CICERÓN HÉROE DE LA LIBERTAD
Marco Tulio Cicerón (106 a. de C. – 43 a. de C.) fue un escritor, orador, filósofo y político romano.
Fue uno de los personajes más destacados del siglo I a. de C.
Nacido en una pequeña ciudad de Italia, en Arpino, fue en Roma donde desarrolló principalmente su vida.
Es muy importante su legado, con libros de oratoria, filosofía y más estrictamente políticos, como las “Verrinas”, las “Catilinarias” y las “Filípicas”. Incluso escribió algo de poesía.
Además nos han llegado muchas cartas (Correspondencia) destinadas a su amigo Ático y a otras muchas personas, que nos han transmitido muchos datos familiares y de otros personajes de su entorno.
Como orador, además de los libros escritos sobre oratoria como el “Brutus” y “Orator”, pronunció muchos discursos, bien como “defensor”, que llevan delante la preposición “pro”: “Pro Archia poeta”, bien como “acusador”, que llevan delante la preposición “in” : “In L. Catilinam”.
Como filósofo, se puede decir que es “ecléctico”, partidario del “probabilismo” de la Academia Nueva, pero también es seguidor de Aristóteles y del estoicismo.
Como político, no era partidario de los extremismos, ni de los “aristócratas ultra”, ni de los “populares facciosos” como Clodio.
Su mayor interés consistía en salvar los valores y las instituciones de la República romana antigua y evitar todo lo que supusiera dictadura y falta de libertad.
Esta lucha por la libertad le va a costar su vida, cuando en el año 43 a. de C., una vez realizada la alianza de Marco Antonio, Octavio y Lépido (segundo triunvirato), se le inscriba en la lista de los proscritos y se le dé muerte.
Aunque pertenecía al “ordo equester” (orden de los caballeros) y era un “homo novus”(no tenía ancestros que hubieran ostentado el cargo de “cónsul” anteriormente a él, era partidario de la concordia entre los “órdenes” (concordia ordinum), esa concordia entre los “optimates”, la clase aristocrática, y los “populares”, los que apoyaban a las clases más bajas, de manera que se evitara el poder unipersonal, la tiranía, y también las guerras civiles.
Aquí expongo un poco resumido el libro de Pierre Grimal, “Cicerón”, traducción de Ana Escartín, de la Editorial Gredos, recientemente publicado.
En él, Pierre Grimal da muchísimos datos de Cicerón. Nos va contando su vida desde el momento de su nacimiento hasta su muerte en el año 43 a. de C.
Y al mismo tiempo va explicando los acontecimientos históricos y políticos que se iban produciendo a lo largo de su carrera política.
Además nos explica con amplitud el contenido de las distintas obras que escribió Cicerón.
Me ha parecido una biografía muy completa con datos sacados de las propias obras de Cicerón, pero también de historiadores como Plutarco, Dión Casio, Salustio, Suetonio o de Asconio Pediano que compuso un comentario a los “discursos” de Cicerón, centrándose muy especialmente en la historia de la época en que fueron pronunciados.
Los datos que expone Pierre Grimal me parecen tan interesantes y que están tan bien expuestos, que me parecen ser dignos de ser leídos por todos aquellos que no tengan acceso a su libro o que no tengan noticias de él.
A lo largo de esta obra de Pierre Grimal podemos ver, aparte de las ideas filosóficas de Cicerón (ecléctico) y su ideal político (los valores de la antigua República romana), una serie de acontecimientos que de alguna modo nos recuerdan la realidad actual: las maniobras políticas, las tendencias conservadoras (optimates) y las progresistas (populares) de lo que podríamos llamar partidos políticos de derechas y de izquierdas respectivamente; así como las situaciones extremas, por la “derecha” (ultraconservadores) y por la “izquierda” (tribunos demagógicos).
Se puede ver también casos de corrupción electoral (compra de votos), abusos cometidos por los gobernadores provinciales (malversación), problemas con los tribunales de justicia (prevaricaciones y recusaciones de miembros de los tribunales de justicia; la lucha por los que debían formar los tribunales, si sólo lo senadores (lo que querían los “optimates”) o los senadores y caballeros (lo que querían los “populares”)), influencias y alianzas entre determinadas familias (“enchufes”).
También aparecen casos de “dictaduras”, tanto de “izquierdas” (Cinna), como de “derechas” (Sila). Asimismo, intento de “golpes de Estado”, como la “Conjuración de Catilina”, la formación de los “dos triunviratos” o el asesinato de César, tras convertirse él mismo en dictador.
A través de los discursos de Cicerón, pronunciados en defensa o en contra de alguien, podemos ver los tipos de delitos que se producían en aquella época que, a veces, son motivados, como en el presente, por ambición de poder o de dinero.
También podemos ver la importancia de lo religioso en Roma y el carácter supersticioso de los romanos, que todavía conservamos actualmente.
Vemos, en esta obra, cómo Cicerón analiza las causas que en Roma conducían a las guerras civiles (la pérdida de los antiguos valores de la República, la ambición de poder, el deseo de riquezas, la manipulación de la plebe y la infracción de las leyes) y la solución que propugna Cicerón es la concordia de los ciudadanos (concordia ordinum) y la adquisición de los cargos (magistratruras) según capacidades y por los méritos de cada uno, y que se promulguen buenas leyes.
En su obra “De república” examina las distintas formas de gobierno y cree que la mejor es un “régimen mixto” en el que participe lo “monárquico” (representado en los cónsules), lo aristocrático (representado por el Senado) y lo democrático (representado por las asambleas del pueblo).
Cicerón es partidario de la paz y contrario a la fuerza de las armas y de la violencia. El arma de Cicerón es la palabra, la oratoria, de la que habla en distintas obras suyas, como el “Brutus”, “De oratore” y “Orator”.
Confía en que la gente joven, tras la falta de libertad impuesta por los “triunviros”, restablezca los valores de la antigua república: la “pietas”, la justicia, la “fides”. Pero que es necesario educar a esa juventud en esos valores, y así escribe, dedicándoselo a su hijo, el tratado “Sobre los deberes” (De officiis), para inculcar esos valores.
Examina también los distintos sistemas filosóficos, desde Platón, Aristóteles, el epicureísmo y el estoicismo, y su posición es ecléctica, quedándose más bien con el “probabilismo” de la Academia Nueva de Filón de Larisa y Antíoco de Ascalón.
Le preocupa el tema de los dioses y el tema de la adivinación sobre los que escribe sendos tratados: “De natura deorum” y “De divinatione”.
De algún modo cree en la divinidad y en la inmortalidad del alma, que queda reflejado en el “Sueño de Escipión” que aparece en el libro VI de su obra “De república”.
Lo que más lamenta es la falta de libertad que se produce con los “triunviros” y con César como dictador.
Es un defensor de la libertad hasta el punto de morir por defenderla.
En la guerra civil entre César y Pompeyo se alió, al final, con Pompeyo, pero porque consideraba que Pompeyo podía defender mejor la República romana, y su poder era más justo, aunque lo hizo también, según dice, por agradecimiento , pues gracias a él pudo regresar del exilio al que su enemigo Clodio lo había enviado.
En resumen, podemos decir que Cicerón era un “hombre de Estado” que llegó a las más altas cimas de poder (fue cónsul), pero le tocó vivir en una época en que ya la República estaba resquebrajándose para dar lugar a otra forma de gobierno, el “principado”, en el que se volvía a una especie de “monarquía”, que fue la época imperial.
Como son muchas páginas del contenido de este libro de Pierre Grimal, y, aunque lo he resumido un poco, son muchas todavía, he dividido el libro en tres partes.
La parte primera incluye los temas:
- La felicidad de Arpino.
- Un adolescente frágil
- Primeros casos, primeras intrigas.
- El “gran tour”.
- Primeros honores. La aventura siciliana.
- El caso Verres.
- El difícil ascenso
La segunda parte incluye:
- El consulado
- Frente a los triunviros. Del consulado al exilio.
- El exilio.
- El tiempo de reflexión I.
- El tiempo de reflexión II.
- Los escritos políticos.
Tercera parte incluye:
- El gobierno de Cilicia.
- La guerra civil.
- Bajo el reinado de César I.
- Bajo el reinado de César II.
- Después de los idus de marzo.
- Los últimos días.
CICERÓN HÉROE DE LA LIBERTAD
PARTE PRIMERA:
[ 1. LA FELICIDAD DE ARPINO
Cicerón no es un romano de Roma; no nació en la Ciudad, sino en un municipio del país de los volscos, situado a unos 120 kilómetros al suroeste de Roma y llamado Arpinum.
Allí encontró los principios de su fe política, allí se hallan enraizadas las tradiciones a las que está vinculado y a las que nunca renunciará.
El nombre de Arpino aparece en la historia en el año 305 a. de C., durante las guerras samnitas.
Tres poblaciones de la región, Sora, Arpino y Cesenia, son ese año, según el relato de Tito Livio, recuperadas de manos de los samnitas, que las habían ocupado, después de quitárselas a los romanos con la complicidad de los habitantes.
La defección de Arpino no duró mucho. Ya en el año 303, la pequeña ciudad obtenía el “derecho de ciudadanía sine suffragio “, es decir, sin que sus habitantes pudieran participar en las elecciones ni en las votaciones de las asambleas, y sin posibilidad de que fueran elegidos magistrados en Roma.
Pero poseían otras prerrogativas de los ciudadanos: derecho a tener posesiones, a hacer testamento, a casarse con una ciudadana romana, etc., lo que los integraba en la comunidad jurídica de la Ciudad.
En los primeros tiempos después del 303 a. de C., Arpino es “prefectura”, es decir, es administrada directamente por un representante del pretor, un praefectus. Sus habitantes no eligen a sus propios magistrados.
Pero en el año 188 a. de C. las gentes de Arpino obtienen el “derecho de ciudadanía cum suffragio”. Pronto se convierte en “municipio” y sus ciudadanos debatían sobre sus propias leyes, como sabemos gracias al propio Cicerón, como muy tarde durante los últimos años del siglo II a. de C.
Arpino era, como todos los municipios, una imagen de Roma, con su consejo de decuriones y sus magistrados, que llevaban el título de “ediles” y conformaban un “colegio” de tres miembros, y, naturalmente, su asamblea de ciudadanos, que elegía a los ediles.
Cicerón vino al mundo el 3 de enero del año 106 a. de C.
En el prólogo del segundo libro del “Sobre las Leyes”, nos explica que la casa paterna, que se erigía en las orillas del río, había seguido siendo durante mucho tiempo una vivienda rústica, a la antigua, comparable a la legendaria casa de Curio Dentato, en la que el triunfador (de los samnitas y de Pirro) llevaba una noble vida de pobreza y tomaba la comida frente al hogar.
Durante todo el tiempo que vivió M. Tulio Cicerón, el abuelo del orador, no se había hecho ningún cambio en la finca. Sólo cuando éste murió, el padre de Cicerón se apresuró a añadirle ciertas comodidades y mayor elegancia (lautius aedificavit).
Cicerón, en su alegato en favor del poeta Arquias, recordará que Italia entera, en este principio de siglo, estaba impregnada de cultura griega. Y más que la propia Roma, esa cultura había penetrado hasta Arpino, donde era acogida con desconfianza. Una frase, muchas veces repetida, del abuelo de Cicerón, nos da testimonio de ello: “Los hombres de nuestra tierra – decía- son como los esclavos sirios que uno compra, cuanto mejor conoce el griego alguno de ellos, más crápula es”.
El abuelo de Cicerón iba con retraso con respecto a su época. El conocimiento del griego era ahora bastante general; y evidentemente era corriente en Arpino.
En Arpino, tanto como en Roma – y hoy en día todavía en los pueblos italianos – la célula familiar seguía siendo esencial, y la vida social descansaba sobre los parentescos y las alianzas.
Su gentilicio “Tulio”, no es un nombre aislado. Se sabe que había sido el nombre de un rey de Roma, Servio Tulio; lo había llevado también el jefe volsco que, con Coriolano, había intentado un ataque sorpresa contra Roma.
En cuanto al cognomen, “Cicerón”, la tradición dice que fue atribuido por primera vez a algún ancestro que llamaba la atención por una verruga (un “garbanzo”) en la cara o bien, como asegura Plutarco, una hendidura en el extremo de la nariz, parecida a la de un garbanzo.
El abuelo de Cicerón se había casado con una tal Gratidia, que pertenecía a una familia aliada a la de Mario, el futuro vencedor de Yugurta y de los invasores teutones y cimbrios.
Gratidia tenían un hermano, M. Gratidio, que enseguida entró en conflicto con su cuñado. Más joven que éste, difería de él en carácter y mentalidad. Tulio se oponía a todas las novedades en la misma medida en la que él las acogía con agrado.
Instruido en letras griegas, gozaba de elocuencia, si creemos a Cicerón. Era amigo de M. Antonio, el orador, que desempeñó un importante papel en la vida política.
M. Gratidio chocó violentamente con su cuñado cuando se avivó, en Arpino, la cuestión de la conveniencia de introducir el escrutinio secreto en las votaciones de la asamblea del pueblo.
El voto “por tablilla” era una medida de inspiración popular que pretendía hacer disminuir la influencia de los nobles, de los más ricos, de los jefes de familia, de todos los que tenían alguna autoridad sobre sus dependientes, cuyo voto, en el futuro ya no podrían controlar.
Tulio (el abuelo de Cicerón) se opuso enérgicamente a aquella novedad, y persistió en su oposición hasta sus últimos días.
Probablemente M. Gratidio albergaba la esperanza de una carrera política en Roma.
Su hijo, M. Gratidio, fue adoptado por la familia de los Marios de Arpino, por lo que tomó el nombre de M. Mario Gratidiano.
Y, tal como explica Cicerón, desató grandes tempestades en Roma, al servicio del partido de los “populares”. Y murió brutalmente torturado por Catilina, para ser ofrecido como víctima expiatoria a los “Manes” de los hombres que habían caído bajo los golpes de los demagogos.
Así pues, dos generaciones antes del nacimiento de Cicerón, su familia se encontraba dividida entre dos tendencias opuestas: por un lado, el celo por mantener, contra viento y marea, las tradiciones y las estructuras sociales de los tiempos antiguos, el rechazo de la nueva mentalidad, de toda la corriente de pensamiento que traía consigo la literatura de inspiración helenística, y por otro, el gusto por las letras griegas, por la poesía (en Roma son los comienzos del epigrama de estilo alejandrino) y, ya entonces, por una elocuencia erudita, y, al mismo tiempo la aspiración de romper con las viejas obligaciones impuestas por la vida pública por un régimen dominado por las aristocracias.
M. Tulio Cicerón, el abuelo, tuvo dos hijos de Gratidia: Marco, el mayor (el padre de Cicerón), y Lucio, el pequeño.
Lucio eligió el “bando de Gratidia”. Acompañó a su tío a Cilicia, en la “cohorte” de Antonio, y regresó sano y salvo. Durante el viaje de vuelta, escuchó en Atenas y en Rodas, las conversaciones que los filósofos y los rétores mantuvieron con Antonio.
Pero iba a morir poco tiempo después, dejando un hijo, también llamado Lucio, primo hermano de Cicerón, que demostró a éste un afecto fraternal y lo llevó consigo en el 79 al gran viaje que hizo a Oriente.
Marco, el hijo mayor del abuelo, también se orientó hacia las letras.
La familia era de rango ecuestre, lo que permitía a sus miembros aspirar a magistraturas romanas. Pero hizo falta una generación más para el ascenso de los “Tulios” de Arpino.
Lucio murió joven y Marco no se sentía con las fuerzas necesarias. Estaba delicado de salud, lo que le impedía aceptar magistraturas en el transcurso de las cuales tuviera que participar en expediciones militares y aceptar la fatiga del foro. Y prefirió quedarse en su municipio.
Una leyenda, recogida por un enemigo político, Q. Fufio Caleno, en el año 43 – después de la muerte de César y en la época en la que Cicerón se había convertido en enemigo declarado de Antonio, cuando los odios eran intensos y lo suficientemente violentos para provocar la proscripción del viejo orador – una leyenda afirmaba que el padre de Cicerón se había dedicado al oficio de batanero, es decir, lavandero, y al comercio de uvas y aceitunas.
Probablemente se instaló un taller de lavado aprovechando la corriente tan cercana, y, por otro lado, los productos del olivar y de la viña completarían los ingresos de la finca.
Los ingresos obtenidos de su propiedad le permitieron al padre de Cicerón adquirir una casa en la misma Roma, en el barrio de las Carenas, en las faldas del Esquilino; una región de la ciudad considerada como alejada.
La familia nunca dejó Arpino por Roma; en el Esquilino tenía una vivienda de paso y no su residencia ordinaria.
Cicerón, al principio de su carrera, iba a instalarse en la casa de Roma, antes de establecerse más cerca del centro político, en el Palatino, en la época de la prefectura. Entonces fue Quinto el que ocupó la vivienda de las Carenas.
La madre de Cicerón, llamada Helvia, pertenecía a una “buena familia” de Arpino, y Plutarco nos dice que su conducta fue loable. De ella no sabemos gran cosa, salvo que vigilaba con celo los gastos de familia.
Está en la atmósfera de la casa familiar, una economía severa, pero también industriosa, a la que contribuía la madre de familia, que adivinamos fiel a lo que se esperaba que fuesen las mujeres de esa época, ama soberana de la familia, vigilante de los intereses de su marido y de los suyos, respetada, amada o temida en el interior de su reino.
Cicerón encontró en su mujer Terencia cualidades análogas, si bien menos “burguesas”, y que acabaron provocando el final de su unión, cuando dejaron de desplegarse en beneficio de la pareja y se limitaron a defender el dinero que con la complicidad de un liberto ella había sustraído para su propio uso.
Al principio del segundo libro del “De oratore”, Cicerón recuerda las cosas que decían de él y de Quinto las gentes de Arpino.
Basándose en el ejemplo de Antonio y Craso, dos figuras familiares y admiradas, aseguraban que el estudio teórico de la elocuencia era inútil, que bastaba con formarse en la práctica del derecho para convertirse en un personaje importante de la Ciudad.
Los niños, que amaban el estudio, no se dejaban convencer. Sentían de un modo difuso (“como niños”, dice Cicerón), el valor de una cultura desinteresada, que los satisfacía plenamente.
Sabían, a pesar de lo que les decían, del interés que se había tomado Antonio en las conferencias de sabios que había escuchado en Atenas, y constataban que Craso hablaba griego como si no conociera otra lengua.
Fue así como Marco, pese a no mostrar hacia su padre otro sentimiento que la admiración y el cariño, hubo de hacer frente, tal vez en su propia familia, y en cualquier caso en el entorno de su municipio a una “querella de generaciones”.
Él siempre se situó entre los partidarios de la más amplia cultura, pues consideraba que la mente sólo despliega todo su potencial en la adquisición de los conocimientos más diversos posibles, y por el contrario se marchita si únicamente se instruye en técnicas, en habilidades consideradas útiles.
Pero, a pesar de todo, no olvidará las objeciones de los burgueses de Arpino.
Recordará que todo conocimiento, de una manera u otra, tiene que encontrarse, al final, en la práctica y la acción.
El derecho es necesario para la vida social, por eso nunca despreció su estudio, pero deseará constituirlo en un cuerpo racional de doctrina, objeto de pensamiento y no recopilación de fórmulas y recetas particulares.
También recordará que los ciudadanos que escuchan a un orador, en la plaza de Arpino o ante los Rostra de Roma, llevan consigo prejuicios, sentimientos, pasiones que habría que tenerse en cuenta.
Ninguna teoría filosófica podría prevalecer sobre la relación directa, carnal que se establece entre aquel que habla y aquellos que escuchan. Pero no deja de ser útil haber leído a Platón o a Aristóteles para tomar plena conciencia de ello.
Sus años de infancia, en la “felicidad de Arpino”, despertaron también en Cicerón el sentimiento de solidaridad que unía entre sí a los ciudadanos del municipio, un sentimiento que ya no experimentaban los romanos de la Ciudad.
Cuando, en el 54, Cicerón defiende a Cn. Plancio, evocará el apoyo que él y su hermano Quinto habían recibido de su compatriota cuando presentaron sus candidaturas a las magistraturas de Roma.
Cicerón sabía muy bien que la gloria que da y reconoce la “ciudad chica” es más pura que aquella a la que puede aspirar un romano de la Ciudad.
Parece ser que los años de Arpino estuvieron marcados, desde el principio, por esa luz de gloria.
Plutarco nos cuenta cómo, en las clases del gramático de la ciudad, su facilidad para aprender y lo que hemos de llamar ya sus talentos le habían valido la admiración de sus compañeros.
Los padres de familia, curiosos por ver y oír a ese niño que, se rumoreaba, poseía dones excepcionales, se agolpaban en torno a la escuela, que, como era costumbre, no estaba encerrada entre muros, sino que sus actividades se desarrollaban bajo un pórtico accesible a todo el mundo. Y allí se les ofrecía un espectáculo sorprendente: sus hijos rodeaban a Cicerón y lo acompañaban en comitiva, del mismo modo que, en el mundo de los adultos, los ciudadanos de a pie escoltaban a un magistrado o a un hombre particularmente prestigioso, para honrarlo.
Esos primeros triunfos fueron, sin duda, algunos de los recuerdos más agradables que constituyeron la felicidad de Arpino.
Otro detalle, que conocemos gracias a Plutarco, nos muestra que al niño, ya entonces, le apasionaba la poesía, y compuso un breve poema titulado “Ponticus Glaucus” (Glauco marino).
Glauco es el nombre de varios héroes de la leyenda griega. El epíteto “marino” nos invita a identificar al protagonista del poema de Cicerón con un dios del mar, un pescador de la pequeña ciudad de Antedón; tras haber probado una hierba que volvía inmortal, se convirtió en un ser marino y recibió, al mismo tiempo, el don de la profecía.
Este Glauco aparece en diversas leyendas, cada vez que un poeta necesita hacer intervenir a una divinidad marina, por ejemplo en la leyenda de los “Argonautas” o en un episodio de los “Regresos”, el relato de las aventuras vividas por los vencedores de la guerra de Troya, de vuelta a su patria.
Glauco aparecía también en la historia de Escila: al parecer estaba enamorado de la joven, pero la hechicera Circe, a la que él desdeñaba, mezcló hierbas maléficas en el agua de la fuente en la que se bañaba Escila y ésta se convirtió en un monstruo horrible, con seis perros aulladores en los costados.
Se sabe que Escila, bajo su forma monstruosa, vagaba por el estrecho que separa Italia de Sicilia.
Con el personaje de Circe también nos encontramos en Italia, y no lejos de Arpino, ya que la tradición, en tiempos de Cicerón, situaba el hogar de la hechicera en la península de Circeii (hoy monte Circeo) a unos 50 Kilómetros al oeste de la desembocadura del Liri.
Cicerón, que, probablemente, compuso su poema antes de los quince años, se anticipa a la escuela de los nuevos poetas (poetae novi), a los que más tarde había de criticar con aspereza.
Cicerón, en realidad, debió sentirse seducido por lo que podía conocerse de un poeta como Levio, que se había propuesto hacer revivir en Roma los “juegos” alejandrinos, y que escribió a partir de los últimos años del siglo II a. de C.
De ser así, podemos concluir que los ecos de la vida literaria llegaban hasta Arpino y que Cicerón, pese a su juventud, no tardó en oírlos.
No sorprende que se convirtiera en el patronus de las gentes de Arpino, es decir, su representante legal frente a las leyes y a las magistraturas de Roma, y su protector, en cualquier circunstancia, tanto si se trataba de un ciudadano aislado como de la colectividad.
Pero era también patronus de otras muchas ciudades, con las que no tenía ningún vínculo personal y a las que se había limitado a defender en algún juicio.
Durante los mejores años de su vida, no parece que Cicerón vaya muy a menudo a Arpino, salvo para tomarse un descanso.
Hace arreglar la villa paterna y, en el jardín, instala un Amalthaeum, una rocalla del gusto de la época que representaba la gruta en la que se decía que la ninfa Amaltea había amamantado a Zeus niño.
Pero aunque poseía otras villas, que amaba en la misma medida, Arpino, sin embargo, seguía siendo su refugio.
Mientras persiste la amenaza de la guerra civil, envía allí a Terencia a retirarse, junto con su hija (Tulia). Allí, al menos, no habrá de temer las dificultades de aprovisionamiento que amenazan a Roma.
También él, a su vuelta de Cilicia (a donde había enviado a su hijo Marco), espera allí a que César venga a buscarlo, si lo desea; allí es donde el joven Marco toma la “toga viril”, ya que la ceremonia no puede celebrarse en Roma (estamos en marzo del 49).Cicerón comprende que ese gesto agrada mucho a los habitantes del municipio, que se sienten halagados. Junto a ellos goza de un sentimiento de seguridad que no encuentra en otros lugares.
Las relaciones de Cicerón con Arpino no escaparán a las bromas y los sarcasmos de sus adversarios, que muchas veces eran “romanos de Roma” y aparentaban tratar al pequeño municipio a las orillas de Liri como una insignificante localidad provinciana.
Lo llamaban en tono de burla el “tirano de Arpino”, y hacían hincapié en que la pequeña ciudad (Arpino) había estado en otros tiempos entre los enemigos de Roma (en tiempos de los volscos). De eso hacía ya muchos siglos, y Arpino había demostrado, en la época de la “Guerra Social”, que era fiel a Roma, que era profundamente romana.
Pese a todo, Cicerón no se sintió en ningún momento fuera de casa en la vida política de la Ciudad. (Roma).]
[2. UN ADOLESCENTE FRÁGIL
Que Cicerón no tenía buena salud no nos sorprende. Sabemos que su padre, para evitar la enfermedad había tenido que vivir retirado. También sabemos que Lucio, el tío de Cicerón, murió joven. El pequeño Marco, sin duda alguna, había heredado tan enojosas predisposiciones, a las que al parecer había escapado su hermano Quinto, que habría de hacer una brillante carrera como soldado.
Frente a las afectuosas reprimendas de sus allegados y de su médico, que lo instaban a renunciar a la elocuencia, él mostraba una voluntad inflexible, totalmente decidido a correr cualquier riesgo antes que abandonar el espíritu de la gloria que le aguardaba.
Así nos lo dice él mismo.
De la gloria, ya había saboreado los primeros destellos, entre sus compañeros, en las clases del gramático de Arpino, y sabía que ésta siempre había de llegarle de los talentos de su espíritu, y no de un vigor físico que no poseía. Pero no llegó directamente a la elocuencia por ella misma, como un oficio que había que aprender.
La elocuencia, o más bien la facilidad de palabra imprescindible para un futuro magistrado, sólo podía parecerle, por el momento, un medio para hacer carrera en el Estado.
Su padre, después de la “toga viril”, lo condujo a Roma y le presentó a un gran personaje, Q. Mucio Escévola, el augur.
Escévola era un jurisconsulto, y las respuestas que daba a los litigantes eran en efecto oráculos a partir de los cuales éstos regulaban su conducta.
Cicerón y Quinto estaban situados a su lado, con orden de alejarse lo menos posible y de no perderse ninguna de sus “sentencias”.
Este aprendizaje no está destinado a un hombre ante todo elocuente, sino “prudente”, un hombre que tiene un conocimiento lo más exacto posible de las reglas del derecho y que, además, sabe aplicarlas a situaciones y problemas concretos.
Un personaje así es, evidentemente, de gran ayuda para sus conciudadanos, que no poseen esa ciencia ni ese talento, y puede esperar su gratitud cuando les pida su voto. La ciencia del derecho es una de las vías que conducen a la dignitas y confieren auctoritas.
En ese momento – en el 91 a. de C. – la situación política en Roma estaba relativamente en calma.
Nueve años antes, los tribunos “facciosos”, Saturnino y Glaucia, habían tratado de imponer una serie de leyes destinadas a reducir la influencia de los “nobles”, y uno de los más ilustres senadores, Q. Cecilio Metelo el Numídico (al que Mario había arrebatado el mando de la guerra contra Yugurta) había optado por exiliarse voluntariamente antes que jurar obediencia a esas leyes que consideraba contrarias al interés del Estado.
Pero estallaron los disturbios. Saturnino y Glaucia fueron derrotados y Metelo volvió del exilio.
Desde el regreso de Metelo, en el 99, la calma había vuelto más o menos a la Ciudad, pero se dio la circunstancia de que, el mismo año en el que Cicerón y su hermano Quinto empezaron a frecuentar la casa de Escévola, donde se encontraban con todos los políticos de cierta importancia, estalló un incidente que tuvo consecuencias dramáticas.
Fue con motivo de la proposición de ley del tribuno Livio Druso, que concedía el derecho de ciudadanía romana a los italianos.
El cónsul Filipo se oponía violentamente, y el Senado, dubitativo, se inclinaba más bien por Druso.
Comenzó entonces una discusión en la Curia entre Filipo y Craso.
Craso, se nos dice, se superó a sí mismo, pero, acalorado por la violencia de su discurso, agotado, contrajo, al final de la sesión, una neumonía, de la que murió seis días más tarde.
Pocos días después, Druso era asesinado y se producía la “Guerra Social” (o Guerra de los Aliados, o Guerra Mársica, por ser iniciada y encabezada en gran medida por esas poblaciones de la montaña, que vivían en el interior de la Italia central, en el horizonte de Arpino. Cicerón tenía 16 años.
Al año siguiente se enrola en el ejército que encabezaba como legado “pro praetore” Cn. Pompeyo Estrabón (padre de Pompeyo el Grande, nacido el mismo año que Cicerón, que había de asumir el consulado en el año 89).
El joven Cicerón figura en la cohors praetoria, el Estado mayor del cónsul, donde tiene como camaradas a Cn. Pompeyo y L. Elio Tuberón, que habías sido ya compañero suyo de estudios e iba convertirse en un pariente por alianza.
Al año siguiente fue destinado al ejército de Sila, que operaba en Campania.
El ejército se encontraba delante de la ciudad samnita de Nola, a la que asediaba.
Una vez lograda la victoria de Roma contra los insurgentes, Cicerón abandonó la vida en los campos de batalla.
Le parecía evidente que no estaba destinado a convertirse en un hombre de guerra.
Aunque no se hubiese visto alejado de esa carrera por su propia fragilidad, tampoco habría dejado de preferir los talentos del espíritu al genio militar.
Cuando, durante su consulado, defiende a Murena, exaltará los méritos de su “cliente”, que se había hecho ilustre en los campos de batalla, en detrimento de su adversario, el jurisconsulto Servio Sulpicio, cuya ciencia es menos apreciada por los ciudadanos.
Pero esos serán argumentos que no responden a su convicción profunda.
El mismo nos dice que, ya desde la adolescencia, consideraba que “Escauro (político) no era inferior en mérito a C. Mario (militar)”.
Pero las dificultades de la vida política distaban mucho de haber terminado.
Un tribuno de la plebe, P. Sulpicio Rufo, al que el Senado creía absolutamente fiel, propuso de repente una serie de leyes revolucionarias, que no tardaron en provocar escenas de violencia en el foro.
Deseaba ante todo, y contrariamente al sentir de los senadores, impedir al cónsul P. Cornelio Sila que acudiera a Oriente para seguir luchando contra Mitrídates.
Había llegado a un acuerdo secreto con C. Mario, que aspiraba a que se le encomendara esa guerra, y al que el Senado no quería.
Los tribunos, a petición de Sulpicio, quitaron el mando a Sila para atribuírselo a Mario. Pero Sila se negó a someterse. Con un hábil discurso convence a sus soldados de que lo sigan, marcha contra Roma, entra en la Ciudad, incendiando a su paso las casas en las que se atrincheran los partidarios de Sulpicio, e impuso una serie de leyes que anulan las medidas tomadas por el tribuno, al que hace declarar “enemigo público”, al igual que a C. Mario, a su hijo y a algunos otros.
Después, investido de nuevo de imperium contra Mitrídates, se marcha a Oriente.
Es probabale que Cicerón estuviera en Roma en el momento en que Sila tomó la ciudad.
Pero lo que también parece que impresionó bastante al joven Cicerón fueron las condiciones en las que fue proscrito C. Mario.
En el discurso en favor de Plancio, en particular, evoca, en una larga exposición, la ayuda que ofrecieron a Mario los magistrados de Minturno.
Admiraba a Mario, por sus hazañas, y también por tradición familiar.
Pero, cuando éste regresó, al año siguiente, y retomó el poder en Roma, tuvo ocasión de verlo y oírlo declarar que era verdad que había sufrido por tener que alejarse de su patria, ver sus bienes saqueados, a su hijo enviado al exilio, pero que nunca había perdido su bien más preciado, su valor, su virtus, esa fuerza interior que lo había alentado durante toda su vida.
Cicerón escribe un poema que titula “Marius” sobre las peripecias de Mario. No poseemos más que un fragmento relativamente largo (13 versos).
El fragmento del que disponemos lo cita el propio Cicerón en su tratado “Sobre la adivinación”. Es el relato de un “presagio” que había anunciado a Mario “su gloria y su regreso”.
Mario, un día (probablemente en su juventud), había presenciado, en un árbol, el combate entre un águila y una serpiente. Ésta, oculta entre las ramas, atacó al ave y la hirió, pero el águila atrapó a su enemiga entre las garras, la desgarró con el pico y por último, la arrojó al agua de una fuente cercana, después ascendió por los aires a toda velocidad y se dirigió hacia el sol naciente.
En el poema “Marius” expresa el patriotismo “local” de los arpinates, pero aún más el sentimiento de reconocimiento hacia un hombre que había salvado a Roma, frenando la oleada devastadora de los bárbaros; y todavía hay más, la admiración por la “virtus”, la fuerza del alma de un imperator con el que no habían podido acabar los golpes de la Fortuna.
Pero también distinguimos otro sentimiento, que se está esbozando ya en el alma del joven poeta: el deseo, instintivo, de equipararse a los más grandes, de hacer frente a los peligros que amenazan a los hombres que aspiran a participar de los asuntos de la Ciudad.
Después de su propio exilio pensará en Mario, y se comparará con él, por ejemplo, cuando se dirigió al pueblo para dar gracias a los Quirites (senadores) por haberle autorizado a regresar.
El padre de Cicerón, cuando lo acompañó a Roma y lo presentó al viejo Q. Mucio Escévola, también lo confió a un amigo (o pariente) un poco mayor, M. Pupio Pisón, considerado ya un orador muy prometedor. Había elegido a Pisón no solamente por el talento que se le adivinaba, sino, según Asconio, porque su vida privada era digna de los tiempos antiguos y porque, además, poseía una gran cultura literaria.
En la “Invectiva contra Cicerón”, atribuida a Salustio, leemos que la elocuencia “desmesurada” de Cicerón le venía de las clases de Pisón, pero que las había comprado a costa de su honor; una calumnia, seguramente, como las que intercambiaban, desde siempre, los enemigos políticos, pero nos permite deducir que Pisón ejerció una influencia reconocida en la primera formación de Cicerón y en su aprendizaje del arte oratorio.
Ese Pisón tenía en su casa, como compañero de estudios, a un filósofo peripatético llamado Staseas y los discípulos de Aristóteles eran (en palabras de Cicerón), de todos los filósofos, aquella cuya doctrina podía servir con mayor utilidad a la causa de la elocuencia. Fue a través de Staseas y gracias a Pisón cómo Cicerón entró en contacto con el pensamiento aristotélico, por el que sentirá durante toda la vida una evidente simpatía.
Pero por esa misma época hubo otros filósofos que aparecieron en su camino y despertaron su entusiasmo.
En primer lugar, Fedro, epicúreo, el que lo sedujo por la elegancia de su palabra, su moderación, su evidente bondad, su disposición a prestar servicio.
Durante algún tiempo, Cicerón fue epicúreo.
Después fue el turno de Filón de Larisa, discípulo de la Academia, que vino a Roma en el 88, huyendo de la guerra de Mitrídates.
Filón traía consigo las enseñanzas de la Academia escéptica, la de Carnéades, pero se esforzaba por extraer, si no certezas en el conocimiento que se pudiera tener del mundo, sí al menos probabilidades lo suficientemente fuertes como para autorizar la acción.
Lejos de sumarse a la condena de la retórica, tradicional en la escuela de Platón, reconocía su necesidad, llegando incluso a exponer sus preceptos en conferencias especiales, pues pensaba que los filósofos no podían desinteresarse de la gestión de las ciudades y que corresponde a los oradores enseñar, en cada momento, cuál es la opinión más probable, la más acorde con el Bien moral y lo conveniente.
Una vez más, el joven Cicerón se sintió seducido tanto por el personaje como por la doctrina y pasó del bando de Epicuro al de Platón.
Pero entonces hizo su aparición el estoicismo, encarnado en un tal Diodoto, que reveló al joven los encantos y secretos de la dialéctica, un arte muy apreciado por los estoicos, que hacían de ella virtud, complementaria de la retórica.
Otro estoico, L. Elio Estilón, más filólogo, en su caso, que dialéctico, había sido uno de los maestros de Cicerón, el cual habla de ello bastante extensamente en el “Brutus”.
Fue así como, durante los años relativamente tranquilos en los que Sila, en Asia, libraba la guerra contra Mitrídates, Cicerón adquiría una formación filosófica que abarcaba la totalidad de las escuelas.
Las enseñanzas que recibía se las daban en griego.
Cicerón nos hace saber la razón por la que él y sus amigos declamaban en griego: esa lengua ofrecía mayor variedad de ornamentos y habituaba al orador a inventar otros parecidos en latín.
Se trata probablemente de figuras de estilo, ya enumeradas por los rétores griegos y que podían transponerse. Pero había otra razón:
En el año 87 a. de C. había llegado a Roma un rodio, Apolonio Molón, rétor ilustre, pero también orador, que pronunciaba “verdaderos discursos” políticos y judiciales en su patria. Los rodios lo habían enviado a Roma como embajador para hablar con el Senado sobre la situación creada por la guerra de Mitrídates.
Hubo otro personaje que desempeñó en la vida de Cicerón, a lo largo de esos años de formación, un papel relevante: el poeta A. Licinio Arquias.
Arquias era originario de Antioquía. Fue a Roma hacia el año 102 a. de C., precedido de una reputación que le valió el ser acogió por las más grandes personalidades. Inmediatamente compuso un poema épico a la gloria de C. Mario y de su victoria sobre los Cimbrios, pero enseguida se unió a los Licinios Lúculos, que lo hicieron inscribir como ciudadano de la localidad de Heraclea de Lucania (en el golfo de Tarento).
Esto sucedía en el año 93 a. de C. Cuatro años más tarde para poner fin a la “Guerra Social”, la “ley Plautia Papiria” concedía el derecho de ciudadanía romana a los habitantes de las localidades aliadas que hubieran cumplido ciertas formalidades, a las que Arquias parecía responder.
Sin embargo, se le acusó de haber usurpado el “derecho de ciudadanía” y Cicerón lo defendió: “Pro Archia Poeta”.
Es seguro que el “Marius” de Cicerón sólo pudo ser concebido y escrito después del año 86 a. de C., y que en ese momento Cicerón era amigo y alumno de Arquias.
Pero también podemos sacar otras conclusiones, más generales, del pasaje del “Pro Archia poeta” en el que Cicerón elogia la poesía. Ésta no es, a sus ojos, más que una de las formas que adopta la belleza, cuya contemplación es indispensable para el pleno desarrollo del espíritu humano, para la realización total de la “humanitas”.
Cicerón se había sentido seducido por las cualidades personales de sus maestros, su habilidad para exponer, con elegancia y en un bello lenguaje, las doctrinas que profesaban. Pero al mismo tiempo los estimaba, seguramente por su saber, pero todavía más por su resplandor, su bondad, su verdad interior.
Sabe que la armonía del discurso revela el equilibrio del alma.
Es sensible a la serenidad del epicúreo Fedro, aprueba en Diodoto, el acento que pone el estoico, para consigo mismo, en el único valor que acepta, el Bien moral. Aprueba la búsqueda siempre abierta en Filón de Larisa y los académicos. Los elogia por superar las aporías lógicas y, al igual que hacía ya Platón, por ir más allá de lo conocible gracias a ese otro rostro de la verdad que aparece en el espejo del mito, es decir, de la poesía. Por último, a Staseas y los peripatéticos les reconoce el mérito de poner a disposición de los oradores, aquellos que aspiran a dirigir las ciudades, los descubrimientos de los filósofos.
Esto es lo que se suele llamar el eclecticismo de Cicerón y que no es una pura acumulación de conocimientos tomados de aquí y allá y amontonados sin crítica, sino aceptación de todo aquello, de sus maestros, que podía servir para perfilar y hacer realidad al hombre ideal que él quería ser.
Entre los amigos más o menos de su edad que rodearon la adolescencia de Cicerón está T. Pomponio Ático, que había de ser su compañero, su consejero y a menudo su banquero u hombre de negocios en los buenos y los malos momentos.
Ático se hizo epicúreo, y nunca dejó de serlo y dicha fe acabó de confirmarlo en su resolución de no ocuparse de asuntos públicos, ya que Epicuro desaconsejaba a sus discípulos que participaran en la vida política, que es lo contrario a la serenidad del alma.
Cicerón se propuso fijar sus reflexiones (sobre retórica) componiendo un tratado, del que sólo ha llegado hasta nosotros una parte, en dos libros, con el título “De inventione”, o el arte de descubrir lo que debe decir el orador sobre un asunto concreto con el fin de hacer plausible la tesis que sostiene.
La introducción del primer libro revela la influencia de Aristóteles y, de manera accesoria, de Isócrates; muestra los peligros de la elocuencia y, al mismo tiempo, los irremplazables servicios que ha prestado a la humanidad.
Al comienzo del libro II, cuenta la (famosa) historia del pintor Zeuxis, que, para representar la belleza de Helena, tomó como modelo a varias jóvenes, y de cada una de ellas atendió a lo más perfecto.
Más tarde, al escribir el “De oratore”, Cicerón juzgará con severidad este primer ensayo, que considera un extracto amorfo de sus cuadernos de escuela.
En esos años también tradujo el “Económico” de Jenofonte, varios díalogos de Platón, entre ellos el “Protágoras” y, probablemente, los “Fenómenos” de Arato, traducción que completará, un poco más tarde, con la de los “Pronósticos”.
Cicerón aplicaba a la escritura lo que él mismo nos dice de sus ejercicios oratorios y declamaciones.
Además, consciente de su inherente tendencia al énfasis y la exageración verbal, quiere ya desde ese momento, protegerse de ella acostumbrándose al más elegante y sobrio estilo ático. De ahí la elección de Platón y Jenofonte. Más tarde, en Rodas, seguirá adelante con sus esfuerzos en pos de la sobriedad.
Lo que le atrajo del “Económico” de Jenofonte fue lo que en él le recordaba a la “felicidad de Arpino”: la atención prestada por la señora de la casa a los detalles del hogar y de los gastos. Aunque no se mencionan aquí las jarras vacías y selladas de nuevo, como hacía Helvia (su madre), sí se habla al menos de los instrumentos y las provisiones, que se clasifican por categorías, y, en segundo plano, se pueden entrever las huertas y el olivar que constituyen la riqueza de la finca.
En cuanto al “Protágoras”, éste respondía a las preguntas que Cicerón se hacía en esa misma época: ¿qué relaciones se pueden establecer entre la filosofía y el arte de la palabra? ¿Qué peligros entraña la “sofística” para la ciudad? La virtud (la que hace el vir bonus), tan apreciada por los romanos), ¿puede enseñarse?
Y la conclusión, o más bien la ausencia de conclusión, del “diálogo” no podía sino seducir a Cicerón, invitado por Filón y los filósofos a los que frecuentaba a discutir “in utramque partem”, a favor y en contra de la proposición en cuestión.
La traducción de los “Fenómenos” de Arato responde a otro aspecto de su pensamiento y su personalidad.
En primer lugar, seguramente, su gusto por la poesía, el estrecho vínculo que establece entre ésta y el arte oratorio.
Poesía y elocuencia son las dos caras del lenguaje humano, ese lenguaje que es el carácter distintivo y la excelencia del hombre.
Quiere ser a la vez orador y poeta, para alcanzar la plena realización de su “humanitas”.
Tal vez se propuso traducir el poema de Arato siguiendo el consejo de Arquias.
El estoicismo de Arato iba en el mismo sentido que las enseñanzas que le ofrecía Diodoto.
Si dejamos aparte el epicureísmo, con el que Cicerón no tuvo en aquel momento más que un contacto pasajero, el estoicismo era la única doctrina que conservaba una cosmología y no restringía toda filosofía al moralismo socrático.
Arato, al enseñar el universo entero sometido a la realeza de Zeus, el Zeus de los filósofos y no el de la leyenda y los poetas, presentaba una imagen exaltante del mundo, bastante cercana a la sensibilidad religiosa de los romanos.
Pero había más: la vida de los campesinos italianos estaba, como todas las actividades agrícolas, acompasada con el curso de los astros. Las gentes de Arpino no escapaban a esa ley más que las de Mantua. También los marinos de Anzio tenían los ojos puestos en el cielo y se orientaban gracias a las constelaciones.
El poema de Arato respondía a esa mirada de las gentes de la tierra como las del mar.
Durante ese principio del nuevo siglo, los poetas latinos empezaban a introducir en el Lacio géneros familiares a la literatura helenística.
El Virgilio de las “Geórgicas” deriva en parte de los “Aratea” ciceronianos; y no solamente la traducción de los “Fenómenos”, sino la de los “Pronósticos”, que se realizó después, en una fecha que no podemos precisar.
Y más allá de Virgilio, estaban también Manilio y Germánico, que fueron, en ese terreno, sus discípulos lejanos.]
3. PRIMEROS CASOS. PRIMERAS INTRIGAS
El joven Cicerón, en el transcurso de esos años que lo separan de sus comienzos en el foro, pasaba de jurista a filósofo, de filósofo a rétor o poeta, interrogando a todos, esforzándose por imitarlos y sin poner ningún límite a su deseo de aprender.
En el año 46 a. de C., cuando la dictadura de César, dice que no se preocupó nunca por placeres sexuales. Fue un hombre austero.
Sila se marchó a Oriente el año 88 a. de C., y Roma quedó a merced de sus enemigos. En aquel momento murió Q. Mucio Escévola el Augur, y Cicerón se convirtió en oyente y agregado de Q. Mucio Escévola el gran Pontífice, sobrino del Augur.
Cicerón se encontraba así, más que nunca, vinculado al clan de las familias más nobles, aquellas contra las que iban a desatarse los furores de los “revolucionarios”.
Admiraba mucho a Escipión y sus amigos, por su actitud política, su resistencia ante las novedades revolucionarias de los Gracos; hacia los amigos de Escipión lo empujaba su instinto de “viejo romano”, heredado de sus ancestros arpinates, como su gusto por la estabilidad y el orden, pero también cierta nostalgia de lo que él consideraba el “siglo de oro” de la República, el que había conocido a Catón el Censor, a los Escipiones, a Lucilio, a Terencio y a los primeros oradores dignos de tal nombre, en una ciudad en la que empezaba a hacerse notar la influencia de los filósofos.
Sila había nombrado, por iniciativa propia, a dos cónsules, L. Cornelio Sila y Cn. Octavio, a los que creía leales al Senado y a él mismo.
Pero apenas ha embarcado en Brindis con su ejército cuando Cinna hace volver a los exiliados. Mario desembarca en medio de los disturbios.
El Senado trata en vano de oponerse a lo que parece un golpe de Estado y de reunir al ejército.
Pero el ejército de Mario y Cinna toma la ciudad y comienzan las masacres. Los hombres más visibles del partido senatorial son asesinados.
Durante tres años, bajo el gobierno de Cinna, Roma conoce la tiranía.
Por lo demás, Italia se ve sacudida por los últimos sobresaltos de la “Guerra Social”, con cada partido esforzándose por levantar en su favor a una u otra “facción” de los italianos.
Las rebeliones militares se multiplican a medida que se acerca el momento en el que Sila, victorioso en Oriente, y que acaba de firmar a toda prisa con Mitrídates una paz que se revelará precaria, va a regresar a Italia.
Es el momento en que Cicerón se dedica a sus estudios.
La elocuencia se ha quedado muda y este semisilencio favorece el ascenso del que será rival y amigo de Cicerón, Q. Hortensio Hórtalo: “Roma, durante tres años, aproximadamente – escribirá Cicerón en el “Bruto” –no vivió guerras civiles, pero la muerte de los oradores, su marcha o su exilio hacían que Hortensio fuera protagonista ante los tribunales…”
Ya entonces, su elocuencia había despertado una gran admiración.
Cicerón, también en el “Bruto”, caracterizó su estilo, que describe como lleno de ideas brillantes, expresados en frases rápidas, “algunas de las cuales eran más elegantes y encantadoras que necesarias o incluso, a veces, útiles”.
Algo que no dejaba de irritar a los “viejos”, los hombres de Estado consagrados, que veían en ello una vulneración de la “gravitas”, a la que un orador romano no debía faltar.
Hortensio, que había empezado su carrera en el año 95 a. de C., siguió desarrollándola hasta su muerte en el 50 a. de C., en vísperas de la “Guerra Civil”.
Cicerón había de empezar la suya en el 82 a. de C., con la dictadura de Sila, y el año 51 a. de C. marcó el fin de sus actividades como abogado en una Ciudad libre.
Hortensio defenderá a Verres. Pero sus diferencias no dañaron la amistad que se estableció entre ellos: Cicerón le rendirá homenaje en uno de sus diálogos más importantes (desgraciadamente perdido) el “Hortensius”, que es una exhortación a la filosofía o, por retomar el título de una obra de Aristóteles, un Protréptico.
Hortensio, en este diálogo, habla como adversario de la filosofía, en cambio, Cicerón cree en la función bienhechora de la filosofía en el desarrollo tanto de las sociedades humanas como del espíritu. Así lo afirma en el “De inventione”.
Cicerón en esta época en que los “marianistas” (populares) ejercen el poder calla, tal vez, por prudencia. Su vínculo con la casa de los Escévola lo hacen sospechoso a ojos de los “marianistas”, dado que es evidente que pertenece al bando de sus adversarios (los optimates).
Más tarde describió sus sentimientos durante ese período, diciendo que había sido “espectador de los funerales de la patria”, y, no en vano, todo lo que constituía la “libertad del pueblo romano” había sido abolido, todos los valores con los que se identificaba era despreciados.
Aunque las leyes sólo autorizaban la ejecución de un ciudadano tras una sentencia dictada por el conjunto del pueblo, los cadáveres alfombraban el foro, cadáveres de “senadores”, pero también de “caballeros”, cuyas simpatías hacia el nuevo régimen no habían sido juzgados suficientes. El joven Cicerón sintió profundamente la muerte de aquellos que eran, a su entender, los mejores entre los ciudadanos.
En su tratado “Sobre la naturaleza de los dioses” pondrá en boca del académico Cota (que es su portavoz), como argumento contra la existencia de una Providencia, el hecho de que tantos hombres de bien, como el gran Pontífice Escévola o el cónsul Mérula, hubieran sido asesinados o forzados a suicidarse, y, cuando se le objeta que los malos habían sido castigados cuando regresó Sila, responde que tal vez habría sido mejor salvar a los inocentes que castigar a sus asesinos.
Olvidando durante un tiempo su admiración por Mario, ya no ve en el héroe de los arpinates, más que al hombre al que suplicaban que salvara a Lutacio Cátulo y que respondía obstinadamente “moriatur”, “que muera”.
Al regreso de Sila, Cicerón pensó que se iba a reanudar el curso normal de las instituciones, que el Estado sería devuelto a los ciudadanos. Pero en realidad la restauración de la república aristocrática se vio acompañada de nuevas masacres, y Cicerón no nos ocultó que el retorno de Sila lo entristeció “debido a la matanza de ciudadanos que acompañó a su victoria”.
Sin embargo, una vez terminado el tiempo de las venganzas, podían reanudarse las actividades tradicionales en el foro, había espacio de nuevo para los oradores en los debates de los tribunales, y nadie arriesgaba su vida por una palabra desafortunada.
Cicerón, que tenía 25 años, consideró que no podía tardar más en emprender su carrera.
Fue durante los años del “régimen marianista”, a finales del 87 o principios del 86, cuando Cicerón tuvo ocasión de conocer, en Roma, al filósofo rodio Posidonio, llegado como embajador, tal vez al mismo tiempo que Apolonio Molón. Posidonio era estoico como Diodoto; había sido alumno de Panecio, a su vez amigo y compañero de Escipión Emiliano.
Sólo sabemos que, en algún momento de su vida, Cicerón y Posidonio entablaron amistad. Cicerón lo llamaba “noster Posidonius”.
Ignoramos cuáles fueron los primeros casos en los que intervino Cicerón, una vez que Sila restableció su legalidad.
Sólo sabemos que asumió la defensa de un tal P. Quincio (“Pro Quinctio”), pues disponemos del discurso.
El jucio en el que se acusaba a P. Quincio estaba relacionado con un litigio entre éste y un tal Sext. Nevio, que en el pasado había constituido con C. Quincio, hermano de Publio, una sociedad destinada a la explotación de un terreno en la Galia Narbonense.
Cayo Quincio había muerto. Publio era su heredero. Las dificultades empiezan con la liquidación de la herencia.
Nevio recurre a toda clase de artimañas para aplazar el vencimiento y logra incluso obtener un decreto del pretor que le atribuye los bienes de P. Quincio, con el pretexto de que le debe una enorme suma de dinero. Se necesita la intercessio de un tribuno para que no se ejecute dicho decreto; pero Nevio no cede, intenta expulsar a la fuerza a P. Quincio de sus tierras de la Narbonense. Se lo impide el gobernador de la provincia. Entonces cambia de táctica y, de nuevo, reclama los bienes del que es, según él, su deudor. Cicerón quiere demostrar que Nevio no tiene ningún derecho a atribuirse los bienes de P. Quincio.
La cuestión planteada es de orden jurídico; Cicerón se muestra como un jurista consagrado y aborda, sin vacilar, las cuestiones de derecho y no es sólo al alumno de Mucio Escévola el Augur el que encontramos aquí, sino también al dialéctico instruido por Diodoto.
Muestra las contradicciones de su conducta (la de Sext. Nevio), que prueban su mala fe, las inverosimilitudes de la versión presentada por la acusación, cuya argumentación acaba echando por tierra.
Rasgo profundo del carácter romano: el sentimiento de los lazos afectivos que existen entre los miembros de la Ciudad. Ésta se siente como una extensión de la familia, célula importante para la conciencia política.
Los ciudadanos tienen los unos para los otros unos deberes de “pietas”, que, en cierta medida, prevalecen sobre el derecho. Todavía subsiste un recuerdo de ello en una máxima romana (“súmmum ius, summa iniuria est”).
En caso de condena a muerte, existía la apelación al pueblo “provocatio ad populum” = ius provocationis, que fue considerada, durante todo el tiempo que duró la ciudad romana, la garantía esencial de la libertas, el privilegio fundamental que distingue al hombre libre del esclavo.
Estas son las razones profundas, viscerales, que explican y justifican el tono a menudo pasional, incluso teatral, de la elocuencia judicial en Roma, y que la distingue de la elocuencia política de los discursos pronunciados en el Senado o en las “contiones” (reuniones públicas celebradas, al margen de las asambleas legislativas o electorales, por un magistrado), que apelaban más a la razón, a los argumentos de hecho.
Los alegatos, que tenían por objeto defender a un ciudadano, iban dirigidos, a fin de cuentas, al corazón, a la sensibilidad de los miembros del jurado tanto como a su razón, pues tenían que vencer las últimas objeciones que éstos podían, tácitamente, plantear a la demostración del abogado.
Pero un juicio en Roma, se ubica siempre en el contexto de la situación política.
Después de Sila, la “lex Cornelia” impedía que un tribuno pudiese ejercer la “intercessio” contra un decreto dictado por un magistrado; sólo podrá hacerlo para proteger a un ciudadano, en un caso individual.
Tal como dirá más tarde el propio Cicerón en las “Verrinas”, la ley de Sila privará a los tribunos de “hacer mal, les quedará el de prestar socorro”.
Dicho de otro modo, el tribuno ya no tendrá derecho a intervenir en materia de legislación, pero sí le será posible hacerlo cuando se trate de aplicar una ley o un decreto en una situación dada.
Nos encontramos aquí con el principio que había presidido el establecimiento del ius provocationis, el sentimiento de que una ley o un texto impersonal no podían implicar una decisión irrevocable que siempre había que interponer, entre el derecho estricto y los hombres, la protección de la equidad.
En el “Pro Quinctio” Cicerón dice que la “intercessio” puesta por el tribuno Junio Bruto (marianista) no había tenido por objeto generar una obstrucción al poder legal del pretor, sino socorrer a un ciudadano en peligro (non morae sed auxilii causa), algo que concordaba con el espíritu de la nueva ley.
De este modo se desvanecía, sin más, la sospecha que amenazaba a P. Quincio, el riesgo de aparecer como opositor a Sila.
El “Pro Quinctio” fue un comienzo excelente, que puso de manifiesto sus cualidades y permitió que se comparar con Hortensio, sobre el que parece que logró una victoria, si es verdad, como se cree, que P.Quincio obtuvo reparación.
Durante la dictadura de Sila, Cicerón defendió también otras causas, de las que tenemos muy poca información.
Lo ignoramos prácticamente todo de aquella “mujer de Arretium” (mulier Arretina) en favor de la cual Cicerón pronunció un discurso ante el tribunal de los decenviros.
Sólo sabemos que Sila había privado a los ciudadanos de Arezzo de su derecho de ciudadanía, y que, apoyándose en este hecho, C. Aurelio Cota aseguraba que esa mujer era una esclava. Cicerón sostuvo una tesis valiente, según la cual el “derecho de ciudadanía” no se podía quitar a cualquiera. Y eso suponía desafiar a Sila, al declarar ilegal la medida tomada por el dictador.
Extrañamente, el tribunal aceptó las conclusiones de Cicerón, y reconoció a la mujer su condición de libre.
Poco después Cicerón iba a intervenir en un juicio que entrañaba para él verdaderos riesgos, la defensa de Sex. Roscio de Ameria (una pequeña ciudad de Umbría), en un litigio que tuvo lugar un año después del caso de P. Quincio.
No se trata aquí de artimañas ni argucias, sino de un crimen, la muerte de un hombre, asesinado en Roma, lejos de su casa y cuyos allegados intentan, por todos los medios, hacerse con su herencia, que es considerable.
Y entre estos “medios” figura la intervención de un liberto de Sila, uno de sus favoritos, Crisógono, lo que confirió al juicio una dimensión política.
Los dos primos del muerto, responsables del asesinato, tenían planeado hacer que se inscribiera el nombre de su víctima en la lista de los proscritos.
Así parecería que había muerto con arreglo a la ley, la que entrañaba una serie de consecuencias que beneficiaban a los asesinos. Los bienes de Roscio serían confiscados legalmente y subastados, y los asesinos podrían comprarlos a buen precio, mientras que Sexto Roscio hijo se encontraría despojado de todo.
Pero, en realidad, hacía ya un tiempo que se habían acabado las “proscripciones”.
Para resolver esa dificultad, los dos primos acudieron al campamento de Sila, que estaba asediando la ciudad etrusca de Volterra, donde se encontraba, en el séquito del dictador, el todopoderoso Crisógono. Éste accedió, a cambio de una parte del botín, a añadir a Sex. Roscio en la lista fatal.
En cuanto los habitantes de Ameria recibieron la noticia, enviaron alertados, una delegación a Volterra para recordar que Roscio padre había servido a Sila, que había sido siempre fiel a la causa de la nobleza y que proscribirlo era profundamente injusto.
Crisógono recibió a la delegación en nombre de su señor (Sila), pero se las arregló para que no pudiera encontrarse con éste. Ofreció buenas palabras a las gentes de Ameria, les prometió resolver el asunto, pero no hizo nada.
Un tiempo después, se procedió a la liquidación de la herencia, que acabó repartida entre los dos asesinos y el propio Crisógono.
Entonces, Roscio hijo, un joven al parecer de gusto sencillo, decidió defenderse. Acudió a Roma, donde su padre tenía amigos de la más alta nobleza, los Metelos, los Servilios, los Escipiones. Encuentra refugio en casa de una Cecilia Metela, dama de muy alta alcurnia.
Los enemigos de Roscio, que muy probablemente tenían el propósito de hacer desaparecer al joven, se encuentran desarmados. Roscio cuenta su historia a quien quiera escucharla; ésta llega a oídos de Sila, que no interviene, pero deja hacer.
Entonces los dos cómplices urden una nueva estratagema. Acusan al joven Roscio de haber asesinado a su padre.
La clave del juicio reside en saber si el crédito de Crisógono, a los ojos de los jueces, será suficiente para lograr la condena, tan manifiestamente injusta, de Sex. Roscio.
Lo que está en cuestión es el régimen de Sila.
Cicerón es perfectamente consciente de ello; ya en el “exordio” subraya que ha aceptado defender a Sex. Roscio a instancias de las más grandes personalidades del Estado.
En la “peroración”, considerará necesario disculpar al dictador, que, dice, tenía que ocuparse de tantas y tan graves dificultades que no podía saberlo todo.
Cicerón logró la victoria en el caso de Sex. Roscio.
Su cliente fue absuelto, y el discurso del joven orador tuvo tanto éxito que, a partir de entonces, “no hubo ninguna causa que no pareciera digno de defender”, como el mismo dirá más tarde, en el “Bruto”.
Así pasaron para él los años 80 y 79: dos años de actividad oratoria en los que se asegura reputación y beneficios.
En cuanto a su posición social, vemos que fue adoptado por las familias más nobles.
El ascenso social de Cicerón se tradujo en su matrimonio. Se casó con Terencia, que pertenecía a la gens que había conquistado la celebridad en tiempos de la segunda guerra púnica y formaba parte, desde hacía varios siglos, de la clase dirigente.
Aparte de su nobleza, Terencia aportaba a Cicerón una dote importante.
La hija de Cicerón, Tulia, la primera en nacer, era una niña pequeña en el año 70.
Pero en diciembre del año 67, tres años más tarde, su padre anuncia que acaba de prometerla en matrimonio a C. Calpurnio Pisón Frugi.
Sabemos que era costumbre prometer a las niñas muy pronto, a menudo hacia los ocho años, y el matrimonio se celebraba más tarde, cuando la prometida tenía trece años.
Sabemos que en el año 79 Cicerón se marchó a Oriente.
Cicerón se encontraba, pues, en Atenas y, muy probablemente, todavía soltero, en el año 78, cuando murió Sila. Un acontecimiento importante, porque devolvía a la aristocracia su completa libertad de acción. El viejo dictador, aun retirado, seguía representando una amenaza potencial para la “libertad”.
Por otra parte, Antíoco de Ascalón, cuyas lecciones escuchaba entonces Cicerón, lo exhortaba a empezar por fin la carrera de los honores (cursus honorum).
Parece ser que Terencia experimentaba sentimientos muy próximos a los que Plauto atribuye a Alcmena. Plutarco dice expresamente que no era de carácter dulce, que su naturaleza la empujaba hacia la audacia, que adoraba los honores y, como, según él, confesó un día Cicerón, que pensaba más en los intereses políticos de su marido, de los que deseaba participar, que en la posible aportación de éste a los asuntos domésticos. Cicerón, por la reputación que se había granjeado, era para una mujer como Terencia, un “buen partido”. No sabemos su edad cuando se casó, sólo sabemos que era una “virgo”, que Cicerón era su primer marido. Tuvo otros, después de su divorcio, que se produjo en el año 47: el historiador Salustio (muerto en el 35) y Mesala Corvino. Alcanzó, se dice, la edad de 103 años.
Así pues, Cicerón después de los éxitos que había conseguido en el foro, y que había atraído sobre él la tención general – y sobre todo de la “nobleza tradicional” – decide no empezar inmediatamente su carrera política, sino marcharse a Oriente, es decir, a Grecia, a Atenas, y a Asia.
Plutarco asegura que la absolución de Sex. Roscio había colocado a Cicerón en una situación peligrosa y lo hizo para evitar las represalias de Sila.
El propio Cicerón, en un pasaje del “Bruto” ofrece otra razón. Su delgadez, el tono en el que pronunciaba sus discursos, forzando la voz, podían poner en peligro su vida. Sus médicos le aconsejaban que abandonara la práctica de la elocuencia.
Sin embargo, convencido, dice, de que modificando su estilo, adoptando un tono más moderado, podría conciliar el cuidado de la salud y su deseo de gloria, se marchó a Oriente para aprender una nueva forma de declamar.
Eso es algo que creía poder encontrar en Rodas, junto a Apolonio Molón, al que ya había conocido en Roma.
Ávido de escuchar tanto a los filósofos como a los rétores griegos que venían a Roma, había podido atisbar, gracias a ellos, el mundo intelectual de Grecia y los países helenizados: rodios, atenienses, sirios, le habían entreabierto unas perspectivas que tenía toda la intención de explorar.
En el año 79, todavía no le había llegado la hora de aspirar a la primera de esas magistraturas, la cuestura, que las leyes de Sila prohibían ejercer antes de los 30 años. Cicerón no cumplía los 30 hasta el 76, y, por tanto, debía estar presente en Roma en el verano de ese año para presentar su candidatura. Hasta entonces tenía un respiro de 2 años.
Por otro lado, la presencia de su amigo Ático en Atenas no podía sino acrecentar en Cicerón la tentación de reunirse con él.
Entre tanto, Pompeyo el Joven, que no iba a tardar en recibir el sobrenombre de “Magnus” (el Grande) tras haber reclutado un ejército al margen de toda legalidad, se había puesto deliberadamente al servicio de Sila, y desde entonces, y desde el regreso de éste, no había hecho más que lograr victoria tras victoria.
Finalmente, había acabado con la disidencia de la provincia De África, descomponiendo su ejército y mandando ejecutar al magistrado rebelde, un tal Domicio Enobarbo, que desafiaba a Sila.
Pompeyo, aunque tenía 26 años y no había ostentado ninguna magistratura solicitó el “triunfo” que Sila finalmente se lo concedió.
No sabemos qué sentimientos despertaron en Cicerón aquellos acontecimientos. Probablemente una admiración reticente, admiración por su felicitas, pero al mismo tiempo cierta inquietud ante una evidente inclinación a despreciar las leyes y afirmarse contra ellas.
Más adelante, Cicerón hablará en favor de la proposición de ley que atribuía a Pompeyo un mando excepcional en Oriente. Pero lo hizo en el momento en el que la decisión estaba ya prácticamente tomada.
No sorprende que uno de sus deseos, en el año 62, cuando Pompeyo volvió a Italia después de vencer a Mitrídates, fuera convertirse en su consejero y una especie de moderador. Algo que no fue bien recibido por el triunfador.
Pompeyo había celebrado su triunfo el 17 de marzo del año 79. Unos días más tarde, probablemente en abril, Cicerón embarcaba hacia Oriente. Estaban con él su hermano Quinto (que compartía con él desde la infancia su gusto por la literatura, aunque prefería la poesía a la elocuencia) y M. Pupio Pisón, que hacía en parte el papel de mentor.
Al principio del libro V del “De Finibus”, Cicerón evoca una conversación que mantuvo con sus compañeros de viaje (a los que se había sumado Ático) en los bosquecillos de la Academia de Atenas, y nos damos cuenta de que todos aquellos jóvenes romanos experimentan impresiones análogas.
A Quinto le conmueve el pueblo de Colono, donde había vivido Sófocles (su poeta favorito), Lucio se siente fascinado por los lugares en los que Demóstenes había practicado para dominar con la voz el fragor del mar, y también por la tumba de Pericles. Cicerón, por su parte, se recoge en la soledad de la Academia, y su pensamiento, ante la exedra en la que se sentaba Carnéades, se dirige hacia el maestro del “probabilismo”. Ático, naturalmente, escoge para su meditación el “jardín de Epicuro.
Y Pisón, portavoz de Cicerón en este momento del diálogo, afirma que su deseo de visitar los lugares célebres, aquellos que vivieron los hombres que cada uno de ellos admira más que a los demás, no es resultado de una curiosidad vana; si desean conocerlo todo de los genios del pasado, es porque quieren tomarlos como modelo.
Esto nos muestra la concepción que se hacen estos jóvenes del conocimiento; una concepción muy general en el mundo antiguo, donde saber no consiste ante todo, o solamente, en almacenar conocimiento, sino en escoger a alguien a quien imitar.
El saber es un modo de vida, debe impregnar todo el ser y, por ello, el mero juego de la memoria no puede ser suficiente.
Llegado a dicha ciudad, probablemente, durante el verano del 79, seguía allí cuando murió Sila, en el mes de marzo del 78.
Cicerón había escuchado con avidez, anteriormente, en Roma, las enseñanzas de Antíoco de Ascalón, y fue con él con quien se encontró en primer lugar cuando llegó a Atenas.
Antíoco dirigía a la sazón la Academia y pretendía devolver a la Escuela a la senda del pensamiento de su fundador, Platón.
Cicerón y Pisón hacen de Platón un “dios”. Platón es para ellos, la gran fuente de toda la filosofía.
La Academia (de acuerdo con ciertas tendencias del platonismo original) había asumido la tendencia del probabilismo, si no la tendencia del escepticismo, negando la posibilidad de todo conocimiento de carácter científico, demostrable por la razón. Dicha concepción había triunfado con Carnéades, a mediados del siglo II a. de C. Y había conquistado a Cicerón en la época en la que éste escuchaba a Filón de Larisa.
Pero Antíoco, el nuevo director de la Academia, reaccionaba contra lo que consideraba una desviación del auténtico sistema platónico. Creía descubrir, en el pensamiento de Platón, los cimientos de un verdadero dogmatismo y daba a su propia enseñanza el nombre de “Academia Antigua”, por oposición a la “Nueva Academia” de Carnéades y Filón.
(Antíoco) subrayaba que del “platonismo” habían surgido históricamente dos doctrinas, que admitían ambas, la posibilidad del conocimiento, el poder del espíritu de captar sensaciones que poseían, por sí mismas, un carácter de verdad. Esas dos doctrinas eran la de Aristóteles y la de los estoicos. Y Antíoco se había propuesto desarrollar una doctrina personal, que fundamentaba elementos tomados del “platonismo propiamente dicho” y de las dos escuelas que habían surgido de él.
El elemento esencial, en toda filosofía, era en aquel momento la definición del Soberano Bien, el Bien absoluto, que colmaba al ser. Pues bien, para los estoicos, el Bien supremo era la “moralidad”, el acto moralmente “recto” y “bello”(los romanos decían lo honestum, un término que roza la idea de gloria).
De ello resultaba que el “sabio”, es decir, el que alcanza la acción recta, es, por eso mismo, perfectamente feliz, aun abrumado por toda suerte de infortunios. Pobre, enfermo, no por ello es menos digno de ser envidiado.
Aristóteles, en cambio, más próximo a la opinión común, reconocía, probablemente, que la moralidad era una parte del Bien, pero pensaba que la felicidad sólo podía alcanzarse si, a esa moralidad, se añadían ventajas que proporcionaba la Fortuna: la salud, si no la belleza, bienes suficientes para no sufrir las angustias de la indigencia y, también, ser ciudadano de una urbe bien refinada, incluso gloriosa y respetada por los demás helenos.
Para los estoicos, el “sabio” era independiente de la Fortuna, es decir, no tenía necesidad de nada que fuera exterior a su ser. Para los peripatéticos (discípulos de Aristóteles), la perfección interior no era más que un elemento, por lo que la felicidad del hombre no dependía sólo de él.
No obstante, los estoicos habían imaginado, para hacer más aceptable al sentido común su definición del Bien Soberano, una especie de atenuación. Los “supuestos bienes” (salud, riqueza, glora, etc.) no eran “bienes”, sino solamente “preferibles”, “comodidades” que era mejor poseer, pero cuya privación no constituía una desgracia.
Antíoco (cuya doctrina se expone en el libro V del “De finibus”) concluía que la mejor doctrina era la que se inspiraba en el aristotelismo, porque trataba a los seres humanos en su realidad total, la del cuerpo y la del alma, y les ofrecía el medio para lograr el pleno desarrollo de su naturaleza.
Cicerón no se dejó convencer por Antíoco, y siguió asumiendo las posiciones de su maestro Filón de Larisa.
Tal vez la aportación más importante de Antíoco a Cicerón fue un método de pensamiento que lo acompañó durante toda su existencia.
La convicción de Cicerón, desde aquel momento, de que las más altas verdades no podían alcanzarse sólo por la fuerza de la razón, esa actitud de la mente lo preparaba para ir más allá de las enseñanzas de los filósofos y buscar en otros lugares, si no revelaciones, sí al menos símbolos. Así fue como se hizo iniciar en los misterios de Eleusis. Tal vez cedió a una moda: a los romanos que pasaban por Atenas les gustaba convertirse en “mystes” de Deméter.
Ático, a pesar de su fe epicúrea, uno de cuyos principales artículos era la negación de toda inmortalidad para el alma humana, también había sido iniciado en Eleusis.
Los mitos, decían los epicúreos, no contienen una verdad material: Deméter nunca confió a Triptólemo las semillas de trigo para enseñar a los hombres el arte de cultivar; nunca recorrió el mundo, a la luz de las antorchas, para descubrir al raptor de su hija, y esta última no comparte, en los Infiernos, el lecho de Hades. Pero esos mitos, y algunos otros, protagonizados por la diosa, proporcionaban realmente una revelación de orden espiritual; mostraban cómo los hombres, con la agricultura, habían abandonado una vida salvaje, errante, enteramente basada en la violencia – la vida de los pastores –por una existencia sedentaria, la del agricultor, que hacía posible la formación de sociedades estables y el nacimiento de las leyes. Así pues, Deméter había procurado a los humanos la condición misma de esa paz interior, la “ataraxia”, la ausencia de perturbación, que era para los epicúreos el Bien supremo.
Cicerón iba más allá y asumía también el mensaje místico que contenían.
Al principio del segundo libro del tratado “Sobre las leyes”, en su elogio a dichos misterios, reconoce, en primer lugar que éstos nos dan a conocer los principios de la vida feliz, pero añade que, además, nos aportan una “manera de morir con una mejor esperanza”. Cicerón acepta, pues, la idea de una vida que se prolonga más allá de nuestra muerte física.
Pero habla solamente de esperanza, no de una certeza, y es como se encuentra con el Platón del “Fedón”, donde Sócrates presenta razones para creer en la inmortalidad del alma, ninguna de las cuales logra el convencimiento, pero en conjunto ofrecen “buena esperanza”.
Habría resultado sorprendente que Cicerón, poeta y preocupado en sus discursos por alcanzar la belleza que subyuga las almas, se hubiera contentado con el escepticismo de la “Nueva Academia” y no hubiera superado las fronteras en las que se detuvo la razón.
Cicerón, pues, todavía estaba en Atenas en el mes de marzo del 78, cuando murió Sila y seguía escuchando las lecciones de Antíoco. Éste le aconsejaba empezar la carrera de los honores (cursus honorum).
Sin embargo, Cicerón no regresó a Roma inmediatamente. Podemos adivinar la razón: le quedaba un año, aproximadamente, antes de poder aspirar a la cuestura.
¿Fue entonces, o más tarde, cuando acudió a Esparta?
No lo sabemos; pero no podía dejar de visitar esa ciudad, que ejercía sobre el espíritu de los romanos, desde hacía siglos, una especie de fascinación.
Algunas alusiones sueltas en las “Tusculanas” nos informan de que sí fue allí, y que admiró, sin aprobarlas realmente, y con cierta reticencia, las pruebas a las que eran sometidos los jóvenes lacedemonios, que aceptaban los peores sufrimientos ante el altar de la diosa Artemisa, y también los combates que libraban entre ellos, “atacándose con los puños, con los pies, con las uñas, con los dientes al final, dejándose morir antes que confesar que los habían vencido”. Cicerón no puede evitar ver en ello un exceso, y algo así como el recuerdo de una antigua barbarie (pues, en la misma exposición, compara esas costumbres espartanas con el sacrificio de las viudas por parte de los indios).
En el Peloponeso vio también a algunos corintios, expulsados de su patria y en el exilio desde la destrucción de la ciudad, unos setenta años antes. Esos corintios ya no eran muy numerosos, dice Cicerón, la herida de su alma había cicatrizado, y no se diferenciaban de los demás habitantes del país. La vista de la propia Corinto, y de sus ruinas, había producido en Cicerón una impresión de tristeza más profunda que la de aquellos ancianos encallados en su vida cotidiana. Seguramente fue a su llegada a Grecia cuando Cicerón atravesó Corinto. No en vano, después de hablar de los corintios exiliados, dice:”Me había sentido más emocionado al descubrir de repente las ruinas de Corinto de lo que estaban los propios corintios”. Llama la atención que Cicerón sintiera una especie de remordimiento por la devastación de aquella ciudad, de la que era responsable un “imperator” romano. Parece ser que ese sentimiento estaba muy extendido en Roma, ya que, unos años más tarde, se tomó la decisión de reconstruir la ciudad y devolverle, en la medida de lo posible, su antigua prosperidad.
Cuando, finalmente, Cicerón y sus compañeros se marcharon de Atenas, no fue para volver inmediatamente a Italia, sino para adentrarse aún más en Oriente.
En Atenas, Cicerón había oído las lecciones de un rétor llamado Demetrio, un sirio del que sólo conocemos el nombre. Los verdaderos maestros de retórica se encontraban, entonces, en Asia y sobre todo en Rodas.
El viaje empezó por Asia Menor.
Un recuerdo, narrado en el “Pro Cluentio”, nos indica que Cicerón acudió a Mileto, donde asistió al juicio de una mujer, culpable de haber abortado para asegurar la herencia a unos familiares colaterales y, por ello, condenada a muerte.
Lo vemos también en Esmirna, donde se encuentra con P. Rutilio Rufo, que vivía entonces exiliado en dicha ciudad, después de un juicio inicuo al que había sido sometido por los publicanos, cuya avidez había tratado en vano de reprimir.
Condenado por un jurado de “caballeros”, se había retirado a Asia, a la provincia que había querido proteger, y donde fue muy afectuosamente recibido por la población.
Sila le había ofrecido volver a Roma, pero Rutilio se había negado, por respeto a la legalidad; aun injustamente condenado, no quería deber su regreso a la voluntad de un hombre al que consideraba un tirano. El recuerdo de Sócrates no fue, sin duda, ajeno a esa decisión.
Rutilio era estoico, y el respeto a las leyes, aun injustas, era uno de los imperativos de la secta.
Rutilio, que había sido uno de los íntimos amigos de Escipión Emiliano y Lelio, de todos los hombres destacados de la generación precedente, evocaba los recuerdos de aquel tiempo, y uno de ellos resulta muy significativo. Se trataba de un asunto criminal, una masacre que había tenido lugar en el bosque de Sila, y de la que se responsabilizaba a la sociedad que había arrendado la producción de pez. Los arrendatarios estaban defendidos por Lelio, que pleiteó, como era habitual, con precisión y elegancia; se celebró una segunda audiencia, nuevo alegato de Lelio, misma indecisión del tribunal.
Ante lo cual, Lelio sugirió a sus clientes que fuera a ver a Servio Sulpicio Galba y le encomendaron la defensa. Galba era un orador vehemente; aquel día se superó a sí mismo, “habló con tanta violencia y fuerza que cada pasaje de su discurso provocaba aclamaciones”; con apelaciones a la piedad y gemidos, logró la absolución de los arrendatarios.
Rutilio se había negado a recurrir, en su defensa, a todo efecto de género patético, pero, en el transcurso de la entrevista de Esmirna, debe confesar que esa elocuencia desbocada y viva es más eficaz que la otra.
Más tarde, en el “De Republica”, Cicerón dirá que se quedó varios días junto a Rutilio.
Era la búsqueda de la elocuencia ideal –compuesta al mismo tiempo por verdad y belleza –la que lo había traído a Oriente.
En Atenas, había escuchado sobre todo a los filósofos, pero sabe lo que les debe para su formación de orador.
La historia ha conservado los nombres de los rétores a los que visitó: Dionisio de Magnesia, Esquilo de Cnidos, Zenocles de Adramita.
Estos rétores practicaban lo que se ha dado en llamar la elocuencia “asianista”. Así se define en el “Bruto”: hay dos géneros de estilo asiánico, dice Cicerón; uno consiste en fórmulas breves y punzantes, menos cargadas de sentido y sobrias que armoniosas, elegantes; el otro se nutre enteramente de rapidez, un torrente de palabras, lo que no excluye la elegancia e incluso el refinamiento de vocabulario.
Hortensio, dice Cicerón, había asociado ambos estilos en su juventud, despertando la admiración de los más jóvenes pero también la ironía, e incluso la irritación, de los hombres de más edad.
Cicerón juzga ese arte excesivamente ligero, y poco conveniente para un orador de edad madura –y también, podemos pensar, indigno del serio romano –cuando se trata de asuntos graves.
Así pues, dado que rechazaba la aridez de la elocuencia ática y lo único que pedía a Atenas era la profundización filosófica de su pensamiento, Cicerón se veía empujado a la última etapa de su viaje, que era Rodas.
Los rodios mantenían con Roma relaciones diplomáticas constantes, unas veces dóciles ante la política del Senado, otras dejándose tentar por la aventura. Ya hemos visto a dos de sus embajadores en Roma, Posidonio y Apolonio Molón, enviados para apaciguar las sospechas de los romanos, a quienes inquietaban los rumores de una supuesta colaboración entre los rodios y Mitrídates, y después para recoger la recompensa de su cooperación a lo largo de la guerra.
Cicerón, a principios del año 77, volvía a Rodas a escuchar a Molón. Lo escuchó, nos dice, ocupándose de causas reales, leyó sus escritos y, sobre todo, siguió sus enseñanzas y se sometió a su crítica. Todo ello en griego, dado que Molón desconocía el latín.
Conocemos gracias a Plutarco el recuerdo de la primera vez que Cicerón declamó, en griego por tanto, ante Molón. Éste dejó hablar al joven sin decir ni una palabra. Más tarde, cuando Cicerón terminó su discurso, mientras la asistencia unánime, cuenta Plutarco, estallaba en aplausos, el maestro, en cambio, guardaba silencio; después de un tiempo, acabó diciendo: “Sí, Cicerón, te doy mis felicitaciones y te expreso mi admiración, pero lloro por Grecia, pues las únicas ventajas que nos quedaban, las de la cultura y la elocuencia, van ahora, contigo, a pertenecer a los romanos”.
Molón supo mantener la elocuencia del joven romano dentro de los límites del gusto, en lugar de dejar que se expandiera sin medida. Algo que tuvo, nos dice también Cicerón, un beneficioso efecto para su salud, evitando los esfuerzos exagerados de la voz y una gesticulación excesiva.
En Rodas, en esa misma época, se encontraba también Posidonio y Cicerón fue una vez más oyente suyo.
Es probable, sin embargo, que las entrevistas de Posidonio reafirmaran a Cicerón en aquello que asumía el platonismo, alejándolo del optimismo intelectualista de los estoicos ortodoxos, porque hoy en día parece perfectamente demostrado que Posidonio, en su concepción del alma humana, había insistido en los elementos irracionales que la componían.
Pensaba, más que nunca, que la persuasión no puede lograrse únicamente en la demostración lógica, que los seres se comunican entre ellos no sólo a través de la razón, sino de todas las formas de la sensibilidad.
La experiencia poética de Cicerón ya se lo había hecho entrever; su experiencia en el foro, por breve que hubiera sido, lo había reafirmado en esa posición.]
[4. PRIMEROS HONORES
Cicerón volvió a Roma al final de la primavera del año 77.
En el año 76 fue elegido cuestor.
Desde la abdicación de Sila, y su muerte unos meses después, la República apenas había conocido la tranquilidad, y el retorno a la antigua legalidad se hacía esperar.
Uno de los cónsules del 78, M. Emilio Lépido, después de posicionarse aparentemente del lado de la nobleza y del régimen silano, se propuso contar con el apoyo de las víctimas de éste para asegurarse el poder personal y seguir adelante con la serie de conflictos existentes desde hacía veinte años y que habían estado latentes durante la dictadura de Sila.
Pero se topó con el otro cónsul, Q. Lutacio Cátulo, fiel al partido de los “Patres” (optimates), y no tardaron en emprender la lucha armada.
Lépido fue declarado “enemigo público” por el Senado, que lanzó en su contra a Pompeyo y sus veteranos, siempre dispuestos a seguir al joven jefe.
Lépido se había instalado en Etruria, donde estaba levantando a la población contra los veteranos de Sila, que habían recibido tierras en la región.
Pompeyo decidió rodearlo, ocupando la Galia Cisalpina. Por el otro lado, desde Roma, tropas comandadas por Cátulo remontaron hacia el norte.
Lépido se vio obligado a ocuparse de dos frentes incapaz de resistir, y para escapar, tuvo que embarcarse y marcharse a Cerdeña, donde, relegado a la impotencia, murió enfermo de pena, al final del verano del año 77.
Cicerón pudo asistir, pues, al epílogo de aquel drama y, una vez más, a una victoria de Pompeyo, que había ejercido un mando extraordinario, como si la dinámica normal de las magistraturas fuera incapaz de hacer frente a las crisis políticas que se sucedían y frenar el crecimiento de las ambiciones revolucionarias.
La lucha ente los “marianistas” (populares) y los magistrados silanos (optimates) proseguía en Hispania, donde, durante ese mismo verano del 77, un reino romano creado por Sertorio, un caballero de Nursia, en Umbría, alcanzó el apogeo de su fuerza.
Sertorio había sido designado, en el 83, gobernador de la Hispania Citerior por los “marianistas”, y expulsado de esas tierras por el gobernador silano; en primavera del 81, parece ser que había ganado la Mauritania Tingitana (la región de Tanger), donde se creó un pequeño reino, pero al año siguiente regresó a Hispania, desembarcando en Baelo (no lejos de Algeciras), y poco a poco había ido extendiendo su autoridad a la mayor parte de Hispania.
Cecilio Metelo Pío , enviado por el Senado en el 79 a enfrentarse con él, no logró su cometido, y en el 77, una vez aplastado Lépido, se tomó la decisión de enviarle, una vez más, a Pompeyo. Éste, sin regresar siquiera a Roma, se dirige inmediatamente a Hispania, y dio comienzo una guerra sin piedad que había de terminar en la muerte de Sertorio, asesinado por uno de los suyos a principios del año 72.
Pompeyo necesitó todavía un año para pacificar Hispania; se le volvió a ver en Roma, tras seis años de ausencia, en primavera del año 71.
En aquel momento, Cicerón había empezado su carrera política dentro de la más estricta legalidad.
En la frase del “Bruto” en la que resume sus actividades en el 77 y 76, Cicerón dice simplemente que defendió en aquel momento, “causas célebres”, o, cuando menos, bien conocidas (causas nobiles).
Una de ellas fue, tal vez, el juicio en el que pronunció su discurso “Defensa de Roscio el cómico” (Pro Roscio Comoedo).
En el debate que enfrenta al actor Roscio con su socio C. Fanio Quéreas, el objeto de litigio es una finca que, en el momento en el que fue cedida a Roscio, era poco valiosa, pero que, desde entonces, había incrementado mucho su valor, en el transcurso de tres años. Si, en un principio, esa propiedad no valía gran cosa, dice Cicerón, era debido a los conflictos que había en la región, conflictos que habían cesado tres años más tarde. Dado que la región de que se trata es Etruria, hemos de recordar que fue precisamente allí donde se produjeron graves desórdenes, provocados por la tentativa de Lépido, en el 78.
El objeto del juicio es el siguiente: C. Fanio Quéreas tenía un esclavo, llamado Panurgo, que parecía poseer dotes de actor. Su amo lo había llevado a Roscio para que éste le enseñara su arte. Panurgo se había convertido en un actor apreciable, y bien pagado. Fanio y Roscio firmaron entonces una “sociedad” para explotar el talento de Panurgo, en la que cada uno debía recibir la mitad de los beneficios. Pero a Panurgo lo mató, no sabemos muy bien en qué circusntancias, probablemente accidentales, un habitante de Tarquinia, Flavio. Los dos socios se enfrentaron a él y pidieron ser indemnizados por la pérdida de Panurgo.
Parece ser que Fanio recibió entonces cien mil sestercios a título personal, y Roscio, por su parte, la tierra de la que hemos hablado.
El juicio parece estar relacionado con la reclamación presentada por Fanio, que considera que la plusvalía de la tierra en cuestión debe repercutirle.
Pero lo que nos ofrece el libro conservado sigue sin ser perfectamente claro.
Una vez en casa tras su viaje a Oriente, se casa con Terencia y sella así su alianza con una familia noble.
También es probable que siguiera estrechando lazos que lo unían a los “caballeros”, el segundo “orden” del Estado.
Cicerón es entonces un “abogado de casos”, y que empieza a ganar dinero pero, sobre todo, numerosos apoyos en diversos círculos.
Eso se lo debe a su talento, a sus orígenes, a los servicios prestados y, a partir de ahora, a sus alianzas familiares.
Lo recordará más tarde, en el discurso contra Pisón, en el que se comparará con sus adversario, aristócrata que debió a su nombre la totalidad de su carrera. “Todas mis magistraturas, escribe, me las ha atribuido el pueblo romano a mí, a la persona que yo soy, y no a mi familia, a mi forma de vida, no a mis ancestros, al mérito que se me (re)conoce, y no a una nobleza que no se conoce más que de oídas”.
Fue Cicerón, su persona y nada más, el que fue elegido cuestor “entre los primeros” (in primis), en los comicios del 76.
En cuanto a él, a los sentimientos que experimentaba en aquel decisivo momento, nos proporciona una confidencia en el “De suppliciis” (el quinto discurso de la segunda acción contra Verres): aceptó la cuestura, dice, como misión sagrada a la que debía sacrificarlo todo; se sentía situado bajo la mirada de todos, tenía la impresión de encontrarse solo, con su dignidad de cuestor, en el escenario de un teatro cuyos espectadores eran el género humano.
Aun teniendo en cuenta cierta exageración natural en el abogado, la verdad es que esa primera magistratura produjo en Cicerón una profunda impresión; entraba en un mundo con el que había soñado durante mucho tiempo; iba a participar en la gestión del Imperio, ostentaría cierto poder, aunque muy modestamente, pero con la promesa de ejercer, más tarde otros mucho más considerables. Y sobre todo, tenía conciencia de los “deberes” que ello implicaba: a partir de ahora ya no sería un simple mortal, autorizado a gozar de los placeres de la vida, debía sacrificarse a sí mismo ante el interés del Estado.
Esta religión del deber lo profesará siempre Cicerón; en el ejercicio de todas sus magistraturas y, de manera notoria, en el gobierno provincial, en Cilicia, en vísperas de la “Guerra Civil”.
En el fondo de esta moral podemos discernir varios sentimientos complejos: probablemente una honestidad innata, el deseo de proporcionar justicia a todos – una actitud que se puede atribuir a la tradición provincial y municipal de Arpino, donde, como en la Roma antigua, dominaba el respeto del derecho –y también la conciencia de lo que podía permitirse y debía prohibirse un magistrado romano, lo que su dignitas implicaba, si no quería que ésta no fuera más que una engañosa apariencia.
Y allí intervenían las lecciones de los filósofos, que situaban entre las virtudes fundamentales la temperantia, es decir, el control de uno mismo, que impide al hombre honesto (y no solamente al sabio) usar el poder sin moderación.
Más adelante, en el tratado “Sobre los deberes” (De officiis), Cicerón mostrará que esa cuarta virtud está contenida en la noción de “conveniente”, decus.
Cicerón, durante los años precedentes, había viajado un poco por Italia, antes de marcharse a Oriente. Recorrió la Campania y sabemos que visitó Capua, en la época en la que acababa de fundarse la nueva y efímera colonia de Bruto, en el año 83, y que fue a Síbaris, de camino a Grecia. Pero no parece que llegase a Sicilia, donde, durante un año, lo reclamarían sus funciones.
Sicilia iba a ofrecerle un espectáculo similar, una tierra también llena de historia, ciudades en las que eran incontables los tesoros de arte griego, templos, estatuas, palacios en los que, en el pasado, habían residido reyes y tiranos. Las casas particulares estaban repletas de objetos preciosos, candelabros cincelados, vajilla embellecida con oro y plata, lo más insólito que el lujo hubiera podido imaginar para acompañar los placeres de la mesa (Syracusiae mensae), evocada y condenada por Platón en una carta que Cicerón menciona en dos ocasiones.
Sicilia era la provincia más antigua del Imperio, el primer país cuya administración fue confiada a magistrados romanos fuera de la propia Italia.
La preeminencia de los romanos en Sicilia había empezado al final de la “primera guerra contra Cartago”, cuando con su victoria expulsaron definitivamente de la isla a los cartagineses, que ocupaban la parte oriental, mientras el resto se lo repartían las ciudades griegas instaladas desde hacía siglos, sobre todo a lo largo de la costa.
En torno a Siracusa se había formado un reino que estaba en manos del rey Hieron II. Éste, inicialmente hostil a los romanos, se había aliado con ellos y los había ayudado mucho durante toda la guerra, y su fidelidad no cejó al comienzo de “la segunda guerra púnica”. Pero Hierón II murió en el año 216, y su nieto Hierónimo, creyendo que los cartagineses triunfarían, se alineó con ellos. Pronto víctima de un complot, fue asesinado. Los conjurados abolieron la monarquía, pero la ciudad no pudo recuperar el equilibrio político y llegó a la anarquía.
Los romanos, que, después de las derrotas que habían marcado el principio de la guerra, empezaban a oponer una resistencia eficaz a Aníbal, decidieron tomar la ofensiva en Sicilia, y asediaron Siracusa. El asedio se prolongó desde el 214 al 211; fue duro, largo, se dice, debido a los inventos de Arquímides, que diseñó máquinas de guerra contra los asaltantes. Pero Arquímides murió a manos de un soldado que lo tomó por un combatiente ordinario, con gran pesar del general romano, M. Claudio Marcelo.
Entre tanto, las fuerzas cartaginesas, que se habían instalado al oeste de la isla, tuvieron que ser reducidas en el transcurso de duros combates, que sólo llegaron a su fin debido a la traición de un jefe libio-fenicio, al que los manuscritos de Tito Livio llaman Mutines. Mutines entregó a los romanos la ciudad de Agrigento, el último gran bastión de Sicilia, donde se habían atrincherado las fuerzas púnicas. En poco tiempo, toda la isla fue ocupada y transformada en “provincia”. La última parte de la campaña la había dirigido el cónsul M. Valerio Levino, que había sucedido a Marcelo, y fue a él a quien correspondió la tarea de organizar la provincia. Pero el nombre y el recuerdo de Marcelo no perdieron su enorme prestigio; los siracusanos lo consideraron como su “segundo fundador”.
Los siracusanos se reconocieron como “clientes” de Marcelo y sus descendientes, algo que era fiel a la tradición romana y consagraba los vínculos morales y jurídicos entre ellos y su vencedor.
La historia de la presencia romana en Sicilia explica en gran medida la actitud de Cicerón y del Senado con respecto a los sicilianos: por una parte, la preponderancia reconocida de Siracusa, convertida, diríamos hoy, en “capital histórica” de la isla, porque había sido la ciudad de Hierón, de quien los romanos se consideraban sucesores, mientras que la “provincia” no era más que la extensión del reino de Siracusa; por otra parte, los habitantes de la isla, “clientes” de un imperator romano, tenían derecho a la protección de todos los magistrados que ejercieran el poder en su territorio.
Cicerón insiste en el hecho de que Levino, al organizar la provincia, permitiera a la mayoría de las ciudades conservar sus propias leyes. Eso había sido posible porque, tras la traición de Mutines, las ciudades sicilianas se habían entregado espontáneamente a los romanos; algunas (seis en total) debieron ser tomadas por la fuerza, y su territorio pasó a ser “ager publicus” (propiedad del pueblo romano), pero incluso esas tierras tardaron poco en serles restituidas.
Cicerón insiste igualmente en el hecho de que los impuestos, percibidos en trigo, siguieron estando regulados por la ley que había promulgado en el pasado el propio rey Hierón: la “lex Hieronica”. Y el magistrado que ostentaba la autoridad en la “provincia”, y que tenía rango de pretor (o de propretor), residía, al igual que él, en Siracusa, y tenía como misión fundamental garantizar la aplicación de la “lex Hieronica”, hacer que reinara la justicia, mantener el orden y velar por la independencia de las ciudades para todo lo demás.
La ciudad de Segesta (en el interior de la isla, al suroeste de Palermo) recordaba que su fundador había sido el héroe troyano Eneas. No lejos de Segesta, en la costa esta vez, en el monte Érice, se erigía el templo consagrado a Afrodita (Venus) de quien Eneas era hijo.
En el año 217, durante las horas oscuras de “la segunda guerra púnica”, los romanos habían introducido en la Ciudad el culto a la diosa cuyo templo dominaba las aguas en las que, en el transcurso de “la primera guerra púnica”, los romanos habían derrotado por primera vez a una flota cartaginesa, en las islas Egadas.
Por último, la ciudad de Centuripe, situada en la llanura que se extiende hacia el oeste a los pies del Etna, afirmaba ser pariente de Lanuvium, la antigua metrópolis del Lacio, donde se exhibía la tumba de Eneas.
Así pues, una serie de lazos religiosos, que se remontaban hasta tiempos más antiguos que los hombres podían recordar, venían a fortalecer a quienes se habían instalado como consecuencia de la conquista.
Cicerón mencionará aTimeo de Tauromene en dos ocasiones en el “Bruto”; antes de su marcha a Sicilia seguramente había leído su obra, que gozaba de una gran difusión desde mediados del siglo III.
El hecho de que Cicerón se interesara vivamente por la historia de la isla es algo que podemos demostrar gracias a varios pasajes de su obra, empezando por una alusión, en las “Verrinas”, a la visita que hizo al templo de Atenea, en Siracusa, donde vio los retratos “de los reyes y tiranos de Sicilia”.
Por otro lado, en el “De república”, Cicerón invoca el testimonio de Timeo sobre la tiranía de Dionisio el Viejo, diciendo que Siracusa, “la más grande de las ciudades griegas y, al mismo tiempo, la más bella de todas, por su magnífica ciudadela, sus puertos que se extendían hasta la bahía formada por la acrópolis y, al pie de la ciudad, sus pórticos, sus templos, sus muros, no podían, cuando Dionisio era su señor, hacer que todo aquello constituyera una ciudad (res publica). Porque nada pertenecía a los ciudadanos, y éstos eran propiedad de uno solo”.
Más adelante (hacia el 55), Cicerón descubrió la “Vida de Dionisio” de Filisto y, a partir de ese momento, tomaría a menudo a Dionisio como ejemplo. Pero antes, en las “Verrinas”, el nombre que aparece con más frecuencia es el de Hierón II, siempre acompañado de un epíteto o un juicio favorable. Hierón es “muy amado por sus súbditos”; fue un administrador que desarrolló la agricultura en su reino, y su ley es una “buena ley”.
No hay ni una sola vez en la que Cicerón atribuya a Hierón el nombre de “tirano”; lo equipara a los mejores reyes, cuyo ejemplo más hermoso es Ciro.
Ese calificativo de “rey” que él le reconoce, adquiere un valor casi religioso; es, dice, uno de los epítetos de Júpiter Óptimo Máximo.
Cicerón, en Sicilia, se encontraba ante una monarquía helenística y, no sin cierta incomodidad, descubría que una monarquía podía ser un buen gobierno.
Por esa razón, en medio de los elogios que hace en el “De república” a Hierón y, de manera más amplia, a los “buenos reyes”, introduce una restricción: el régimen monárquico no puede aprobarse en el caso de que confisque en beneficio de uno solo lo que pertenece al pueblo en general, la res publica, propiedad colectiva de todos los miembros de la ciudad.
El recuerdo de otro hombre ilustre vagaba por la mente de Cicerón, el de Arquímedes, al que admiraba, quizás, más como astrónomo que como inventor de máquinas.
Así pues, cuando llegó a Siracusa, se propuso encontrar la tumba de aquel gran hombre. En una digresión, en el quinto libro de las “Tusculanas”, contará en detalle el descubrimiento que hizo de ella en un arrabal de Siracusa.
Narra cómo, antes de emprender su búsqueda, se había informado sobre el aspecto de la tumba, y de ese modo había sabido que estaba coronada por una esfera y un cilindro (alusión al problema, resuelto por Arquímides, que consistía en inscribir una esfera en un cilindro).
Acompañado por un grupo de notables siracusanos, se va un día fuera de la ciudad, a la puerta de Agrigento, y se dispone a examinar las tumbas que se elevan a ambos lados del camino cuando, de repente, su mirada descubre, entre las zarzas, un monumento del que sólo se distingue la parte superior; y allí, en lo alto de una pequeña columna, ve la figura de un cilindro y una esfera.
A petición suya acuden obreros, armados con podaderas, para limpiar la tumba; la piedra, roída por el tiempo (¡habían pasado ciento treinta y siete años desde la muerte de Arquímides!), todavía dejaba leer el epitafio en verso, que demostraba que realmente se trataba de la tumba de Arquímides. Así, concluye Cicerón, “la ciudad más ilustre de Grecia, antaño también la más sabia, habría ignorado la tumba que guarda la memoria del más sutil de sus conciudadanos si un individuo de Arpino no se la hubiera revelado”.
La prosperidad y la paz de la provincia se habían visto profundamente perturbada por dos revueltas sucesivas, no de los propios sicilianos (o al menos de los dirigentes de las ciudades), sino de los esclavos y, probablemente, de los hombres libres sin más recursos que el alquiler de su trabajo, que al parecer se unieron a ellos.
Las opiniones sobre las causas de estas revueltas son dispares.
En la Antigüedad, los historiadores responsabilizaban a los grandes propietarios, que, nos dicen, empleaban una abundante mano de obra servil ocupada en cuidar los rebaños en las montañas.
Es probable que los esclavos empleados en dicha tarea, que llevaban una vida seminómada, constituyeran un núcleo de la rebelión. Se entiende entonces por qué Popilio Lena se había esforzado por reducir la proporción del país dedicada a la ganadería y desarrollar el cultivo de tierras.
Pero, si bien esas medidas, al incrementar la producción de trigo, iban en la línea de la política seguida por los romanos en la isla, no eliminaba totalmente el peligro que suponía el considerable crecimiento de la población servil en la segunda mitad del siglo II a. de C.; esclavos llegados de Oriente, a menudo personas libres atrapadas por los piratas en sus incursiones en Asia Menor. Esos esclavos, desesperados ante la brusca alteración de sus condiciones, formados en su adolescencia, en el servicio de las armas, constituían una amenaza permanente para las ciudades en las que ahora estaban obligados a vivir.
Por todas esas razones, Sicilia, cuando Cicerón fue cuestor allí, no era una provincia fácil.
Es verdad que no se había dejado contagiar por la “Guerra Social”, algo que, en sí mismo, no deja de ser significativo: los sicilianos no se sentían, como los marsos y los demás pueblos itálicos, “oprimidos” por Roma.
Sin embargo, en el 75 surgieron nuevos peligros: Mitrídates había reanudado las hostilidades y Sertorio, desde su reino español, había establecido una alianza con él.
Los piratas recorrían más intensamente que nunca el Mediterráneo actuando como enlace entre las dos frentes en los que debían combatir los romanos.
Sicilia se encontraba en una posición estratégica importante, a medio camino entre el Egeo e Hispania.
Dos años después de la cuestura de Cicerón, Verres, propretor entre el 73 y 71, se jactará de haber mantenido la paz en Sicilia y haber dado al traste con las tentativas de Sertorio y Mitrídates.
Cicerón, como cuestor, no disponía de la fuerza armada, que pertenecía a su pretor, Sex. Peduceo. De modo que no podía contribuir directamente a la seguridad de Sicilia, aunque sí le era posible hacer que los sicilianos no consideraran a Roma como un enemigo. Eso dependía de la manera en la que ejerciera sus funciones financieras.
Los gobernadores que se venían sucediendo en la isla desde el final de las “Guerras Serviles”, en el siglo anterior, no se habían comportado todos como administradores preocupados por el bien de los provinciales.
M. Aquilio, por ejemplo, el cónsul del año 101, procónsul en Sicilia en el 99, fue acusado de malversación y sólo se salvó gracias a la habilidad de su abogado, que no era otro que M. Antonio.
¿Por qué, pregunta Cicerón en un pasaje de las “Verrinas”, tiene que tener esta desafortunada provincia, especialmente fiel, la desgracia de recibir los peores gobernadores? Y alude a M. Emilio Lépido, propretor en el 81, que se había hecho famoso por sus exacciones; en otro lugar menciona a M. Antonio Crético, que había hecho estragos en las costas.
En oposición a esos malos gobernadores, no obstante, se puede mencionar a Claudio Marcelo, a su vez, por su origen familiar, uno de los patronos de la isla, y a Sexto Peduceo, que habían dejado un buen recuerdo.
Podía parecer urgente reparar, en la medida de lo posible, las heridas dejadas por los magistrados prevaricadores.
Y eso en beneficio de una “provincia” que presentaba para Roma un interés económico, pero más aún, por el ejemplo que ello ofrecería a todos los habitantes del Imperio, federados, aliados o súbditos. Porque, desde el tiempo en el que, tras la toma de Siracusa, Sicilia se había convertido en “provincia”, otros países habían entrado a formar parte del Imperio, en África, Galia, Hispania, Oriente, y cuando Cicerón se siente situado, tal y como hemos descrito” como en un teatro cuyos espectadores eran el género humano”, exagera muy poco.
Esta es la razón por la que lo vemos entablar relaciones de amistad con los principales personajes de las ciudades, ir a sus casas, admirar las obras de arte que poseen, ayudarles en sus dificultades con la administración romana.
Plutarco dice de Cicerón: Fue elegido cuestor en un momento en el que el trigo era escaso (en Roma), y se le atribuyó la provincia de Sicilia; allí empezó despertando la animadversión de los habitantes al obligarlos a enviar trigo a Roma. Pero después de eso, se dieron cuenta de que era escrupuloso, justo, benévolo, y sintieron más estima por él que la que tuvo él nunca hacia un magistrado”.
Un detalle que figura en el discurso “Sobre el trigo” revela uno de los procedimientos que utilizaban los cuestores: con ocasión de los pagos que hacían en dinero a los propietarios para abonar el “trigo comprado”, sus secretarios (scribae) llegaban a quedarse con una centésima parte de la suma total.
Cicerón prohibió aquella deducción ilegal.
Incluso en las cosas pequeñas se esforzaba por salvaguardar el derecho o, simplemente, la honradez.
A su regreso de Sicilia, en el año 74, después de esta gestión, Cicerón pensaba que todos los romanos tenían los ojos puestos en él.
Cicerón, al final de su cuestura, en el año 74, estaba convencido de la importancia no tanto de su persona como de su función.
Al abandonar la cuestura, es decir, al marcharse de Lilibeo, pronunció un discurso, prácticamente desaparecido, pero el hecho mismo de que lo pronunciara es significativo.
Cicerón se somete aquí a un uso más griego que romano: la rendición de cuentas de los magistrados al final de su ejercicio.
El discurso se dirigía probablemente a los sicilianos, pero fue pronunciado en latín, no en griego, como bien habría podido hacerlo. Pero el uso del latín era de rigor para un magistrado romano en misión oficial.
Durante su cuestura en Sicilia, Cicerón había tenido que interrumpir su actividad de abogado. No obstante tuvo que litigar en un caso que se desarrolló en Sicilia, ante el tribunal del pretor. Varios jóvenes romanos de buena familia (en un número bastante elevado, al parecer), acusados de haber faltado a la disciplina militar y haber dado muestra de cobardía en el combate, comparecieron en Siracusa. Sólo conocemos este episodio por Plutarco, que añade que Cicerón logró su absolución.]
[5. EL CASO VERRES
A su regreso de Sicilia, regresó a Roma y ocupó el cargo de senador en la Curia, cuyas puertas se le abrían gracias a su título de antiguo cuestor.
Ya en el año 74 había retomado sus actividades como abogado. Se había visto inmerso en un caso que también había de tener importantes repercusiones.
En principio no era más que un “suceso” que afectaba a personas que residían fuera de Roma.
Un día, unos ciudadanos del municipio de Alatri, en el país de los hérnicos, una pequeña ciudad situada a unas dieciséis millas de Arpino, acudieron en delegación a reunirse con Cicerón en su casa de Roma. En su condición de compatriotas (o casi), le pidieron que aceptara la defensa de un hombre de su tierra, un tal Escamandro, liberto de su conciudadano C. Fabricio, acusado de complicidad en un intento de envenenamiento. Los notables de Alatri avalaban su inocencia.
Cicerón no pudo decir que no: para su elección como edil (curul) que debía producirse cinco años después de la cuestura, de acuerdo con la tradición y con la ley de Sila relativa a la pretura, etapa obligada antes del consulado; para abordar esa fase de su carrera, decíamos, Cicerón necesitaba todos los apoyos posibles, todas las simpatías que pudiera granjearse.
Así pues, se dispuso a estudiar los documentos del caso. No sabemos si pudo tener conocimiento, ya entonces, de todas sus ramificaciones.
Más tarde, en el año 66, cuando el mismo caso vuelva, bajo otro aspecto, ante la justicia, Cicerón, después de cambiar de bando y de defendido, esta vez el hombre que, en el 74, era el acusador de Escamandro, estará en condiciones, en el discurso que pronunciará entonces, el “Pro Cluentio”, de exponer todos los detalles. Pero es probable que en su momento sus compatriotas ocultaran algunos aspectos secundarios.
Si hubiera tenido toda la información, como sucederá más tarde, esto es lo que habría podido saber:
El origen de todo el caso estaba no en Alatri sino en Larinum, una ciudad de cierta importancia situada en la vertiente adriática de los Apeninos.
Vivía allí un tal Opiánico, que se había casado con cinco mujeres sucesivamente.
Su última esposa era una tal Sasia que, a su vez, había tenido de su primer marido, un hijo llamado A. Cluencio Hábito.
Esta Sosia, viuda de su primer marido (el padre de Cluencio) en el año 88, se había casado después con su propio yerno, marido de su hija Cluencia, y más tarde con Opiánico. Este último había conseguido hacer desaparecer, envenenados, a la mayoría de los miembros de aquella compleja familia, que era el resultado de múltiples uniones.
El último superviviente, que podía aspirar a una parte de la herencia, era A. Cluencio Hábito, el hijo de Sasia.
Para eliminarlo, Opiánico pensó en recurrir a su arma habitual.
Cluencio, cuya salud dejaba mucho que desear, tenía un médico personal, llamado Cleofanto, al que ayudaba un esclavo de nombre Diógenes.
Opiánico consideró imprudente pedir directamente a éste que administrara el veneno a Cluencio, y se dirigió a uno de sus amigos de Larinum, C. Fabricio, hombre de pocos escrúpulos, que al parecer tenía gran necesidad de dinero. Este C. Fabricio tenía un liberto, Escamandro, probablemente un frigio helenizado (a juzgar por su nombre, que es el del río que discurre al pie de la colina de Troya).
Escamandro quedó encargado de negociar el asunto con Diógenes.
Pero Diógenes fingió acceder y reveló el complot a su señor Cleofanto.
Cluencio, alertado, pidió consejo a un senador, M. Bebio, y ambos decidieron tender una trampa a los asesinos.
Siguiendo el consejo de M. Bebio, Cluencio compró a Diógenes, lo que impedía que fuera sometido a interrogatorio.
Diógenes y Escamandro se reúnen para la entrega del veneno y del precio que se pagaría a Diógenes por su complicidad.
De repente, aparecen unos testigos – notables de Larinum – y Escamandro es desenmascarado.
Cluencio lleva entonces al liberto ante la justicia. El orador escogido para la acusación fue un tal P. Canucio, al que Cicerón menciona elogiosamente en el “Bruto”.
Cicerón ante el ruego de las gentes de Alatri, habla para la defensa. El discurso no ha llegado hasta nosotros.
Según parece, al menos una parte del mismo adoptó la forma de una “altercatio”, una discusión entre dos oradores.
Sea como fuere, Escamandro fue condenado. Fabricio también es condenado. Y eso permitió a Cluencio acusar por fin al verdadero autor de la intriga, Opiánico, ¡su padrastro!
El mismo tribunal, comprometido, dice Cicerón, por sus decisiones anteriores, está obligado a condenar a Opiánico. Y así lo hará. Pero en unas condiciones tales que el presidente, Junio Bruto, fue acusado de haber aceptado dinero, y la misma acusación pesó sobre otros miembros del tribunal.
Aquello provocó un gran escándalo, alentado por el abogado de Opiánico, el tribuno de la plebe L. Quincio, al que Cicerón, en el “Pro Cluentio”, describe como un agitador y un enemigo del Senado.
Su intención era hacer que se derogara la ley judicial de Sila, que reservaba exclusivamente a los senadores el derecho a formar parte de los jurados.
Esta misma cuestión dominará el juicio de Verres.
Junio Bruto no pudo justificarse, y eso puso fin a su carrera política.
Cicerón, durante todo este debate, se cuidó mucho de intervenir. Sólo había participado en el primer acto y seguramente se había arrepentido, al menos a juzgar por cierto pasaje del “Pro Cluentio” en la que hace alusión a todo el caso.
Cuando se le reprochó el haber hablado (a propósito de otro proceso) en una mala causa, él definió su concepción del papel del abogado:
“Uno se equivoca grandemente si cree que, en los discursos que hemos pronunciado en el transcurso de un juicio, está la auténtica exposición de nuestra opinión, debidamente pesada y meditada.
No en vano, todos esos discursos dependen de las causas y las circunstancias, y no expresan el pensamiento de las personas en cuestión ni de sus defensores. Porque, si las causas mismas pudieran hablar, nadie haría intervenir a un orador. Y, si se nos hace intervenir, es para que digamos no lo que decidimos en virtud de nuestra autoridad, sino lo que se ve afectado por el caso y por la causa”.
El problema planteado es grave: ¿está autorizado un abogado a hablar en contra de su convicción íntima y de su propia conciencia?
Cicerón responde que él proporciona una ayuda a su cliente, no un veredicto. Por tanto, la verdad que intentará prevalecer será sólo relativa: un aspecto, una cara de las cosas. El abogado de la otra parte tendrá la tarea de presentar la otra, y el juez la de elegir.
Cicerón encontraba en la enseñanza de la Academia y, más en concreto, en la de Filón de Larisa, al que reconoce como su maestro, la justificación de esta actitud.
La filosofía viene en ayuda de la elocuencia, al demostrar la legitimidad, incluso la necesidad, de los razonamientos “in utramque partem”, que examinan los “pros” y los “contras”, dejando al oyente (aquí el juez) la libertad de elegir.
Sea como fuere, lo cierto es que Cicerón no publicó su alegato en favor de Escamandro y que en el momento del “Pro Cluentio” no dejó de felicitarse por ello.
El año siguiente al juicio de Escamandro se presentó otro caso, en el que Cicerón defendió a un tal C. Muscio, caballero romano y publicano que, al parecer, se arriesgaba, si era condenado a perder toda su fortuna.
Era el mismo personaje que en el 74 se había enfrentado a Verres, a la sazón pretor urbano, a cuenta de un asunto de obras públicas, y que había podido ver por qué medios trataba éste de enriquecerse. En el año 70, en el momento de las “Verrinas”, Cicerón no pudo recurrir a su testimonio porque había muerto.
En el 72 surgió otro caso en el que Verres ya se encontraba implicado, el juicio de un tal Estenio, de Terme, en Sicilia, cuya causa fue defendida por Cicerón ante el colegio de los tribunos de la plebe.
Estenio era un notable siciliano que había desempeñado un importante papel cuando Pompeyo, en el 82, tomó de nuevo posesión de la isla en nombre de Sila, contra los “marianistas” (populares).
Tras ofrecerse como única víctima expiatoria y asumir la responsabilidad de todo lo que había sucedido, conmovió al vencedor, que perdonó a los sicilianos.
Este mismo Estenio había reunido en su casa un gran número de obras de arte, estatuas, cuadros, objetos de plata, algunas de ellas adquiridas en Asia, en el transcurso de un viaje que realizó en su juventud.
Verres, que no ignoraba nada de todo ello, se hizo alojar en su casa cuando sus giras lo llevaron a Terme y, por diversos medios, había conseguido que Estenio le regalara las piezas más hermosas de su colección. Pero no le bastó con eso.
En Terme había varias estatuas de bronce que, después de que los cartagineses las retiraran de Himera al destruir la población, habían sido trasladadas a Cartago.
Escipión Emiliano, tras la toma de Cartago, las había devuelto a Sicilia y entregado a las gentes de Terme, herederas de Himera, la ciudad desaparecida. Aquellas estatuas eran el más hermoso ornamento de la localidad.
Verres quiso quedarse con ellas. El caso se llevó ante el Senado de Terme.
Durante el debate, Estenio, hombre elocuente y muy escuchado por sus conciudadanos, intervino con todo su vigor para que no se accediera al deseo del pretor. Verres furioso, empezó diciendo a Estenio que se negaba a seguir quedándose en su casa, criticó su hospitalidad y se retiró a casa de un tal Agatino, el peor enemigo de aquel que dejaba de ser su anfitrión.
Una vez allí, pidió a Agatino que orquestara cualquier tipo de acusación contra Estenio, prometiéndole, que cuando llegara ante su tribunal, él la recibiría favorablemente.
Agatino acusa inmediatamente a Estenio de falsedad en escritura pública.
De nada sirve a Estenio reivindicar que una acusación de esa naturaleza tiene que llevarse ante los magistrados de Terme y no ante el pretor: Verres hace oídos sordos y los convoca a todos para el día siguiente a la hora novena.
Estenio, consciente de que se trata de una maniobra destinada únicamente a llevarlo a la perdición, huye durante la noche y, sin tener en cuenta el momento del año (era finales de octubre) se va directo a Roma.
Verres, entretanto, sigue adelante con el juicio y condena a Estenio en su ausencia. Ante lo cual se presenta otro acusador y acusa a Estenio de un crimen capital. Verres admite tal acusación y convoca al juicio para las calendas de diciembre.
En Roma, Estenio contaba con muchos amigos, a los que alerta; así, los dos cónsules acuden al Senado, que se dispone a adoptar un senadoconsulto desfavorable a Verres. Pero por instigación del padre de éste, que asiste a la sesión, el asunto se deja en suspenso. Verres recibe cartas, su propio padre le suplica que no se obstine en un caso en el que se arriesga a ser desautorizado por el Senado. Pero no sirve de nada. Verres, aunque ni siquiera se había presentado el acusado, condena a Estenio en rebeldía.
Una decisión de los tribunos prohibía la estancia en Roma de todos los provinciales castigados en su patria con una pena capital.
Entonces interviene Cicerón y, tras su alegato en favor de Estenio, obtiene otro decreto de los mismos tribunos que declara que la prohibición de estancia no le afectaba a Estenio, condenado ilegalmente en su ausencia.
La condena no siguió su curso tras la marcha de Verres.
Una de las causas de las que sabemos que se encargó Cicerón a lo largo de este período es el caso iniciado por un tal M. Tulio, que probablemente tuvo lugar en el año 71.
M. Tulio quería obtener reparación por unos actos de violencia cometidos contra sus esclavos y el dominio (la finca) que poseía en Turios, Italia del sur.
Un tal P. Fabio, que había comprado la propiedad vecina, ocupa sin derecho, un espacio de tierra perteneciente a M. Tulio. Este último protesta y solicita un arbitraje.
Antes de que éste se llegue a celebrar, unos hombres pertenecientes a Fabio invaden el terreno disputado y aniquilan a las gentes de M. Tulio que se encontraban allí.
Tulio lo denuncia y el caso se remite al tribunal de los recuperatores, encargados especialmente de instruir los asuntos que incluyen demandas de daños y perjuicios.
El abogado de Fabio era L. Quincio, aquel que, siendo tribuno de la plebe durante el caso Escamandro y Opiánico, había fomentado la hostilidad de la opinión pública contra el tribunal presidido por Junio Bruto.
Cicerón no tiene miramiento con él.
Al joven senador no le disgustaba poner en ridículo a aquel L. Quincio, orador de “contiones”, de esas reuniones tumultuosas en las que los políticos “populares” enardecían a los ciudadanos contra los Padres (optimates).
Se suele admitir que M. Tulio ganó el pleito, pero el alegato “Pro Tullio” no era otra cosa que un discurso esencialmente jurídico cuya lectura resulta difícil de soportar.
Es posible que el caso de L. Vareno, que menciona Quintiliano, date de ese mismo período, entre el regreso desde Sicilia y el caso Verres.
Parece que se trataba una vez más de un crimen, cometido por un propietario. L. Vareno, que había armado a sus esclavos para que asesinaran a unos miembros de su familia. Cicerón habló para la defensa, pero no pudo impedir la condena.
En el 73 había estallado una revuelta de esclavos, encabezada por un antiguo pastor tracio llamado Espartaco.
El primer foco lo constituyeron unos gladiadores de Campania, seguidos inmediatamente por esclavos llegados de todas partes, pero sobre todo pastores que conducían rebaños de ganado mayor por los pastos de Bruttium, Lucania y Apulia.
La insurrección se propagó por toda la Italia meridional; los ejércitos enviados por el Senado fueron destruidos.
Las victorias de Espartaco se prolongaron durante dos años, hasta que intervino M. Licinio Craso, pretor en el 72, que tras una campaña en toda regla, logró en marzo del 71, una victoria decisiva, y Espartaco murió en la batalla. Las bandas de Espartaco, o lo que quedaba de ellas, se dispersaron. Una de ellas fue encontrada en Etruria por Pompeyo, que volvía de Hispania con su ejército, vencedor de Sertorio. Los últimos supervivientes de la “Guerra Servil” fueron masacrados por Pompeyo, que podía jactarse (y así lo hizo) de haber puesto fin a la revuelta, algo que irritó a Craso.
Pompeyo obtuvo el “triunfo”, porque la victoria en Hispania se había logrado sobre los españoles de Sertorio, y Craso obtuvo únicamente una “ovación” (ovatio), porque la guerra que había librado solamente lo había enfrentado a unos esclavos y no era una verdadera guerra (bellum iustum).
Durante las elecciones para el año 70, el Senado autorizó a Pompeyo y Craso que fueran candidatos, aunque ni uno ni otro reunían las condiciones legales de elegibilidad y es que el recuerdo de los éxitos militares obtenidos no permitían oponerse a la ambición de aquellos que, a la cabeza de sus ejércitos victoriosos, disponían de la fuerza real.
Las armas se imponían, sin duda alguna, y una vez más, a la “toga”.
Poco a poco el Senado estaba perdiendo la autoridad que le habían devuelto las reformas de Sila.
En primer lugar se produjo la recuperación del poder tribunicio, enormemente reducido por Sila. Una ley de Pompeyo, del comienzo de su consulado, restituyó la situación de antes de Sila.
Los cónsules, por su parte, reactivaron la “censura”. Los “censores” no dudaron en tomar medidas contra los senadores manifiestamente culpables de prevaricación. Sesenta y cuatro de ellos fueron eliminados de la lista del Senado.
Duplicaron el número de ciudadanos, introduciendo a hombres llegados de los municipios: la ciudad romana se abría efectivamente más que nunca a los italianos (algo que no podía sino gustar a Cicerón).
Por último, el gran movimiento de opinión hostil al monopolio judicial de los senadores, sustentado por los “populares”, alimentado por escándalos como el tribunal de Junio Bruto, iba finalmente a imponer una reforma que culminarían en otoño del 70, después del jucio y la condena de Verres.
Da la impresión de que Cicerón, en principio, no era favorable a la apertura de los tribunales a quienes no eran senadores. Al menos, él no se sumó a los detractores de Junio Bruto.
Verres, cuyo nombre se convirtió en el símbolo del gobernador romano corrupto, cruel y codicioso, pertenecía a una familia de rango senatorial (ya hemos visto que su padre ocupaba un asiento en la Curia en el año 72). Tenía unos diez años más que Cicerón. Había sido “cuestor” en el 84 y agregado al cónsul (marianista) Cn. Papirio Carbón, al que había seguido hasta la provincia en la que se encontraba, la Galia Cisalpina.
En el 83, al regreso de Sila, desertó, llevándose con él una suma de 600.000 sertercios pertenecientes a la caja del ejército.
Después se reunió con Sila. Cuando se le pidió que rindiera cuentas, dijo haber dejado esa suma en Ariminum (Rímini); pero Ariminum había sido tomada y saqueada durante la “Guerra Civil”, ¡lo que explicaba la desaparición del dinero!
Alejado por Sila de su entorno inmediato, se quedó un tiempo en Benevento, donde pudo adquirir bienes de los proscritos. Lo que contribuyó a su enriquecimiento.
En el 79, logra que Cn. Cornelio Dolabela, propretor en Sicilia, lo tome como legado.
Es así como, por cuenta del Estado, viaja a Oriente, exigiendo dinero aquí y allá, llevándose los cuadros y las estatuas, llegando incluso a ahogar en humo a un magistrado de Sición que le negaba unos subsidios, haciendo saquear el santuario de Apolo en Delos (pero el dios hizo estallar una tormenta y el navío fue arrojado a la costa y las estatuas devueltas a su lugar, por orden de Dolabela).
Cicerón, que narra todo esto en el discurso “Sobre la pretura urbana”, el primero de la segunda acción, presenta este viaje de Verres como una expedición de pillaje en toda regla, que anuncia lo que sucederá en Sicilia.
Verres tenía que volver a Roma en el 75, a tiempo para solicitar la pretura, para la que fue elegido (Cicerón afirmará que compró los votos de los electores).
Pretor urbano, se mostró, como siempre, poco honesto, dictó, especialmente en los casos de herencias, edictos únicos, hasta tal punto que la opinión pública afirmaba que estaba instaurando un derecho que sólo él reconocía, el famoso “ius verrinum”, expresión que significa al mismo tiempo “derecho de Verres” y “zumo de verraco”.
Verres, pretor urbano, se exhibe con su amante Quelidón (golondrina); a ella apelan los litigantes y ella hace y deshace las sentencias de su amante.
Después de su “pretura”, Verres fue enviado a Sicilia como “propretor”. Se quedó en esa provincia tres años, cuando la duración normal de dicho gobierno era de uno.
Y es que en el 72, el sucesor que había sido designado, Q. Arrio, no pudo acudir a su provincia porque estaba dirigiendo una campaña (finalmente fallida) contra los esclavos rebeldes.
En el año 71, el Senado mantuvo a Verres un año más en Siracusa porque temía que los esclavos encabezados por Espartaco cruzaran el estrecho de Mesina y encontraran refuerzos y seguridad en Sicilia.
Desde entonces, los senadores estaban perfectamente al corriente de los excesos cometidos por Verres, pero hubo dos consideraciones que, seguramente, redundaron en beneficio de Verres. En primer lugar, la voluntad de asegurar la defensa de Sicilia.
Pero también es probable que esos mismos senadores que no habían terminado la redacción del senadoconsulto relativo a Estenio por consideración hacia su colega, el padre de Verres, no vieran nada de malo en aplazar el regreso del propretor que, mientras siguiera en su cargo, estaría al abrigo de las persecuciones que con seguridad se emprenderían contra él una vez se convirtiera en simple particular.
Finalmente, Verres se marchó de Sicilia a principios del mes de enero del año 70.
Verres todavía no había llegado a Roma, cuando ya las ciudades sicilianas, a excepción de dos, Mesina y Siracusa, enviaron delegados a Cicerón para pedirle que presentara en su nombre una acusación de repetundis, es decir, intentar lograr la restitución de las sumas percibidas ilegalmente por un gobernador.
¿Por qué habían elegido a Cicerón? Al parecer porque era, junto con Hortensio, el orador más famoso en aquel momento.
Los sicilianos sabían que no podían contar con Hortensio en un caso de esa naturaleza, que era contrario a los intereses de los senadores, los cuales contaban, manifiestamente, con las simpatías de Hortensio; y, de hecho, fue el que defendió a Verres.
Cicerón, por su parte, estaba menos comprometido con los Patres (“optimates”), aunque durante los años anteriores, se había abstenido de tomar partido por los “populares”.
Por otra parte, había conservado una excelente reputación en Sicilia por su honradez, su afabilidad, su espíritu de justicia.
Era huésped y amigo de un gran número de notables en todas las ciudades de la isla, y todo el mundo conocía las simpatías que sentía por la cultura helenística.
¿Qué razones empujaron a Cicerón presentar una acusación contra Verres?
Cicerón ofrece algunas al final de su discurso titulado “Divinatio in Q. Caecilium”.
Subrayaba que, dado que existe la ley contra la malversación, sería absurdo no valerse de ella para defender los intereses de los provinciales.
Invoca los lazos morales que entrañan para los romanos la obligación de proteger a sus aliados, aquellos que se han encomendado a su “fides”.
Se han imaginado otras razones que pudieran decidir a Cicerón a aceptar la misión de acusador: su vanidad, alentada por el honor que le ofrecían unos provinciales llegados de un país con un pasado particularmente prestigioso. Esta teoría no carece de lógica: ser el defensor del helenismo no está al alcance de cualquier romano.
En el pasado se podía pensar en el papel desempeñado por los Escipiones, Claudio Marcelo y otros. Cicerón estaría entre esas grandes personalidades.
Pero se ha querido ir todavía más allá y descubrir alguna maquinación en la que Cicerón pudiera haber servido de instrumento, por ejemplo, por instigación de Pompeyo, para acabar de desacreditar a los tribunales senatoriales.
¿No había anunciado Pompeyo que, durante su consulado (precisamente ese año, el 70) sustituiría la ley de Sila por otra que ampliaría la composición de los jurados?
Y es posible que a Cicerón, que cuidaba de los intereses del Senado, no le disgustó una posible vía para abrir un poco la vida política, a la que la dominación de una casta volvía asfixiante.
Un deseo de apertura que le inspirará su ideal de “concordia ordinum”, el acuerdo entre los ciudadanos con alguna responsabilidad en el Estado, senadores, caballeros y, en general, notables.
Así pues, a principios del mes de enero del año 70 se presentó la acusación contra Verres ante el pretor.
Verres escogió a Hortensio para su defensa e, inmediatamente, su primera maniobra consistió en procurale otro acusador, Q. Cecilio Niger, recientemente “cuestor” de Verres, que se mostraba así enfrentado a Cicerón. ¿Quién ejercería la acusación? ¿Cecilio, el hombre de paja, o Cicerón? Era el tribunal el que tenía que decidir.
De modo que hubo un primer juicio, la “Divinatio in Caecilium”: un nombre que significaba que se intentaría adivinar, mediante conjeturas, quién cumpliría mejor su papel.
Disponemos del discurso de Cicerón, un discurso bastante breve que debió resultar convincente al tribunal, dado que los jueces decidieron que él sería aceptado como acusador.
Pero no por ello terminaron las batallas de procedimiento.
Desde la aprobación de una ley del tribuno “faccioso” Servilio Glaucia, los casos de repetundis debían ser objeto de dos “acciones” sucesivas, es decir, debatirse dos veces ante el mismo tribunal con un intervalo de tiempo (variable) que separara las dos partes del juicio.
Esto ofrecía ventaja a Verres y a sus protectores.
Los magistrados del año 70, y sobre todo el pretor que tenía que presidir el tribunal, M. Acilio Glabrión, así como su consejo, no parecían propensos a simpatizar con la causa de Verres.
En cambio, todas las esperanzas estaban permitidas para el año siguiente. Pues en los comicios del 70, los dos cónsules elegidos fueron Q. Cecilio Metelo y el propio Hortensio, ambos plenamente decididos a evitar la condena de Verres. Además, el pretor designado como futuro presidente del tribunal era M.Cecilio Metelo (aristócrata también).
Así pues, si se lograba diferir el proceso hasta los primeros meses del año 69, la absolución de Verres era prácticamente segura.
Cicerón, una vez había sido aceptado como acusador, solicitó, tal y como le permitía la ley, un plazo que le permitiera reunir las pruebas y encontrar testigos. Declaró que 110 días bastarían. Pensaba que, de esa manera, el juicio podría abrirse antes de la celebración de los comicios, en los que él mismo era candidato a la edilidad.
Mientras el caso de Verres no se hubiera resuelto, se sentía incómodo en sus actuaciones, no tenía (como dice él mismo) la mente libre para ocuparse de su campaña.
Los amigos de Verres se las arreglaron para contrarrestar sus intenciones. Crearon otra acusación de repetundis, y por tanto, ante el mismo tribunal, contra un antiguo gobernador de Macedonia cuyo nombre desconocemos; el acusador sólo pidió 108 días para su investigación.
Por tanto, el juicio debía convocarse antes que el de Verres, que acabaría aplazado. No podía empezar antes de las elecciones.
Esta primera fase de la maniobra tuvo éxito, pues, una vez se celebraron las elecciones y tuvieron el resultado esperado – incluida la elección de Cicerón a la edilidad, la primera acción del juicio no comenzó hasta el 5 de agosto del 70, a la hora octava (hacia las 14 horas).
Sin embargo, Cicerón no había permanecido inactivo desde el mes de enero.
Había empezado reuniendo, en la misma Roma, todos los elementos posibles relacionados con las finanzas de Verres, y también, en los archivos de los publicanos, el rastro de las exportaciones realizadas por Verres desde Sicilia.
Así fue como logró que le presentaran (como le permitía la ley) los libros de cuentas de Verres y de su padre.
Estos libros no contenían ninguna mención de compra relativa a las obras de arte que, de forma pública y manifiesta, se encontraban en la casa de Verres.
Además se dirigió a la sociedad de publicanos que arrendaban los impuestos recaudados en Sicilia, y en particular los “portoria”, los derechos de aduana.
Se dio cuenta de que los informes relativos al período en el que Verres había sido gobernador habían desaparecido.
Sin darse por vencido, indagó en casa de un tal L. Vibio, director de la sociedad durante el año 71. Sabía que los directores tenían por costumbre conservar, en su casa, la copia de los informes.
Así descubrió que Verres había realizado exportaciones desde Siracusa sin pagar los derechos, y la naturaleza de las mercancías exportadas no deja de ser significativa.
Se trataba de 400 ánforas de miel, cierta cantidad (indeterminada, pero al parecer considerable) de telas fabricadas en Malta, 50 lechos de mesa y un gran número de candelabros.
Quedaba así demostrado que Verres se dedicaba al comercio clandestino, pues era evidente que todos esos cargamentos no estaban destinados a su uso personal.
Después de obtener en la propia Roma todo lo que podía esperar, se marchó a Sicilia, acompañado de su primo Lucio.
Dieciséis años más tarde, en el “Pro Scauro” evocará este viaje, que le había dejado un duradero recuerdo:
“Recorrí, te digo (se dirige a su adversario), y durante un invierno muy riguroso, los valles y las colinas de Agrigento. La célebre llanura, tan fértil, de Leontino me hizo entender, casi por sí sola, toda la causa. Fui a las cabañas de los labradores, la gente me hablaba con las manos en las estevas del arado.
No es habitual que haga mucho frío en Sicilia, pero entonces era, seguramente, finales de enero o principios de febrero, y la región de Agrigento está expuesta a las borrascas de los vientos del oeste, portadores de nieve.
En la segunda “acción” (el discurso “Sobre el trigo”), presenciamos un cuadro, seguramente muy ensombrecido, del triste estado en el que se encontraba el campo de la llanura de Ena, al oeste del Etna, la región más fértil: “El territorio de Herbia,los de Ena, Murgantia, Assoro, Imachara, Agirión estaban desiertos en su mayor parte y de nada servía buscar allí no sólo la multitud de yugos de antaño sin la de los amos de los dominios”.
Fue seguramente en su territorio donde tuvo ocasión de reunirse con los agricultores, ocupados en las labores de marzo. Pero, evidentemente, fue en las ciudades donde pudo llevar a cabo su investigación con mayor eficacia.
Tuvo un gesto de pundonor al no alojarse en casa de los sicilianos que le habían encargado la acusación, para no dar lugar a una sospecha de connivencia.
Aunque era objeto de la evidente hostilidad del sucesor de Verres, el “propretor” L. Cecilio Metelo, hermano (o primo) del cónsul y del pretor designado para el 69, Quinto y Marco, logró obtener apoyos oficiales en el “senado” de las distintas ciudades.
Algunas de ellas le organizaron un recibimiento muy teatral, como Ena (donde Verres había sustraído la estatua de una “Victoria”): Cicerón vio acercarse hacia a él a los sacerdotes de Ceres, con sus insignias sagradas (ínfulas y ramos rituales), ¡seguidos por una multitud que no paraba de gemir y de llorar para conmover al romano!
Una escena similar se desarrolló ante Heraclea: cuando Cicerón se presenta ante la población, de noche, una de las damas de la ciudad, acompañada por todas las mujeres de la aristocracia, se echa a sus pies. Era la madre de uno de los jóvenes cruelmente ejecutados por Verres, que reclamaba venganza.
En Siracusa, en la sala en la que se reunía el “senado” (la Boulé), se erigía una estatua de Verres, y es más, ese senado había votado un decreto de elogio a Verres. Hortensio no dejaría escapar la ocasión de valerse de ello para asegurar que la administración del propretor no había disgustado a todo el mundo.
Cicerón indagó las circunstancias en las que se habían votado la estatua y el elogio.
Así se entera de que este último, solicitado por Verres y aplazado durante mucho tiempo por los siracusanos, se había adoptado en realidad recientemente, y por orden del nuevo gobernador. Pero los senadores lo había hecho sin entusiasmo y en tales términos que parecía más una burla que un verdadero elogio.
Convocado por el primer magistrado de Siracusa, Cicerón acompañado por su primo Lucio, acude al senado, donde toma la palabra en griego. Entonces, los senadores le facilitan registros secretos en los que habían consignado todos los robos de los que había sido víctima la ciudad a manos de Verres, y añaden el acta de las sesiones en el transcurso de las cuales se había votado el famoso elogio; allí aparecen las reticencias, las negativas, y finalmente la redacción de doble sentido, honrando al propretor por hechos que todo el mundo sabía falsos.
A continuación, Cicerón y Lucio se retiran.
Entonces los senadores deciden en primer lugar otorgar la hospitalidad pública a Lucio, y después, eliminar el elogio de Verres. Pero para que ese decreto fuera válido, tenía que ser ratificado por el pretor, y uno de los dos cuestores de Verres, que seguía en la isla para “transmitir las consignas” a sus sucesores, intervino y recurrió ante Metelo la decisión tomada por los senadores siracusanos.
Alertado, Metelo obliga a levantar la sesión del senado, lo que equivalía a impedir que el decreto adquiriera valor legal.
Ante esta decisión, dice Cicerón, el senado protesta, el pueblo se concentra, hay ambiente de sublevación, y Cicerón hace lo imposible para impedir que el cuestor responsable de la decisión de Metelo sea acuchillado.
Cicerón, al terminar esta investigación, se jactaba de haberla llevado a cabo con tanta actividad que la había terminado en 50 días.
Se jacta también de haber sorteado las trampas que le había tendido su adversario, sobre todo durante el viaje de regreso.
Sea como fuere, Cicerón se encontraba en Roma antes del final del plazo fijado para su investigación.
Así pues, al estar el acusador presente para responder a la citación, el juicio tenía que celebrarse, algo que habría sido imposible si la acusación no hubiera comparecido.
El juicio del gobernador de Macedonia, que precedió al de Verres tuvo lugar, al parecer, durante el mes de junio y a principios de julio. En ese momento, el día 6, empezaron los Ludi Apolinares, que interrumpían la actividad de los tribunales. Después fueron las elecciones.
Sin embargo, antes de los “comicios”, Cicerón había podido efectuar la recusación de los jueces, facultad abierta tanto a la acusación como a la defensa. Él asegura que el cuidado con el que escogió a hombres íntegros y severos para componer el tribunal le valió, como recompensa, el ser elegido “edil curul” en unas condiciones particularmente honorables, pues había obtenido más votos que el otro elegido.
Cuando empezó el juicio el 5 de agosto, la intención de la defensa era conseguir, después de la primera “acción” un aplazamiento “para recabar más información” y retrasar así la segunda “acción”. Además, la acumulación de fiestas iba a favorecer las maniobras dilatorias.
Si se quería que Verres fuera condenado, la primera “acción” debía ser tan aplastante para él que renunciara a seguir adelante con el juicio.
Y eso es precisamente lo que consiguió Cicerón.
Se limitó a un discurso bastante breve (el que ha llegado hasta nosotros, bajo el título de “primera acción contra Verres”) y presentó sus testigos, que se encontraban en Roma desde hacía ya tiempo; habían sido sometidos a múltiples presiones, pero no habían cedido.
Sus declaraciones se sucedieron durante ocho días, los había que venían de Asia, otros de Grecia, y la mayor parte, por último de Sicilia.
Sus testimonios fueron tan abrumadores que Verres y Hortensio, desesperados por encontrar un modo de responder, y temiendo también una manifestación violenta del público (el presidente del tribunal tuvo que levantar la sesión, a última hora de la tarde de una de las jornadas, para que volviera la calma) decidieron que el acusado no se presentaría a la segunda “acción”.
Ya ni se planteaba su aplazamiento hasta el año siguiente. El escándalo había sido demasiado grande.
La opinión pública ya no soportaba las maniobras de los senadores encargados de juzgar los casos de malversación.
Ya entonces, una proposición de ley presentada por Pompeyo, que estaba ejerciendo el consulado, reorganizaba los tribunales repartiendo las responsabilidades judiciales entre senadores, caballeros y “tribunos del tesoro”.
Verres que no había perdido de vista la posibilidad de perder el juicio y había tomado sus precauciones, poniendo a salvo una parte de su fortuna, embarcó en el navío que le habían dado las gentes de Mesina y que Cicerón había visto en el puerto de Velia, y se marchó a Marsella, donde vivía un exilio dorado.
La marcha del acusado, que, de esta manera, se declaraba implícitamente culpable, no ponía fin al procedimiento. Ahora había que fijar la cifra de los daños causados por Verres: era la litis existimatio. A lo largo del juicio, se habían propuesto diversas cifras: cien millones de sestercios, después cuarenta millones. Al parecer (si creemos a Plutarco) se transigió en tres millones.
Los enemigos de Cicerón afirmaban que no podía haber aceptado una cifra tan baja sin algunas compensaciones.
Pero esa acusación tiene más de panfleto que de información fundada.
Por su parte, los sicilianos, para recompensar a Cicerón por su éxito, le enviaron cargamentos de víveres, que permitieron al nuevo edil abastecer ampliamente el mercado de la Ciudad y hacer bajar la cotización, lo que contribuyó aún más a acrecentar su popularidad.
Cicerón, que había preparado con cuidado sus discursos para la segunda “acción”, pero, naturalmente, no había podido pronunciarlos ante el tribunal, decidió publicarlos.
Conforman la “segunda acción” de las “Verrinas”, que ha llegado hasta nosotros y que se convirtió en un clásico en las escuelas romanas.
Son cinco requisitorias, cada una de ellas relativa a un aspecto de las actividades de Verres:
- Las ilegalidades cometidas durante su pretura urbana.
- Las que habían marcado su pretura de Sicilia.
- Un libro entero, el tercero, trataba sobre sus malversaciones y las de sus agentes con ocasión de las entregas de trigo que debían efectuar los agricultores y los propietarios.
- Los robos de obras de arte en perjuicio de los particulares y las ciudades.
- Las crueldades de Verres durante su gobierno, las ejecuciones ilegales que había ordenado y los suplicios de todo tipo que habían llenado de sangre la isla.
Uno de los motivos para publicar estos discursos podría responder a una intención de orden político.
Cicerón se había apoyado hasta entonces en la aristocracia, o cuando menos en una parte de ella, y no quería para nada pasar por revolucionario, por “popularis”. Así lo afirma con toda claridad al principio del discurso “Sobre la pretura urbana”: la condena de Verres es el mejor, el único modo de rehabilitar la jurisdicción de los senadores, de demostrar que ésta es capaz de asegurar el orden, la justicia, el respeto a las leyes.
Todos esos resultados pueden alcanzarse, dice Cicerón, siempre y cuando la acusación realice, antes de cada juicio, una atenta recusación de los jueces, con el fin de romper las alianzas, las coaliciones de ciertas facciones, un ejemplo de las cuales era la de los Metelos.
Puede pensarse que la publicación de las “Verrinas”, en su totalidad, constituye un esfuerzo por iluminar a la opinión pública, por luchar contra el movimiento pasional que está poniendo en peligro el equilibrio del Estado. Seguramente es demasiado tarde para oponerse al cambio. Probablemente Cicerón no lo desea. Pero todavía es posible lograr que ese cambio sea limitado, que los senadores no sean como pasó después de los Gracos, excluidos completamente de los jurados. Cicerón demostraba que entre ellos había “buenos” jueces.
Una vez más, nos parece discernir aquí una voluntad de cierta apertura y, ya entonces, de armonía entre los “órdenes”.]
[6. EL DIFÍCIL ASCENSO
Tras la precipitada huida de Verres y la posterior publicación de los cinco discursos de la actio secunda, Cicerón se erigía como vencedor.
Plutarco nos lo presenta entonces en su vida cotidiana, dividida entre su casa de Roma (la que había heredado de su padre) y sus villas en Arpino (otra herencia familiar) y Pompeya, así como su granja de Nápoles.
Plutarco siente la necesidad de precisar que esas propiedades no eran demasiado relevantes y que, por lo general, el tren de vida que llevaba Cicerón era modesto. Lo esencial de su fortuna lo constituía la dote de Terencia. A ello hay que añadir la suma de una herencia, que debió de ser de ochenta mil denarios.
Una antigua ley, la lex Cincia, prohibía a los oradores que se habían encargado de la defensa de un acusado percibir salario alguno.
Al parecer, Cicerón respetó lo que dictaba la ley. Es Plutarco de nuevo el que nos lo hace saber: la gente se sorprendía, nos dice, de que rechazara honorarios o presentes por parte de los clientes a los que asistía.
Había muchas maneras de eludir la “ley cincia”, la principal, contratar un crédito a bajo interés con aquel que acababa de resultar absuelto. Cicerón lo hará en el año 62, cuando compre la casa de Craso, en el Palatino. Pedirá prestada la suma necesaria a Cornelio Sila, para el que conseguirá la absolución.
Esta fortuna, ciertamente modesta comparada con las de los aristócratas de aquella época, le permitía llevar una vida al mismo tiempo “digna y sabia”, con los “filólogos” griegos y romanos que lo rodeaban.
Este término “filológo”, que utiliza Plutarco, designa de un modo general a los “intelectuales”, hombres de letras, interesados en todos los hechos del lenguaje (como Varrón), o en la historia literaria, amantes de la lengua antigua y, naturalmente, rétores y filósofos, como el fiel Diodoto.
Su hermano Quinto en el mes de julio del año 65 le dirigió una famosa carta sobre la manera de gestionar eficazmente su candidatura al consulado (prevista para el año siguiente).
Esta carta, el “Commentariolum petitionis” o (pequeño manual de campaña electoral, nos presenta la imagen de la vida política en este final de la República.
Muestra la importancia de las relaciones personales en la conquista de los “honores” (magistraturas), lo que concuerda con otros testimonios.
Cicerón declaraba “vergonzoso que un artesano que utiliza instrumentos y accesorios sepa su nombre y el lugar en el que se encuentran, mientras que un político, cuyos instrumentos de acción son los hombres, se muestre negligente y poco preciso cuando se trata de conocer a sus conciudadanos.
Y todavía iba más allá, era imprescindible conocer el lugar en el que vivía cada uno, dónde se encontraban sus casas de campo y qué amigos frecuentaba, quiénes eran, también, sus vecinos, y eso, en toda Italia.
Es probable que esas antiguas costumbres, un tanto abandonadas desde que Roma venía incrementando sin cesar el número de sus ciudadanos, le resultaran familiares desde tiempos de Arpino.
Parece ser que apenas hizo uso de las posibilidades que le ofrecía su nomenclátor, esclavo o liberto cuya función era, precisamente, conocer uno por uno, a todos los conciudadanos y, llegado el caso, “soplarle” el nombre a su señor, al que acompañaba en el foro.
El “Commentariolum petitionis” precisa que, si bien los grandes personajes no ofrecen a la ligera ni su amistad ni su apoyo, basta con llamar a un hombre de la campaña “mi amigo” para que se convierta en un fiel seguidor.
Estamos en una sociedad de “notables”, basada en la solidaridad y el reconocimiento. Nada de auténticos partidos defendiendo una ideología, sino una infinidad de intereses particulares que van aglutinándose en torno a un hombre prestigioso, junto al que cada uno intenta asegurarse un derecho para obtener de él lo que desea.
La tablilla del voto era el modo de hacerlo.
Así eran los “comicios” que habían llevado a Cicerón a la edilidad; así debía serlo para llevarlo a la pretura en el 66, y después al consulado, en el 63.
Independientemente de la importancia de los debates y las tensiones internas de la ciudad – la cuestión planteada por el restablecimiento de la función de los tribunos de la plebe, el problema de la composición de los jurados, el modo de designación de los gobernadores de las provincias, las leyes contra la corrupción electoral, la reactivación de la censura para revisar las listas de los distintos órdenes, las modalidades de distribución del trigo, etc. – todos aquellos puntos de fricción que enfrentaban a aristócratas, publicanos y líderes “populares” por la conquista del poder y sus ventajas, no podían olvidar las amenazas que, periódicamente, se presentaban al Imperio.
Era evidente que cualquier victoria lograda sobre unos enemigos, fueran los que fueran, podía desatar ambiciones ilegales por parte del vencedor. Así había sucedido con Sila.
Pero en aquel año 70, dos hombres destacaban por encima de los demás, Craso y Pompeyo.
Pompeyo se mostraba lleno de consideraciones hacia Cicerón. ¡Pompeyo necesitaba a Cicerón! ¡Un imperator necesitaba los servicios de un orador!
Pompeyo tenía la ambición de llevar las armas romanas hasta los confines del mundo. Ya había alcanzado, en Occidente (en Hispania) y en el sur (en África), lo que se creía que era, en ambas direcciones, el último extremo del universo.
Parece que quiso dirigirse hacia Oriente, tal vez tras las huellas de Alejandro, con el que se solía comparar.
Pero eso sólo podía hacerlo realidad si el Senado o los “comicios” le confiaban un mando que no tuviera límites.
Una alianza con Cicerón se revelaba imprescindible, pues los aristócratas más orgullosos de su rango nunca habían aceptado del todo a Pompeyo, sus victorias “sin par”, sus triunfos a una edad a la que apenas podía ser senador.
Una vez eliminado Sertorio, una vez masacrados los esclavos de Espartaco, la paz seguía sin reinar en el mundo.
Los piratas recorrían el Mediterráneo, efectuaban desembarcos en puntos inesperados, secuestraban a gente, interceptaban, en el mar, los convoyes de abastecimiento, capturaban a las tripulaciones, exigiendo rescate por las personas de cierta importancia que se encontraban a bordo, torturando y masacrando a los otros.
Y además estaba Mitrídates. El rey del Ponto había reanudado la ofensiva en el año 74, pues la paz que había firmado en el pasado con Sila le había dejado los medios para reactivar la guerra.
Las operaciones contra Mitrídates fueron confiadas a los dos cónsules de ese año (el 74), dos aristócratas, A. Aurelio Cota y L. Licinio Lúculo, este último, en su momento, lugarteniente de Sila.
Enseguida quedó claro que la verdadera responsabilidad de la guerra correspondía a Lúculo, que logró varios éxitos, obligando a huir al rey y apoderarse de sus tesoros.
Mitrídates, desesperado por recuperar su trono, hizo masacrar a las mujeres de su harén: aquella medida conmocionó a Lúculo, mostrándole la profunda diferencia que separaba a un romano de un bárbaro.
Curiosamente, parece ser que ese mismo Lúculo tenía horror a la guerra y, en varias ocasiones, se esforzó por evitar la destrucción de las ciudades enemigas tomadas al asalto. Pero tuvo que ceder ante las exigencias de sus propios soldados, que pensaban sacar el máximo provecho del saqueo y sólo aspiraban a enriquecerse todo lo posible, y deploraba igualmente los males derivados de la guerra, que pese a todo ello seguía librando con ardor.
Se dice que lloró ante las ruinas de Amisos, como hiciera Escipión Emiliano en el pasado ante las de Cartago.
Amisos era una colonia de Atenas y, por eso, su destrucción era, a ojos de Lúculo, un crimen intolerable; hijo espiritual de la cultura helénica, oyente, como Cicerón, de Filón de Larisa y Antíoco de Ascalón, envidiaba a Sila por haber podido salvar a Atenas de la destrucción cuando la tomó al asalto.
ÉL también se esforzó por reconstruir los edificios de Amisos, que habían sido incendiados durante el saqueo y protegió a los “intelectuales” que se habían refugiado en la ciudad; así fue como el gramático Tiranión, que él regaló a su lugarteniente Murena y al que éste liberó inmediatamente, pudo instalarse en Roma, donde se hizo amigo íntimo de César, Ático y Cicerón.
La guerra contra Mitrídates se había vuelto inevitable, en primer lugar, por las masacres que el rey Mitrídates había ordenado de todos los “italianos” que se encontraban en Oriente.
Más tarde, una vez vengados los “aliados”, surgió la tentación de seguir avanzando en la conquista, de ampliar las zonas de influencia.
Roma aparecía, en Oriente, como el último recurso frente a los bárbaros. Roma podía, ella sola, salvar a esos países profundamente helenizados, orgullosos de su cultura y que participaban de esa “comunidad” que se había establecido desde las conquistas de Alejandro y el último cuarto del siglo IV.
Es difícil explicar de otro modo los actos de los reyes que, uno tras otro, legaban su reino a los romanos. Así lo habían hecho Nicomedes IV de Bitinia en el año 74, Atalo III de Pérgamo en el 133, pero también varios Ptolomeos, en Cirene y en Egipto.
La justicia y la equidad eran a ojos de Cicerón medios de persuasión. El Bien moral se identificaba con lo útil.
Así fue también la política seguida por Lúculo en su provincia de Asia, a la que regresó victorioso en el año 70, y que se encontraba en una situación económica deplorable. Las sociedades de publicanos, los prestamistas a intereses usurarios habían agotado sus recursos.
Lúculo redujo la tasa legal del interés al 1% al mes y prohibió retener, para el reembolso de un préstamo, más de 1/4 del beneficio del prestatario, y de esta manera, Asia recuperó un poco su antigua prosperidad.
Pero Lúculo no quiso quedarse en el interior de su provincia. Conocedor de los vínculos que unían a Mitrídates con el rey de Armenia, Tigranes, ataca a este último y consigue, al principio, éxitos seguros.
Por otra parte, en Roma se estaba configurando un movimiento de opinión en su contra.
Los publicanos, privados de sus escandalosos beneficios en Asia, no eran ajenos a él, ni tampoco los “populares”, felices de quitar el mando a uno de los más gloriosos representantes de la aristocracia y que, además, había servido a Sila.
Los enemigos de Lúculo tenían a su alcance al hombre, el único, susceptible de enfrentarse a él, Cn. Pompeyo, cuyo triunfo habían preparado haciendo que se le confiara un mando extraordinario contra los piratas.
Es verdad que Pompeyo había combatido en favor del dictador. Pero se había alejado de él y acabó siendo considerado un opositor.
El tribuno A. Gabinio, a comienzos del año 67 había presentado un proyecto de ley que otorgaba a un “antiguo cónsul” (sin más precisión) poderes extraordinarios para luchar contra los piratas.
Cuando Gabinio presentó aquel proyecto al Senado, chocó con una oposición casi general. Cicerón, sin embargo, no dijo nada. Sus relaciones con Pompeyo no eran malas, pues éste iba a visitarlo a su casa, y eso era un signo de alianza, casi de homenaje.
También sabemos que el vencedor de Hortensio (Cicerón) estaba lejos de compartir los prejuicios políticos de los aristócratas “ultras”, pero tampoco quería alinearse con los “populares”.
De modo que debía guardar silencio y esperar a que el proyecto de Gabinio fuera transformado en ley (plebiscito) por los “comicios tributos”, a los que iba a someterse el tribuno.
La nueva redacción de la rogatio propuesta a los “comicios” por Gabinio mencionaba a Pompeyo por su nombre y acrecentaba los poderes que se le conferían.
Para evitar un conflicto abierto entre el Senado y la asamblea, que habría desembocado en una situación revolucionaria comparable a las que se habían producido en tiempos de los Gracos, los “Padres” (optimates) abandonaron su oposición y la ley fue aprobada.
Un joven senador, con rango de cuestor, había sido el único en mostrarse favorable a la proposición de Gabinio, C. Julio César.
Cinco años más joven que Cicerón, estaba vinculado, por lazos familiares, a C. Mario y a Cinna, aunque su familia era patricia; y es que su tía, Julia, se había casado con Mario, y él con Cornelia, hija de Cinna.
Por eso le había resultado sospechoso a Sila, que había tratado de obligarlo a divorciarse. El joven César se había negado, arriesgándose así a lo peor; sus amigos de la nobleza, que gozaban del favor del dictador, lograron su perdón, pero a pesar de su juventud, se situaba ya entre los enemigos del régimen.
Para evitar un conflicto que le había resultado fatal, se marchó a Asia, en el 81, y se puso al servicio del gobernador, M. Minucio Termo.
Allí hizo gala de grandes cualidades militares en múltiples ocasiones, sobre todo en el asedio a Mitilene y en Cilicia.
Cuando regresó, en el año 78, tras la muerte de Sila, ya se había hecho lo suficientemente famoso como para poder aspirar a una carrera política, retomando, sin recurrir a acciones de carácter faccioso, los objetivos de los “populares”.
Elegido “cuestor” en el 69 para el 68, fue enviado a Hispania Ulterior (Hispania meridional).
Estaba de vuelta a finales de ese año y ocupaba un asiento en la Curia no lejos de Cicerón cuando Gabinio presentó su moción.
Fiel a su línea de conducta él lo apoyó.
César, al igual que Cicerón, consideraba, muy probablemente, que la seguridad y la grandeza del Imperio exigían una política valiente, que proporcionara los medios necesarios al hombre que se revelara visiblemente como el más capaz de asegurar la victoria y pusieran fin a los ineficaces campañas de unos generales cuyo único mérito era haber sido escogido por el Senado, según las formalidades habituales.
La ley de Gabinio recuperaba, con ocasión de la guerra contra los piratas, la solución que había prevalecido treinta y cinco años antes, cuando el pueblo había encargado a C. Mario que acabase con Yugurta.
La guerra contra los piratas no duró más que una estación. Pero el rey Mitrídates seguía siendo peligroso. Las campañas de Lúculo habían acabado fracasando y los dos procónsules enviados a Oriente para sucederle y, si era posible, restablecer la situación, Marcio Rex y Acilio Glabrión, no parecían capaces de cumplir su misión.
Una vez más, hubo que recurrir a Pompeyo.
Y el procedimiento fue el mismo que para la rogatio Gabinia: el tribuno C. Manilio Crispo propuso (en el mes de enero del 66) una ley que añadiría, a los poderes que ya poseía Pompeyo en virtud de la ley de Gabinio, nuevas provincias y el mando de la guerra contra Mitrídates.
Esta vez, Cicerón, que acababa de ser elegido para la “pretura” en primer lugar (con el mayor número de votos), no quiso quedarse callado. Y pronunció ante el pueblo, en los Rostra, su primer discurso político, publicado inmediatamente bajo el título “De imperio Cn. Pompei” (Sobre los poderes de Pompeyo); otra tradición, menos autorizada, lo llama “Pro lege Manilia” (En defensa de la ley de Manilio).
El orador, que se sitúa por primera vez ante los “Rostra”, se presenta con la autoridad que le confiere su reciente elección a la pretura (acaba de tomar posesión) y declara de entrada que va a alabar el mérito (virtus, la excelencia) de un hombre que ya ha demostrado su valía.
Seguramente, los problemas que se van a plantear suelen ser tratados en el Senado y gestionados por los Padres, pero no es más que una cuestión práctica, pues las “asambleas de ciudadanos” conservan el derecho eminente de decidir; a ellas pertenece la maiestas.
La exposición de Cicerón es sencilla, su estructura es clara, y las mentes menos acostumbradas a este tipo de problemas no dejarán de entenderla.
Lo que está en juego, dice Cicerón, es “la gloria del pueblo romano, muy en especial la gloria militar, que os han transmitido vuestros ancestros”. A ello se añade la supervivencia (salus) de las ciudades aliadas y amigas; además, conviene salvaguardar los ingresos procedentes de Oriente, y sin los cuales Roma no podría mantenerse a la altura en la que la situaron los ancestros. Por último, hay que borrar la mancha que han imprimido los crímenes de Mitrídates en el nombre de Roma.
Cicerón mezcla hábilmente, pero no sin razón, las motivaciones que pueden influir en los espíritus: son los antiguos valores, admitidos por todos, el sentimiento de la gloria, el de la fides, y lo que los romanos consideraban como la justa retribución de tales méritos, los beneficios materiales que obtenían de los países protegidos.
Cuando expone, de manera sumaria, la historia de la guerra contra Mitrídates, Cicerón se cuida muy bien de rebajar los méritos de Lúculo, bien al contrario, los exalta y atribuye sus reveses a la Fortuna, y sólo a ella.
Al mismo tiempo, subraya que los tratos entre Sertorio y Mitrídates, que han puesto en peligro la integridad del Imperio, se deben a los oponentes marianistas (populares).
De modo que la guerra que se pretende confiar a Pompeyo no es la de los “populares”, ni la de los “senadores”, sino la de Roma entera.
Parece que hay una voluntad de reunir a los romanos en torno a una idea sencilla: la supervivencia y la grandeza del pueblo romano, no de la plebe o de una clase social, sino de la Ciudad en su conjunto.
Cicerón piensa que la persona de Pompeyo puede aunar a los romanos en torno a ella. Sólo Pompeyo puede equipararse a los “imperatores” que, por sus propias cualidades, salvaron en el pasado a la República.
La resistencia de algunos senadores “ultra” (Lutacio Cátulo, Hortensio) no pudo impedir la aprobación de la ley, y Pompeyo se marchó a Oriente, donde relevó tanto al nuevo gobernador, Acilio Glabrión, como, sobre todo, a Lúculo, que regresó a Roma, donde pudo, no sin dificultad, obtener su triunfo, en ese mismo año 66.
Después, enriquecido por el saqueo de las ciudades reales de Mitrídates, Lúculo se retiró a sus jardines del Quirinal, donde se dedicó a los estudios que siempre había amado, haciendo venir a filósofos griegos, hombres de letras, y sin guardar rencor a Cicerón por haber hablado en favor de Pompeyo.
Entre su edilidad en el año 69 y su pretura en el año 66, Cicerón no había permanecido inactivo.
Como edil había tenido que organizar los tres grandes juegos de ese año, los Juegos de Ceres, los de Liber y los Juegos Romanos a principios de septiembre.
Los celebró con la magnificencia que le permitía su fortuna, es decir, sin el fasto que gustaban desplegar otros más ricos que él, pero también plenamente consciente de que los ciudadanos no perdonaban a quienes, en tales ocasiones, daban muestra de tacañería.
Contentar a la multitud era una condición necesaria si uno quería seguir avanzando en la carrera de los honores.
En el quinto discurso de la segunda “acción” de las “Verrinas” (el “De suppliciis”), ofrece largas explicaciones sobre el significado que, a sus ojos, tenían aquellos juegos.
Ceres, Liber y Libera eran las divinidades de la plebe por excelencia; Flora, diosa de la fertilidad, que despertaba a la primavera, era, decía, “una madre” (Flora mater) para el conjunto del pueblo, y debía asegurar su proliferación y supervivencia; por último, en los Juegos Romanos se glorificaba y, al mismo tiempo, se hacía propicio a Júpiter y a sus dos paredros en el templo del Capitolio, Minerva y Juno.
Esta página, en la que Cicerón exalta el papel religioso del edil, es plenamente contemporánea con su magistratura, y si bien probablemente no traduce una convicción religiosa profunda, resulta preciosa en la medida en que expresa la imagen de la magistratura que él quería presentar.
Se trata de una teología “cívica”, relativa al papel que la religión debe tener en la Ciudad. Tal vez Cicerón no crea, literalmente, en una acción trascendente de las divinidades, en las buenas acciones que se supone van repartiendo por Roma, pero también sabe que las ceremonias y, muy especialmente, los juegos, que reúnen en un mismo lugar, con una misma intención, a las más grandes multitudes, tienen por efecto el fortalecer los vínculos morales y afectivos entre los ciudadanos.
En el tercer libro del tratado “Sobre la naturaleza de los dioses”, el pontífice Cota, que expone la teología de los Académicos, insiste mucho en declarar que siempre apoyará las opiniones que legaron los antiguos sobre los dioses, y que se esforzará por mantener los ritos, las ceremonias y las creencias.
La propia grandeza de Roma es garante de su verdad y su eficacia, esa “ciudad que –escribe Cicerón – nunca habría podido alcanzar tal grandeza de no haber contado con la protección de los dioses”.
Los principios morales que Cicerón había expuesto en las “Verrinas”, esa aspiración a la justicia, a la clemencia, que alienta los discursos de la segunda “acción”, todo ello va a verse puesto en cuestión en la defensa de M. Fonteyo, propretor de la Galia Ulterior (Narbonense), también acusado de malversación.
El caso, en apariencia, era comparable al de Verres, pero esta vez, ¡Cicerón era el defensor!
Parece ser que el juicio tuvo lugar a lo largo del año 69.
Al igual que Verres, debía incluir dos acciones, pero sólo poseemos una parte del discurso pronunciado por Cicerón para la segunda “acción”.
M. Fonteyo, aproximadamente de la misma edad que Cicerón, era originario de Tusculum; primero había hecho carrera en el bando de los marianistas (populares), después pasó a Sila y sirvió en Hispania Ulterior, más tarde en Macedonia, destacando cada vez por su actividad y cualidades militares.
Pretor, seguramente en el 77, gobernó la Galia Narbonense, probablemente entre el 76 y el 74, en el momento en el que Pompeyo estaba actuando en Hispania contra Sertorio.
Los pasos de la Galia se encontraban amenazados en ese momento por varias tentativas de rebelión que podían acabar cortando las líneas de comunicación de Pompeyo y Metelo, encargado de la guerra junto a él.
Fonteyo desempeñaba por tanto un importante papel estratégico; tenía como misión mantener el orden y la paz en la retaguardia del ejército.
Por otra parte, se enfrentaba a poblaciones belicosas, que no conocían, como los sicilianos, una organización en ciudades, es decir, en “personas morales” responsables que admitían una ética fundada en principios comunes a todos los seres humanos dignos de tal nombre.
Parece ser que Fonteyo se mostró particularmente severo con las diversas naciones galas, entre los Pirineos y las elevaciones de Rouergue; en cambio, sí debió contar con el favor de las ciudades fundadas por los romanos, como Toulouse, Narbona, o una ciudad libre como Marsella.
Cicerón incluye una consideración: imitando el acto de pasar revista a los senadores en la Curia, señala que no son muchos los hombres capaces de ejercer un mando militar.
En realidad, las campañas en Oriente, en las que se van sucediendo jefes, aparentemente incapaces de ponerles fin, aportan algo de peso a esta observación.
Parece cierto que Roma, entumecida por una larga paz, ya no es tan fecunda en hombres de guerra como lo había sido hasta el final del siglo anterior.
Así se entiende mejor que Cicerón acepte defender a un hombre que había demostrado su valía en el campo de batalla, tanto contra los tracios como contra los volscos o los alóbroges.
Frente a los servicios reales prestados al Imperio, el establecimiento poco justificado de derechos sobre el transporte del vino, requisas de trigo o de dinero para avituallar o pagar a tropas en campaña, todo eso cuenta poco. Fonteyo no es Verres.
En el “exordio”, desaparecido, de su discurso, Cicerón se esforzaba por demostrarlo. Ignoramos si los jueces se adhirieron a él y si Fonteyo fue absuelto.
El juicio de Fonteyo, sin ser de carácter político, sí afectaba a los intereses del Imperio. El de Cecina, celebrado tal vez en el 69 o al año siguiente, es un asunto privado.
Se trata de una concatenación de sucesiones que conduce a la disputa de un derecho de propiedad entre Cecina y un tal Ebucio, que en su momento había actuado como mandatario de Cesenia, esposa de Cecina y ya fallecida en el momento del juicio.
El debate giraba en torno a la definición de los términos empleados en el edicto del pretor que inició la “acción”.
Cicerón se muestra, en el discurso que pronunció ante los “recuperatores” para la tercera y última “acción” del juicio, como un temible dialéctico, entregado a todas las sutilidades de la jurisprudencia.
Generalmente se data en el año 67 un discurso pronunciado por Cicerón en favor de un tal D. Matrinio, homo tenuis (personaje de poca relevancia), candidato a un puesto de escriba para los ediles.
Los “escribas” constituían un colegio en el que se ingresaba por cooptación. Pero los censores habían situado a Matrinio, hasta entonces “caballero”, entre “los tribunos del tesoro”, la clase inmediata inferior. Por esa razón, los “escribas” no se decidían a incluirlo.
Parece ser que Cicerón disipó sus dudas, si es verdad que el Matrinio nombrado en el 50 en una carta a Celio, a la sazón edil, es efectivamente el mismo personaje.
¿Por qué intervino Cicerón en favor de alguien que no era realmente ni rico ni poderoso?
Tal vez, simplemente, porque era originario de Arpino, pero lo desconocemos.
En el 66, durante su pretura, Cicerón tuvo que defender a Fausto Sila, hijo del dictador, al que un tribuno de la plebe quería acusar de malversación con el pretexto de que se había quedado con bienes que su padre había adquirido ilegalmente. El caso no llegó nunca a los tribunales, y Cicerón pronunció su discurso durante una contio, celebrada precisamente para demostrar que la acción iniciada no debía admitirse.
El desafío, en este caso, es evidentemente político.
Cicerón considera que los recuerdos del tiempo de la dictadura no deben reavivarse.
Lo que había que modificarse en la legislación de Sila – la composición de los tribunales, principalmente – se había modificado hacía tiempo. Proseguir con los ataques no podía sino favorecer los proyectos revolucionarios de algunos hombres que querían sustentarse en movimientos populares. Era también comprometer a todos los que habían colaborado con Sila, entre ellos, y pese a todo, a Cn. Pompeyo.
Era reabrir una herida mal cicatrizada, avivar el tradicional antagonismo entre los senadores “ultra” y los jefes del antiguo bando marianista (popular).
La maniobra será retomada en el 64 por César, cuando, tras su edilidad, se haga designar presidente del tribunal encargado de juzgar a los asesinos (quaestio de sicariis) y condene así a dos secuaces de Sila, de los más comprometidos, L. Luscio y L. Belieno.
En el momento en el que Cicerón creía tener que apoyar la proposición de Manilio, que confiaba a Pompeyo la guerra contra Mitrídates, no era realmente muy oportuno llevar ante la justicia al hijo de Sila.
Un juicio de esa naturaleza habría exasperado a los senadores y dado rienda suelta a los “populares”, cuyo rencor había incluido a Pompeyo.
Durante todo este período, Cicerón debía proteger varios frentes: sabía que dos años después, en el 64, habría llegado la hora de presentarse a las elecciones consulares. Entonces necesitaría todos los apoyos posibles, por parte del Senado, claro está, pero también, y sobre todo, del pueblo.
Primero de su estirpe en aspirar al consulado, aparecía como un “hombre nuevo” (homo novus) y no podía contar con el prestigio de su familia, como los demás candidatos, cuyo nombre constituía por sí solo una recomendación.
La aprobación de la ley de Manilio había puesto de manifiesto la popularidad de Pompeyo; Cicerón que había defendido esa ley, debía, como buen político, sacar partido de aquel entusiasmo. Todo lo que podía afectar negativamente a Pompeyo, hacer disminuir su prestigio, perjudicaría a Cicerón.
Cuando el tribunado de Manilio llegaba a su fin, el 10 de diciembre del 66, se presentó contra él una acusación de malversación, al parecer planteada por unos senadores que no le perdonaban que hubiera otorgado poderes extraordinarios a Pompeyo.
Dicha acusación fue llevada ante Cicerón, que, en tanto que pretor, presidía entonces el tribunal competente. Eso sucedía el 28 de diciembre, penúltimo día de la magistratura de Cicerón.
Cicerón decidió que la primera “acción” empezara al día siguiente.
Ante lo cual, los amigos de Manilio protestaron enérgicamente, pues la costumbre dictaba que se concediera un plazo de diez días al acusado para prepararse para la defensa.
Las quejas fueron tan severas que Cicerón, durante la intervención de los tribunos, hubo de interrumpir su audiencia y dirigirse a los que protestaban en una contio improvisada, en la que ofreció las razones de su decisión: dado que no le quedaba más que un día como pretor, no había querido aplazar el caso hasta un momento en el que ya no lo fuera, y añadió que estaba dispuesto a ocuparse de la defensa de Manilio.
Esta explicación, dice Plutarco, apaciguó a la multitud y entonces (también según Plutarco), Cicerón pronunció, ante la misma contio, un discurso “Contra los oligarcas” que estaba destinado a desligar al orador de los “ultra” (Hortensio, Lutacio Cátulo, etc.), que se habían puesto en contra de la Ley de Manilio: Cicerón se esforzaba por recalcar que él se situaba en una senda intermedia, la que anteponía el interés del Imperio a cualquier otra consideración.
Fue durante el año de su “pretura” cuando Cicerón pronunció su discurso para defender a Aulo Cluencio Hábito (“ Pro Cluentio”).
Esta vez, Cicerón está en el otro bando, pues defiende a aquel contra el que había actuado en el primer juicio.
Cluencio ya no es la víctima de un intento de envenenamiento, sino según la acusación, el autor de una tentativa similar, e incluso de varios envenenamientos.
¿Por qué aceptó Cicerón esta causa? Sobre todo después de haber defendido a la otra parte varios años antes. Tal vez sea esa precisamente una de las razones para defender ahora a aquel al que en su momento había acusado.
En este nuevo alegato, tiene la posibilidad de elogiar, indirectamente la ley judicial en vigor, y oponerla a la de Sila, en el marco de la cual se encontraba el tribunal de Junio Bruto, convicto, desde entonces, de haber dictado juicios pagados con dinero.
Cicerón subraya el cambio que se había producido en la situación desde la modificación de la ley, y se felicita por ello, dice, la invidia, los malos sentimientos hacia los jueces procedentes del “orden senatorial”, y sólo de él, ya han desaparecido.
Cluencio fue absuelto; probablemente era culpable, en un caso de venganza y sórdidos intereses entre miembros de dos familias pese a todo aliadas, y Cicerón no lo creía inocente, puesto que más tarde se jactaría de haber “echado polvo a los ojos” de los jueces.
Sus deberes como “pretor” no impedían a Cicerón litigar en numerosos casos.
De los discursos que pronunció durante este período, entre su pretura y su consulado, todavía se conservan el “Pro C. Orchivio” y el “Pro Q. Mucio Orestino”.
El primero (que data seguramente del 65) parece ser un gesto de solidaridad hacia un hombre, C. Orquivio, que había sido colega de Cicerón en la “pretura” el año anterior. Fue acusado de malversación. Cicerón logró su absolución, asegurándose su gratitud. Y parece que Orquivio podía contar con numerosos camaradas (sodales). Era un paso más hacia la conquista del tan ansiado consulado.
En el “Commentariolum petitionis” figura el nombre de C. Orquivio y la alusión a sus sodales, y junto a él, otros tres personajes, Q. Galio, C. Cornelio, C. Fundanio, que, dice Quinto, recurrieron a Cicerón y le “confiaron sus causas”.
El juicio de Fundanio debía de estar relacionado con un caso de corrupción electoral. Parece ser que Cicerón se burló de las pretensiones de las familias nobles que aseguraban que sus ancestros se remontaban a los tiempos más remotos, imitando así a los arcadios, “nacidos, decían, antes que la luna”.
Lo que implicaba seguramente que los “hombres nuevos” (como el propio Cicerón) tenían el mismo derecho que los más nobles de los romanos a llegar a las magistraturas.
El juicio de Q. Galio también estaba relacionado con la corrupción electoral.Se hace mención en él a L. Sergio Catilina, de quien se nos dice que era amigo de Q. Galio y que éste había apoyado su candidatura al consulado en el año 65.
Este es el primer contacto comprobado entre Cicerón y aquel que había de convertirse en su más mortal enemigo.
Catilina había participado en la “Guerra Civil”, primero en el bando de Cn. Pompeyo Estrabón y después, tras la muerte de éste, del lado de Sila, no sin haberse visto alguna vez tentado de servir a los marianistas (populares).
Pero su sentido político lo había empujado hacia el lado de los vencedores. Y, con un ardor tremendo, se convirtió en uno de los matones de Sila.
Ya al principio de la campaña que terminó en la Puerta Colina con la victoria de Sila, había matado a su propio hermano y, para eludir toda persecución judicial, había hecho inscribir su nombre en la lista de proscritos; una maniobra de la que ya hemos visto un ejemplo en el caso de Roscio de Ameria. Por orden del dictador, había torturado y asesinado a M. Mario Gratidiano (¡originario de Arpino!), que, unos años antes, había empujado al suicidio a Q. Lutacio Cátulo. Mario Gratidiano era hermano de su primera esposa.
Durante las “proscripciones”, Catilina hizo asesinar también a Q. Cecilio, el marido de su hermana.
Todos aquellos crímenes le habían permitido adquirir riquezas, pese a haber nacido en una familia arruinada.
Esta avidez por el dinero se explica por su deseo siempre renovado de placeres.
Le gustaba rodearse de jóvenes que compartían sus excesos; en el año 73, fue acusado de seducir a una vestal, Fabia, hermana de Terencia y, por tanto, cuñada de Cicerón.
Después de su “pretura”, había recibido la provincia de África, donde se había comportado de forma detestable.
Fueron tales sus desmanes que una delegación de provinciales acudió a quejarse al Senado y, cuando regresó a Roma, en el transcurso del año 66, fue acusado de malversación por P. Clodio. Cicerón se ofreció a defenderlo. Parece ser que Catilina rechazó la oferta, tal vez porque no quería deber nada al hombre que, con toda probabilidad, iba a ser su rival en las elecciones consulares.
Al ofrecerse para defender a Catilina, Cicerón retoma y confirma la actitud que había tenido unos meses antes, al defender a Fausto Sila.
Cicerón pensaba que había que luchar contra las fuerzas de la discordia y contra todo lo que podía provocar nuevas guerras entre ciudadanos.
César, en cambio, parece que optó por la política opuesta; ya lo hemos visto atacar a antiguos agentes de Sila, y lo veremos fomentar las artimañas de aquellos que, en torno a Craso, tratarán de reducir la autoridad del Senado.
Los dos hombres van a seguir caminos que irán divergiendo cada vez más. César va a poner todo su empeño en acabar con el marco de las leyes. Cicerón luchará porque se respete la legalidad y la paz vuelva a la Ciudad.
No poseemos el discurso que pronunció para la defensa de C. Cornelio, que había sido tribuno de la plebe en el año 67, el último de los cuatro clientes de Cicerón de los que habla Quinto en el “Commentariolum”. Cornelio había librado contra el Senado una campaña de acoso que se prolongó durante toda su magistratura.
El Senado había tenido que recurrir a un tribuno leal a su causa, P. Servilio Glóbulo, para impedir la promulgación de las leyes “facciosas” que aquel proponía.
Al salir de su cargo, en el año 66, había sido acusado “de maiestate” (atentado contra los derechos de los ciudadanos), pero el acusador no se había presentado (tal vez lo habían comprado). Sin embargo, al año siguiente se retomó la acusación.
Cicerón se encargó de la defensa; tenía en su contra a aquellos a los que Ascanio llama “primeros de la sociedad”, siempre los mismos personajes, Q. Hortensio, Lutacio Cátulo, Q. Cecilio Metelo Pío, M. Lúculo y M. Lépido.
Estos “oligarcas” reprochaban a Cornelio que hubiera despreciado la “intercessio” de Glóbulo y leído ante los “Rostra”, en contra de la voluntad de éste, el texto de la ley que proponía.
La distribución de los votos, en el momento de la sentencia, puso de manifiesto que los “caballeros” y los “tribunos del tesoro” estaban de acuerdo en absolver a Cornelio, así como los senadores que no pertenecían directamente a la facción de los “príncipes”.
Un resultado que pone claramente de manifiesto lo bien fundado de la política seguida por Cicerón, la creación o consolidación de una “tercera fuerza” en la Ciudad.
Los esfuerzos de Cicerón por granjearse reconocimiento no siempre se vieron coronados por el éxito, al contrario que su política general a lo largo de aquellos años que precedieron a su consulado.
Así, Q. Mucio Orestino, al que había defendido contra una acusación de robo, se mostró ingrato durante los “comicios”; en el transcurso de una contio, no había dudado en declarar que su antiguo defensor “no era digno del consulado”.
En el transcurso del año 66, cuando Cicerón era pretor, se urdió una verdadera conspiración que iba destinada a recrear de nuevo los tiempos de Sila.
Su alma era M. Licinio Craso, rival de Pompeyo, que quería sacar partido del alejamiento de este último para hacerse con el poder y ser nombrado dictador, con César como el segundo de abordo (“Jefe de la caballería”), después de asesinar a los cónsules en el momento de ocupar su cargo, el 1 de enero del 65.
A continuación se encomendaría a César la anexión de Egipto y un cómplice, más tarde ardiente cesariano, P. Sitio, de Campania, pasaría a África y aliaría a los reinos númidas y la “vieja provincia” con el gobierno de Craso.
En torno a Craso, gracias a sus inmensas riquezas, había hombres a menudo arruinados, y que eran sus acreedores. César entre ellos. Pero no parece que éste hubiera tenido nunca intención de llevar a la práctica el complot.
Catilina formaba parte de aquella conjura, que había sido ideada por Craso.
Catilina, como resultado de la acusación de malversación, no pudo ser candidato en las elecciones consulares del 65, y habría preferido un golpe de Estado que le hubiera evitado que esperar hasta el año siguiente.
Cicerón había alcanzado la edad para ser candidato, así que se presentó a los sufragios.
Tenía enfrente a personajes a los que apoyaban las dos facciones rivales:
Por parte de los “oligarcas”: P.Sulpicio Galba y Q. Cornificio, y un tercero, C. Licinio Sacerdote y un cuarto L. Casio Longino.
La facción de los “populares”: Catilina y C. Antonio Híbrida.
Cicerón en el Senado y vestido con la toga blanqueada que llevaban los candidatos para ser reconocidos por todos, se levantó y pronunció un discurso improvisado, de enorme violencia.
El orador atacaba a Catilina y a Antonio, recordando su pasado, sin dudar en mencionar muy claramente la conjuración de enero del 65, el escándalo que había salpicado a su propia cuñada, la vestal Fabia, la atroz muerte de Mario Gratidiano.
Si los detalles eran hasta entonces conocidos por todos los senadores, ahora ningún ciudadano podía ignorarlos.
Y fue Cicerón, el “hombre nuevo” al que no patrocinaba ninguna de las dos “facciones”, el que fue elegido, el 29 de julio del 64, por una gran mayoría, en los treinta y cinco tribus.
Antonio fue elegido, pero detrás de Cicerón, y superando por muy poco a Catilina.
Los auténticos adversarios con los que había de enfrentarse durante su consulado eran los “populares”, y todos los que soñaban con transformar por completo la Ciudad y sus instituciones.
Lo que poseemos de la “Correspondencia de Cicerón” empieza con una carta Ático, con fecha de finales de noviembre del 68.
A partir de ese momento tenemos más información sobre la vida familiar, los negocios, las diversas preocupaciones de su vida cotidiana.
Ático se encuentra en Atenas, donde su amigo le encomienda que le consiga unas estatuas destinadas a la villa de Tusculum, recién comprada, y que, se cree, había pertenecido a Sila.
Por otra parte, Quinto, el hermano de Cicerón, se ha casado con Pomponia, la hermana de Ático y la pareja no parece muy unida. Pomponia es mayor (cinco o seis años, por lo menos) que su marido. Cicerón y Ático se esfuerzan por restablecer la concordia.
Pomponia, tras una reconciliación, espera un hijo. Será Quinto, sobrino de Cicerón.
También tenemos noticia del nacimiento de un hijo de Cicerón y Terencia, el pequeño Marco, en el mes de julio del 65, justo en el momento en que Cicerón está pensando en defender a Catilina para ganarse su apoyo para la próxima campaña electoral.
La “Correspondencia” incluye, en esta fecha del 64, el “Commentariolum petitionis”, una panorámica completa de una campaña electoral.
En la carta en la que Cicerón anuncia a Ático el nacimiento del pequeño Marco, pide a su amigo que acuda para apoyar su candidatura a las elecciones consulares.
Un candidato tiene que ser bien visto, personalmente, por los electores y resultarles simpático. Pero, como escribe Cicerón a Ático, es evidente que algunos nobles (que son, dice, amigos íntimos –familiares – de Ático le son hostiles.
Cicerón confía en que Ático sabrá hacerles replantearse su prevención, posiblemente alabando la inteligencia, la cultura, la amenidad del candidato, aportándole su garantía personal y humana.
Debe parecer, además, que el candidato promete a todos los “órdenes” que componen la Ciudad, lo que cada uno de ellos espera de los hombres que, durante un año, van a dirigir la política general: el Senado quiere que se respete su autoridad, los ricos desean la paz y el orden, la masa popular que el poder esté atento a sus necesidades y sus placeres (commoda).
Y a eso precisamente es a lo que se había consagrado Cicerón durante tantos años.
Con todo, en la trayectoria de Cicerón, entre el 70 y el 64, se pueden distinguir algunas constantes:
Para empezar, un patriotismo evidente; en segundo lugar, el respeto a los valores esenciales que defendía la romanidad, unido a un realismo que sabía evitar la utopía.
Filósofo de la vida política, Cicerón no era por ello menos consciente del hecho de que todo ideal debe traducirse en actos, para los hombres, seguramente, pero por obra de ellos, con sus límites y sus debilidades.]
(CICERÓN. Pierre Grimal. Traducción de Ana Escartín. Edit. Gredos. 2023)
Segovia, 17 de abril 2024
Juan Barquilla Cadenas.