ROMA Y LOS PIRATAS EN EL MEDITERRÁNEO
Ahora que los rebeldes hutíes de Yemen están causando problemas a los barcos mercantes que pasan por el mar Rojo, produciendo inseguridad y problemas económicos al comercio marítimo internacional, me ha parecido bien recordar la lucha que llevó a cabo Roma en el mar Mediterráneo contra la piratería.
Javier Negrete, en su libro “Roma Invicta”, lo expone de este modo:
En primer lugar cuenta lo qué le pasó a César cuando se dirigía a Rodas para perfeccionar su oratoria.
Dice que cuando su nave pasaba junto a la pequeña isla de Farmacusa, a unos diez kilómetros de Mileto, fue atacada por piratas cilicios.
La piratería era una plaga que en cierto modo se habían buscado lo romanos al reducir o neutralizar el poder naval de grandes potencias como el reino seléucida, Macedonia o incluso Rodas, que durante mucho tiempo habían ejercido de gendarmes de los mares.
Por otra parte, la exagerada demanda de esclavos de Roma e Italia había provocado que muchos piratas se dedicaran a la lucrativa profesión de atacar barcos y poblaciones costeras para raptar personas y venderlas en mercados como Delos.
En el caso de alguien como César, venderlo como esclavo no tenía sentido. Tratándose de un miembro de la élite, era mucho mejor pedir rescate por él.
Los piratas liberaron a los acompañantes de César y los enviaron por diversos lugares de la costa para que reunieran un rescate de veinte talentos, casi medio millón de sestercios. El joven se carcajeó con desdén y les dijo que veinte talentos eran una miseria: debían pedir por lo menos cincuenta por alguien como él.
Durante casi cuarenta días César permaneció en poder de los piratas, acompañado por dos sirvientes y un amigo, que al parecer también era médico. Durante ese tiempo se comportó como si los piratas fueran sus criados. Les mandaba callar cuando quería dormir, practicaba deporte con ellos, los usaba como audiencia para sus poemas y discursos y si alguien no apreciaba su arte lo llamaba “bárbaro analfabeto”. A veces los amenazaba con ahorcarlos, algo que seguramente se tomaban a broma, pues parece que se llevaban bien con su prisionero y hasta lo admiraban como si sufrieran un “síndrome de Estocolmo” invertido.
Los amigos de César reunieron el rescate recurriendo a las élites y a los dirigentes de las poblaciones costeras, que al fin y al cabo dependían de Roma. Para evitar que los secuestradores se quedaran con el dinero y mataran al prisionero, los piratas dejaron en las ciudades que aportaban los fondos sus propios rehenes, que deberían ser liberados cuando César estuviera sano y salvo.
Una vez libre, César viajó a Mileto. Allí equipó barcos con hombres armados, se dirigió a la isla donde lo habían tenido prisionero y capturó a los piratas junto con el rescate y el resto del botín de sus depredaciones.
La historia no lo cuenta, pero es de suponer que César devolvió los cincuenta talentos a las ciudades que habían puesto dinero para su rescate, descontando los gastos de armar esa pequeña flota. A los piratas se los llevó a Pérgamo, y exigió a Marco Junco, gobernador de la “provincia” de Asia, que los ejecutara.
Marco Junco no se mostró por la labor, ya que, en un curioso giro de las cosas, pretendía actuar a su manera como un pirata vendiendo a los prisioneros o cobrando rescate por ellos. César se negó a compincharse con él, regresó a Pérgamo e hizo crucificar a los piratas, tal como les había prometido. Pero, como se había llevado bien con ellos, para ahorrarles largas horas de agonía hizo que les cortaran el cuello.
La campaña de Pompeyo contra los piratas:
En el Mediterráneo existían piratas desde que se tenía noticia. El mismo Ulises se había dedicado a la piratería durante su largo regreso de Troya, atacando el país de los “cicones” y la isla de los fabulosos “lestrigones” con fortuna desigual.
Normalmente, la piratería se hallaba más o menos limitada, pues había reinos poderosos que poseían grandes flotas de guerra con las que mantenían limpios los mares. Pero a lo largo del siglo II a. de C., Roma derrotó a los grandes Estados de la zona, como el imperio seléucida, o causó de forma directa la decadencia de otras potencias navales como Rodas o Egipto. Eso dejó un vacío de poder en los mares que ella misma no se molestó en llenar y que provocó un nuevo auge de la piratería. Por otra parte, la economía romana e italiana demandaba cada vez más esclavos, y eso animaba a mucha gente a dedicarse a la lucrativa profesión de pirata para traficar con seres humanos.
A partir de la primera Guerra Mitridática (89 -85 a. de C.), la piratería se disparó fuera de control.
En realidad, podría decirse que el colectivo de los piratas llegó a convertirse en una especie de Estado propio. Muchas de las personas que se dedicaban a ello no tenían otra forma de ganarse la vida, pues las guerras habían devastado sus países y por eso, como señala Apiano, se dedicaban “a cosechar el mar en lugar de la tierra” (B M, 92).
Si los primeros piratas utilizaban naves pequeñas y ligeras, los de la época de Pompeyo y César usaban, ya birremes o trirremes de combate.
Y no actuaban precisamente de incógnito: muchos exhibían con orgullo su reciente prosperidad luciendo remos plateados, toldillas de color púrpura y velas doradas.
Muchos piratas se organizaban en flotas comandadas por auténticos almirantes. Con ellas asaltaron islas como Delos y Egina, y ni siquiera los santuarios de Hera en Samos y Asclepio en Epidauro se libraron de sus depredaciones.
Cualquier ciudad cercana al litoral, aunque estuviese amurallada, corría peligro. En los últimos años cuatrocientas poblaciones habían sufrido pillaje, y el temor por los piratas llegaba hasta tal punto que en muchos lugares la gente huía de la costa donde llevaba generaciones viviendo.
La principal base de operaciones de los piratas era la región de Cilicia (costa meridional de la península de Anatolia), y en particular la llamada Cilicia Traquea o “abrupta”. Allí las montañas llegaban hasta el mar creando escarpados salientes rocosos separados por pequeñas ensenadas ocultas. En ellas los piratas tenían sus guaridas, donde retenían encadenados a miles de artesanos de todo tipo para que fabricaran sus naves y sus armas con la madera, el hierro y el cobre que les traían de todas partes.
La comunicación lateral entre las calas y promontorios donde se cobijaban los piratas resultaba prácticamente imposible, sobre todo para ejércitos numerosos.
La única forma de asaltar esos bastiones era llegando por mar. Pero eso tampoco bastaba, pues si una flota atacaba una de sus bases, los piratas no tenían más que retirarse hacia las montañas del interior, donde contaban con aliados que los protegían.
Los romanos llevaban más de una generación combatiendo en vano contra esta plaga. En el año 102 a. de C., Marco Antonio llevó a cabo la primera operación destinada a acabar con la piratería, y dos años después se aprobó una “lex piratica” que no sirvió de gran cosa.
En torno al año 80 a. de C. se creó la pequeña “provincia” de Cilicia, y desde ella su gobernador Servilio Vatia lanzó varias campañas para someter las montañas del interior, que le valieron el sobrenombre de “Isáurico”. Pero el enclave principal de “Cilicia Traquea” seguía sin conquistar.
La situación había empeorado todavía más debido a las guerras contra Mitrídates, que no dudaba en utilizar a los piratas como aliados pagándoles y entregándoles barcos.
En las décadas de los años 70 y 60 había decenas de miles de ellos repartidos desde Levante hasta la Columnas de Hércules, y sus naves ya asaltaban incluso las costas de Italia. Así, cerca de Miseno raptaron a Antonia, precisamente la hija del general que había intentado combatirlos por primera vez, y pidieron un enorme rescate por ella. La audacia de los piratas llegaba a tal extremo que incluso secuestraron a dos pretores junto con sus lictores. Al menos, estos dos pretores se salvaron; otros prisioneros corrieron peor suerte, ya que sus captores los hacían caminar por el tablón para que cayeran al mar adelantándose a las costumbres de piratas más modernos.
Las incursiones de aquellos bandoleros de los mares estaban perjudicando al comercio de todo el Mediterráneo.
Roma, que superaba de largo el medio millón de habitantes y no dejaba de crecer, necesitaba el trigo que llegaba de Sicilia, del norte de África y de lugares más lejanos como Egipto. Pero ya no era seguro ni el puerto de Ostia (Roma), pues allí, a pocos kilómetros de la mismísima Roma, los piratas se habían atrevido a atacar a una flota consular.
Cuando la situación llegó a un punto insostenible en el año 67 a. de C., ante la amenaza de que la ciudad de Roma sufriera una hambruna, el tribuno Aulo Gabinio propuso una ley destinada a acabar definitivamente con la piratería. Su idea era escoger a un senador consular para dirigir la tarea y poner bajo su autoridad a quince legados con rango de pretores.
Para combatir contra los piratas, aquel magistrado especial contaría con doscientos barcos y su mandato duraría tres años.
Gabinio no mencionó a Pompeyo por su nombre, pero ambos eran amigos y todo el mundo supo para quién estaba destinado ese puesto.
En el Senado se suscitó una gran oposición, ya que los poderes que la ley concedía eran inusitados.
Uno de los pocos que habló a favor de la medida fue precisamente César, algo de lo que Pompeyo tomó buena nota.
Después de muchas discusiones aderezadas con dosis de violencia e intimidación, Gabinio llevó la propuesta a la Asamblea. Finalmente, el pueblo concedió el mando a Pompeyo y le otorgó incluso más medios de los que preveían la primera propuesta del tribuno.
Pompeyo tendría a su disposición quinientos barcos, veinticuatro legados, ciento veinte mil soldados de infantería y cinco mil de caballería. Asimismo se le asignaron fondos y provisiones suficientes para mantener una flota y un ejército tan grandes.
El “imperium” de Pompeyo abarcaba todo el Mediterráneo y una amplia franja costera que se internaba setenta y cinco Kilómetros tierra adentro, y en ese territorio su autoridad prevalecía sobre la de cualquier otro magistrado.
La titánica labor de coordinar todos esos medios de un extremo a otro del Mediterráneo habría intimidado a cualquiera, pero no a Pompeyo, que poseía una singular aptitud para organizar operaciones de enorme escala.
La gente confiaba tanto en él que, en cuanto se supo que le habían otorgado aquel mando, el precio del pan bajó, ya que todos estaban convencidos de que el suministro de trigo no tardaría en reanudarse.
Pompeyo se puso manos a la obra enseguida. Pensó que si perseguía a los piratas en Cilicia, correrían a buscar nuevas guaridas en las costas de África o Dalmacia, y viceversa.
La manera de acabar con ellos era actuar simultáneamente en todo el Mediterráneo. Para tal fin, Pompeyo, que era un hombre meticuloso, dividió el mar en trece regiones, seis en el este y siete en el oeste. Al mando de cada una de ellas puso a un legado cuya misión era perseguir a los piratas de su zona y expugnar las fortalezas donde se cobijaban.
Ninguno de ellos debía sobrepasar los límites que se le habían asignado. En cuanto a los once legados restantes, se cree que Pompeyo los puso al cargo de flotas móviles que sí podían cruzar de una zona a otra para perseguir a los barcos piratas que escapaban del cerco. El hecho de nombrar tantos legados, de paso, le permitió crear nuevos vínculos de cliente-patrón y aumentar su poder.
La campaña arrancó a principios de la primavera del año 67, con ataques simultáneos en todas las zonas del Mediterráneo occidental, mientras el propio Pompeyo hacía una labor de barrido de oeste a este con una flota de sesenta barcos. En tan sólo cuarenta días, aquella mitad del Mediterráneo quedó libre de piratas y el tráfico entre Roma y sus principales suministradores de grano se restableció.
Después tocó el turno a la mitad oriental, tarea que se preveía más complicada. Sin embargo, Pompeyo la llevó a cabo con una sorprendente facilidad. Aquel, a quien habían llamado “el carnicero adolescente”, demostró que sabía ser humano y clemente, y que comprendía que las causas principales de la piratería eran la miseria y la falta de otros medios para ganarse la vida.
En lugar de crucificar a los piratas como había hecho César, Pompeyo les entregó tierras en el interior de Asia Menor – bien lejos del mar para evitar que cayeran en la tentación de volver a la piratería -, o los instaló en ciudades que habían quedado despobladas por las guerras mitridáticas.
Una de ellas, Soli, fue rebautizada con el sonoro nombre de “Pompeyópolis” (la ciudad de Pompeyo). Curiosamente, la población que más nuevos colonos recibió no se hallaba en Asia Menor sino en Grecia, y fue Dime, en la comarca de “Acaya”.
En total, Pompeyo reasentó de ese modo a 20.000 antiguos piratas. Era algo que los romanos ya habían probado con éxito trasladando a muchas tribus “ligures” al sur de Italia.
La campaña prosiguió con rapidez. Sabiendo que si se rendían obtendrían el perdón, tripulaciones enteras arrojaban las armas al agua y aplaudían en señal de rendición cuando las naves romanas se acercaban para abordarlas.
Pompeyo dejó para el final la ofensiva contra el corazón del problema, la escarpada costa de Cilicia. Allí libró una batalla naval en la que derrotó a la principal flota pirata, y luego puso sitio a la fortaleza de Coracesio. Con la rendición de ésta terminó una guerra que apenas había durado seis meses.
Por supuesto, la piratería no desapareció por completo, aunque algunos, como Cicerón, se dejaron llevar tanto por el entusiasmo que dijeron que ya no quedaba un solo pirata en las costas de Asia. Pero lo cierto es que la plaga como tal dejó de asolar el Mediterráneo gracias a la eficacia de Pompeyo.
(Javier Negrete. Roma Invicta. Edit. La Esfera de los libros).
Como vemos, algunos hechos del pasado se repiten en la historia reciente, y creo que es bueno conocer estos hechos para ver cómo afrontaron en el pasado esos problemas y las soluciones que les dieron, y de este modo ayudar a tomar las decisiones más convenientes.
Segovia, 17 de febrero del 2024
Juan Barquilla Cadenas.