ALEJANDRO MAGNO: PLUTARCO “VIDAS PARALELAS”
Alejandro Magno, rey de Macedonia, es una de las figuras históricas culminantes de la antigüedad.
Sus conquistas cierran una época y abren otra nueva.
Termina la era de las ciudades-estado griegas y aparecen monarquías territoriales en toda la cuenca del Mediterráneo oriental.
Los centros culturales y de decisión se alejan de la península balcánica, pero la cultura griega se propaga a través de las numerosas ciudades de nueva creación y se expande hasta la desembocadura del Indo.
Con la muerte de Alejandro (323 a. de C.) comienza la llamada “época helenística”.
Plutarco se excusa por no relatar exhaustivamente todas y cada una de sus célebres hazañas, sino resumirlas.
La causa de ello dice que es porque no escribe historias, sino biografías, y que la manifestación de la virtud o la maldad no siempre se encuentra en las obras más preclaras; por el contrario, con frecuencia una acción insignificante, una palabra o una broma dan mejor prueba del carácter que batallas en las que se producen millares de muertos, los más enormes despliegues de tropas y asedios de ciudades. Pues igual que los pintores tratan de obtener las semejanzas a partir del rostro y la expresión de los ojos, que son los que revelan el carácter, y se despreocupan por completo de las restantes partes del cuerpo, del mismo modo se nos debe conceder que penetremos con preferencia en los signos que muestran el alma y que mediante ellos representemos su vida, dejando para otros los sucesos grandes y las batallas.
Alejandro era hijo de Filipo y Olimpia.
Se dice que Filipo se enamoró de Olimpia en cierta ocasión en que ambos se iniciaron en los Misterios de Samotracia, cuando él era todavía un adolescente y ella una niña, huérfana de padre y madre, y que por ello concertó el matrimonio cuando logró el consentimiento de Aribas, el hermano de ella.
La novia, la noche antes de ser encerrados en la cámara nupcial, creyó que tronaba, que caía un rayo sobre su vientre, y que, como consecuencia del impacto, se prendía un gran fuego que luego se rompía en llamas que se dispersaban por todas partes hasta disiparse.
Por su parte, Filipo, algún tiempo después de su matrimonio, soñó que echaba un sello sobre el vientre de su mujer, y la talla del sello le pareció que tenía grabada la imagen de un león.
Todos los adivinos interpretaban el sueño con recelo, porque suponían que quería decir que Filipo debía ejercer una vigilancia más rigurosa sobre su matrimonio; sólo Aristandro Telmeso afirmó que la mujer estaba embarazada, pues nunca se pone un sello sobre lo que está vacío, y que estaba encinta de un hijo que sería impulsivo y tendría naturaleza de león.
Fue vista también en cierta ocasión una serpiente extendida al lado del cuerpo de Olimpia, mientras ésta dormía; y fue esto sobre todo lo que dicen que apagó el amor y el cariño de Filipo, hasta el punto de que raras veces ya fue a acostarse junto a ella, bien porque temiera ser víctima de alguna clase de hechizo y encantamiento de su mujer, bien porque tuviera escrúpulos religiosos de tener trato con una mujer que a su entender se había unido a un ser superior.
Existe otra tradición acerca de este punto, según la cual todas las mujeres del país, que se entregan a los ritos órficos y a los cultos orgiásticos de Dioniso desde tiempos muy remotos recibiendo el sobrenombre de Clodones y Mimálones, realizan muchas prácticas semejantes a las Edónides y a las mujeres tracias que habitan en torno al monte Hemo, y que Olimpia, que era más devota que otras a estas actividades fanáticas y se dejaba transportar de manera más bárbara por los delirios inspirados por la divinidad, solía llevar a los cortejos báquicos grandes culebras domesticadas, que, al emerger con frecuencia de la hiedra y las cestas místicas (objetos rituales consagrados a Dioniso, que las mujeres llevaban sobre la cabeza en las ceremonias de su culto) y enroscarse en los “tirsos” (varita larga con una piña de pino en la parte superior) de las mujeres y en las guirnaldas, provocaban el pavor de los hombres.
No obstante, a Filipo, que después de la aparición de la serpiente había enviado a Querón de Magalópolis a Delfos, dicen que éste le trajo un oráculo de parte del dios con la orden de sacrificar a Amón y venerar especialmente a este dios.
El oráculo vaticinaba también que perdería el ojo que había aplicado a la rendija de la puerta para espiar al dios acostado con su mujer bajo forma de serpiente (como en efecto sucedió en el asedio de Metene en 354 a. de C. a causa de una flecha. Lo cuenta Diodoro, XVI 34,5).
Olimpia, según afirma Eratóstenes, cuando despidió a Alejandro al partir a la expedición militar, le reveló a solas el secreto de su concepción y le encareció que tuviera sentimientos dignos de su origen.
Otros, sin embargo, aseguran que ella rechazaba esta leyenda por impía y que decía: “¿No va a dejar de calumniarme Alejandro ante Hera?”
Sea o no cierta (esta leyenda) el caso es que Alejandro nació el seis del mes de Hecatombeón, que los macedonios llaman Loo, el mismo día precisamente en que se quemó el templo de Ártemis en Éfeso.
Hegesias de Magnesia (orador del siglo III a. de C.) aprovechó la coincidencia para hacer una exclamación que por su finalidad bien habría podido apagar aquel incendio, pues dijo que no era extraño que el templo hubiera ardido, porque Ártemis había estado ocupada con el parto de Alejandro.
Todos los magos que residían entonces en Éfeso, considerando que la desgracia del templo era indicio de otra desgracia, echaron a correr de acá para allá golpeándose el rostro y proclamando a gritos que aquel día había dado a luz la ruina y una gran calamidad para Asia.
A Filipo, en cambio, que acababa de conquistar Potidea, le llegaron al mismo tiempo tres noticias: que los ilirios habían sido derrotados por Parmenión en una gran batalla; que en los Juegos Olímpicos había resultado vencedor en la carrera de caballos; y la tercera que había nacido su hijo Alejandro.
La natural alegría de estas noticias se acrecentó más cuando los adivinos le manifestaron que un hijo cuyo nacimiento había coincidido con tres victorias sería invencible.
En cuanto a su aspecto físico, las que mejor lo representan son las estatuas de Lisipo, el único al que estimaba digno de representarle en esculturas.
Y, de hecho, los rasgos que muchos de sus sucesores y amigos trataron luego de imitar sobre todo: la leve inflexión del cuello hacia la izquierda y la languidez de su mirada, son los que este artista ha conservado con exactitud. Pero Apeles, cuando lo pintó como portador del rayo, no reprodujo el color de su tez, pues la representó demasiado morena y curtida.
Tenía, sin embargo, la piel blanca, según dicen, con una blancura que se teñía de púrpura, sobre todo en el pecho y en el rostro.
Que su piel exhalaba una fragancia muy agradable y su boca y todo su cuerpo despedían un grato olor hasta impregnar su ropa lo hemos leído en las “Memorias” de Aristóxeno.
La causa de ello era seguramente la constitución de su cuerpo, que era ardiente y fogosa; pues el buen olor, según cree Teofrasto (filósofo aristotélico 372/369 -288/285 a. de C.), proviene de la cocción de los líquidos bajo el efecto del calor. De ahí que las regiones secas y requemadas de la tierra produzcan los aromas más variados y mejores, pues el sol absorbe la humedad, principio de putrefacción que se halla sobre la superficie de los cuerpos.
A Alejandro es el calor de su cuerpo, según es verosímil, lo que le hizo propenso a la bebida y apasionado.
Ya desde la infancia su templanza se iba dejando traslucir por el hecho de que a pesar de ser apasionado y comportarse con vehemencia en casi todas las actividades, era poco sensible a los placeres corporales y gustaba de ellos con gran sobriedad; sus ansias de gloria le infundían una gravedad de sentimientos y una magnanimidad ajenas a su edad.
No se conformaba, en efecto, con cualquier gloria que fuera indiscriminada por su naturaleza o procedencia, a diferencia de Filipo, que se vanagloriaba, como si de un sofista se tratara, de un talento para la oratoria y hacía grabar en las monedas las victorias de sus carros de Olimpia.
Por el contrario, cuando los que le rodeaban le propusieron si quería competir en la carrera del “estadio” en los juegos olímpicos, ya que era rápido corriendo, dijo: “Sí, si fuera a tener reyes como rivales en el concurso”.
Es cierto también que, en general, era indiferente con toda clase de atletas y, aunque instituyó un gran número de certámenes no sólo de autores trágicos, flautistas y citaredos, sino también de rapsodos, cacerías de todo género y competiciones de esgrima, nunca mostró ningún empeño por instaurar un concurso de pugilato o de pancracio.
Cuando a los embajadores del rey de Persia, llegados en ausencia de Filipo, les dio la bienvenida y trabó conocimientos con ellos, hasta tal punto los subyugó con su cortesía y gracias a que en lugar de hacerles ninguna pregunta infantil o frívola sólo recababa informaciones sobre la longitud de los caminos y el modo de viajar a pie hacia el interior, sobre el propio rey y su conducta en las guerras y sobre el valor y el poderío de los persas, que los embajadores se quedaron maravillados y empezaron a pensar que la celebrada sagacidad de Filipo no era nada en comparación con la pronta disposición y la amplitud de miras de su hijo.
Por otro lado, cada vez que se daba la noticia de que Filipo había conquistado una ciudad famosa o había vencido en una renombrada batalla, no sólo no se mostraba muy alegre al enterarse, sino que incluso decía a los de su misma edad: “Muchachos, mi padre se va a anticipar a conquistarlo todo y a mí no me va a dejar ninguna acción grandiosa y brillante para darme a conocer con vosotros”.
Y es que como no codiciaba placer ni riqueza, sino méritos y gloria, consideraba que cuanto más recibiera en herencia de su padre, menores serían los éxitos logrados por él mismo.
Por la misma razón, creyendo que según iba Filipo aumentando las conquistas iba agotando sus propias hazañas futuras, prefería heredar un reino que tuviera, no riquezas ni lujos ni disfrutes, sino combates, guerras y oportunidades de ganar gloria.
Muchos había, como es natural, a su cuidado en calidad de educadores, pedagogos y maestros, pero al frente de todos ellos estaba Leónidas, hombre de hábitos austeros y emparentados con Olimpia, que aunque no rehusaba el título de pedagogo, oficio que tiene una tarea noble y encomiable, era llamado por los demás, en razón de su dignidad y parentesco “tutor y guía de Alejandro”.
El que había asumido por su cuenta la labor y el título de pedagogo era Lisímaco, originario de Acarnania, que aunque no tenía ningún encanto especial, como se llamaba a sí mismo Fénix, a Alejandro Aquiles y a Filipo Peleo, gozaba de consideración especial y ocupaba el segundo lugar.
En cierta ocasión en que Filónico de Tesalia trajo a Bucéfalo para ver si Filipo quería comprarlo por trece talentos, bajaron al llano para probar el caballo, y a todos les pareció difícil y completamente indómito, porque no toleraba ningún jinete, no soportaba la voz de ninguno de la escolta de Filipo y se encabritaba sobre todos ellos. Descontento, Filipo ordenó que se lo llevaran, porque era por completo salvaje e indomable; pero Alejandro, que estaba presente, dijo: “¡Qué caballo están echando a perder por no saber sacar partido de él por impericia y cobardía!”. Al principio, Filipo se quedó callado, pero como Alejandro no dejaba de hacer comentarios y mostrar su profunda indignación, terminó por decirle: “¿Estás echando culpas a personas que son mayores que tú, como si tú supieras más que ellos o fueras capaz de sacar mejor partido del caballo?” “Al menos éste –contestó – sí que lo manejaría mejor que cualquier otro”. “Y si no lo logras, ¿a qué castigo estás dispuesto a someterte por tu temeridad?”. “Por Zeus, que yo –dijo – estoy dispuesto a pagar el precio del caballo”.
Estas palabras provocaron la risa, y luego de fijar entre ambos el dinero de la apuesta, corrió Alejandro enseguida hacia el caballo, cogió las riendas y le hizo girar hasta que quedó mirando al sol, porque, según parece, había notado que el animal se espantaba al ver su propia sombra proyectarse y agitarse delante de él.
Anduvo así unos pasos a su lado y fue acariciándolo, y cuando lo vio lleno de ardor y bríos, dejó caer la clámide con suavidad y de un salto montó a horcajadas con las piernas bien firmes. Y tirando con suavidad del bocado con ambos lados de las riendas, le hizo detenerse sin golpearle ni desgarrarle con el freno. Cuando vio que el caballo abandonaba su actitud amenazante y tenía ganas de correr, le dio rienda suelta espoleándole con voces más resueltas y golpes de talón. Entre los que estaban con Filipo, había al principio angustia y silencio; pero cuando Alejandro dobló las bridas y regresó hacia ellos sin dificultad, ufano y contento, todos los demás prorrumpieron en aclamaciones, y se dice que su padre incluso lloró de alegría y que besándole en la cabeza al desmontar, exclamó: “¡Hijo mío, busca un reino a tu medida: Macedonia no es bastante para que tú quepas!”·
Observando que la naturaleza de su hijo era inflexible y se rebelaba contra toda imposición por la fuerza, pero que por la razón se dejaba guiar con facilidad hacia lo conveniente, trataba de convencerle más que de ordenarle, y como no se fiaba por completo de los maestros encargados de su instrucción literaria y musical y de su educación general para dirigirle y darle formación, por entender que era una tarea demasiado importante y, como dice Sófocles, “obra de muchos frenos y timones a la vez”, mandó llamar al filósofo más ilustre y sabio, Aristóteles, a quien pagó por sus enseñanzas honorarios magníficos y dignos de él; la ciudad de Estagira, de donde era Aristóteles, que había sido destruida por él mismo, la reedificó y restituyó en ella a los ciudadanos exiliados o reducidos a la esclavitud.
Como escuela y lugar para el estudio les asignó el santuario de las ninfas de Mieza (población de Macedonia), donde todavía hoy enseñan los bancos de piedra de Aristóteles y los umbrosos paseos.
Al parecer, Alejandro no sólo recibió enseñanzas de ética y política, sino que también tomó parte en lecciones secretas más profundas que los filósofos denominaban en particular “acroamáticas” y “epópticas” y se guardaban de divulgar.
En efecto, cuando ya había pasado a Asia, al enterarse de que Aristóteles había publicado en libros algunas de estas doctrinas, le escribe en nombre de la filosofía una carta llena de franqueza, de la que es copia el siguiente texto:
“Alejandro a Aristóteles saluda. No has hecho bien en publicar las lecciones acroamáticas. Pues ¿en qué nos diferenciamos nosotros de los demás si las doctrinas en las que nos has instruido van a ser comunes a todo el mundo? Yo preferiría por mi parte distinguirme por el conocimiento de los bienes más altos antes que por el poder. Que sigas bien”.
Para consolarle Aristóteles de la decepción en esta ambición, se justifica a propósito de aquellos escritos, diciéndole que están publicados y no lo están. Pues, en realidad, el tratado de “Física” no tiene ninguna utilidad para quien quiere enseñar o instruirse, porque está escrito para servir de memorándum a los ya instruidos desde el principio.
Me parece que Aristóteles fue también quien más que ningún otro inculcó en Alejandro la afición por la medicina.
Y no se contentó sólo con la teoría, sino que también solía asistir a sus amigos enfermos y prescribirles remedios y dietas, según se puede comprobar por sus cartas. Tenía también una inclinación innata por la literatura y la lectura. Convencido de que la “Ilíada” era viático del valor guerrero – y así la llamaba -, llevó consigo la recensión corregida por Aristóteles, que denominan “del arca”, y la tenía siempre con el puñal bajo la almoada, según cuenta Onesícrito (escritor griego 360 a. de C. – 290 a. de C.); y como no tenía medios para conseguir los demás libros en los lugares del interior de Asia, mandó a Hárpalo que se los enviara. Éste le remitió los libros de Filisto, gran número de tragedias de Eurípides, Sófocles y Esquilo, y los ditirambos de Telestes y Filóxeno.
Al principio, admiraba a Aristóteles y, como él mismo decía, le tenía no menos cariño que a su padre, porque, si gracias a aquél vivía, gracias a éste había aprendido a vivir bien; pero más tarde comenzó a sentir recelos de él, no hasta el punto de hacerle algún mal, pero sí que sus atenciones ya no manifestaban aquella vehemencia en un afecto por él y eran prueba del enfriamiento de sus relaciones.
Sin embargo, el ferviente amor y el ansia por la filosofía que se habían implantado e ido creciendo con él desde el principio no desaparecieron de su alma, como demuestran los honores concedidos a Anaxarco, los cincuenta talentos enviados a Jenócrates y el vivo interés que mostró con Dándamis y Cálano.
En el momento de la época de Filipo contra Bizancio, Alejandro tenía dieciséis años, y habiendo quedado en Macedonia como depositario del poder y del sello real, subyugó a los medos que se habían sublevado y tomó su ciudad, expulsó a los bárbaros y repoblándola con gentes de procedencia diversa le dio el nombre de “Alejandrópolis”.
Tomó parte personalmente en la batalla de Queronea contra los griegos, y se dice que fue el primero que se arrojó contra el batallón sagrado de los beocios. (La batalla de Queronea tuvo lugar el 2 de agosto del 338 a. de C. El batallón sagrado beocio era un cuerpo selecto de trescientos hombres formado en 378 a. de C. y mantenido a expensas del Estado, que en la batalla deQueronea ocupaba el ala derecha junto al río Cefiso. En el otoño del mismo año se formó la “Liga de Corinto”, que consagraba la hegemonía macedonia sobre Grecia).
Todavía en nuestros días se enseñaba junto al Cefiso una vieja encina llamada de Alejandro, junto a la que puso su tienda en aquella ocasión; no lejos de allí está el túmulo común de los macedonios.
El resultado de estos éxitos fue, como es natural, que Filipo vio aumentado el cariño por su hijo, hasta el punto de que se alegraba cuando los macedonios llamaban a Alejandro “rey” y a Filipo “general”.
Pero los desórdenes de la casa de Filipo causados por los matrimonios, y los amoríos, que de alguna manera hicieron enfermar a todo el reino a la vez que el “gineceo”, fueron motivos de numerosas quejas y grandes desavenencias que agravaron el mal carácter de Olimpia, una mujer extremadamente suspicaz y rencorosa, que además incitaba a Alejandro.
El enfrentamiento más abierto de todos lo causó Átalo en la boda de Cleopatra, una doncella que desposó Filipo, enamorado de la muchacha a pesar de la diferencia de edad. Átalo, que era tío de ella, borracho en el banquete, invitó a los macedonios a rogar a los dioses que de la unión de Filipo y Cleopatra naciera un hijo legítimo, heredero del reino. Furioso Alejandro por esto, exclamó: “¿Es que yo, mala cabeza, te parezco ser un bastardo?” Y al propio tiempo le tiró una copa.
Entonces Filipo se levantó y se dirigió hacia él con la espada desenvainada, pero por suerte para ambos la ira y el vino le hicieron resbalar y caer. Alejandro dijo con tono insultante entonces: “Ése es, señores, el que se preparaba para pasar de Europa a Asia, el que al pasar de un lecho a otro se ha caído patas arriba”·
Después de esta reyerta causada por la embriaguez, Alejandro cogió a Olimpia y la llevó a vivir al Epiro, y él mismo se quedó entre los ilirios. Entretanto, el corintio Demarato, que estaba unido a la casa por lazos de hospitalidad y podía hablar con franqueza, llegó a ver a Filipo.
Tras los primeros saludos y atenciones, Filipo le preguntó cuál era el grado de concordia mutua de los griegos en ese momento, y él respondió: “Verdaderamente, Filipo, te cuadra bien preocuparte de Grecia, tú que has llenado tu propia causa de tan grandes querellas y desgracias.”
Así es como Filipo volvió en sí y envió a buscar y logró el regreso de Alejandro, convenciéndole por mediación de Demarato.
Y cuando Pixódaro, sátrapa de Caria, queriendo ganarse por medio del parentesco la alianza con Filipo, quiso dar en matrimonio a la mayor de sus hijas a Arrideo, hijo de Filipo, y envió a Macedonia para tratar el asunto a Aristócrito, al punto hubo conversaciones y denuncias ante Alejandro por parte de sus amigos y de su madre, que le decían que Filipo trataba de establecer a Arrideo en el trono con un matrimonio brillante y una elevada posición.
Alarmado ante la situación, Alejandro envía a Caria a Tésalo, el actor trágico, con el encargo de decir a Pixódaro que debía dejar en paz a este hijo bastardo y fuera de sus cabales, y concertar el enlace con Alejandro. Este proyecto agradó a Pixódaro mucho más todavía que el anterior.
Pero Filipo, enterado de que Alejandro se había retirado a su habitación, cogió consigo a uno de los amigos e íntimos de su hijo, Filotas, hijo de Parmenión, fue allí con él y le increpó con violencia y le llevó de insultos amargos por su conducta rastrera e indigna de los bienes que disfrutaba, si se iba a contentar con convertirse en el yerno de un individuo de Caria, esclavo de un rey bárbaro.
En cuanto a Tésalo, escribió a los corintios para que se lo trajeran encadenado con grilletes. De los demás compañeros de Alejandro, desterró de Macedonia a Hárpalo y a Nearco, así como a Erigio y a Ptolomeo a quienes Alejandro más tarde restituyó y llenó de los más altos honores.
Entretanto, Pausanias, ultrajado a instigación de Átalo y Cleopatra, como no obtuvo justicia, asesinó a Filipo.
La principal culpa recayó sobre Olimpia, de quien se sospechaba que había incitado y estimulado al joven encolerizado, pero también a Alejandro alcanzaron ciertas acusaciones. Se dice, en efecto, que una vez que Pausanias se encontró con él después de aquella afrenta y se lamentó ante él, Alejandro le citó aquel verso yámbico de la “Medea”: “el que la dio en matrimonio, el novio y la novia”.
No obstante, buscó hasta descubrir y castigó a los cómplices del atentado. Y cuando Olimpia, aprovechando la ausencia de Alejandro, trató con crueldad a Cleopatra, se enfadó. (Esta Cleopatra es la última esposa de Filipo. Justino dice que se vio forzada a ahorcarse tras ver asesinada en sus brazos a su hija de Filipo. Según Pausanias, VIII 7, 7, ambas murieron quemadas en un brasero por Olimpia.
Poco después, Alejandro mandó matar en Asia Menor a Átalo, de quien se dice que había intrigado con los atenienses contra Alejandro y que más tarde, para probar su lealtad, había enviado a Alejandro una carta recibida por él de Demóstenes. La presentación de esta carta fue motivo suficiente para que Alejandro le mandara matar por traidor).
Heredó, pues, a los veinte años de edad el reino, expuesto por todos los lados a grandes envidias, odios terribles y graves peligros. Pues las tribus bárbaras vecinas no soportaban la sumisión, añorantes de sus monarquías tradicionales.
En cuanto a Grecia, Filipo la había vencido por las armas, pero no había tenido tiempo como de amansarla y domesticarla; pues, como no había hecho más que variar y alterar el estado de cosas, había dejado el país, no habituado al nuevo régimen en gran agitación y desorden.
Los macedonios tenían miedo de esta situación crítica y pensaban que Alejandro, en cuanto a Grecia, debía renunciar por completo a ella y no recurrir a la violencia y, en cuanto a los bárbaros que se habían sublevado, volvérselos a atraer con blandura y cuidar con tiento los principios de la revolución.
Pero Alejandro, partiendo de un razonamiento contrario, se dispuso a adquirir con audacia y energía la seguridad y la salud del reino, convencido de que en cuanto vieran que relajaba su firmeza en cualquier cosa le atacarían todos a la vez.
Puso fin a las rebeliones bárbaras y a las guerras de aquella zona, acudiendo rápidamente con el ejército hasta las riberas del Istro, y venció en una gran batalla a Sirmo, rey de los tribalos.
Informado de que los tebanos habían hecho defección y de que los atenienses los apoyaban, atravesó de inmediato las Termópilas con sus tropas, diciendo que a Demóstenes, que le trataba de “niño” mientras estaba en el país de los ilirios y tribalos, y de “joven” cuando estaba en Tesalia, ahora a las puertas de las murallas de Atenas, quería demostrarle que era un “hombre”.
Llegó ante Tebas y, queriendo darles aún oportunidad de arrepentirse de su actitud, reclamó a Fenix y a Protites (parecen ser los magistrados superiores de Beocia) y proclamó la amnistía para quienes se pasaran a su bando.
Los tebanos respondieron que les entregara a Filotas (que había sido jefe de la guarnición macedonia en la fortaleza beocia) y a Antípatro (general de Alejandro) y proclamaron que quienes quisieran cooperar en la liberación de Grecia fueran a unirse a sus filas.
Alejandro entonces lanzó a los macedonios a la batalla.
Los tebanos lucharon con un valor y una valentía por encima de sus posibilidades, enfrentados a unos enemigos muchas veces más numerosos que ellos.
Cuando, además, la guarnición macedonia abandonó la Cadmea (ciudadela de Tebas) y cayó sobre ellos por detrás, la mayor parte quedó rodeada y perdió la vida en el propio campo de batalla y la ciudad fue conquistada, saqueada y asolada hasta los cimientos.
Obró así, sobre todo, con la esperanza de que los griegos se mantendrían quietos, espantados e intimidados por tan gran calamidad, pero también por presumir de dar satisfacción a las quejas de sus aliados; y, en efecto, los focidios y los plateenses habían presentado acusaciones contra los tebanos.
Con la excepción de los sacerdotes, todos los que tenían lazos de hospitalidad con los macedonios, los descendientes de Píndaro y los que habían votado en contra de la defección, hizo vender a los demás, que eran unos treinta mil. Los muertos pasaron el número de seis mil.
Entre las numerosas y terribles desgracias que la ciudad tuvo que soportar, unos tracios saquearon la casa de Timoclea, mujer ilustre y de recatadas costumbres, y mientras los soldados se dedicaban al pillaje de las riquezas, su jefe la violó y deshonró, y luego le preguntó si tenían en algún sitio oro o plata escondida. Ella confesó que sí tenía, y le condujo a él solo al huerto y le mostró un pozo, donde dijo que había arrojado durante la toma de la ciudad sus posesiones más valiosas. Y mientras el tracio se asomaba e inspeccionaba el lugar, ella, que estaba a su espalda, le empujó y luego le arrojó muchas piedras encima, hasta que lo mató. Cuando los tracios la condujeron encadenada ante Alejandro, desde el primer momento se vio por su mirada y su forma de andar que era una mujer distinguida y llena de entereza, pues acompañaba sin muestras de espanto ni sobresalto a los que la llevaban. Luego, al preguntarle el rey quién era, respondió que ella había sido hermana de Teágenes, el que combatió en las filas contra Filipo en defensa de la libertad de los griegos y cayó en Queronea al mando de sus tropas. Admirado Alejandro, tanto de su respuesta como de su acción, ordenó dejarla libre con sus hijos.
Se reconcilió con los atenienses, aunque éstos habían llevado con gran pesar la desgracia de Tebas; pues incluso la celebración de los misterios, que entonces tenían entre manos, la suspendieron en señal de duelo, y a los fugitivos que iban a refugiarse a la ciudad les hicieron partícipes de toda clase de generalidades.
Sin embargo, bien porque había saciado ya su cólera como los leones, bien porque quería compensar un acto de inaudita crueldad y ferocidad con una acción clemente, no sólo los liberó de toda culpa, sino que incluso recomendó a la ciudad prestar atención a sus asuntos propios porque si le sucedía a él algo ella estaba destinada a regir toda Grecia.
Sin embargo, se dice que más tarde la desdicha de los tebanos le atormentaba con frecuencia y que le hizo más benigno con no pocos.
En conjunto, lo sucedido con Clito cuando se encontraba en estado de embriaguez y la cobardía de los macedonios ante los indios, que dejaron como incompletas su expedición militar y su gloria, las atribuyó a la cólera y a la venganza de Dioniso.
De los tebanos que sobrevivieron, no hubo después nadie que se entrevistara y le hiciera una petición, que no la obtuviera de él.
Congregados los griegos en el istmo, decidieron por votación unirse a Alejandro para hacer una campaña militar contra Persia y lo proclamaron general en jefe.
En esta ocasión, como muchos políticos y filósofos se habían acercado a él para saludarlo y felicitarlo, él esperaba que también Diógenes de Sínope (filósofo cínico) haría lo mismo, porque residía en Corinto.
Pero como él, sin hacer el más mínimo caso de Alejandro, seguía viviendo tranquilamente en el Granio (barrio aristocrático al oeste de Corinto), tuvo que ser él quien se encaminara a verlo. Lo encontró echado al sol. Diógenes se incorporó un poco al ver a tantos hombres acercarse y miró de hito en hito a Alejandro, que le saludó y le dirigió la palabra para preguntarle si se le ofrecía algo. “Sí –dijo- , retírate un poquito del sol”.
Ante esta respuesta, se dice que Alejandro quedó tan admirado de la arrogancia y la grandeza de este hombre, a pesar de haber sufrido este desprecio, que cuando los de la escolta, al alejarse, iban burlándose y riéndose del filósofo, él les dijo: “Pues a mí, si no fuera Alejandro, me gustaría ser Diógenes”.
Fue a Delfos con la intención de consultar el oráculo del dios sobre la expedición militar. Pero como dio la casualidad de que eran días nefastos y en ellos no está permitido emitir oráculos, mandó en primer lugar recado para que viniera la sacerdotisa. Ella se negó alegando la disposición legal. Alejandro entonces subió y fue arrastrándola por la fuerza hasta el templo. Ella, como derrotada por tan firme determinación, exclamó: “¡Eres invencible, hijo!”
Al oír esto, Alejandro dijo que ya no necesitaba ninguna otra profecía y que ya tenía de ella el oráculo que quería.
Cuando estaba a punto de emprender la expedición, se produjeron otros prodigios que parecían señales sobrenaturales; en concreto, uno fue que la antigua estatua de madera de Orfeo cerca de Libetra (al pie del monte Olimpo), que era de ciprés, despidió copioso sudor por aquellos días.
Todo el mundo se asustó del portento, pero Aristandro los animó a no tener miedo, porque, según él, manifestaba que Alejandro llevaría a cabo hazañas dignas de cantar y divulgar, que causarían grandes sudores y fatigas a los poetas y cantores que las celebraran.
En cuanto a los efectivos de su ejército, los que dan la cifra menor registran treinta mil infantes y cuatro mil jinetes; los que dan la mayor, cuarenta y tres mil infantes y cinco mil jinetes.
Aristóbulo cuenta que no tenía más que setenta talentos para los gastos del viaje; Duris, que sólo tenía provisiones para treinta días; y Onesícrito, que además tomó un préstamo de doscientos talentos. Pero aunque partió con unos recursos tan pequeños y escasos, no se embarcó en la nave antes de haberse informado de la situación económica de sus compañeros y haber distribuido entre ellos, a uno una finca, a otro una aldea, a otro las rentas de un caserío o un puerto.
Como ya había gastado y borrado de la lista de sus propiedades casi todos los bienes reales, Perdicas le dijo: “¿Para ti, mi rey, qué es lo que dejas?” Él respondió que las esperanzas, y entonces Perdicas exclamó: “Pues bien, también compartiremos eso nosotros, tus compañeros de armas.” Y tras la renuncia de Perdicas a la propiedad que se le había asignado en la lista, algunos de sus restantes amigos hicieron lo mismo.
Pero a los que aceptaban y solicitaban regalos, se los otorgaba con generosidad, y así es como gastó la mayor parte de su hacienda en Macedonia haciendo distribuciones.
Tales eran el arrojo y la disposición de espíritu con los que atravesó el Helesponto.
Subió a Ilio (Troya) e hizo un sacrificio a Atenea, así como libaciones a los héroes.
En la tumba de Aquiles, tras ungirse con aceite y correr desnudo junto con sus compañeros, como es costumbre, depositó coronas, llamándolo bienaventurado, porque en vida tuvo un amigo leal y tras su muerte un gran heraldo de su gloria. Mientras daba un paseo visitando la ciudad, le preguntó uno sí quería ver la lira de Alejandro (Paris). Él dijo que no tenía el menor interés en verla y que la que buscaba era la de Aquiles, con la que el héroe celebraba las glorias y hazañas de esforzados varones.
Entretanto, los generales de Darío habían reunido un gran contingente de tropas y lo habían dispuesto en orden de batalla sobre el cruce del Granico. Sin duda, era preciso luchar, como a las puertas de Asia, por la entrada en ella y el imperio.
La profundidad del río y la configuración desigual y abrupta de la ribera opuesta, a la que tenían que arribar al tiempo que combatían, asustaba a la mayoría; algunos también creían que había que guardar la norma establecida durante ese mes (era el mes de Desio, mayo/junio, y en él los reyes macedonios tenían por costumbre no sacar de campaña a las tropas), pero esta dificultad la corrigió Alejandro, dando la orden de considerar este mes como el segundo Artemisio; finalmente, también Parmenión se mostraba remiso a correr riesgo de una batalla decisiva, por ser una hora avanzada del día.
Pero Alejandro dijo que era una deshonra para el Helesponto, después de haberlo atravesado, tener ahora miedo del Granico y se metió en la corriente con trece escuadrones de caballería. Y lanzándose a caballo hacia los dardos que le disparaban y hacia unos lugares escarpados, acorazados además de armas y caballos, en medio de la corriente que amenazaba con arrastrarlo y sumergirlo, parecía dirigir el ejército más como un loco impulsado por la demencia que de acuerdo con un plan. No obstante, aferrado a su propósito de cruzar, consiguió con dificultades y tras grandes esfuerzos ganar la otra orilla, pantanosa y resbaladiza por el lodo, y al instante se vio obligado a combatir en mezcolanza y a trabar combate hombre a hombre con los que le acometían, antes de que los que atravesaban el río pudieran adoptar cualquier formación. Pues los persas cargaban con gran griterío y, oponiendo caballos contra caballos, utilizaban lanzas o, cuando éstas se quebraban, espadas.
Se precipitaron muchos contra él, sobresaliente por el escudo y el penacho del casco, de cuyos lados se levantaba un copete de blancura y elevación admirables.
Un dardo le alcanzó en el remate del peto de la coraza, pero no le hirió. Los generales Resaces y Espitrídates le atacaron a la vez; pero a éste lo esquivó, y a Resaces, que llevaba coraza, se anticipó y le asestó una lanzada. Sin embargo, quebró la lanza y tuvo que echar mano de la espada.
Ya estaban batiéndose, cuando Espitrídates espoleó su caballo por el flanco y elevándose sobre la monta de repente, al tiempo que ésta se ponía de patas, descargó el golpe de su alfanje bárbara. Rompió el penacho con uno de los copetes, y el casco a duras penas resistió lo justo la embestida, hasta el punto de que el filo del alfanje rozó los primeros cabellos. Y cuando Espitrídates lo volvía a levantar para descargar un segundo golpe, se adelantó Clito el Negro y le atravesó de lado a lado con la pica. Resaces cayó al mismo tiempo, herido por la espada de Alejandro.
En este peligroso punto de la lucha se encontraba el combate de caballería, cuando la falange de los macedonios cruzó y se encontraron las tropas de infantería.
Sin embargo, los persas no ofrecieron una resistencia tenaz y duradera, sino que se diera la vuelta y emprendieron la fuga, excepto los mercenarios griegos.
Éstos se reagruparon en la ladera de una colina y comenzaron a suplicar a Alejandro garantías. Pero él, llevado de la cólera más que de la razón, fue el primero en cargar y perdió el caballo, herido de espada a través de los ijares (no era Bucéfalo, sino otro). Y fue allí donde se entabló una encarnizada batalla y donde se produjo la mayoría de los muertos y heridos que hubo, porque trabaron combate con hombres aguerridos que luchaban a la desesperada.
Las pérdidas de los bárbaros se estiman en veinte mil infantes y dos mil quinientos jinetes. De los de Alejandro, Aristóbulo afirma que hubo treinta y cuatro muertos en total, de los que nueve fueron infantes. Alejandro mandó erigir estatuas de bronce de éstos, que realizó Lísipo.
Con la intención de hacer a los griegos partícipes de la victoria, envió a los atenienses en particular trescientos escudos capturados al enemigo y para todos en común mandó grabar sobre los demás despojos esta honrosísima inscripción: “Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos, con excepción de los lacedemonios, de los bárbaros que habitan Asia.”
Las copas, las telas de púrpura y todos los objetos semejantes persas de los que se apoderó, todos, excepto unos pocos, se los envió a su madre.
Esta batalla produjo de inmediato tan enorme vuelco de la situación a favor de Alejandro, que incluso Sardes, baluarte del imperio persa sobre el mar, se entregó a él y las demás (ciudades) siguieron su ejemplo.
Las únicas que se enfrentaron fueron Halicarnaso y Mileto; las tomó por la fuerza y luego de someter las regiones circundantes, estuvo dudando acerca de los planes para el futuro: muchas veces estaba impaciente por encontrarse con Darío y arriesgar el todo por el todo, pero otras muchas veces consideraba la mejor decisión ejercitarse primero y cobrar fuerzas, por así decirlo, con las conquistas y riquezas de las regiones marítimas, para luego dirigirse al interior del país contra él.
Hay en Licia una fuente, junto a la ciudad de Janto, de la que se dice que entonces se salió de madre sin causa aparente y se desbordó arrojando del fondo del lecho una tablilla de bronce que tenía grabados en caracteres arcaicos unos signos en los que se revelaba que el imperio persa terminaría derrocado por los griegos. Exaltado por esto, se apresuró a limpiar la región costera hasta Fenicia y Cilicia.
Su incursión a lo largo del litoral de Panfilia ha dado a muchos historiadores materia pintoresca para excitar el asombro y la exageración: según ellos, el mar, por una especie de favor divino, se retiraba abriendo paso a Alejandro, cuando, en realidad, es áspero en toda su extensión y está batido por el oleaje, que viene de mar abierto y sólo raras veces descubre estrechos pasos expuestos a los vientos al pie de los acantilados y barrancos de este montañoso litoral.
Precisamente a este prodigio alude Menandro, cuando dice cómicamente en una obra de teatro: “¡Qué a la manera de Alejandro es esto! Si busco a uno, se presenta por su propia cuenta; y si hay que atravesar por mar un lugar, se hace accesible a mi paso”.
Pero el propio Alejandro no menciona en sus cartas ningún portento de esta clase: dice simplemente que se ha abierto un camino por la llamada Escalera y que la cruzó partiendo de Fasélide. Por eso es por lo que también se detuvo más días en esta ciudad. Durante esos días, viendo una estatua erigida en la plaza, dedicada a Teodecto, que era de Fasélide y ya había muerto, fue allí después de la cena borracho con un cortejo de gentes en alegre festejo y arrojó numerosas coronas sobre la estatua, rindiendo así con un juego un tributo no exento de gracia al hombre que Aristóteles y la filosofía le habían dado oportunidad de conocer.
Después de esto, venció a los pisidios que se oponían a él y sometió Frigia. Y cuando hizo la entrada en la ciudad de Gordio, de la que se decía que había sido capital del antiguo Midas, vio la celebrada carreta uncida con corteza de cornejo y escuchó la tradición que sobre ella creían los bárbaros, en el sentido de que a quien desatara el nudo le estaba destinado convertirse en rey del universo.
La mayoría de los autores dice que como estas ataduras tenían los cabos escondidos y estaban entrelazados con muchos repliegues sinuosos (retorcidos), Alejandro, al verse incapaz de desatarlo, cortó el nudo por la mitad con la espada y así aparecieron numerosos cabos de lazo, una vez cortado.
Aristóbulo, en cambio, dice que le resultó muy fácil de desatar, porque primero quitó de la lanza la pieza que se llama clavija, que es con la que estaba sujeto el sobeo (correa fuerte con que se ata al yugo la lanza del carro o el timón del arado), y luego pudo así tirar del yugo hasta sacarlo.
De allí se dirigió a Paflagonia y Capadocia, que se entregaron a él. La noticia de la muerte de Memnón, uno de los generales de Darío al mando de la zona costera, que pasaba por tener el poder suficiente para causar a Alejandro muchas dificultades e innumerables obstáculos y apuros, le hizo cobrar renovadas fuerzas para seguir la expedición más al interior.
Además, Darío ya se acercaba bajando de Susa, muy engreído por la multitud de sus fuerzas –iba al frente de un ejército de seiscientos mil hombres – y confiado gracias a cierto sueño que los magos interpretaban más con intención de complacerle que de acuerdo con lo que parecía verosímil.
Había soñado, en efecto, que la falange macedonia estaba siendo asolada por un gran fuego y que Alejandro le servía vestido con las mismas ropas que él solía llevar antes, cuando era correo real, y que luego entraba al santuario de Belo (se refiere al santuario de Bal en Babilonia, donde, en efecto, Alejandro iba a morir) y desaparecía.
Mediante este sueño, según parece, se daba a entender por parte de la divinidad que el poder macedonio sería brillante y sobresaliente, y que Alejandro se adueñaría de Asia, igual que se había adueñado Darío, convertido de correo en rey, pero que dejaría la vida pronto en plena gloria.
Todavía incrementó más su confianza lo que él (Darío) consideraba erróneamente cobardía de Alejandro, que llevaba mucho tiempo detenido en Cilicia. Pero la demora se debía a una enfermedad, que unos dicen que contrajo a consecuencia del cansancio y otros por un baño en la helada corriente del Cidno.
Ninguno de los medicos se atrevía a suministrarle un remedio; en la opinión de que el mal era más fuerte que cualquier remedio curativo, tenían miedo de sufrir la calumnia de los macedonios en caso de fracasar.
Filipo de Acarnania fue el único que al ver el penoso estado del rey, confiando en su amistad y considerando un escándalo, ahora que él estaba en peligro, no compartir el riesgo y llegar hasta las últimas consecuencias probando remedios y exponiendo la propia vida, preparó una medicina y le convenció de que resistiera y se la tomara, si es que tenía ganas de recobrarse y continuar la guerra.
Entretanto, Parmenión acababa de enviar una carta desde el campamento, encareciendo al rey que se guardara de Filipo (el médico), porque sospechaba que Darío le había sobornado con grandes regalos y el matrimonio de su hija, para que eliminara a Alejandro. Él leyó la carta y sin enseñársela a ninguno de sus amigos la metió bajo la almohada. Y cuando, llegado el momento, Filipo entró con los compañeros trayendo la pócima en una copa, Alejandro le entregó la carta y al mismo tiempo cogió el bebedizo con resolución y sin dar muestra de sospecha.
La escena era espectacular y digna de un teatro: el uno leyendo y el otro bebiendo, y luego los dos mirándose mutuamente con expresiones bien dispares: Alejandro con el rostro radiante y relajado, dando buena prueba de su benevolencia y confianza en Filipo; y éste fuera de sí por la calumnia, invocando unas veces a los dioses y extendiendo los brazos al cielo, y cayendo, otras, sobre el lecho y conminando a Alejandro a que estuviera tranquilo y se fiara de él.
La pócima, al apoderarse en el primer momento del cuerpo, expulsó, por así decir, sus fuerzas y las sumió en lo más profundo, hasta el punto de que incluso la voz empezó a faltarle y las sensaciones se hicieron muy débiles y extremadamente confusas y terminó por perder el sentido. Sin embargo, reanimado pronto por Filipo, comenzó a restablecerse y se presentó ante los macedonios, que no dejaron de estar atribulados hasta ver a Alejandro.
Había en el ejército de Darío un exiliado macedonio llamado Amintas, que no desconocía el carácter de Alejandro. Viendo éste a Darío presto a tomar la ruta de los desfiladeros para ir al encuentro de Alejandro, le solicitó que lo aguardara en ese lugar y presentara la batalla decisiva con tan numerosas tropas como las suyas contra un enemigo inferior en número en parajes llanos y abiertos.
Darío respondió que tenía miedo de que los enemigos aprovechasen la delantera para huir y Alejandro se le escapara: “Por lo que a eso hace, oh rey –dijo-, no te preocupes: que él vendrá contra ti y quizás ya está de camino”.
Estas palabras de Amintas no persuadieron a Darío, que levantó el campamento y se encaminó a Cilicia, mientras Alejandro se dirigía a Siria a su encuentro. Pero en la noche los ejércitos se perdieron uno de otro, y tuvieron que volver sobre sus pasos.
Alejandro, contento por esta coincidencia, se apresuraba por salir al encuentro del enemigo en los desfiladeros, mientras Darío tenía prisa por recuperar su emplazamiento anterior y sacar a sus tropas del enredo de los pasos angostos. Pues ya se había dado cuenta de que había obrado contra su propio interés al internarse en unas regiones que a causa del mar, los montes y el río Pínaro, que fluía entre uno y otros, eran difíciles para la caballería y estaban divididas en muchos compartimentos estancos, cosa que ofrecía una posición a favor del número más reducido de sus enemigos.
A Alejandro la fortuna le deparó la ventaja del lugar, pero dispuso una estrategia que contribuyó a la victoria más que los favores de la suerte: aunque era muy inferior en número a la muchedumbre de los bárbaros, no sólo no les dio la posibilidad de envolverlos, sino que, desbordando el ala izquierda enemiga con su ala derecha y atacando por el flanco, provocó la fuga de los bárbaros situados frente a él y combatió tan en primera fila, que recibió una herida de espada en el muslo, según afirma Cares, a manos de Darío, con quien trabó lucha.
Pero en la carta de Alejandro a Antípatro, no dice quien le hirió; lo único que escribe es que fue herido en el muslo con una espada, pero que la herida no tuvo ninguna consecuencia grave. A pesar de tan resonante victoria, en la que quedaron abatidos más de ciento diez mil enemigos, no capturó a Darío, que había huido y le llevaba una delantera de cuatro o cinco estadios, pero sí regresó trayendo su carro y su arco.
Encontró a los macedonios entregados al pillaje de todas las riquezas del campamento bárbaro, que ascendían a una suma fabulosa, y eso que se habían presentado al combate con un equipo ligero y habían dejado la mayor parte de la impedimenta en Damasco, con la excepción de la tienda de Darío, que se la habían reservado para él y estaba llena de una espléndida servidumbre, enseres y muchos objetos preciosos.
Al punto se quitó las armas y fue andando al baño mientras decía: “Vayamos a lavarnos el sudor de la batalla en el baño de Darío”. Y entonces uno de los compañeros exclamó: “No, por Zeus; es de Alejandro: las cosas de los derrotados deben ser y llamarse del vencedor”. Y cuando vio jofainas, cántaros, bañeras y tarros de perfumes, todos de oro y primorosamente elaborados, mientras la casa entera despedía una divina fragancia, como de esencias y olores aromáticos, y a continuación pasó de allí a la tienda, digna realmente de admiración por la altura, la amplitud y el lujo del lecho, de la mesas y de los propios manjares, no pudo menos que dirigir la mirada a sus compañeros y decir: “¡De modo que en esto consistía, al parecer, ser rey!.” (Tras la batalla de Iso hubo un intento de negociación de paz por parte de Darío, que propuso la boda de su hija con Alejandro y la liberación de los prisioneros. Alejandro replicó exigiendo que lo reconociera rey de Asia. Plutarco sólo menciona un intento de paz, aunque Arriano menciona dos y Quinto Curcio tres).
Cuando se dirigía a cenar, uno le advierte de que entre los cautivos llevaban a la madre y a la mujer de Darío, así como a dos hijas doncellas, y que desde que habían visto el carro y el arco estaban dándose golpes y llorando a quien creían ya muerto.
Alejandro se quedó un buen rato callando y luego, más conmovido por el infortunio de aquellas que por la fortuna propia, envía a Leonato con la orden de comunicarles que Darío no había muerto y que no tenían nada que temer de Alejandro, pues con Darío sólo hacía la guerra por disputarle el imperio, pero ellas conservarían todos los privilegios de los que disfrutaban durante el reinado de Darío.
Si estas palabras parecieron afables y honestas a las mujeres, las acciones que siguieron mostraron todavía mayor generosidad: les concedió dar sepultura a cuantos persas quisieron, utilizando las ropas y los atavíos procedentes del botín, y de la servidumbre y honores que habían tenido no les despojó ni de lo más mínimo e incluso recolectaron tributos mayores que los anteriores.
Pero el favor más bello y regio que estas mujeres nobles y virtuosas recibieron de él durante su cautividad fue el no oír, sospechar ni recelar nada indecoroso, pues, como si fueran custodiadas no en el campamento enemigo, sino en templos sagrados e inviolables destinados a doncellas, pudieron llevar una vida retirada y al abrigo de todas las miradas. Y eso que se dice que la mujer de Darío era con mucho la más sobresaliente de todas las reinas, igual que el propio Darío era el hombre de mayor belleza y prestancia, y que las hijas se parecían al padre.
Pero Alejandro, convencido, al parecer, de que era más propio de un rey dominarse a sí mismo que vencer a los enemigos, ni tocó a éstas ni antes de su matrimonio conoció a otra mujer más que a Barsine. Ésta, enviudada a la muerte de Memnón, fue capturada en Damasco. Como había recibido instrucción griega, era bella y de buen carácter y su padre Artabazo, era hijo de una hija del rey de Persia, Alejandro siguiendo los consejos de Parmenión, según afirma Aristobulo, decidió unirse a esta mujer, tan bella como noble.
En cuanto a las demás cautivas, Alejandro, que veía que eran excelentes por su belleza y prestancia, decía en broma que las persas son un dolor de ojos.
Pero oponiendo a la figura de aquéllas la belleza de su propia continencia y honestidad, pasaba delante de ellas como quien pasa ante estatuas sin vida.
Cierta vez que Filóxeno, general encargado de las zonas costeras, le escribió diciendo que se encontraba con él un tal Teodoro de Tarento, que tenía en venta a dos muchachos de sobresaliente belleza, y le preguntaba si los quería comprar, Alejandro lo tomó muy mal y no dejaba de preguntar a sus amigos a grandes voces qué indecencia sabía de él Filóxeno para rebajarse a servir de intermediario en tales deshonestidades. Y al propio Filóxeno le escribió una carta llena de insultos y dio orden de enviar al propio Teodoro con sus mercancías al infierno.
Reprendió también con severidad a Hagnón, que le había escrito que quería comprar a Cróbulo, un jovencito célebre en Corinto, y enviárselo.
Enterado de que los macedonios Damón y Timoteo, que servían en el ejército a las órdenes de Parmenión, habían corrompido a las mujeres de unos mercenarios, escribió a Parmenión con la orden de que, si resultaban convictos del delito, los castigara y les diera muerte como a bestias salvajes nacidas para destruir a los seres humanos. También en esta carta escribe sobre sí mismo textualmente: “Pues de mí no sólo no se podría decir que he visto a la mujer de Darío o que he querido verla, sino ni siquiera que haya prestado oídos a quienes hablaban de su belleza delante de mí.”
Decía que se reconocía mortal por el sueño, sobre todo, y por las relaciones con las mujeres, porque estaba convencido de que la fatiga y el placer nacen de una misma y única debilidad congénita a nuestra naturaleza.
Era también muy sobrio en las comidas y dio prueba de ello en numerosas ocasiones y, en particular, en la respuesta que dio a Ada, a quien adoptó como madre y nombró reina de Caria. Pues, como ella, dándole muestras de afecto, le enviaba todos los días comidas y pasteles y, finalmente, los cocineros y reposteros que tenían fama de ser más hábiles, dijo que no necesitaba a ninguno de ellos, porque tenía los mejores cocineros, que eran los que le había dado su preceptor Leónidas: para el desayuno un paseo antes de amanecer, y para la cena un desayuno frugal. “Este mismo Leónidas –añadía- me revisaba y abría los cofres de la ropa de cama y de los vestidos, para examinar si mi madre me había metido algo que fuera lujoso o superfluo”.
Era también menos aficionado al vino de lo que parecía. Tenía esa fama por el tiempo que se prolongaba no tanto bebiendo como charlando, porque en cada copa siempre proponía algún tema de conversación muy extenso y aun eso sólo cuando tenía mucho tiempo libre. Porque para la acción no le retenían ni el vino ni el sueño ni ningún juego ni el matrimonio ni los espectáculos, a diferencia de otros generales. Buena prueba de ello es su vida, porque a pesar de haber tenido una existencia sumamente breve, la llenó de numerosísimas y magníficas hazañas.
Los días en que no tenía quehaceres, nada más levantarse hacía un sacrificio a los dioses y enseguida desayunaba sentado; luego pasaba el día cazando o pronunciando sentencias jurídicas o arreglando algún asunto militar o leyendo.
En el curso de las marchas, si no tenía excesiva prisa, aprendía de camino a disparar el arco y a montar o descender de un carro en marcha; con frecuencia también se entretenía cazando zorras o pájaros, como se puede descubrir por los diarios.
Cuando desenganchaba los caballos y se dirigía al baño o a ungirse con aceite, preguntaba a los que estaban al cargo de los panaderos y cocineros si estaba lista la cena.
Solía empezar a cenar tarde, ya de noche, y lo hacía tumbado; era extraordinario el cuidado que ponía en la mesa y la atención para evitar una distribución del rancho desigual o negligente; en cuanto a la bebida, como ya se ha dicho, la prolongaba mucho rato por su afición a conversar. Y aunque en el trato era el más agradable de los reyes por todo y no carecía de ningún encanto, en esas ocasiones se hacía fastidioso con sus jactancias y demasiado fanfarrón como los soldados suelen ser; pues se dejaba arrastrar a la vanidad y dejaba el campo libre a las cabalgadas de los aduladores, por quienes los asistentes de mejor gusto se veían atropelladas por no estar dispuestos ni a porfiar en adulaciones ni a quedarse atrás en los propios elogios. Pues lo primero parecía vergonzoso y lo segundo entrañaba un peligro.
Tras la bebida, se bañaba y se quedaba dormido, muchas veces hasta mediodía, e incluso a veces pasaba todo el día durmiendo.
Era, por tanto, tan frugal en las comidas que cuando le traían de las zonas costeras las frutas y pescados más raros y exquisitos, no era extraño que los fuera distribuyendo a cada uno de sus compañeros y él fuera el único que se quedara sin nada.
La cena, sin embargo, era siempre opípara, y como los gastos iban aumentando a medida que se sucedían los éxitos, terminó por ascender a una suma de diez mil dracmas. Pero se detuvo en esa cifra, que también se fijó como límite de los gastos para quienes alojaban a Alejandro.
Después de la batalla de Iso (año 333 a. de C.), envió un destacamento a Damasco y se apoderó del dinero, los bagajes, los hijos y las mujeres de los persas.
Los que mayor ganancia sacaron fueron los jinetes tesalios; y es que los había enviado adrede con la intención de que obtuvieran un gran botín porque en la batalla se habían distinguido por su valor.
También el resto del ejército se llenó de riquezas. Y como entonces era la primera vez que los macedonios gustaban el oro, la plata, las mujeres y el género de vida bárbaro, se apresuraron a perseguir y rastrear la riqueza de los persas, como perros que han encontrado una pista.
No obstante, Alejandro decidió asegurar primero su dominio sobre la región costera. Vinieron los reyes a poner en sus manos Chipre y Fenicia, excepto Tiro.
Asedió Tiro durante siete meses con ayuda de diques, máquinas de guerra y doscientos trirremes por mar; durante el asedio, vio en sueños a Hércules, que le tendía la diestra desde la muralla y lo llamaba. A muchos de los tirios les pareció en sueños que Apolo les decía que se pasaba al lado de Alejandro, porque no le agradaba lo que se estaba haciendo en la ciudad. Pero los tirios, agarrando al dios, como si se tratara de un hombre sorprendido “in fraganti” cuando trataba de desertar y pasarse al enemigo, echaron cuerdas alrededor de su colosal estatua y la clavaron al pedestal, llamándola “alejandrista”.
Una segunda visión tuvo Alejandro en sueños: le pareció que se le aparecía un sátiro que de lejos hacía ademán de querer jugar con él, pero después, cuando intentaba cogerlo, se le escapaba; finalmente, a fuerza de tenacidad y persecuciones, lo cogió en las manos.
Hacia la mitad del asedio, hizo una expedición contra los árabes que habitan cerca del Antilíbano, en la que arriesgó la vida por su preceptor Lisímaco, que le había acompañado diciendo que no era inferior ni más viejo que Fenix. Cuando, al aproximarse a la zona montañosa, dejó los caballos y continuó la marcha a pie, el grueso de las tropas se adelantó mucho, pero él, en lugar de resignarse a abandonar a Lisímaco cuando, al sorprenderles ya al atardecer y con los enemigos en las cercanías, Lisímaco se negó a continuar, rendido de fatiga, continuó dándole ánimos y ayudándole a caminar, sin advertir que quedaba cortado del ejército con unos pocos; y mientras pernoctaba en plena oscuridad y con un frío riguroso en unos pasajes inhóspitos, vio no lejos muchas hogueras de los enemigos que ardían dispersas. Confiado en la agilidad de sus piernas y habituado a aliviar con los esfuerzos personales las dificultades de los macedonios, se acercó corriendo a los que tenían la hoguera más próxima y asestó un golpe con la espada a dos bárbaros que estaban sentados a la lumbre, cogió una tea y regresó con los suyos. Encendieron un gran fuego que enseguida causó tal miedo que una parte de los enemigos huyó, y a los que atacaron los pusieron en fuga y acamparon sin peligro. Éste es el relato de Cares.
El asedio tuvo el siguiente desenlace. Alejandro, al tiempo que daba un descanso al grueso de sus fuerzas tras numerosos combates precedentes, llevaba a unos pocos al pie de las murallas para no conceder reposo a los enemigos. En una de esas ocasiones, el adivino Aristandro sacrificó un animal y al examinar los signos aseguró con plena convicción a los asistentes que la ciudad sería conquistada durante aquel mes.
La predicción fue recibida con burlas y risas, porque aquél era el último día del mes. Entonces, viendo su perplejidad, el rey, que daba siempre gran importancia a sus profecías, ordenó que aquel día fuese contado como el veintiocho del mes, en lugar de treinta. Luego dio la señal con la trompeta y emprendió un ataque a los muros con mucho mayor vigor de lo que tenía planeado desde el principio. Se produjo un furioso asalto, y no pudieron contenerse ni los del campamento, que acudieron corriendo en masa y prestaron su ayuda.
Los tirios renunciaron a la defensa, y él tomó la ciudad aquel mismo día.
A continuación, cuando asediaba Gaza, ciudad muy importante de Siria, le cae en el hombro un terrón que había soltado de lo alto un pájaro. El pájaro fue a posarse bajo una de las máquinas de guerra y sin darse cuenta se enredó entre las redes hechas de tendones, que servían para enrollar las cuerdas (una catapulta). Y luego, todo sucedió conforme a la predicción que Aristandro había hecho de la señal: Alejandro fue herido en el hombro, pero conquistó la ciudad.
Envió gran parte de los despojos a Olimpia, a Cleopatra y a sus amigos, y remitió también a su preceptor Leónidas, quinientos talentos de incienso y cien de mirra, en recuerdo de una esperanza que le había hecho concebir en la infancia: en efecto, según parece, Leónidas dijo una vez a Alejandro, cuando en un sacrificio éste cogía incienso a manos llenas para hacer la ceremonia de purificación: “Cuando seas dueño del país que produce los perfumes, entonces, Alejandro, podrás hacer sahumerios con tanta prodigalidad, pero ahora utiliza lo que hay con economía”.
Pues bien, en esa ocasión Alejandro le escribió: “Te envío incienso y mirra en abundancia para que dejes de ser cicatero con los dioses”.
Cuando le llevaron un cofrecito que parecía ser lo más precioso de todo en opinión de los encargados de recibir los tesoros y bagajes de Darío, preguntó a sus amigos qué objeto les parecía más digno por su valor para guardar en él.
Muchos dieron opiniones muy diversas, pero él terminó por declarar que en él depositaría y guardaría la “Ilíada”. De esto dan testimonio no pocos autores dignos de crédito. Y, si es cierto lo que los alejandrinos dicen dando crédito a Heráclides, Homero no parece haber sido un compañero ni ocioso ni inútil de su expedición: dicen que una vez dueño de Egipto decidió fundar una ciudad griega que sería grande y populosa y llevaría su nombre (Alejandría), y que, siguiendo la opinión de los arquitectos, estaba a punto de medir y marcar el perímetro, cuando, acostado, tuvo durante la noche una visión extraordinaria: le pareció que un anciano de cabellos totalmente canos y aspecto venerable se presentaba ante él y recitaba los siguientes versos; “Una isla hay luego en el proceloso mar delante de Egipto:Faro la llaman”.
De inmediato se levantó y se encaminó a Faro, que entonces era todavía una isla un poco por encima de la desembocadura Canópica y que en la actualidad está unida al continente por un dique. Cuando vio, pues, el excelente emplazamiento del lugar –es, en efecto, una faja de tierra que separa, mediante un istmo que tiene una anchura suficientemente adecuada, una gran laguna del mar, y que acaba en un enorme puerto -, tras exclamar que realmente Homero, admirable en todo lo demás, era en particular el arquitecto más hábil, mandó a los suyos trazar el plano de la ciudad conforme a la topografía del lugar. Y, como no había tierra blanca, cogieron harina y fueron marcando en el suelo de tierra negra un seno de forma redondeada, cuyo contorno interior atajaban unas líneas rectas que partían de lo que podían llamarse bordes y estrechaban la anchura en ambos lados por igual hasta formar la figura de una clámide (capa militar de origen tesalio o macedonio de forma oblonga y sujeta a los hombros mediante una fíbula). Al rey le agradó el trazado de los planos, pero, de repente, aves infinitas en número y de las especies y tamaños más variados, como una nube, vinieron del río y de la laguna a posarse en el lugar y no dejaron nada en absoluto de harina; de modo que el agüero dejó a Alejandro completamente turbado. Sin embargo, los adivinos le exhortaron a tener confianza, pues interpretaban que la ciudad que él fundaba sería muy opulenta y daría alimento a hombres de toda clase de naciones.
Alejandro entonces dio la orden a los encargados de poner manos a la obra, mientras él partía hacia el santuario de Amón. La ruta era larga, tenía muchas dificultades y fatigas y ofrecía dos riesgos: el primero, la falta de agua, que convierte el territorio en un desierto a lo largo de no pocos días de marcha; el segundo, si cae sobre los caminantes el viento del sur cuando sopla con violencia en la inmensidades del profundo arenal, como el que se dice haber sucedido a propósito del ejército de Cambises hace tiempo, cuando se levantó una gran tormenta de arena y un temporal, como borrasca marina sobre la llanura, que tragó y provocó la muerte de cincuenta mil hombres.
Todos estos riesgos preocupaban a casi todos, pero era muy difícil disuadir a Alejandro de cualquier proyecto una vez que había tomado la decisión. Pues la fortuna, como cedía ante sus esfuerzos, no hacía más que fortalecer sus criterios, y la fogosidad que ponía en todas sus empresas hasta llegar a su ejecución, hacía invencible su ambición, que sometía por la fuerza no sólo a los enemigos, sino también los lugares y las oportunidades.
Al menos en el viaje de entonces, los auxilios procedentes del dios que salieron al paso de sus apuros obtuvieron mayor crédito que los oráculos recibidos después, y en cierta manera la fe en los oráculos se consiguió gracias a las ayudas precedentes. Pues, en primer lugar, el agua abundante y las lluvias suficientes que vinieron de Zeus disiparon el miedo de la sed y, al apagar la sequedad del arenal, que se volvió húmedo y apelmazado, hizo el aire más respirable y puro. A continuación, aunque los mojones que servían como guías estaban tirados y confundidos y empezaron a producirse extravíos y dispersiones de los viajeros como resultado de su desconocimiento, aparecieron y se hicieron cargo de la dirección de la marcha unos cuervos que volaban por adelante y aceleraban el paso cuando ellos los seguían y los aguardaban cuando se retrasaban y se quedaban rezagados. Pero lo más extraordinario de todo es que, según declara Calístenes, por la noche llamaban con sus gritos a los que se habían extraviado y con sus graznidos los ponían tras las huellas de la expedición.
Cuando, tras atravesar el desierto, llegó a su destino, el sacerdote intérprete de Amón le dirigió la palabra saludándole de parte del dios, como si éste fuera su padre. Él preguntó si se le había escapado alguno de los asesinos de su padre.
El sacerdote le ordenó cuidar la piedad de sus palabras, pues su padre no era un mortal; y entonces él cambió la formulación y le preguntó sobre los asesinos de Filipo, si se había tomado venganza de todos; luego, sobre el imperio, si le concedía ser señor de todos los hombres. El dios respondió mediante el oráculo que sí le concedía eso y que Filipo estaba suficientemente vengado.
Alejandro entonces obsequió al dios con magníficas ofrendas y a los hombres con dinero.
Esto es lo que sobre los oráculos escribe la mayoría de los autores, pero el propio Alejandro declara en una carta a su madre haber recibido ciertas profecías secretas que él le explicaría a ella sola a su regreso.
Hay quienes afirman que el sacerdote, al dirigirle la palabra en griego con términos afectuosos, había querido llamarlo “¡Hijo mío!” (paidíon), pero que en el último sonido, a causa de su pronunciación bárbara, había emitido una s y había dicho: “¡Hijo de Zeus!” (páidos), sustituyendo la n por una s. Y añaden que la equivocación en la pronunciación había llenado de contento a Alejandro, y que se propagó el rumor de que el dios se había dirigido a él llamándole “hijo de Zeus”.
También se cuenta que en Egipto escuchó las lecciones del filósofo Psamón, de cuyas palabras aprobaba, sobre todo, la máxima de que dios es el rey de todos los hombres, porque el principio rector que hay y gobierna sobre cada uno es divino; y que el propio Alejandro expresó sobre este punto una opinión más filosófica todavía, al decir que dios es el padre común de todos los hombres, pero que adopta como especialmente suyos a los mejores.
En general, con respecto a los bárbaros era altivo y obraba como quien está firmemente convencido de tener nacimiento y filiación divinos, mientras que con los griegos mostraba moderación y tiento en la deificación propia. Sólo una vez, cuando escribe a los atenienses sobre Samos, declara: “Yo no os habría dado esta ciudad libre e ilustre; pero conservadla, ya que la recibisteis de quien era entonces el dueño y se llamaba mi padre”, refiriéndose a Filipo.
Más tarde, herido por el impacto de una flecha, que le causaba grandes dolores, dijo: “Esto, amigos, que brota es sangre y no el icor que fluye en los bienaventurados dioses”.
Y una vez que, cuando se produjo un potente trueno y todos se quedaron aterrados, el filósofo Anaxarco, que estaba presente, le dijo: “¿No podrías hacer algo semejante tú, que eres hijo de Zeus?”, él se echó a reír y dijo: “No, pues no quiero asustar a mis amigos, como me propones tú, que desprecias mi cena porque ves que sobre las mesas hay pescados, no cabezas de sátrapas”. Pues, en realidad, se cuenta que Anaxarco pronunció la frase, citada más arriba, cierta vez que el rey había enviado a Hefestión unos pescaditos, como menospreciando e ironizando sobre los que se exponen a grandes fatigas y peligros por afán de notoriedad, sin que, en su opinión, obtengan por eso en el goce de placeres y disfrutes nada o muy poco más que los demás. En todo caso, Alejandro, por lo que se acaba de decir, es evidente que no se dejó seducir ni estaba engreído por su pretendida divinidad, sino que utilizaba esta creencia como instrumento para dominar a los demás.
Cuando regresó a Fenicia de Egipto, celebró en honor de los dioses sacrificios y procesiones y organizó certámenes de coros ditirámbicos y trágicos, que resultaron brillantes no sólo por la magnificencia de los preparativos, sino también por las rivalidades de los concursantes.
Pues quienes corrieron con los gastos de los coros fueron los reyes de Chipre, igual que en Atenas hacen aquellos de cada tribu a quienes les toca en suerte, y compitieron entre sí con extraordinaria emulación.
Nicocreonte, rey de Salamina, y Pasícrates, de Solos, fueron los que pusieron más empeño en la disputa del premio, pues les había correspondido a ellos por sorteo actuar como “coregos” de los más célebres actores: Pasícrates de Atenodoro, y Nicocreonte de Tésalo, por quien tenía un gran interés el propio Alejandro. Sin embargo, no dejó traslucir estas preferencias antes de haberse proclamado en la votación la victoria de Atenodoro. Pero, al parecer, dijo entonces al salir que elogiaba a los jueces, pero que él con gusto habría dejado una parte de su reino con tal de no ver a Tésalo vencido.
Y cuando Atenodoro, multado por los atenienses por no haberse presentado al certamen de las “Dionisias”, pidió al rey que escribiera una carta intercediendo en su favor, éste, en lugar de hacer lo que le pedía, envió de su parte el dinero de la multa.
Cuando Licón de Escarfia, que tenía gran éxito en el teatro, intercaló en la comedia que representaba un verso que contenía la petición de diez talentos, Alejandro se echó a reír y se los dio.
Darío le envió una carta y amigos para pedirle que aceptara diez mil talentos por los cautivos, todo el territorio más acá del Éufrates y una de sus hijas como esposa, y se convirtiera en amigo y aliado suyo. Alejandro se lo comunicó a los compañeros; y cuando Parmenión dijo: “Yo, si fuera Alejandro, aceptaría esas condiciones”, replicó Alejandro: “También yo, por Zeus, si fuera Parmenión”.
Y escribió a Darío diciéndole que si se presentaba ante él, obtendría un trato lleno de generosidad, pero si no, iba a marchar ya a su encuentro.
Pronto se arrepintió, sin embargo, cuando la mujer de Darío murió de parto; y su congoja era evidente, porque se veía privado de una ocasión nada despreciable para manifestar su bondad. Dio sepultura, pues, a esta mujer, sin escatimar ninguna prodigalidad. Un eunuco de los sirvientes de cámara que habían sido capturados con las mujeres, de nombre Tireo, escapó del campamento, huyó a caballo para unirse a Darío y allí le cuenta la muerte de su mujer. El rey golpeándose la cabeza y prorrumpiendo en gemidos, exclamó: “¡Ay, cómo es el genio de los persas, si la mujer y hermana del rey no sólo debe ser cautiva en vida, sino también, ya difunta, tiene que yacer privada de un funeral real!”. El sirviente de cámara le interrumpió, diciendo: “Mi rey, por lo que hace al funeral y a todos los honores debidos, en nada puedes culpar al perverso genio de los persas. Pues ni a mi dueña, Estatira, en vida, ni a tu madre ni a tus hijos les faltó ningún bien u honor de los que antes disfrutaban, más que al de ver tu luz ¡que ojalá vuelva a hacer refulgir con brillo al señor Orosmades (que es el principio bueno)!, ni tras su muerte fue privada de ningún homenaje; incluso se la ha honrado con las lágrimas de los enemigos. Pues tan benigno es Alejandro tras la victoria, como terrible en el combate”.
Al oír Darío esto, la turbación y la pena le condujeron a inauditas sospechas. Llevó al eunuco al fondo de la tienda y le dijo: “A menos que también tú te hayas pasado a los macedonios junto con la fortuna de los persas, y si todavía yo, Darío, sigo siendo tu dueño, dime, por el respeto debido a la gran luz de Mitras y a la diestra de tu rey: ¿no estaré llorando la menor de las desgracias de Estatira? ¿No habremos sufrido males más lamentables mientras ella vivía, y no habríamos sido desgraciados con más honor si hubiéramos caído ante el cruel y salvaje enemigo? ¿Pues qué relaciones honestas puede tener un hombre joven con la mujer de su enemigo, hasta llegar incluso a tributarle grandes honores?” Todavía estaba hablando, cuando Tireo se arrojó a sus pies mientras suplicaba que mirara lo que decía, que no injuriara a Alejandro ni ultrajara a su difunta hermana y mujer ni se quitara a sí mismo el mayor consuelo de su derrota, la creencia de que le había vencido un hombre superior a la naturaleza humana, y que, por el contrario, admirara a Alejandro, porque tenía que estar seguro de que éste había dado mayor prueba de continencia con las mujeres persas que de valor con los persas.
Al mismo tiempo, mientras el sirviente de cámara, en confirmación de sus palabras, removía juramentos escalofriantes y hablaba del dominio de sí mismo de Alejandro y de una grandeza de ánimo en todo momento, Darío salió donde estaban sus compañeros y extendiendo los brazos al cielo, pronunció esta plegaria: “Dioses tutelares de mi familia y de mi reino, concededme, sobre todo, os lo ruego, restablecer el imperio de los persas y legarlo en las condiciones de prosperidad en que lo heredé, para poder devolver a Alejandro como vencedor los favores que de él obtuve cuando fui derrotado, favores que recibí en lo que más quiero; pero, en caso de que ha llegado ese tiempo fatídico de pagar nuestra deuda a Némesis y a la Fortuna cambiante y de poner fin a la grandeza de los persas, ojalá ningún hombre se siente en el trono de Ciro más que Alejandro”.
Esto es lo que dice la mayoría de los autores que sucedió y se dijo entonces.
Alejandro, después de someter a su dominio todo el país de la parte de acá del Éufrates, partió al encuentro de Darío, que, a su vez, descendía del interior con un ejército de un millón de hombres. Y uno de los compañeros le cuenta, como ocurrencia digna de risa, que los criados, por divertirse, se han repartido en dos bandos, y que hay un general y jefe de cada uno de ellos: uno llamado por ellos mismos Alejandro, y otro, Darío.
Habían comenzado a tirarse terrones en una escaramuza, después a luchar a puñetazos, y finalmente la contienda se había acalorado con la rivalidad y habían llegado a las piedras y a los palos. Le explicó además que, como eran muchos, había costado trabajo apaciguarlos.
Al oír esto, mandó a los jefes enfrentarse en duelo singular y él mismo armó a Alejandro, y Filotas a Darío.
El ejército fue espectador interesado, porque tomaba lo que sucediese en él como una especie de agüero para el futuro.
Tras un violento combate, venció el que llamaban Alejandro y recibió por premio doce aldeas y la facultad de usar traje persa. Esto es, en fin, lo que Eratóstenes narra.
La gran batalla contra Darío no tuvo lugar en Arbela, como escribe la mayoría, sino en Gaugamela.
Dicen que este término significa “casa del camello”, porque, cuando uno de los antiguos reyes escapó de sus enemigos a lomos de un camello de carreras, estableció al animal allí y asignó ciertas aldeas y rentas para su cuidado.
Se produjo un eclipse de luna en el mes de Boedromión, al principio de los misterios en Atenas, y cuando la undécima noche desde el eclipse, los ejércitos se encontraron a la vista, Darío tenía sus fuerzas formadas con las armas e iba recorriendo las filas a la luz de las antorchas.
Alejandro, sin embargo, mientras los macedonios descansaban, pasó la noche delante de su tienda con el adivino Aristandro, practicando ciertas ceremonias secretas y haciendo un sacrificio al Miedo.
Los más veteranos de sus compañeros y, en particular, Parmenión, como toda la llanura entre el Nifato y los montes Gordianos se divisaba iluminada con las hogueras bárbaras, al tiempo que un confuso tumulto de voces y un rumor sordo devolvía sus ecos desde el campamento como si procediera de un inmenso mar, estaban llenos de admiración ante tal multitud y se decían unos a otros que sería grande y ardua tarea repeler tan enorme turbamulta, si trababan combate a plena luz del día. Por ello, cuando el rey terminó los sacrificios, se acercaron a él y trataron de persuadirle para que iniciara el ataque contra los enemigos por la noche y ocultara entre la oscuridad lo que resultaba más temible en la inminente batalla. Él respondió con aquella célebre sentencia: “Yo no robo la victoria”. A algunos les pareció que la respuesta que les había dado era pueril y pretenciosa, si se tomaba a broma un peligro tan grave; otros, en cambio, lo atribuyeron a su confianza en el presente y a su tino correcto en el juicio del futuro, porque no quería dar a Darío la excusa, si era derrotado, de recobrar energías para una nueva tentativa, culpando de su derrota a la noche y la oscuridad, igual que había achacado la anterior a los montes, los desfiladeros y el mar; pues juzgaba con acierto que no sería por falta de armas y hombres por lo que Darío desistiría de hacer la guerra, cuando podía sacar recursos de un poderío tan enorme y un territorio tan vasto, sino cuando perdiera el ánimo y la esperanza, convencido de su inferioridad por una derrota evidente e incontestable.
Cuando éstos se retiraron, se dice que, acostado bajo la tienda, cayó el resto de la noche en un sueño tan profundo, en contra de lo habitual, que los generales se quedaron extrañados cuando el alba fueron a reunirse con él y tuvieron que dar por su cuenta, en primer lugar, la orden de que los soldados tomaran el desayuno; que, a continuación, como el tiempo apremiaba, entró Parmenión y, en pie al lado de la cama, le llamó dos o tres veces por su nombre; y que, cuando entonces se despertó, le preguntó qué le pasaba para dormir con ese sueño propio de un vencedor y no de un hombre que estaba a punto de librar la más importante batalla.
Y cuentan que Alejandro respondió, sonriendo: “¿Pues qué? ¿No te parece que ya es una victoria el vernos libres de andar de un lado a otro y de perseguir en un país vasto y asolado a Darío, que rehúye la batalla?”
Pero no sólo antes de la batalla, sino también en pleno peligro, se mostró grande y resuelto en sus cálculos y pleno de confianza en sí mismo.
Pues el combate tuvo recaídas y tambaleos en el ala izquierda, que es donde se encontraba Parmenión, cuando la caballería bactriana cargó contra los macedonios con gran ímpetu y violencia, y Mazeo destacó, desbordando la falange, tropas de caballería que atacaron a los que custodiaban los bagajes. Por esto, confundido por ambos ataques, Parmenión envió a Alejandro mensajeros que le informaron de que iba a perderse el campo y el bagaje, a menos que enviara con toda urgencia de la vanguardia potentes refuerzos a la retaguardia. Dio la coincidencia de que en ese preciso momento Alejandro daba a los suyos la señal de ataque. Cuando escuchó las noticias de parte de Parmenión, dijo que había perdido el juicio y no estaba en sus cabales y que su turbación le hacía olvidar que, en caso de victoria, se apoderarían de los bagajes enemigos, además de conservar los propios, y que, en caso de sufrir la derrota, no había que preocuparse ni de las riquezas ni de los esclavos, sino sólo de cómo lograr una muerte noble y gloriosa luchando.
Luego de enviar esta respuesta a Parmenión, se caló el casco; el resto del equipo ya se lo había puesto antes de salir de la tienda: por debajo, una túnica siciliana con ceñidor y encima una doble coraza de lino procedente del botín de Iso. El casco era de hierro, pero refulgía como plata pura; era obra de Teófilo y tenía ensamblada una gorguera, igualmente de hierro, con incrustaciones de piedra preciosas. Tenía una espada admirable por su temple y ligereza, obsequio del rey de Citio (ciudad de Chipre); la espada era el arma que solía llevar casi siempre en las batallas. Llevaba abrochada a los hombres una capa de factura más primorosa que el resto de su equipo; era, en efecto, obra del antiguo Helicón y regalo de la ciudad de Rodas como homenaje y también solía llevarla en las batallas.
Mientras fue recorriendo a la grupa las tropas, ocupado en hacer algún ajuste, arengar a los soldados, darles instrucciones o pasar revista, iba con otro caballo, porque quería reservar a Bucéfalo, que ya tenía bastante edad; pero se lo trajeron cuando ya iba a entrar en acción y, nada más cambiar de montura, comenzó el ataque.
A quienes más arengó en esta ocasión fue a los tesalios y a los demás griegos, y cuando éstos corroboraron con sus gritos sus ansias de que los condujera contra los bárbaros, se cambió la lanza a la mano izquierda, y con la derecha invocó a los dioses, suplicándoles, según afirma Calístenes, que si realmente había nacido de la estirpe de Zeus, defendiera y diera fuerza a los griegos.
El adivino Aristandro, que cabalgaba a su lado con un manto blanco y una corona de oro, les señaló un águila que avanzaba con ellos planeando sobre la cabeza de Alejandro y enfilaba su vuelo recto hacia los enemigos.
Esta aparición infundió más aliento aún a los que la veían y como consecuencia de los estímulos y exhortaciones que se daban unos a otros la falange se lanzó en encrespado oleaje a continuación de la caballería, que cargaba a galope contra los enemigos.
Antes de entablar combate las primeras filas, los bárbaros se replegaron y se produjo una gran persecución, en la que Alejandro trataba de empujar a los vencidos hacia el centro, donde estaba Darío.
En efecto, lo habían divisado de lejos a través de las tropas colocadas delante y en el fondo del escuadrón real, donde era bien visible un hombre alto y hermoso, de pie sobre un elevado carro y defendido por una coraza de numerosos y brillantes jinetes, enrolados en columnas muy apretadas en torno del carro y prestos a recibir a los enemigos.
Pero Alejandro, terrible cuando se le veía de cerca, según iba echando a los que huían sobre los que permanecían en sus puestos, provocó el pánico y dispersó a la mayoría.
Los mejores y más valerosos, luchando hasta la muerte delante del rey y cayendo unos encima de otros, constituían un obstáculo para la persecución, porque se enredaban a los soldados y a los caballos y forcejeaban con ellos en sus últimas convulsiones.
Darío entonces, con toda clase de peligros delante de los ojos y con las fuerzas colocadas delante que venían tambaleándose a caer sobre él, como no era nada fácil girar el carro y abrirse un paso para salir con él a través de la masa, pues las ruedas estaban atascadas en enmarañada confusión con los cuerpos caídos y los caballos, casi apresados y a punto de quedar sepultados por un montón de cadáveres, se encabritaban y llenaban de pánico al auriga, abandona el carro y las armas y se dio a la fuga montado, según dicen, en una yegua recién parida.
No parece que hubiera podido escapar entonces, si no hubiera sido porque volvieron a venir otros jinetes de parte de Parmenión a llamar a Alejandro en su ayuda, porque allí todavía se mantenían firmes considerables fuerzas y los enemigos no retrocedían.
En general, se acusa, en efecto, a Parmenión de haber estado en aquella batalla lento y desidioso, bien porque la vejez le había relajado ya algo sus bríos, bien porque, según declara Calístenes, la arbitrariedad y la arrogancia del poder de Alejandro hubieran suscitado su pesar y su envidia.
Sea como sea, el caso es que Alejandro, disgustado entonces por la llamada, en vez de explicar la verdad a sus soldados, simuló estar harto de la matanza y, como ya era de noche, dio la señal de retirada.
Cuando cabalgaba hacia la parte que creía en peligro, oyó de camino que los enemigos habían sido derrotados por completo y huían.
Éste es el desenlace que tuvo aquella batalla.
El imperio de los persas parecían estar completamente destruido, y Alejandro, proclamado rey de Asia, ofreció a los dioses espléndidos sacrificios y obsequió a sus amigos con riquezas, casas y jerarquías.
Con la idea de granjearse el favor de los griegos, les escribió diciendo que todas las tiranías estaban derrocadas y que ahora se gobernaran según sus propias leyes. Invitaba en particular a los plateenses a reconstruir su ciudad, porque sus antepasados habían ofrecido a los griegos su territorio para luchar por la libertad.
Envió también a los crotoniatas a Italia una parte del botín para honrar la buena disposición y el valor del atleta Faílo, que, en época de las guerras médicas, en lugar de desinteresarse por la suerte de los griegos como los demás italianos, había navegado a Salamina con un barco equipado a sus expensas para tomar parte en el peligro.
¡Tan propicio era a toda forma de virtud y tan buen guardián personal de las bellas acciones!
Cuando se adentró en Babilonia, que enseguida se sometió entera a él, lo que más le maravilló fue en Adiabene la sima de donde brota constantemente fuego como de una fuente y el caudal de petróleo, que es tan abundante que forma una laguna no lejos de la sima.
El petróleo se parece en casi todo al asfalto, pero es tan sensible al fuego, que incluso antes de tocarlo la llama se inflama mediante la propia radiación de la luz y a menudo abrasa al aire que hay entre ambos.
Como muestra de su naturaleza y propiedades, los bárbaros rociaron con unas gotas de este líquido la calleja que conducía a la residencia del rey; luego se colocaron en un extremo y aplicaron las lámparas a los lugares humedecidos (y ya era de noche).
Apenas prendieron las primeras gotas, la propagación duró un momento imperceptible: con la rapidez del pensamiento llegó hasta el otro extremo, y la calleja quedó convertida en un ininterrumpido reguero de fuego.
Había entre el personal dedicado al servicio del rey para el ungüento y el baño un ateniense llamado Atenófanes, que, además, solía distraerle el espíritu con entretenimientos adecuados. Éste, un día en que estaba en la sala de baño al lado de Alejandro un joven esclavo de valor despreciable y aspecto ridículo, pero que cantaba con gracia y se llamaba Estéfano, dice: “¿Quieres, mi rey, que hagamos en Estéfano una prueba del líquido? Si prende en él y no se apaga, con toda seguridad estaría yo dispuesto a declarar que su poder es irresistible y espantoso”
Y como, además. el jovencito se prestó de bastante buena gana para el experimento, nada más embadurnarle y tocarle con el fuego, su cuerpo entero empezó a arrojar tales llamaradas y el fuego lo devoraba por completo, de manera que Alejandro se llenó de apuro y temor. Y si no hubiera sido porque por suerte había allí muchos con cántaros de agua para el baño, el muchacho se habría abrasado al propagarse el fuego, antes que se le diera auxilio.
E incluso así, se vieron entonces muy apurados para apagar el cuerpo del chico, que era una pura llama por entero y que como consecuencia de ello quedó en un penoso estado.
Con razón, pues, probablemente, ciertos autores, al tratar de salvar el mito ajustándolo a la realidad, afirman que ésta era la droga de Medea, con la que ungió la guirnalda y el peplo de los que se habla en la tragedia. Pues el fuego no salió de ellos mismos ni empezó a alumbrar sin causa; por el contrario, cuando colocaron al lado fuego fue cuando se produjo la rápida atracción de la llama y la combustión imperceptible a los sentidos.
En efecto, los rayos y las emanaciones del fuego, cuando proceden de cierta distancia, no derraman sobre la mayoría de los cuerpos más que luz y calor; pero en el caso de los que poseen sequedad porosa o humedad grasienta y suficiente, se amontonan y estallan en furiosas llamas, modificando al instante su materia.
El origen del petróleo ha dado lugar a numerosas discusiones […] O si más bien la sustancia húmeda, que sirve de combustible de la llama, brota de la tierra gracias a su naturaleza grasa e ignífera.
De hecho, el suelo de Babilonia es tan ardiente, que los granos de cebada con frecuencia saltan del suelo y palpitan, como si aquellos lugares tuvieran pulsaciones a causa del calor, y los habitantes duermen sobre odres llenos de agua en las canículas.
Hárpalo, que se quedó como gobernador del país y era muy aficionado a embellecer con plantas griegas los palacios reales y los paseos, consiguió aclimatar todas excepto la hiedra, que la tierra no toleró y echó siempre a perder, porque la planta no soportaba la mezcla entre el ardor del suelo y la necesidad de frescor que tiene siempre la hiedra.
Digresiones como ésta, si no exceden la medida, quizá las disculparían mejor los que siempre están malhumorados.
Cuando Alejandro conquistó Susa, capturó en el palacio real cuarenta mil talentos de moneda acuñada y una cantidad incalculable de mobiliario y riquezas. Allí dicen que también se encontraron cinco mil talentos de púrpura de Hermione (ciudad de la Argólide), que aunque estaba guardada desde hacía ciento noventa años, conservaba el color todavía fresco y vivo.
La causa de ello dicen que es que el tinte de las telas de púrpura se da con miel, y el de las blancas con aceite blanco; pues también en estas últimas, aun teniendo el mismo tiempo, se ve el lustre puro y reluciente.
También cuenta Dinón (padre del historiador Clitarco) que los reyes de Persia mandaban traer agua del Nilo y del Istro y la depositaban con las demás riquezas en la cámara del tesoro, como para certificar la grandeza de su imperio y el dominio universal.
Persia era difícil de invadir por la aspereza del terreno y estaba custodiada por los persas de la más alta nobleza (Darío se había dado a la fuga). Pero le condujo, haciéndole dar un rodeo no grande, un guía, un individuo bilingüe, hijo de padre licio y madre persa. Esto es lo que dicen que, cuando Alejandro aún era niño, profetizó la pitia, cuando predijo que un licio sería el guía de Alejandro en su ruta contra los persas […]
Allí tuvo lugar una gran matanza de prisioneros.
El propio Alejandro escribe que dio orden de degollar a estos hombres, porque consideraba que eso era lo que le interesaba.
Se dice que encontró una cantidad de moneda acuñada tan grande como la de Susa y que para llevarse el mobiliario y el resto de las riquezas necesitó diez mil yuntas de acémilas y cinco mil camellos.
Al ver una estatua colosal de Jerjes, que por descuido había derribado la multitud que se empujaba para entrar en el palacio real, se detuvo y dijo a la estatua como si hablara con una persona viva: “¿Pasaré de largo y te dejaré caída en venganza de tu expedición contra los griegos, o te levantaré en pago por la grandeza de ánimo y valor que mostraste las demás veces?”
Finalmente, tras permanecer largo tiempo ensimismado y en silencio al lado de la estatua, pasó de largo.
Se quedó allí cuatro meses, con la intención de que los soldados se recuperaran, pues además estaban en invierno.
Se dice que cuando se sentó por primera vez bajo el dosel de oro en el trono real, el corintio Demárato, que era favorable a él y amigo de Alejandro como lo había sido de su padre, se puso a llorar con llanto senil y dijo que de qué gran placer se habían visto privados los griegos que habían muerto antes de ver Alejandro sentado en el trono de Darío.
A continuación, cuando se disponía a emprender la marcha contra Darío, sucedió que, entregado en cierta ocasión a la diversión y a la bebida con sus compañeros, llegó hasta el extremo de acceder a que asistieran mujeres a la fiesta con sus amantes y a que bebieran en su compañía. Entre éstas, la más famosa era Taide, cortesana de Ptolomeo, el que luego fue rey, que era natural de Ática y tenía habilidad tanto para dirigir halagos de buen gusto a Alejandro, como para divertirle. En esta ocasión, la bebida la impulsó a decir cosas que, si bien cuadraban con el carácter de su patria, eran, sin embargo, superiores a lo que su condición le permitía.
Dijo, en efecto, que la recompensa de las fatigas sufridas recorriendo Asia la recibía aquel día en que disfrutaba los lujos del suntuoso palacio real persa; pero que más gusto todavía le daría incendiar en compañía de un cortejo festivo la morada de Jerjes, que había quemado toda Atenas, y ser ella misma la que le prendiera fuego ante la mirada del rey, para que entre todos los hombres se extendiera la voz de que las mujeres que acompañaron a Alejandro habían vengado Grecia e impuesto a los persas un castigo más severo que aquellos almirantes y generales de infantería.
Estas palabras suscitaron aplausos y aclamaciones, y los compañeros de Alejandro le exhortaron a porfía, hasta que el rey se dejó arrastrar por ellos, dio un salto y se puso a la cabeza de la comitiva con una corona y una antorcha. Los demás le siguieron bailando y gritando, y rodearon el palacio, mientras los restantes macedonios que se enteraban acudían corriendo con antorchas, contentos; y es que tenían la esperanza de que quemar y destruir el palacio real constituía una prueba de que el rey tenía la intención de regresar a su país y no quedarse a vivir entre los bárbaros. Unos dicen que así es como se produjo el incendio, pero otros, que fue premeditado; sea cual sea la verdad, en lo que todos están de acuerdo es en que enseguida se arrepintió y mandó extinguirlo.
Dadivosísimo por naturaleza, esta cualidad se fue incrementando a medida que crecía su poder; a esta virtud se añadía la amabilidad, que es lo único con los que dan se ganan una verdadera gratitud.
Mencionaré unos pocos ejemplos. Aristón, jefe de los peonios (pueblo fronterizo de Macedonia), tras matar a un enemigo, dijo a Alejandro, mostrándole la cabeza: “Este regalo, oh rey, vale entre nosotros una copa de oro”.
Alejandro se echó a reír y dijo: “Sí, vacía; pero yo te voy a dar llena de vino puro, después de beber a tu salud”.
Un soldado raso macedonio llevaba una mula cargada de oro capturado al rey; como la acémila estaba agotada, él mismo cogió la carga y comenzó a llevarla a cuestas. Viéndolo el rey agobiado de fatiga e informado del incidente, le dijo cuando iba a depositar el fardo: “No desfallezcas; prosigue aún tu camino y llévate eso a tu tienda para ti”.
En general, se disgustaba más con los que no aceptaban sus regalos que con los que se los pedían.
Así, escribió a Foción (político y general ateniense) una carta para decirle que no le tendría en adelante por amigo si seguía rechazando sus regalos.
Y a Serapión, uno de los muchachitos que jugaban con él a la pelota, no le daba nada porque nada le pedía. Un día, pues, en que Serapión participaba en el juego de pelota, no lanzaba la pelota más que a otros hasta que el rey le dijo: “¿Y a mí o me la das? “No, porque no me la pides”, respondió Serapión. Ante esto, Alejandro se echó a reír y le dio muchos regalos.
Una vez parecía estar muy enfadado con Proteas, uno de los que hacían de bufón, y no sin gracia, en los ratos de bromas y bebida. Como sus amigos intercedían por él, que además estaba llorando, dijo que se reconciliaba.
Proteas le dijo entonces: “Pues bien, mi rey, dame primero algo en prenda”. Y él ordenó que le dieran cinco talentos.
A propósito de las riquezas que repartía entre sus amigos y la guardia personal, qué gran orgullo les inspiraban estos regalos queda patente por una carta que le escribió Olimpia, en la que dice: “Beneficia a tus amigos y dales honores, pero hazlo de otra manera; ahora haces a todos reyes por igual y les procuras muchos amigos, mientras tú te quedas solo”.
Numerosas cartas semejantes le escribió Olimpia, pero él las guardaba en secreto, excepto una sola vez en que Hefestión estaba leyendo con él, como acostumbraba, una carta desatada; Alejandro no se lo impidió, pero se quitó el anillo y le puso el sello en la boca.
Mazeo, que había sido el personaje más influyente en la corte de Darío, tenía un hijo al frente de una satrapía; Alejandro le ofreció una segunda aún mayor. Pero él rehusó el ofrecimiento, diciendo: “Oh rey, antes no había nada más que un Darío, pero ahora tú has hecho a muchos “Alejandros”.
A Parmenión le regaló la mansión de Bagoas (un eunuco que envenenó a Artajerjes III Oco en 338 a. de C. y a su hijo Arses dos años después), en la que se dice que se encontraron vestidos magníficos por valor de mil talentos.
A Antípatro le escribió con la orden de tomar guardias personales, porque sospechaba un atentado contra él.
Obsequiaba a su madre y le enviaba muchos regalos, pero no le permitía inmiscuirse en sus asuntos ni intervenir en el mando del ejército; ella se lo reprochaba, pero él toleraba con dulzura su mal humor.
Excepto una sola vez que, cuando Antípatro le escribió una extensa carta contra ella, dijo después de leerla que Antípatro ignoraba que una sola lágrima de una madre borra diez mil cartas.
Como veía a los que le rodeaban entregados por completo a un lujo exorbitante y portarse con vulgaridad en su género de vida y en sus despilfarros, hasta el punto de que, por ejemplo, Hagnón de Teos llevaba en las botas de soldado tachuelas de plata, Leonato había hecho que le trajeran de Egipto, en muchos camellos, arena para los ejercicios gimnásticos, Filotas tenía para la caza redes de cien estadios de largo (alrededor 18 Kms).
Y, en general, iban a darse friegas y al baño, ungidos con más mirra que antes aceite, y llevaban siempre a su alrededor masajistas y criados de cámara, Alejandro les reprendió con afabilidad y modos de filósofo, afirmando que le extrañaba que personas que habían combatido en tantas y tan importantes batallas hubieran olvidado que dormían ahora con más gusto los que habían abrumado de fatigas a los otros que los que se habían dejado rendir por el esfuerzo, y no vieran, al comparar su propia vida con la de los persas, que lo más servil es darse a la molicie, y lo más regio soportar la fatiga. “¿Cómo se puede –les decía –cuidar personalmente el caballo o ejercitarse con esmero en la lanza o el casco, cuando se ha dejado que las manos pierdan la costumbre de tocar un cuerpo tan mimado?” “¿No sabéis –añadía- que el grado máximo de nuestra victoria es no hacer lo mismo que los derrotados?”
Seguía esforzándose él personalmente incluso más en los ejercicios militares y en la caza, dándose malos ratos y exponiéndose a riesgos, hasta el punto de que un embajador laconio que se encontraba cerca en el momento en que derribaba un gran león, le dijo: “Muy bien, Alejandro, has luchado con el león por la realeza”.
Crátero ofreció esta cacería en Delfos, lugar para el que hizo estatuas de bronce del león, los perros, el rey en lucha con el león y él mismo acudiendo en su auxilio. De estas estatuas, unas las modeló Lisipo y otras Leocares.
Por tanto, Alejandro se exponía a riesgos por entrenarse y, de paso, incitar a los demás a la virtud. Pero sus amigos, que, corrompidos por la riqueza y el boato (ostentación en el porte exterior), querían vivir en adelante entregados a la molicie y la ociosidad, soportaban con disgusto las corrientes errantes y las expediciones militares y llegaron así poco a poco a criticarle y a hablar mal de él.
Él al principio adoptaba ante esto una actitud sumamente moderada y decía que la carga de un rey es hacer bien y oír hablar mal de sí.
Incluso los más mínimos sucesos de sus amigos constituían por su parte pruebas de un gran aprecio y estima. Voy a citar unos pocos ejemplos.
A Peucestas (llegó a ser sátrapa de Persia) le escribió echándole en cara haber escrito a los demás y no habérselo comunicado a él cuando sufrió la mordedura de un oso. “Por lo menos ahora –le dice- escríbeme qué tal estás y dime si algunos de los compañeros de caza te abandonaron, para darles un castigo”.
A Hefestión, ausente por ciertos asuntos, le escribió para decirle que, cuando estaban entretenidos en la caza de un icneumón (un género de avispas), Crátero se había caído al tropezar con la jabalina de Pérdicas y se había hecho una herida en los muslos.
Cuando Peucestas se curó de una enfermedad, Alejandro escribió a Alexipo, el médico, dándole las gracias.
Durante una enfermedad de Crátero, tuvo una visión en sueños que le indujo a hacer personalmente sacrificios por su amigo y a ordenarle hacerlos también él.
Escribió también al médico de Pausanias, que quería dar una dosis de eléboro a Crátero, para manifestarle su inquietud y darle instrucciones sobre el modo de administrar la medicina.
A los primeros que le comunicaron la huida y la fuga de Hárpalo, Efialtes y Ciso, los arrestó, porque pensaba que era una calumnia.
Y cuando, al repatriar a los soldados inútiles y veteranos a sus casas, Euríloco de Egas se incluyó a sí mismo en la lista de los enfermos, y luego, al descubrirse tras ciertas pesquisas que no tenía ningún mal, confesó que estaba enamorado de Telesipa y quería acompañarla en su viaje por mar, le preguntó de qué condición era esta mujer. Al oír que era una cortesana de condición libre, dijo: “Pues, Euríloco, me tienes a mí para ayudarte en tu amor. Mira a ver cómo podemos convencer con palabras o regalos a Telesipa, ya que es hija de personas libres”.
Es de admirar que tuviera tiempo para descender a tales detalles en sus cartas a los amigos: escribe en ellas cosas como dar orden de buscar a un esclavo de Seleuco (futuro rey y fundador de la dinastía seléucida) que había huido a Cilicia; elogiar a Peucestas por haber aprehendido a Nicón, un esclavo de Crátero, y a Megabizo, a propósito de un criado que se había refugiado en el santuario, recomendarle que si es posible le invite a salir y le aprese fuera de lugar sagrado, pero que no lo toque dentro del santuario.
También se dice que al principio, cuando juzgaba las causas capitales, se tapaba un oído con la mano mientras hablaba el acusador, para conservarlo puro y sin prejuicios a favor del reo.
Pero después, el gran número de acusaciones le provocó la exasperación, porque, a través de las verdaderas, las falsas se abrían paso y ganaban crédito.
El que se hablara mal de él era lo que, sobre todo, le sacaba de sus cabales y le hacía duro e inexorable, porque tenía en más aprecio la fama que la vida y el reino.
Marchaba entonces al encuentro de Darío con intención de presentar nuevas batallas; pero al oír que Beso lo había apresado, licenció a los tesalios y los envió a la patria, entregándoles dos mil talentos de regalo, además de las soldadas.
Pero como la persecución había sido penosa y larga, pues en once días había cabalgado tres mil trescientos estadios (cerca de 600 kms), la mayoría estaba desfallecida, sobre todo por la falta de agua. Allí se encontró con unos macedonios que traían del río odres de agua a lomos de mulas. Nada más ver a Alejandro, en mal estado por la sed, ya a mediodía, llenaron un casco y se lo acercaron.
Él les preguntó para quiénes lo transportaban: “Para nuestros hijos –dijeron - ; pero con tal de que tú vivas, ya tendremos otros, aunque perdamos éstos”.
Al oír esto, cogió el casco en las manos; pero al mirar alrededor y observar a todos los jinetes que le rodeaban con las cabezas vueltas y mirándole, se lo devolvió sin beber y les dio las gracias por su ofrecimiento, diciendo: “Si sólo yo bebo, éstos perderán todo su ánimo”. Los jinetes entonces, al contemplar su fortaleza y grandeza de ánimo, prorumpieron en gritos, animándole a que los condujera adelante, y fustigaron sus caballos: no podían consentir la fatiga, la sed ni, en una palabra, ser mortales, mientras tuvieran un rey como el que tenían.
El ardor de todos era semejante, pero dicen que sólo sesenta llegaron al campamento de los enemigos. Allí pasaron por encima de mucha plata y oro tirados en el suelo, dejaron atrás muchos carros con mujeres y niños que iban errantes sin cocheros y trataron de alcanzar a los primeros, entre quienes pensaban que estaba Darío. Al fin lo descubren, después de mucho buscar, con el cuerpo cubierto de numerosas heridas de dardos y tumbado en una carreta, a punto de expirar. Sin embargo aún pudo pedir de beber y, después de haber tomado un trago de agua fresca, dijo a Polístrato, el que se la había dado: “Buen hombre, esto ha sido el colmo de mi desgracia: recibir un favor y no poder devolverlo.
Pero Alejandro te pagará el servicio, y a Alejandro los dioses, por la clemencia que ha tenido con mi madre, mi mujer y mis hijos. A él, por mediación tuya, le doy mi diestra”. Tras estas palabras y luego de coger la mano a Polístrato, expiró.
Cuando Alejandro llegó después, se echó de ver su dolor por el suceso; se desató la clámide, se la echó sobre el cuerpo y lo cubrió. A Beso, cuando más tarde lo encontró, lo descuartizó: doblaron hasta juntar dos árboles enhiestos, le ataron a cada uno de ambos los miembros y luego, al soltar los dos árboles, como se enderezaron con fuerza, cada uno se quedó con los miembros que estaban atados a él.
Pero por el momento envió a su madre el cadáver de Darío, vestido con los ornamentos reales, y admitió a su hermano Exatres en el grupo de los compañeros.
Él mismo descendió a Hircania (región histórica del Asia Central, situada en la costa meridional del mar Caspio) con lo más selecto de sus tropas. Allí vio un golfo marino que no parecía inferior al Ponto, pero que tenía las aguas más dulces que cualquier otro mar; no pudo enterarse de nada seguro acerca de esta extensión de agua, pero se figuró que lo más probable era que fuese un desbordamiento del lago Meótide (mar Azov).
Con todo, a los físicos no se les ocultó la verdad: muchos años antes de la expedición de Alejandro han observado que de los cuatro golfos que penetran en el continente desde el mar exterior, éste es el más septentrional, el que recibe indistintamente los nombres de Hircanio y Caspio.
Allí, unos bárbaros cayeron por sorpresa sobre los que llevaban su caballo Bucéfalo y se lo quitaron. Él se irritó mucho y envió un heraldo que pregonara la amenaza de que mataría a todos con sus mujeres y niños, si no le restituían el caballo.
Pero cuando vinieron a traerle el caballo y entregarle las ciudades, trató a todos con generosidad y pagó el rescate del caballo a los que se lo habían recuperado.
Desde allí levantó el campo y fue al país de los partos, donde se detuvo a descansar. Fue entonces la primera vez que se vistió con ropa bárbara, bien porque quisiera acomodarse a las costumbres locales, porque para conciliarse a los hombres son importantes la convivencia y la adaptación a los hábitos del país, bien porque estuviera haciendo una experiencia furtiva para introducir la postración entre los Macedonios, acostumbrándolos poco a poco a tolerar el cambio y el nuevo género de vida que él adoptaba. No obstante, no adoptó por completo aquella famosa vestimenta de los medos, tan bárbara y rara, pues no se puso ni los calzones largos ni el caftán ni la tiara e hizo una mezcla bastante juiciosa entre la de los persas y la de los medos, no tan fastuosa como aquélla, pero más majestuosa que ésta. Al principio, la usaba para recibir en audiencia a los bárbaros y en casa con los compañeros, pero luego se le veía así en público, cuando salía a caballo o daba audiencias. Y éste era un espectáculo desagradable para los macedonios, que, sin embargo, como admiraban los demás méritos suyos, creían que había que disculpar algunos de sus gustos y afanes de notoriedad. Y es que aunque, además de todas las heridas anteriores, hacía poco que había recibido un flechazo en la pierna, que se la había roto y hecho perder el hueso de la tibia, y a pesar de que también una piedra le había golpeado en el cuello con tanta fuerza, que una nube se extendió sobre sus ojos y los oscureció durante un poco tiempo, no dejaba de exponerse sin reservas a los peligros; e incluso al vadear el río Orexates, que él pensaba que era el Tanais, puso en fuga a los escitas y los persiguió durante cien estadios, a pesar de las molestias y la disentería.
Allí fue donde la Amazona vino a verlo, según dice la mayoría de los autores, entre los que están Clitarco, Políclito, Onesícrito, Antígenes e Istro. Por el contrario, Aristóbulo y Cares, el introductor de embajadores, además de Hecateo de Eretria, Ptolomeo, Antíclides, Filón de Tebas, Filipo de Teangela, Filipo de Calcis y Duris de Samos, dicen que esta visita es pura ficción.
El testimonio de Alejandro parece favorecer a estos últimos. Pues en una carta dirigida a Antípatro, en la que narra todo con detalle, dice que el escita le ofreció su hija en matrimonio, pero no hace ninguna mención de la Amazona.
Se dice que mucho tiempo después Onesícrito estaba leyendo a Lisímaco, ya rey, su libro cuarto, en el que se trata de la Amazona, y que Lisímaco, sonriendo serenamente, le preguntó: “¿Y dónde estaba yo entonces?”
Ahora bien, tanto si se da crédito a este relato como si se desconfía de él, la admiración por Alejandro no podría aumentar sin disminuir.
Temiendo que los macedonios renunciasen a proseguir la expedición, dejó que se quedara el grueso de las tropas y, con sólo las más escogidas en Hircania, veinte mil infantes y tres mil jinetes, se ganó su adhesión diciéndoles que en ese momento los bárbaros les tenían miedo porque los tenían cara a cara, pero que si se limitaban a llenar de confusión Asia y luego irse, enseguida los atacarían como a mujeres. No obstante, dio permiso para irse a los que quisieran, aunque dejaba constancia de que en el momento de conquistar el mundo habitado para los macedonios, se quedaba abandonado con los amigos y los que estaban dispuestos a seguir la expedición.
Esto es casi literalmente lo que está escrito en una carta dirigida a Antípatro, en la que añade que al decir esto, todos estallaron en gritos para que los llevara a cualquier sitio de la tierra que quisiera. Después del éxito obtenido en esta prueba, ya no resultó difícil atraerse al grueso del ejército o, que le siguió sin dificultad.
Así también seguía asimilándose todavía más a las gentes del país en sus hábitos de vida, al tiempo que introducía a aquéllos en las costumbres macedonios, pues consideraba que con la mezcla y la unión de ambos pueblos, logradas más por vías pacíficos que por la violencia, sus intereses quedarían firmemente establecidos, ahora que partía para tan largo viaje.
Ésta es también la razón de que escogiera treinta mil niños y mandara enseñarles griego y darles educación militar macedonia, poniendo a muchos instructores a cargo de ellos.
En lo que se refiere a Roxana, cuya belleza y lozanía había visto en un coro mientras bebía después de cenar, obró por amor y, al tiempo, le parecía que el matrimonio con ella encajaba bien en los planes trazados.
Los bárbaros, en efecto, ganaron confianza por la unión de este matrimonio, y el afecto que sentían por Alejandro llegó a ser extraordinario, porque, tras haber sido la persona de más templanza en los asuntos amorosos, ni siquiera entonces se atrevió a tocar a la única mujer de la que había quedado prendado, antes de contraer nupcias legales.
Y como veía que, entre sus más íntimos amigos, Hefestión celebraba su proceder y cambiaba con él su modo de vestir, mientras que Crátero permanecía fiel a las costumbres de la patria, se servía de aquél para tratar con los bárbaros y de éste en su trato con los griegos y macedonios. En una palabra, al uno le tenía un gran cariño y al otro una gran estima; pensaba, y así lo decía siempre, que Hefestión era amigo de Alejandro, y Crátero amigo del rey. De ahí que ambos se tenían un profundo rencor mutuo y chocaban con frecuencia.
Hubo incluso una vez en la India en que llegaron a las manos y desenvainaron las espadas. Y en el momento en que los amigos de cada uno acudían en socorro del uno o del otro, Alejandro llegó a caballo y empezó a reprender públicamente a Hefestión, llamándolo pasmado y loco, si no era consciente de que no era nada si se le separaba de Alejandro; pero en privado también riñó a Crátero con severidad. Y luego de reunirlos y reconciliarlos, juró por Amón y los demás dioses que ellos eran los hombres a quienes más quería; pero que si se enteraba de que volvían a discutir, mataría a los dos o, al menos, al que hubiera empezado la riña. A partir de entonces se cuenta que ni siquiera en broma se dijeron ni se hicieron nada uno contra el otro.
Filotas, hijo de Parmenión, gozaba de gran consideración entre los macedonios; y, de hecho, tenía fama de valiente y esforzado, además de generosos y amigo de los amigos, como nadie después del propio Alejandro.
Pues bien, se cuenta que una vez que uno de sus amigos íntimos le pidió dinero mandó que se le diera y que cuando el administrador le dijo que no tenía, respondió: “¿Qué dices? ¿No tienes ni una copa ni un manto?”
Pero, hinchado de orgullo, lleno de arrogancia por sus inmensas riquezas y con unas atenciones a su cuerpo y un género de vida hirientes para lo que corresponde a un particular, como ya en ese momento sus suntuosidades y altivez estaban lejos de toda medida y no hacían otra cosa que remedar sin ninguna gracia lo grosero y vil, despertaba sospechas y envidias, hasta el punto de que incluso Parmenión llegó una vez a decirle: “¡Hijo mío, hazte un poco peor!”
Se daba además la circunstancia de que el propio Alejandro llevaba muchísimo tiempo oyendo hablar mal de él. En efecto, cuando capturaron las riquezas de Damasco, tras la derrota de Darío en Cilicia, se encontraba entre los numerosos cautivos llevados al campamento una mujer, natural de Pidna de notable belleza, que se llamaba Antígona. Correspondió ésta a Filotas.
Y como joven que al hablar con su amada a causa del vino se va de la lengua con muchas chulerías y fanfarronadas de soldado, se atribuía a sí mismo y a su padre las acciones más importantes, y a Alejandro lo trataba de mozalbete que gracias a ellos había cosechado el renombre de su imperio.
La mujer expuso estas conversaciones a uno de sus amigos, y éste, como es natural, a otro, hasta que llegaron a oídos de Crátero, que cogió a la señora y se la presentó en secreto a Alejandro. Éste la escuchó y le mandó continuar sus visitas a Filotas y venir a contarle todo de lo que se enterara de él.
Filotas ignoraba la trampa que le habían tendido y continuaba las relaciones con Antígona, mientras seguía profiriendo, ya por encono ya por jactancia, muchas palabras y expresiones inadecuadas contra el rey.
Alejandro, a pesar de la fuerza de las palabras que recaían contra Filotas, aguantó en silencio y se contuvo, bien por la confianza en el afecto que Parmenión le profesaba, bien por el temor que le inspiraban la reputación e influencia de padre e hijo.
En esa época, un macedonio procedente de Calestra (cerca de Tesalónica (Grecia), llamado Limno, que conspiraba contra Alejandro, intentó comprometer a un cierto Nicómaco, del que estaba enamorado, para que participara en la empresa. Pero éste no aceptó y reveló la intentona a su hermano Cebalino, que fue a ver a Filotas y le pidió que los introdujera ante Alejandro, porque tenía que entrevistarse con él para un asunto urgente y de gran importancia. Pero Filotas, por alguna razón que no se ha averiguado, no los hizo pasar, con el pretexto de que el rey estaba ocupado con otros asuntos más importantes. Y esto lo hizo dos veces. Ellos sospecharon de Filotas y se dirigieron a otro, por medio del cual fueron conducidos a presencia de Alejandro. En primer lugar, revelaron la conspiración de Limno y luego fueron insinuando con suavidad que Filotas no les había hecho caso las dos veces que se habían entrevistado con él.
Esto es lo que más exasperó a Alejandro; y como el enviado a arrestar a Limno, lo había tenido que matar, porque se había resistido tratando de evitar que lo apresaran, Alejandro quedó todavía más confuso, dándose cuenta de que habían desaparecido las pruebas de la conspiración.
La cólera del rey contra Filotas no hizo más que arrastrar a los que lo odiaban desde antiguo, que ya se atrevieron a decir en público que era una ligereza por parte del rey pensar que Limno, un individuo de Calestra, tuviera la osadía suficiente para emprender por sí solo un atentado, que éste era un ayudante o, mejor, un simple instrumento enviado desde una autoridad superior y que había que buscar la conspiración en aquellas personas que más interés tenían en que estuviera oculta.
Y en cuanto el rey prestó oídos a tales palabras y sospechas, empezaron a lanzar un montón de acusaciones contra Filotas.
En consecuencia, lo prendieron y sometieron a interrogatorio.
Los compañeros asistieron a las torturas, y Alejandro escuchó todo detrás de una cortina descorrida.
Y fue entonces cuando afirman que Alejandro exclamó, al oír las voces y súplicas con las que Filotas trataba de conmover y apiadar a Hefestión: “¿Y siendo, Filotas, tan flojo y cobarde, intentaste una acción tan grande?”
Tras la muerte de Filotas, envió al punto a Media a unos hombres que dieran muerte a Parmenión, el hombre que había colaborado en muchas de las conquistas de Filipo, el único de los amigos de Alejandro de más edad o el que más le había incitado a pasar a Asia y el que de los tres hijos que tenía, ya había visto la muerte de dos en el curso de la expedición y en ese momento compartía la del tercero.
Estos sucesos hicieron a Alejandro temible a ojos de muchos de sus amigos, y sobre todo a Antípatro, que envió en secreto emisarios a los etolios para darles y tomar de ellos garantías.
En efecto, los etolios tenían miedo a Alejandro por la destrucción de la ciudad de los Eníades (ciudad de Acarnania), sobre la que, cuando se enteró, Alejandro dijo que a los etolios no les impondrían castigo los hijos de los Eníades, sino él mismo.
No mucho después tuvo también lugar el asunto de Clito, que, a juzgar por el simple relato de los hechos, fue más salvaje que el de Filotas; sin embargo, si se reflexiona y tenemos en cuenta además la causa y las circunstancias, descubrimos que esta acción no fue premeditada, sino producto de una desgracia del rey, cuya cólera y embriaguez no fueron sino el pretexto del que se sirvió el mal hado de Clito.
Los hechos sucedieron de la siguiente manera.
Llegaron unas personas del mar trayendo frutos de la cosecha de Grecia al rey; éste, maravillado de su frescor y calidad, llamó a Clito con intención de enseñárselos e invitarle a tomar parte.
Coincidía que él estaba haciendo un sacrificio, que dejó para ponerse en camino; y tres de los carneros, sobre los que ya se habían derramado las libaciones para el sacrificio, le siguieron.
Enterado el rey, se lo comunicó a los adivinos Aristandro y Cleómenes de Laconia, que declararon que era un mal presagio. Dio orden de hacer enseguida un sacrificio expiatorio a favor de Clito, pues, además, dos días antes había tenido en sueños una extraña visión: había soñado que Clito, con ropas negras, estaba sentado con los hijos de Parmenión, todos ellos muertos.
No obstante, Clito, en vez de hacer antes el sacrificio expiatorio, se fue enseguida a cenar con el rey, que había hecho un sacrificio a los Dioscuros.
Después de beber con juvenil animación, estaban cantando poemas de un tal Pránico o, al decir de algunos, de Pierión, compuestos para burlarse y reírse de los generales recientemente derrotas por los bárbaros.
Los más viejos se enfadaron y empezaron a insultar al poeta y al que cantaba, mientras que Alejandro y los que lo rodeaban atendían con agrado a su exposición y le mandaban seguir.
Entonces, Clito, que ya estaba borracho y tenía un carácter áspero y obstinado en sus enfados, mostró su extrema irritación y dijo que, en presencia de bárbaros y enemigos, no estaba bien injuriar a los macedonios, que eran mucho mejores que los que se reían de ellos, a pesar de aquella desgracia.
Alejandro declaró que Clito no hacía más que defenderse a sí mismo al invocar el nombre de desgracia para lo que era cobardía.
Entonces Clito se levantó y dijo: “Pues, sin embargo, esta cobardía te salvó a ti, el hijo de los dioses, cuando tenías la espalda a merced de la espada de Espitrídates, y sólo gracias a la sangre de los macedonios y a estas heridas te has vuelto tan importante como para convertirte en hijo de Amón, renunciando a Filipo”.
Exasperado, respondió Alejandro: “¿Pero es que tú, mala cabeza, te crees que diciendo sin parar esas cosas de mí y provocando la sublevación de los macedonios te vas a quedar tan contento?” “Tampoco ahora –replicó – tenemos motivos de estar contentos, oh Alejandro, cuando son ésos los pagos que recibimos por nuestras fatigas; al contrario, por dichosos tenemos a los que ya han muerto antes de ver a los macedonios apaleados con bastones medos y obligados a solicitar a los persas audiencia con nuestro rey”.
Al oír estas atrevidas palabras de Clito, los que rodeaban a Alejandro se levantaron contra él y lo insultaron, mientras los más ancianos trataban de apaciguar el alboroto.
Alejandro se volvió a Jenódoco de Cardia y a Ártemis de Colofón y dijo: “¿No os parece que los griegos que viven entre los macedonios son como semidioses entre bestias?”
Pero Clito, en lugar de ceder, mandó a Alejandro que dijera lo que quisiera, pero a todos, o que no invitara a cenar a hombres que son libres y pueden hablar con franqueza, y convivir con bárbaros y esclavos que se postren ante su ceñidor persa y su túnica enteramente blanca.
Alejandro, incapaz ya de reprimir la cólera, le tiró una manzana que había sobre la mesa, con la que le dio un golpe, y echó mano para buscar el puñal.
Pero como Aristófanes, un miembro de su guardia personal, se había anticipado a quitárselo sin que se diera cuenta y los demás le rodearon y suplicaron, Alejandro se levantó de un salto y comenzó a gritar en macedonio, llamando a los hipaspistas (cuerpo militar de la infantería macedonia), acción que en él era señal de una gran confusión. Luego mandó al trompeta dar la señal de alarma y le dio un puñetazo porque le parecía que se hacía el remolón y no quería obedecer. Más tarde, este hombre fue muy celebrado, porque había sido el máximo responsable de evitar que cundiera la confusión en el campamento.
En cuanto a Clito, que seguía sin calmarse, sus amigos con grandes esfuerzos lo sacaron a empujones de la sala. Pero él volvió a entrar por otra puerta, recitando hasta el final, con el mismo desprecio que impertinencia, estos versos yámbicos de la “Andrómaca” de Eurípides: “¡Ay de mí, qué mala costumbre reina en Grecia!” (La cita sólo se comprende si se toman en cuenta también los siguientes versos, en los que se deplora lo injusto que es que el general, que no es más que una lanza entre muchas, gane todos los honores en las victorias de su ejército).
Alejandro entonces cogió a uno de los guardias la lanza y, mientras Clito venía a su encuentro apartando las cortinas que había delante de la puerta, le atraviesa con ella de parte a parte.
Cayó Clito con un gemido y un bramido de dolor y en ese preciso instante se le pasó al rey la ira. Al volver en sí y ver a los amigos parados de pie y sin voz, se adelantó a extraer la lanza del cadáver y se disponía a asestarse un golpe en su propio cuello, cuando se lo impidieron; los guardias de escolta le cogieron las manos y se lo llevaron por la fuerza al dormitorio.
Pasó la noche llorando amargamente y, como al día siguiente, perdida ya la voz a fuerza de gritar y lamentarse, seguía acostado, sólo profiriendo profundos gemidos, sus amigos, alarmados de su silencio, forzaron la puerta y entraron.
Pero no quiso atender a las palabras de nadie, excepto a las del adivino Aristandro, que le recordó la visión que había tenido acerca de Clito y el presagio que indicaba que estos sucesos estaban dispuestos hacía tiempo por el destino. Entonces pareció calmarse.
Por esto, hicieron pasar al filósofo Calístenes, pariente de Aristóteles, y al abderita Anaxarco.
De ellos, Calístenes intentaba aliviar su pena con tacto y dulzura, empleando insinuaciones y rodeos para no despertar su dolor, mientras que Anaxarco, que había tomado desde el principio un camino muy personal en la filosofía y había adquirido fama de mirar con desdén y despreciar a sus colegas, nada más entrar se puso a gritar: “¡Ahí está Alejandro, en quien el mundo tiene ahora puesta la mirada! Pero él está postrado en tierra llorando como un esclavo, temeroso de la ley y la censura de los hombres, él que debería ser para ellos la ley y la pauta de la justicia, porque ha vencido para ejercer su imperio y dominar, no para ser esclavo y estar dominado por una vana opinión.” “¿No sabes –le decía – que Zeus tiene sentadas a su lado como asesoras a Justicia y a Temis, para que todo lo que ejecute el que domina sea justo y legal?”
Sirviéndose de argumentos semejantes, Anaxarco alivió el pesar del rey, pero hizo su carácter en muchos aspectos más vanidoso y menos sujeto a la ley. Consiguió así que Alejandro se ajustara maravillosamente a sus propias inclinaciones y que además maldijera del trato con Calístenes, quien, por lo demás, no le resultaba nada grato por su austeridad.
Cuentan que una vez, durante una cena, en una conversación sobre los climas y la temperatura de la atmósfera, Calístenes participaba de la opinión de los que sostenían que allí hacía más frío y los inviernos eran más crudos que en Grecia y que, como Anaxarco se oponía y porfiaba en la opinión contraria, dijo: “Sin embargo, a ti te es forzoso reconocer que aquí hace más frío que allí, porque allí pasabas el invierno con un capote raído, mientras que aquí te recuestas a cenar abrigado con tres buenas mantas”. Esta respuesta terminó de aguzar el rencor de Anaxarco contra Calístenes.
También los demás sofistas y aduladores sufrían viendo a Calístenes, que era objeto del interés de los jóvenes a causa de su elocuencia y que agradaba todavía más a los más viejos por su conducta disciplinada, respetable, independiente y que confirmaba el supuesto motivo de la ausencia de su ciudad, porque se había unido a Alejandro en el interior de Asia con la ambición de restituir a sus conciudadanos y restaurar su patria (Olinto, de donde era Calístenes, había sido destruida por Filipo en el 347 a.de C.).
Además de ser objeto de envidia a causa de su reputación, ofrecía también algunos pretextos a sus detractores: rechazaba la mayoría de las veces las invitaciones, y cuando asistía a una reunión, con su adustez (severidad) y silencio daba la impresión de estar disgustado y no sentirse a gusto con los demás. Por eso, Alejandro llegó incluso a decir de él: “Odio al filósofo que no es sabio para sí mismo”.
Cuentan que en cierta ocasión en que había muchos invitados a cenar, Calístenes fue requerido, cuando le llegó el turno y tenía la copa en la mano, para pronunciar un elogio de los macedonios, y que trató el tema con tal chorro de elocuencia, que, puestos en pie, le aplaudieron y le arrojaron coronas; y que Alejandro entonces dijo que, según Eurípides, cuando se toma para los discursos “buenos temas, no es tarea difícil hablar bien”. “Pero muéstranos –siguió diciendo – tu capacidad, haciendo un discurso de acusación contra los macedonios, para que aprendan sus defectos y mejoren.”
Y así, Calístenes, vuelto a la palinodia (retractación pública que alguien hace de lo que ha dicho), pronunció con entera franqueza contra los macedonios un largo discurso, en el que declaró que la discordia entre los griegos había sido la causa del engrandecimiento y poderío de Filipo y dijo: “en tiempos de sedición hasta el malvado obtiene honores”.
Esto infundió un odio amargo y profundo en los macedonios, y Alejandro dijo que Calístenes había hecho una exhibición, no de habilidad, sino de ojeriza contra los macedonios.
Esto es, pues, lo que Hermipo (biógrafo del siglo III a. de C.) afirma que Estrebo, el lector de Calístenes, relató a Aristóteles, y añade que Calístenes, consciente de la hostilidad del rey, le dijo dos o tres veces según se iba: “También murió Patroclo, que era mucho mejor que tú” (Ilíada, 21.107).
Por tanto, Aristóteles no parece haber hablado a la ligera, cuando dijo que Calístenes era diestro y grande con la palabra, pero no tenía juicio.
Sin embargo, al rechazar de manera enérgica y propia de un filósofo la “postración” (consistente en llevarse la mano derecha a la boca y arrodillarse) y ser el único que contaba en público lo que indignaba en secreto a todos los macedonios mejores y de más edad, es verdad que libró a los griegos de una enorme vergüenza y a Alejandro de una mayor aún, disuadiéndole de imponer la postración, pero se buscó su propia ruina, porque parecía que se lo imponía al rey por la fuerza más que por la convicción.
Cares de Mitilene cuenta que una vez en un banquete, Alejandro, después de beber, tendió la copa a uno de sus amigos, y que éste, tomándola, primero se levantó, se acercó al hogar(fuego) y, después de beber, primero se postró y a continuación besó a Alejandro y se volvió a recostar. Seguidamente, todos fueron haciendo lo mismo uno por uno, pero Calístenes, que cogió la copa en un momento en que el rey no prestaba atención porque estaba conversando con Hefestión, se acercó después de beber a darle un beso. Demetrio, el llamado Fidón, dijo: “No le beses, mi rey; que es el único que no se ha postrado ante ti”. Alejandro entonces se apartó para evitar el beso, y Calístenes dijo en voz alta: “Pues bueno, me voy con un beso de menos”.
Como esta hostilidad iba en aumento, primero se dio crédito a Hefestión, que decía que Calístenes, después de haberse comprometido con él a realizar la postración, había faltado a su palabra.
Luego fueron los Lisímacos y Hagnones quienes la emprendieron con él, empeñados en que el sofista iba por ahí jactándose de haber derrocado la tiranía y en que los jóvenes se congregaban corriendo a su alrededor y lo veneraban como el único hombre libre entre tantas decenas de millares.
Por eso, cuando Hermolao y sus compañeros que habían conspirado contra Alejandro fueron descubiertos, se juzgaron verosímiles las acusaciones que sus detractores hicieron contra él en el sentido de que a uno que le proponía la pregunta de cómo llegar a ser el hombre más ilustre, le había respondido: “Asesinando al hombre más ilustre”, y que a Hermolao, para estimularle a cometer el crimen, le había mandado no tener miedo de la cama de oro y tener presente que a quien iba a agredir era a un hombre que ya había padecido enfermedades y heridas.
Aun así, ninguno de los cómplices de Hermolao declaró contra Calístenes, ni siquiera en el tormento más extremo.
Por el contrario, el propio Alejandro, en una carta escrita poco después a Crátero, Átalo y Alcetas, afirma que los pajes, sometidos a tortura, habían confesado que ellos eran los autores y que no había ningún otro cómplice.
Sin embargo, más tarde, en una carta dirigida a Antípatro, inculpa también a Calístenes y dice: “Los pajes han sido lapidados por los macedonios, pero al sofista lo voy a castigar yo mismo, igual que a los que lo han enviado de allí y a los que acogen en las ciudades a quienes conspiran contra mí”.
En estas palabras revela con claridad sus intenciones contra Aristóteles (desde 335 a. de C. Aristóteles vivía en Atenas); de hecho, con él era con quien se había educado Calístenes por razón de parentesco, pues era hijo de Hero, prima hermana de Aristóteles.
Sobre la muerte de Calístenes, unos dicen que fue ahorcado por orden de Alejandro; y otros, que murió de enfermedad, encadenado con grilletes; y Cares cuenta que después del arresto estuvo encadenado durante siete meses en espera de ser juzgado ante el Consejo (El Consejo de la Liga de Corinto, ante el que sería el juicio por haber atentado contra el jefe de la Liga, Alejandro) en presencia de Aristóteles, pero que en los mismos días en que Alejandro fue herido en la India, murió de obesidad y de mal de piojos.
Esto, sin embargo, sucedió más tarde. (Calístenes murió ahorcado, según Arriano, a fines del 327 a. de C., después de comenzada la expedición a la India).
Demórato de Corinto, aunque ya era muy viejo, estaba ansioso por unirse a Alejandro e ir con él a Asia.
Al verlo, dijo que los griegos que habían muerto antes de ver a Alejandro sentado en el trono de Darío habían quedado privados de una enorme alegría.
No obstante, no pudo gozar mucho tiempo más del afecto que el rey le profesaba, pues murió de agotamiento.
Fue objeto de unos funerales grandiosos, y el ejército levantó en su honor un túmulo de enorme perímetro y de ochenta codos de altura (alrededor de 35 metros)
Sus restos los trasladó hasta el mar una cuadriga espléndidamente engalanada.
Cuando se disponía a invadir la India, como veía el ejército entorpecido ya por la gran cantidad de botín y con poca capacidad de movimiento, al amanecer y con las carretas ya listas, pegó fuego primero a las suyas y a las de los compañeros y a continuación mandó también quemar las de los macedonios.
Esta decisión resultó más dura que la acción y más difícil que la propia ejecución: sólo a unos pocos entristeció; la mayoría repartía, entre aclamaciones y gritos de entusiasmo lo que era imprescindible con los que carecían de ello y quemaban por completo o destruían con sus propias manos lo que era superfluo. Esta actitud llenó a Alejandro de arrojo y resolución.
Era ya entonces temible e implacable en el castigo de los culpables. Así, a cierto Menandro, uno de los compañeros, a quien había puesto al mando de una guarnición, lo mató por no querer quedarse allí, y a Orsódates, uno de los bárbaros sublevados, lo asaeteó personalmente.
Sucedió que una oveja parió un cordero que tenía alrededor de la cabeza lo que, por la forma y el color, parecía una tiara con testículos a ambos lados de ella.
Horrorizado Alejandro del presagio, hizo que lo purificasen los babilonios que llevaba consigo habitualmente para esta clase de menesteres y, en conversación con los amigos, les dijo que no era por él, sino por ellos por quienes se había sobresaltado, porque tenía miedo de que, si él faltaba, la divinidad hiciera recaer el poder en un individuo sin nobleza ni valor. Sin embargo, una buena señal que sobrevino borró su desaliento: Un macedonio llamado Próxeno, destinado al mando de los guardias de la impedimenta real, cuando estaba excavando el terreno para la tienda del rey junto al río Oxo, descubrió un manantial de un líquido untuoso y grasiento. Una vez achicado el primer chorro, empezó a brotar un líquido puro y transparente que no parecía diferenciarse del aceite ni por el olor ni por el sabor y que tenía exactamente su mismo brillo y untuosidad, y eso que esta región no producía olivares. En realidad, se dice que también el propio Oxo tiene el agua tan suave, que deja la piel de los que se bañan en él brillante de grasa. A pesar de todo, Alejandro recibió una alegría extraordinaria, como es evidente por una carta dirigida a Antípatro, en la que atribuye este hecho a uno de los más grandes favores recibida por él de la divinidad.
Los adivinos consideraron el prodigio como un signo de una expedición gloriosa, aunque laboriosa y ardua, pues la divinidad ha otorgado a los hombres el aceite como alivio de las fatigas.
Realmente, muchos peligros le amenazaron en las batallas y tuvo que afrontar graves heridas, pero lo que causó la mayor mortandad en el ejército fueron la penuria de víveres y los vigores del clima. En cuanto a él, que se vanagloriaba de sobrepasar la fortuna con la audacia y el poder con el valor, pensaba que nada es inconquistable para los audaces ni nada seguro para los cobardes.
Se cuenta que en el asedio de la roca de Sisimitres, que era abrupta e inaccesible, viendo el desaliento de sus soldados, preguntó a Oxiartes (padre de Roxana, miembro de la nobleza de Bactria y antiguo partidario de Beso) cómo era el carácter de Sisimitres. Y como Oxiartes contestó que era el hombre más cobarde del mundo, declaró: “Me estás diciendo que podemos conquistar la roca, pues el que manda en ella no es firme”. Y, en efecto, la tomó amedrentando a Sisimitres.
Cuando iba a atacar otra, igualmente abrupta, arengó a los macedonios más jóvenes y, en particular, a uno que se llamaba Alejandro, a quien se dirigió y dijo: “Pero tú debes obrar con valentía especial por el nombre que tienes”. El joven cayó luchando valerosamente, hecho que causó al rey un extraordinario dolor.
En cierta ocasión en que los macedonios dudaban en avanzar contra una ciudad llamada Nisa, en cuyas cercanías había un profundo río, se detuvo en la orilla y dijo: “¿Por qué, miserable de mí, no he aprendido a nadar?” Y con el escudo ya embrazado, hizo el intento de vadearlo […]. Y cuando, tras detener la batalla, se presentaron ante él unos emisarios de los asediados a rogarle la paz, les llenó de pánico en primer lugar el verlo desarreglado y con las armas; y luego, cuando uno le trajo un cojín, mandó al más anciano, que se llamaba Acufis, cogerlo y sentarse sobre él. Admirado de su afabilidad y humanidad, Acufis le preguntó qué condiciones exigía para que fuesen amigos suyos. Alejandro dijo: “Que te nombren a ti gobernador y que nos envíen a nosotros los cien hombres mejores”. Acufis se echó a reir y dijo: “Pero gobernaré mejor, mi rey, si te envío a los peores que a los mejores”.
Se cuenta que Taxiles (monarca de Taxila, ciudad situada entre el Indo y el Hidaspes) dominaba una parte de la India no inferior a Egipto en tamaño, abundante en pastos y fértil como las que más, y que como era un hombre sensato, saludó a Alejandro y le dijo: “¿Qué necesidad tenemos de guerras y batallas entre nosotros, Alejandro, si tú no has venido para quitarnos el agua ni el alimento necesario, que es lo único por lo que se ven forzados a combatir los hombres juiciosos? En cuanto a las demás cosas que llaman riquezas y posesiones, si yo soy superior, estoy dispuesto a hacerte bien y darte; y si soy inferior, no rehúso tener agradecimiento, si obtengo buen trato de tu parte”. Complacido, pues, Alejandro le tendió la mano derecha y dijo: “¿Acaso crees que nuestra entrevista transcurrirá sin batalla después de tales palabras y gentilezas? Pero tú en ella no llevarás la mejor parte, pues yo contenderé contigo y te venceré en nuestra contienda a fuerza de favores, para impedir que tu generosidad sea superior a la mía”.
Y obteniendo numerosos obsequios y regalando más aún, terminó por brindarle mil talentos de moneda acuñada, cosa que dolió vivamente a sus amigos, pero que hizo que muchos de los bárbaros se mostraran más pacíficos con él.
Sin embargo, como los indios más belicosos acudían como mercenarios a las ciudades y las defendían valerosamente, causando muchos daños a Alejandro, éste pactó con ellos en una ciudad y, cuando se retiraban, los sorprendió en el camino y los mató a todos. Este hecho es como una mancha en las acciones guerreras de Alejandro, que en todas las demás ocasiones combatió con lealtad y siguió la conducción propia de un rey.
No menores dificultades que éstos le causaron los filósofos infamando a los reyes que se habían unido a él y sublevando a los pueblos libres. Por eso es por lo que mandó ahorcar a muchos de ellos.
En cuanto a la campaña contra Poro, él mismo cuenta en las cartas cómo se desarrollaron los hechos.
Dice, en efecto, que el Hidaspes fluía entre los dos campamentos y que Poro había situado los elefantes enfrente y guardaba constantemente el paso del río.
Añade Alejandro que él hacía todos los días mucho ruido y alboroto en el campamento, para habituar a los bárbaros a no alarmarse, y que una noche tormentosa y sin luna, cogió una parte de la infantería y a los jinetes más selectas y, avanzando hasta estar lejos de los enemigos, pasó a una isla no grande.
Allí, en medio de una lluvia torrencial con muchos relámpagos y rayos que se abatían sobre sus tropas, aunque veía que algunos perecían y morían abrasados por los rayos, se echó al agua desde la isla y llegó a la orilla opuesta. El Hidaspes, que a consecuencia de la tormenta bajaba revuelto y en crecida, hizo una enorme brecha por donde se precipitaba una gran parte de la corriente.
Alejandro dice también que ellos se encontraban en medio, sobre un suelo nada firme, porque era resbaladizo y sufría continuos desprendimientos. Y en ese momento cuenta que él dijo: “¡Atenienses!, ¿podríais creer a qué peligros me expongo por merecer vuestras alabanzas?”
Esto es al menos lo que Onesícrito relata. Y el propio Alejandro afirma que abandonando las lanchas atravesaron la brecha llevando las armas con el agua que les empapaba hasta el pecho y que, después de vadearlo, se adelantó a la infantería con los jinetes por un espacio de veinte estadios, calculando que si los enemigos los acometían con la caballería, los derrotarían fácilmente, y que si ponían en movimiento su falange, su infantería tendría tiempo suficiente para reunirse antes con él. Y una de estas dos posibilidades es la que sucedió: a los mil jinetes y sesenta carros que se le enfrentaron los puso en fuga y capturó todos los carros y dio muerte a cuatrocientos jinetes. Y continúa el relato de Alejandro diciendo que Poro, al darse cuenta de que era el propio Alejandro quien había atravesado el río, marchó a su encuentro con todo el ejército salvo las tropas que había dejado para que obstaculizaran el paso a los demás macedonios, que Alejandro, por temor a los elefantes y del gran número de los enemigos, lo que hizo fue cargar contra su ala izquierda y ordenar a Ceno atacar contra la derecha, y que al producirse la huida de ambas alas, los enemigos, a medida que iban siendo rechazados por la fuerza, se retiraban y se iban agrupando junto a los elefantes, con lo que la batalla ya se hizo general, y sólo después de grandes esfuerzos los adversarios renunciaron a ella en la octava hora.
Esto es, en definitiva, lo que el propio protagonista de la batalla ha relatado en sus cartas.
La mayor parte de los historiadores está de acuerdo en que Poro sobrepasaba en un palmo los cuatro codos de altura (casi dos metros, según las medidas áticas), y que por la talla y la correspondencia de su cuerpo guardaba prácticamente la misma proporción con el elefante que un jinete con su caballo. Y eso que el elefante era enorme.
Una inteligencia y un cuidado de su rey maravillosos manifestó el animal: mientras su dueño estuvo en posesión de todas sus fuerzas, lo defendió con valor y rechazó a todos los que lo acometían, y cuando se dio cuenta de que desfallecía por la gran cantidad de dardos y heridas, temeroso de que se escurriera y cayera, se echó al suelo y se arrodilló con suavidad y luego fue cogiendo con la trompa cada una de las flechas que tenía en el cuerpo y se las fue extrayendo con cuidado.
Cuando a Poro, ya preso, Alejandro le preguntó cómo quería que le tratase, éste le respondió: “Como a un rey”. Volvió a preguntarle si quería añadir algo. “Todo –dijo – está comprendido en “como un rey”.
No sólo le concedió seguir gobernando sobre su reino con el título de sátrapa, sino que añadió a esto, después de subyugar a los pueblos independientes, un territorio en el que había, según dicen, quince tribus, cinco mil ciudades dignas de consideración y muchísimas aldeas.
Asimismo cuentan que nombró sátrapa a Filipo, uno de los compañeros, de otro territorio tres veces mayor.
De resultas de la batalla contra Poro murió también Bucéfalo, pero no de inmediato, sino más tarde, cuando, según dice la mayoría, se le estaba curando de las heridas; pero según Onesícrito, en el extremo de la fatiga por la vejez, pues murió a los treinta años. Alejandro lo sintió profundamente, porque consideraba que había perdido ni más ni menos que un familiar y un amigo. Fundó una ciudad en su honor a orillas del Hidaspes, a la que dio el nombre de “Bucefalia”.
Dicen que también cuando perdió un perro llamado Peritas, que él había criado y al que tenía un gran cariño, fundó una ciudad con su nombre. Esto dice Sotión que se lo oyó a Potamón de Lesbos.
A los macedonios, sin embargo, el combate contra Poro les enfrió los ánimos y les contuvo en su proyecto de internarse aún más en la India. Pues como a éste lo habían rechazado a costa de grandes esfuerzos, y eso que sólo les había hecho frente con veinte mil infantes y dos mil jinetes, se opusieron con firmeza a Alejandro, que quería incluso forzarlos a cruzar el río Ganges (unos cinco Kilómetros y medio de anchura y 17 de profundidad), del que se habían enterado de que tenía treinta y dos estadios de anchura y cien brazas de profundidad y cuya ribera opuesta estaba cubierta de multitudes de armas, caballos y elefantes.
Se decía entre ellos, en efecto, que ochenta mil jinetes, doscientos mil infantes, ocho mil carros y seis mil elefantes de combate los aguardaban a las órdenes de los reyes de los gandaritas y de los presios (pueblos al este del río Beas y a orillas del Ganges, respectivamente).
Y no había exageración en eso, pues Sandrocoto (transcripción griega de Chandragupta, fundador de la dinastía Maurya y rey del norte de la India), que fue rey no mucho después, obsequió a Seleuco con quinientos elefantes e invadió la India, que sometió entera, con un ejército de seiscientos mil hombres.
Al principio, de desánimo y rabia, Alejandro se recluyó en su tienda y se quedó allí acostado, sin reconocerles ningún agradecimiento por las hazañas precedentes a menos que cruzara el Ganges y considerando la retirada confesión de derrota.
Pero como sus amigos con consejos adecuados al momento y sus soldados con lamentos y gritos, parados ante la puerta, le suplicaban, su rigor se quebrantó y levantó el campamento, no sin antes haber maquinado muchos recursos engañosos e ingeniosos para dejar muestras de su gloria: así, mandó hacer armas, pesebres de caballos y bocados mayores y más pesados que lo normal y los dejó allí abandonados y dispersos por el suelo. Edificó para los dioses altares, que todavía en la actualidad veneran los reyes de los presios cuando cruzan el río y acuden allí y sobre los que celebran sacrificios a la manera griega.
Sandrocoto, que era todavía un muchacho, vio al propio Alejandro, y se dice que más tarde repetía con frecuencia que no había faltado nada para que Alejandro conquistara el país por el odio y el desprecio que todos sentían por el rey a causa de su perversidad y su bajo origen.
De allí partió Alejandro a ver el mar exterior y, luego de construir numerosos transbordadores con remos y balsas, fue bajando sin prisa, siguiendo el curso de los ríos. Pero la navegación no era inactiva ni pacífica, pues iba sometiendo todo el país, desembarcando y entrando en las ciudades.
Entre los llamados malios (tribu independiente que habitaba en la margen oriental del Hidaspes (actual Jhelum), al norte de su confluencia con el Indo y al sur de la confluencia con el Acesines), de los que dicen que son los más belicosos de los indios, faltó poco para que lo despedazaran.
En efecto, había obligado a los enemigos con una lluvia de dardos a irse de la muralla y dispersarse, y había sido el primero en ascender a la muralla por una escala que habían puesto, pero cuando la escala se rompió y él empezó a recibir desde abajo el impacto de los bárbaros, que resistían a lo largo del muro, aunque estaba prácticamente solo, se agachó y se dejó caer en medio de los enemigos, con la fortuna de que quedó en pie.
Al blandir las armas, les pareció a los bárbaros que se movía delante de él un espectro resplandeciente, por lo que al principio huyeron y se dispersaron.
Pero cuando vieron que no era más que él con un par de hipaspistas, unos volvieron a la carga y le herían cuerpo a cuerpo a través de la armadura con espadas y lanzas a pesar de su resistencia; y hubo uno que se detuvo un poco más lejos y le disparó con el arco una flecha con tal energía y violencia, que le atravesó la coraza y se le clavó en los huesos junto a la tetilla. Como su cuerpo vaciló a consecuencia del golpe y se tambaleó, el que le había disparado sacó la cimitarra bárbara y corrió hacia él, pero Peucestas y Limneo se interpusieron. Ambos resultaron heridos: Limneo murió, pero Peucestas resistió y Alejandro mató al bárbaro.
Después de recibir muchas heridas y golpeado finalmente con un mazo en el cuello, se apoyó en el muro con la mirada puesta en los enemigos.
Congregados entre tanto los macedonios a su alrededor, lo cogieron inconsciente ya de lo que sucedía en torno suyo y lo llevaron a la tienda.
Al momento se difundió entre el ejército el rumor de que había muerto.
Con dificultad y tras arduos esfuerzos serraron el dardo, que era de madera, y una vez que le desataron la coraza a duras penas igualmente, se pusieron a extraer la punta, que había penetrado en una de las costillas.
Se dice que ésta tenía tres dedos de ancho y cuatro de largo. Por eso es por lo que los desmayos le llevaron a las puertas de la muerte mientras se la extraían, pero, finalmente, recobró el sentido.
Tras escapar del peligro, aunque todavía seguía débil y durante mucho tiempo tuvo que mantenerse a régimen y con cuidados, como se enteró de que los macedonios alborotaban fuera y estaban ansiosos por verlo, cogió un manto y salió. Y después de hacer un sacrificio a los dioses, volvió a embarcar y continuó el viaje, durante el que sojuzgó muchas regiones y grandes ciudades.
De los gimnosofistas, cogió a los diez máximos instigadores de la sublevación del rey Sabas, responsables de muchísimos males para los macedonios y que tenían fama de ser hábiles por sus respuestas y por la concisión de ellas, y les propuso cuestiones insolubles, advirtiéndoles que mataría al primero que no respondiera correctamente, y así a continuación al siguiente. Al más anciano lo mandó actuar como juez. Pues bien, preguntado el primero si creía que los seres vivos eran más que los muertos, dijo que los vivos eran más, pues los muertos ya no existen. Al segundo, cuál cría mayores animales, la tierra o el mar, y dijo que la tierra, pues el mar es una parte de ella. Al tercero, cuál es el animal más astuto, y dijo que aquel que todavía no conoce el hombre. Preguntado el cuarto con qué objeto había impulsado al rey Sabas a sublevarse, respondió que porque quería que viviera con honra o que muriera con honra. Al quinto le preguntó que creía que era anterior, el día o la noche, y dijo que el día por un solo día.
Ante la extrañeza del rey, prosiguió éste diciendo que las preguntas insolubles por fuerza debían recibir respuestas insolubles. Pasando, pues, al sexto, le preguntó cómo puede uno hacerse amar más; si siendo el más poderoso, dijo, uno no se hace temer. De los tres restantes, al que le preguntó cómo un hombre puede convertirse en dios, dijo que si hiciera lo que es imposible de realizar para el hombre.
Al que le preguntó sobre qué es más fuerte, la vida o la muerte, respondió que la vida, que es capaz de soportar tan grandes males. Al último le preguntó hasta cuándo está bien que el hombre viva, y le respondió que mientras no crea que morir es mejor que vivir.
Volviéndose entonces al juez, le mandó pronunciar sentencia.
Éste declaró que unos habían respondido peor que otros: “Entonces –dijo – tú vas a ser el primero en morir por haber respondido así.” “No, mi rey –respondió - , a no ser que tú hayas mentido al afirmar que matarías al primero que haya dado la peor respuesta”.
Alejandro, pues, los dejó ir tras obsequiarlos. Luego envió a Onesícrito a que rogara que vinieran ante él los que tenían más fama y vivían tranquilamente apartados de los demás. Onesícrito era un filósofo de la escuela de Diógenes el cínico. Y dice que Cálamo le mandó en tono muy insolente y áspero quitarse la túnica y atender desnudo a sus palabras, y que, si no lo hacía así, no dialogaría con él, aunque viniera de parte de Zeus; pero que Dándamis era más afable y, tras escucharle hasta el final sus palabras sobre Sócrates, Pitágoras y Diógenes, dijo que, a su modo de ver, estos hombres habían poseído buenas dotes naturales, pero que habían vivido con un respeto excesivo por las leyes.
Otros afirman que Dándamis se limitó a decir sólo lo siguiente: “¿Para qué has venido aquí, Alejandro, recorriendo tan largo camino?”. Sin embargo, Taxiles persuadió a Cálano para que fuera a presencia de Alejandro. El verdadero nombre de Cálano era Esfines; pero como saludaba a aquellos con quienes se encontraba diciéndoles en lengua india “calé”, en lugar de “salud”, los griegos le dieron el nombre de Cálano. Éste es de quien se dice que propuso a Alejandro el modelo de gobierno: extendió en el suelo en medio de la concurrencia un pellejo seco y rígido y pisó uno de los extremos; oprimida la piel en aquel punto, se levantó por las demás partes. Y fue haciendo lo mismo por todo el contorno y mostraba el resultado cada vez que la oprimía, hasta que, de pie en el centro, detuvo el movimiento de la piel y la dejó entera quieta. La imagen trataba de ser una demostración de la necesidad de que Alejandro hiciera sentir el peso de su poder en el centro sobre todo, sin apartarse de él mucho.
El descenso a través de los ríos hasta el mar consumió siete meses de duración. Cuando penetró con la flota en el océano, salió a alta mar en dirección a una isla que él mismo llamó Escilustis y que otros denomina Psitulcis. Desembarcó allí, hizo un sacrificio a los dioses y examinó la naturaleza del mar, así como la parte de la costa que era accesible.
Luego, después de pedir a los dioses que ningún hombre después de él sobrepasara los límites de su expedición, emprendió el regreso.
Ordenó a la flota hacer un periplo, conservando siempre a mano derecha la India, y nombró comandante a Nearco y primer piloto a Onesícrito.
Y él marchó por tierra a través del país de los oritas, donde se vio reducido a la escasez más agobiante y perdió tan gran número de hombres, que regresó de la India con menos de la cuarta parte de las fuerzas de combate. Y eso que eran ciento veinte mil los infantes, y quince mil las tropas de caballería.
Graves enfermedades, un mal régimen alimenticio, calores tórridos y, sobre todo, el hambre hicieron perecer a la mayoría, que avanzaba por un territorio estéril, habitado por gentes que llevaban una existencia miserable y que poseían algo de ganado lanar de mala raza, que, como se alimentaba de peces marinos, tenía una carne horrible y maloliente.
Tras atravesar, pues, esta región con grandes fatigas en sesenta días, nada más entrar en Gedrosia, al punto tuvo de sobra gracias a las provisiones de las que le abastecieron los sátrapas y reyes más próximos.
Tras restablecer, pues, allí a sus tropas, recorrió Carmania durante siete días en festivos cortejos. A él lo transportaban con lentitud ocho caballos, con sus compañeros sobre un estrado claveteado a una tarima rectangular elevada y bien visible, entregado día y noche a continuos banquetes. Tras él venía un inmenso número de carros, cubiertos unos con toldos de púrpura y telas bordadas, y sombreados otros con ramas de árboles siempre frescas y verdosas, que conducían a los demás amigos y oficiales coronados y bebiendo. No se podía ver ni un escudo ni un casco ni un sarisa; sólo había capas, cuernos para beber y vasos tericleos, con los que a lo largo de todo el camino los soldados extraían el vino de grandes cántaros y vasijas, y bebían brindando unos a la salud de los otros, bien mientras andaban y caminaban, bien recostados como a la mesa.
Mucha música de zampoñas y flautas, cantos acompañados de lira y coros báquicos de mujeres dominaban todos los alrededores.
Y al movimiento desordenado y errabundo de este viaje se unían en comparsa juegos y bromas de licencia báquica, como si estuviera presente el propio dios y fuera él quien escoltara este alborozado cortejo.
Y cuando llegó al palacio real de Gedrosia, de nuevo dio un descanso al ejército para que terminara de recuperarse con nuevas reuniones y festejos. Se cuenta que presenció borracho certámenes de coros, y que su amado Bagoas, que participaba en un coro, resultó vencedor y, ataviado con la ropa del escenario, atravesó el teatro y se sentó a su lado; y que, al verlo los macedonios, estuvieron aplaudiendo y gritando que le besara, hasta que él lo abrazó y le dio un apasionado beso.
Allí se reunieron a él Nearco y los suyos, tras subir desde el litoral. Alejandro se alegró y, luego de escuchar el relato de su navegación, concibió el plan de navegar él mismo con una gran escuadra Éufrates abajo, bordear luego Arabia y Libia y penetrar por las columnas de Hércules en el mar interior.
Construyó barcos de todas clases en Tápsaco y de todas partes se congregaron marinos y pilotos. Pero la penosa expedición por el interior, la herida en el país de los malios y las pérdidas de tropas, que se decía que habían sido considerables, suscitaron dudas sobre su salud, y el resultado es que excitaron sublevaciones en los pueblos sometidos y provocaron en los generales y sátrapas muchas injusticias, actos de codicia y afanes de rebelión; en una palabra, la agitación y la inestabilidad recorrieron el país.
También en este momento, Olimpia y Cleopatra se sublevaron contra Antípatro y se distribuyeron el poder, Olimpia haciéndose cargo de Epiro, y Cleopatra de Macedonia. Al enterarse de esto, Alejandro dijo que su madre había elegido mejor, pues los macedonios no tolerarían que una mujer reinara sobre ellos. Por eso envió de nuevo a Nearco al mar, decidido a cubrir la costa entera de ciudades, mientras él bajaba por tierra y castigaba a los gobernadores rebeldes.
De los hijos de Abulites (sátrapa de Susiana), a uno que se llamaba Oxiartes lo mató personalmente atravesándolo de parte a parte con una sarisa (larga pica/lanza de la falange macedonia), y como Abulites no le había proporcionado ninguno de los víveres necesarios y, en vez de eso, se había limitado a hacerle llegar tres mil talentos de moneda acuñada, mandó que echaran el dinero a los caballos; y como éstos no lo probaran, dijo: “¿Para qué nos sirven entonces tus provisiones?”, y encerró a Abulites.
En Persia, lo primero que hizo fue dar a las mujeres dinero, siguiendo la costumbre de los reyes, que, cada vez que llegaban a Persia, daban a cada una moneda de oro.
Por esto es por lo que dicen que algunos iban a Persia raras veces, y que Oco ni siquiera una vez, exiliándose así de su propia patria por tacañería.
Luego, al descubrir la tumba de Ciro violada, mató al culpable, aunque el autor del delito había sido uno de Pela (ciudad macedonia) y no de los menos notables, llamado Pulámaco.
Cuando leyó el epitafio, lo mandó grabar debajo con caracteres griegos. La inscripción es la siguiente: “Buen hombre, quienquiera que seas y vengas de donde vengas, pues que vendrás lo sé, yo soy Ciro, el que adquirió el imperio para los persas. No codicies esta poca tierra que cubre mi cuerpo”.
El contenido de esta inscripción afectó profundamente a Alejandro y le hizo reflexionar sobre la incertidumbre e inestabilidad de la condición humana.
Fue entonces cuando Cálano, que sufría del estómago desde hacía no mucho tiempo, pidió que le levantaran una pira. Se dirigió a ella a caballo y, luego de hacer plegarias y libaciones por sí mismo y ofrendar las primicias de sus cabellos, subió a ella y estrechó la mano a los macedonios presentes; a continuación, exhortó a éstos a que pasaran aquel día con regocijo y se emborracharan con el rey, y declaró que a este último lo vería poco tiempo después en Babilonia. Tras decir esto, se acostó y se tapó, y no se movió cuando el fuego se le fue acercando; por el contrario, manteniendo la misma postura con la que se había acostado, se inmoló en sacrificio favorable, según el hábito tradicional de los sabios de aquel país. Esto mismo hizo muchos años después otro indio que se encontraba en Atenas con César Augusto (en una embajada procedente del rey indio, Poro, que Augusto recibió en Atenas en el 20 a. de C.), y todavía en la actualidad se muestra allí la tumba llamada del indio.
De regreso de la pira, Alejandro reunió para una cena a muchos de sus amigos y oficiales y propuso un concurso para ver quién bebía más cantidad de vino puro cuyo premio era una corona. El que más bebió fue Prómaco, que llegó hasta las cuatro medidas (alrededor de trece litros).
Obtuvo el premio de la victoria, una corona de un talento de valor, pero no sobrevivió más que tres días. De los demás, según dice Cares, murieron cuarenta y uno después de beber, a consecuencia de un frío glacial que les acometió por la embriaguez.
Cuando celebró en Susa las bodas de sus compañeros, él mismo tomó por esposa a la hija de Darío, Estatira (y a Parisátide, la hija menor de Artajerjes III Oco. Roxana seguía siendo esposa suya, según la poligamia habitual en el imperio persa. A Hefestión le dio como esposa la segunda hija de Darío, Dripétide), y fue distribuyendo las más nobles mujeres para los más nobles de los suyos.
Ofreció un banquete de bodas en honor de éstos y de todos los macedonios que ya se habían casado antes, en el que dicen que, a pesar de ser nueve mil los invitados al festín, a cada uno se le obsequió con copa de oro para las libaciones.
Dispuso todo lo demás con extraordinaria brillantez y, en concreto, pagó personalmente a los acreedores las deudas contraídas por sus soldados, siendo en total el gasto de diez mil talentos menos ciento treinta. (La fiesta nupcial se desarrolló durante cinco días de abril del 324 a. de C.; su objetivo político era la fusión entre ambos pueblos. Noventa y dos compañeros de Alejandro contrajeron nupcias, que se deshicieron en la mayoría de los casos poco después de la muerte de Alejandro, con algunas notables excepciones como el matrimonio de Seleuco con la hija de Espitámenes.
Antígenes el tuerto hizo la trampa de inscribirse como un deudor más y, como presentó ante la banca donde se hacía el pago a un pretendido acreedor, se le libró el dinero, pero luego se descubrió la mentira y el rey, irritado, le expulsó de la corte y le relevó del mando.
Era Antígenes un soldado brillante en las batallas: todavía joven, cuando, durante el asedio de Perinto por Filipo, se le clavó un proyectil de catapulta en el ojo, no consintió que le extrajeran el dardo los que pretendían hacerlo ni desistió del combate hasta haber rechazado a los enemigos en su acometida y encerrarlos en sus murallas.
Con enorme pesar, pues, soportó entonces la afrenta y era evidente que el dolor y la desesperación le iban a llevar a quitarse la vida. Temiendo esto, el rey aplacó su ira y le autorizó a quedarse con el dinero.
Aquellos treinta mil niños que Alejandro había dejado para que se ejercitaran e instruyeran se habían convertido en hombres de cuerpo valeroso y aspecto excelente y además daban pruebas en los entrenamientos de una destreza y agilidad extraordinarias. Su grado de preparación llenaba de satisfacción a Alejandro, pero a los macedonios les producía disgusto y temor de que el rey les tuviera a ellos mismos en menor consideración. Por eso, cuando licenció y mandó embarcar a los enfermos y mutilados, los macedonios proclamaron que era un insulto y un ultraje, después de haberse valido de aquellos hombres para todos los servicios, desecharlos ahora vergonzosamente y arrojarlos a sus patrias con sus padres, siendo así que no los había enrolado como ahora estaban. (Plutarco parece localizar el motín en Susa, a donde habían sido conducidos los jóvenes persas llamados “epígonos”; pero fue en Opis, al norte de Babilonia, a orillas del Tigris).
En consecuencia, le dijeron que dejara a todos y que considerase inútiles a todos los macedonios, teniendo como tenía a aquellos jovencitos bailarines de la pírrica (danza guerrera), con quienes podía ir a conquistar el orbe.
Esta actitud indignó a Alejandro, que, en su cólera, los cubrió de insultos y expulsó y encomendó a los persas su seguridad y nombró entre éstos a sus guardias y maceros. Los macedonios, al verlo escoltado por esa gente, mientras que a ellos se les rechazaba e insultaba, se sintieron humillados, pero, después de deliberar, descubrieron que habían estado a punto de volverse locos de celos y cólera. Finalmente, recobraron el juicio y se encaminaron a la tienda del rey sin armas y con la simple túnica, entregándose a su voluntad entre gritos y gemidos y diciéndole que los tratara como a malvados y desagradecidos. Él no los recibió, aunque ya se había ablandado; pero ellos, en vez de retirarse, aguantaron así durante dos días con sus noches, asediándole con sus lamentaciones e invocándole como soberano absoluto. Al tercer día salió y, al contemplarlos abatidos y dignos de piedad, estuvo llorando un buen rato; luego, tras censurarlos con blandura y dirigirse a ellos con tono amistoso, licenció a los inútiles, obsequiándolos con largueza y escribiendo a Antípatro con las instrucciones precisas para que en todos los concursos y espectáculos teatrales tuvieran asiento preeminente y se sentaran en primera fila coronados, y dio una pensión a los hijos de los fallecidos que habían quedado huérfanos.
Cuando llegó a Ecbatana de Media (a fines de verano del 324 a. de C.) y ordenó los asuntos más urgentes de la administración, volvió a ocuparse de las representaciones teatrales y las concentraciones festivas, con motivo de la llegada a su presencia de tres mil artistas procedentes de Grecia.
Ocurrió en aquellos días que a Hefestión le dio la fiebre; y como no aguantaba, como buen joven y militar, un régimen severo, y además Glauco, su médico, se había ido al teatro, se puso a almorzar y devoró un gallo cocido y se bebió hasta la última gota una enorme jarra de vino de esas donde se pone a refrescar. El resultado es que comenzó a sentirse mal y poco después murió. Esta desgracia causó a Alejandro un dolor que ninguna reflexión pudo aliviar. De inmediato, mandó cortar los crines a todos los caballos y mulos en señal de duelo, derribó las almenas de las ciudades del contorno, crucificó al desdichado médico e hizo que cesaran las flautas y toda clase de música en el ejército durante mucho tiempo, hasta que llegó una profecía de parte de Amón, recomendando honrar a Hefestión y hacerle sacrificios como un héroe. Sirviéndose de la guerra como consuelo de su dolor, partió como de cacería o a una batida de hombres con perros y sometió la tribu de los coseos, degollando a todos los que estaban en edad militar.
Dio a esta acción el nombre de sacrificio en honor del héroe Hefestión.
El monumento funerario, la tumba y la decoración correspondiente tenía pensado llevarlos a cabo con una suma de diez mil talentos, pero tenía también planeado sobrepasar el gasto con la elaboración artística y la grandiosidad de la edificación y por eso al arquitecto que más echó en falta fue a Estasícrates, que hacía gala en sus innovaciones de cierta magnificencia, osadía y boato. Éste fue, en efecto, el que afirmó en una entrevista que había tenido con Alejandro que de todos los montes era el Atos de Tracia el que mejor se prestaba para esculpir en él una figura humana y adquirir una forma muy semejante; y que si se lo mandaba, convertiría el Atos en la más perdurable y preclara de sus estatuas, pues le representaría con una ciudad de diez mil habitantes en la mano izquierda y vertiendo con la derecha en libación el generoso caudal de un río que desembocara en el mar. Alejandro había declinado este ofrecimiento, pero en ese momento se ocupaba en poner toda su habilidad para inventar e imaginar con sus arquitectos ingenios muchos más inauditos y costosos que éstos.
Iba avanzando en dirección a Babilonia (primavera del 323 a.de C.), cuando Nearco, que había llegado en su segundo viaje hasta el Éufrates navegando desde el gran mar, dijo que se había encontrado con unos caldeos que aconsejaban a Alejandro mantenerse lejos de Babilonia. Él no hizo caso y siguió su marcha.
Cuando estaba cerca de las murallas, he aquí que ve muchos cuervos que disputaban y se golpeaban entre sí, algunos de los cuales cayeron a su lado.
Recibió luego una denuncia contra Apolodoro, general de Babilonia, en el sentido de que había hecho un sacrificio para conocer el futuro de Alejandro, y llamó al adivino Pitágoras. Éste no negó el hecho y, al preguntarle Alejandro sobre el estado de las víctimas, él dijo que el hígado estaba sin lóbulos. “¡Ay, grave es ese presagio!”, exclamó Alejandro. Y no le hizo ningún mal a Pitágoras, pero le pesó no haber hecho caso a Nearco y, por eso, consumió la mayor parte del tiempo acampado fuera de Babilonia y navegando por el Éufrates.
Muchos eran los presagios que le inquietaban:
El león más grande y hermoso que criaba lo agredió un asno doméstico y lo mató de una coz.
En cierta ocasión en que se había desvestido para ungirse y jugaba a la pelota, los jóvenes que jugaban con él, llegado el momento de coger de nuevo la ropa, ven a un individuo sentado en el trono, en silencio y revestido con la diadema y la ropa del rey. Le preguntaron quién era, pero él permaneció un buen rato sin pronunciar palabra; y cuando, por fin, recobró a duras penas el juicio dijo que se llamaba Dionisio y que era natural de Mesenia; que le habían traído del mar allí por una acusación y un juicio y había estado mucho tiempo entre grilletes; pero que hacía poco que Serapis se le había aparecido, quitado las cadenas, traído aquí y ordenado que cogiera la ropa y la diadema y se sentara en el trono y se mantuviera callado.
Al oír Alejandro esto, hizo desaparecer al individuo según aconsejaban los adivinos. Pero él estaba desanimado, desconfiaba ya del favor divino y sospechaba de sus amigos.
Sobre todo tenía miedo de Antípatro y sus hijos; de ellos, Yolas era primer escanciador, y Casandro, que había venido recientemente, al ver a unos bárbaros postrarse ante él, como se había criado a la griega y antes no había visto nada semejante, había estallado en carcajadas.
Alejandro se enfadó y, agarrándole del pelo con violencia con ambas manos, le golpeó la cabeza contra la pared. En otra ocasión en que Casandro trataba de decir algo a los que acusaban a Antípatro, le interrumpió con malos modos, diciéndole: “¿Qué dices? ¿Qué unos hombres han venido recorriendo tan largo camino sin haber sufrido ninguna injusticia, sólo por calumniar?” Casandro replicó que eso precisamente era una prueba de que estaban diciendo una calumnia: haber venido tan lejos de donde estaba quien los podía refutar. Alejandro entonces se echó a reír y dijo: “Aquí están aquellos sofismas de los discípulos de Aristóteles, igualmente ingeniosos para argüir a favor que contra algo; pero os lamentaréis si se demuestra que habéis hecho a estos hombres el más mínimo agravio”. En resumidas cuentas, dicen que el miedo que infundió a Casandro era terrible y que quedó impreso en su alma de modo tan indeleble, que, mucho tiempo después, cuando ya era rey de los macedonios y dominaba Grecia, una vez que paseaba por Delfos e iba contemplando estatuas, al aparecer de repente una efigie de Alejandro, se llevó tal susto, que el cuerpo le comenzó a temblar y estremecerse de manera convulsiva y sólo a duras penas logró recuperarse del mareo que le produjo la visión.
El caso es que Alejandro, como ya entonces se había rendido a las señales divinas y tenía una mente propicia a inquietarse y aterrorizarse por cualquier cosa, no había nada de insólito y extraño por insignificante que fuera que no consideraron prodigio y presagio. El palacio real estaba lleno de sacrificadores, purificadores, adivinos < y gentes que llenaban de sandeces y miedo a Alejandro>. Horrible es ciertamente la incredulidad y el desprecio de las señales divinas, pero también es espantosa la superstición, que, como el agua, se filtra siempre hacia las partes más bajas […]
No obstante, cuando le trajeron de parte del dios los oráculos sobre Hefestión, puso término a su duelo y de nuevo se entregó a los sacrificios y a la bebida.
Ofreció a Nearco un espléndido banquete y, a continuación, después de bañarse, según solía hacer, iba a acostarse, pero a instancias de Medio fue a casa de éste para participar en una fiesta.
Después de beber allí durante toda esa noche y el día siguiente, comenzó a tener fiebre. Y eso no fue porque hubiera bebido hasta apurar la copa de Hércules ni porque le hubiera dado un agudo dolor repentino en la espalda, como si le hubieran clavado una lanza: ésas son cosas que ciertos autores creyeron necesario escribir, como si estuvieran inventando un desenlace trágico y patético par un gran drama. Aristóbulo, en cambio, dice que, como le había dado una fiebre muy alta y tenía mucha sed, bebió vino y que entonces se puso a delirar, hasta que murió el treinta del mes de Desio (el 10 de junio del 323 a. de C.).
En el diario se escribe lo siguiente acerca de su enfermedad:
El dieciocho del mes de Desio se acostó en el cuarto de baño a causa de la fiebre. Al día siguiente, después de bañarse, se mudó a su habitación y pasó el día jugando a los dados con Medio. Luego se bañó ya tarde y, después de hacer un sacrificio a los dioses, cenó y por la noche tuvo fiebre. El día veinte, después de bañarse, volvió a hacer el sacrificio habitual; después se acostó en el cuarto de baño y pasó el día con Nearco y sus oficiales, escuchándoles lo que contaban de su viaje y del gran mar.
El veintiuno hizo lo mismo, pero la temperatura le subió más y pasó muy mala noche. Al día siguiente, la fiebre fue muy alta. Le cambiaron de sitio y estaba acostado junto a la piscina grande cuando estuvo conversando con sus oficiales sobre las unidades vacantes de mando y les encomendó que las proveyeran con personas de condición probada.
El veinticuatro, con una fiebre muy alta, hizo que lo levantaran y lo llevaran para hacer un sacrificio; mandó a los principales jefes quedarse en palacio y a los taxiarcos y pentacosiarcos pasar la noche fuera.
Trasladado al palacio real del otro lado del río, el día veinticinco durmió poco, mientras la fiebre continuaba sin ceder; cuando sus oficiales entraron, ya estaba sin voz y lo mismo sucedió el día veintiséis. Por eso, los macedonios, creyendo que había muerto, acudieron a las puertas gritando y estuvieron amenazando a los compañeros, hasta que los forzaron a abrírselas. Y una vez abiertas las puertas, todos uno a uno, con sólo la túnica, fueron desfilando ante el lecho.
Ese día, Pitón, Seleuco y otros fueron enviados al santuario de Serapis para preguntar si trasladaban allí a Alejandro. El oráculo del dios respondió que lo dejaran en el lugar en que estaba.
El veintiocho al anochecer murió.
La mayor parte de estos hechos se relata así literalmente en los diarios.
Sospechas de envenenamiento no tuvo nadie en ese momento, pero cinco años después dicen que, como resultado de una denuncia, Olimpia dio muerte a muchas personas y esparció al viento las cenizas de Yolas, ya muerto por entonces, bajo la acusación de haberle servido un veneno en el vaso.
Los que pretenden que Aristóteles aconsejó a Antípatro la realización del crimen y, sobre todo, que por mediación de él se le suministró el veneno citan el relato de cierto Hagnótemis, que decía que se lo había oído decir al rey Antígono; cuentan también que el veneno era agua fría y helada, procedente de una roca que hay en Nonácride (ciudad de Arcadia, en el centro del Peloponeso), que recogen como rocío menudo y depositan en una pezuña de burro. Y es que no se puede guardar en ningún otro recipiente porque los hace añicos a causa de su frialdad y su carácter punzante.
La mayoría de los autores, sin embargo, es de la opinión de que esa historia del envenenamiento es, en resumidas cuentas, una pura invención.
Una prueba nada insignificante para ellos es que durante las disputas de los generales, que se prolongaron durante muchos días, el cadáver permaneció sin cuidados en un paraje caluroso y asfixiante, pero no ofreció ninguna señal de esta clase de muerte; por el contrario, se conservó puro y fresco.
Roxana se encontraba encinta, y por eso gozaba del respeto de los macedonios; pero como sentía celos por Estatira, la engañó con una carta mentirosa, para que viniera con ella.
Y cuando consiguió atraerla con su hermana, las mató y tiró los cadáveres a un pozo que luego cegó. Todo ello lo hizo con la complicidad y colaboración de Pérdicas.
Éste enseguida alcanzó la máxima autoridad; arrastraba a su lado, como personaje mudo que escoltaba su real majestad, a Arrideo, hijo de una mujer oscura y mediocre llamada Filina. Además, Arrideo no tenía el juicio en sus cabales a causa de una enfermedad, que no es que le hubiese venido de modo congénito ni sin causa justificada: incluso dicen que en su infancia revelaba un carácter amable y nada innoble, pero que después de Olimpia le hizo enfermar con brebajes, hasta que le hizo perder la razón.
(Plutarco: Vidas paralelas. Alejandro –César, Pericles- Fabio Máximo, Alcibíades-Coriolano. Edición de Emilio Crespo. Traducción de Emilio Crespo. Ediciones Cátedra. Madrid 202315 )
N.B. Es posible que se haya perdido el final de la “Vida de Alejandro”. A juzgar por lo que sucede en otras biografías de Plutarco resulta improbable que haya mencionado estos detalles acerca de Arrideo y, en cambio, no diga nada sobre el destino posterior de Roxana y Olimpia.
Segovia, 6 de mayo del 2025
Juan Barquilla Cadenas.