EDWARD GIBBON: Historia de la decadencia y caída del Imperio romano.

EDWARD GIBBON: HISTORIA DE LA DECADENCIA Y CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO.

Todo el mundo se ha preguntado y se sigue preguntando por las causas de la caída del Imperio romano.

Se han apuntado múltiples causas:

- La pérdida del sistema de valores en la época del final de la República romana, en que se pasó de ser un pueblo austero y regido por unas leyes que permitían la libertad de los ciudadanos, a un pueblo sometido a las riquezas y a la ambición de poder, que, a su vez, lo llevó a otra forma distinta de gobierno, el “imperio”, en la que los “ciudadanos” pasaron a ser “súbditos”.

- La fuerza y el poder que adquirió el ejército al no estar sometido a la jurisdicción del Senado, que hizo que, en muchas ocasiones, eligiera como “emperador” a su general.

- La gran extensión del Imperio, que hacía difícil la defensa de sus fronteras.

- La relajación de la disciplina militar y la disminución de los componentes de la legión, de manera que no pudieran sublevarse contra el emperador de turno.

- El gran coste de mantenimiento de los soldados, que hizo subir mucho los impuestos, y después contratar como soldados a hombres bárbaros e incluso esclavos para defender las fronteras.

- Los “usurpadores” del poder a través de la fuerza de los soldados, pagándoles cada vez más cantidades extraordinarias y provocando guerras civiles.

- El gasto suntuoso que supuso la división del Imperio durante el reinado del emperador Diocleciano, con ejércitos y residencias imperiales para dos “césares”y dos “augustos”.

- La corrupción de los gobernadores de las provincias, que acabó introduciéndose en todo el Estado, incluido el ámbito judicial, y que llegó a afectar incluso a los soldados.

- La penetración a través de las fronteras de los bárbaros, empujados por otros pueblos (los Hunos), que hizo que estos fueran ocupando el territorio romano y determinadas parcelas de poder en el ejército.

- La gran desigualdad económica entre los nobles (muy ricos) y la plebe, llena de pobreza.

- La desidia del pueblo romano al dejar la defensa de sus fronteras en manos de los bárbaros, mientras los nobles vivían lujosamente en sus villas con gran cantidad de esclavos que hacían el trabajo, y la plebe acostumbrada al reparto gratuito de trigo y otros alimentos y a los juegos del circo y espectáculos teatrales, desentendiéndose totalmente de los asuntos del Estado.

- La consideración del cristianismo como la religión del Estado Romano en época del emperador Teodosio, que hizo que algunos soldados y generales del ejército se negaran a matar, y la energía perdida que absorbieron los “concilios” para tratar de evitar las herejías que surgían por todo el Estado. Muchos hombres valiosos preferían ser obispos que dedicarse a la vida militar.

- Últimamente se habla del cambio climático: hubo épocas de sequía y, debido a ello, de hambruna. También de terremotos y enfermedades como la peste.

- Problemas económicos, como la subida de impuestos, la devaluación de la moneda, la fijación de precios de algunos alimentos, incluso la fijación de oficios (si eras hijo de un carpintero, tenías que ser carpintero), para evitar que la gente se desplazara de unas ciudades a otras. Todo ello en época de Diocleciano (284 -305 d. de C.).

Muchas de estas causas están extraídas del relato histórico de E. Gibbon “Historia de la decadencia y caída del Imperio romano”.

E. Gibbon fue un escritor británico del siglo XVIII, pero como dice J. B. Bury “las investigaciones posteriores más exhaustivas “no han alterado ni embotado la agudeza de los argumentos” de la cuestión que Gibbon expone lentamente, basada en que la destrucción del Imperio romano se debió al triunfo conjunto de la barbarie y el cristianismo.

Las formidables investigaciones del gran historiador alemán Mommsen y su escuela tal vez hayan dejado ligeramente obsoleta la descripción de Gibbon de los primeros tiempos del Imperio: “No obstante, su admirable descripción del cambio desde el “principado” a la “monarquía” absoluta (el imperio) y el sistema de Diocleciano y Constantino sigue siendo de gran valor”.

La época de los Antoninos

En el siglo II de la era cristiana, el Imperio de Roma comprendía la parte más hermosa de la Tierra y la porción más civilizada de la humanidad.

El prestigio antiguo y el valor disciplinado guardaba las fronteras de esta amplia monarquía.

La suave, aunque poderosa influencia de leyes y costumbres habían fomentado gradualmente la unión de las provincias. Sus pacíficos habitantes disfrutaban, incluso en exceso, de las ventajas del lujo y la riqueza.

Se conservaba con decorosa reverencia la imagen de una constitución libre: el Senado romano parecía poseer la autoridad soberana y recaían en los emperadores todos los poderes ejecutivos de gobierno.

Durante un feliz período de más de ocho décadas, la virtud y las habilidades de Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio dirigieron la administración pública.

Las principales conquistas de los romanos se lograron bajo la República, y los emperadores, en su mayor parte, se contentaron con conservar los dominios adquiridos mediante la política del Senado, la emulación activa de los cónsules y el entusiasmo marcial del pueblo.

Los primeros siete siglos rebosaron de una rápida sucesión de triunfos; pero correspondió a Augusto renunciar al ambicioso proyecto de dominar toda la Tierra e introducir un espíritu de moderación en los organismos públicos.

Inclinado a la paz por su carácter y situación, no le costó mucho descubrir que Roma, en el estado de entusiasmo del momento, tenía mucho menos que ganar que temer del riesgo que suponían las armas; y que, en la prosecución de guerras remotas, la empresa se hacía cada día más difícil, el acontecimiento más dudoso y la posesión, más precaria y menos beneficiosa.

En lugar de exponer su persona y sus legiones a las flechas de los partos, obtuvo mediante un tratado honroso, la restitución de los estandartes y prisioneros arrebatados en la derrota de Craso.

A la muerte del emperador, su testamento se leyó en público en el Senado. Legaba a sus sucesores, como valiosa herencia, el consejo de confinar el Imperio dentro de los límites que la naturaleza parecía haberle concedido como fronteras y baluarte permanentes: Al Oeste, el Océano Atlántico; el Rin y el Danubio al Norte; el Éufrates al Este, y hacia el sur los arenosos desiertos de Arabia y África.

Felizmente para el sosiego de la humanidad, los temores y los vicios de los sucesores inmediatos de Augusto adoptaron el moderado sistema recomendado por la sabiduría de éste.

La fama militar de un súbdito se consideraba una invasión insolente de las prerrogativas imperiales, y se convirtió no sólo en interés sino en deber de todo general romano vigilar las fronteras confiadas a sus cuidados, sin aspirar a realizar conquistas que podrían haber resultado tan fatales para él como para los bárbaros derrotados.

La única adquisición que recibió el Imperio Romano durante el primer siglo de la era cristiana fue la provincia de Britania.

Trajano conquista la Dacia (Rumanía), convirtiéndola en una nueva provincia. Después en Oriente formó las provincias de Arabia, Mesopotamia y Asiria.

Pero Adriano, su sucesor, renunció a todas las conquistas orientales de Trajano.

Devolvió a los partos la posibilidad de elegir un soberano independiente, retiró las guarniciones romanas de las provincias de Armenia, Mesopotamia y Asiria, y, conforme con el precepto de Augusto, volvió a establecer el Éufrates como frontera del Imperio.

Adriano y Antonino Pío persistieron en el propósito de mantener la dignidad del Imperio sin intentar ampliar sus límites. Con todos los recursos honorables a su alcance, fomentaron la amistad de los bárbaros e intentaron convencer a la humanidad de que el poder romano, más allá del apetito de conquistas se movía sólo por amor al orden y a la justicia.

Durante un largo período de 43 años, el éxito coronó sus virtuosos esfuerzos, y, si exceptuamos unas pocas hostilidades de carácter menor que sirvieron para ejercitar a las legiones de las fronteras, los reinados de Adriano y Antonino Pío ofrecen la hermosa perspectiva de la paz universal.

El terror que provocaban los ejércitos romanos añadía peso y dignidad a la moderación de los emperadores.

La fuerza militar que a Adriano y Antonino Pío les bastó con exhibir, la ejerció el emperador Marco Aurelio contra los partos y los germanos.

En las etapas más puras de la República, el uso de las armas estaba reservado a los ciudadanos que tenían un país que amar, una propiedad que defender y cierta participación en la promulgación de unas leyes que respetaban tanto por interés como por obligación.

Sin embargo, mientras la libertad pública fue menguando a medida que aumentaban las conquistas, la guerra fue perfeccionándose como arte y degradándose al transformarse en profesión.

Pero las legiones, incluso cuando se reclutaban en las provincias más distantes, debían estar integradas por ciudadanos romanos.

La virtud pública que entre los antiguos se denominaba “patriotismo” se deriva de la firme convicción de que nuestro interés radica en la preservación y prosperidad del gobierno libre del que somos miembros.

Este sentimiento, que convirtió a las legiones de la República en tropas casi invencibles, apenas existía entre los mercenarios de un príncipe (emperador) despótico, y se hizo necesario compensar esta carencia mediante otros motivos de distinta naturaleza, pero no por ello menos poderosa: el honor y la religión.

Pero además aliviaban las penalidades de la vida militar: la paga regular, donativos ocasionales y una recompensa establecida para cuando terminaran el período de servicio, mientras que, por otra parte, era imposible escapar a los más severos castigos por cobardía o desobediencia. Los centuriones estaban autorizados a castigar con golpes y los generales tenían derecho a castigar con la muerte, y era máxima inflexible de la disciplina romana que un buen soldado temiera más a sus superiores que al enemigo.

El historiador moderno puede transmitir una imagen más justa de la grandeza de Roma señalando que el Imperio medía más de 3.200 kilómetros de anchura desde el muro de Antonino y los límites septentrionales de Dacia hasta el Atlas y el Trópico de Cáncer; que a lo largo, medía más de 4.800 kilómetros desde el Océano occidental al Éufrates; que estaba situado en la mejor zona del clima templado, entre los 24 y los 56 grados de latitud Norte, y que ocupaba más de cuatro millones de kilómetros cuadrados, casi todos ellos de tierra fértil y bien cultivada.

La sabiduría de las distintas épocas erigió y conservó el firme edificio del poder romano.

Las obedientes provincias de Trajano y los Antoninos estaban unidas por las leyes y adornadas por las artes; podían llegar a sufrir algún abuso por parte de la autoridad delegada, pero el principio general de gobierno era sabio, sencillo y benefactor. Conservaban la religión de sus antepasados y, al mismo tiempo, se les concedían honores y beneficios civiles, con justicia y en pie de igualdad con sus conquistadores.

En cuanto a los distintos tipos de culto que prevalecían en el mundo romano, el pueblo los consideraba igualmente ciertos; el filósofo, igualmente falsos, y el magistrado, igualmente útiles, de modo que la tolerancia produjo no sólo indulgencia mutua, sino incluso concordia religiosa.

La elegante mitología de Homero dio una forma bella y casi armónica al politeísmo del mundo antiguo.

A pesar de que la irreligiosidad estuviera de moda durante la época de los Antoninos, se respetaban los intereses de los sacerdotes como la credulidad del pueblo.

En sus escritos y su conversación los filósofos de la antigüedad afirmaban la dignidad independiente de la razón, pero sometían sus actos a las normas de la ley y la costumbre.

Con el especioso pretexto de abolir los sacrificios humanos, los emperadores Tiberio y Claudio suprimieron el peligroso poder de los “druidas”, pero los sacerdotes, los dioses y sus altares perduraron en un secreto apacible hasta la destrucción final del paganismo.

La política intolerante de preservar la pureza de sangre de los antiguos ciudadanos, sin mezclas extranjeras, puso freno a la fortuna y aceleró la ruina de Atenas y Esparta.

El talante ambicioso de Roma sacrificó la vanidad a la ambición y consideró más prudente, así como más honroso, atraer hacia sí la virtud y el mérito ahí donde se encontrara, fuera entre esclavos o extranjeros, enemigos o bárbaros.

Cuando los aliados de Roma pidieron compartir honores y privilegios, el Senado prefirió recurrir a las armas antes que llegar a una concesión ignominiosa.

Los samnitas y los lucanos pagaron cara su osadía, pero el resto de los Estados itálicos, a medida que regresaban al lugar que les correspondía, fueron admitidos en el seno de la República y pronto contribuyeron a la ruina de la libertad pública.

Bajo un gobierno democrático, los ciudadanos ejercen los poderes de la soberanía, y, si estos poderes se entregan a una multitud inmanejable, primero se abusará de ellos y más tarde se perderán. Sin embargo, cuando el gobierno de los emperadores suprimió “las asambleas populares”, los conquistadores sólo se distinguieron de los vencidos por su pertenencia al primero y más honorable rango de súbditos, y su incremento, por rápido que fuera, ya no se vio expuesto a los mismos peligros.

Con todo, los príncipes (emperadores) más sabios, que adoptaron las máximas de Augusto, conservaron con el más estricto cuidado la dignidad del nombre romano y administraron con generosidad prudente la libertad de la ciudadanía.

Hasta que los privilegios de los romanos se extendieron progresivamente a todos los habitantes del Imperio, se mantuvo una distinción importante entre Italia y las provincias. Italia se consideraba el centro de la unidad pública y la firme base de la constitución, y reclamaba ser lugar de nacimiento o, por lo menos, de residencia de los emperadores y el Senado.

Gradualmente se fue formando una nación de romanos en las provincias mediante el doble recurso de introducir colonos y de admitir a la libertad de Roma a los individuos más fieles y dignos.

“Donde quiera que el romano llega en sus conquistas, allí habita” es una reflexión muy justa de Séneca.

Los itálicos, movidos por el placer o el interés, se apresuraron a disfrutar de las ventajas de la victoria, y podemos señalar que, transcurridos unos 40 años desde la conquista de Asia, las crueles órdenes de Mitrídates provocaron la matanza de 80.000 romanos en un solo día.

La mayoría de estos exiliados voluntarios se dedicaba al comercio, la agricultura y a la recaudación de impuestos. Pero después de que los emperadores establecieran las legiones de modo permanente, las provincias de poblaron de soldados; los veteranos, tras recibir en forma de tierras o dinero la paga por sus servicios, por lo general se establecían con sus familias en el país donde habían vivido con honra la juventud.

En todo el Imperio, pero especialmente en la zona occidental, las regiones más fértiles y los emplazamientos más adecuados se reservaban para el establecimiento de “colonias”, algunas civiles y otras militares.

Las poblaciones de los “municipium” alcanzaron de modo gradual el nivel y el esplendor de las “colonias”, y durante la época de Adriano se discutía qué condición era preferible, si la de las sociedades que habían surgido de Roma (colonias) o la de las que se habían hecho romanas posteriormente (municipium).

El derecho del Lacio (ius Latii) confería a las ciudades a las que se concedía un trato especial. Sólo los magistrados (de estas ciudades), cuando terminaba su período de servicio, alcanzaban la ciudadanía romana; sin embargo, dado que los cargos eran anuales, en pocos años pasaban por ellos los miembros de todas las familias principales.

Los habitantes de las provincias autorizados a llevar armas en las legiones o los que desempeñaban cualquier empleo civil –en definitiva, todos los que realizaban cualquier servicio público o demostraban cualquier talento personal – recibían como recompensa un regalo (la ciudadanía romana) cuyo valor fue reduciéndose a la par que aumentaba la prodigalidad de los emperadores.

No obstante, incluso en la era de los Antoninos cuando la libertad de la ciudad (la “ciudadanía romana”) se había concedido a la mayoría de sus súbditos, seguía suponiendo grandes ventajas.

El grueso de la población adquiría con ese título el beneficio de las leyes romanas, en especial en lo referente al matrimonio, testamento y herencia; y el camino a la fortuna se abría para aquellos cuyas pretensiones se basaban en el mérito o en el favor. Los nietos de los galos que sitiaron a Julio César en Alesia mandaron legiones, gobernaron provincias y fueron admitidos en el Senado de Roma.

Tan sensibles eran los romanos a la influencia de la lengua sobre las costumbres nacionales que su mayor interés era extender el uso del latín con el avance de sus ejércitos.

Los antiguos dialectos de la península italiana – el sabino, el etrusco, el véneto – se hundieron en el olvido; en cambio, en las provincias, el Este fue menos receptivo que el Oeste al habla de sus victoriosos preceptores.

Esta diferencia obvia marcó las dos partes del Imperio con una variedad de matices, que, si bien quedó en cierto modo oculta durante los años de esplendor de la prosperidad, fue haciéndose más visible a medida que las sombras de la noche caían sobre el mundo romano.

Es un lugar común la afirmación de que la victoriosa Roma se encontraba sometida a las artes de Grecia.

Pero, al tiempo que reconocían el encanto de la lengua griega, afirmaban la dignidad de la latina, y el empleo exclusivo de esta última se mantuvo de modo inflexible en la administración del gobierno, tanto civil como militar.

Las dos lenguas establecieron, simultáneamente, una jurisdicción separada en todo el Imperio; la primera como lengua natural de la ciencia, y la segunda, como expresión legal de las transacciones públicas.

Quienes unían las letras con los negocios, dominaban ambas y era casi imposible, en cualquier provincia, encontrar un súbdito romano educado que desconociera a un tiempo el griego y el latín.

El avance de las costumbres se fue acelerando con la virtud o la política de los emperadores; y mediante los edictos de Adriano y los Antoninos, la protección de las leyes se extendió a lo más miserable de la humanidad.

El poder sobre la vida y la muerte de los esclavos, que se había ejercido y del que incluso se había abusado, se retiró de las manos privadas y se reservó a los magistrados. Se abolieron las cárceles subterráneas y, bajo la acusación de tratamiento intolerable, un esclavo podía obtener la libertad o un amo menos cruel.

Según dictaba la antigua jurisprudencia, dado que el esclavo no poseía país propio, cuando conseguía la libertad pasaba a formar parte de la sociedad política de su amo. La consecuencia de esta máxima habría prostituido los privilegios de la ciudadanía romana a una multitud miserable y promiscua.

Por lo tanto, se establecieron las oportunas excepciones y se determinó que sólo esclavos concretos y por causas justas, previa aprobación del magistrado, fueran manumitidos de modo legal y solemne.

A estos “libertos” escogidos se les otorgaban los derechos privados de los ciudadanos y se los excluía rigurosamente de los honores civiles o militares.

La proporción de esclavos, considerados como una propiedad, era mucho mayor que la de criados, que sólo podían verse como gasto.

Los jóvenes (esclavos) que prometían recibían instrucciones en las artes y en las ciencias, y su precio se establecía en función de su habilidad o talento.

Para un comerciante o fabricante resultaba más rentable comprar que contratar a sus empleados y, en el campo, se empleaban esclavos como el más barato y laborioso de los instrumentos de la agricultura.

La unión y la paz interna fueron las consecuencias naturales de la política moderada y extensiva emprendida por los romanos.

Si volvemos los ojos hacia la monarquía de Asia, contemplamos que el centro estaba marcado por el despotismo y la periferia por la debilidad, que la recaudación de impuestos o la administración de la justicia se garantizaban con la presencia del ejército, que los bárbaros hostiles se establecían en el corazón del país, que los sátrapas hereditarios usurpaban el dominio de las provincias y que los súbditos, si bien eran incapaces de vivir en libertad, tenían tendencia a la rebelión.

En cambio, en el mundo romano, la obediencia era uniforme, voluntaria y permanente. Las naciones vencidas, mezcladas en un gran pueblo, renunciaban a la esperanza, e incluso al deseo, de recobrar la independencia y apenas consideraban que su existencia fuera distinta de la de Roma.

La autoridad establecida de los emperadores dominaba sin esfuerzo sus amplios territorios, y se ejercía con idéntica finalidad a las orillas del Támesis o a las del Nilo que a las del Tíber.

Las legiones estaban destinadas a combatir al enemigo público y el magistrado civil pocas veces necesitaba la ayuda de una fuerza militar.

En este estado de seguridad general, la opulencia y el ocio, tanto del príncipe (emperador) como del pueblo, se dedicaban a mejorar y embellecer el Imperio romano.

Muchas de esas obras se construyen con dinero privado y casi todas ellas se destinan al beneficio público.

En las repúblicas de Atenas y de Roma, la modesta sencillez de las casas particulares proclamaba la condición de igualdad de los ciudadanos libres, mientras que la soberanía del pueblo se representaba en los majestuosos edificios destinados al uso público; este espíritu republicano no se extinguió por completo con la llegada del lujo y la monarquía (imperio).

Los más virtuosos de los emperadores hicieron alarde de su magnificencia en obras dedicadas a la gloria y el beneficio de la nación. El palacio dorado (domus aurea) de Nerón suscitó justa indignación, pero el amplio solar que su egoísta afán de lujo usurpó se empleó de modo más noble durante los reinados posteriores para ubicar el Coliseo, los baños de Tito, el pórtico de Claudio y los templos dedicados a la diosa de la paz y al genio de Roma.

A poca distancia, se encontraba el Foro de Trajano. En el centro se elevaba una columna de mármol de unos 33 metros de altura. Esta columna, que subsiste en su antigua belleza, exhibía una representación exacta de las victorias de su fundador en Dacia (Trajano).

Todos los demás barrios de la capital y todas las provincias del Imperio se embellecieron gracias al mismo espíritu generoso de magnificencia pública y se llenaron de anfiteatros, teatros, templos, pórticos, arcos triunfales, baños y acueductos, todos ellos dedicados a favorecer la salud, la devoción y los placeres del más humilde ciudadano.

Acueductos de Spoleto, Metz o Segovia muestran que esas ciudades de provincia habían sido en otros tiempos residencia de algún poderoso monarca.

A pesar de la tendencia del hombre a exaltar el pasado y menospreciar el presente, tanto los romanos como los habitantes de las provincias eran conscientes de la calma y prosperidad del Imperio.

“Reconocían que los verdaderos principios de la vida social, las leyes, la agricultura y la ciencia, inventados por la sabiduría de Atenas, estaban ahora firmemente establecidos por el poder de Roma, bajo cuya auspiciosa influencia los más fieros bárbaros estaban unidos por el mismo gobierno y un lenguaje común…”.

Apenas era posible que los ojos de los contemporáneos descubrieran en el júbilo público las causas latentes de la decadencia y corrupción.

Esta larga paz, junto con el gobierno uniforme de los romanos, introdujeron un veneno lento y secreto en los órganos vitales del Imperio.

La mente de los hombres fue reduciéndose gradualmente al mismo nivel, el fuego del genio se extinguió e incluso el espíritu militar se evaporó.

Los nativos de Europa eran valientes y robustos: Hispania, Galia, Britania e Iliria proporcionaban excelentes soldados a las legiones y constituían la verdadera fuerza de la monarquía (el imperio).

Conservaban su valor personal, pero ya no poseían el coraje público que se alimenta del amor a la independencia, el sentido del honor nacional, la presencia del peligro y la costumbre del mando.

Recibían leyes y gobernantes de la voluntad de su soberano y confiaban su defensa a un ejército mercenario.

El amor a las letras, algo casi inseparable de la paz y el refinamiento se impuso entre los súbditos de Adriano y los Antoninos, hombres cultivados y curiosos, y se difundió por todo el territorio del Imperio; las tribus más septentrionales de los britanos se aficionaron a la retórica; se transcribía y se estudiaba a Homero y Virgilio a las orillas del Rin y del Danubio, y los más débiles destellos del mérito literario recibían las recompensas más espléndidas.

Los griegos cultivaban con éxito las ciencias físicas y astronómicas; las observaciones de Ptolomeo y los éxitos de Galeno todavía son objeto de estudio para quienes han mejorado sus descubrimientos y corregido sus errores, pero si exceptuamos al inimitable Luciano, esta época de indolencia transcurrió sin producir un solo escritor de genio original o destacado en el arte de la composición elegante.

Si se pidiera a cualquiera que determinara el período de la historia del mundo en que la condición de la raza humana fue más próspera y feliz, mencionaría sin duda la que se extiende entre la muerte de Domiciano hasta el ascenso de Cómodo.

El gran territorio del Imperio romano estuvo gobernado por un poder absoluto, guiado por la virtud y la sabiduría.

Pero la limitación ideal de la ley y el Senado podía servir para mostrar las virtudes, pero nunca para corregir los vicios del emperador.

La “edad de oro” de Trajano y de los Antoninos había estado precedida por una “edad de hierro”. Resulta casi superfluo citar a los indignos sucesores de Augusto. Sus vicios sin parangón y el espléndido teatro en que actuaron los han salvado del olvido.

El oscuro e implacable Tiberio, el furioso Calígula, el débil Claudio, el disoluto Nerón, el bestial Vitelio y el timorato e inhumano Domiciano quedan condenados a una infamia pemanente.

El Imperio de los romanos ocupaba todo el mundo y cuando este imperio cayó en manos de una sola persona, el mundo entero se convirtió en una prisión segura y temible para sus enemigos.

La época de anarquía militar (siglo III d. de C.)

Después de que Cómodo fuera asesinado, hubo muchos asesinatos de emperadores, colocados en el poder por la guardia pretoriana o por los soldados.

Uno de esos prefectos del pretorio fue un árabe llamado Filipo.

El principal mérito histórico de Filipo fue la elaborada celebración (248 d. de C.) de los grandes “juegos seculares” de Roma, los quintos desde la fundación de la ciudad, fechada diez siglos antes.

Sin embargo, su total incapacidad para disipar la inestabilidad política del Imperio resultó patente en los tristes acontecimientos que pronto sucedieron.

Entre los grandes “juegos seculares” celebrados por Filipo y la muerte del emperador Galieno (248 – 268 d. de C.) transcurrieron 20 años de ignominia y desventura.

Durante ese período calamitoso, en todo momento y todas las provincias del mundo romano se vieron afectados por los invasores bárbaros y los tiranos militares, y el Imperio en ruinas parecía acercarse al último y fatal momento de su disolución.

Es sencillo imaginar que el asesinato sucesivo de tantos emperadores había relajado los vínculos de lealtad entre el príncipe (emperador) y el pueblo; que todos los generales de Filipo estaban dispuestos a imitar el ejemplo de su señor, y que el capricho de los ejércitos habituados desde tiempo atrás a las revoluciones frecuentes y violentas, podía en cualquier momento situar en el trono al más oscuro de los soldados.

La rebelión contra el emperador Filipo estalló en el verano del año 249 d. de C. entre las legiones de Mesia, y que un oficial subalterno llamado Marino fue el objeto de su sediciosa elección.

Filipo se asustó, temiendo que la traición del ejército de Mesia pudiera resultar la primera chispa de una conflagración general. Trastornado por la conciencia de su culpa y del peligro que corría, comunicó la noticia al Senado, donde se hizo el silencio como resultado del temor o tal vez del descontento, hasta que Decio, uno de los miembros de la asamblea, se aventuró a mostrar mayor intrepidez que el propio emperador.

Filipo consideró a Decio la única persona preparada para restaurar la paz y la disciplina en un ejército cuyo tumultuoso espíritu no se había extinguido de inmediato tras el asesinato de Marino.

Pero la legión de Mesia (249 d. de C.) forzó a Decio a tomar la púrpura, planteándole la alternativa de la púrpura o la muerte.

Entonces Decio dirigió o siguió al ejército hasta los confines de Italia, donde Filipo, reunidas todas las fuerzas para repeler al formidable competidor que había encumbrado, avanzaba para hacerle frente.

Filipo murió en la batalla o lo mataron unos días después en Verona; su hijo, con el que compartía el Imperio, fue asesinado en Roma por la Guardia Pretoriana, y el Senado y las provincias reconocieron al victorioso Decio.

Después de que el emperador Decio dedicara unos meses a la construcción de la paz y la administración de la justicia (250 d. de C.), la invasión de los godos exigió su presencia a las orillas del Danubio.

Es la primera ocasión relevante en que la Historia menciona a este gran pueblo que más tarde quebrantaría el poder romano, saquearía el Capitolio y reinaría en la Galia, Hispania e Italia.

A principios del siglo VI d. de C. y tras la conquista de Italia, los godos, engrandecidos, se recrearon en sus glorias pasadas y futuras, y desearon conservar recuerdo de sus antepasados y transmitir a la posteridad sus hazañas.

El ministro principal de la corte de Ravena, el docto Casiodoro, satisfizo el deseo de los conquistadores en su “Historia Gothica”, compuesta por doce libros de la que sólo conocemos el imperfecto resumen de Jornandes.

En la época de los Antoninos los godos seguían asentados en Prusia.

Durante el reinado de Alejandro Severo, la provincia romana de Dacia había conocido ya su proximidad gracias a incursiones frecuentes y destructivas.

Sin embargo, debemos situar la segunda migración de los godos desde el Báltico hasta el mar Euxino (mar Negro) en este intervalo de unos setenta años, si bien ignoramos la causa que lo produjo, al igual que los diversos motivos que impulsaban la conducta de aquellos bárbaros errantes. Fuera una peste o una hambruna, una victoria o una derrota, un oráculo de los dioses o la elocuencia de un dirigente osado, lo cierto es que bastó para empujar a los ejércitos godos hacia los climas más benignos del sur.

La fama de una gran empresa animó a los guerreros más valientes de todas las tribus vándalas de Germania, a muchos de los cuales se los vio unos años más tarde combatiendo bajo el estandarte común de los godos.

A medida que los godos se acercaron al mar Euxino, encontraron una raza de sármatas más pura: los yacigios, los alanos y los roxolanos; y tal vez fueron los primeros germanos en ver la desembocadura del Borístenes (Dnieper) y del Tanais (Don).

Los godos se habían apoderado de Ucrania, un país de extensión considerable y fertilidad insólita, cruzada por ríos navegables que, procedentes de ambos lados, desembocan en el Borístenes (Dnieper), entre los que crecen grandes y altos bosques de robles. La abundancia de caza y pesca, las innumerables colmenas depositadas en los huecos de los árboles viejos y en las cavidades de las rocas, el tamaño del ganado, la temperatura del aire, lo adecuado del suelo para todo tipo de cereales y lo lujurioso de la vegetación eran muestra de la generosidad de la naturaleza y suponían una tentación para la laboriosidad del hombre. Sin embargo, los godos resistieron todas estas tentaciones y siguieron manteniendo una vida de ociosidad, pobreza y rapiña.

Las hordas escitas, que por el Este limitaban con las nuevas poblaciones godas, no ofrecían a sus ejércitos más que la incierta posibilidad de una victoria infructuosa.

Sin embargo, la perspectiva de los territorios romanos era mucho más atractiva.

La nueva y agitada provincia romana de Dacia no era ni lo bastante fuerte ni lo bastante rica para saciar la codicia de los bárbaros.

En la medida en que las remotas orillas del Dniester se consideraban las fronteras del poder romano, las fortificaciones del curso bajo del Danubio se vigilaban más estrechamente, y los habitantes de Mesia vivían en una seguridad abúlica, convencidos de que se encontraban a una distancia tal que resultaban inaccesibles para los invasores bárbaros. Las irrupciones de los bárbaros durante el reino de Filipo lo convencieron de su error.

El rey o jefe de esa feroz nación atravesó con desprecio la provincia de la Dacia y cruzó el Dniester y el Danubio sin encontrar oposición alguna capaz de retrasar su avance.

“La relajada disciplina de las tropas romanas traicionó los puestos más importantes donde estaban destacadas, y el miedo al castigo merecido indujo a gran parte de los soldados a alistarse bajo el estandarte de los godos.

La diversa multitud de los bárbaros apareció finalmente bajo las murallas de “Marcianópolis”, ciudad construida por Trajano en honor a su hermana y en esa época capital de la Segunda Mesia. Los habitantes accedieron a pagar una gran cantidad de dinero para conservar la vida y sus propiedades y los invasores se retiraron a sus páramos.

Pronto se comunicó al emperador Decio la noticia de que Cniva, rey de los godos había cruzado el Danubio por segunda vez con mayor número de fuerzas.

Decio encontró a los godos (250 d. de C.) ante “Nicópolis”, recuerdo de la victoria de Trajano.

Cuando se acercó levantaron el sitio, pero con la intención de avanzar hacia una conquista de más importancia: “Filipópolis”, ciudad de Tracia fundada por el padre de Alejandro Magno, cerca del pie del monte Hemo.

Tras una larga resistencia durante la que no recibió ayuda, Filipópolis fue tomada al asalto.

Según se dice cien mil personas fueron asesinadas en el saqueo de aquella gran ciudad. Muchos prisioneros importantes incrementaron el valor del botín.

Y Prisco, hermano del difunto emperador Filipo, no se sonrojó al revestirse con la púrpura bajo la protección de los enemigos bárbaros de Roma.

Sin embargo, el tiempo gastado en aquel largo sitio (asedio) permitió a Decio reanimar el coraje, restaurar la disciplina y reforzar las tropas.

Mientras Decio combatía contra la violencia de la tempestad, su mente, tranquila y pausada en pleno tumulto bélico, investigaba las causas más generales que, desde la época de los Antoninos, habían acelerado de tal modo la decadencia de la grandeza romana.

Pronto descubrió que era imposible recuperar aquella grandeza de modo permanente sin restaurar las virtudes públicas, las costumbres y los principios antiguos y la oprimida autoridad de las leyes.

Para llevar a cabo aquel plan noble pero arduo decidió primero recuperar el obsoleto cargo de “censor”, un puesto que mientras existió en su integridad original contribuyó en gran medida a la permanencia del Estado, hasta que lo usurparon los césares (emperadores) y fueron abandonándolo gradualmente.

Sometió la elección del “censor” a la voz ecuánime del Senado.

Mediante un voto unánime, Valeriano, que más tarde sería emperador y por aquel entonces servía con distinción en el ejército de Decio, fue declarado (27 de octubre de 251 d. de C.) el más digno de aquel alto honor.

“Venturoso Valeriano, acepta el puesto de censor de la humanidad y júzganos por nuestras costumbres. Elegirás a quienes merezcan seguir siendo miembros del Senado, devolverás su antiguo esplendor al orden ecuestre, mejorarás las rentas del Estado al tiempo que moderarás las cargas públicas. Distinguirás en clases permanentes las diversas e infinitas multitudes de ciudadanos y registrarás con minuciosidad la fuerza militar, la riqueza, la virtud y los recursos de Roma. Tus decisiones tendrán fuerza de leyes. El ejército, el palacio, los ministros de justicia y los grandes oficiales del Imperio están todos sometidos a tu tribunal. Nadie queda exento, excepto los cónsules ordinarios, el prefecto de la ciudad, el rey de los sacrificios y (mientras conserve inviolada su castidad) la mayor de las vírgenes Vestales”.

La proximidad de la guerra pronto puso fin a la prosecución de un proyecto tan atractivo como imposible de llevar a cabo.

Un “censor” puede mantener la moralidad del Estado, pero nunca devolverla. Es imposible que ese magistrado ejerza su autoridad con provecho, ni siquiera de modo eficaz, a menos que lo respalden en el espíritu del pueblo un vivo sentido del honor y la virtud, un adecuado respeto por la opinión pública y una serie de prejuicios útiles que apoyen las costumbres nacionales.

Resultaba más sencillo vencer a los godos que erradicar los vicios públicos, si bien Decio perdió el ejército y la vida en la primera de esas empresas. Los bárbaros quisieron pactar, pero Decio seguro de la victoria se negó y los bárbaros prefirieron la muerte a la esclavitud. Una ciudad de Mesia “Forum Terebronii” fue el escenario de la batalla.

En el pantano, el ejército romano, tras una lucha inútil, se vio irremediablemente perdido. Tal fue el destino de Decio en el 50º año de su vida tras comportarse como un buen príncipe (emperador), activo en la guerra y afable en la paz; el cual, junto a su hijo, ha merecido ser comparado, tanto en la vida como en la muerte, con los más destacados ejemplos de la virtud clásica.

Este golpe fatal humilló, durante un brevísimo período, la insolencia de las legiones.

Como justa muestra de consideración a la memoria de Decio, el título imperial se confirió a Hostiliano (diciembre del 251 d. de C.), su único hijo superviviente, sin embargo, se concedió un rango similar con más poder real a Galo.

La primera ocupación del nuevo emperador(Galo) fue liberar las provincias ilirias de la carga intolerable de los godos victoriosos. Consintió en dejar en manos de éstos (252 d. de C.) los ricos frutos de su invasión: un inmenso botín, y lo que fue todavía peor, un gran número de prisioneros del más alto mérito y calidad. Suministró a su campamento toda comodidad que pudiera calmar su enfado o facilitar su deseada marcha, e incluso prometió pagarles anualmente una gran cantidad de oro a condición de que nunca más volvieran a infestar los territorios de Roma con sus incursiones.

Pero esta estipulación de un pago anual a un enemigo victorioso pareció, sin disimulo alguno, un tributo ignominioso; la mentalidad de los romanos todavía no estaba acostumbrada a aceptar leyes tan desiguales de un tributo de bárbaros, y el emperador, que mediante esa concesión necesaria probablemente había salvado a su país, se convirtió en objeto de desprecio y de la aversión general.

La muerte de Hostiliano si bien tuvo lugar en medio de una tremenda plaga de peste, se interpretó como crimen personal de Galo, e incluso la voz de la sospecha achacó la derrota del difunto emperador a los pérfidos consejos de su odiado sucesor.

La tranquilidad que disfrutó el Imperio durante el primer año de su gobierno sirvió más para inflamar que para apaciguar el descontento público, y tan pronto como desapareció el temor a la guerra, el desdoro de la paz se hizo más perceptible y doloroso.

Sin embargo, la irritación de los romanos llegó a un grado todavía mayor cuando descubrieron que a costa de su honor, ni siquiera habían garantizado su sosiego. Se había revelado al mundo el peligroso secreto de la riqueza y la debilidad del Imperio.

Nuevos enjambres de bárbaros (253 d. de C.) estimulados por el éxito de sus hermanos, pero sin sentirse atados por sus obligaciones, devastaron las provincias ilirias y extendieron el terror hasta las mismas puertas de Roma.

Emiliano, gobernador de Panonia y de Mesia, asumió la defensa de la monarquía (Imperio) que el pusilánime emperador parecía haber abandonado, reagrupando las tropas dispersas y animando el espíritu decaído de las tropas.

Los bárbaros fueron atacados por sorpresa, aplastados y perseguidos más allá del Danubio.

El jefe victorioso distribuyó como donativo el dinero recaudado para el tributo (a los bárbaros), y las aclamaciones de los soldados lo proclamaron emperador en el campo de batalla.

Galo, que, olvidando el bien general, se recreaba con los placeres de Italia, recibió casi simultáneamente la noticia del éxito del levantamiento y del rápido progreso del lugarteniente que aspiraba a quitarle el puesto. Avanzó a su encuentro hasta la llanura de Spoleto. Cuando los ejércitos quedaron a la vista, los soldados de Galo compararon la ignominiosa conducta de su soberano con la gloria de su rival. Admiraron el valor de Emiliano y se sintieron atraídos por su generosidad, ya que ofreció un aumento considerable de la paga a todos los que desertaran.

El asesinato de Galo y de su hijo Valeriano puso fin a la guerra civil, y el Senado (253 d. de C.) sancionó legalmente los derechos de conquista.

Pero transcurrieron menos de cuatro meses entre su victoria y su caída.

Había vencido a Galo y cayó bajo el peso de un competidor más formidable que éste.

El infortunado príncipe (Galo) había enviado a Valeriano, distinguido ya con el honorable título de “censor”, para que fuera a buscar las legiones de la Galia y Germania en su ayuda.

Valeriano ejecutó el encargo con celo y fidelidad y, puesto que llegó demasiado tarde para salvar a su soberano, decidió vengarlo.

Las tropas de Emiliano, que seguían acampadas en las llanuras de Spoleto, sentían reverencia por la santidad de su carácter, pero mucha más por la fuerza superior de su ejército; y de la misma manera que eran ahora tan incapaces de fidelidad constitucional, se apresuraron a mancharse las manos (agosto del 253 d. de C.) con la sangre de un príncipe que acababa de escoger.

Los beneficios los recogió Valeriano, que obtuvo el trono gracias a una guerra civil.

Valeriano tenía unos 60 años cuando fue investido con la púrpura.

El Senado y el pueblo reverenciaban su noble origen, sus modales suaves, pero sin tacha, su sabiduría, prudencia y experiencia.

La conciencia de su decadencia lo empujó a compartir el trono con un socio más joven y activo; la urgencia de la época exigía tanto un general como un príncipe.

Valeriano invistió inmediatamente con los honores supremos a su hijo Galieno.

El gobierno conjunto de padre e hijo duró unos 7 años y el de Galieno continuó ocho años más (253 -268).

Durante los reinados de Valeriano y de Galieno, los enemigos más peligrosos de Roma fueron los francos, los alamanes, los godos y los persas.

Durante los reinados de Valeriano y de Galieno, la frontera del Danubio estuvo permanentemente infestada por las incursiones de los Germanos y los sármatas, pero los romanos defendieron con una firmeza y un éxito superiores a los normales.

Aunque algunas rápidas partidas de los bárbaros que se cernían incesantemente sobre las orillas del Danubio, llegaron a penetrar hasta los confines de Italia y Macedonia, por lo general los lugartenientes del Imperio detenían su avance.

Pero cayó en poder de los godos Trebisonda, celebrada en la retirada de los “Diez mil” como antigua colonia de los griegos, que debía su riqueza y se esplendor a la munificencia del emperador Adriano, que había construido un puerto artificial en una costa a la que la naturaleza no había otorgado refugios seguros. La ciudad era grande y populosa, una doble muralla parecía desafiar la furia de los godos, y la guarnición habitual estaba reforzada con 10.000 hombres. Sin embargo, ninguna ventaja puede suplir la ausencia de disciplina y vigilancia.

La numerosa guarnición de Trebisonda, disipada en juegos y lujos, no se tomó la molestia de vigilar sus inexpugnables fortificaciones.

El rico botín de Trebisonda llenó la gran flota de barcos que habían encontrado en el puerto; encadenaron a los remos a los robustos jóvenes de la costa y los godos, satisfechos con el éxito de su primera expedición naval, regresaron a sus nuevas bases situadas en el reino del Bósforo.

Los trescientos años de paz que habían disfrutado los blandos habitantes de Asia habían terminado con el ejercicio de las armas y borrado toda sensación de peligro. Se habían desmoronado las viejas murallas y todos los ingresos de las ciudades más opulentas se habían destinado a la construcción de baños, templos y teatros.

El templo de Diana en Éfeso, después de resurgir con mayor esplendor tras siete asaltos sucesivos, finalmente sucumbió bajo la llama de los godos en su tercera invasión naval.

El templo de Diana en Éfeso era admirado como una de las maravillas del mundo.

En Persia Sapor, imaginando las dificultades o la degeneración de los romanos, obligó a las fuertes guarniciones de Carras y Nísibis a rendirse y sembró la devastación y el terror a ambos lados del Éufrates.

Valeriano, a pesar de su avanzada edad, decidió dirigirse en persona a defender el Éufrates.

Cruzó el Éufrates, se enfrentó al monarca persa cerca de las murallas de Edesa, fue vencido (260 d. de C.) y hecho prisionero por Sapor.

La majestad de Roma, oprimida por un persa, estaba protegida por un sirio o un árabe de Palmira.

La voz de la Historia, que en ocasiones es poco más que el órgano de expresión del odio o de la adulación, reprocha a Sapor que abusara con orgullo de los derechos de conquista.

Se nos cuenta que Valeriano, encadenado pero investido con la púrpura imperial, quedó expuesto a la multitud como espectáculo permanente de la grandeza caída; y que, cuando el monarca persa subía a un caballo, colocaba el pie en el cuello del emperador romano.

El emperador Galieno, que había soportado con impaciencia durante largo tiempo la severidad censora de su padre y compañero, recibió la noticia de su desgracia con placer secreto y manifiesta indiferencia.

Los lugartenientes de Valeriano, agradecidos al padre, al que estimaban, menospreciaban el servicio a la lujosa indolencia del indigno hijo (Galieno).

Ningún principio de lealtad sostenía el trono del mundo romano, y la traición contra un príncipe como aquél, fácilmente podría considerarse un acto de fidelidad al Estado.

De los 19 tiranos que surgieron durante el reinado de Galieno, ninguno disfrutó de una vida pacífica ni falleció de muerte natural.

Italia, Roma y el Senado siempre respaldaron a Galieno, que fue considerado el único soberano del Imperio.

Este príncipe (Galieno) accedió a reconocer las armas victoriosas de Odenato, que merecía esta distinción honorable por la conducta respetuosa que mantuvo siempre hacia el hijo de Valeriano.

Con el aplauso general de los romanos y el consentimiento de Galieno, el Senado confirió el título de “Augusto” al valiente ciudadano de Palmira y pareció confiarle el gobierno de Oriente, que poseía ya de modo tan independiente que, como si de una sucesión privada se tratara, legó a su ilustre viuda Zenobia.

La elección de estos emperadores precarios, su poder y su muerte fueron tan destructores para sus súbditos como para sus partidarios.

El precio de ese ascenso fatal recaía de inmediato sobre las tropas mediante un donativo inmenso, arrancado de las entrañas del pueblo extenuado.

Cuando caían, con ellos caían ejércitos y provincias.

Mientras las fuerzas públicas del Estado se disipaban en guerras privadas, las indefensas provincias quedaban expuestas a cualquier invasor.

Los usurpadores más valientes, debido a su confusa situación, se veían obligados a firmar tratados ignominiosos con el enemigo común, a comprar con tributos opresivos la neutralidad o los servicios de los bárbaros y a introducir a naciones hostiles e independientes en el corazón de la monarquía (Imperio).

Nuestro modo de pensar vincula de tal modo el orden del universo al destino del hombre que este lúgubre período de la Historia ha sido adornado con inundaciones, terremotos, meteoros insólitos, tinieblas sobrenaturales (eclipses) y una multitud de prodigios ficticios o exagerados.

Sin embargo, sí tuvo lugar una hambruna generalizada.

Fue la consecuencia inevitable de la rapiña y de la opresión, que acabaron con las cosechas del momento y con el germen de las futuras.

El hambre siempre va seguida de enfermedades epidémicas, efecto inmediato de una alimentación escasa y poco sana.

Con todo, otras causas debieron contribuir a la terrible plaga que entre el año 250 y el 265 d. de C. asoló cada provincia, cada ciudad y casi cada familia de todo el Imperio romano.

Durante una temporada, en Roma morían diariamente cinco mil personas, y muchas ciudades que habían escapado de las manos de los bárbaros quedaron completamente despobladas.

Se podría decir que la guerra, la peste y el hambre habían terminado, en pocos años, con la mitad de la especie humana.

Tras la caída de Galieno – a manos de sus soldados – la primera hazaña de su sucesor fue liberar al Imperio de una gran horda goda que había cruzado el mar Negro y se había extendido por las costas europeas y asiáticas del Mediterráneo.

Sin embargo, la peste que había diezmado a los galos también se llevó a Claudio (sucesor de Galieno) (270 d. de C.), que entregó el cetro a un distinguido general llamado Aureliano.

La primera misión de Aureliano consistió en un acuerdo final con los godos, que habían regresado con más hombres tras la muerte de Claudio.

Tras algún enfrentamiento sin desenlace definido, se zanjó el combate con la negociación, como resultado de lo cual los romanos renunciaron a la provincia de Dacia, situada más allá del Danubio, y los romanos que permanecían allí se aplicaron a la útil tarea de enseñar a los godos las artes de la civilización.

Aureliano tuvo que ocuparse entonces de los alamanes.

Finalmente fueron derrotados, pero el temor que causaban provocó el primer esfuerzo serio en varios siglos por fortificar la ciudad de Roma.

Aureliano falleció violentamente debido a las artimañas de un secretario traidor (275 d. de C.)

Tras ocho meses durante los cuales el mundo romano permaneció sin soberano, sin usurpador y sin sedición, finalmente el Senado escogió a un anciano e ilustre senador llamado Tácito (descendiente del gran historiador).

Pero las preocupaciones y los esfuerzos que imponían el Imperio aceleraron su muerte.

Le sucedió (276 d. de C.) un general llamado Probo.

En el transcurso de 6 breves años, Probo consiguió rechazar una serie de invasiones bárbaras, aplastar varias sediciones militares e incluso llevar cierta paz al Imperio.

Pero su celo por emplear soldados para llevar a cabo obras públicas de utilidad (drenar unas marismas cercanas al lugar de nacimiento del emperador) produjo un repentino motín de fatales resultados para él. Su sucesor Caro emprendió una larga y victoriosa guerra contra los persas, hasta que cayó víctima de un rayo y el temor supersticioso que sentía el mundo antiguo hacia estos fenómenos trajo consigo la inmediata retirada del ejército romano de la campaña de Persia.

Le sucedió Carino, su hijo mayor, que se dedicó a obsequiar al populacho con unos juegos espectaculares y recrearse en placeres.

El ejército, en el camino de regreso invistió con la púrpura a un general llamado Diocleciano (285 d. de C.), el más ambicioso y capaz reformador de los últimos emperadores de Roma.

Época de Diocleciano (284 -305 d. de C.)

Como Augusto, Diocleciano puede considerarse el fundador de un nuevo Imperio. Igual que el hijo adoptivo de Julio César se distinguió más como hombre de Estado que como guerrero, y ninguno de los dos príncipes empleó la fuerza cuando pudo conseguir los mismos fines mediante la política.

Tomando a Marco Aurelio como ejemplo, decidió compartir el poder con Maximiano, al que en un principio concedió el título de “César” y posteriormente de “Augusto” y con ello facilitó la defensa de Oriente y de Occidente.

La prudencia de Diocleciano descubrió que el Imperio, asaltado por todas partes por los bárbaros, exigía la presencia de un gran ejército y un emperador en cada costado.

Con esta idea, decidió una vez más dividir aquel poder tan difícil de manejar y, con el título inferior de “césar”, conceder a dos generales de mérito demostrado una parte igual de la autoridad soberana.

Las dos personas a quienes concedió el segundo lugar en la púrpura imperial fueron Galerio y Constancio Cloro.

Estos cuatro príncipes se distribuyeron el vasto Imperio romano.

La defensa de la Galia, Hispania y Britania se confió a Constancio.

Galerio se situó a la orilla del Danubio, como salvaguarda de las provincias ilirias.

Italia y África se consideraron la parte de Maximiano y Diocleciano se reservó Tracia, Egipto y los ricos países de Asia.

El atento Galerio nunca tuvo necesidad de vencer a un ejército de bárbaros en territorio romano.

El valiente y activo Constancio liberó a la Galia de las furiosas incursiones de los alamanes.

Diocleciano y su compañero imitaron la conducta del emperador Probo en relación con los vencidos.

Los bárbaros cautivos, trocando la muerte por la esclavitud, fueron distribuidos entre los habitantes de las provincias y asignados a los distritos despoblados por las calamidades de la guerra.

Se utilizaron con provecho como pastores y agricultores, pero se les negó el ejercicio de las armas, excepto cuando se consideró oportuno alistarlos en el servicio militar.

Los emperadores tampoco negaron la propiedad de la tierra en condiciones menos serviles a aquellos bárbaros que pedían la protección de Roma.

Concedieron asentamientos a diversas colonias de carpos, bastarnos y sármatas y, con peligrosa inteligencia, se les permitió conservar cierto grado de independencia y algunas costumbres propias.

Entre los habitantes de las provincias resultaba motivo de regocijo que el bárbaro, que hasta fechas muy recientes provocaba terror, cultivara sus tierras, llevara su ganado hasta la feria cercana y contribuyera con su trabajo a la riqueza pública.

Felicitaban a sus dirigentes por la adhesión de súbditos y soldados sin percibir que se introducía así en el corazón del Imperio a multitud de enemigos secretos que se insolentarían tras los favores o se desesperarían por la opresión.

Los emperadores, aunque fueran de origen africano o ilirio, respetaban su país de adopción como sede del poder y centro de sus amplios dominios.

Pero Diocleciano y Maximiano fueron los primeros príncipes romanos que fijaron, en tiempos de paz, su residencia ordinaria en las provincias.

La corte del emperador de Occidente (Maximiano) estuvo, por lo general, en Milán, cuya situación al pie de los Alpes parecía mucho más adecuada que la de Roma para la importante tarea de vigilar los movimientos de los bárbaros de Germania.

También era ambición de Diocleciano rivalizar con la majestad de Roma y empleó su tiempo libre y las riquezas de Oriente para embellecer Nicomedia, ciudad situada en el límite entre Europa y Asia, en un punto equidistante entre el Danubio y el Éufrates.

A esta ciudad sólo la superaban en extensión y población las ciudades de Roma, Alejandría y Antioquía.

El Senado de Roma, al perder toda relación con la corte imperial y la constitución imperante, se convirtió en un venerable, pero inútil vestigio de la antigüedad del monte capitolino.

Cuando los príncipes romanos perdieron de vista el Senado y su antigua capital, olvidaron fácilmente el origen y la naturaleza de su poder legal, basado en los cargos civiles de cónsul, procónsul, censor y tribuno, que ponían de manifiesto ante el pueblo su origen republicano.

De modo que estos títulos modestos se relegaron y, si todavía distinguían su puesto mediante el término “emperador” o “imperator”, la palabra había adquirido un significado nuevo y más prestigioso y ya no se utilizaba para designar al general de los ejércitos romanos, sino al soberano del mundo romano.

El término de “emperador”, al principio de carácter militar, adquirió matices más serviles.

El epíteto de “dominus” o señor, de acuerdo con su significado primitivo, no hacía referencia a la autoridad de un príncipe sobre sus súbditos o de un comandante sobre sus soldados, sino al poder despótico de un amo sobre sus esclavos domésticos.

Considerándolo así, los primeros césares (emperadores) lo rechazaron con disgusto; pero su resistencia fue debilitándose insensiblemente y el nombre les fue resultando menos odioso, hasta que al final los términos de “nuestro señor y emperador” no sólo eran expresión de adulación, sino que se admitían con normalidad en las leyes y los documentos públicos.

Y si los sucesores de Diocleciano seguían declinando del título de “rey”, parece deberse más a una cuestión de refinamiento que de moderación.

Diocleciano y Maximiano usurparon incluso los atributos – o por lo menos los títulos – de la “divinidad”, y los transmitieron a una serie de emperadores cristianos.

Desde la época de Augusto a la de Diocleciano, cuando los príncipes romanos conversaban de modo informal con sus conciudadanos recibían como saludo las mismas muestras de respeto que los senadores y magistrados.

Se distinguían de ellos especialmente por su traje, imperial o militar, de color púrpura, mientras que los senadores lucían una banda ancha (de púrpura) y los miembros del orden ecuestre otra estrecha o una lista del mismo distinguido color.

El orgullo de Diocleciano, o, mejor dicho, su política, llevó a tan astuto príncipe a introducir la magnificencia de la corte de Persia.

El acceso a su sagrada persona era cada día más difícil debido a la institución de nuevas formalidades y ceremonias.

Los apartamentos interiores se confiaban a la celosa vigilancia de los eunucos, cuyo incremento en número e influencia constituía el más infalible síntoma del avance del despotismo.

Cuando, finalmente, un súbdito conseguía ser admitido a la presencia del emperador, estaba obligado, fuera cual fuera su rango, a postrarse en el suelo y adorar, de acuerdo con los usos orientales, la divinidad de su señor y amo.

Dividió el Imperio, las provincias y todas las ramas de la administración, tanto la civil como la militar.

Había asociado a tres compañeros al ejercicio del poder supremo y, puesto que estaba convencido de que la capacidad de un solo hombre no era suficiente para la defensa pública, consideró que el gobierno conjunto de cuatro príncipes no era una medida temporal, sino una ley fundamental de la constitución.

Su intención era que los dos príncipes mayores se distinguieran con el uso de la diadema y el título de “Augusto”; que, motivada su elección por el afecto o el aprecio, solicitaran regularmente la ayuda de dos colegas subordinados, y que los “césares”, llegado el momento, ascendieran al cargo más alto facilitando así una sucesión ininterrumpida de emperadores.

El Imperio se dividió en cuatro partes; Oriente e Italia constituían las más preciadas; el Danubio y el Rin las más trabajosas.

Las primeras exigían la presencia de los “augustos” y las segundas se confiaban al gobierno de los “césares”.

El sistema de Diocleciano iba acompañado de otra desventaja material: resultaba un sistema mucho más caro y, como consecuencia, supuso un incremento impositivo y la opresión del pueblo.

Desde este período hasta la extinción del Imperio resulta fácil deducir la aparición de una serie ininterrumpida de quejas y clamores.

De acuerdo con su religión o situación social, cada escritor escoge a Diocleciano, o a Constantino o Valente o a Teodosio como objeto de sus invectivas, pero coinciden de modo unánime en la consideración de que los impuestos públicos, especialmente el territorial y la capitación (impuesto sobre las riquezas de los romanos) supusieron una carga creciente e intolerable en la época.

En el año vigésimo primero (21º) de su gobierno, Diocleciano tomó la memorable decisión de abdicar del Imperio, primer ejemplo de renuncia, pocas veces imitado por monarcas posteriores.

A la abdicación de Diocleciano y Maximiano siguieron dieciocho años de discordias y confusión. El Imperio sufrió cinco guerras civiles.

La larga ausencia de los emperadores había llenado Roma de descontento e indignación, y el pueblo fue descubriendo que la preferencia dada a Nicomedia y a Milán no se debía a una inclinación particular de Diocleciano, sino a la forma permanente de gobierno que él había instituido.

Por aquel tiempo, la avaricia de Galerio – o tal vez las exigencias del Estado – lo habían llevado a realizar una investigación estricta y rigurosa sobre las propiedades de sus súbditos con el fin de aplicar un impuesto general, tanto sobre la tierra como sobre las personas.

La conquista de Macedonia había liberado a los romanos de la carga de los impuestos personales.

Aunque conocían todo tipo de despotismo, llevaban casi 500 años disfrutando de esta exención y no estaban dispuestos a tolerar pacientemente la insolencia de un campesino ilirio que, desde su lejana residencia en Asia, se atrevía a situar a Roma entre las ciudades tributarias de su Imperio.

En Occidente, Constantino y Majencio simulaban reverencia a su padre y suegro Maximiano.; en Oriente, Licinio y Maximiano honraban con consideración más auténtica a Galerio, su benefactor.

La muerte de Maximiano y, en especial, la de Galerio, los príncipes de más edad, dio una nueva dirección a las ideas y a las pasiones de los compañeros supervivientes.

Con la victoria de Constantino sobre Licinio, el mundo romano se encontró de nuevo unido bajo la autoridad de un solo emperador, treinta y siete años después de que Diocleciano dividiera el poder y las provincias con su compañero Maximiano.

La época de Constantino (272- 337 d. de C.)

Los acontecimientos sucedidos desde que Constantino asumió la púrpura en York hasta la renuncia de Licinio en Nicomedia, contribuyeron a la decadencia del Imperio debido a su alto coste en sangre y en tesoro, y al incremento perpetuo de los impuestos y de las instalaciones militares.

La fundación por Constantino de Constantinopla y el establecimiento de la religión cristiana fueron las consecuencias inmediatas y memorables de esta revolución.

Mientras el Imperio romano se veía invadido por la violencia manifiesta o minado por una lenta decadencia, una religión pura y humilde se iba infiltrando en el espíritu de los hombres, y, finalmente, alzaba el estandarte triunfal de la cruz sobre las ruinas del Capitolio.

Con todo, la influencia del “cristianismo” no se redujo a este período o a los límites del Imperio romano, ya que, transcurridos más de 16 siglos, las naciones de Europa todavía profesan esta religión.

Y gracias al empeño y la laboriosidad de los europeos, se ha difundido ampliamente hasta las más lejanas costas de Asia y África, y mediante sus colonias se ha establecido con firmeza desde Canadá a Chile, países situados en un mundo desconocido por los antiguos.

Nuestra curiosidad se ve empujada a preguntarse por qué medios la fe cristiana obtuvo una victoria tan notable sobre las religiones establecidas de la Tierra.

Tal vez podría determinarse que se vio favorecida por estas cinco causas:

- El celo inflexible e intolerante de los cristianos, derivado de la religión judía, pero depurado del espíritu estrecho e insociable que disuadía a los gentiles en lugar de invitarlos a abrazar la ley de Moisés.

- La doctrina de una vida futura, perfeccionada con toda circunstancia adicional que pudiera dar mayor peso y eficacia a esa importante verdad.

- Los poderes milagrosos atribuidos a la Iglesia primitiva.

- La moral pura y austera de los cristianos.

- La unión y disciplina de la comunidad cristiana que fue formando un Estado independiente en el corazón del Imperio romano.

Se admitió e, incluso, se estableció la autoridad divina de Moisés y los profetas como la más firme base del cristianismo.

Igual que sucedió con los primeros romanos, la pobreza y la ignorancia con frecuencia custodiaron la virtud de los cristianos primitivos.

Los cristianos no eran menos contrarios a las tareas de este mundo que a sus placeres. No sabían cómo reconciliar la defensa de personas y propiedades con la paciente doctrina que les imponía un perdón sin límites a las ofensas pasadas y los empujaba a invitar a la repetición de nuevos insultos.

Su simplicidad se ofendía ante el empleo de juramentos, la pompa de los magistrados y el combate activo de la vida pública; su bondadosa ignorancia no podía convencerse de que era justo en alguna ocasión verter la sangre de nuestros congéneres mediante la espada de la justicia o la guerra, aunque sus actividades criminales u hostiles amenazaran la paz y la seguridad de toda la comunidad.

Se reconocía que, bajo una ley menos perfecta, los profetas inspirados y los reyes ungidos habían aplicado las leyes judías con la aprobación del cielo.

Los cristianos sentían y confesaban que esas instituciones podrían ser necesarias tal como estaba el mundo en el momento, y se sometían de buen grado a la actividad de sus gobernantes paganos.

No obstante, mientras inculcaban las máximas de la obediencia pasiva, se negaban a tomar parte activa en la administración civil o en la defensa militar del Imperio.

Tal vez mostraban alguna indulgencia hacia las personas que, antes de su conversión, se dedicaban a ocupaciones violentas y sanguinarias, pero era imposible que los cristianos fueran soldados, magistrados o príncipes sin renunciar a un deber más sagrado.

Esta indiferencia indolente o incluso delictiva hacia el bienestar público las expuso al desprecio y a los reproches de los paganos, que con frecuencia les preguntaban cuál sería el destino del Imperio, atacado por los cuatro costados por los bárbaros, si todos los ciudadanos hicieran suyos los sentimientos pusilánimes de la nueva secta.

Los obispos eran lugartenientes de Cristo, sucesores de los apóstoles y sustitutos místicos del sumo sacerdote de la ley mosaica.

La comunidad de bienes, que había deleitado la imaginación de Platón y que perduró, en cierta medida, en la austera secta de los “esenios”, se adoptó durante un breve tiempo en la Iglesia primitiva.

El fervor de los primeros prosélitos les llevó a vender los preciados bienes materiales, entregar lo obtenido a los pies de los apóstoles y conformarse con recibir la misma parte en un reparto general. Los progresos de la institución cristiana fueron relajando y aboliendo esta generosa institución que, en manos menos puras que las de los apóstoles, el egoísmo propio de la naturaleza humana pronto habría corrompido y aprovechado, y se permitió que los conversos que adoptaban la nueva religión conservaran su patrimonio, recibieran legados y herencias e incrementasen su propiedad personal mediante todos los medios legales del comercio y la industria.

En la época del emperador Decio, los magistrados consideraban que los cristianos de Roma poseían fortunas cuantiosas, utilizaban en sus ceremonias religiosas vasijas de oro y plata y que muchos de sus prosélitos habían vendido sus tierras y casas para incrementar las riquezas públicas de la secta a costa, cierto es, de sus desafortunados hijos, convertidos en mendigos por la santidad de sus padres.

Existen poderosas razones para creer que antes de la época de Diocleciano y Constantino, la fe de Cristo se había predicado en todas las provincias y en todas las grandes ciudades del Imperio.

De los escritos de Luciano, filósofo que había estudiado la humanidad y que describe sus costumbres con los más vivos colores, sabemos que, durante el reinado de Cómodo, el Ponto, su país de origen, estaba lleno de epicúreos y cristianos.

Transcurridos 80 años tras la muerte de Cristo, el bondadoso Plinio se lamenta de la magnitud del mal que él había intentado erradicar en vano.

En esta curiosísima epístola al emperador Trajano afirma que los templos estaban casi vacíos, que las víctimas sagradas con dificultad encontraban compradores y que la superstición no sólo había invadido las ciudades, sino que incluso se había extendido por los pueblos y el territorio del Ponto y Bitinia.

Durante el reinado de Teodosio, cuando el cristianismo llevaba ya más de setenta años disfrutando de las ventajas del favor imperial, la antigua e ilustrada Iglesia de Antioquía estaba integrada por cien mil personas, tres mil de las cuales se mantenían con las oblaciones públicas.

Los cristianos de Roma, en la época de la fortuita persecución de Nerón, según los representa Tácito alcanzaban ya una gran multitud, y el lenguaje de este gran historiador es muy similar al estilo que emplea Tito Livio cuando relata la introducción y supresión de los ritos de Baco.

Sin duda la Iglesia de Roma fue la primera y más populosa del Imperio.

La Iglesia fue aumentando su esplendor externo a medida que perdía pureza interna y durante el reinado de Diocleciano, el palacio, los tribunales de Justicia e incluso el ejército encubrían una multitud de cristianos que se esforzaban por reconciliar los intereses del presente con la de la vida futura.

E. Gibbon concluye:

- Que la Iglesia primitiva fue durante mucho tiempo demasiado pequeña y oscura para llegar al conocimiento oficial.

- Que las autoridades actuaban con prudencia contra los súbditos cristianos.

- Que los castigos impuestos fueron raros y, para los tiempos que corrían, moderados.

-Que la Iglesia primitiva disfrutó de largos intervalos de paz y tranquilidad.

La primera persecución de los cristianos tuvo lugar después de que se produjera un gran incendio en Roma durante el reinado del emperador Nerón.

Durante el gobierno de Trajano, cuando Plinio el Joven, gobernador de Bitinia y el Ponto, escribió al emperador pidiéndole instrucciones sobre cómo tratar a la numerosa y creciente secta de los cristianos.

Durante la época de Decio y poco después de ésta tuvo lugar una severa represión de la Iglesia primitiva, pero la mayor persecución tuvo lugar durante los últimos tiempos del emperador Diocleciano.

El desventurado Licinio fue el último rival en oponerse a la grandeza de Constantino y el último cautivo en ornar su triunfo.

Tras un reinado próspero y apacible, el conquistador legó a su familia la herencia del Imperio romano, una capital nueva, una política nueva y una religión nueva.

El orgullo viril de los romanos satisfecho con el poder en sí, había cedido a la vanidad de Oriente las formas y ceremonias de ostentación de la grandeza.

Sin embargo, cuando perdieron incluso la apariencia de las virtudes que se derivaban de su antigua libertad, la majestuosa afectación de las cortes asiáticas fue corrompiendo insensiblemente la sencillez de las costumbres romanas.

Las distinciones de mérito e influencia personal, tan destacadas en una república y tan débiles y oscuras bajo una monarquía, quedaron abolidas por el despotismo de los emperadores, que pusieron en su lugar una severa subordinación a la jerarquía, desde los esclavos con título que se sentaban en los escalones del trono hasta los más mezquinos instrumentos de poder arbitrario.

Cuando Constantino ascendió al trono, apenas quedaba una vaga e imprecisa tradición de que los patricios habían sido alguna vez los romanos más destacados.

La fortuna de los prefectos del pretorio fue esencialmente distinta de la de los cónsules y patricios.

Los prefectos del pretorio, tras elevarse gradualmente desde la más humilde condición, se encontraron al frente del gobierno civil y militar del mundo romano.

Desde la época de Severo a la de Diocleciano, la guardia y el palacio, las leyes y las finanzas, los ejércitos y las provincias estuvieron confiadas a su custodia, y, al igual que los “visires” de Oriente, con una mano sostenían el sello y con la otra el estandarte del Imperio.

Constantino los desposeyó de todo mando militar en cuanto cesaron de acaudillar, en el campo de batalla, a la flor de las tropas romanas, y, al final, mediante un cambio singular, los capitanes de la guardia quedaron transformados en magistrados civiles de las provincias.

Se confió a su sabiduría la administración suprema de la justicia y de las finanzas, los dos objetivos que, en tiempos de paz, abarcan casi todos los deberes del soberano y del pueblo.

La misión del soberano es proteger a los ciudadanos que obedecen las leyes, la del pueblo es, a su vez, contribuir con la aportación necesaria a los gastos del Estado.

Tan sólo Roma y Constantinopla, debido a su superior importancia y dignidad, quedaban exentas de la jurisdicción de los prefectos del pretorio.

El gobierno civil del Imperio se repartió en trece grandes “diócesis”, cada una de las cuales abarcaba el territorio equivalente a un poderoso reino.

Al final todo el Imperio quedó repartido en 116 provincias, cada una de las cuales soportaba un gobierno dispendioso y magnífico.

La división de la administración que había creado Constantino relajaba la fuerza del Estado al tiempo que garantizaba la tranquilidad del monarca.

La memoria de Constantino ha sido merecidamente censurada por otra innovación que corrompió la disciplina militar y labró la ruina del Imperio.

Los diecinueve años que precedieron a su victoria final sobre Licinio habían sido un período de libertinaje y guerras intestinas. Los rivales que contendían por la posesión del mundo romano habían obtenido la mayor parte de sus fuerzas de los cuerpos de guardia de la frontera general, y las principales ciudades que formaban el límite de sus respectivos dominios estaban llenas de soldados que consideraban a sus conciudadanos como sus enemigos más implacables.

Después de que el empleo de estas guarniciones internas cesara con la guerra civil, el conquistador careció de la sabiduría o la firmeza necesarias para resucitar la severa disciplina de Diocleciano y suprimir la fatal indulgencia que la costumbre había impuesto y casi arraigado en el orden militar.

Desde el reinado de Constantino, se admitía una distinción popular e incluso legal entre las tropas “palatinas” – las de la corte, como se denominaban inapropiadamente – y las “fronterizas”.

A las primeras, elevadas por la superioridad de su paga y privilegios, se les permitía, excepto durante las emergencias extraordinarias de la guerra, ocupar sus tranquilos puestos en el corazón de las provincias. Las ciudades más florecientes estaban oprimidas por el peso intolerable de los cuarteles.

Los soldados fueron olvidando imperceptiblemente las virtudes de su profesión y, en contacto con la vida civil, sólo adquirieron sus vicios.

O se degradaron con las tareas manuales o se ablandaron con el lujo de los baños y teatros.

Pronto descuidaron los ejercicios marciales, más interesados por su alimento y su atavío, y, mientras inspiraban terror a los súbditos del Imperio, temblaban ante el avance hostil de los bárbaros.

Las cadenas de fortificaciones que Diocleciano y sus colegas habían extendido a lo largo de las orillas de los grandes ríos ya no se mantenía con el mismo cuidado ni se defendía con la misma vigilancia.

Los hombres que permanecían bajo el nombre de “tropas de frontera” tal vez fueran suficientes para una defensa normal, pero su espíritu se había degradado mediante la humillante reflexión de que ellos, que se veían expuestos a los peligros y penalidades de un perpetuo estado de guerra, sólo recibían dos tercios de la paga y de los emolumentos que se prodigaban generosamente a las “tropas de la corte”.

En vano repitió Constantino las más temibles amenazas de sangre y fuego contra los “fronterizos” que se atrevían a abandonar su bando, mostrar complicidad con las incursiones de los bárbaros o participar en el botín.

Los males derivados de una política imprudente pocas veces se reparan con una severidad parcial y aunque los sucesivos príncipes trabajaron para restaurar la fuerza y el número de las guarniciones de la frontera, el Imperio, hasta el momento de su disolución, siguió languideciendo bajo la herida mortal que con tanta imprudencia o debilidad había infringido la mano de Constantino.

El orgullo marcial de las legiones, cuyos campos victoriosos con tanta frecuencia habían sido escenario de la rebelión, se alimentaba con el recuerdo de las hazañas pasadas y la conciencia de su fuerza real. Mientras siguieron integradas por 6.000 hombres, se mantuvieron, durante el reinado de Diocleciano, como objeto respetable en la historia militar del Imperio romano.

Hay motivos para creer que Constantino alteró la constitución de las tropas de las legiones, a la cual debían en gran medida su valor y disciplina, y que los grupos de la infantería romana que conservaban esos mismos nombres y honores sólo estaban integrados por mil o mil quinientos hombres.

Era fácil controlar las conspiraciones de tantos destacamentos separados, asustados por la conciencia de su debilidad, y los sucesores de Constantino cedieron al afán de ostentación dirigiendo a las 132 legiones alistadas en sus numerosos ejércitos.

El resto de las tropas se distribuían en varios cientos de cohortes de infantería y escuadrones de caballería.

Sus armas, títulos e insignias estaban calculadas para inspirar terror y exhibir la variedad de naciones que marchaban bajo el estandarte imperial. Y no perduraba el menor vestigio de la severa sencillez que, en las épocas de la libertad y de la victoria, distinguía la línea de batalla de un ejército romano de la de las confusas huestes de un monarca asiático.

El número de los puestos militares o guarniciones permanentes establecidos en las fronteras del Imperio ascendía a 583, y que, bajo los sucesores de Constantino, la fuerza completa del establecimiento militar se calculaba en 645.000 soldados.

En los siglos precedentes, este esfuerzo habría superado las necesidades del Imperio; en los siguientes, sobrepasó sus capacidades.

Los recursos del tesoro romano estaban agotados por el incremento de las pagas, la multiplicación de las gratificaciones y la invención de nuevos emolumentos y privilegios que compensaran, ante la opinión de los jóvenes de las provincias, las penalidades y peligros de la vida militar.

Sin embargo, aunque se rebajó la estatura mínima exigida y se aceptaron esclavos de modo indiscriminado – por lo menos, a través de una connivencia tácita -, la insuperable dificultad para conseguir un flujo regular y adecuado de voluntarios obligó a los emperadores a adoptar medios más eficaces y coercitivos.

La introducción de los bárbaros en los ejércitos romanos fue haciéndose día a día más general, más necesaria y más funesta.

Los soldados bárbaros que daban muestras de talento militar ascendían, sin excepción, hasta los mandos más destacados, y los nombres de los tribunos, de los “condes” y “duques” y de los mismos generales traicionan su origen extranjero, que ya no condescendían a disimular.

Con frecuencia se les confiaba la dirección de una guerra contra sus compatriotas y, aunque la mayoría de ellos prefería los vínculos de la lealtad a los de la sangre, alguna vez cometieron el delito – o, por lo menos, eso se sospechó – de mantener correspondencia traidora con el enemigo, favorecer su invasión o facilitarle la entrada.

Los campamentos y el palacio del hijo de Constantino estaban gobernados por un poderoso grupo de francos que mantenían un estrecho vínculo entre sí y con su país, y recibían cualquier ofensa personal como un agravio nacional.

El transcurso de tres siglos había producido un cambio tan notable en los prejuicios de las gentes que, con la aprobación popular, Constantino dio ejemplo a sus sucesores concediendo los honores del consulado a aquellos bárbaros que, por sus méritos y servicios, habían merecido situarse entre los romanos más destacados.

Los oscuros millones de habitantes de un gran Imperio tienen menos que temer de la crueldad que de la avaricia de sus amos, y su humilde felicidad se encuentra afectada principalmente por la carga de unos impuestos excesivos que, tras presionar levemente a los ricos, caen con redoblado peso y celeridad sobre las clases más débiles e indigentes de la sociedad.

La historia del Imperio romano acusa a los mismos príncipes de haber despojado al Senado de su autoridad y a las provincias de su riqueza.

Un pueblo henchido de orgullo o amargado por el descontento pocas veces está preparado para formarse una idea acertada de su situación real.

Los súbditos de Constantino eran incapaces de percibir la decadencia del genio y de la virtud viril que los había colocado tan por debajo de la dignidad de sus antepasados, pero podían sentir y lamentar la violencia de la tiranía, la relajación de la disciplina y el aumento de los impuestos.

Constantino repartió el Imperio entre sus tres hijos y los dos sobrinos mayores (Delmacio y Anibalino), todos ellos con el título de “césar”.

Pero este grupo de sucesores empezó a luchar entre sí.

Después los tres hermanos volvieron a dividir el Imperio: el joven Constantino se quedó con la nueva capital, Constante en las provincias de Occidente y Constancio en las de Oriente. Este último fue llamado de inmediato para defender su patrimonio contra las alarmantes incursiones de Sapor, el rey persa.

Con Constantino (el Grande), la Iglesia recuperó con todos sus derechos las tierras y propiedades que había perdido bajo la severidad de Diocleciano; se concedió a todos los súbditos el derecho a legar propiedades a la Iglesia; el dinero público empezó a sostener aquella religión que tan rápidamente se extendió; a partir de Constantino, los asuntos civiles y religiosos del Imperio se entremezclaron.

El edicto de Milán (313 d. de C.) había ratificado a todos los individuos del mundo romano el privilegio de escoger y profesar la religión que deseara.

Pero se excluyó sin dilación de las recompensas o la inmunidad, que el emperador había concedido tan pródigamente al clero ortodoxo, a los ministros y maestros de otras congregaciones.

Sin embargo, puesto que las sectas podían subsistir a pesar de la reprobación real, inmediatamente después de la conquista de Oriente se promulgó un edicto que anunciaba la destrucción de éstas.

Tras un preámbulo lleno de pasión y de reproches, Constantino prohibió terminantemente las asambleas de los herejes y confiscó sus propiedades en favor de la hacienda o de la Iglesia católica.

Desde la época de Constantino a la de Clodoveo y Teodorico, los intereses temporales de los romanos y de los bárbaros estuvieron profundamente centrados en las disputas del arrianismo.

En el concilio de Nicea (325 d. de C.) se estableció la “consustancialidad” del Padre y el Hijo, y se ha considerado de modo unánime como artículo fundamental de la fe cristiana con el acuerdo de la Iglesia griega, la latina, la oriental y la protestante.

Constantino dirigió a las partes contendientes, a Alejandro y a Arrio, una epístola moderada.

En ella atribuye el origen de toda la controversia a una nimia y sutil cuestión relacionada con un punto incomprensible de la ley, que el obispo preguntó y el presbítero contestó de modo imprudente.

Lamenta que el pueblo cristiano, que tiene el mismo Dios, la misma religión y el mismo culto, esté dividido por distinciones tan insignificantes, y recomienda al clero de Alejandría el ejemplo de los filósofos griegos, que mantenían discusiones sin perder la calma y conservaban la libertad de sus opiniones sin faltar a los deberes de la amistad.

La muerte del joven Constantino (II) expuso a Atanasio a una segunda persecución y el débil Constancio, soberano de Oriente, pronto se convirtió en el cómplice secreto de los “eusebianos”. Noventa obispos de esta secta o facción se reunieron en Antioquía con el pretexto de dedicar la catedral. Compusieron un credo ambiguo, débilmente teñido con los colores de un semiarrianismo y veinticinco cánones, que todavía regulan la disciplina de los griegos ortodoxos.

El concilio de Sárdica (año 343 d. de C.) revela los primeros síntomas de discordia y de cisma entre la Iglesia latina y la griega, separadas por una discrepancia accidental en una cuestión de fe y por una diferencia permanente en la lengua.

El abuso del cristianismo introdujo en el gobierno romano nuevas causas de tiranía y sedición; la furia de las facciones religiosas desgarró los grupos de la sociedad civil, y el ciudadano anónimo, que podría haber contemplado con calma la ascensión y caída de emperadores sucesivos, imaginaba y sentía que su propia vida y fortuna estaban vinculados a los intereses de un eclesiástico popular.

La simple narración de las divisiones intestinas que alteraron la paz de la Iglesia y deshonraron su triunfo confirmará la observación de un historiador pagano y justificará el lamento de un obispo venerable.

La experiencia había convencido a Amiano de que la enemistad de los cristianos entre sí superaba la furia de las fieras más salvajes contra el hombre; y Gregorio de Nicianzo se lamenta patéticamente de que la discordia haya convertido el reino de los cielos en la viva imagen del caos, de una tempestad nocturna e incluso del infierno.

Los escritores de la época, feroces y parciales, al atribuirse todas las virtudes y achacar todas las culpas a sus adversarios, han descrito la batalla de los ángeles y los demonios.

Nuestra razón más tranquila, rechaza estos monstruos puros y perfectos de vicio o santidad y atribuye una parte igual de bien y mal a las sectas hostiles que asumían y otorgaban los calificativos de ortodoxos y herejes. Se habían educado en la misma religión y en la misma sociedad civil y sus miedos y esperanzas sobre la vida presente o futura se repartían en la misma proporción. En ambos lados, el error podía ser inocente, la fe, sincera y la práctica, meritoria o corrupta. Sus pasiones se excitaban con objetivos similares y podían abusar alternativamente del favor del pueblo o de la corte.

Las opiniones metafísicas de los “atanasianos” y de los arrianos bien podían no tener influencia alguna sobre su carácter moral, y todos actuaban movidos por el espíritu intolerante que extraían de las máximas simples y puras del Evangelio.

En una epístola dirigida a los seguidores de la antigua religión en un momento en que ya no disimulaba su conversión ni temía a sus rivales al trono, Constantino invita y exhorta a los súbditos del Imperio romano, en los términos más apremiantes a que imiten el ejemplo de su soberano; pero declara que quienes sigan negándose a abrir los ojos a la luz celestial pueden disfrutar libremente de sus templos y de sus dioses inventados.

Siguiendo el ejemplo del más sabio de sus predecesores, condenó a las penas más rigurosas las artes impías de la adivinación, que fomentaban vanas esperanzas y, en ocasiones, intentos criminales de los que estaban descontentos con su situación presente.

Se impuso un silencio ignominioso a los oráculos, condenados públicamente por fraudes y falsedad, se abolieron los afeminados sacerdotes del Nilo, y Constantino desempeñó las tareas de un “censor” romano cuando dio órdenes de que se demolieran varios templos en Fenicia en los que se practicaba devotamente todo tipo de prostitución a pleno luz del día en honor de Venus.

La evidencia de los hechos y monumentos que perduran en bronce o en mármol demuestra que se siguió practicando la adoración pagana a lo largo del reinado de los hijos de Constantino.

Los hijos de Constantino siguieron con la política de demolición de templos paganos y Constancio dio un edicto en el que se condenaba a muerte a los que desobedecieran dicho edicto, si bien parece que no llegó a publicarse

Unos cuantos años después de la supuesta fecha de este edicto sangriento, Constancio visitó los templos de Roma, y un orador pagano destaca lo correcto de su conducta como ejemplo digno de imitación por los príncipes sucesores.

“Ese emperador –dice Símaco – permitió que permanecieran inviolados los privilegios de las vírgenes vestales, otorgó dignidades sacerdotales a los nobles de Roma, garantizó que se percibieran las sumas habituales para sufragar los gastos de los ritos y los sacrificios públicos y, aunque había abrazado otra religión (el cristianismo), nunca intentó privar al Imperio del culto sagrado de la antigüedad”.

El Senado seguía atreviéndose a consagrar mediante decretos la “memoria divina” de sus soberanos, y el propio Constantino, tras su muerte, pasó a formar parte de los dioses a los que había renunciado e insultado en vida.

Las divisiones del cristianismo postergaron la ruina del paganismo, y los príncipes y obispos, inquietos por los conflictos y el peligro de la rebelión interna, siguieron con menor empeño la guerra santa contra los infieles.

Juliano es elegido “Augusto” por las tropas enviadas a Germania por Constancio.

Juliano declaró solemnemente ante Júpiter, el Sol, Marte, Minerva y todos los demás dioses que, hasta el final del día que precedió a su proclamación, ignoraba por completo las intenciones de los soldados.

No obstante, la supersticiosa convicción de que Constancio era el enemigo de los dioses (paganos), en tanto que él era su favorito, pudo empujarlo a desear, solicitar e incluso adelantar el momento auspicioso de su reinado, predestinado para restaurar la antigua religión de la humanidad.

Escribió una carta a Constancio donde trataba de negociar con él.

En esta negociación Juliano se limitaba a reclamar lo que ya tenía. La autoridad delegada que había ejercido durante largo tiempo sobre la Galia, Hispania y Britania continuaba intacta bajo un nombre más independiente y augusto.

Constancio, a través de las notas de sus oficiales, se había formado una opinión muy desfavorable de la conducta de Juliano. El vínculo familiar que podía haber reconciliado al hermano y al marido de Helena acababa de disolverse con la muerte de la princesa, cuyos repetidos embarazos no habían dado fruto y el último resultó fatal.

La emperatriz Eusebia sintió hasta el último momento de su vida un gran afecto, casi celoso, por Juliano, y su benéfica influencia podría haber moderado el resentimiento de un príncipe (Constancio) que, desde la muerte de la emperatriz (Eusebia), vivía abandonado a sus pasiones y a las tretas de sus eunucos.

Pero el temor de una invasión extranjera lo obligó a suspender el castigo de un enemigo personal (Juliano).

Prosiguió con su marcha hacia los confines de Persia y consideró que bastaba con señalar las condiciones que podían hacer dignos a Juliano y a sus culpables seguidores de la clemencia de un ofendido soberano.

Exigió que el impertinente César renunciara explícitamente a la denominación y a la categoría de “augusto” que había aceptado de los rebeldes; que regresara a su anterior situación de ministro limitado y dependiente; que confiriera los poderes del Estado y del ejército a los oficiales nombrados por la corte imperial, y que confiara su seguridad a las garantías de perdón que le anunciaría Epicteto, obispo galo-arriano y uno de los favoritos de Constancio.

La situación de Juliano exigía una solución enérgica e inmediata. Gracias a algunas cartas interceptadas, éste (Juliano) había averiguado que su adversario (Constancio), sacrificando el interés del Estado al del monarca, animaba a los bárbaros a que invadieran de nuevo las provincias de Occidente.

El único en oponerse fue Nebridio que había sido recién nombrado prefecto del Pretorio. Este fiel ministro, solo y sin apoyos, defendió los derechos de Constancio ante una multitud armada e irritada, bajo cuya furia estuvo a punto de sucumbir en un sacrificio digno pero inútil. Tras perder una mano por el golpe de una espada, Juliano cubrió al prefecto con el manto imperial y lo envió a su casa. El alto cargo de Nebridio correspondió a Salustio; y las provincias de la Galia, liberadas de la intolerable opresión de los impuestos, disfrutaron del gobierno benigno y justo del amigo de Juliano.

La noticia de la marcha y el rápido avance de Juliano llegó con prontitud a su rival, el cual, con la retirada de Sapor había conseguido un respiro en la guerra contra los persas.

La oportuna muerte de Constancio libró al Imperio romano de las calamidades de una guerra civil.

Sólo transcurrieron 16 meses entre la muerte de Constancio y la partida de su sucesor (Juliano) para combatir contra Persia.

El genio de Juliano era menos poderoso y sublime que el de Julio César, y no poseía la prudencia consumada de Augusto.

Las virtudes de Trajano parecen más firmes y naturales, y la filosofía de Marco Aurelio es más sencilla y coherente; sin embargo, Juliano hizo frente a la adversidad con firmeza y a la prosperidad con moderación.

A los 120 años de la muerte de Alejandro Severo, los romanos contemplaron a un emperador que no establecía distinciones entre sus deberes y sus placeres, que trabajaba para aliviar las penalidades y estimular el espíritu de sus súbditos, y que intentaba siempre vincular la autoridad con el mérito y la felicidad con la virtud.

Incluso las facciones, especialmente las religiosas, estuvieron obligadas a reconocer la superioridad de su genio tanto en la paz como en la guerra y confesar con un suspiro que Juliano el “Apóstata” amaba a su país y merecía el imperio del mundo.

Juliano murió en el campo de batalla, durante una difícil retirada en la campaña de Persia, que había dirigido con gran vigor y éxito inicial.

Los mandos del ejército acosado, hostigado por todos lados por los persas, escogieron a Joviano como nuevo emperador, el cual negoció un tratado de paz que resultó ignominioso.

Gracias a éste, los persas recuperaron las cinco provincias romanas situadas más allá del Tigris, así como la inexpugnable ciudad de Nísibis.

Joviano de inmediato restableció la oficialidad de la religión católica y murió, al parecer, de muerte natural a los pocos meses de su subida al trono.

Se eligió a Valentiniano, tras rechazar el puesto el prefecto Salustio.

Gracias a los hábitos de la castidad y la templanza que contienen los apetitos y vigorizan las facultades, Valentiniano incrementó la reputación que había adquirido a las orillas del Rin.

Treinta días después de su entronización, concedió el título de “Augusto” a su hermano Valente.

Valentiniano cedió a su hermano la rica prefectura de Oriente, desde el Bajo Danubio hasta los confines de Persia, en tanto que reservaba para su mando inmediato las belicosas prefecturas de Iliria, Italia y la Galia.

El emperador de Occidente estableció su residencia temporal en Milán y el emperador del Este regresó a Constantinopla para asumir el dominio de 50 provincias cuya lengua ignoraba por completo.

Tanto la opinión pública como las leyes de Roma condenaban el arte de la magia, pero en la medida en que éste tendía a gratificar las pasiones más imperiosas del corazón humano, se proscribía y se practicaba sin cesar.

Con Valentiniano, las leyes protegían del poder arbitrario o del insulto del pueblo a los paganos, los judíos y las diversas sectas que reconocían la autoridad divina de Cristo, y Valentiniano no prohibía ningún tipo de culto excepto las prácticas secretas y criminales que abusaban del nombre de la religión para los oscuros propósitos del vicio y el desorden.

Sin embargo, los vicios fastuosos de la Iglesia de Roma en la época de Valentiniano y de Dámaso aparecen cuidadosamente comentados por el historiador Amiano.

Las calamidades que los afligidos habitantes de las provincias siguieron sufriendo por culpa de la guerra exterior y la tiranía interior se agravaron con la administración débil y corrupta de los eunucos de Constancio, y el alivio pasajero que pudieron obtener de las virtudes de Juliano pronto se perdió con la ausencia y la muerte de su benefactor.

La avaricia de los comandantes militares se apoderaba de las cantidades de oro y plata recaudados con gran dificultad o generosamente acordados para el pago de las tropas; se vendían públicamente las dispensas o, por lo menos, las exenciones del servicio militar; la aflicción de los soldados, perjudicados al quedar privados de la escasa subsistencia legal que les correspondía, provocaba en ellos frecuentes deserciones; la disciplina se relajaba y los caminos estaban infestados de salteadores.

La opresión de los buenos ciudadanos y la impunidad de los malvados también contribuyeron a difundir por la isla (Britania) un espíritu de descontento y de sublevación, y cualquier súbdito ambicioso, cualquier exiliado desesperado bien podía albergar una esperanza razonable de subvertir las bases del débil gobierno de Britania.

La recuperación de Bretaña se encomendó a las habilidades del valiente Teodosio.

En el importante puesto del Alto Danubio, el conquistador de Britania frenó y derrotó a los ejércitos de los alamanes antes de que lo escogieran para sofocar la revuelta de África.

La provincia de África se había perdido por culpa de los vicios de Romano, pero la recuperaron las virtudes de Teodosio.

Las invasiones de los godos y los hunos, que poco después agitaron los cimientos del Imperio romano, expusieron las provincias de Asia a los ejércitos de Sapor, pero la vejez del monarca y tal vez sus debilidades le dictaron máximas de tranquilidad y moderación.

Durante los primeros años del reinado de Teodosio, llegó una embajada persa a Constantinopla para excusar las medidas injustificables del rey anterior y ofrecer, como tributo de amistad o incluso de respeto, un espléndido obsequio constituido por piedras preciosas, sedas y elefantes indios.

Tras la ratificación del tratado y la entrega de rehenes, Valente regresó triunfante a Constantinopla, y los godos permanecieron tranquilos durante unos seis años, hasta que se vieron empujados con violencia contra el Imperio romano por innumerables huestes de Escitas que parecían surgir de las heladas regiones del Norte.

Una temprana escaramuza, antes de que estallara con toda su furia la tormenta bárbara sobre el Imperio, terminó con la vida de Valentiniano. Le sucedió su hijo Graciano.

Durante el desastroso período de la caída del Imperio Romano, cuyo inicio bien puede fijarse en el reinado de Valente, la felicidad y la seguridad de los individuos se veía atacada por los bárbaros de Escitia y Germania, que borraron con violencia las artes y trabajos de los siglos anteriores.

La invasión de los Hunos lanzó sobre las provincias de Occidente al pueblo godo, que en menos de 40 años avanzó desde el Danubio hasta el Atlántico y, con el éxito de su ejército, abrió paso a las incursiones de tantas otras tribus hostiles más salvajes que ellos mismos.

Los godos pidieron ayuda a Valente.

Se escucharon los ruegos de los godos y la corte imperial aceptó su servicio; de inmediato, los gobernantes civiles y militares de la diócesis de Tracia emitieron órdenes de hacer los preparativos necesarios para el paso y la subsistencia de un gran pueblo hasta que llegase el momento en que pudiera concedérseles un territorio adecuado y suficiente para que establecieran su residencia.

Pero se les obligó a entregar las armas antes de cruzar el Danubio y se insistió en que cedieran a sus hijos para dispersarlos por las provincias de Asia, donde podrían civilizarse con las artes de la educación y servir como rehenes para garantizar la fidelidad de sus padres.

Finalmente, se recibió el mandato imperial de prestar ayuda a toda la nación goda para cruzar el Danubio, pero la ejecución de esa orden era una tarea complicada y difícil.

Pasaron muchos. Un testimonio verosímil ha fijado el número de guerreros godos en 200.000 hombres, y si podemos aventurarnos a añadir la proporción justa de mujeres, niños y esclavos, la masa entera que componía esta migración formidable debía alcanzar cerca de un millón de personas de uno y otro sexo y todas las edades.

Entraron otros pueblos godos (los ostrogodos) al territorio romano y se unieron entre sí para enfrentarse a los romanos.

Valente se enfrentó a ellos a 20 Kilómetros de la ciudad de Adrianópolis y sufrió una terrible derrota: la caballería romana huyó; la infantería quedó abandonada, rodeada y troceada.

Un gran número de oficiales valientes y distinguidos cayeron en la batalla de Adrianópolis, cuyas pérdidas igualaron a las desgracias sufridas por Roma en la batalla de Cannas y cuyas consecuencias fueron mucho peores.

Más de dos tercios del ejército romano quedó destruido y éste recibió con alivio la llegada de la noche, que ocultó la huida de la multitud y protegió la retirada más ordenada de Victor y Ricomer, los únicos que entre la consternación general conservaban la disciplina y la calma.

El emperador Graciano había avanzado ya mucho hacia la llanura de Adrianópolis cuando le llegó la noticia.

Época de Teodosio (347 -395 d. de C.)

La elección de Graciano como emperador de Oriente recayó sobre un exiliado cuyo padre había sufrido por la autoridad del emperador, una muerte injusta e ignominiosa tan sólo tres años antes: Teodosio el Grande fue llamado a la corte imperial que se había retirado desde los confines de Tracia hasta la ciudad más segura de Sirmio.

Teodosio nunca vengó la batalla de Adrianópolis con una victoria señalada o decisiva sobre los bárbaros.

Los mismos terrores que el nombre de los Hunos había sembrado entre los godos inspiraba el nombre de éstos entre los soldados y los súbditos del Imperio romano.

Pero Teodosio el Grande se comportó como un vigilante firme y fiel del Estado.

Estableció el cuartel general en Tesalónica, la capital dela diócesis de Macedonia, donde pudo contemplar los movimientos irregulares de los bárbaros y dirigió las operaciones de sus lugartenientes desde las puertas de Constantinopla hasta las orillas del Atlántico.

La liberación y la paz de las provincias fue obra de la prudencia más que del valor; la fortuna secundó la precaución de Teodosio y el emperador aprovechó y sacó partido a toda circunstancia favorable.

Mientras el gran talento de Frigtigern mantuvo la unión de los bárbaros y dirigió sus movimientos, éstos fueron capaces de conquistar un dilatado imperio.

La muerte de este héroe, predecesor y maestro del afortunado Alarico, liberó a una multitud impaciente del yugo intolerable de la disciplina y la cautela.

Las disensiones internas entre los bárbaros, cada vez mayores, atenuaron la animosidad contra los romanos y los oficiales de Teodosio recibieron instrucciones de comprar, con regalos y promesas generosas, la retirada de los grupos descontentos o bien su servicio.

Atanarico en lugar de conducir a su pueblo al campo de batalla y a la victoria, escuchó con prudencia la justa propuesta de un tratado digno y provechoso.

Pero es fácil sospechar que su enfermedad mortal la contrajo entre los placeres de los banquetes imperiales.

Poco después de su muerte, todo su ejército se alistó bajo el estandarte del Imperio romano.

La sumisión de un número tan grande de visigodos tuvo consecuencias muy positivas.

La capitulación general de los godos puede situarse a los cuatro años, un mes y veinticinco días de la derrota y muerte del emperador Valente.

Los jefes hereditarios de las tribus y familias seguían autorizados a dirigir a sus seguidores en la paz y en la guerra, pero se abolió la dignidad real y los generales de los godos se nombraban y destituían a gusto del emperador.

Se mantuvo un ejército de 40.000 godos para el servicio permanente del Imperio de Oriente, y estas tropas valerosas, que adoptaron el nombre de foederati o aliados, se distinguían por sus collares de oro, una paga generosa y unos privilegios disolutos.

Su valor innato se incrementó con el uso de las armas y la práctica de la disciplina y, mientras la espada dudosa de los bárbaros guardaba el Imperio, se extinguían en los romanos las últimas chispas de la llama militar.

Entre los acontecimientos memorables del reinado de Teodosio está el triunfo del cristianismo y el final del paganismo.

Graciano no mucho después nombró a Teodosio como emperador de Oriente y murió a manos de un tal Máximo, que alzó el estandarte de la rebelión en Britania.

Teodosio derrotó y ejecutó a Máximo, antes de que Valentiniano fuera confirmado otra vez como emperador de Occidente. No obstante, la juventud o inexperiencia de Valentiniano lo convirtió en un blanco fácil.

Después que Teodosio se retirara a Constantinopla, Arbogasto, un franco que dirigía los ejércitos de la Galia, tomó las verdaderas riendas del poder. Encontraron a Valentiniano estrangulado poco después de una pelea con Arbogasto, el cual elevó a la púrpura a un compañero llamado Eugenio.

Una vez más, Teodosio derrotó a un “usurpador” en Occidente y controló todo el Imperio.

Teodosio dejó el Imperio a sus dos hijos, Arcadio y Honorio; a Arcadio le dejó el Imperio de Oriente y a Honorio el de Occidente.

La figura más importante de su reinado fue el gran general Estilicón, al que Teodosio había confiado, en su lecho de muerte, el cuidado de sus hijos y del Estado.

Estilicón pronto suscitó los celos y temores de Arcadio y consiguió que el Senado de Constantinopla lo declarara enemigo de la república, y tuvo que superar los obstáculos como la defensa continua contra los asesinos contratados por el emperador de Oriente, pero consiguió recuperar las provincias africanas de un rebelde llamado Gildón y organizar la única resistencia seria contra la inundación bárbara.

Honorio pasó la vida sesteando, cautivo en su palacio, desconocido en su país, casi indiferente de la ruina del Imperio de Occidente.

Los godos, en lugar de avanzar guiados por las pasiones ciegas y obstinadas de sus jefes, seguían ahora al genio audaz y astuto de Alarico.

Los victoriosos confederados siguieron avanzando y el último día del año, en una estación en que las aguas del Rin probablemente estaban heladas, entraron sin oposición en las indefensas provincias de la Galia.

Este paso memorable de los suevos, los vándalos, los alanos y los burgundios, que nunca se retiraron de allí, puede considerarse como la caída del Imperio romano en los países situados más allá de los Alpes; a partir de aquel momento fatal, quedaron aniquiladas las barreras que durante tanto tiempo habían separado a las naciones civilizadas de las salvajes.

Alarico había conseguido la estima del mismo Estilicón y pronto aceptó su amistad. Renunciando al servicio del emperador de Oriente, Alarico firmó con la corte de Rávena un tratado de paz y alianza por el cual el ministro de Honorio le declaraba “magister” de los ejércitos romanos en toda la prefectura de Iliria.

Situación de Roma y sus habitantes en la época más próxima a la invasión goda presentada por el historiador Amiano Marcelino:

“La grandeza de Roma –dice Amiano – se basó en la alianza extraordinaria e insólita de la virtud y la fortuna.

La ciudad dedicó su larga infancia a luchar contra las tribus de Italia, vecinas y enemigas de la ciudad emergente.

Durante su juventud fuerte y vigorosa, hizo frente a las tormentas de la guerra, llevó sus ejércitos victoriosos allende los mares y las montañas, y obtuvo los laureles triunfales de todos los países del mundo. Al final, cuando empezó a envejecer, y en algunas ocasiones debió sus conquistas al temor que inspiraba su nombre, buscó la calma y la tranquilidad.

La ciudad Venerable, que había sometido a las naciones más violentas de la tierra y establecido un sistema jurídico para proteger para siempre la justicia y la libertad, como madre sabia y poderosa abandonó a los césares, sus hijos favoritos, el gobierno de sus inmensas posesiones. Una paz segura y profunda, con la que se disfrutó en otros tiempos durante el reinado de Numa, sucedió a los tumultos de una República; entre tanto, todavía se adoraba a Roma como reina de la Tierra y las naciones sometidas todavía reverenciaban el nombre del pueblo y la majestad del Senado.

Pero este esplendor original – prosigue Amiano – se degrada y empaña con la conducta de algunos nobles que, olvidando su dignidad y la de su país, se entregan al vicio y al desenfreno. Luchan unos contra otros en una vanidad hueca de títulos y sobrenombres, y seleccionan e inventan los apelativos más sonoros y elevados, destinados a provocar el asombro y respeto de los oídos vulgares.

Con la vana ambición de perpetuar su memoria, se multiplican en estatuas de bronce y mármol, y no quedan satisfechos hasta que las estatuas están recubiertas con láminas de oro, honorable distinción que se concedió por primera vez al cónsul Acilio después de que redujera por las armas y la inteligencia el poder del rey Antioco.

La ostentación que demuestran al exhibir, y tal vez, agigantar, el estado de cuentas de las fincas que poseen en todas las provincias, desde el naciente hasta el poniente, provoca la justa ira de cualquier hombre que sabe que los antepasados pobres e irreductibles de estos personajes no se distinguían del más humilde de los soldados por la delicadeza de su comida o el esplendor de su traje; pero los nobles modernos miden su rango y su importancia por lo majestuoso de sus carruajes y la onerosa magnificencia de sus trajes. Sus largas ropas de seda y púrpura flotan al viento y cuando se agitan, ya sea con artificios o de modo natural, muestran las vestiduras interiores, las ricas túnicas bordadas con figuras de animales. Seguidos por un cortejo de 50 sirvientes y levantando el empedrado, avanzan por las calles a la misma velocidad impetuosa que si viajaran con caballos de posta; las damas y matronas imitan con descaro el ejemplo de los senadores, y sus carros cubiertos ruedan continuamente por el inmenso espacio de la ciudad y las afueras.

Cuando una de estas personas de gran categoría condesciende a visitar los baños públicos, en cuanto entra adopta una insolente actitud de mando y se apropia para su uso exclusivo las instalaciones destinadas al pueblo romano. Si por casualidad en estos lugares de esparcimiento general, se encuentran con cualquiera de los infames ministros de su placer, expresan su afecto con un tierno abrazo, en tanto que rechazan los saludos de sus conciudadanos, a quienes ni se les permite aspirar más allá del honor de besarles la mano o la rodilla. Tras refrescarse con un baño, se colocan de nuevo los anillos y demás insignias de su dignidad; seleccionan de su guardarropa el hilo más fino, en cantidad tal que bastaría para una docena de personas, y los adornos que se les antojan y mantienen hasta su marcha la misma actitud altiva que, tal vez, podría haber estado justificada en el gran Marcelo tras la conquista de Siracusa.

Es cierto que, en algunas ocasiones, estos héroes emprenden algunas tareas más arduas: visitan sus fincas en Italia y se procuran, con gran esfuerzo de manos serviles, las diversiones de la caza. Si en alguna ocasión, especialmente en un día caluroso, tienen valor suficiente para navegar en sus galeras pintadas desde el lago Lucrino hasta sus elegantes villas en las costas de Puteoli y Caieta, comparan sus expediciones con las marchas de César y Alejandro. Sin embargo, si una mosca osa posarse en los pliegues de seda de sus sombrillas doradas, si un rayo de sol penetra por algún resquicio imperceptible, deploran las insoportables penalidades que deben soportar y lamentan, con lenguaje afectado, no haber nacido en la tierra de los cimerios, las regiones de la oscuridad eterna. En estos viajes al campo, toda la casa marcha con el amo. De la misma manera que la habilidad de los jefes militares dirige la caballería y la infantería, las tropas pesadas y las ligeras, la vanguardia y la retaguardia, los mandos domésticos, que llevan una férula como símbolo de autoridad, distribuyen y ordenan el numeroso cortejo de esclavos y criados. El equipaje y el guardarropa van delante, seguidos de inmediato por una multitud de cocineros y sirvientes de menor categoría, empleados en el servicio de las cocinas y de la mesa. El grueso de la tropa está compuesto por una multitud variada de esclavos, aumentada por la ayuda accidental de algún plebeyo ocioso o dependiente. Cierra el cortejo una retaguardia formada por la banda de eunucos favoritos, alineados de mayor a menor de acuerdo con su edad. Su número y su deformidad horrorizan a los espectadores indignados, que denigran la memoria de Semiramis, inventora del arte cruel de frustrar los propósitos de la naturaleza y de destruir, desde su nacimiento, la esperanza de otra generación.

“En el ejercicio de la jurisdicción interna, los nobles de Roma muestran una sensibilidad exquisita ante cualquier ofensa personal y el mayor desprecio e indiferencia por el resto de la especie humana.

Cuando piden agua caliente, si el esclavo tarda en obedecer, se lo castiga al instante con 3.000 latigazos; pero si el mismo esclavo cometiera un asesinato premeditado, su amo lo llamaría inútil y le diría que si volviera hacerlo recibiría un castigo.

En otros tiempos, la hospitalidad era virtud propia de los romanos, y cualquier extranjero que pudiera alegar mérito o desgracia recibía alivio o recompensa de la generosidad de éstos. Actualmente, si un desconocido tal vez de rango no despreciable, es presentado a uno de los senadores orgullosos y ricos, lo recibe en su primera visita con tanta amabilidad e interés que éste se retira encantado con la afabilidad de su ilustre amigo, lamentando haber tardado tanto en visitar Roma, cuna, no sólo del Imperio, sino también de los buenos modales. Convencido de que será bien recibido, repite la visita al día siguiente y descubre, mortificado, que el senador ha olvidado ya su persona, su nombre y su país de origen.

Si sigue decidido a perseverar, termina en la hilera de personas dependientes y obtiene permiso para rendir pleitesía a un altivo patrón, incapaz de gratitud o amistad, que apenas se digna advertir su presencia, su marcha o su regreso….

En ciudades densamente pobladas, que son sede del comercio y la manufactura, las clases intermedias, que obtienen su sustento de la habilidad o del trabajo de las manos, acostumbran a ser las más prolíficas, las más útiles y, en este sentido, el segmento más respetable de la comunidad.

Sin embargo, los plebeyos de Roma, que desdeñaban estas artes serviles y sedentarias, desde los más antiguos tiempos se habían visto oprimidos por el peso de las deudas y la usura, y los campesinos, durante el plazo de su servicio militar, se veían obligados a abandonar el cultivo de sus campos. La avaricia de los nobles fue comprando o usurpando las tierras de Italia, que originariamente estaban divididas entre las familias de propietarios libres e indigentes; y en el siglo que precedió a la caída de la República, hay constancia de que sólo 2.000 ciudadanos poseían fortunas independientes.

Sin embargo, mientras el pueblo otorgó con sus sufragios (votos) los honores (cargos/magistraturas) del Estado, el mando de las legiones y la administración de las provincias ricas, el sentimiento de orgullo aliviaba, en cierto modo, las penalidades de la pobreza, y la ambiciosa generosidad de los candidatos, que aspiraban a obtener una mayoría venal en las 35 tribus o en las 193 centurias de Roma, satisfacía oportunamente sus necesidades.

Pero después de que los pródigos ciudadanos alienaron no sólo el uso sino también la herencia del poder, durante el reinado de los césares (emperadores) el pueblo se transformó en un populacho vil, que en unas pocas generaciones se habría extinguido por completo si no se hubiera renovado continuamente con la manumisión de esclavos y la llegada de extranjeros. En épocas tan tempranas como la de Adriano, los ingenuos nativos se lamentaban con justicia de que la capital había atraído los vicios del universo y las costumbres de las naciones más opuestas. La falta de moderación de los galos, la astucia y ligereza de los griegos, la salvaje obstinación de los egipcios y judíos, el carácter servil de los asiáticos y la disoluta y afeminada prostitución de los sirios se mezclaban con las diversas gentes que, bajo la orgullosa y falsa denominación de romanos, se atrevían a despreciar a sus conciudadanos e incluso a aquellos soberanos que vivían más allá del recinto de la ciudad Eterna.

Sin embargo, el nombre de esta ciudad seguía pronunciándose con respeto; los tumultos frecuentes y caprichosos de sus habitantes se toleraban con impunidad, y los sucesores de Constantino, en lugar de aplastar los últimos restos de la democracia con el fuerte brazo del poder militar, optaron por la política moderada de Augusto y estudiaron el modo de aliviar la pobreza y contener el ocio de una masa ingente.

Para mayor comodidad de los perezosos plebeyos, las distribuciones mensuales de trigo se transformaron en una asignación diaria de pan; se construyó gran número de hornos, mantenidos con cargo al erario (tesoro público), y a una hora predeterminada, cada ciudadano con un billete, ascendía los escalones que habían sido asignados a su barrio o división y recibía, gratuitamente o a muy bajo precio, un trozo de pan de tres libras para su familia.

Los bosques de Lucania, cuyas bellotas engordaban grandes piaras de cerdos salvajes, aportaban, como tributo, abundante carne barata y saludable.

Durante cinco meses al año, se distribuía una cantidad fija de tocino entre los ciudadanos más pobres, y un edicto de Valentiniano III valoró el consumo anual de la ciudad, en un momento ya de decadencia, en tres millones seiscientas veintiocho mil libras.

De acuerdo con las costumbres de la antigüedad, el uso del aceite resultaba indispensable tanto para las lámparas como para el baño, y el impuesto anual que se imponía a África en beneficio de Roma ascendía al peso de tres millones de libras.

La inquietud de Augusto por facilitar a la metrópolis suficiente trigo no fue más allá de ese producto necesario para la subsistencia; cuando el clamor popular censuró el precio y la escasez de vino, el grave reformador emitió una proclamación recordando a los súbditos que nadie podía quejarse de sed, puesto que los acueductos de Agripa llevaban a la ciudad tantos arroyos de agua pura y saludable.

Esta rígida sobriedad fue relajándose insensiblemente y aunque, al parecer, no se ejecutó por completo el generoso propósito de Aureliano, el consumo de vino se facilitaba de modo fácil y pródigo.

La administración de las bodegas públicas estaba delegada en un magistrado de rango honorable, y parte considerable de las cosechas de Campania se reservaba para los afortunados habitantes de Roma.

Los formidables acueductos, tan justamente celebrados por las alabanzas del propio Augusto, abastecían las termas o baños, construidas en todas las zonas de la ciudad con una magnificencia imperial. Los baños de Antonino Caracalla, que se abrían a horas predeterminadas para el servicio de los senadores y el pueblo, contenían más de mil seiscientos asientos de mármol, y los baños de Diocleciano contenían más de tres mil. Las altas paredes de las salas estaban cubiertas con bellos mosaicos que imitaban el arte del pincel en la elegancia de los dibujos y en la variedad de los colores. El granito egipcio estaba bellamente incrustado junto al precioso mármol verde de Numidia; la corriente ininterrumpida de agua caliente caía en las amplias pilas a través de múltiples y amplias bocas de plata brillante y maciza, y el más humilde de los romanos podía disfrutar, tras pagar una pequeña moneda de cobre, de una escena de lujo y ceremonia que suscitaría la envidia de los reyes de Asia.

De estos magníficos palacios salía un enjambre de plebeyos sucios y andrajosos, sin calzado ni mantos, que holgazaneaba durante días enteros por las calles o el foro para oir noticias y discutir, que despilfarraba en juegos costosos el miserable sustento de su esposa e hijos y pasaba las horas de la noche en burdeles y oscuras tabernas recreándose en una sensualidad vulgar y soez.

Pero la diversión más espléndida y entretenida de la ociosa multitud derivaba de la frecuente exhibición de juegos públicos y espectáculos.

La devoción de los príncipes cristianos había suprimido los inhumanos combates de gladiadores, pero el pueblo romano seguía considerando el circo como su casa, su templo y la sede de la república. La multitud impaciente corría al alba a asegurarse un asiento, y muchos pasaban la noche inquietos y ansiosos en los pórticos adyacentes.

Desde la mañana hasta la noche, indiferentes al sol y a la lluvia, los espectadores, que algunas veces superaban los 400.000, permanecían atentos, con los ojos fijos en los caballos y sus aurigas, alterados por la incertidumbre del éxito de sus colores, como si la felicidad de Roma dependiera del resultado de una carrera.

El mismo ardor inmoderado inspiraba clamores y aplausos cuando se entretenían con la caza de fieras salvajes y los distintos modos de representaciones teatrales.

Por tanto, la musa trágica de los romanos como la cómica, que pocas veces iban más allá de la imitación del genio ático, habían callado casi por completo desde la caída de la República, y su lugar lo ocuparon indignamente las farsas licenciosas, la música afeminada y los espectáculos pomposos.

Las “pantomimas”, que conservaron su reputación desde la época de Augusto hasta el siglo VI, expresaban sin palabras las distintas fábulas de los dioses y héroes de la antigüedad, y la perfección de su arte, que algunas veces desarmaba la gravedad del filósofo, suscitaba siempre el aplauso y la maravilla del público.

En los grandes y magníficos teatros de Roma trabajaban 3.000 bailarinas y 3.000 cantantes, junto con los directores de los respectivos coros.

Tal era el éxito que tenían entre el pueblo que, en épocas de escasez, cuando se expulsó de la ciudad a todos los extranjeros, el mérito de contribuir a los placeres públicos los eximía de una ley que se aplicaba de modo estricto, sin ir más lejos, en el caso de los profesores de artes liberales.

Juvenal lamenta, al parecer por experiencia, las penalidades de los ciudadanos más pobres, a los que dirige el sano consejo de que emigren sin demora de los humos de Roma, puesto que por el precio que pagan anualmente por un alojamiento oscuro y miserable podrían comprar en las pequeñas ciudades de Italia una residencia más alegre y espaciosa. Por lo tanto, el alquiler era inmoderadamente caro: los ricos compraban a un precio altísimo los terrenos que cubrían con palacios y jardines, pero la mayor parte del pueblo romano se hacinaba en espacios reducidos, y los distintos pisos y habitaciones de la misma casa se dividían entre varias familias plebeyas.

Roma tenía alrededor de un millón doscientos mil habitantes.

Tal era la situación de Roma durante el reinado de Honorio en el momento en que el ejército godo instaló el asedio o, mejor dicho, el bloqueo de la ciudad.

Alarico rodeó las murallas, se adueñó de las doce puertas principales, interceptó todas las comunicaciones con los campos adyacentes y controló la navegación por el Tiber, del que los romanos obtenían la más segura y abundante reserva de provisiones.

Las primeras emociones de los nobles y del pueblo fueron de sorpresa e indignación porque un vil bárbaro se atreviera a insultar a la capital del mundo; pero su arrogancia pronto resultó humillada por la desgracia y, en lugar de dirigir su rabia poco viril contra el enemigo armado, la lanzaron mezquinamente contra una víctima inocente e indefensa.

Tal vez los romanos podrían haber respetado en Serena (esposa de Estilicón) a la sobrina de Teodosio, la tía e incluso la madre adoptiva del emperador reinante, pero aborrecían a la viuda de Estilicón y escucharon con crédula pasión la calumnia que la acusaba de mantener una correspondencia secreta y criminal con el invasor godo.

Movidos o intimidados por el mismo frenesí popular, el Senado, sin pedir pruebas de su culpabilidad, pronunció una sentencia de muerte. Serena fue ignominiosamente estrangulada y la caprichosa multitud se asombró al comprobar que aquella cruel injusticia no produjo la inmediata retirada de los bárbaros y la liberación de la ciudad.

La desafortunada ciudad fue experimentando gradualmente la angustia de la escasez y, al final, las terribles calamidades del hambre.

Los hombres y mujeres, educados en el disfrute de las comodidades y el lujo, descubrieron lo poco que se necesita para satisfacer las necesidades de la naturaleza y prodigaron sus inútiles tesoros de oro y plata para obtener el tosco y escaso alimento que en otros tiempos habrían rechazado con desdén.

Muchos miles de habitantes de Roma expiraron en sus casas o en las calles por falta de alimentos, y como los sepulcros públicos, situados extramuros, se encontraban en poder del enemigo, el hedor que desprendían tantos cadáveres putrefactos e insepultos infectó el aire y una enfermedad pestilente posterior agravó las miserias del hambre.

Se envió dos embajadores y Alarico les impuso para la paz unas condiciones muy duras que luego rebajó un poco. En cuanto los romanos satisficieron las rapaces exigencias de Alarico, pudieron disfrutar de cierta paz y abundancia.

De nuevo los clamores del pueblo y el terror al hambre sometieron el orgullo del Senado, que escuchó sin reticencias la propuesta de colocar a un nuevo emperador en el trono del indigno Honorio. Así pues, el sufragio del conquistador godo (Alarico) concedió la púrpura a Atalo, prefecto de la ciudad.

El agradecido monarca reconoció de inmediato a su protector (Alarico) como “magister” de los ejércitos de Occidente; Adolfo, con el rango de “conde” de las tropas del emperador, obtuvo la custodia de la persona de Atalo, y las dos naciones hostiles parecieron unirse con los lazos más estrechos de amistad y alianza.

Las puertas de la ciudad se abrieron y el nuevo emperador de los romanos, rodeado por los ejércitos godos, avanzó en tumultuosa procesión desde el palacio de Augusto al de Trajano.

Alarico, al frente de un ejército formidable condujo al rey cautivo (Honorio) hasta cerca de las puertas de Rávena.

Y una embajada (enviada por el emperador Honorio al campamento de Alarico) solemne compuesta por los principales ministros –Jovio, el prefecto del pretorio; Valente, magister de la caballería y la infantería; el cuestor Postumio; y Juliano, el primero de los notarios – entró en el campamento godo con ceremonia marcial. En nombre de su soberano, accedieron a reconocer la elección legítima de su rival (Atalo) y a dividir las provincias de Italia y de Occidente entre los dos emperadores.

Los bárbaros rechazaron con desdén sus propuestas; y la negativa resultó tanto más ofensiva cuanto que fue acompañada por la insultante clemencia de Atalo, que condescendió a prometer que, si Honorio renunciaba de inmediato a la púrpura, se le permitiría pasar el resto de su vida en apacible exilio en alguna isla remota.

Pero a Atalo, a quien, en un principio, las cosas le fueron bien, lo traicionaron Jovio y Valente, su ministro y su general, que se pasaron al bando del emperador Honorio.

Alarico, viendo la situación de Atalo, dejó de protegerlo.

En una ancha llanura cercana a Rímini, y en presencia de una innumerable multitud de romanos y bárbaros, el desgraciado Atalo fue despojado públicamente de la diadema y de la púrpura, y Alarico envió al hijo de Teodosio(Honorio) estas insignias de realeza como muestra de paz y amistad.

Roma expió con su desgracia, por tercera vez, el crimen y la locura de la corte de Rávena.

El rey de los godos (Alarico), que ya no disimulaba su afán de rapiña y venganza, apareció armado a los pies de las murallas de la capital.

Mil ciento sesenta y tres años después de la fundación de Roma, la Ciudad Imperial, que había sometido y civilizado a parte considerable de la humanidad, fue entregada a la furia desenfrenada de las tribus bárbaras de Germania y Escitia.

El fuego de Roma se extinguió; antes del año 500 d. de C. Italia estaba en manos de Odoacro, su primer rey bárbaro.

(Edward Gibbon. Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Edición Abreviada de Dero A. Saunders. Traducción de Carmen Francí Ventosa. Alba Editorial.)

Segovia, 5 de agosto del 2022

Juan Barquilla Cadenas.