FLORO: EPÍTOME DE TITO LIVIO

FLORO: “Epítome de Tito Livio”

Lucio Anneo Floro fue un historiador romano de origen africano, que vivió en el siglo II d. de C. y cuya identidad no está totalmente aclarada.

Es el autor de un “Epítome de setecientos años de todas las guerras” (Epítome de Tito Livio bellorum omnium annorum DCC), que compendia los acontecimientos – esencialmente bélicos- hasta la época de Augusto con el fin de ensalzar al pueblo y al Estado romanos, aspirando a un nuevo resurgimiento del Imperio.

Se trata de una especie de resumen de la obra de Tito Livio “Ab urbe condita”, escrita en 142 libros, que narra los acontecimientos desde la fundación de Roma (año 753 a. de C.) hasta la muerte de Druso (año 9 a. de C.).

Floro concibe la historia como un proceso orgánico articulado en períodos y con un sentido universal, en la medida en que Roma se entiende como la columna vertebral del mundo.

De estilo conciso y cierto regusto retórico, su obra se basa en la síntesis de fuentes anteriores, principalmente de Tito Livio, pero también de Salustio y César.

(Antología de la literatura latina (ss. III a. de C. – II d. de C.).

El objetivo del “Epítome”, según su prólogo, es referir las hazañas del pueblo romano a lo largo de sus setecientos años de historia, en una evolución pareja a las edades de la vida del hombre.

Es Tito Livio, quien, siguiendo los pasos de Cicerón y Salustio, asigna a Roma fases o etapas atribuidas al hombre; luego Veleyo (Patérculo) comparará la decadencia de los Metelos a la de los pueblos, observando, “sin menospreciar el cuidado de Catón”, que “la ciudad de Capua “crevisse” (creció), “floruisse” (tuvo su apogeo), “concidisse” (tuvo su decadencia), “resurrexisse” (volvió a resurgir).

Fue Varrón, por otra parte, según Servio, el que fraccionó la vida humana en cinco etapas: infancia, niñez, adolescencia, juventud, vejez; y uno de los Séneca, según Lactancio, quien ajustó a ellas las edades de Roma.

Ovidio prefirió aproximarse al ciclo anual de las estaciones; y esa cifra de cuatro es la del “Epítome”.

Floro, por su parte, responsable de la redistribución de la materia histórica, “habría roto el punto de vista cíclico de Séneca, para quien la vuelta al gobernante único del Imperio (el emperador) es otra “infancia”.

Los siete siglos que, aproximadamente, comprende el relato, son los mismos que relata Tito Livio y los que el historiador cristiano Paulo Orosio atribuye a los imperios precedentes hasta el nacimiento de Cristo.

El “Epítome” no es tal, si por el término se entiende “un simple resumen” de Tito Livio, con una mínima adición de otras fuentes y sin colaboración propia.

Pues ni Floro lo sigue con fidelidad, ni nadie puede negarle una originalidad extraordinaria en la selección, distribución y recreación formal de la materia histórica.

Ciertamente, el avance de Roma es progresivo y continuo – un “contagium belli” (contagio de guerra) o un “incendio”-, que se desliza “serpens”, hasta lograr una paz universal sobre los pueblos conquistados o que reconocen el poder de Roma, y dejando atrás los problemas (guerras) civiles.

Pero la cronología no es más que un eje estructural genérico. De ahí que, en una de sus múltiples y características composiciones anulares, Floro acabe el relato en el momento en que Augusto, el nuevo y diferente Rómulo, abre la nueva periodización.

En ese plan de Floro de reagrupar panorámica, monográfica y anularmente los acontecimientos, para aumentar su potencial dramático, prescindiendo del rígido “ordo temporum” (orden cronológico), radica, justamente, la principal diferencia con su fuente.

Evidentemente, también el prólogo y la conclusión son diferentes.

El tema de las “Edades” es ajeno a Livio, pese al esbozo indicativo del Prefacio.

También parece haber elegido su giro “prínceps terrarum populus” (el pueblo más importante de la tierra) para convertirlo en el eje y símbolo de su concepción imperialista y panegírica.

Pero homenajear, replicar, aludir, incluso utilizar la obra de Tito Livio, no implica “resumirla”.

Lo importante es advertir cómo Floro selecciona su información, integrándola para trazar las líneas del imperialismo romano hasta la nueva época.

Hacia Roma apenas hay crítica; subraya sus virtudes, en especial su capacidad de recuperación ante los desastres – simple prueba para acrisolar su valor -; y destaca sus éxitos y su rápida y fácil obtención, ligada con frecuencia a su rapidez de acción, junto a su generosa y presta ayuda a otros pueblos.

Las sentencias, y el tono didáctico moralizante, impregnan el relato.

Y son muchas también las anécdotas y los “exempla”, por su fuerza impresiva y capacidad para inducir a la acción y por sus posibilidades literarias.

Son más frecuentes en las primeras etapas, donde destacan la subordinación a Roma, con la disciplina y el sacrificio por la patria por encima de los intereses particulares.

En cada etapa acude a diferentes procedimientos para marcar el dramatismo creciente de la acción y a distintas líneas para encuadrarla mejor:

En la monarquía (“infancia”), a los variados personajes que la Urbe necesitaba.

En la “adolescencia”, a la “libertas” (libertad), su obtención y defensa, que conduce al progresivo dominio de Italia tras vencer a unos enemigos de poderío cada vez mayor, luego coaligado y, finalmente, ayudados por el extranjero Pirro.

En la “juventud”, donde la evolución histórica es más intrincada por los grandes éxitos y los problemas cada vez más graves de la República, los métodos y recursos son más numerosos, variados y, muchas veces, combinados.

Aunque el más destacado es el de los años dorados y de hierro, Floro recurre a temas más concretos para agrupar los conjuntos y dar variedad y originalidad a las secuencias: el famoso de la “eversio urbium” (la destrucción de ciudades) –Cartago, Corinto, Numancia -; la distribución geográfica con los puntos cardinales; el juego antitético de personalidades con la poderosa “Fortuna” por encima – Oriente para el Magno (Pompeyo); Occidente para César -; y la línea biográfico- dramática, que a través de éstos, llegará hasta Augusto, en quien se volcará esa “Týche”(Fortuna) dominadora.

En él confluirán todas las líneas: acabará con los problemas de la política exterior – pese a la derrota de Varo -; y, tras la muerte de Antonio, rematará la conquista del mundo e iniciará la restauración moral de la Urbe.

El cierre del templo de Jano (dios de la guerra), tras setecientos años de lucha, y la concesión del título de “Augusto” como nuevo “Rómulo” anudan la conclusión al inicio de la obra y de la historia.

La obra facilita su empleo pedagógico: por su propia brevedad; por la simplificación de motivos y causas de los acontecimientos, casi siempre reducidos a la idea de “contagio” o al destino, al castigo del enemigo por sus ofensas o por haber ayudado a otro, a la necesidad de responder a los requerimientos (peticiones de ayuda) de otros pueblos, a la excesiva prosperidad, que abate personas y pueblos, o a la acción o culpa de ciertos personajes; y por la destreza para resumir los grandes temas en rápidos y sucesivos cuadros de sencilla planificación, pero cuidada factura, permitiendo su comprensión unitaria y su comentario autónomo.

Hay, además, un evidente gusto por la precisión; y un claro esfuerzo, coronado por el éxito, por seleccionar lo más edificante e impresionante para el lector.

Pero ello no implica que fuera concebido como simple breviario divulgativo. Floro no es un investigador, ni pretende serlo, aunque no carece del sentido de la Historia que algunos le atribuían.

Su propósito no es recoger una información temporal o especialmente exacta, ni lanzarse a la clásica y nostálgica defensa – obsoleta ya, pese a los esfuerzos de Tácito -, de esa independencia senatorial perdida, sino buscar en la progresiva elaboración del Imperio un hilo umbilical más acorde con el presente y el gusto de su audiencia.

En esa línea, ligándolas a realidades más o menos contemporáneas, podrían entenderse algunas de sus más llamativas aseveraciones: su exaltación por la derrota de cimbrios, teutones y tigurinos, como un eco de la expedición dácica (a la Dacia, Rumanía) de Trajano; o su acre censura al trofeo de F. Máximo y D. Enobarbo en el año 121 d. de C., en relación con el alzado en Adamclisi (en el año 109 d. de C.) por el “Optimus Princeps” (Trajano), dedicado a “Mars Ultor” (Marte Vengador).

Un elogio hacia la Roma imperialista, como Plinio, Tácito o Elio Arístides; o a la que ha impuesto al orbe (mundo) su orden justo y bienhechor.

La tradición cristiana vio en su emocional exaltación de Roma a un enemigo más pernicioso que Tito Livio.

Pero es cierto que también lamenta las guerras emprendidas sin causa razonable; valora la obtención sin lucha de Pérgamo; y asegura que la gloria verdadera la obtuvo Metelo al conquistar sin sangre, apreciando la devolución de las enseñas romanas por los Partos y el reconocimiento del poder romano por pueblos exóticos.

Además, sus alabanzas al respeto por la ley de Roma en cualquiera de sus facetas, son tan frecuentes como la crítica hacia los desafueros de los bárbaros.

Una política de “pax aut pactio” (paz o acuerdo) que podía reflejar el pacifismo adrianeo (del emperador Adriano).

El panegírico (alabanza) del pueblo romano – “… piadoso, íntegro, excelso” – tiene su contrapunto en la reprobación por la bárbara destrucción de Corinto y Numancia; la injusta tercera guerra púnica; o las conquistas de Creta o Chipre.

Tal vez el fin último de Floro fuera mostrar los problemas del expansionismo de Roma, considerado como causa de su inminente ruina.

Una de las primeras afirmaciones programáticas del “Epítome” es que los avatares en que se vio zarandeada Roma para obtener su imperio parecían responder a una lucha entre la “Virtus” –la cualidad viril que, siempre al servicio de Estado, conduce a la gloria y concita el favor divino-; y la “Fortuna” - sea la “suerte” romana que acompaña a aquélla y se ve modificada por el cambio de costumbres -, o la “Týche helenística inconstante pero activa en el ejercicio del poder.

Durante la época de los reyes (monarquía) la “Fortuna” – no siempre diferente del azar u otros matices – desempeña un papel determinante –el pueblo todavía “infans”, no podía desarrollar la “Virtus” -, seleccionando de forma providencial a los reyes justos en el momento justo.

La “Virtus” se despliega en la “adolescencia”, cuando se conquista Italia; es la “invidia deum” (la envidia de los dioses) o el “fatum” (el destino) los que ponen a prueba el incipiente imperio, en la invasión gala del año 387 a. de C., para que se advierta si Roma merece el dominio del orbe; la derrota de aquéllos la deja preparada para el salto simbólico: la lucha contra todos sus enemigos unidos y su aliado, el primero exterior, Pirro, cuya capitulación marca el paso de la profecía a su realidad.

Floro atribuye a la acción combinada de todos los elementos, “Virtus” –“Fortuna” y la “Providentia deorum” (la Providencia de los dioses), los éxitos de los “años dorados”, aun habiendo sido insuficientes contra Anibal.

A partir de la batalla de Pidna, aquélla (Providentia deorum) es sustituida por la “Fortuna” y el “Fatum” omnipotente.

De ahí que, al hacer balance de la tercera edad, surja la pregunta de si no habría sido mejor contentarse con Sicilia o África, o sin ambas, limitarse a Italia, a verse obligada a destruirse por su propia grandeza.

Una retórica interrogación, interpretada con acentos muy diferentes: que casi preanunciaría la renuncia adrianea a la política bélica de su antecesor (Zancan); un simple desarrollo del Prefacio Liviano (Garzetti); o percepción del triste cambio de la conducta romana, el inicio de su decadencia con el recurso a la “fraus púnica” (la traición púnica), la “calliditas” (astucia) del enemigo (Brizzi).

Luego, los ejemplos de valor se ralentizan y matizan; y, tras la tormentosa reforma gracana (la reforma de los hermanos Gracos), los notables de Roma, “magnos” (grandes) por su “virtus”, son “pésimos” por su comportamiento.

La “Fortuna, envidiosa, suscita las guerras civiles.

Se añade, no obstante, una esperanza: igual que fue necesaria una cierta benevolencia para los errores de su “feroz adolescencia”, dada su gran capacidad de reacción, la secuela necesaria de esa lucha fratricida es la “una atque continua totius generis humani pax” (una y continua paz de todo el género humano).

El tema de Hispania (España) adquiere una relevancia especial en el “Epítome”.

Se ha destacado, con frecuencia, el neologismo creado para ella, “eruditrix” y “bellatrix” (maestra y guerrera) (este carácter de “maestra” y “semillero del ejército”, una vez conquistada, revertirá en beneficio de Roma) sólo aplicado, además, a Roma; el énfasis puesto sobre la nobleza de sus varones y armas en la segunda guerra púnica; el calificativo de “Hispaniae Romulus” (el Rómulo de Hispania) para Viriato.

…dice que la conquista duró doscientos años y que, en la última fase (guerra contra cántabros y astures) tuvo que estar presente el propio Octavio Augusto.

En la guerra de los romanos contra Sertorio (general romano) en Hispania dice: “Los valientes se entienden fácilmente con los valientes y nunca brilló más el valor del soldado hispano que con un general romano”.

Desde el punto de vista de su estructura, la primera etapa de la ocupación romana es, en realidad, el preludio de la acción principal que, en otras muchas ocasiones, Floro divide en una triple fase:

- La lucha contra los celtíberos, cuya resistencia quedó abortada por la muerte de Olónico.

- La lusitana, con Viriato.

- La numantina, sin más figura identificada que la de un oscuro Megavárico, inmerso prácticamente en el valor del conjunto ciudadano.

(Floro, Lucio Anneo. Epítome de la historia de Tito Livio. Introducción, traducción y notas de Gregorio Hinojo Andrés e Isabel Moreno Ferrero. Edit. Gredos.

Pasajes de la obra:

1. PRÓLOGO:

“El pueblo romano llevó a cabo tantas hazañas, desde el rey Rómulo hasta César Augusto, a lo largo de 700 años, en la paz y en la guerra, que, si se compara la grandeza de su poder con sus años de existencia, se creería que su edad es mucho mayor.

Extendió sus ejércitos con tanta amplitud por el orbe de la tierra que quienes leen sus gestas aprenden la Historia no de este pueblo únicamente, sino de todo el género humano. En tantas fatigas y peligros se vio inmerso que parece que el “Valor” (Virtus) y la “Fortuna” rivalizaron por crear su Imperio.

Por ello, aunque la finalidad principal de la obra es conocer todo esto, no obstante, puesto que su propia magnitud se presenta como un obstáculo para ello y la diversidad de los acontecimientos desborda la captación del proyecto, haré lo que acostumbran quienes dibujan mapas: englobaré toda su imagen como en un pequeño cuadro, para arrastrar no poco, según espero, a la admiración del pueblo soberano si, al tiempo y de una sola vez, logro mostrar toda su grandeza.

De hecho, si se considera al pueblo romano como un hombre y se examina toda su vida, cómo nació y creció, cómo llegó, por así decirlo, a una cierta sazón de juventud, de qué forma después alcanzó su vejez, se encontrarían cuatro etapas en su proceso:

- La primera época de su vida, bajo los reyes (monarquía) duró casi doscientos cincuenta años en los que luchó con sus convecinos en torno a la propia ciudad. Tal sería su “infancia”.

- La siguiente, desde el consulado de Bruto y Colatino hasta el de Apio Claudio y Marco Fulvio, abarca doscientos cincuenta años en los que sometió Italia.

Fue éste un período de extraordinario empuje por sus hombres valientes y sus ejércitos y, por tanto, se podría denominar su “adolescencia”.

- Luego, hasta César Augusto, transcurrieron doscientos años en los que pacificó todo el orbe. Aquí se advierte ya la “juventud” del Imperio y, por así decirlo, su sólida madurez.

- Desde Cesar Augusto hasta nuestro siglo (siglo II d. de C.) han transcurrido no menos de doscientos años, en los que, por así decirlo, empezó a “envejecer” y se arrugó por la indolencia de los Césares (emperadores), hasta que bajo el reinado de Trajano movió sus yertos miembros y, contra la esperanza de todos, la “senectud” del Imperio comienza a “reverdecer” de nuevo como si se le hubiese devuelto la juventud” …

2. Recapitulación de los siete reyes

“Esta es la primera edad del pueblo romano y, por así decirlo, su infancia, que transcurrió bajo siete reyes, de tan diferente naturaleza por empeño de los hados, cual requería la organización y necesidad del Estado.

Realmente, ¿quién más impetuoso que Rómulo? Se necesitó de un hombre tal para construir un reino.

¿Quién más religioso que Numa? Así lo requirió la situación para que un pueblo fiero quedara suavizado por el temor a los dioses.

En cuanto a Tulo, el famoso artífice del ejército, ¿quién más necesario para unos hombres belicosos, para acrisolar su valor con la prudencia, o que el constructor Anco, para ampliar la Ciudad con una colonia, enlazarla con un puente, protegerla con una muralla?

El censo elaborado por Servio, ¿logró otra cosa, sino que el propio Estado romano se conociera a sí mismo?

Por último, la insolente tiranía de aquel (Tarquinio) Soberbio sirvió no poco, antes, al contrario, infinitamente, pues obró de tal manera que el pueblo, exacerbado por sus ofensas, ardió en deseos de libertad.”

3. Sobre el cambio de sistema político

Así pues, bajo el caudillaje e iniciativa de Bruto y Colatino, a quienes la noble matrona moribunda (Lucrecia) había encomendado su venganza, el pueblo romano, como impelido por una inspiración divina a defender su libertad y vengar la ofensa de su honor, destituye prestamente al rey, saquea sus bienes, consagra su dominio al dios Marte y transfiere el poder a quienes le habían devuelto la libertad, si bien modificando sus prerrogativas y designación: decidió que su potestad, en vez de perpetua, fuera anual, y compartida, en lugar de personal, de modo que no se corrompiese por su carácter impersonal ni por la duración; y los denominó “cónsules”, en lugar de reyes, para que recordasen que debían velar por sus conciudadanos. Tan extraordinario contento se había producido a causa de la recién adquirida libertad que, apenas se tuvo la seguridad del cambio de situación, se arrojó de la ciudad a uno de los dos cónsules, el marido de Lucrecia, después de haberle desposeído de su cargo, tan sólo por el hecho de que su nombre y su linaje era el de los reyes.

Su sustituto, Horacio Publícola, puso sumo afán en acrecentar la majestad del pueblo libre: en honor suyo abatió las “fasces” ante la asamblea, le concedió el derecho de apelación contra sus propias decisiones, y, con el fin de no ofenderle con el aspecto de fortaleza de su morada que sobresalía por encima del resto, la trasladó a la planicie. Por su parte Bruto se atrajo también el favor del pueblo por la extinción de su casa y el parricidio, pues, al descubrir que sus propios hijos intentaban hacer regresar de nuevo a los reyes a la Ciudad, los arrastró al foro, y azotó y ejecutó con el hacha ante la multitud, de modo que quedara verdaderamente patente que, cual padre de la patria, había adoptado al pueblo como hijo.

Libre ya a partir de este momento, el pueblo Romano tomó sus primeras armas para defender su libertad contra los extraños ; luego, en defensa de sus límites; a continuación de sus aliados; finalmente, por la gloria y el Imperio, puesto que todos sus vecinos lo hostigaban sin pausa por doquier; de hecho, al no poseer porción alguna de tierra en patrimonio, sino un “pomerio” tras el cual se encontraba inmediatamente el enemigo, y hallarse situado, como en una encrucijada, entre el Lacio y los etruscos, venía a dar con el enemigo por todas partes; hasta que, por una especie de contagio, se pasó de uno a otro y, con la derrota de los más cercanos, consiguieron someter a su dominio a toda Italia.

…Derrotada y subyugada Italia, el pueblo romano después de haber superado su “adolescencia” a los, casi, quinientos años, entonces justamente, si existe la fortaleza y la juventud, él comenzó a ser vigoroso y joven, y capaz de enfrentarse al orbe de la tierra. Así - admirable e increíble es decirlo -, quien durante quinientos años combatió en el interior –hasta tal punto había sido difícil dar a Italia una capital – recorrió en los doscientos años siguientes África, Europa, Asia –en definitiva, la tierra entera -, con sus victoriosas guerras.

4. Campañas en España

Igual que (la destrucción de Corinto) siguió a Cartago, así Numancia a Corinto; después, nada quedó en el orbe terrestre que no fuese alcanzado por las armas romanas.

…Nunca concibió Hispania alzarse toda ella contra nosotros, nunca le resultó grato oponernos sus fuerzas ni tentar nuestro poderío o defender su propia libertad colectivamente.

Por lo demás, queda tan cercada por todas partes por el mar y los Pirineos que por su situación natural nadie habría podido acercarse siquiera.

Sin embargo, quedó sitiada por los romanos antes de que se conociera a sí misma y fue la única de todas las provincias que tuvo conciencia de sus propias fuerzas después de haber sido vencida.

Por un espacio de casi doscientos años, desde los primeros Escipiones hasta el primer César Augusto (Octavio), se luchó en ella, no de forma continua ni sistemáticamente, sino según exigían los acontecimientos y, en principio, no con los hispanos, sino con los cartagineses que vivían en Hispania.

De ahí, el contagio que se va deslizando y las causas de los conflictos.

…Pero todo el peso de la lucha recayó en los “lusitanos” y “numantinos”, no sin razón, pues fueron los únicos pueblos del territorio hispánico en poseer caudillos.

Habría recaído también en la totalidad de los “celtíberos” de no haber sido muerto, al comienzo de la guerra, el cabecilla de la sublevación, Olíndico, hombre extraordinariamente destacado por su astucia y osadía –si hubiera tenido éxito -, pero, al haber irrumpido de noche temerariamente en el campamento del cónsul romano, fue alcanzado por la jabalina de un centinela junto a su misma tienda.

Por otra parte, a los lusitanos los sublevó Viriato, hombre de sutilísima sagacidad que, tras convertirse de cazador en bandolero y luego de bandolero en caudillo y general, y, si la “Fortuna” lo hubiese permitido, en un “Rómulo” para Hispania, no contento con defender la libertad de los suyos, asolando a sangre y fuego durante catorce años todo el territorio en ésta y la otra parte del Ebro y el Tajo, y atacando, incluso, los campamentos y guarniciones de los pretores, casi llegó a abatir a Claudio Unimano hasta el exterminio de su ejército y fijó en sus montes con nuestras trábeas y fasces, como trofeos, los estandartes que había capturado.

Por fin, el cónsul Fabio Máximo lo venció; pero la victoria fue mancillada por su sucesor, Popilio, puesto que ansioso por concluir la acción, después de haber atacado por medio del engaño, la traición y asesinos de su propio entorno, al quebrantado caudillo, que meditaba ya los últimos pasos de la rendición, ofreció al enemigo la gloria de parecer que no podía ser vencido de otro modo.

Numancia, así como en riqueza fue inferior a Cartago, Capua y Corinto, en fama, por su valor y dignidad fue igual a todas, y, por lo que respecta a sus guerreros, la mayor honra de España. Pues ella sola, que se alzaba junto a un río, en una colina medianamente empinada, sin murallas y fortificaciones (según dice Orosio sí tenía un conjunto amurallado), contuvo con cuatro mil celtíberos, durante once años, a un ejército de cuarenta mil, y no sólo lo contuvo, sino que lo golpeó con notable dureza y le impuso infamantes tratados. Por último, una vez que ya hubo constancia de que era invencible, fue necesario recurrir al que había destruido Cartago (Escipión Emiliano) …

¡Cuán valerosísima y, en mi opinión, extraordinariamente dichosa ciudad, en medio de su desventura! Sostuvo con lealtad a sus aliados y contuvo durante mucho tiempo con una fuerza (ejército) muy pequeña al pueblo reforzado por los recursos del orbe terrestre.

Vencida, al fin, por el más excelso general, la ciudad no dejó al enemigo gozo alguno: no hubo ningún guerrero numantino que pudiera ser conducido encadenado; botín, como de hombres paupérrimos, ninguno; las armas las quemaron ellos mismos. El triunfo fue solamente de nombre.

Hasta aquí el pueblo romano fue esclarecido, eminente, piadoso, íntegro y excelso: el resto del período, si bien magnífico, también, más turbulento y vergonzoso, al crecer los vicios con la propia grandeza del Imperio; hasta tal punto que, si se divide esta tercera edad, la de allende los mares, que hemos considerado de doscientos años, con justicia y razón confesará que los cien primeros, en los que sometió África, Macedonia, Sicilia y España, son “áureos”, como cantan los poetas, los cien siguientes, en verdad de “hierro” y de “sangre”, y, si acaso, más inhumanos; pues con las guerras contra Yugurta, los cimbrios, Mitrídates, partos, piratas, galos y germánicos, en las que su gloria ascendió al cielo, se entremezclan las sediciones gracanas y drusianas, además, las guerras contra los esclavos y, para que no falte nada a la vergüenza, las de los gladiadores.

Por último, volviéndose contra sí mismo, casi por rabia y furor - ¡crimen nefasto! -, se laceró a sí mismo con las manos de Mario y Sila y, finalmente, de Pompeyo y César.

Esta es la tercera edad del pueblo romano, la de allende los mares, en la que, atreviéndose a salir de Italia, llevó sus ejércitos por todo el orbe.

Los primeros cien años de esta etapa fueron santos, piadosos y, como dijimos, de oro, sin deshonor y sin crímenes, durante el tiempo en que se mantuvo pura e inocente la integridad de aquella estirpe de pastores y mientras el miedo inminente al enemigo púnico retenía la antigua disciplina.

Los cien siguientes, que hemos extendido desde la destrucción de Cartago, Corinto y Numancia y la herencia de Asia del rey Átalo, hasta César y Pompeyo, y, tras éstos, Augusto, fueron tan magníficos por el esplendor de los acontecimientos bélicos, como indignos y vergonzosos por los desastres internos.

Pues, igual que fue esclarecido y digno conquistar, no tanto para beneficio propio como para gloria del Imperio, la Galia y Tracia, Cilicia y Capadocia – provincias de extraordinaria fertilidad y riqueza -, y también a los armenios y britanos, importantes nombres, así fue infame y deplorable haber combatido al mismo tiempo, en casa, con ciudadanos, aliados, siervos y esclavos, y con todo el Senado enfrentado entre sí. Incluso no sé si habría sido mejor para el pueblo romano haberse contentado con Sicilia y África, y hasta, privado de éstas, dominar en su propia Italia, que acrecentar tanto su grandeza que se arruinara por sus propias fuerzas. ¿Qué otra cosa, a no ser el excesivo éxito, promovió los enconos civiles?

La derrota de Siria fue la primera en corrompernos, luego el legado asiático del rey de Pérgamo.

Aquellos recursos y riquezas debilitaron las costumbres de la época y hundieron la República, inmersa en sus vicios cual en una sentina.

¿Por qué el pueblo romano iba a requerir de los tribunos una reforma agraria y el reparto de trigo, a no ser por el hambre que el lujo había generado? De ahí, en consecuencia, la primera y segunda sedición (sublevación) gracanas y la tercera de Apuleyo. ¿Por qué el estamento ecuestre iba a separarse del Senado por las leyes judiciarias, a no ser por la codicia para disfrutar en provecho propio de los impuestos del Estado y de los propios tribunales?

De ahí, la de Druso, con su promesa de concesión de “ciudadanía” al Lacio y, a causa de ella, la guerra contra los aliados.

¿Más? ¿De dónde nos llegaron las guerras serviles a no ser del elevado número de esclavos? ¿De dónde, un ejército de gladiadores contra sus dueños, a no ser por la prodigalidad derrochada para conciliarse el favor de la plebe que, complacida con espectáculos, convierte en arte lo que en otro tiempo era el suplicio para los enemigos? Y para referirnos ya a los más conspicuos vicios, ¿acaso la compra de cargos no fue concitada por la propia riqueza? De ahí, precisamente, surgió el temporal de Mario, de ahí, el de Sila. El magnífico preparativo de los banquetes y la suntuosa prodigalidad ¿no vinieron causados por una opulencia que iba a generar inmediatamente pobreza?

Ésta fue la que lanzó a Catilina contra su patria.

En fin, el propio afán de lograr la hegemonía y el poder absoluto, ¿de dónde nació a no ser del exceso de recursos? Eso, evidentemente, armó a César y Pompeyo con las teas de las Furias para destruir la República.

Las causas de todas las revueltas civiles las provocó el poder de los tribunos, que, con la apariencia de proteger a la plebe, para cuya defensa fueron creados, mas, en realidad, tratando afanosamente de lograr para sí el poder supremo, pretendían captar las simpatías y el favor del pueblo con leyes agrarias, frumentarias y judiciales.

¿Qué más justo que la plebe recuperara de los patricios sus propiedades para que el pueblo vencedor de naciones y dueño del mundo no viviera desterrado del fuego de sus altares?

¿Qué más equitativo que el pueblo, carente de recursos, viviera de su erario? ¿Qué más eficaz para garantizar un mismo derecho a la libertad, que, puesto que el Senado gobernaba las provincias, la autoridad del orden ecuestre se reforzara, al menos, con el control de los tribunales?

Pero eso mismo conducía a la ruina y la desgraciada República era el precio de su propia destrucción.

Realmente, la transferencia del poder judicial del Senado al orden ecuestre suprimía los impuestos, es decir, la hacienda del Estado, y la compra de trigo agotaba los propios recursos de la República, el tesoro público; y ¿cómo podía reintegrarse a la plebe a los campos sin arrojar a sus propietarios, también ellos mismos parte del pueblo y dueños en ese momento, casi de pleno derecho en razón del largo usufructo, de los terrenos legados por sus antepasados?

… En la guerra contra Sertorio (general romano) en Hispania dice Floro: “los valientes se entienden fácilmente con los valientes y nunca brilló más el valor del soldado hispano que con un general romano”.

… ¿Cuál habría sido el límite para un enemigo tan formidable que el poder romano no pudo hacerle frente con un solo general?

A Metelo, que combatía contra Sertorio, se sumó Gneo Pompeyo.

Se combatió durante largo tiempo y siempre con resultado incierto; a pesar de todo, Sertorio sucumbió por el crimen y traición de los suyos antes que por la guerra.

5. Guerra civil entre César y Pompeyo

Ya casi pacificado todo el universo, el imperio romano era tan grande que no podía ser vencido por ningún poder exterior. Por ello, la Fortuna, envidiosa del pueblo soberano del mundo, lo armó a él mismo para su propia destrucción.

Ciertamente, la furia de Mario y de Cinna, dentro de la Ciudad, había sido ya un preludio, como si se tratara de un experimento. El temporal silano, aunque había estallado con notable amplitud, no obstante, se había mantenido en los límites de Italia.

La vesanía de César y de Pompeyo se apoderó, como una especie de diluvio o de incendio, de la Ciudad, de Italia, de pueblos, naciones, en una palabra, de toda la extensión del Imperio, de manera que propiamente no debe denominarse sólo (guerra) civil, ni siquiera social, ni tampoco extranjera, sino más bien algo conformado por todas ellas y mucho más que una guerra; de hecho, si consideras sus jefes, todo el Senado estaba dividido en dos partidos; si los ejércitos, en una parte, había once legiones, en otra, dieciocho, toda la lozanía y vigor de la sangre italiana; si las tropas auxiliares de los aliados, por un lado, los reclutamientos galos y germanos, por otro, Deyotaro, Ariobarzanes, Tarcondimoto, Cotis y Rascípolis, y todas las fuerzas de Tracia, Capadocia, Macedonia, Cilicia, Grecia y el Oriente entero; si la duración de la guerra, cuatro años, mas, corto espacio para la magnitud de los desastres; si los lugares y los países en que se desarrolló, la propia Italia; de allí se desvió a la Galia e Hispania y, retornando desde Occidente se asentó con todas sus fuerzas en Epiro y Tesalia; de aquí súbitamente saltó a Egipto, de allí volvió su mirada a Asia, se estableció en África, regresó, por último, de nuevo a Hispania y allí acabó muriendo por fin.

Pero los odios partidistas no se extinguieron tampoco con la guerra.

No se calmaron hasta que el rencor de los vencidos se sació con el asesinato del vencedor en la propia Ciudad, en pleno Senado (Julio César).

La causa de tal desgracia, la misma de todas, la excesiva prosperidad. Puesto que en el consulado de Quinto Metelo y Lucio Afranio la majestad romana dominaba todo el universo y Roma celebraba en los teatros de Pompeyo sus victorias recientes – los triunfos sobre el Ponto y Armenia-, su excesivo poderío suscitó la envidia, como suele suceder, de ciudadanos que disfrutan de paz. Metelo, por el escaso reconocimiento de su triunfo sobre Creta, y Catón, siempre receloso de los poderosos, denigraban a Pompeyo y se oponían a sus actos. Este resentimiento lo desvió del camino recto y lo empujó a buscar apoyos para su carrera política. En aquel momento destacaba Craso por su linaje, riquezas y prestigio público, aunque, pese a todo, deseaba un poder mucho mayor; Gayo César era ponderado por su elocuencia y su coraje, y, en ese momento también ya, por su consulado; con todo, Pompeyo sobresalía entre ambos. Así, puesto que César deseaba conseguir prestigio público, Craso aumentarlo y Pompeyo conservarlo, y todos ambicionaban igualmente el poder, llegaron con facilidad a un acuerdo para apoderarse de la República.

Por tanto, sirviéndose cada uno de los recursos de los otros para su propia gloria, César se apoderó de la Galia, Craso de Asia y Pompeyo de Hispania: tres ejércitos poderosísimos con los que se logró el gobierno del orbe gracias a la alianza de los tres líderes.

Esa dominación duró diez años por respeto a los compromisos, ya que se contenían por miedo recíproco. A la muerte de Craso entre los partos y de Julia, hija de César, que, casada con Pompeyo, mantenía la concordia entre yerno y suegro por el vínculo matrimonial, la rivalidad brotó al instante.

…Luchaban por la supremacía como si la Fortuna de tan gran Imperio no pudiera admitir a los dos.

Por tanto, en el consulado de Léntulo y Marcelo, se rompieron por primera vez los acuerdos de la coalición.

El Senado, es decir, Pompeyo, trataba sobre la sucesión de César, sin que éste se opusiera, si se aceptaba su candidatura para los próximos comicios.

La posibilidad de presentarse al consulado estando ausente, que los diez tribunos, con el apoyo de Pompeyo, hacía poco le habían concedido por decreto, se le negaba ahora por maniobras del propio Pompeyo: que viniera y lo pidiera de acuerdo con la tradición de los antepasados.

Él, por el contrario, reclamaba apremiantemente el cumplimiento del decreto y aseguraba que, si no se cumplía la palabra dada, no licenciaría el ejército.

En consecuencia, se le declara enemigo público.

…César espoleado por estas medidas, decidió defender con las armas los trofeos de las armas.

Parecía que, tras el asesinato de César y Pompeyo, el pueblo Romano había retornado a su antigua condición de libertad. Y habría retornado de no ser porque Pompeyo había dejado hijos y César herederos o, lo que fue más pernicioso que ambos hechos, de no haber sobrevivido Antonio, su colega durante cierto tiempo, enseguida émulo del poderío de César, tea y torbellino de la generación inmediata.

6. Guerra contra los cántabros y astures

Por Occidente, en casi toda Hispania reinaba la paz, a excepción de la zona que, partiendo de las estribaciones rocosas del Pirineo, baña la orilla más próxima del Océano.

Aquí vivían dos pueblos, extraordinariamente resistentes, “cántabros” y “astures”, nunca sometidos a nuestro imperio.

El primero en iniciar la rebelión, el más enérgico y pertinaz fue el de los cántabros, que no contentos con defender su libertad, pretendían incluso imponer su dominio a sus vecinos y hostigaban con frecuentes incursiones a los “vaceos”, “turmogos” y “austrigones”.

Contra éstos, pues, ya que pregonaban que iban a actuar más contundentemente, no envió una expedición, sino que se hizo cargo de ella él mismo (Octavio Augusto).

Por esta época, los astures habían descendido de sus nevados montes con una numerosa hueste. El ataque no se lanzó, como es habitual entre los bárbaros, temerariamente; sino que, tras haber acampado junto al río Astura (el Esla), con su formación dividida en tres cuerpos, se dispusieron a atacar los tres campamentos romanos a un tiempo.

El choque con hombres tan valerosos, que atacaban tan súbitamente y con tal decisión, había resultado dudoso y sangriento, ¡y ojalá saldado sólo con una derrota mutua!, de no ser por la traición de los “brigecinos” (tribu de los astures), gracias a cuyo aviso llegó Carisio (propretor romano) con su ejército.

Aunque fue para nosotros una victoria haber aplastado sus proyectos, pese a todo, también el combate resultó cruento. Acogió los restos del derrotado ejército la muy poderosa ciudad de Lancia, donde se combatió con la naturaleza del lugar, a tal punto que, cuando exigieron incendiar la ciudad capturada, el general (romano) consiguió con dificultad su perdón, para que fuera testimonio más conspicuo de la victoria romana quedando en pie que siendo reducida a cenizas.

…Este fue el fin de las campañas de Augusto, el fin mismo de la revuelta de Hispania. Luego su fidelidad fue firme y la paz eterna, tanto por el carácter de éstos, más inclinados al arte de la paz, como por la previsión de César (Octavio Augusto), que temeroso de la seguridad que les inspiraban los montes en los que se refugiaban, les ordenó habitar y vivir en su campamento porque se alzaba en la planicie; que allí radicase la asamblea de la nación; que aquel espacio se considerara como su capital.

Favorecía el proyecto la naturaleza de la región pues todo su entorno es aurífero y rico en criscola y minio y otras sustancias colorantes.

Ordenó trabajar el suelo. Así rebuscando en las profundidades de la tierra, mientras trataban de conseguirlos para otros, los astures comenzaron a tener conocimiento de sus recursos y riquezas.

Una vez pacificados todos los pueblos al occidente y al sur, también al norte –al menos entre el Rin y el Danubio -, igual que en Oriente entre el Ciro y el Éufrates, incluso aquellos que estaban libres de nuestra dominación percibían nuestra grandeza y respetaban al pueblo romano, vencedor de naciones.

En efecto, los Escitas y los Sármatas enviaron legados para solicitar amistad. También los Seres (Chinos y Tibetanos) y los Indios, que viven bajo el mismo Sol, trayendo con sus piedras preciosas y perlas, entre otros presentes, elefantes, hacían valer especialmente la longitud del trayecto – habían tardado cuatro años -; con todo, el propio color de sus hombres ponía de manifiesto que venían de otro clima.

También los partos, como si se avergonzaran de su victoria, nos devolvieron las enseñas arrebatadas tras la derrota de Craso.

Hubo así en todo lugar para todo el género humano una paz única y duradera o un pacto, y por fin César Augusto se atrevió a cerrar el bifronte Jano en el año setecientos desde la fundación de la Ciudad, clausurado en dos ocasiones antes de su reinado, bajo Numa y tras la primera victoria sobre Cartago.

A partir de este momento, dedicado a la paz, reprimió con múltiples leyes, duras y severas, un siglo proclive a todos los vicios e inclinado a la molicie, y a causa de tan destacadas acciones, se le concedió el título de “dictador perpetuo” y “Padre de la patria”. (Pero el de “dictador”, ofrecido, según sus propias palabras (Res gestae 5), por M. Marcelo y L. Arruncio, fue rechazado.

Incluso se debatió en el Senado si, puesto que había fundado el Imperio debía denominarse “Rómulo”, pero pareció más sagrado y venerable el nombre de “Augusto”, evidentemente para que ya en ese momento, en su vida terrenal, con tal denominación y título quedara divinizado. Su divinización tuvo lugar, tras su muerte en Nola a los 75 años, el 14 de nuestra era)

(Floro, Lucio Anneo. “Epítome de la historia de Tito Livio. Introducción, traducción y notas de Gregorio Hinojo Andrés e Isabel Moreno Ferrero. Edit. Gredos.)

Segovia, 25 de enero del 2022

Juan Barquilla Cadenas.