falso y en el cuerpo de los varones, en cambio, ninguna marca existe con la que una pueda discernir al que es malvado?

Corifeo.

¡Cosa terrible es la cólera, y difícil de curar, cuando entablan disputa amigos contra amigos!

Jasón:

Pues sábetelo bien, no por causa de una mujer me uní al lecho real que ahora tengo, sino, como dije también antes, porque quería salvarte a ti y engendrar de la misma simiente que mis hijos, unos hijos reales, una muralla para nuestra casa.

Jasón:

Hasta el punto de que no discutiré contigo más detalles de este asunto. Pero si quieres recibir de mis riquezas alguna ayuda para los niños o para tu destierro, habla, que dispuesto estoy a dar con mano generosa y a enviar contraseñas a mis huéspedes para que se porten bien contigo. Si rechazas este ofrecimiento, estarás loca, mujer, pero si cejas en tu cólera, tendrás mejores ganancias.

Coro:

(Estrofa primera)

La pasión que vence por su exceso no concede a los hombres ni buena fama ni virtud, mas, si Cipris (Afrodita) llega moderada, ninguna otra diosa es tan agradable. ¡Nunca, oh señora, dispares contra mí desde tu arco de oro un dardo inevitable que con pasión hayas ungido!

Coro:

(Antístrofa)

¡Sea mi amante la prudencia, bellísimo regalo de los dioses! ¡Que nunca la terrible Cipris inflame mi corazón con el deseo de lechos ajenos ni lance contra él las iras de la discusión y las disputas insaciables, y que, honrando las uniones llenas de paz, adjudique con lúcida mente los lechos de las mujeres!...

Luego aparece por allí Egeo, el rey de Atenas, que viene de consultar el oráculo de Delfos la manera de tener un hijo que hasta el momento no ha podido tener. Medea le cuenta lo que le ha pasado con Jasón y que ha sido desterrada de Corinto.

Ella le ofrece resolver su problema de infertilidad si a cambio la acoge en Atenas. Él está de acuerdo y ella le hace jurar que no la expulsará de allí (de Atenas).

Medea:

¡Oh Zeus, y Justicia, hija de Zeus, y luz del Sol!

Ahora, amigas, (dirigiéndose al coro de mujeres corintias), venceremos gloriosamente a nuestros enemigos y ya hemos entrado en el camino.

Ahora existe la esperanza de que mis enemigos recibirán su castigo, pues este hombre (Egeo), cuando más zarandeadas estábamos, ha aparecido como el puerto de mis planes, de él amarraremos el cable de la popa cuando hayamos llegado a la ciudad y a la acrópolis de Palas (Atenea). Voy a contarte ya todos mis planes, prepárate a escuchar palabras nada placenteras.

Enviando a uno de mis sirvientes, pediré a Jasón que venga a verme. Cuando haya venido, le diré dulces palabras: que también me parece a mí que está muy bien eso de la boda real que ha contraído (¡traicionándonos!), que es una cosa útil y bien pensada. Y le pediré que se queden aquí mis hijos, no porque piense yo dejárselos a mis enemigos, en una tierra hostil, para que los ultrajen, sino para matar con engaños a la hija del rey.

Pues les enviaré con regalos en sus manos, para que se los lleven a la recién desposada y no sean desterrados de esta tierra, un fino peplo, y una corona trenzada con láminas de oro. Y si ella toma estos adornos y los pone en contacto con su cuerpo, morirá sin remisión, y todo el que toque a la muchacha: tales son los venenos con que ungiré los regalos.

Ahora, sin embargo, imprimo un rumbo nuevo a mis palabras y rompo a llorar ante una acción como la que a continuación, yo habré de ejecutar: mataré a mis hijos.

¡Nadie hay que pueda arrebatármelos! Y tras haber arruinado toda la casa de Jasón, saldré de esta tierra huyendo del castigo por el crimen contra mis hijos muy queridos y cargada con el peso de la más impía de las acciones por no poder soportar que mis amigos se rían de mí, amigas.

Corifeo:

Ya que nos has dado a conocer este discurso, porque quiero ayudarte y porque defiendo las leyes de los mortales, te aconsejo que no pongas en práctica estos planes.

Llega Jasón y ella se disculpa por la conversación que habían tenido anteriormente y hace venir a sus hijos para que vean a su padre.

Jasón:

¿Por qué gimes, entonces, tan sin medida por nuestros hijos?

Medea:

Los he parido yo y, cuando tú pedías que sigan con vida, me embargó la compasión al pensar si ello ocurrirá. (cambiando de tema). Bueno, ya hemos tratado algunas de las cuestiones por las que has venido a hablar conmigo; haré mención de otras. Puesto que el rey ha decidido que yo me aleje del país y esto, bien lo sé, es lo mejor para mí: no seguir viviendo aquí siendo un obstáculo para ti y para los soberanos, pues creen que soy hostil a su familia, yo partiré de esta tierra, hacia el destierro, pero, para que los niños sean educados por tu mano, pide a Creonte que no los haga salir desterrados de este suelo.

Jasón:

No sé si podré convencerlo, pero es preciso intentarlo.

Medea.

Pero colaboraré también yo en esta tarea, pues le enviaré a los niños con unos regalos que, lo sé yo, mucho aventajan en belleza a los que ahora hay entre los hombres [un fino peplo y una corona trenzada con láminas de oro].

(Dando órdenes) Ea, que cuanto antes, traiga aquí los adornos uno de los criados.

(Prosigue) y será ella dichosa, no una sino mil veces, porque tiene la suerte de un marido como tú, un hombre excelente, y porque es ya dueña de los adornos que un día el Sol, padre de mi padre, concedió a sus descendientes. (Dirigiéndose a los hijos) Tomad esta dote de boda, hijos, en vuestras manos y ofrecédsela como regalo a la feliz esposa, hija de reyes. No, no son regalos despreciables los que ella va a recibir.

… El pedagogo y los niños vuelven a la escena.

Pedagogo:

Señora, ya están libres estos hijos tuyos del destierro y la joven reina recibió con agrado los regalos en sus manos.

Tienen paz allí tus hijos. ¡Ea! ¿Por qué estás tan confundida ahora que eres dichosa? [¿Por qué giras hacia atrás tu mejilla y sin agrado recibes estas palabras mías?

Pedagogo:

No eres tú la única que ha estado separada de tus hijos. Eres mortal y debes soportar las desgracias con facilidad.

Medea:

Así lo haré. Ea, entra en el palacio y prepara a los niños lo que necesitan para hoy.

Llega un mensajero y comunica a Medea que han muerto la joven princesa y Creonte, su padre, a mano de los hechizos de Medea, y la aconseja que huya.

Medea:

Amigas, decidida tengo ya mi acción, matar a los niños y partir de esta tierra cuanto antes, pues no quiero, por mi comodidad, entregar mis hijos a una mano más hostil para que los asesine.

Es absolutamente necesario que ellos mueran, y puesto que deben morir, yo los mataré, yo que los hice nacer…

Niño A:

¡Ay de mí! ¿Qué haré? ¿A dónde voy a huir de las manos de mi madre?

Niño B:

No sé hermano queridísimo. ¡Estamos perdidos”

Corifeo:

¡Desgraciada! ¡Serías roca o hierro si con tu destino de asesina te atreves a matar el fruto de los hijos que pariste!

Jasón entra con paso rápido y jadeando.

Jasón:

Mujeres, ¿está en casa todavía la que tantos horrores le ha causado o ha salido huyendo? Pues tendrá que meterse bajo tierra o que elevar un cuerpo alado hacia la profundidad del éter, si no quiere pagar castigo a la casa de unos reyes.

¿Se cree que, después de haber matado al caudillo de esta tierra, va ella a huir impunemente de esta casa?

Pero no me preocupa ella tanto como mis hijos: males les causarán quienes de ella los recibieron; la vida de mis hijos he venido a salvar, para que los parientes de las víctimas no les causen daño alguno cuando traten de vengar el impío crimen de su madre.

Corifeo:

¡Oh desgraciado!, no sabes a qué colmo de males has llegado, Jasón, pues no habrías pronunciado estas palabras.

Jasón:

¿Qué es lo que ocurre? ¿Acaso que también a mi quiere matarme?

Corifeo:

Tus hijos han muerto a manos de su madre.

Corifeo:

Abre las puertas y verás asesinados a tus hijos.

Jasón:

(Pidiendo que le abran desde dentro)

Aflojad los cerrojos cuanto antes, criados, quitad las trancas, para que vea yo esa doble desgracia, a unos que están muertos y a otra que… yo la castigaré.

Mientras Jasón pronuncia las últimas palabras y pugna por entrar, aparece Medea en lo alto del palacio sobre un carro de dragones alados y con los cadáveres de sus hijos.

Medea:

¿Por qué mueves y empujas estas puertas tratando de buscar unos cadáveres y a mí, su ejecutora? Ceja ya en tu empeño. Si me necesitas, di lo que quieres, pero jamás lograrás tocarme con tu mano.

Eso es este carro que me ha dado el Sol, padre de mi padre, una defensa contra manos enemigas.

Jasón:

¡Oh ser abominable, oh mujer la más odiosísima para los dioses y para mí y para toda la raza de los hombres, que te atreviste a hundir en tus hijos la espada siendo su madre y me mataste al quitármelos!

¿Y contemplas aún el sol y la tierra después de estos delitos, después de haberte atrevido a cometer la más impía de las acciones? ¡Ojalá estuvieses muerta!

Ahora ya estoy cuerdo, y no lo estaba entonces, cuando desde una casa y un suelo extranjeros te traje, magna desgracia, a una casa griega, a ti, traidora a tu padre y a la tierra que te había criado. Los dioses arrojaron contra mí tu genio vengador, pues ya habías matado a tu hermano en tu hogar cuando embarcaste en el casco de la bella proa de la “Argo”. Comenzaste con acciones como ésta, y, tras casarte con este hombre que te habla y haberme dado hijos, por causa de un lecho y una esposa, los mataste.

Ninguna mujer griega se hubiese atrevido jamás a esto, al menos de aquéllas ante las que yo preferí tomarte a ti por esposa, en alianza odiosa y funesta para mí, a ti, una leona – no una mujer – que tiene instintos más salvajes que la tirrénica Escila. Pero ni siquiera con mis infinitos reproches puedo morderte: así de audaz naciste. Márchate ya en mala hora, desvergonzada, apestosa asesina de tus hijos. Lamentar mi destino es lo único que puedo hacer, pues ni disfrutaré del lecho recién concertado ni podré dirigirme a unos hijos vivos que yo engendré y crié, sino que todo lo he perdido.

Medea le dice que lo ha hecho porque Jasón la ha ultrajado casándose con otra mujer.

Jasón le pide que le deje enterrar y llorar los cadáveres de sus hijos. Ella dice que se los lleva al recinto de Hera para que ninguno de sus enemigos los ultraje violando sus tumbas. Que ella se va a Atenas a vivir con Egeo, el rey de Atenas. Y le vaticina a Jasón que morirá con la peor de las muertes, golpeado en su cabeza por un despojo de la “Argo”, cuando haya contemplado el amargo colofón de su boda con Medea.

(Eurípides. Medea. Introducción: Francisco Rodríguez Adrados. Traducción: Alfonso Martínez Días. Grandes Clásicos Universales. Círculo de Lectores. Barcelona. 1982).

Segovia, 16 de enero del 2022

Juan Barquilla Cadenas.