LUCILIO: La Sátira
Antes de cobrar el sentido que ahora tiene, el término “sátira” pasó entre los romanos por varias etapas en que tuvo otros significados:
- Lo primero que en Roma se llamó “satura” fueron unas representaciones rudimentarias que contenían “diálogo, música y danza” y constituyen uno de los escalones en la evolución del teatro. Es la “satura dramática” de la que habla Tito Livio. Cuenta éste (libro VII, 2, 4-7) que en el año 364 a. de C. vinieron a Roma unos “ludiones” (actores) etruscos y que estos hicieron evolucionar los cantos “fesceninos”, añadiendo al diálogo música y danza. Los cantos “fesceninos”, según el poeta Horacio, eran diálogos en verso, de contenido satírico y licencioso, improvisados entre dos campesinos, que aguzaban su ingenio para lanzarse pullas e injurias mutuas, con gran contentamiento de los asistentes, sus paisanos.
- Más adelante se utilizó el término “sátira” para indicar algo parecido a lo que hoy llamamos “miscelánea”, es decir, una obra que trataba de temas diversos, con mezcla de diversos metros. Este sentido casa bien con el significado etimológico, ya que “satura” es, en un principio, un término culinario para designar un plato con diversas guarniciones, una especie de “ensalada”. De este tipo de “sátira-mezcla” son los cuatro libros de “Saturae” que escribió el poeta Ennio.
- En una tercera etapa es cuando el término “sátira” adquiere para los romanos el sentido que sigue teniendo hoy: ataque, más o menos virulento o amable, a personas, costumbres o instituciones. En este sentido, el inventor de la “sátira” en la literatura latina y occidental es Lucilio.
La “sátira” es el único género literario que los romanos no tomaron de los griegos. Quintiliano (siglo I d. de C.) se enorgullece de ello cuando afirma: “satura quidem tota nostra est” (la sátira es realmente toda nuestra).
El romano era hombre bien dotado para la sátira e inclinado a ella. Es verdad que la “gravitas” (seriedad), el ser hombre “de peso”, era una virtud apreciada en Roma y encarnada, sobre todo, en la clase aristocrática, influida por las corrientes del estoicismo. Pero, junto a ella, el pueblo conservó siempre el carácter jocundo de campesino socarrón y lenguaraz. El sarcasmo acerado, la burla agresiva son una constante del carácter romano, con reflejo fiel en la literatura: desde los diálogos improvisados de las primitivas fiestas campesinas o populares, surgidas para celebrar el final de la recolección o de la vendimia, prohibidas por la ley por haber desembocado en la ofensa personal y en la maledicencia, hasta las canciones que los soldados entonaban en el cortejo de César, en la propia celebración de su triunfo sobre la Galia, y que ponían en solfa, con toda desvergüenza, la vida privada del general vencedor. También se prestaba a estos cánticos procaces y festivos la “deductio” (conducción) de la novia a la casa de su esposo, acompañada por toda la juventud amiga de los esposos y contemplada desde las aceras de las calles por el pueblo curioso de tal espectáculo.
Pero la “sátira”, como género literario fustigador de las costumbres, tendrá su verdadero inventor en Lucilio, y continuidad en Horacio, Persio y Juvenal.
LUCILIO vive en el siglo II a. de C. (180? -103 a. de C.); de clase social alta, pertenece al círculo literario de Escipión Emiliano, de cuya amistad gozaba y al que acompañó en la guerra de Numancia (134 a. de C.).
Escribió treinta libros de “Sátiras”, de los que sólo se conservan unos 1.400 fragmentos, por lo que se puede decir que se ha perdido la producción de uno de los más brillantes poetas de la literatura latina arcaica.
Estableció, además, el metro en el que se va a escribir toda la sátira posterior: el “hexámetro dactílico”.
Las dos principales características de la “sátira” de Lucilio, que pervivirán en sus seguidores son la “agresividad” y el “empeño moralizante” (Carmen maledicum et ad carpenda hominum vitia, dice Diomedes (gramático latino del siglo IV d. de C.).
La crítica de Lucilio alcanza, como afirma Horacio, tanto a las clases altas (primores populi) como al pueblo bajo (populum tributim). Respecto a los primeros hay, en la parte conservada, miembros de la nobleza a los que el poeta tacha de deshonestos, glotones, tocados de grecomanía, afeminados, estafadores, especuladores, ladrones y hasta de asesinos. Con igual dureza ataca los vicios del pueblo llano: la lujuria y la prodigalidad (derroche); las ridículas fanfarronadas de los gladiadores antes del combate; arremete contra los alcahuetes, las esposas infieles, los homosexuales; contra los intelectuales pedantes y los oradores corrompidos; contra el pregonero Granio o el avaro Trebelio; contra el afán de lujos, la ambición, las prácticas deshonestas en el foro, etc.
Hay también fragmentos de contenido no satírico: cartas a sus amigos, diario poético jocoso de un viaje a Sicilia, consejos a un joven amigo, reflexiones filosóficas y morales, etc.
En las sátiras de Lucilio, según podemos deducir de la pequeña parte conservada, debía de hallarse reflejada toda la sociedad romana de la segunda mitad del siglo II a. de C., con sus costumbres, sus gustos, sus virtudes y sus vicios.
Horacio tacha de descuidado el estilo de Lucilio, por su gran facilidad para la versificación. Sin embargo, por el fragmento más largo de los conservados (13 versos), que contiene una descripción de en qué consiste la virtud, puede constatarse la gran habilidad del poeta en el manejo de las figuras retóricas y la perfecta coherencia entre el contenido y su expresión formal.
(A. Holgado –C. Morcillo. Latín. Edit. Santillana).
Son blanco de sus sátiras los personajes y vicios siguientes:
A pesar de la precipitación con que escribía, efecto de su facilidad asombrosa que llegaba hasta componer doscientos versos antes de la comida y otros tantos después, y efecto de mirar el fin político y moral de la obra, más que a la perfección extrínseca con que pudiese aparecer revestida, era excesivamente meticuloso y cuidadoso en su estilo, y según se advierte en la Sátira IX, no le preocupan menos las licencias y alteraciones introducidas en la pronunciación y escritura de las palabras, que los que corrompían las costumbres públicas, y se revuelve contra los que la sustentaban, bien que no con tanta furia como contra aquellos que hacían gala de su desfachatez y cinismo, demostrando al atónito pueblo que los bribones podían ser personajes de la mayor entidad, siempre que tuviesen arrojo para menospreciar en el mismo grado la justicia de la tierra y el cielo.
No dominaba ya en los ánimos la religiosidad inocente y sincera de otros días: los espíritus despreocupados confiaban más en el poder del dinero que en el favor de los númenes (dioses), y los rayos que Vulcano forjara en servicio de Júpiter, sólo amedrentaban a los supersticiosos o criminales, a quienes la conciencia turbada hacía ver en las señales celestes castigos tremendos aparejados a sus culpas.
Como aquella religión tan práctica y positiva era una función del Estado, que daba solidez a las leyes, y no creencia hondamente arraigada en los espíritus, al iniciarse la descomposición del organismo social y político, comenzaron la indiferencia y el escepticismo a abrir hondas brechas en los santuarios de los dioses, a los que se perdió de un modo descarado el respeto, negándoles la veneración que de antiguo se les profesaba.
Lucrecio, en el poema “De rerum natura” niega el poder de los dioses, y Lucilio en la primera de sus “sátiras” les obliga a intervenir en negocios tan arduos como los referentes a los crímenes (delitos) de Lupo y Carbón, cuya noticia había llegado hasta el Olimpo, dando lugar a un interesante “Consejo” (de los dioses), para decidir las penas que debían imponérseles, pero de los escasos restos que de la misma (sátira I) nos quedan, bien claro se ve que ni le asusta el sacar a la vergüenza a aquellos celebérrimos tunantes, ni tiene empacho en burlarse de la asamblea de los númenes (dioses), como quien no creía gran cosa en el acierto de sus determinaciones, y menos en la eficacia de sus severas sentencias: por eso, sin duda, fustiga con tal ensañamiento a Lucio Hostilio Túbulo, que habiendo alcanzado la dignidad de pretor y llamado por razón de su cargo a perseguir y castigar criminales, encontraba más cómodo disfrazar el cohecho con la máscara de la clemencia, aunque sus prevaricaciones le llevasen al destierro, y con su muerte dejase una memoria infame en la de sus conciudadanos.
No parece más tolerante con el vividor Cayo Papirio Carbón, uno de los politicastros y demagogos abyectos que procuran explotar la ignorancia de la plebe con sus diatribas contra los patricios, y así que llegan a ser temibles a sus contrarios se dejan seducir por sus insinuaciones, y vuelven contra los mismos que les han dado nombre y fama los rayos de su elocuencia, acabando por hacerse despreciables a patricios y plebeyos, a los unos por su bajeza y a los otros por su traición; y teniendo que recurrir por fin al veneno como único medio de escapar al cuchillo con que la justicia y la dignidad ultrajadas amenazaban de consuno abatir su cabeza, siempre inteligente para maquinar bellaquerías y ruindades, con tal que refluyesen en provecho propio y en aumento de su prestigio y hacienda particular.
Ni se libra de sus aceradas invectivas C. Manlio Vulso, que, a su vuelta de la campaña de Asia, introdujo el fausto y refinamiento de Oriente, tan dañoso a la severidad de las primitivas costumbres, ni Marco Emilio Escauro, en quien la fingida gravedad corría pareja con sus hábitos de asquerosa depravación; ni el gallardo mozo Gentilis, a quien perseguían los pederastas, para satisfacer sus brutales apetitos; ni su colega Macedo, joven de familia distinguida, que no se avergonzaba de sustituir a vilísimos esclavos en oficios repugnantes a la dignidad del varón; ni el legado Lucio Opimio, que partiendo a la cabeza de una diputación con el especial encargo de dividir la Numidia, entre Adherbal y Yugurta, se dejó sobornar por las dádivas de este enconado enemigo de Roma (Yugurta), y vino a morir cubierto de oprobio fuera del suelo de la patria; ni Lucio Cota, que no hallaba vergonzoso a su dignidad de tribuno, burlar a los mil acreedores que sus despilfarros le habían creado; y a pesar de su conducta, tuvo habilidad bastante para hacerse nombrar cónsul, patentizando su elección que ya en aquella época los comicios eran tan venales como el sufragio de nuestros días; ni Publio Galosino que por su voracidad inaudita fue llamado “gurges”, sima, y que, después de sepultar en su vientre un cuantioso patrimonio, se lamentaba amargamente de no haber comido con verdadero regalo una sola vez; ni aquel Lupo que sólo compraba los peces más exquisitos y caros, para acabar donde acaban siempre semejantes vanidades, en la más espantosa miseria; ni aquellos bebedores que desdeñaban el vino de los toneles ya empezados, por la razón de ser los más expuestos a picarse y agriarse; ni los gladiadores que, como Placideyano, confiados en la destreza y superioridad, se complacían con acribillar el cuerpo de su rival, para que su muerte no fuese demasiado pronta, y la plebe prolongase sus sanguinarios goces con las peripecias de una lucha sostenida por la brillantez del espectáculo a costa del tormento de la víctima; ni el desconceptuado Tiberio Claudio Asela, que guardó eterna ojeriza a Escipión por haberle degradado, no sin motivo, de la clase de caballero, y que, elegido posteriormente tribuno, quiso vengar su deshonra acusando al inmortal caudillo por las desgracias que habían afligido a Italia durante su “censura”, como si hubiese sido el Júpiter tonante que fulminara los rayos de su cólera contra el pueblo que tan aprisa degeneraba de sus nobles progenitores, hundiéndose en el lodo de la prevaricación, el libertinaje y el escándalo.
Mas no se crea por esto que sus “sátiras” son una serie no interrumpida de atroces insultos contra los personajes públicos, pues no salen mejor librados de ellas esos vicios generales que resisten la personificación y están diseminados entre muchos, como la mala hierba por el campo.
A veces se divierte en referir anécdotas cómicas, como cuando nos describe en la sátira III el viaje que hizo a Capua, y de allí al estrecho de Mesina, dando a Horacio la pauta de su graciosísima excursión a Brindis, en compañía de Mecenas, Eliodoro y Fonteyo Capitón; otras, elevando el tono, ataca el fausto provocativo de las gentes adineradas, o critica el extremo contrario de la avaricia que convierte al hombre en esclavo del oro, como el derroche le entrega en los brazos de la necesidad.
Con el mismo brío acomete a los oradores y poetas contemporáneos, comenzando por sí mismo para que la crítica sea equitativa; denuncia la venalidad y falta de espíritu de las legiones romanas en España, que Escipión pudo corregir con sus atinadas decisiones; se vuelve contra la desfachatez de las tribus electorales que concedían sus votos al primer intrigante, y daban, a las riquezas mal adquiridas, los cargos que debían ser adjudicadas al valor y patriotismo; contrapone la verdad y la belleza eternas, que resplandecen en las escuelas de la sabiduría, con las virtudes simuladas y las problemáticas bellezas de las heroínas mitológicas; rechaza la estólida superstición, que ponía más fe en las Lamias y los Faunos, que en los númenes (poderes divinos) del cielo; recomienda la sobriedad y la economía, como puntales firmísimos en que se apoyan las cosas bien ordenadas; se esfuerza por separar a los jóvenes del trato de las cortesanas (prostitutas), que con sus peticiones continuas son capaces de aburrir y desesperar al más tolerante con los defectos femeniles, o saca a la escena al infeliz esposo, que, casado con una mujer rica y linajuda, tiene que tolerar sus caprichos desatinados, y humillar la cabeza a sus antojos, como leyes emanadas de su soberanísima voluntad; aconseja a los mozos poco experimentados huir de las compañías que les conducen por sendas de perdición; ofrece a los maridos, contra los disgustos del matrimonio, alivios y solaces que suelen traer mayores inconvenientes, y por fin, dispara sus dardos contra las mujeres pescadoras de partidos y pone de manifiesto los ardides de su ingenio para coger en sus redes los peces que les convienen: en una palabra, que no hubo vicio público ni privado, error que naciese de la costumbre o de la obcecación, escándalo que alborotase los palacios o las casas particulares, que no saliesen a relucir en sus sátiras, aderezados con chistes muy sustanciosos, que fueron reídos y comentados por las hablillas del vulgo, siempre dispuesto a añadir leña al fuego, donde se quema el desdichado que por su mala sombra o sus ruines merecimientos cae bajo el poder de su universal tiranía.
(G. Salinas. Satíricos latinos. Lucilio y Horacio.Edit. Petronio).
Algunos fragmentos de sus “Sátiras”.
1.
“¿Ser publicano en Asia o granjero del impuesto sobre los pastos, en lugar de ser Lucilio?
No, jamás: esto solo, para mí, lo compensa todo”. (XXVI).
Lucilio era rico y estaba protegido por poderosos amigos, y estaba libre de todo compromiso.
Esta independencia le permitió atacar “al pueblo y a los grandes indistintamente” (Horacio, Sátira II, 1, 65).
2.
“Las Lamias (especie de ogros femeninos) terribles, invenciones de los Faunos (Fauno, dios rey del antiguo Lacio) y de los Numas (Numa, antiguo rey de Roma), los asustan y turban su sueño; del mismo modo que los niños creen que todas las estatuas de bronce son hombres vivos, así estos individuos toman como verdaderos sueños falsos; creen que hay un corazón en las estatuas de bronce. ¡Artificios de pintor! Nada es verdad ¡es pura ficción!” (XV).
Lucilio tenía una afición muy decidida por la salud intelectual y moral, por lo verdadero y natural, un deseo de considerar todo lo que le rodeaba con una precisión y una familiaridad casi científicas. No siente sino desdén hacia los poetas que “representan prodigios, serpientes aladas y con plumas”, y siente desdén hacia los aspectos populares de la religión.
3.
“¡Vivid glotones, comilones; vivid vientres!” (V).
Lucilio critica las comidas de glotones y gastrónomos maniáticos.
4.
“Un rocín que andaba a sacudidas, feo y lento…
Todas esas subidas y bajadas no eran sino juego y diversión; todas esas subidas y bajadas –repito- no eran sino juego y diversión. Cuando nos vimos apurados fue al llegar al país de Setia: montañas “para quitar los alientos a las cabras”, rocas dignas del Etna (volcán), ásperos Atos (monte). La alforja hería el costado de mi jaca.
La tierra se pierde entre brumas y lluvia”. (III)
El tema del viaje parodia una obsesión de la poesía helenística.
5.
“¡Qué maravillosa acumulación de “expresiones”!
Diríase que eran teselas, sabiamente colocadas, de un pavimento de mosaicos, de una taracea en que se agitan los colores” (II).
“Tú prefieres, Albucio, pasar por griego en lugar de romano y sabino, de la misma ciudad que los centuriones Tito Pontio y Annio, varones ilustres, distinguidos combatientes y abanderados. Por tanto, yo, pretor y en tránsito por Atenas, te saludo, para complacerte, en griego, al acercarme a tu lado: “¡Χαιρε, Tito!” (buenos días, Tito), dije. Y al punto lictores, escolta, autoridades, dijeron a un tiempo: “¡Χαιρε, Tito! – y, por este motivo, Albucio se convirtió en mi enemigo declarado”. (II).
Otras sátiras trataban cuestiones literarias y gramaticales, atacando a la vez los errores de estilo y los primores excesivas, las lenguas cuajada de provincialismo y a los petimetres helenizantes.
6.
“Había, en los juegos dados por los Flacos, un tal Esernino, samnita, persona innoble, digno de tal vida y de tal lugar; se le enfrentó con Pacideyano, en mucho el mejor (¡y para siempre!) de los gladiadores. “Lo mataré a buen seguro y alcanzaré la victoria, si deseáis saberlo, dijo [Pacideyano]. Pero mirad lo que creo que pasará: saltará sobre mi rostro antes de que hunda mi cuchilla en el pecho y en los pulmones de esa furia…”
“Lo odio (dice Escernino), emprendo este combate con rabia; nada es más largo para mí que esperar a que el adversario empuñe el cuchillo. Tanto me inflama de coraje la pasión y el odio que siento hacia él”. (IV).
Aquí, en la representación de dos gladiadores, la narración adquiere tonos de violenta crudeza.
7.
“La virtud, Albino, consiste en poder dar su verdadero precio a cada circunstancia que acompaña nuestra actividad, nuestra vida; la virtud para el hombre, estriba en saber a dónde conduce cada objeto; la virtud consiste para el hombre en distinguir lo justo, lo útil, lo honrado, lo que está bien o mal, lo inútil, lo vergonzoso, lo deshonesto; la virtud consiste en poder asignar el precio debido a las riquezas, dar lo que verdaderamente se debe a los hombres; ser enemigo declarado de las costumbres y personas malas, y, por el contrario, defensor de las costumbres y personas honradas, ensalzándolas, deseándoles el bien, siendo amigos suyos; y, además, tener en cuenta el interés de la patria en primer lugar, y a continuación el de los padres, y, por último, en postrer lugar, el de uno mismo”. (IV).
La moral de Lucilio parece haber sido la del sentido común: debía mucho a la sabiduría popular, bajo la forma de fábulas (como la del león enfermo y la zorra, por ejemplo) y proverbios pintorescos, como el del avaro, que “cogería una moneda en el lodo con sus dientes” o “buscaría para cenar en un incendio”, o el del atolondrado que “lava sus vestidos en el fango”.
La virtud, tal como él la describe, es una regla de conducta vigilante y práctica, completamente realista, a la romana.
8.
“Pero ahora, desde la mañana al atardecer, tanto día de feria, como de trabajo, todo el pueblo por igual, la plebe y los patricios, todos se agitan en el foro y no salen de él.
Y todos se entregan a un solo e idéntico afán, a un solo quehacer: engañarse con habilidad, combatir con astucia, luchar con la hipocresía, hacerse pasar por buenas personas, tenderse trampas, como si todos fueran mutuamente enemigos”. (I).
“Sí, el pueblo romano fue vencido muchas veces por la fuerza y dominado en muchos combates, pero nunca en una guerra: y todo consiste en eso”. (XXVI).
El realismo moral de Lucilio debía conducir al pesimismo: la primera sátira representaba la asamblea de los dioses que, para poner freno a la corrupción romana, deciden dar un ejemplo en la persona de un antiguo pretor, Lupo; toda la degradación de las costumbres de finales del “siglo de las conquistas” aparecía allí estigmatizada. Pero su pesimismo no carece de aliento, e incluso es vigoroso: aún, como verdadero romano, Lucilio se enorgullece de su patria y confía en ella.
(Jean Bayet. Literatura latina. Ediciones Ariel).
9.
“Esas plañideras que, alquiladas por un salario, lloran en los funerales de los extraños, se arrancan con mucha desesperación los cabellos y gritan más (que los demás)”
Con esto quiere advertir de que nadie se fie en las manifestaciones exageradas de dolor, a través de cuyos aspavientos se descubre su interés egoísta o un cálculo bien entendido, como las lágrimas de las plañideras y el furor con que se arrancan los cabellos en la muerte de personas que les son del todo indiferentes.
10.
“Cuando quiere salir de casa, inventa cualquier embuste, diciendo que tiene que ir a la tienda del platero, a ver a su madre, su parienta o su amiga”.
Indica aquí los medios de que se vale, para engañar a su esposo, la esposa infiel.
“Cuando está a tu lado, cualquier vestido le sienta bien; pero, si recibe la visita de los extraños, entonces se atavía con los mejores batas, redes y cadenillas”.
Muestra el afán inmoderado de algunas mujeres por aparecer hermosas a los ojos del vecino, importándoles muy poco presentarse sucias y desharrapadas a los ojos de su esposo.
11.
“Desprecia lo demás y saca de todo un módico usufructo, convencido de que nadie posee nada propio”.
Creía Lucilio que el verdadero sabio contempla, con mirada poco menos que indiferente, los montones de oro, y no se reconoce poseedor y dueño de lo suyo, sino simple usufructuario de la renta, como interés de un préstamo cuya obligación ha de quedar, a la muerte, cancelada.
12.
“Si el hombre viviese contento con aquello que le basta, sería rico; mas, como no sucede así, ¿qué riqueza será suficiente para calmar su ambición?”
Lucilio se muestra indignado contra la insaciable codicia que sugestionaba a sus contemporáneos, monstruo de cien bocas, nunca harto ni satisfecho de víctimas, que así devoraba al plebeyo en los comicios, como en el campo al legionario.
(G. Salinas. Satíricos latinos. Lucilio y Horacio. Edit. Petronio).
Segovia, 3 de abril del 2022
Juan Barquilla Cadenas.