CICERÓN HÉROE DE LA LIBERTAD
PARTE SEGUNDA:
[7. EL CONSULADO
Después de las elecciones consulares, generalmente a finales del mes de julio, los cónsules de ese año continuaban ocupándose de la marcha de los asuntos que les correspondían.
Pero las miradas estaban fijas en los llamados “cónsules designados”; éstos no ocuparían su cargo hasta el 1 de enero, pero, desde el momento de su elección, empezaban a figurar en los cálculos y las combinaciones políticas que ya iban esbozando para el año siguiente.
En el año 64, los dos cónsules salientes eran dos aristócratas, L. Julio César, cuyo padre había sido cónsul en el 90, y C. Marcio Fígulo, que tenía un ancestro que se había distinguido en tiempos de la tercera guerra de Macedonia, contra el rey Perseo. El más destacado de los dos era el primero. Pariente lejano de C. Tulio César – sus abuelos eran primos hermanos – había obtenido el consulado sin dificultad, y, ya desde el 65, Cicerón lo consideraba el mejor candidato a dicha magistratura. Fiel a la línea tradicional de las instituciones, se esforzaba por limitar los efectos de la corrupción electoral y también había convencido a los senadores de que adoptaran un senadoconsulto que prohibiera la celebración de los Juegos Compitales: aquellos juegos, una “invención” reciente; al parecer, los organizaban los “collegia”, asociaciones religiosas constituidas en torno al culto de los Lares de las encrucijadas y compuestas por gente humilde, a la que la manipulaban los agitadores “populares”.
A petición de L. Julio César, el Senado prohibió aquellas fiestas, pero fue en vano, los sodalicia (asociaciones o corporaciones) habrían de desempeñar un papel importante en la degradación de las instituciones republicanas.
El principio del discurso “Contra Pisón” nos muestra un balance de su acción como cónsul:
Campaña contra la ley agraria, considerada como una extensa operación destinada a comprar los votos de la plebe; el juicio de C. Rabirio; el discurso contra los hijos de los proscritos silanos; el intercambio de provincias con C. Antonio y, por último, la larga lucha contra Catilina y los suyos.
Aunque el consulado no debía empezar hasta el 1 de enero del año 63, ya desde el verano del año 64 se podía aventurar que el año siguiente sería escenario de duros combates.
No en vano, las elecciones al tribunado había atraído a dicha magistratura a “populares” plenamente decididos a reactivar la agitación, en especial P. Servilio Rulo y T. Labieno, que van a esforzarse, tanto uno como otro, por provocar turbulencias y acosar al Senado; Rulo con un proyecto de ley agraria y T. Labieno acusando a C. Rabirio.
Cicerón, elegido con la mayoría de los votos, ejercería el poder de manera efectiva durante los meses impares.
Así pues, sería él quien, en el mes de enero del 63 estaría a la cabeza de los asuntos políticos.
Rulo había presentado un proyecto de ley agraria el 10 de diciembre, al acceder al cargo.
Cicerón había pedido a los tribunos que le dieran a conocer sus términos, pues era de notoriedad pública que se avecinaba algo grave. Y se comprometía a apoyarlo si lo consideraba útil al Estado. Fue en esa ocasión cuando prometió ser un cónsul “popular”, si por dicho término se entendía que no rechazaría “a priori” las medidas generosas destinadas a mejorar la suerte de los ciudadanos pobres.
Los nuevos tribunos no dieron crédito a sus promesas y no revelaron nada de su proyecto. No querían de ninguna manera dar la impresión de estar haciendo la menor concesión. Empezando por su propia vestimenta, Rulo se presentaba como “hombre del pueblo”: ropa gastada, barba y pelo hirsuto, forzando acentos vulgares, andares desafiantes, parecía querer despertar, dice Cicerón, la vieja discordia entre los tribunos y el poder consular, volver a los peores momentos que habían precedido a la dictadura de Sila.
Cuando se acercaba la fecha en la que los tribunos iban a tomar posesión de su cargo, Rulo convocó una contio (asamblea de la plebe) en vísperas de los idus (el 4 de diciembre). Pero el discurso que pronunció entonces era tan oscuro, dice Ciceron, que nadie entiende sus intenciones. Sólo los oyentes más sutiles sospechan que se trata de una ley agraria. Finalmente el 10 de diciembre, el texto del proyecto se presenta de manera oficial y Cicerón puede, al igual que los demás ciudadanos, tomar conocimiento del mismo.
A la vista de los artículos que lo componen, el cónsul decide combatirlo. Así pues, el mismo 1 de enero del 63, pronuncia ante el Senado un discurso en el que pone de manifiesto los peligros que entraña.
Esta ley agraria, que él inscribe dentro de una larga serie de la que ni siquiera la de los Gracos había sido la primera, tenía la intención, como las demás, de dar tierras a ciudadanos que no tenían y que se instalarían en colonias establecidas en territorio italiano. Los medios contemplados para lograrlo eran bastante complejos y algunas medidas susceptibles de asustar a los senadores. Así, por ejemplo, la creación para su implantación de un colegio de diez miembros (decenviros), elegidos por diecisiete tribus solamente, escogidas por sorteo, del total de treinta y cinco entre las que se distribuían los ciudadanos.
Para ser candidato a tales funciones, sería necesario estar presente en Roma (lo que excluía a Pompeyo).
Aunque eran escogidos por una asamblea de carácter plebeyo (los comicios tributos, en formación restringida), esos diez comisarios serían investidos de un “imperium” de carácter religioso y militar, que los asimilaría a los pretores. En consecuencia, su elección debía ser confirmada por una “ley curiada” (lex curiata de imperio), procedimiento muy antiguo, mantenido en el caso de los magistrados dotados de “imperium” y del derecho a los auspicios.
Tales prerrogativas asimilaban por tanto a los “decenviros” a magistrados superiores. Elegidos para cinco años, se convertían en posibles rivales para los magistrados y promagistrados ordinarios.
Su principal terreno de actividad era Italia, donde su jurisdicción era inapelable, pero tenían derecho a vender en beneficio del tesoro, y únicamente para comprar tierras en Italia, todos los bienes pertenecientes al Estado, en todas las provincias; algo que resultaba peligrosamente vago y podía, al parecer, acabar derivando en anexiones, deseadas desde hacía tiempo pero siempre aplazadas, como la de Egipto.
Un artículo afectaba muy especialmente a los intereses de los senadores, el que contemplaba que se dividieran en lotes de diez” iugera” (unas dos hectáreas y media) las tierras pertenecientes al pueblo romano (ager publicus) del área de Capua y el ager (la región) de Stella, una llanura especialmente fértil a noroeste de Campania (y no lejos de las tierras de Falerna).
La explotación e incluso la ocupación de esas regiones planteaban problemas jurídicos complejos que no se habían resuelto nunca desde los tiempos en los que se había confiscado el territorio de la ciudad de Capua para castigar a sus ciudadanos por su defección durante la “segunda guerra púnica”.
Propiedad del pueblo romano, estaba arrendado desde entonces por mediación de los “censores”, pero, en realidad, se habían instalado en él ocupantes sin título de propiedad, pertenecientes a viejas familias romanas que encontraban allí una fuente de beneficios particularmente abundantes, dada la riqueza del país. Y se había acabado estableciendo un estado “de facto” que, hasta entonces, no se había querido tocar. Incluso en tiempos de los Gracos, aquella región se había mantenido al margen de las asignaciones de tierras.
La ley propuesta por Rulo amenazaba, por tanto, también en este punto, con provocar, de ser aplicada, una conmoción económica y social de graves consecuencias para los aristócratas romanos.
Pero el peligro principal residía en el establecimiento de los diez comisarios, que recibían poderes extraordinarios en materia financiera y podían acabar erigiéndose en señores, capaces de paralizar la acción del Senado.
Se podía entrever en esta ley el esbozo de una auténtica revolución que afectaba a los principios mismos de la vida política y la base del poder. Por eso Cicerón no tuvo ningún problema en convencer a los senadores, que rechazaron el texto de Rulo.
Al día siguiente, Cicerón tomó la palabra ante el pueblo. Fue el segundo discurso sobre la ley agraria, el más detallado, el más hábil y el más difícil para el cónsul, que tenía la tarea de convencer a pueblo de que renunciara, espontáneamente, a una ley agraria con la que soñaban todos los ciudadanos.
En realidad, el proyecto de Rulo no tenía ninguna oportunidad de hacerse realidad: sus adversarios se habían asegurado la cooperación de un tribuno de la plebe, L. Cecilio, que había prometido oponer su veto e impedir así que el texto fuera sometido a votación.
Pero no por ello dejaba de ser importante demostrar al pueblo que aquella ley era mala.
Si el cónsul lo lograba, se evitaría un conflicto de intereses parecido al que había provocado, unos ochenta años antes, la legislación agraria de los Gracos. El desafío era considerable: conseguir que la palabra del cónsul obtuviera el consentimiento de todos, que la violencia, al menos esta vez, fuera desterrada de la vida política sólo con el poder de la elocuencia.
Algo que parecía imposible después del largo período de agitaciones que había vivido la Ciudad se consiguió a pesar de todo, gracias a tres discursos que Cicerón pronunció ante el pueblo, después del que había pronunciado ante el Senado.
Tras el primer discurso ante el pueblo, los tribunos reaccionaron y vertieron ataques contra Cicerón que amenazaban no sólo su popularidad personal, sino la concordia civil. Cicerón respondió con una arenga, bastante breve, en la que vemos que el recuerdo de Sila y su dictadura seguían pesando mucho en la vida política.
A los autores del proyecto no se les había ocurrido nada mejor, para desacreditar al cónsul, que afirmar que los combatía esencialmente para proteger a los compradores de los bienes confiscados a los proscritos.
Cicerón no tuvo ninguna dificultad para justificarse y demostrar que precisamente esa ley aspiraba a garantizar tales derechos. Pronunció un cuarto discurso (el tercero dirigido al pueblo) del que no sabemos nada, y su victoria quedó asegurada. No sólo el proyecto de Rulo no fue sometido a la asamblea, sino que el pueblo, y eso era lo más importante, no se inmutó.
Los historiadores modernos, en su mayoría, son severos con esta primera acción de Cicerón, ya el primer día de su consulado. No le reconocen el mérito de haber desarmado una máquina montada por los “populares” y de la que el Estado podía esperar más convulsiones que bondades.
Subrayan que los verdaderos autores del proyecto de Rulo eran, muy probablemente, espíritus mejores que él, Craso y César, aliados para reducir la influencia que inevitablemente tendría Pompeyo cuando regresara victorioso de Oriente: excluido , como hemos dicho, del colegio de los decenviros previsto por la ley, quedaría encerrado en el vano recuerdo de su gloria. Pero, siendo así, la política seguida por Cicerón en este asunto servía a los intereses de Pompeyo y tendía a evitar, una vez más, un conflicto peligroso para la paz de la Ciudad.
En cuanto a la división en lotes del “ager campanus”, parecía mucho más una provocación dirigida contra la aristocracia que una medida verdaderamente útil, puesto que, de entrada, se reconocía que había muchas otras tierras para obtener los resultados sociales esperados.
Sea como sea, aquel proyecto de ley quedó abandonado por el momento. Habría de renacer bajo el consulado de César.
El otro tribuno de la plebe que se reveló peligroso para la paz de la ciudad fue T.Labieno, que acusó, sin duda, ya al comienzo de su tribunado, al viejo C. Rabirio.
Sin embargo, en la lista de los discursos que había pronunciado durante su consulado, Cicerón menciona, antes de su alegato en favor de Rabirio, un discurso “En defensa de Otón” (Pro Otone) del que no dice nada en el “balance” que contiene el “Contra Pisón”.
Los pocos detalles que conocemos de este discurso nos los proporciona Plutarco.
Está relacionado con los privilegios que otorgaba a los “caballeros” una ley (del 67) ideada por Roscio Otón: se les reservarían las catorce filas de los asientos situados después de los de los senadores.
Parece que hasta el consulado de Cicerón no hubo ninguna protesta pública contra aquella medida. Pero ese año, cuando Roscio Otón se presentó en el teatro, el pueblo se puso a gritar, mientras los “caballeros” lo aplaudían. Después se produjo un intercambio de insultos, por lo que se advirtió al cónsul, que convocó al público ante el templo de Belona y le dirigió una arenga en defensa de Otón y de su ley.
Cuando terminó, el público se puso a aplaudir a Cicerón, convencido de que era justo que los “caballeros” tuvieran honores particulares en el teatro. Y la representación pudo reanudarse y terminar en calma.
Es difícil determinar la fecha de este episodio, en el transcurso del cual Cicerón logró mantener, literalmente, la “concordia de los órdenes”.
Es lógico pensar que se produjo durante un mes en el que se celebraban juegos públicos. Los primeros del año, los Juegos Megalenses, tienen lugar en abril. Ese mes Cicerón no tenía las fasces, lo que explicaría que no estuviera presente en el teatro y que fueran a buscarlo no porque ese día fuese responsable del orden, sino porque, de los dos cónsules, él era el más elocuente. De todas maneras, vemos que su prestigio no había disminuido con su oposición a la ley agraria.
No sabemos en qué momento defendió Cicerón a su amigo C. Calpurnio Pisón, excónsul del año 67, acusado por César de haber ejecutado ilegalmente a un galo durante su proconsulado en la Galia Narbonense. El discurso que pronunció en aquella ocasión no se ha conservado. Pisón fue absuelto.
En cambio, si poseemos el “Pro Rabirio”.
El caso del que se trataba había sido iniciado por T. Labieno, probablemente ya al inicio del mandato de los tribunos; al parecer, el procedimiento fue largo, tanto que es posible que el juicio en el que intervino Cicerón se celebrara muy tardíamente, quizás en mayo o junio.
C. Rabirio era un “caballero” de edad avanzada, acusado de haber matado con sus propias manos, decían, treinta y siete años antes, al tribuno de la plebe “faccioso” L. Apuleyo Saturnino.
Desde la abdicación de Sila, Rabirio se había convertido en símbolo de la reacción violenta de los “aristócratas” frente a los “populares”, y varias veces se había intentado que fuera condenado, con un pretexto y otro. En realidad, la verdadera cuestión era de orden político. Rabirio había actuado en virtud de una orden del Senado, un senadoconsulto “supremo” que declaraba el estado de emergencia, suspendía el derecho de apelación del pueblo y permitía la ejecución inmediata de los “enemigos del Estado”.
Los “populares” negaban ese derecho al Senado.
El juicio de Rabirio iba a llevar el debate ante el pueblo y a establecer -en caso de condena – un útil precedente, pues el Senado se vería privado a partir de entonces del arma que le había permitido, al comienzo del siglo, resistir ante el empuje de los “populares”.
Los historiadores antiguos coinciden en reconocer que el caso fue ideado íntegramente por César y, aunque no todo está claro, organizado como una tragicomedia cuyo nudo y desenlace estaba fijado de antemano.
Y es que T. Labieno acusó a Rabirio de “perduellio”, es decir, de “alta traición”, de crimen contra el Estado, acusación justificada por el hecho de que Saturnino era tribuno de la plebe, y por tanto “sacrosanto” y, además, había recibido del cónsul, que no era otro que C. Mario, la “fides publica”, es decir, la garantía de salvar la vida en medio de los disturbios que se produjeron a finales del año 100.
El procedimiento de “perduellio” es uno de los más antiguos, pues la leyenda (o lo que se considera como tal) hacía remontar dicha institución hasta el caso del “joven Horacio”, vencedor de los Curiacios albanos, ¡y asesino de su hermana!
El acusado comparecía ante dos jueces, los “duumviri perduellionis”, nombrados a tal efecto. Estos duumviri estaban prácticamente obligados por la ley a condenar al acusado: éste sería entregado al “lictor”, que le infligiría el suplicio “more maiorum”(según la costumbre de los antepasados); primero golpeado ferozmente, a continuación sería decapitado con un hacha.
Aquella atrocidad arcaica impresionaba profundamente a los romanos de aquel tiempo, y es muy probable que nadie, ni siquiera Labieno, hubiera previsto que Rabirio fuera ejecutado así.
El primer acto fue la designación de los duunviros: los nombres de César y su primo L. Julio César, cónsul del año anterior, salieron en el sorteo que realizó el pretor, Cecilio Metelo Céler, y cuesta creer que fuera esa la decisión del azar.
Como estaba previsto, Rabirio, condenado por los duunviros, apeló al pueblo, y probablemente fue en esa fase del procedimiento cuando comenzó un auténtico juicio. Rabirio tenía como defensores a Hortensio y a Cicerón. El primero (cuyo discurso no conocemos) habló brevemente centrándose en los hechos en sí. Cicerón se había reservado la tarea de poner de manifiesto las implicaciones políticas, constitucionales, del debate.
Y parece ser, si creemos el relato que hace del juicio Dión Casio, que la asamblea del pueblo (en este caso los “comicios centuriados” ) no se dejó convencer, y que se disponía a condenar a Rabirio (que, de ser así, se habría visto obligado a exiliarse) cuando Q. Cecilio Metelo Céler,augur y pretor, hizo arriar el estandarte (vexilum) que debía ondear en el Janículo mientras deliberaban las centurias en el Campo de Marte.
Al dejar de ser visible el estandarte sobre la colina, la asamblea quedaba disuelta de pleno derecho. Así concluyó el caso de Rabirio.
Todo indica que Metelo Céler estaba en connivencia con César: en primer lugar, la designación de los duunviros, que juntaba a César, autor de la maquinación, con su primo, cuyos vínculos con la aristocracia eran notorios, garantizaba en cierta medida un equilibrio entre senadores y populares y tranquilizaba a los primeros. Y después el feliz desenlace, de acuerdo con la reputación de clemencia y humanidad de la que César quería rodearse, y que vendrá a confirmar su actitud durante el caso de Catilina. Es imposible que aquello no fuese
Evidente para Cicerón, y precisamente porque entendía las implicaciones del caso había aceptado la defensa de Rabirio y había llevado el debate al terreno político.
Hacía tiempo que Cicerón presentía que la Ciudad iba a vivir una crisis comparable a las que la habían llenado de sangre hacía poco, y no quería que el Senado dejara que le quitaran su última arma, el “senadoconsulto último” que había permitido a C. Mario restablecer el orden amenazado por Saturnino.
Pues bien, tales presentimientos se habían visto confirmados por el “augurium salutis”, una ceremonia celebrada ese año por el augur Ap. Claudio y que tenía por objeto saber si el Estado sería próspero durante el año siguiente.
Aquel “augurium salutis” debía indicar si los dioses aceptarían o no las oraciones que les fueran dirigidas para la salvaguarda de Roma. Ese rito únicamente se podía realizar si todo estaba en paz con el Estado.
Sólo hubo un momento, en el año 63, en el que no hubiera ningún ejército en activo, y fue cuando Pompeyo, victorioso en Siria, estaba descansando con sus soldados en Antioquía. Todavía no había empezado su campaña contra Judea.
Pero sabemos que la ceremonia celebrada por Ap. Claudio no fue favorable.
Unos siniestros pájaros aparecieron en la zona del cielo en la que no deberían haberse presentado, y se dedujo de ello que se avecinaban disturbios.
Y, como sucede en este tipo de casos, los malos presagios se multiplicaron: relámpagos que aparecían en un cielo sereno, temblores de tierra, aparición de fantasmas, llamas que iluminaban el cielo al oeste. Todo ello hacía prever que el año estaría marcado por acontecimientos siniestros.
Un pasaje del discurso en favor de Rabirio pone claramente de manifiesto cuál es su actitud, cuando, interrumpido por los gritos de los oyentes, no deja de justificar el asesinato de Saturnino en nombre de la razón de Estado y, con su voz, consigue que los clamores se calmen. Cicerón estaba seguro, cuando hablaba en nombre de la paz social que quería preservar, de ser escuchado por la mayoría.
Aquella paz social pareció, por un momento, amenazada por una rogatio tribunicia destinada a restituir a los hijos de los proscritos silanos los derechos políticos de los que se les había privado.
Cicerón se opuso a aquel proyecto, de nuevo en nombre de la razón de Estado, tal y como lo declarará en el pasaje del “Contra Pisón” que hemos mencionado.
Y es que no era conveniente reavivar los viejos odios, permitir a los descendientes de los proscritos que reclamaran, por la vía de la justicia, la herencia de la que habían sido despojados. Una medida aparentemente injusta, pero inevitable, sobre todo si se recordaban las dificultades con las que se enfrentaban las ciudades griegas desde hacía siglos, desgarradas por los destierros y los retornos, sin conseguir recuperar el antiguo sistema ni olvidarlo.
Durante toda esta primera parte del año que precedió a las elecciones, no hemos encontrado el menor indicio de que C. Antonio, el otro cónsul, interviniera en los asuntos públicos.
Podemos suponer que se había producido un acuerdo entre ellos. Así lo afirma Cicerón ya en el segundo discurso sobre la ley agraria.
C. Antonio estaba arruinado, necesitaba a toda costa conseguir una provincia proconsular de la que poder sacar lo suficiente como para reconstituir su fortuna.
Sin embargo, tal y como dictaba la “ley Sempronia”, ya antigua, las provincias que se atribuirían a los cónsules a su salida del cargo serían sorteadas antes de las elecciones.
Ese año, es decir, el 64, se habían designado la Galia Cisalpina y Macedonia. Un segundo sorteo, esta vez posterior a las elecciones, había atribuido Macedonia a Cicerón y la Cisalpina a Antonio.
Algo que no satisfacía en absoluto a este último. La Cisalpina estaba pacificada, tranquila, y era difícil sacar gran cosa de ella. Macedonia, en cambio, era una provincia fronteriza, eternamente agitada por incursiones de los tracios. Todo ello, junto a la recaudación de tributos, prometía un fructuoso botín. C. Antonio podía confiar en reiniciar operaciones de razzia como las que en su momento había dirigido en Grecia, con su escuadrón de caballería en tiempo de Sila. Cicerón, que no ignoraba nada de todo aquello, prometió a su colega que intercambiarían sus provincias. Antonio tendría Macedonia y él se encargaría de la Galia Cisalpina.
Aquel acuerdo con Antonio, todavía oficioso, presentaba varias ventajas; en primer lugar, dejar las manos libres a Cicerón, y en segundo lugar, romper con la alianza que sospechaba, existía entre su colega y Catilina.
Todo el mundo sabía que Catilina tenía desde hacía tiempo un plan para hacerse con el poder, y, desde su participación en el proyecto de golpe de Estado ideado por Craso, era evidente que no podía conformarse con los medios legales para lograrlo.
El intercambio oficial de las provincias tuvo lugar, evidentemente, antes del sorteo de éstas para los cónsules del 62, es decir, antes de las elecciones consulares del 63.
Una vez registrado el intercambio oficial, Cicerón convocó una contio (asamblea) y, ante ella, renunció a su provincia. ¡Y declaró que no deseaba gobernar la Cisalpina en el 62! Entonces se elevaron protestas entre la multitud (reclamante populo), leemos en el “Contra Pisón”.
Era la segunda vez que Cicerón se negaba a marcharse a ejercer un gobierno provincial. Ya antes de su pretura, lo normal habría sido que dejara Roma y se convirtiera en “propretor” en algún lugar del Imperio. No lo hizo, sabiendo perfectamente que se arriesgaba a perder parte de su popularidad.
Así lo confesará él mismo unos días después de su renuncia a una provincia consular en el discurso “En defensa de Murena”: “Ten en cuenta –dirá –que la adhesión de sus amigos disminuye para con los hombres que, según entienden aquellos, desprecian una provincia”.
Un gobierno provincial es una función necesaria para la protección y administración del Imperio. Eludirlo es faltar a ese código moral, no escrito, que rige los deberes del magistrado en sus relaciones con el cuerpo de ciudadanos. Los “honores”, es decir, las magistraturas, son “regalos” (beneficia) hechos por el pueblo al hombre al que elige. Éste, a cambio, debe poner su tiempo, y gran parte de sus recursos, al servicio de la ciudad.
Los juegos que ofrecerá un edil, por ejemplo, forman parte de ese sistema de intercambios, pero también el gobierno de las provincias, los mandos militares, las embajadas.
Cabe, pues, preguntarse por la conducta de Cicerón y su rechazo, aparentemente sistemático, de los gobiernos provinciales (el de Cilicia, doce años después, le será impuesto).
¿Era pura conveniencia personal, porque le disgustaba renunciar, aunque fuera sólo durante un tiempo, a sus actividades de abogado y, si se quiere, a los beneficios materiales que éstas debían de procurarle?
Tal vez también su salud, preservada gracias a un régimen estricto, se habría ajustado mal a una vida en la que tendría que haber hecho frente a los rigores de una campaña militar o a las fatigas de las giras que lo habrían llevado de ciudad en ciudad para presidir las sesiones judiciales que constituían una de las principales obligaciones de un gobernador.
También, tal vez, su vida familiar –en el año 65 había nacido el pequeño Marco y sabemos que, unos meses más tarde, Cicerón perdió a su padre –y diversas circunstancias le impedían alejarse demasiado de la Ciudad. Los requerimientos de Terencia (si los hubo) quizás acabaron de confirmar la decisión.
A finales del año 65, el año siguiente a su “pretura”, sintió por un momento la tentación de marcharse de Roma, durante el verano, en la estación, dice, en la que el foro ralentiza sus actividades.
Pensó en obtener de C. Calpurnio Pisón (al que, precisamente, defenderá en el año 63), que era entonces gobernador de la Galia Narbonense, una legatio (misión) que le habría permitido ir a dicho territorio. Él mismo declara que desea ir allí porque “puede influir mucho en las elecciones”.
Sea como fuere, la “legatio” no se llevó a cabo y Cicerón se quedó en Roma. Sabía que la política del Imperio se hacía en la Ciudad. Allí se organizaban las intrigas que, cada vez, amenazaban al régimen (de la República).
Craso, César y algunos otros (Catilina, probablemente C. Antonio) aparecían como adversarios del Senado y habían demostrado que no se echarían atrás ante un golpe de Estado, y tal vez una guerra civil.
Pompeyo estaba lejos, en los campos de batalla de Oriente; el “augurium salutis” se había revelado muy inquietante.
Cicerón podía considerar legítimamente que su presencia en Roma era imprescindible para acabar con los complots y salvaguardar en la medida de lo posible un equilibrio sumamente frágil.
Al intercambiar su provincia con C. Antonio, y al renunciar después a bombo y platillo, solemnemente, a la Cisalpina, aseguraba no sólo la concordia entre su colega y él, sino también su propia presencia en la Ciudad cuando su consulado hubiera terminado.
Para las elecciones consulares para el año siguiente los candidatos eran D. Junio Silano, L. Licinio Murena, Servio Sulpicio Rufo y L. Sergio Catilina.
Sólo uno pertenecía realmente a la aristocracia, D. Junio Silano.
Sulpicio Rufo era un jurisconsulto que Cicerón nos describe (tal vez con intención caricaturesca) como un hombre anodino, un profesional sabio y querido, pero sin más prestigio que su conocimiento de derecho.
L. Licinio Murena era un militar, procedente de una familia “burguesa” de Lanuvium, y que se había distinguido en las guerras contra Mitrídates, en los que ya había participado su padre. Había servido como “legado” bajo Lúculo (Lúculo, que, desde su regreso forzoso de Oriente, estaba esperando que le concedieran el triunfo), y después había sido pretor durante el año 65, y en el 64, “propretor” de la Narbonense, donde, dice Cicerón, se había mostrado justo y había ayudado a hombres de negocios romanos a recuperar créditos que se creían definitivamente perdidos.
Por sus vínculos con Lúculo, Murena podía ser considerado como un segundo candidato de los “aristócratas”, o al menos de los defensores del orden social.
En este grupo de candidatos, el más alborotador, y el más inquietante, era, sin duda, L. Sergio Catilina, al que se dirigían todas las miradas y que protagonizaba una campaña llena de arrogancia.
Cicerón, en el discurso que pronunciará “En defensa de Murena” unos meses más tarde, nos lo muestra(a Catilina) rodeado de un “coro de jóvenes”, protegido por delatores y asesinos”, acompañado por campesinos llegados en tropel desde Arretium (Arezzo) y Faesulae (Fiésole).
Con sus palabras avivaba la codicia de los pobres, tanto que alertó al Senado, aunque éste no se atrevió a tomar ninguna decisión contra aquel molesto candidato, que osaba declarar que “el Estado tenía dos cuerpos, uno débil con una cabeza endeble, el otro vigoroso pero sin cabeza y que, si éste merecía su reconocimiento, tendría una cabeza mientras él, Catilina, estuviera vivo”.
A Catón, que amenazaba con llevarlo ante la justicia, le respondía que “si prendían fuego a su fortuna, el incendio se apagaría, no con agua, sino bajo las ruinas”.
No sabemos en qué momento tuvieron lugar las elecciones.
Algunos historiadores las sitúan en la fecha habitual, a finales de julio, otros piensan que se aplazaron hasta septiembre. Sólo sabemos que tuvieron lugar después de que Lúculo celebrase su triunfo, pues los candidatos tenían sus esperanzas puestas en la presencia en Roma de los 1.600 soldados que lo acompañaban (y cuyos votos fueron a parar, naturalmente, a Murena, el antiguo legado de su general).
Cicerón, por otro lado, había logrado la aprobación, antes de la celebración de los comicios, de una nueva ley sobre la corrupción (lex Tullia de ambitu), que endurecía las penas previstas contra los acusados declarados culpables, pero también contra los jueces que, escogidos regularmente para formar parte del jurado, se negaran, sin una razón válida, a participar en ellos.
Para hacer patente que el recurso a la violencia no era descartable durante la celebración de los comicios, Cicerón se presentó ese día en el Campo de Marte con una coraza bajo la toga, demostración absolutamente simbólica, dirá él mismo en el “Pro Murena”, porque no habría sido el pecho, sino la garganta y la cabeza lo que un asesino habría intentado alcanzar. Los electores dieron su voto a Silano y a Murena.
Una vez más Catilina se encontraba apartado del poder. Así que decidió hacerse con él recurriendo a la violencia. Reunió a sus amigos y les expuso su proyecto.
Catilina se había procurado además un auténtico ejército, reclutado dentro de los burgueses de las ciudades italianas, especialmente en Etruria, donde los antiguos soldados de Sila, establecidos en tierras que les había dado el dictador, se habían mostrado incapaces de cultivarlas, las habían hipotecado y se encontraban en una situación financiera desesperada.
De modo que Catilina tenía agentes en Crotona, Terracina y Piceno. Contaba con ellos para reclutar soldados, hombres que no tenían más esperanza que el pillaje y la guerra civil. Todos ellos se acordaban de Sila y pensaban que una revolución, un asalto cualquiera enriquecían a quienes fueran sus autores o sus instrumentos.
Catilina esperaba incluso encontrar complicidad en África, gracias a P. Sitio, su socio de la “primera conjuración”.
La conjuración de Catilina no fue un movimiento político ni social, como pudieron serlo el levantamiento de Espartaco y la “Guerra Civil”. Era simplemente una tentativa, protagonizada por unos cuantos hombres descontentos con su propia suerte, amargados, arruinados, de apoderarse de las magistraturas y continuar, en su propio beneficio, con los abusos que ellos mismos padecían. Los dirigentes de todo aquel plan eran “nobles”, sus tropas contaban con notables de los municipios, de modo que, entre las filas de los conjurados, se reproducía la misma jerarquía social que en el Estado. No podía esperarse de Catilina y sus cómplices ninguna veleidad de reforma, ni en el funcionamiento de las magistraturas ni en la administración o la defensa del Imperio.
Tras su fracaso en los comicios, Catilina decidió que había llegado el momento de actuar. Sus emisarios se habían marchado hacia el sector que se les había asignado.
Ya era el mes de septiembre cuando uno de los conjurados, Q. Curio, al que su amante, una tal Fulvia, reprochaba que no se mostrara suficientemente generoso con ella, le prometió que pronto los dos serían ricos. Y acabó revelándole los planes de Catilina y sus amigos.
Fulvia, asustada, decidió contárselo todo al cónsul. Era Cicerón el que tenía las “fasces” ese mes. Escuchó lo que Fulvia le decía y, ya el día 23, comunicó al Senado las revelaciones que le había hecho. Pero los Padres no lo creyeron y la sesión, una vez más, se levantó sin que se tomara ninguna decisión. La garantía de que aquella sesión tuvo lugar realmente nos la ofrece un pasaje de Suetonio en la “Vida de Augusto”: se celebró el mismo día en el que nació el futuro emperador, y aquella coincidencia dejó una duradera huella en el sentir común.
El “Catilina” de Salustio propone un relato bastante diferente. Si creemos a Salustio, Cicerón estaba al corriente de los planes de Catilina desde el verano del 64 y esperó meses antes de actuar. Las revelaciones vinieron de Fulvia, como en la otra versión, pero se hicieron a diversas personas, y no directamente, y en primer lugar, al cónsul. Las palabras de Fulvia, repetidas de boca en boca, inquietaron a la opinión pública y entonces los ciudadanos votaron a Cicerón.
Salustio añade que Catilina llevó a cabo durante todo el año 63 una guerra sorda contra Cicerón, que le tendía trampas constantemente, hasta el punto de que éste sólo podía salir rodeado de una guardia secreta. El historiador relata también (aunque poniendo en duda el hecho) que Catilina había obligado a sus cómplices a prestar juramento solemne y que, en el transcurso de la ceremonia, circuló una copa llena de una mezcla de vino y sangre humana de la que todos bebieron.
Salustio, hostil a Cicerón, trata de minimizar su papel, demostrando que su elección al consulado es el resultado de circunstancias fortuitas que, durante meses, Cicerón había estado dudando antes de decidirse a actuar.
Entre tanto, Catilina se preparaba para emprender la insurrección. Sus agentes estaban ya agrupando a los que constituirían el ejército de la revolución. Las noticias empezaban a propagarse por la Ciudad y la inquietud iba en aumento.
Cicerón se sentía desarmado; la inercia del Senado era desesperante.
Cicerón no tenía modo alguno de desatar una represión que sin duda los Padres desaprobarían, cuando se vio impelido a ello por Craso, que, la noche del 20 al 21 de octubre, acudió a verlo con otros dos senadores, M. Claudio Marcelo y Metelo Escipión, ambos pertenecientes a la más alta nobleza, y le entregó un paquete de cartas que un desconocido había dejado en su casa aquella noche. Craso sólo había leído la que iba dirigida a él; no estaba firmada y advertía al destinatario de que sería prudente que abandonase Roma, donde iban a producirse grandes masacres. Cicerón convocó al Senado para el día siguiente por la mañana, y, al comienzo de la sesión, entregó a sus destinatarios las cartas que le había traído Craso, todavía cerradas, y les pidió que las leyeran públicamente. Todas ellas contenían la misma advertencia. Entonces los senadores, alertados por fin, ordenaron que se abriera una investigación.
Al día siguiente el Senado volvió a reunirse. Las noticias de Etruria, que fueron transmitidas a los Padres, pusieron de manifiesto que la insurrección, iniciada en Fiésole, se estaba propagando peligrosamente. Es posible que César estuviera detrás de aquel mensaje, aunque se abstuvo de asistir a la sesión. De aquel modo, Craso (eso es seguro) y César (eso es probable) intervenían para impedir que Catilina llevara a cabo sus planes.
Sea como fuere, a lo largo de la sesión del 22 de octubre, un discurso de Cicerón forzó la decisión y los senadores decretaron el “senatus consultum ultimum” que le encomendaba la misión de defender la República por todos los medios, incluidas las armas.
El cónsul pensó que algunas medidas de movilización bastarían para intimidar a los conjurados. Encargó a dos procónsules, Q. Marcio Rex y Q. Metelo Crético, que estaban esperando a las puertas de Roma a celebrar su triunfo, que se dirigieran, con sus soldados, el primero a Apulia y el segundo a Etruria; después, dos pretores en ejercicio, Q. Cecilio Metelo Céler (que debía a Cicerón la provincia de la Galia Cisalpina para el año siguiente) y Q. Pompeyo Rufo (una personalidad bastante secundaria), recibieron como misión: Metelo levar (reclutar) tropas en Piceno y Rufo acudir a Capua a impedir que los agentes de Catilina constituyeran bandas armadas junto con los gladiadores, siempre numerosos en esa ciudad.
En la propia Roma, L. Emilio Paulo, hermano de Lépido, el futuro triunviro, tomó la iniciativa de emprender una acción legal contra Catilina, acusándolo de violencia (de vi), que era el procedimiento normal en tales circunstancias. Catilina se mostró deshonesto y audaz en su respuesta. Se ofreció a permanecer arrestado, bajo vigilancia, ya fuera en casa del propio cónsul o en la del pretor Metelo Céler. Dado que el cónsul y el pretor se habían negado, acudió a casa de un cómplice, donde naturalmente conservó su libertad de acción, al tiempo que fingía cumplir la ley. Así fue como, la noche del 6 al 7 de noviembre, reunió en casa de M. Porcio Leca, al “consejo” formado por sus amigos. Allí anunció su intención de partir hacia Etruria, donde tomaría el mando del ejército reunido por C. Manlio, antiguo centurión de Sila y principal agente de los conjurados en Italia central. Sin embargo, añadió Catilina, no quería marcharse de Roma dejando allí vivo a Cicerón.
Dos de sus amigos se ofrecieron a eliminar al cónsul, un “caballero”, C. Cornelio, y un senador, L. Vergunteyo. Los dos hombres, con el pretexto de ir a saludar a Cicerón, se presentarían en su casa, al alba del día siguiente (el 8 de noviembre), y lo asesinarían.
Curio, que estaba presente en la reunión, se apresuró a avisar al cónsul y, cuando se presentaron los dos sicarios de Catilina, se encontraron la puerta cerrada.
Esta vez se hacía urgente actuar. El Senado fue convocado en el templo de Júpiter Stator, un lugar que no era indiferente, pues, según la tradición, había sido consagrado por Rómulo durante la guerra contra los sabinos de Tito Tacio, en el momento en el que los romanos se llevaban la peor parte y estaban retrocediendo ante el enemigo, entonces Júpiter “detuvo” al adversario y restableció la situación. El símbolo era claro: había que “detener” la acción de Catilina y erigir frente a él un poder legal, simbolizado por el dios.
Y esa fue la primera “Catilinaria”, un discurso en parte improvisado y que ha quedado como uno de los más célebres monumentos de la elocuencia ciceroniana.
Cicerón recuerda los precedentes que según él lo autorizaba a hacer ejecutar a Catilina, pero quiere, dice, mostrarse “clemente”, es decir, de acuerdo con las tradiciones de la ciudad, esforzarse, por todos los medios, para salvar la vida de un ciudadano. Todo cambiaría si Catilina, marchándose de la ciudad, se unía al ejército que había constituido en Etruria. En ese caso habría faltado por iniciativa propia a su deber de ciudadano, se convertiría en hostis, enemigo de Roma, y la responsabilidad de su muerte en combate no recaería sobre el cónsul.
A los historiadores modernos les gusta hablar de la “debilidad” de Cicerón, que temía, dicen, correr la misma suerte que Rabirio.
Los senadores quedaron, por fin, convencidos de que la conjuración no era una invención del cónsul, una provocación organizada de principio a fin.
Catilina intentó responder; bajando el tono, empezó recordando a los Padres el rango de su familia, su antigüedad y la tradición de esa República “paternalista” que quiere que la más alta nobleza esté al servicio de la plebe.
Frente a esa nobleza, que es la del patricio Catilina, qué crédito puede tener Cicerón, un hombre llegado de Arpino, un “inmigrado” (inquilinus, ¡palabra que se aplica a los arrendatarios de un edificio!), y, en definitiva, un intruso en la vida política.
Los senadores no se dejaron engañar por aquel lenguaje.
Al final, en medio de sus gritos de hostilidad, Catilina abandonó la sesión amenazando con “apagar las llamas que lo rodeaban bajo los escombros del Estado”.
Catilina, pues, se marchó de Roma. Había fracasado en su tentativa de tomar el poder en la Ciudad.
Quedaba el campamento de Manlio; allí acudió, con la esperanza de volver pronto, a la cabeza de sus soldados, mientras los otros conjurados, sobre el terreno, preparaban su regreso desatando una acción contra los cónsules y las demás autoridades. Sin embargo, con el fin de ocultar sus verdaderas intenciones, escribía a sus amigos y al “príncipe del Senado”, Lutacio Cátulo, que se iba a Marsella, en exilio voluntario, cediendo ante las injustas acusaciones de sus enemigos, que su único crimen había sido hacer suya la causa de los pobres, para protegerlos contra las inhumanas exigencias de sus acreedores. Por su parte, Manlio, en una carta, mantenía más o menos el mismo discurso ante el procónsul Marcio Rex. En realidad contrariamente a las buenas intenciones manifestadas, Catilina seguía adelante con sus preparativos guerreros; en lugar de tomar el camino hacia Marsella por el litoral (la Vía Aurelia), se dirige hacia Arretium, donde se encontraba su otro agente, C. Flaminio, y desde allí marcha hacia Fiésole, enarbolando las insignias de un “imperator”.
Los senadores no tardaron en enterarse, y declararon a Catilina “hostis”(enemigo públco), al tiempo que ofrecían la impunidad a sus cómplices si deponían las armas antes de una fecha determinada. A pesar de ello, ninguno de los partidarios de Catilina abandonó su campamento.
Entretanto, ya el día 9 de noviembre, Cicerón, en un discurso dirigido al pueblo (la segunda “Catilinaria”, exponía enteramente el caso, denunciaba las verdaderas intenciones de los conjurados y demostraba que las fuerzas de las que disponía la República no dejaban a Catilina ninguna posibilidad de éxito.
El cónsul seguía esperando que la lucha armada tuviera lugar fuera de Roma: “Intentaré –dice expresamente –que, en la medida de lo posible, ningún malvado, sea quien sea, sufra, sobre el suelo de nuestra Ciudad, el castigo de su crimen”.
Los enemigos del exterior (el ejército de Manlio) tendrían enfrente, para combatirlos, a un ejército consular, dirigido por C. Antonio, que había recibido aquella misión expresa por orden del Senado.
Cicerón se quedaba como el único director del juego en el interior. Pero, ¿qué podía hacer, si quería respetar las leyes que prohibían ejecutar a un ciudadano sin una sentencia dictada por un tribunal emanado del pueblo?
En principio, el senadoconsulto último con el que contaba suspendía la aplicación de dichas leyes, salvaguarda de la “libertas”, pero ya hemos visto, con Roscio de Ameria, que ese aspecto jurídico era controvertido.
Posiblemente sea injuriar a Cicerón decir que sus dudas a la hora de hacer uso de aquel senadoconsulto son una señal de cobardía. Nosotros preferimos pensar que reflejan su respeto a las reglas de la Ciudad, su aversión a todo aquello que compromete la concordia entre los ciudadanos.
El final del mes de noviembre discurrió a la espera. Los conjurados seguían preparando la insurrección. El cónsul no relajaba su vigilancia.
Entretanto, Cicerón se enteraba, gracias a sus informadores habituales, de que los conjurados habían fijado la fecha del 16 de diciembre para emprender los incendios y las masacres en Roma.
Se hacía urgente aportar una prueba tangible de la catástrofe que se avecinaba.
Y en ese momento se la procuró a Cicerón una imprudencia de los conjurados.
Hacía algunos días había llegado a la Ciudad una delegación de los alóbroges (galos), que decían tener quejas de su antiguo gobernador, L. Murena, aquel que precisamente había defendido Cicerón de la acusación de corrupción realizada por Catón y que acababa de ser absuelto. Léntulo, que dirigía las operaciones de los conjurados en la Ciudad, encargó a un liberto, llamado P. Umbreno, que entrase en contacto con esos alóbroges.
Se celebró una reunión en la casa de D. Bruto, cerca del foro. Los conjurados pidieron ayuda a los galos (alóbroges), prometiendo a cambio hacer anular sus deudas. Pero los (galos (alóbroges), sopesando los pros y los contras, decidieron que la decisión más segura era denunciar a los conjurados al cónsul.
Éste organizó entonces una emboscada: los alóbroges debían obtener de los conjurados un compromiso escrito que se llevarían con ellos. Cuando, el 3 de diciembre, los delegados galos, en el camino de vuelta, se presentaron en el puente Milvio (sobre el Tíber, en la salida norte de Roma), fueron detenidos por unos soldados por orden de dos pretores.
Cicerón tenía por fin las pruebas escritas de la traición. Inmediatamente hace arrestar a los conjurados cuyos nombres figuran en los documentos interceptados, realizan pesquisas en sus domicilios y convoca al Senado en el templo de la Concordia (al pie del Capitolio).
Salustio, en ese momento, evoca la mezcla de sentimientos de Cicerón: su felicidad por haber desvelado la conjuración y librado a la patria de los peligros que corría, pero, al mismo tiempo, su apuro al no saber qué debía hacer después de arrestar a ciudadanos de tan alto rango. Pero nadie puede detener ya ni la investigación del Senado ni el viraje en la opinión popular: hasta entonces bastante favorable a Catilina, al que considera su defensor; la plebe se vuelve de repente hostil a él, en cuanto entiende que la revolución supondría para ella pérdidas y sufrimientos.
Cicerón recibe elogios sin cuento. Pronuncia ante el pueblo su tercera “Catilinaria”: es el final de la tarde, la noche va a caer; por última vez, los ciudadanos toman las precauciones necesarias, se encierran en sus casas, hacen rondas. Pronto volverá la calma, con la paz, a la Ciudad salvada gracias al celo del cónsul.
Todo el final del discurso está impregnado de una atmósfera religiosa; desde hacía varios años, los presagios desfavorables se venían multiplicando, había caído un rayo sobre el Capitolio y no había librado de la destrucción a la loba amamantando a Rómulo. Los arúspices habían ordenado levantar una estatua de Júpiter más grande que la que ya existía, y dirigirla hacia Oriente, es decir, hacia el foro. Las obras se habían llevado a cabo sin demasiada energía, y no habían terminado hasta ese día. Cicerón deduce de ello un feliz presagio: las dificultades tocan a su fin. Las advertencias hechas por los dioses durante el “augurium salutis” son por fin claras; se referían a la conjuración, y ahora se han desvanecido.
Los especialistas modernos tienden a observar estas fórmulas como meramente oratorias y destinadas a satisfacer las supersticiones populares. Pero probablemente se equivocan.
La devoción a Júpiter se confunde con un conjunto de sentimientos profundos anclados en el alma romana y que Cicerón también experimenta, como todos los ciudadanos: la necesidad de encomendarse, una vez tomadas las medidas humanas, a la protección divina, y Júpiter encarna la fe en el destino de Roma que todos albergan en su interior.
La noche del 3 de diciembre se daba la circunstancia de que precisamente, las damas romanas estaban celebrando la fiesta de la Bona Dea (la Buena Diosa) en casa de Cicerón.
Los hombres estaban excluidos de las ceremonias (de esta fiesta), de modo que Cicerón pasaba aquella velada fuera. Y de pronto, en plena noche, y en medio de sus reflexiones sobre la actitud que debía adoptar, Terencia viene a verlo y le dice que se ha producido un prodigio: cuando la ceniza, sobre el altar en el que estaban quemando las ofrendas a Bona Dea, parecía ya enfriada, se levantó de repente una gran llama. Las vestales (entre las que se encontraba Fabia, la hermanastra de Terencia) interpretaron el presagio. Es la propia diosa (a la que rogaban la salvaguarda de Roma) la que lo envía. Cicerón tiene que proseguir con su acción contra los conjurados; en ese caso, el camino de la seguridad y la gloria será iluminado por una intensa luz. Tales son, más o menos, las palabras de Plutarco, que ha conservado hasta hoy el recuerdo de esa extraña escena.
La llama del altar, y también los consejos de Quinto Cicerón (su hermano) y del filósofo neopitagórico Nigidio Fígulo, que se encontraban en aquella noche junto a Cicerón, acabaron de decidir al cónsul.
Durante la jornada del día 4, en el Senado siguió adelante la investigación. Estaban escuchando a un tal L. Tarquinio, al que habían detenido en el momento en el que se dirigía hacia el campamento de Catilina.
A cambio de la promesa de impunidad, ofreció precisiones sobre los propósitos de los conjurados, pero añadió que había recibido instrucciones de Craso de instar a Catilina a actuar lo antes posible. Aquella declaración resultaba especialmente sorprendente a la vista de que el propio Craso había denunciado dos meses antes la conjuración; así pues, los senadores consideraron que Tarquinio había mentido y lo hicieron encarcelar.
¿Quién había podido sugerir a Tarquinio que mencionara a Craso? Él no lo dijo, y las conjeturas se multiplicaron. Algunos acusaron incluso a Cicerón de estar detrás de aquella mentira. Acusación muy poco plausible, dado que el cónsul, cuando C. Calpurnio Pisón (antiguo gobernador de la Cisalpina, al que había defendido Cicerón, y Q. Lutacio Cátulo le pidieron que incluyera el nombre de César en la lista de los conjurados, se había negado a hacerlo. Sin duda, César no se había aliado, al menos esta vez, con Catilina. Pero seguía siendo sospechoso de complicidad con él, probablemente debido a su actitud en el año 65, y unos “caballeros” romanos que montaban guardia, armados, , alrededor del templo de la Concordia, donde tenía su sede el Senado, lo amenazaron con la espada cuando salió de la sesión.
El desenlace del drama se produjo en la jornada siguiente. 5 de diciembre, día de la “nonas”. Cicerón, una vez más, convocó al Senado y le preguntó cuál debía ser la suerte de los conjurados presos.
El cónsul designado, Silano, se decantó por la muerte. Lo siguieron varios senadores. Cuando llegó el turno de César, éste pronunció un discurso bastante largo cuya esencia nos ha llegado gracias a Salustio.
En él alertaba a los Padres contra una resolución dictada por la cólera; advirtió respetuosamente de que las leyes y costumbres de los romanos los obligaban a mostrarse clementes. Hay otros medios además de la muerte para impedir que los conjurados hagan daño.
Aquellas palabras llegaron a muchos oyentes. Pero a continuación habló Catón, que se mostró implacable. La severidad de Catón acabó imponiéndose. Esa misma noche, por orden de Cicerón, la sentencia del Senado fue ejecutada.
Los culpables, acompañados hasta la prisión, el siniestro Tuliano, al pie de la ciudadela capitolina, por las más grandes personalidades del Senado, fueron ajusticiados.
Cuando el último había sido estrangulado, Cicerón pudo declarar ante la multitud silenciosa que los amigos de Catilina “habían vivido” (vixerunt). Entonces se oyeron gritos de alegría y, espontáneamente, se formó un cortejo que, atravesando el foro a la luz de las antorchas, escoltó a Cicerón hasta su casa de las Carenas.
La rebelión aún no estaba completamente derrotada, pues las tropas de Catilina seguían dominando Etruria.
Pero aquel pequeño ejército, compuesto de dos legiones, no tardó en tener que ponerse a la defensiva. Rodeado por C. Antonio y Q. Metelo Céler, debe combatir cerca de Pistoya. Catilina que se da cuenta, tras asistir a la derrota, de que no queda más salida que la muerte, cae en la contienda. Esto sucedía a finales del mes de enero, y Cicerón había concluido su consulado.
Cicerón durante las sesiones del Senado que habían precedido a las nonas de diciembre, había recibido multitud de alabanzas de los Padres, que lo habían declarado “padre de la patria” y habían ordenado “súplicas” en su honor, es decir, agradecimiento a los dioses por haber permitido que salvara la Ciudad.
8. FRENTE A LOS TRIUNVIROS
Del consulado al exilio
La ejecución de los conjurados, en los meses de diciembre no puso fin a la crisis que había estado a punto de provocar la tan temida catástrofe. Aun después de la victoria, esperada, de las fuerzas enviadas por el cónsul y el Senado contra el ejército de Catilina, nada se resolvió.
La impresión que nos queda es que las verdaderas causas de la conjuración se encontraban en los incesantes conflictos que surgían entre las ambiciones personales de “grandes” personajes, incapaces de aceptar la vieja regla de la República según la cual todo ciudadano, fuera cual fuera el servicio prestado al Estado, fuera cual fuera la gloria que gozara, debía conformarse con su prestigio en el Senado y su “dignitas” ante el pueblo.
Los principios que invocaba Catilina y, después de él, Manlio, en una carta que había enviado a Marcio Rex, su deseo de socorrer a los desvalidos, de aligerar el peso de las deudas, de poner fin a los desmanes de los usureros, eran poco más que simples pretextos.
Era posible hallar otros medios, aparte de la violencia, para resolver esos problemas; en un pasado reciente se habían tomado algunas medidas económicas y se había propuesto otras.
Si había sido tan fácil para los conjurados levar las tropas entre los veteranos de Sila, es porque esos antiguos soldados, instalados en unas tierras que deberían haber cultivado, no estaban en absoluto preparados para llevar el estilo de vida tradicional de los campesinos italianos. Un campesinado no se improvisa, sobre todo con hombres habituados a vivir de la guerra, para los que la riqueza consistía en dinero y no en cosechas. Pero después de todo, los instigadores de la guerra civil no eran los habitantes de los municipios ni los colonos arruinados: la política del Imperio se hacía en Roma, como también había comprendió Cicerón, al rechazar una promagistratura.
Todavía no había pasado el último mes de su consulado cuando ya empezaron los ataques contra la política de Cicerón.
Metelo Nepote, ya el 10 de diciembre, había presentado un proyecto de ley para hacer regresar a Pompeyo y encomendarle el restablecimiento del orden. Al mismo tiempo atacaba a Cicerón y le reprochaba que hubiera hecho ejecutar sin juicio a unos ciudadanos romanos.
La intención de Nepote era lograr que Pompeyo desembarcase lo antes posible, con su ejército, y se hiciera con el poder, repitiendo el procedimiento de Sila.
Cicerón se defendió primero en el Senado, el mismo 1 de enero, haciendo frente al tribuno, y después en el transcurso de una contio, convocada unos días más tarde por Metelo Nepote.
De este segundo discurso sólo tenemos algunos fragmentos, que nos permiten entrever que Cicerón sostenía que la responsabilidad del caso correspondía enteramente al Senado, que él sólo había actuado bajo mandato de éste, y que la polémica despertada por Nepote tenía por objeto desacreditar a los Padres.
Éstos entendieron la amenaza y encargaron a dos tribunos, Catón y Minucio Termo, que se opusieran a que la rogatio de su colega fuera sometida a la asamblea.
El foro fue escenario de algunas refriegas, por lo que el 3 de enero, los senadores ordenaron una vez más a los cónsules que tomaran todas las medidas que consideraran necesarias para la seguridad del Estado.
Tres hombres aparecían en ese momento como los líderes del juego político: Craso, que, gracias a su inmensa fortuna, podía comprar muchas conciencias; César, que contaba con el favor de la plebe por múltiples razones, empezando por el hecho de haber propugnado la clemencia para con los conjurados, y Pompeyo, cuyo inminente regreso sobrevolaba la vida de la Ciudad.
Craso, en el momento en el que se creía iba a llegar Pompeyo, decidió irse de Roma con su familia y todos los bienes personales que pudo llevarse.
Se marchó a Macedonia, ya fuera porque realmente tenía miedo de Pompeyo o porque, como dice Plutarco, quisiera hacer que resultara odioso a los ojos del pueblo, al fingir que lo temía.
César, por su parte, se limitó a refutar las acusaciones de haber sido cómplice de Catilina que lo abrumaban. Hizo encarcelar a los calumniadores y obtuvo de Cicerón un testimonio de “buena conducta” que certificaba que había facilitado espontáneamente al cónsul información sobre la conjuración.
Respecto a Pompeyo, la polémica en el Senado en torno a la proposición de Nepote había puesto de manifiesto que los Padres no le eran favorables. No le perdonaban que hubiera obtenido, en contra de su voluntad, ese mando gracias al cual había adquirido tanta gloria. Probablemente habían aceptado que Cicerón, durante su consulado, hiciera conceder al vencedor de Mitrídates diez días de “súplicas”, pero tenían la intención de demostrar que la Ciudad no lo necesitaba para restablecer el orden.
El día siguiente a la victoria, en las nonas de diciembre, Cicerón ya había enviado a Pompeyo una larga carta “igual que un libro” (un volumen, un rollo entero) para exponerle en detalle su acción contra los conjurados.
Pompeyo se había indignado, pues consideraba que Cicerón exageraba el alcance de sus propias hazañas, por ende, minimizaba la importancia de las suyas.
No disponemos de la carta de Cicerón, pero un escoliasta nos asegura que éste “con orgullosa jactancia, se situaba por encima de todos los generales cubiertos de gloria”. Algo que seguramente excitó la cólera de Pompeyo.
En realidad, de lo que se trataba aquí era –más que de un conflicto de amor propio, incluso de vanidad, entre los dos hombres –del viejo debate (cuyos ecos hemos oído en el discurso “Pro Murena”) entre la gloria militar y la gloria adquirida en la paz.
Pero la conciencia de Cicerón de sus propios méritos (por intensa que fuera en su caso) no se reducía a una mezquina vanidad.
Creía, muy sinceramente, haber encontrado una nueva senda para la Ciudad, una manera hasta entonces inédita de arreglar los problemas que los conflictos entre los hombres hacían renacer sin cesar.
La autoridad que confería a los magistrados legalmente elegidos el acuerdo de todos los ciudadanos (concordia ordinum), bastarían para evitar, por medios pacíficos, lo que Cicerón consideraba el mayor de los males, los enfrentamientos de una guerra civil.
No es seguro que Pompeyo comprendiera esa intención de alguien que, en el pasado, lo había ayudado a obtener el mando de la guerra contra Mitrídates, y que ahora podía parecer erigirse en rival.
Pompeo contestó al largo informe de Cicerón con una carta bastante fría, a la que Cicerón respondía con una leve tarjeta que figura en la “Correspondencia”: de manera velada, Cicerón atribuye el relativo silencio y la reserva de Pompeyo a la influencia de Metelo Nepote (que se marchó de Roma para unirse al ejército de Oriente), que sin ninguna duda ofreció a su imperator un tendencioso relato de la manera en la que había actuado Cicerón.
La carta que le escribió Cicerón en torno al mes de abril del 62 proponía a Pompeyo una auténtica alianza, que era al mismo tiempo un programa político: “cuando vengas –decía la carta –reconocerás en lo que he hecho tanta sabiduría y tanta grandeza de alma que no te costará aceptar que tú, que eres mucho más grande que Escipión el Africano, y yo, que no soy muy inferior a Lelio, seamos aliados en la política y la amistad”.
El tiempo aquí evocado es el que había precedido a las guerras civiles, durante el cual Escipión Emiliano, el segundo “Africano”, dominaba con su autoridad personal y su gloria la Ciudad entera, asistido por su amigo Lelio, portavoz junto a él de la filosofía y la sabiduría.
Una vez terminado el consulado, Cicerón retomaba su vida habitual.
Consciente de la importancia que había adquirido en la Ciudad, abandonó la vieja casa de las Carenas (que dejó a su hermano) y compró otra en el Palatino. Era una casa que pertenecía a Craso. Le costó tres millones y medio de sestercios, una suma muy considerable que no poseía.
Tuvo que pedir dinero prestado a P. Cornelio Sila, al que, poco después, iba a defender de la acusación de haber participado en la conjuración de Catilina.
La nueva casa de Cicerón estaba situada en el barrio más bonito de Roma.
Simbolizaba el éxito del orador y su ascenso social, una realidad tan manifiesta que a P. Clodio, después de haber empujado al exilio a su enemigo(Cicerón), le faltó tiempo para apoderarse ávidamente de ella.
El ensañamiento de Clodio, a la sazón recién convertido en “plebeyo”, al echar a Cicerón del Palatino, nos permite entender hasta qué punto la “vieja nobleza” veía como un intruso al cónsul del 63 y lo mantenía a distancia.
A principios de ese año 62 se produjeron varios “ajustes de cuenta” con el pretexto de castigar a los amigos de Catilina.
Fueron acusados “de vi” (de violencia) toda una serie de personajes.
Algunos de ellos pidieron ser defendidos por Cicerón, que se negó sistemáticamente.
Pero al mismo tiempo que llegó a testificar contra Antonio Peto, que había sido colega suyo como “cuestor” en el año 75, (y que fue condenado al exilio), accedió a defender a su colega P. Cornelio Sila que, sin duda alguna, había tenido gestos de complacencia con los conjurados, aunque no había participado de manera activa en su complot.
Es muy difícil, a día de hoy, decidir si el abogado accedió (en compañía de Hortensio) a defender a P. Cornelio Sila porque consideraba buena su causa, o si se había visto obligado en cierta medida a ello por un préstamos (de dos millones de sestercios) que le había proporcionado el acusado para poder comprar la casa del Palatino.
También es verdad que P. Cornelio Sila aparecía como un “senador moderado”, de esos con los que Cicerón le interesaba estrechar lazos ahora que los “populares” empezaban a reprocharle la ejecución de los conjurados.
Un joven llamado L. Manlio Torquato, de la más alta aristocracia, acusó a Cicerón de actuar como un tirano y de no ser en Roma, después de todo, más que un “extranjero”-
Se estaba formando una “opinión común hostil “a Cicerón.
Cicerón, por su parte, intentaba ganarse todos los apoyos posibles.
Defendió a C. Antonio que gobernaba Macedonia como procónsul tras la derrota de Catilina y del que llegaban rumores desfavorables sobre su administración. Cicerón le defendió en el Senado para impedir que lo hicieran regresar.
¿Actuaba Cicerón solamente en virtud de los lazos morales que, en principio, unían a los magistrados de un mismo colegio, o tenía razones, menos confesables?
Varias cartas, escritas entre el final del 62 y el mes de enero del 61, pueden hacer suponer que existía un pacto secreto entre los dos hombres: posiblemente Cicerón, cuando logró que C. Antonio obtuviera Macedonia como provincia en el 62, reclamó la parte de los beneficios que provendrían de dicho gobierno. Estas cartas muestran a un Cicerón irritado con Antonio sintiendo la necesidad de recordarle los eminentes servicios que le ha prestado. Esta irritación viene provocada al parecer, por las malas palabras que Antonio profiere contra él, repitiendo que las sumas que recauda a sus administrados van, en parte, destinadas a Cicerón y que éste ha enviado a Macedonia a un liberto para controlar el reparto de los beneficios.
Lo que parece seguro es que Cicerón esperaba que su antiguo colega le prestara dinero destinado a saldar la suma que seguía debiendo por la compra de la casa, y que C.Antonio no tenía prisa para hacerlo.
El alegato que pronunció Cicerón en favor de Arquias ese año 62, aparece como un momento luminoso, alejado de las intrigas y los ataques personales en medio de los cuales se debatía Cicerón.
El reconocimiento que éste albergaba hacia su antiguo maestro, explica que, siendo ya una personalidad consular, no pusiera reparo para defenderlo. Tal vez, al mismo tiempo, se proponía agradar a Lúculo, de quien Arquias era y había sido mucho tiempo amigo íntimo; pero Arquias es, sobre todo, a sus ojos, el dispensador de la gloria y la inmortalidad que puede proporcionar la poesía.
Encontramos ya en la “peroración” del discurso argumentos que volverán aparecer en las “Tusculanas”, muchos años después: el deseo de gloria que oprime las almas, demuestra que existe en nosotros el sentimiento de una especie de inmortalidad, que el recuerdo que dejamos no es indiferente, pero que, en lo más recóndito de la muerte, conseguirá tocar “alguna parte de nuestra alma”.
Entre el “Pro Archia” y las “Tusculanas”, el Sueño de Escipión, que pondría fin al “De república”, demuestra que Cicerón nunca dejó de creer en alguna forma de supervivencia, que espera a aquellos cuya acción sobre nuestra tierra se ha revelado particularmente destacada.
Arquias, naturalmente, obtuvo satisfacción ante el tribunal que presidía Quinto Cicerón, a la sazón pretor.
Al final del año 62, Pompeyo desembarcaba por fin en Brindisi y, al parecer, estaba en paz con Cicerón.
Pompeyo, informado de la conducta de su mujer, Mucia, que había tenido numerosos amantes mientras su marido estaba lejos, la repudia sin ni siquiera escucharla.
Pompeyo licenció a sus soldados y esperó a que el Senado le concediera el “triunfo”.
En el momento preciso en el que regresaba Pompeyo, en diciembre del 62, se producía un escándalo, del que Cicerón informa a su amigo Ático.
El asunto se remontaba a principios de diciembre, cuando en la casa de César, entonces pretor, las mujeres celebraban los ritos de la Bona Dea. La celebración se había visto perturbada por la presencia de un hombre, llegado en secreto y disfrazado de arpinista. Desenmascarado, pudo escapar, pero nadie dudaba de que se trataba de P. Clodio, que había acudido a buscar a Pompeya, mujer de César, de quien se decía era amante.
Aquel desliz de un joven aristócrata se convirtió rápidamente en cuestión de Estado.
Al principio daba la impresión de que se quería sofocar o, al menos, minimizar el escándalo provocado por la sacrílega presencia de P. Clodio en la casa de César la noche en la que las damas de Roma celebraban la fiesta de la Buena Diosa.
Nadie hacía una tragedia de aquella transgresión de la regla religiosa. Pero una parte de los senadores capitalizaron el asunto como un buen pretexto para alejar de la vida política a un joven que parecía peligroso.
Un antiguo pretor, Q. Cornificio, uno de los que el año anterior habían recibido la misión de albergar en su casa a los conjurados, evocó ante el Senado la aventura de Clodio. El Senado consultó a los pontífices y las vestales, que declararon que efectivamente había sacrilegio.
César repudió a su mujer Pompeya y cuando durante el juicio, le preguntaron en el interrogatorio por qué se había divorciado, si sabía que Clodio había seducido a Pompeya, él contestó con una frase que se hizo famosa, que lo ignoraba, pero que “la mujer de César no debía ni tan siquiera ser objeto de sospecha”.
Entre tanto el procedimiento iniciado por Q. Cornificio seguía su curso con la autoridad que les daba la respuesta de las más altas autoridades religiosas, los senadores encargaron al cónsul que tenía las “fasces” en el mes de enero, M. Pupilio Pisón Calpurniano, que propusiera una rogatio para solicitar la acusación de P. Clodio.
Poco a poco, todos los personajes importantes de la Ciudad se vieron obligados a tomar partido.
Cicerón, en una carta a Ático fechada el 25 de enero, cuenta cómo de esa manera había podido conocer los verdaderos sentimientos de Pompeyo con respecto a él: en apariencia, el “imperator” se presenta como amigo de Cicerón, como partidario decidido del Senado, pero da la impresión de que, tras esa fachada, se oculta una profunda envidia. Pompeyo juega a un doble juego. Cicerón aún no se explica muy bien las razones de esta actitud.
Parece claro que Pompeyo había empezado ya a acercarse a César y Craso; tal vez estemos aquí ante el verdadero inicio de lo que acabará siendo una asociación para la toma y la explotación del poder, el primer “triunvirato”, que va a dominar por completo la vida pública durante los años siguientes.
Mientras se suceden las “contiones”, siempre a cuenta de P. Clodio, Craso, por su parte, se ve empujado a pronunciarse sobre la política de Cicerón durante su consulado. Craso se deshace en elogios, algo que, a decir de Cicerón, genera en Pompeyo, presente en la “contio”, algunas saludables reflexiones.
Cicerón aprovecha para pronunciar, a su vez, un discurso que, según dice a Ático, entusiasmó al pueblo. En él hablaba de la recuperación de la autoridad del Senado, del acuerdo de los “caballeros” (équites) con los “Padres” (senadores) (¡el gran problema desde hacía generaciones!), del apoyo que Italia entera ofrecía a la política de Cicerón (punto importante, que demostraba que los recuerdos de la “Guerra Social” se habían disipado por completo), de la esperada victoria sobre los conjurados y de los resultados obtenidos al final: disminución del coste de la vida y tranquilidad general.
Por un momento, Cicerón tiene la impresión –la fantasía –de que ha reunido en torno a él a todos los hombres de buena voluntad, que goza del favor de la plebe, agradecida por lo que ha hecho por ella. Una fantasía de la que no tardará en salir.
La batalla, en torno a la “rogatio”contra P. Clodio, se prolongaba. Los hombres de Clodio, los “jóvenes” que habían seguido, al menos, favorecido a Catilina, intervienen en el foro para impedir la adopción del proyecto. Al final, el Senado tuvo que amenazar con suspender toda actividad si no se celebraba la votación.
El asunto se había convertido en un enfrentamiento entre la “gente honesta” (los boni) y los demás. Y hacía que asomase aquello a lo que Cicerón temía más que a nada, una escisión de la Ciudad.
Después de tantos esfuerzos y querellas por ambas partes, el juicio se inició en el mes de mayo, ante un tribunal compuesto por jueces elegidos por sorteo, y no escogidos por el pretor, como preveía el texto propuesto por el cónsul. Algo que, mediante el sistema de recusaciones, permitió a P. Clodio y los suyos sobornar a un número suficiente de jueces como para asegurarse una mayoría de votos favorables. Sin embargo, aun con un jurado compuesto de aquel modo, por un momento pareció que Clodio iba a ser condenado. No en vano, para su defensa había afirmado que, en el momento en el que decían que estaba entrando en la casa de César, él se encontraba muy lejos de allí, en Interamna (Terni, en Umbría, a medio camino entre Narni y Rieti).
Aquella coartada habría podido forzar la decisión de los jueces, pero Cicerón, llamado como testigo, declaró que Clodio había ido, unas horas antes, a saludarlo a su casa del Palatino. Tras este testimonio, la suerte del acusado parecía echada.
Pero durante la noche se multiplicaron los tratos, a unos se les entregó dinero, a otros se les aseguraron los favores de ciertas damas e incluso de jóvenes de buena familia. De tal modo que, de los 56 jueces que componían el tribunal, solamente 25 votaron a favor de la condena, y 31 a favor de la absolución.
P. Clodio no perdonará nunca a Cicerón su testimonio y, durante el resto de su vida, lo perseguirá lleno de odio.
La razón que parece más probable de que Cicerón, que era amigo de Clodio, testimoniara en contra, puede ser el deseo de asestar un golpe a esos jóvenes agitadores que rodeaban a Clodio como en su momento habían rodeado a Catilina.
Y es que en Roma había una juventud turbulenta, ávida de conquistar las plazas y, más aún, de abandonarse al placer. Cicerón consideraba que constituían un peligro para la Ciudad, y la absolución de Clodio era a sus ojos una derrota de la “gente honesta”, aquella en la que confiaba para recuperar una vida política más sana.
Todo esto lo escribió Cicerón en una carta a Ático a principios de verano del 61. En ella cuenta cómo, al día siguiente de aquella escandalosa absolución, se había enfrentado con Clodio en el Senado, afirmando que la unión de las “gentes de bien” subsistía a pesar de todo y que la moral triunfaría un día.
Clodio le hizo frente y acusó a Cicerón de comportarse como un “tirano” (rex). La escena había degenerado en un intercambio de insultos bastante intensos. Clodio fue obligado a callarse por los abucheos de los senadores, pero su rencor persistía.
César, que había ejercido la “pretura” en el 62, esperaba la conclusión del juicio de Clodio para acudir a la provincia de Hispania Ulterior, que le había sido atribuida por la suerte.
Pero, ante la exigencia de sus acreedores, a los que se dice que debía 25 millones de sestercios, tiene que pedir ayuda a Craso, que le adelantó la suma. Lo que constituía un sólido vínculo entre los dos hombres, pues Craso tenía ahora el máximo interés en que la carrera de César siguiera un curso feliz.
Quinto Cicerón había obtenido, tras su “pretura”, el gobierno de la provincia de Asia, donde debía quedarse tres años. Quiso tomar a Ático como legatus, pero éste rechazó la oferta.
Ático (amigo de Cicerón), como auténtico romano, ayuda a Cicerón en sus actividades políticas. Lo ha demostrado durante los dos años anteriores, cuando se encontraba en Roma expresamente, al parecer, para ayudar a su amigo; pero sobre todo, es el compañero del otium, el confidente y también hasta cierto punto, el padre espiritual.
Ático, al igual que Cicerón detesta hacerse cargo de las funciones oficiales en las provincias. Pero por otras razones: Ático se aferra a la máxima epicúrea que desaconseja a los adeptos de la secta participar en la vida política, fuente de angustias, de preocupaciones, enemiga de la calma interior, que es la condición del Soberano Bien.
Cicerón ha hecho otra elección, más acorde con la doble tradición de Aristóteles y el Pórtico (de la Estoa); cree que la más alta realización de un hombre consiste en trabajar por el bien de la Ciudad.
En una carta a Ático que estaba en Roma, nos da información sobre todo cómo veía y vivía Cicerón la situación política, en aquellos años en los que sentía que su influencia, considerable al final de su consulado y en los primeros años posteriores, va disminuyendo, en beneficio de los hombres cuya preeminencia es cada día más evidente.
El gran problema es, primero, mantener el entendimiento que, durante la crisis de Catilina, se había establecido entre el Senado y el orden ecuestre. Varias circunstancias lo ponían en peligro.
En primer lugar una torpe maniobra de los senadores “ultra” (probablemente respaldados por Catón), que solicitaron una investigación sobre los jueces que habían recibido dinero. Los “caballeros” consideraron injurioso aquel senadoconsulto. ¿Iban a volver los tiempos de los Gracos y de las querellas entre los órdenes?
Cicerón estuvo ausente cuando el Senado dictó aquel decreto. Durante una sesión posterior, tomó la palabra para tratar de arreglar las cosas, pero confiesa que lo incomodaba bastante adoptar una postura que parecía ponerlo del lado de los prevaricadores.
Otra cuestión vino a comprometer un poco más las buenas relaciones entre senadores y “caballeros”, la de las granjas de Asia. Los publicanos que habían obtenido el contrato se dieron cuenta de que habían aceptado un precio demasiado alto, que los ingresos reales serían muy inferiores a los que habían previsto. Así que pidieron al Senado una revisión del contrato. Los senadores, alentados por Catón, rechazaron la solicitud. Aunque Cicerón juzgaba aquella demanda “escandalosa” (turpis), no por ello dejó de defenderla en el Senado, primero para evitar ese conflicto entre “caballeros” y senadores, que él temía más que a nada, y después, tal vez, porque los “caballeros” contaban con el apoyo de Craso.
El debate tuvo lugar los días 1 y 2 de diciembre. Cicerón habló mucho rato.
Cree que el Senado se pondrá de su lado; tiene muchas esperanzas de preservar la tan deseada concordia. Pero la realidad le quitó la razón.
La intransigente posición de Catón, que, la noche del día 2, todavía no había tomado la palabra, se impuso finalmente y habrá que esperar al consulado de César, en el año 59, para que los “caballeros” vean satisfechas sus aspiraciones.
Cicerón no oculta a Ático sus inquietudes por los años que vienen. No en vano, desea mantener su posición en el Estado, sobre todo porque la siente amenazada.
Se emplea a fondo no sólo en el Senado y en las “contiones”, sino con escritos en los que hace apología de sí mismo y de su consulado.
El primer escrito mencionado es una historia de su consulado en griego; Cicerón se lo anuncia a Ático en una carta del 15 de marzo del año 60.
Esa misma carta nos informa de que está a punto de terminar un relato en latín sobre el mismo tema, y por último, está trabajando en un poema en latín, en tres cantos.
Ático había tomado la iniciativa de escribir un relato, en griego, sobre el consulado de su amigo, un “Commentarius consulatus”: el título es el mismo que el del célebre texto de los “Comentarios” de César sobre las guerras de las Galias. Esta palabra designa una exposición carente de ornamentos literarios, una especie de memorándum, y Cicerón, dando las gracias a Ático, no deja de señalarlo.
Él opone a ese “Commentarius” su propia obra, que ha cuidado muy especialmente y adornado con todas las figuras de la retórica aristotélica. Ha hecho llegar una copia de la misma a su maestro y amigo Posidonio, que se encuentra en Rodas, con el pretexto un tanto falaz de pedirle sus comentarios críticos.
El rodio, como ya hiciera en otro momento su compatriota Molón en una circunstancia bastante parecida, responde a Cicerón que su obra es perfecta, que él no lo hubiera hecho mejor.
Con esta respuesta bajo el brazo, Cicerón pide a Ático que intente que el librito se difunda ampliamente en Atenas y las demás ciudades.
Para entender las razones que condujeron a Cicerón a publicar esta apología de su consulado, hay que recordar que el primer monumento de la historiografía romana había sido el libro, escrito también en griego, de Fabio Pictor, una obra destinada a dar a conocer Roma en las ciudades de la Hélade. Probablemente todo aquello era muy antiguo, pero la tradición no se había perdido. Polibio, cuarenta años después de Fabio Pictor, también se había preocupado por difundir, en griego, la historia de Roma.
Lúculo había escrito en griego unas “Historias”, en las que introducía solecismos y barbarismos, para dejar bien patente que era obra de un romano.
En tiempos de Augusto, encontramos las “Antigüedades romanas” de Dionisio de Halicarnaso.
Así pues, existía en el mundo griego, un público interesado en lo que sucedía en Roma.
La “memoria” (hypomnema, dice Cicerón) en griego no tiene, por tanto, nada de raro, más que el hecho de haber sido escrita personalmente por Cicerón; está convencido de que su estilo es tan bueno en griego como en latín.
El “comentario” en latín se sitúa, también, en una tradición, la de las “Memorias”, muy representada desde los tiempos de Sila. También hemos recordado los “Comentarios” de César, que eran, igualmente, una apología de sus propias acciones.
La importancia de estas “memorias” de Cicerón residía en la represión de la conjuración, pero también parecía importante, al menos desde la perspectiva de la historia vivida por los romanos desde hacía medio siglo, el haber encontrado una solución pacífica y evitado una guerra civil. El relato del consulado adquiría así valor de ejemplo, y podía entenderse como una lección política.
En cuanto al poema en tres cantos, “Sobre su consulado”, Cicerón se lo anuncia a Ático diciendo que lo ha compuesto “para no descuidar ninguna manera de elogiarse a sí mismo”.
Cicerón añade que este poema no es un panegírico, sino una obra histórica. Y aquí encontramos otra tradición, la de la epopeya romana, representada y patrocinada, a ojos de Cicerón, por la obra de Ennio.
¿Qué podemos saber sobre este poema, en gran parte perdido?
Del libro I, únicamente que Cicerón mencionaba el prodigio del fuego que se encendía solo sobre el altar en que Terencia estaba ofreciendo los sacrificios y que había influido en la decisión tomada por el cónsul (de dar muerte a los conjurados).
Un pasaje bastante largo del libro II figura en el primer libro del tratado “Sobre la adivinación”, una predicción puesta en boca de la musa Urania; allí se hace mención a los presagios que habían marcado el principio del año 63 y que denunciaban las amenazas contra las leyes y la Ciudad. Estaba también el voto de erigir a Júpiter una estatua dirigida hacia Oriente para “expiar” el prodigio del rayo caído sobre la loba del Capitolio: Cicerón había cumplido ese voto ya antiguo, lo que significaba que se le atribuiría a él, y a nadie más, el haber disipado la cólera de los dioses.
El final del discurso de Urania invita a Cicerón, ahora que la patria está a salvo, a retomar los estudios filosóficos que ama y a frecuentar de nuevo la Academia y el Liceo.
Del tercer canto sólo conocemos una exhortación dirigida a Cicerón, esta vez por la musa Calíope, que lo invita a no desviarse durante su consulado de la senda que había emprendido en su juventud, la de la “virtus” y el honor.
En un lugar que desconocemos, se podía leer un verso convertido en proverbio, y que resumía la posición política de Cicerón: “Que las armas cedan el paso a la toga, que el laurel se retire ante la estima”, es decir, la aprobación dada por los ciudadanos a los actos pacíficos de un magistrado. El espíritu de violencia debe ser sustituido por el consentimiento.
En la obra, este entramado de acontecimientos humanos y predicciones atribuidas a los dioses anuncia ya a Catulo y el largo poema de las “Bodas de Tetis y Peleo”.
Podemos lamentarnos de que Cicerón se permita escribir un verso que se le reprochó con frecuencia: “Feliz Roma, por haber nacido bajo mi consulado”. Pero desconocemos en qué contexto fue pronunciado.
Puede tratarse de una “renovación” que va a vivir Roma, al final de un ciclo marcado por las guerras civiles y el principio de una era de prosperidad y paz.
Ese será el significado de los “Juegos Seculares”, celebrados unos cuarenta años después por Augusto, pero que ya se estaban esperando. Virgilio, en la IV “Égloga”, también cantará un renacimiento de Roma, bajo el consulado de Asinio Polión.
La predicción de Urania, en el canto I de esta pequeña epopeya, resulta interesante porque nos da a conocer el pensamiento de Cicerón en relación con los “presagios” y la adivinación “oficial”.
La musa retoma, casi en los mismos términos, la doctrina de Arato en los “Fenómenos”: Zeus es idéntico al alma del mundo; su espíritu está repartido por todo el universo, y él es el que regula el movimiento de los astros, pero también el rayo, el trueno, todo lo que atraviesa nuestro cielo, de tal modo que unidos entre sí por la voluntad del dios, esos “fenómenos” tienen un valor de presagio. Esta es la justificación estoica de la adivinación, y encaja a la perfección en un poema en el que Cicerón aparece como cónsul, es decir, depositario de los ritos tradicionales de la Ciudad; aquí la religión “filosófica” sustentaba a la religión “política”.
Pero, ¿cuál era el verdadero pensamiento de Cicerón? Cabe imaginar que para él todo esto no es más que ficción poética.
Con todo, es una faceta de hombre de Estado la que pretende mostrar en las obras relativas a su consulado.
Con sus “Comentarios”, en griego y en latín, con su epopeya en miniatura, Cicerón se procura a sí mismo lo que cree que es su figura histórica.
Simultáneamente, en el año 60, se esforzaba por recopilar las llamadas “arengas consulares”, que compara con las “Filípicas” de Demóstenes, porque hablan de los problemas políticos más graves y contrastan con los discursos judiciales, demasiado llenos de artimañas.
El conjunto de todas ellas constituía una recopilación de otros tantos testimonios en favor de la política del cónsul.
Por el momento, su gran preocupación es reconciliar a Pompeyo y el Senado. Para ello necesita recurrir a todo su prestigio.
En otoño del año 61, Pompeyo había celebrado su triunfo, un triunfo que los senadores no se habían atrevido a negarle, aunque lo habían aceptado a regañadientes.
Pompeyo apareció montado en un carro tirado por caballos blancos, atalaje tradicional del Sol; vestía para la ocasión una túnica que había pertenecido a Alejandro Magno.
Daba así a sus victorias, a ojos de todos, la significación que ya les había reconocido Cicerón, al decir que Pompeyo había extendido el Imperio a todo aquello que el Sol ilumina.
Era esa una ambición muy antigua, formulada desde hacía milenios por los faraones y retomada por Alejandro Magno, entronizado en Tebas, como “hijo de Horus”. Frente a un Pompeyo que ascendía al Capitolio en medio de un boato que hacía de él un ser divino, la aspiración de Cicerón a la gloria literaria parece bien modesta.
Pero aquel triunfo de Pompeyo, no pudo por menos de incomodar a los senadores. De modo que se las ingeniaron para contrarrestar los deseos del “gran hombre”, retrasando todo lo posible la ratificación de sus actos (en realidad, el reconocimiento oficial de las medidas que había tomado en Oriente) y las atribuciones de tierras a sus antiguos soldados.
Pompeyo tiene en su contra a los “ultra”, con Catón y también Craso, así como Metelo Céler, el cónsul.
Cicerón constata, a comienzos del año 60, el fracaso de su propia política: el Senado y el “orden ecuestre” están enemistados, y el primero ha perdido su autoridad.
Una amenaza contra el propio Cicerón empieza a perfilarse: P. Clodio manifestó que deseaba asumir el tribunado tras la “cuestura”, y no la “edilidad”, como le imponía su condición de patricio. Para ello, tiene que ser adoptado por un miembro de una “gens plebeya”, y se trata de un acto solemne. Se necesita el voto favorable del pueblo.
La proposición la hizo un tribuno, C. Herenio, y el cónsul, Metelo Céler, accedió a presentarlo a los comicios.
Metelo Céler es el cuñado de P. Clodio, y actúa para complacer a su mujer Clodia, anteponiendo los lazos familiares a los intereses del Estado.
Por el momento, los tribunos oponen su veto a la proposición de Herenio y Céler.
Pero Clodio no renuncia. Declara por dondequiera que va su intención de convertirse en tribuno.
Cicerón responde con un acoso casi diario, en las contiones y en el Senado. Recuerda el escándalo de los misterios de la Bona Dea y, en conversaciones privadas con él, da rienda suelta a las bromas sobre las relaciones entre Clodio y su hermana, que se rumoreaban incestuosas.
No está muy orgulloso de sí mismo, pero da como excusa a Ático su odio hacia Clodia; la considera intrigante, y le reprocha que esté en guerra perpetua contra su marido.
Todo ello no tiene otro efecto que el de envenenar sus relaciones con Clodio, de quien cree no tener nada serio que temer. Algo que pronto iba a revelarse como un peligroso error. Pero haría falta, para que Cicerón se tomara en serio a Clodio, que éste se convirtiera en instrumento de César.
En el año 61 y el 60, César gobernaba la Hispania Ulterior, donde había ejercido, ocho años antes, la “cuestura”. Allí, como “propretor”, había llevado a cabo diversas expediciones en las que había adquirido una experiencia militar.
Pero César volvió a Roma, en julio del año 60, antes de que expirara su mandato, para presentarse al consulado en los comicios de julio.
Llegaba precedido de una reputación y una gloria que, sin igualar a las de Pompeyo, no eran por ello menos gratificantes y no podían sino asegurarle el éxito en las elecciones.
Y efectivamente fue elegido, junto con un “ultra”, amigo de Catón, L. Calpurnio Bíbulo.
Entre tanto, había firmado con Pompeyo y Craso esa alianza que conocemos con el nombre de “primer triunvirato”.
Una vez elegido cónsul, Cicerón se pregunta cómo será la vida política a partir de enero del 59.
A finales de diciembre, ya había sobre la mesa una ley agraria, tal y como escribió Cicerón a Ático.
Cicerón se pregunta si retomará la oposición a toda medida de esa naturaleza, como lo había hecho con la rogatio de Rulo.
César, que quería su apoyo, le había enviado un amigo, Cornelio Balbo, originario de Gades y antiguo oficial (praefectus fabrum) en el ejército de César.
Balbo venía a garantizarle la buena disposición de César, y le ofrecía su alianza: César, Craso, Cicerón y él mismo serían, ellos cuatro, los señores de Roma; podrían valerse de la autoridad del Senado para llevar a cabo las reformas necesarias, en todos los terrenos que se hacían indispensables: organización de los tribunales, represión de la malversación en las provincias, ley agraria destinada a dar tierras no sólo a los veteranos de Pompeyo, que seguían a la espera, sino a los habitantes de Roma que así lo desearan.
Cicerón sería uno de los comisarios encargado de esta operación, y conservaría, al mismo tiempo, su posición en la Ciudad.
Pero a Cicerón la colaboración con César, para la realización de aquel programa, le pareció una traición.
Se acordó de los versos de su poema en los que en el canto III, se exhortaba a sí mismo (por boca de la musa Calíope) a no desviarse de la senda que había elegido.
La carta a Ático que relata la visita de Balbo termina con un verso de la “Ilíada”, entonces famoso, que proclamaba que el “mejor augurio es luchar por su patria”. Un idealismo que hace volar su imaginación.
Durante esos días, Cicerón lee todos los libros que puede procurarse, e invita a sus amigos a enviarle el mayor número posible de ellos. Lee sobre todo las obras políticas del peripatético Dicearco, primero la “Constitución de los espartanos”, que tiene en la mano y que admira mucho; y se está preparando para leer la “Constitución de Corinto y de Atenas”.
Tenemos bastante información sobre las teorías políticas de Dicearco que, no el primero, sino tras la estela de Aristóteles, había ensalzado los méritos de las constituciones tripartitas, en las que se unen monarquía, aristocracia y democracia, concepción que Cicerón retomará en el “De república”.
No es una cuestión baladí que esa lectura de Dicearco se produzca en el momento en que la vida política de Roma parece a punto de vivir una revolución: la concentración de los poderes “de facto” entre unos cuantos hombres, el debilitamiento del Senado, donde , por retomar las palabras del propio Cicerón, los “aristócratas” por lo general no tienen otra preocupación que alimentar y abastecer a los peces de sus viveros, mientras la presión de la plebe se hace cada vez más intensa y se traduce en actos de violencia cada vez más graves en el foro.
Parece que Cicerón, ante esta amenaza, de la que es plenamente consciente, se preocupa por elaborar una teoría que, una vez llevada a la práctica, restablecería el equilibrio entre los tres componentes de la Ciudad.
Sabe, por haber leído a Polibio y a otros historiadores filósofos, que la preeminencia adquirida por uno de los tres componentes de la Ciudad, desemboca en un régimen excesivo en el que perece la libertad: la monarquía, en su forma extrema, se convierte en tiranía, del mismo modo que el gobierno aristocrático se convierte en oligarquía y la democracia en oclocracia.
Estas ideas, que se expresarán en el “De república” están ya constituidas en la mente de Cicerón.
Pero ya con el consulado de César, los acontecimientos van a precipitarse. Dado que Cicerón ha rechazado la alianza con el nuevo cónsul, y puesto que es el único hombre realmente temible en el Senado, sobre todo por su prestigio entre los “caballeros”, los triunviros no encontrarán otra solución que acabar con él, y para ello, César va a recurrir a los servicios de P. Clodio.]
9. EL EXILIO
[Aquella política de equilibrio, que debía situar a Cicerón por encima de las “facciones” (= partidos políticos), ya la había practicado a lo largo del año 60, en varias circunstancias cuyo recuerdo nos ha llegado gracias a la correspondencia con Ático.
Primero fue la “rogatio” presentada por un tribuno de la plebe, L. Flavio, una propuesta de ley agraria que preveía que una parte de las tierras de dominio público, y otras que se consiguieran como producto del botín traído por Pompeyo, se repartieran entre los veteranos de éste y ciudadanos sin fortuna. Una propuesta moderada que debía satisfacer a Pompeyo sin inquietar a los ocupantes de los territorios de Campania. A pesar de ello, el sector más conservador del Senado, con Metelo Céler, se opuso.
En el transcurso de una “contio”, Cicerón habló en favor de la “rogatio”. No en vano, a su entender aquella ley no tenía nada de demagógico y, por tanto, cogería por sorpresa a los “populares”; por otra parte, tendría como resultado el desligar a Pompeyo de los extremismos a los que habría de recurrir si los senadores le impedían satisfacer las expectativas de los veteranos; por último, se podía esperar que aquella ley, que garantizaba a los propietarios de terrenos confiscados a los proscritos que no serían molestados, confirmaría la paz social y evitaría la vuelta de los disturbios, como los que habían permitido a Manlio reclutar un ejército. En una carta de fecha 15 de marzo del 60, Cicerón dice además a Ático que, de esa manera, “vaciaríamos la sentina de la Ciudad y poblaríamos el desierto italiano”.
Vemos, pues, que el juego de intrigas entre las “facciones” no es la única preocupación de Cicerón. Él aspira a una política con más amplias miras, que vaya más allá de los límites de la Ciudad y tenga en cuenta toda Italia, el peso político que puede adquirir si los “proletarios”, que constituyen las bases de los demagogos, se alejan de éstos y se convierten en “buenos ciudadanos”, en la medida en que ya no tendrán que temer la pobreza extrema y contarán con otros recursos aparte de los repartos de trigo con los que los entretienen, y que Catón, por ejemplo, no duda en incrementar.
El asunto de la “rogatio” de Flavio había ocupado la primavera del año 60.
Un poco más tarde, probablemente en junio, Cicerón defendió a Q. Cecilio Metelo Pío Escipión Násica contra una acusación de corrupción presentada por un amigo de Catón, M. Favonio.
Este caso presentaba una importancia relativa, pero el orador vio en él una ocasión para ganarse a la “facción” de los Metelos, a la que pertenecía Metelo Escipión Nasica, y que era hostil al grupo de Catón y los suyos. Cicerón tenía mucho interés en no dejar que se perpetuara la desavenencia entre él y los Metelos debida a los vínculos de éstos con Clodio. La actitud de Catón, en este caso, importaba menos; no cabía duda de que se opondría a las maniobras demagógicas de éste.
Estas eran las condiciones en las que empezó el consulado de César, con la propuesta de ley agraria de la que hemos hablado.
Por un instante parece ser que Cicerón se ve tentado de aceptar las ofertas de alianza que le había hecho César, pero no tarda en entender que éste puede acabar empujando a la Ciudad hasta la tiranía popular, y él se niega a asociarse con esa política.
Los primeros meses del año estuvieron marcados por las maniobras de César para lograr que se aceptaran sus dos leyes agrarias sucesivas. Ello provocó violentas manifestaciones en el foro. Apoyado por Pompeyo y Craso, César eludió la obstrucción de su colega Bíbulo, obligándolo a quedarse encerrado en su casa e impidiéndole aparecer en público.
Un artículo de la segunda ley agraria exigía a los senadores que prestaran un juramento por el que se comprometían a aplicar todas sus cláusulas.
Todos, incluso los que con más intensidad defendían sus privilegios (que se veían atacados por los artículos de la ley relativos al ager campanus), se resignaron impotentes, como se sentían ante la triple amenaza de César, Pompeyo y Craso, que tenían consigo, uno la masa del pueblo, el otro a sus veteranos y el tercero su dinero y el apoyo de los publicanos y los “caballeros”.
Entre tanto, Cicerón sigue desempeñando su papel de abogado.
Defiende con éxito a Q. Mucio Termo, que había sido tribuno de la plebe en el 62 y se había opuesto a la moción de Metelo Nepote que llamaba de regreso a Pompeyo para que restableciera el orden frente a los conjurados.
También defendió a C. Antonio, antiguo colega suyo en el consulado, y que acusado de malversación o, más probablemente, por un delito contra la “majestad del pueblo romano”.
El alegato de Cicerón no logró salvar a su colega, pero, según Dión Casio, Cicerón protagonizó un intensísimo ataque contra César, no sabemos en virtud de qué (tal vez de la “clemencia”de la que éste había dado muestras en relación con los conjurados). Tal y como relata Cicerón en su discurso “Sobre su casa” (De domo sua), pronunció su alegato a la hora sexta (mediodía); tres horas más tarde, César imponía la ley de adopción que convertía a P. Clodio en plebeyo. Dión Casio sugiere que esa fue la venganza, indirecta pero mortal, ideada por César. Los historiadores modernos aceptan sin problemas esta versión, que presenta cierta verosimilitud.
Sin embargo, César podía tener otras razones para favorecer el paso de Clodio a la plebe: al ser él mismo uno de los jefes (el principal, el más activo) de los “populares”, tenía sumo interés en ganarse el favor de un agitador como Clodio y hacer de él un enérgico aliado.
También sabía que, en cuanto hubiera abandonado sus deberes como cónsul, sería objeto de violentos ataques, y le convenía tener a un tribuno de la plebe a su disposición.
Este tribuno podría neutralizar a Cicerón, si éste se obstinaba en su oposición, pero también a Catón.
A partir de abril del 59, Cicerón se alejó de la Ciudad y se quedó en su villa de Anzio.
A finales de abril corría el rumor de que Clodio y César estaban enfrentados, que el primero se juntaba con los peores enemigos del segundo y aseguraba que entre todos acabarían con las leyes de César. Pompeyo, por su parte, durante ese mismo mes se había casado con la hija de César, Julia, una boda que provocó numerosos sarcasmos; la gente se acordaba de que César había sido amante de Mucia, entonces mujer de Pompeyo, y se sorprendió de que ese pasado pudiera borrarse para hacer posible una combinación puramente política.
Cicerón sabe que no tiene ninguna capacidad de actuación y se refugia en el estudio. Durante un tiempo planea escribir una obra de geografía, pero abandona la idea rápidamente, ante las dificultades que le plantea la comprensión de los tratados técnicos y la parte de matemáticas que éstos contienen.
Pero hay algo que le consuela, y es que Pompeyo, al aliarse con los otros dos, ha comprometido definitivamente su gloria, mientras que la de Cicerón persiste.
Pero la tranquilidad del alma de la que hace gala Cicerón, ese alejamiento que dice sentir con respecto a la vida política, no le impide volver a Roma.
Hacia el mes de octubre, Cicerón se ocupa de la defensa de su amigo y antiguo “pretor” L. Valerio Flaco, acusado de malversación en virtud de la “ley Julia” (de César) que acaba de ser aprobada. Flaco era el pretor que, en la noche del 2 al 3 de diciembre del 63, había organizado la “ratonera” del puente Milvio y detenido a los embajadores alóbroges, lo que lo situaba entre los adversarios de los conjurados y atraía hacia él el odio de los cómplices de Catilina supervivientes.
Después había sido gobernador de la provincia de Asia.
Flaco iba a ser acusado de malversación por los desmanes que se suponía había cometido durante su “propretura” en Asia. El acusador, como dictaba la costumbre, era un hombre joven, D. Lesio, unido tanto a Pompeyo como a César. Pero a quien se atacaba no era tanto al gobernador de Asia como al colaborador de Cicerón; en este sentido, su caso se parecía bastante al de C. Antonio, culpable, en su caso, a los ojos de las mismas personas, de haber vencido a Catilina y Manlio en el campo de batalla. Cuando C. Antonio fue condenado, los amigos de Catilina llenaron de flores la tumba de aquel al que consideraban una víctima de los senadores, un mártir de la causa que ahora defendían los “triunviros”.
Pese a que la conjuración no había sido más que una tentativa criminal para apoderarse de los cargos y los beneficios recurriendo al asesinato, ésta se había convertido, en el sentir general, en un verdadero mito.
Situado así en su verdadera perspectiva, el juicio a Flaco sólo podía concluir con una absolución.
En un alegato anterior, Hortensio había refutado los cargos alegados contra el acusado. Correspondía a Cicerón poner de manifiesto las implicaciones de un caso que sacaba a la luz los males de los que sufría la República, y al mismo tiempo estaba defendiendo la política que había sido la suya.
El tribunal, compuesto por 25 senadores, 25 “caballeros” y 25 tribunos del tesoro, le dio la razón.
Entre tanto, el consulado de César tocaba a su fin.
Gracias a una ley (plebiscito) propuesta por Vatinio, César había obtenido las provincias de su elección, las Galias e Iliria. Confiaba en encontrar allí el pretexto para realizar importantes operaciones militares que le procuraran una gloria comparable a la de Pompeyo.
En cuanto se aprobó la ley de Vatinio, César ofreció a Cicerón llevárselo a él como legatus, lo que constituía una manera elegante de alejarlo y, al mismo tiempo, darle muestras de una amistad y una estima que no eran fingidas.
Cicerón declinó la oferta, pero por un momento estuvo tentado de aceptarla; lo que le contuvo fue el miedo a que pareciera que estaba intentando escabullirse. “No tengo ganas de huir –escribe a Ático – tengo el deseo de combatir”.
Es una reacción más pasional que razonada, y considera que la opinión pública está con él. No se preocupa en exceso por las amenazas de P. Clodio. Piensa que volverá a contar con la ayuda de los que lo han apoyado durante la lucha contra Catilina, en especial los “caballeros”. Y cuenta también con la ayuda de Pompeyo, que ha reprendido a Clodio y le ha arrancado la promesa de no intentar nada contra Cicerón.
Las relaciones entre Cicerón y Pompeyo durante este período no dejan de ser singulares: entre ellos, según parece, una amistad, más afectiva que política, ha venido a disipar los agravios al amor propio que, en el pasado, habían envenenado sus relaciones. Cicerón está dispuesto a olvidarlos, y todavía más al ver a Pompeyo privado de su antigua “dignitas”. Desgraciadamente para él, Pompeyo es menos sensible a esos impulsos del corazón y, cuando Cicerón acuda a él, éste se parapetará tras una sucesión de pretextos para no verlo.
Los comicios para las elecciones consulares tuvieron lugar el 18 de octubre, habían sido aplazadas por Bíbulo, que seguía adelante con su oposición.
Los dos cónsules elegidos fueron A. Gabinio, lugarteniente de Pompeyo, y L. Calpurnio Pisón Cesorino, con cuya hija, Calpurnia, acababa de casarse César.
El acuerdo de los “triunviros” para asegurarse las magistraturas, para ellos mismos o por persona interpuesta, sigue por tanto en vigor.
Pisón era el “primer elegido” y, como tal, tendría los “fasces” durante los meses impares.
Por su parte, Clodio, elegido tribuno, había tomado posesión de su cargo el 10 de diciembre y, sin esperar más, había empezado presentando las “rogationes” consideradas subversivas por los senadores; incluían una reforma de la “lex Aelia et Fufia” sobre los auspicios (utilizada por Bíbulo para declarar nulos los actos de César por motivos religiosos), un nuevo reglamento relativo a los “collegia” (que proporcionaban las bases a los demagogos), una modificación de la “censura” y una ley sobre los repartos de trigo.
Estas cuatro proposiciones de ley fueron aprobadas por los “comicios tributos” el 4 de enero. Cicerón, al que Clodio había prometido no molestar, no intervino para no oponerse. Pero el tribuno no tardó en faltar a su palabra y presentó una nueva “rogatio” cuyo título, “de capite civium” (“sobre la cabeza de los ciudadanos”), decía mucho acerca de su propósito: recordar y fortalecer las leyes que prohibían ejecutar a un ciudadano sin sentencia de un tribunal regular, emanado del “populus”(el pueblo). Cicerón, sin embargo, no aparecía nombrado.
Desconcertado ante esta acción de Clodio, Cicerón, sintiéndose blanco de las amenazas, abandonó inmediatamente su vestimenta de senador y se vistió como simple “caballero”.
Lo cierto es que, un poco más tarde, se arrepentirá de haber actuado tan precipitadamente y haber confesado así que se sentía amenazado por aquella ley; pero, en el momento, su gesto tuvo consecuencias aparentemente favorables. Desencadenó una manifestación bastante tumultuosa, de los “caballeros”, que acudieron al Capitolio gritando que había que ponerse de luto y defender a Cicerón por todos los medios, puesto que, decían, el Estado ya no tenía jefes. No en vano, senadores y “caballeros”, todos los “boni”, la “gente honesta”, suplicaban a los cónsules que se opusieran a la “rogatio” de Clodio, pero tanto Gabinio como Pisón se negaban a escucharlos.
Les pedían que plantearan el caso al Senado, y obtuvieran un “senadoconsulto” desfavorable a la ley de Clodio. Y después ya encontrarían a un tribuno de la plebe que opusiera su veto. Uno de ellos, L. Ninio Quadrato, era amigo de Cicerón y se podría contar con su apoyo. Pero no consiguieron nada. Es más, aunque el Senado había decidido que los Padres irían vestidos de Luto, Gabinio, que tenía entonces las “fasces”, se lo prohibió, y Pisón, el otro cónsul, refrendó el edicto.
Cicerón decidió entonces ir a visitar a Pisón, acompañado por su yerno, que pertenecía a la misma “gens Calpurnia”. En el “Contra Pisón” relató cómo fue aquella visita.
Pisón también se había negado a intervenir.
Dos días después, P. Clodio celebró una “contio”, en el circo Flaminio, para presentar su ley. Convocó, además de a los dos cónsules, a César y a Craso. Pompeyo estaba ausente de Roma. Se encontraba en su villa de Alba, para no tener que posicionarse en contra de Cicerón.
Clodio preguntó entonces a Pisón qué pensaba del consulado de Cicerón, y el cónsul respondió “que no le gustaba su crueldad”.
César, ante la misma pregunta, manifestó también su desaprobación al castigo infligido a los conjurados, pero afirmó al mismo tiempo que no era justo que una ley castigara a Cicerón por hechos que habían tenido lugar antes de ser aprobada. Así mismo, Craso se mostró moderado.
Por ello, Cicerón decidió acudir a Alba a pedir ayuda a Pompeyo. Pero no fue recibido. Cuando se presentó, su “amigo” se retiró por una puerta secreta. Sin reconocerse vencido, Cicerón consiguió que un buen número de senadores que le eran favorables se decidieran a acudir también a Pompeyo e interceder en su favor. Entre ellos estaba Lúculo. Pompeyo, que no podía seguir vacilando, contestó que se pondría del lado de la legalidad, es decir, que apoyaría, en cualquier caso, la acción de los cónsules.
Cuando Cicerón fue una vez más a ver a Pisón, éste le aconsejó que cediera ante lo inevitable y se marchara de Roma, si quería evitar un conflicto de intereses entre sus amigos y los cónsules.
Es bastante difícil determinar la cronología de estos acontecimientos.
Es posible que Clodio eligiera para su “contio” una fecha simbólica, en la que se celebraba el Regifugium, es decir, la expulsión de los Tarquinios.
Y un insulto proferido a menudo contra Cicerón por sus adversarios era el de “tirano de Arpino”.
La “rogatio” de Clodio se había presentado el 15 del mes intercalar y que fue aprobada el 12 de marzo.
Durante todo ese período, Cicerón fue objeto de viles ataques y sarcasmos por parte de los secuaces de Clodio. Lo perseguían por la calle y le lanzaban barro y piedras.
Era el modo que habían ideado para privar de toda dignidad a aquel cuya palabra arrastraba a las masas.
Por esa misma razón, Clodio y sus aliados querían evitar llevar a juicio a Cicerón, como se había hecho tres años antes con Rabirio.
Sabían que ningún tribunal condenaría a quien había liberado a Roma de una terrible amenaza y cuya elocuencia se revelaba irresistible.
Cicerón en el discurso “En defensa de Sestio”, asegura que los “triunviros” dejaron las manos libres a Clodio para intimidar al Senado.
Se hacía urgente eliminarlo y, al mismo tiempo, intimidar a los demás senadores hostiles a los “triunviros”. Esto explicaría también que los Padres no insistieran en salvar a Cicerón.
Éste aparece como una víctima expiatoria. Su marcha evitaba a Roma una violenta crisis (y todos sus amigos le aconsejaron, por esa razón, que no se obstinara), pero el mismo tiempo consagraba la relegación del Senado frente a un “tirano de tres cabezas”, apoyado por las bandas de libertos y esclavos gracias a los cuales Clodio dictaba la ley en el foro y el Campo de Marte, y que se suponía, representaban al pueblo.
Había otro hombre molesto, Catón, que se presentaba como “conciencia del Senado, del mismo modo que Cicerón era su voz. Pompeyo había intentado lograr su favor en el pasado, o más bien seducirlo, ofreciéndole una alianza familiar. Catón había rechazado la proposición. Convenía alejarlo a él también. Clodio lo consiguió haciendo que se le confiara, mediante una ley, una misión en Oriente. Debía anexionar la isla de Chipre, donde reinaba Ptolomeo y, segunda misión, destinada a ampliar el tiempo que Catón pasaría lejos de Roma, reinstalar en Bizancio a los ciudadanos de dicha ciudad que habían acabado en el exilio tras una serie de disturbios internos. De nada le sirvió a Catón defenderse y decir que el cargo que se le imponía suponía para él una carga y no un honor; tuvo que marcharse. Y no volvería hasta dos años y medio más tarde.
Catón se fue en el momento en el que se iba a lograr la aprobación de la ley “De capite civium” y Clodio estaba preparando la segunda parte de su maniobra contra Cicerón, la “ley del exilio” que designaría al cónsul del 63 por su nombre y lo enviaría al exilio.
En un último encuentro con Cicerón, Catón le aconsejó que cediera ante lo inevitable y se marchara de Roma.
La ley se aprobó el 12 de marzo. El 10, César se había ido de Roma. Cicerón hizo lo propio el 11, víspera de la votación.
En el momento de dejar la ciudad, Cicerón había subido al Capitolio, donde había consagrado, en el templo e Júpiter, una estatua de Minerva que le era particularmente preciada. Lo había hecho porque, para él, Minerva era la que podía salvar a Roma, era la “guardiana de la ciudad”.
Roma, abandonada en manos de la tiranía, iba a entrar en el ciclo fatal descrito por los filósofos, el equilibrio de la Ciudad se había roto. Sólo el espíritu de la sabiduría, que es el de Minerva, momentáneamente olvidado, podría restablecerlo.
Era como una última plegaria a los dioses, que formulaba en aquel santuario del Capitolio en el que residía Júpiter, garante del Imperio, el que inviste a los cónsules y recibe a los triunfadores.
El Capitolio es el centro del poder: ¡que la presencia de Minerva conserve la moderación y la sabiduría a quienes lo ejerzan! Gesto que revela una fe, si no absolutamente ingenua en el poder de las divinidades, sí al menos en las fuerzas, más que humanas, de las que depende la suerte del Estado, y que deben inspirar el pensamiento de los señores de la Ciudad.
Cuando Cicerón dejó Roma conservó la esperanza de volver pronto, una vez pasada la tormenta.
Parece ser que permaneció cerca de Roma, tal vez en una de sus villas, Arpino, Anzio o Formia. Todavía tiene esperanzas. Todo se arreglaría si se declararan nulos los actos de César: el paso de Clodio a la plebe sería invalidado, así como, por ende, su tribunado y, por tanto, las leyes que había propuesto; pero Clodio hace ver a los publicanos que quieran defender a Cicerón por esa vía, que la reducción de un tercio de las sumas que deben al Estado por las granjas de Asia también caducará. Los publicanos no insisten.
Poco a poco, la esperanza se va disipando y la desesperación invade a Cicerón. Desea morir. Ático, que entonces se encuentra a su lado, reconforta su ánimo e impide que se suicide, como fue al parecer su intención. Pero Ático pronto tuvo que volver a Roma; acaban de saquear los bienes de Cicerón: han vaciado su casa del Palatino de todo lo que contenía y la han incendiado; la villa de Tusculum, abandonada, también al pillaje; Terencia es objeto de insultos públicos. Afortunadamente Ático está allí para ayudarlo.
Cicerón comprende que tiene que alejarse.
Primero piensa en ir a Epiro, donde encontrará asilo en una propiedad de Ático y no lejos de él.
Pero ya de camino cambia de idea. Espera residir en Sicilia, donde tantas amistades ha conservado, y tanto prestigio. Así que lo vemos pasando por Forum Popilii y Atina. Y allí tiene un sueño profético, que relata en el primer libro del tratado “Sobre la adivinación”: alojado en la villa de un amigo cerca de Atina, no había podido dormir hasta el amanecer, pero entonces se durmió profundamente, tanto que su amigo Salustio, pese a la prisa que tenía por ponerse en camino, prohibió que se le molestara.
Por fin, en torno a las siete de la mañana, Cicerón se despertó y contó el sueño que acababa de tener: C. Mario se le había aparecido mientras erraba tristemente por lugares solitarios. Mario iba precedido de lictores cuyas fasces estaban ornadas de laureles, como dictaba la costumbre en el caso de los generales victoriosos. Y le había preguntado por qué estaba triste. Cuando Cicerón le contestó que acababan de echarlo de su patria por medio de la violencia, Mario le cogió la mano, le dijo tener buenos presentimientos, y le confió a su primer lictor para que le condujera hasta su monumento, añadiendo que allí le llegaría la salvación.
Ese monumento de Mario no era otro que el templo de Honos y Virtus, construido por el vencedor de Yugurta y los cimbrios, y será en ese templo donde se reunirá el Senado, al año siguiente, para votar el retorno de Cicerón.
Así, una vez más, un presagio se presentaba ante él, y venía a procurarle ánimos renovados.
Reconfortado, Cicerón tomó de nuevo la Vía Popilia. Esperaba contar con la hospitalidad de Sicca, en Vibo Valentia.
Este Sicca fue su praefectus fabrum (jefe del Estado mayor) durante su consulado. Pero antes de llegar a Vibio, Cicerón recibe la noticia de que el gobernador de Sicilia no quiere recibirlo. Al mismo tiempo le llega una carta que contiene el texto de la enmienda introducida por Clodio a su “rogatio”: su lugar de residencia no podrá estar situada a menos de cuatrocientos millas (le dice, en realidad, quinientas millas) de Italia.
Y entonces, sin más tardar, se encamina hacia Brindisi, ya que ve claramente que tendrá que interponer el mar entre él y su patria.
Atraviesa Grecia y planea establecerse en Cícico, una ciudad que se había mostrado particularmente fiel a Roma durante las guerras contra Mitrídates, había resistido a todos los asaltos del rey y le había cerrado las puertas, como dice Cicerón en el discurso “En defensa de Murena”, de la provincia de Asia. Cícico había sido rescatada por Lúculo, y los vínculos que se habían establecido con tal motivo entre él y sus ciudadanos garantizaban a Cicerón una calurosa acogida.
Sin embargo, Cicerón no llegó hasta allí. Una vez en Dyrrachium, sigue dudando sobre el camino a seguir. Le habría gustado ir a Atenas, pero no sólo seguiría estando demasiado cerca de Roma, sino que la ciudad estaba llena de exiliados que son sus enemigos, especialmente Antonio, y de cómplices de Catilina.
Cicerón está, tras la aprobación de la segunda ley, “privado de agua y fuego”, es decir, excluido de la comunidad humana, y pueden matarlo impunemente.
Así que tomará el camino del norte, que lo llevará hasta Tesalónica, desde donde embarcará, piensa, hacia Cícico.
Cicerón, evidentemente y contrariamente a lo que escribe, no ha renunciado a pensar en la posibilidad de su regreso. Encarga no sólo a Terencia y a Quinto, sino también a Ático, que hagan todo lo posible en ese sentido. Da consejos a Quinto sobre la mejor manera de llevar a cabo su defensa, si finalmente lo llevan a juicio.
De momento, se queda en Tesalónica, donde el cuestor encargado de Macedonia, Cn. Plancio, es amigo suyo y se ocupa de su protección.
La situación política en Roma es bastante complicada.
César se ha ido de su provincia y ha empezado las hostilidades contra los helvecios.
Clodio ha cometido una extravagancia que ha ofendido gravemente a Pompeyo.
Se ha llevado a un rehén, Tigranes el Joven, príncipe armenio que Pompeyo había llevado a Roma y confiado a la guardia del pretor L. Flavio.
Clodio, que estaba interesado en los asuntos de Armenia, invita al joven a cenar y, sin avisar a nadie, los dos se marcharon hacia la costa, donde Tigranes embarcó.
Pero su nave fue sorprendida por una tempestad y arrojada a la costa, donde Flavio, que había emprendido la persecución de su prisionero, lo atrapó y quiso llevarlo de nuevo a Roma. No lo consiguió, porque Clodio había mandado a algunos de sus hombres a atacar el convoy en la Vía Apia, a cuatro millas de la Ciudad.
Hubo algunos muertos, y Tigranes, al parecer, consiguió escapar.
Cicerón al enterarse por Ático de lo sucedido, escribió inmediatamente a Pompeyo, pero Pompeyo no hace nada por el momento.
En mayo, Pisón tenía las “fasces”; actuar contra él habría podido acabar indisponiendo a César, y Pompeyo no quiere arriesgarse a una ruptura. Pero ya en las calendas de junio, cuando las “fasces”corresponden a Gabinio, que le es absolutamente fiel, inicia una maniobra para conseguir que se ocupen de Cicerón.
El tribuno L. Ninio Quadrato, amigo de Cicerón, plantea en el Senado una moción para pedir el regreso del exiliado.
Naturalmente, otro tribuno (Clodio, se nos dice, estaba ausente ese día), Elio Ligo, opuso su veto, y el Senado no pudo tomar en consideración la solicitud de Quadrato.
Si no se hubiera producido el veto de Ligo, el Senado habría tenido la posibilidad de acabar con la segunda ley de Clodio porque era un privilegium, no afectaba más que a una sola persona y, por tanto, era ilegal.
Sin desanimarse, Quadrato presentó al concilium plebis (que había aprobado la ley) una solicitud destinada a anular dicha ley. Como tribuno tenía derecho a hacerlo.
Su propuesta se discutió en torno al 24 de junio, pero la asamblea fue dispersada por los hombres de Clodio y, al final, la maniobra ideada por Pompeyo se truncó.
El “triunvirato” seguía siendo sólido, a pesar de la extravagancia de Clodio. Pero el combate jurídico había comenzado, y no había de terminar hasta el regreso de Cicerón.
Quinto, en Roma, ya no tenía que preocuparse por su propia suerte, así que pudo poner todo su empeño al servicio de su hermano. Con ayuda de C. Pisón, el marido de Tulia, insistió a L. Pisón, el cónsul que era primo suyo, para que presentara el caso ante el Senado. Los cónsules objetaron que no podían hacer nada en contra del artículo de la ley de Clodio que prohibía debatir cualquier cosa relativa al regreso del exiliado.
Los senadores, indignados, se negaron a tratar los asuntos corrientes.
Ninio Quadrato, por su parte, protestó contra Clodio, que decía, estaba perturbando el ejercicio de su magistratura, y recurrió a un arcaico procedimiento que consistía en consagrar los bienes de su adversario a la diosa Ceres.
En el mes de julio, los dos bandos, el Senado y Clodio, hicieron una tregua para permitir la celebración de los comicios.
Entre los tribunos de la plebe fueron elegidos algunos amigos de Cicerón.
Pero poco después de las elecciones, se produjo el llamado “viraje” de Clodio.
En el transcurso de una “contio” que él había convocado, interrogó a Bíbulo, antiguo colega de César en el consulado, y le hizo declarar ante el pueblo que César había efectuado todos sus actos consulares sin tener en cuenta la “obnuntiatio” regular pronunciada por él, Bíbulo, es decir, la declaración solemne de que los auspicios eran desfavorables.
En consecuencia, todos los actos de César debían ser invalidados.
Si el Senado se sumaba a él, ya nada se oponía al regreso de Cicerón. Parece ser que Clodio llegó incluso a declarar que estaba dispuesto a “traerlo sobre sus espaldas”.
Cicerón no se deja engañar, y no espera nada de lo que no es, a sus ojos, sino una provocación y una maniobra.
En realidad, el aparente “viraje” de Clodio era la respuesta a una noticia llegada desde la Galia y transmitida por mediación de Varrón. César no se opondría al regreso de Cicerón.
Clodio está visiblemente desconcertado. Unos días más tarde, va a cometer una imprudencia que amenaza con desacreditarlo un poco más a ojos de los “triunviros”.
El 11 de agosto, cuando el Senado estaba celebrando una sesión en el templo de Cástor, a un esclavo de Clodio, en el vestíbulo, se le cayó de entre las ropas un puñal que llevaba oculto. Una vez capturado, el hombre confesó que había recibido de su señor la orden de asesinar a Pompeyo.
Pompeyo, que tenía un miedo enfermizo a los asesinos, se retiró a su villa de Alba y no salió más. Para sustituirlo estaba el segundo cónsul, Gabinio (que ese mes tenía las “fasces”). Gabinio arremetió contra Clodio y, una vez más, hubo refriegas en el foro.
Clodio, reproduciendo la acción de Ninio Quadrato, pronunció, con el mismo pretexto que éste, la consagración a Ceres de los bienes de Gabinio.
Craso mantuvo una prudente reserva. Pero entre bambalinas, Pompeyo estaba preparando la revancha. Pidió a Sestio, uno de los tribunos designados, que acudiera a la Cisalpina, junto a César.
Sestio recibió de César la confirmación de su buena voluntad con respecto a Cicerón. No seguiría insistiendo para apoyar a Clodio. De modo que quedaba abierta la vía para una nueva tentativa en favor del exiliado.
El 29 de octubre, ocho de los tribunos que debían tomar posesión de su cargo el 19 de diciembre siguiente, de los diez con los que contaba el colegio, acordaron presentar una “rogatio” cuyo primer artículo autorizaría el retorno de Cicerón y la restitución de todas sus prerrogativas , tanto en la Ciudad como en el Senado.
Ático transmite inmediatamente la noticia, y el texto, a su amigo.
Pero, como cabía esperar, el proyecto de los ocho tribunos no llega a buen puerto. El 3 de noviembre, Clodio celebra una “contio” durante la cual afirmaba una vez más su intención de mantener a Cicerón en el exilio.
Con el nuevo año, las posibilidades de conseguir el retorno iban, pese a todo, en aumento.
Pompeyo, cada vez más hostil a Clodio, comprendió que era conveniente, para obviar la cláusula de la ley que prohibía la autorización del retorno de Cicerón, recurrir a una autoridad más elevada que el “concilium plebis”, es decir, a la “asamblea centuriada”. Y ésta dependía de la autoridad de los cónsules. Pisón y Gabinio se habían marchado, ya en noviembre, de camino a sus respectivas provincias. Pisón iba a llegar a Macedonia con sus soldados, y Tesalónica ya no era un asilo seguro.
Hacia finales de mes, Cicerón llegó Dyrrachium, desde donde podría marcharse a Epiro, a Butrinto, en cuanto estuviera allí Ático. Pero al mismo tiempo, quiere estar más cerca de Roma, ahora que los nuevos cónsules le son favorables.
De hecho, desde las calendas de enero, el cónsul Lentulo que tenía las “fasces” y era amigo de Cicerón, y firme partidario de la autoridad del Senado, propuso incluir en el orden del día el retorno del exiliado.
Un tribuno, Atilio Gaviano, opuso su veto. Una vez más se detenía el procedimiento.
Paralelamente, y de manera independiente, uno de los tribunos amigos de Cicerón seguía adelante con sus esfuerzos ante el “concilium plebis”. Había presentado una rogatio que fue sometida a votación de los tribunos el 23 de enero.
Clodio, que ya no era más que un simple particular, recurrió a la violencia. Lanzó a los gladiadores de su hermano Apio Claudio, a la sazón pretor, contra la asamblea, y la votación no pudo celebrarse.
Esta vez los amigos de Cicerón comprendieron que la victoria sólo podía lograrse si eran dueños, físicamente del terreno.
Se produjeron toda una serie de combates, en el foro y en el Campo de Marte, en los que intervinieron gladiadores reclutados por T. Anio Milón (aquel que, unos años más tarde, iba a hacer que mataran a Clodio).
Pero a pesar de los éxitos conseguidos por los hombres de Milón, la situación estaba bloqueada en Roma.
Pompeyo decidió llevar el asunto ante otra fuerza política, los ciudadanos de las urbes italianas. Para ello, emprendió una gira por varias colonias y municipios, empezando por Capua, donde era duunviro (magistrado municipal).Consiguió hacer venir a Roma, para los “comicios centuriados” que se proponía celebrar allí, a un número suficiente de ciudadanos “provinciales”, halagados por ver que se les necesitaba, y hastiados, también, de los actos violentos que paralizaba la vida del Estado.
La maniobra de Pompeyo comenzó con una sesión del Senado, celebrado el 1 o el 2 de mayo en el templo de Honos y Virtus, precisamente ese “monumento de Mario”, designado por el sueño profético de Atina.
Léntulo que presidía la sesión, se cuidó mucho de solicitar la anulación de la ley de exilio, propuso únicamente a los Padres que pusieran a Cicerón, mediante un senadoconsulto, bajo los auspicios de los magistrados y los gobernadores de las provincias, así como de los aliados y los amigos del pueblo romano. Algo que, en la práctica, anulaba la privación de fuego y agua exigida por la ley.
Aquel senadoconsulto no podía ser vetado por los tribunos; y es que dichas medidas afectaban a las relaciones con las autoridades provinciales y los pueblos extranjeros, y, en ese terreno, los senadores eran soberanos.
En el transcurso de la misma sesión, se pidió a todos los ciudadanos romanos residentes en Italia que se unieran para votar la ley que se iba a presentar ante los “comicios centuriados”.
En cuanto se conoció el resultado de aquella sesión del Senado, se multiplicaron las manifestaciones favorables a Cicerón en el teatro, que se reanudaron, unos días más tarde, durante los Juegos Fúnebres y los combates de gladiadores celebrados en el foro, los días 11 y 13 de mayo.
En el mes de junio, las “fasces” correspondían a Metelo Nepote, el cual, en tanto que pariente de Clodio, no quería prestarse a maniobras contra él.
Hubo que esperar al mes de julio. Entonces Pompeyo convoca una reunión del Senado, el 9 de julio, en el templo de Júpiter Óptimo Máximo, en el Capitolio. En ella elogia a Cicerón y le concedió el título de “Salvador de la Patria”.
Al día siguiente, en la Curia, los senadores votaron un proyecto de ley sobre el retorno de Cicerón. La ley fue aprobada sin oposición el 4 de agosto. La multitud de ciudadanos llegados de toda Italia era tan grande que las bandas de Clodio no pudieron hacer nada.
El 8 de agosto recibía la confirmación oficial de la ley que lo autorizaba a volver y lo instalaba de nuevo en la Ciudad.
No entraría en Roma hasta un mes más tarde, después de cruzar lentamente toda Italia, deteniéndose en los municipios y colonias para dar las gracias a los ciudadanos que, como los de Capua, habían acabado con la resistencia de los demagogos de la Ciudad.
Hizo su entrada en Roma el 4 de septiembre, durante la noche. Era el momento en que se celebraban los “Juegos Romanos” (Ludi Romani) en honor a Júpiter Capitolino. Una vez franqueada la puerta Capena, adonde daba a parar la Vía Apia, se dirigió atravesando el foro por la Vía Sacra, hacia el templo del dios, acompañado por una gran multitud que lo aclamaba. Parecía la celebración de un “triunfo”. Y así es como lo sentía el vencedor de Catilina y también de P. Clodio.]
10. EL TIEMPO DE REFLEXIÓN
[I. Del retorno a la “palinodia” (retractación pública que alguien hace de lo que ha dicho)
Inmediatamente después del triunfo que había marcado su entrada en Roma, Cicerón creía haber recuperado lo que llama, en una carta a Ático, su esplendor (splendorem nostrum illum) en el foro, su autoridad en el Senado y entre la “gente honesta” (entiéndase senadores y “caballeros”), “mayor favor del que desea” (sólo teme que una excesiva popularidad lo haga sospechoso a ojos de Pompeyo).
Pero a pesar de su situación, con su casa del Palatino, confiscada y el resto de sus bienes saqueados, fue a la acción política a la que dedicó los primeros días.
Al día siguiente mismo de su llegada ya expresaba su reconocimiento a los senadores en un discurso que hemos conservado (Cum senatui gratias egit).
Olvidando las vacilaciones de los Padres, sólo quiere recordar las demostraciones de éstos en su favor, pese a lo poco eficaces que fueron durante mucho tiempo.
Pero, por otro lado, arremete enérgicamente contra los dos cónsules, Pisón y Gabinio, que permitieron a Clodio lograr la ley del exilio y fueron recompensados por ello con las provincias de su elección.
Cicerón no renunciará a la venganza. Ellos se han convertido en sus enemigos y él ha jurado acabar con ellos.
Por lo demás, declara perdonar a quienes lo han perjudicado y, aparte de los dos cónsules del 58, no desea alimentar un clima de odio.
Felicita a Molón por haberse atrevido a responder a la violencia con la violencia.
Pero no olvida que los mismos problemas que había antes de su exilio todavía están sin resolverse.
El “triunvirato” sigue ejerciendo su influencia y se adivina que Cicerón desea hacer todos los esfuerzos posibles para acabar con él.
Enseguida se presentó la ocasión para que Cicerón afirmara su autoridad en la Curia y, al mismo tiempo, alejar a Pompeyo, bajo la apariencia de que lo cubría de honores.
Se había producido, por instigación de Clodio, una manifestación popular contra el alto precio de los víveres, primero en el teatro y después ante el Senado; la multitud gritaba que la culpa del encarecimiento era de Cicerón, y reclamaba que Pompeyo quedara encargado de organizar el abastecimiento.
Cicerón aprovechó la ocasión y propuso un senadoconsulto que fue adoptado al día siguiente: Pompeyo sería investido, durante cinco años, de todos los poderes para ocuparse de la importación de trigo, en el mundo entero. Este texto vino a sustituir a otro, presentado por un tribuno de la plebe, que proponía otorgar a Pompeyo poderes muchos más extensos: todos los créditos que quisiera, una flota, un ejército y un “imperium” superior al de todos los gobernadores de las provincias.
Eso significaba volver a los tiempos de la guerra contra los piratas.
El senado, hostil por principio a los mandos extraordinarios, y que guardaba rencor a Pompeyo por haber basado su gloria a ellos, prefirió el texto de Cicerón, y Pompeyo fingió quedar satisfecho.
Antes de la marcha de Pompeyo, Cicerón hizo que el Senado votara quince días de súplicas a los dioses para agradecer las victorias obtenidas por César en la Galia.
Así, el Senado –y él mismo –mantenía el equilibrio entre los dos principales triunviros.
En la sesión del 7 de septiembre en la que había propuesto el senadoconsulto que atribuía a Pompeyo la misión de ocuparse del abastecimiento, Cicerón había sido aclamado a su salida del Senado, hasta tal punto que, con autorización de los magistrados presentes, había pronunciado un discurso en el que daba gracias al pueblo (Cum populo gratias egit), que ha llegado hasta nosotros.
En él hace múltiples alusiones históricas a las discordias civiles de la generación anterior y, claramente, se sitúa entre las grandes figuras que también habían vivido en su momento el exilio. De todos ellos, se compara especialmente con Mario, héroe popular por excelencia y que presentaba, para esta comparación, la ventaja de haber nacido, como Cicerón, en Arpino.
Recuerda que Mario, tras su regreso, había llevado a cabo venganzas terribles. Pero él tranquilizaba al pueblo: Mario, un soldado, recurrió a las armas contra sus enemigos del interior. Él utilizaría las que le eran familiares, los discursos.
Las aclamaciones populares le hacían pensar que por fin había hecho realidad la concordia en torno a su persona.
En realidad, no ignoraba lo fluctuante que es el favor del pueblo, pero por el momento, era esencial que el favor que el pueblo había otorgado a Clodio quedara eclipsado durante un tiempo.
Clodio no sólo había saqueado la casa de Cicerón en cuanto éste se marchó de Roma, sino que la había incendiado, con la complicidad de Pisón.
Después, para impedir que pudiera ser nunca restituido a su propietario, tuvo la idea de construir en su lugar un pórtico en el que se consagró una estatua de la libertad.
El principal obstáculo (para volver a construir) residía en la consagración de una parte del suelo, que hacía imposible toda utilización profana. Había que retirar a ese terreno su carácter sagrado, y sólo los pontífices eran competentes para ello.
El 29 de septiembre, Cicerón defendió su causa ante los pontífices. Y tenemos ese discurso, “Sobre su casa” (De domo sua).
En ausencia de César, la presidencia del colegio de los Pontífices la ejercía M. Terencio Varrón Lúculo, a cuyo hermano había arrebatado el mando Pompeyo en la guerra contra Mitrídates.
La cuestión de la casa no ocupa más que un tercio, aproximadamente del discurso.
Se habla mucho más de lo que simbolizaría, a ojos de todos, el mantenimiento del monumento de Clodio: sólo mirarlo sería un ultraje a Cicerón, una refutación de las decisiones del Senado y del pueblo que lo han devuelto a su antigua dignidad.
Después aborda el problema planteado por la consagración.
Cicerón no deja de señalar que no se han respetado las formas genuinas del rito; que el pontífice encargado de la ceremonia no estaba suficientemente instruido en su papel, y que, por otra parte, era pariente próximo de Clodio, su cuñado, L. Pinario Matta, y que había actuado por deferencia.
Los pontífices dictaron un veredicto favorable a Cicerón, declarando que si quien “había consagrado el terreno no había recibido el encargo por votación de los comicios o las tribus lo habían instado a ello, era posible, sin que hubiera falta religiosa, comprar o restituir el terreno”.
Quedaba pendiente la dificultad jurídica, es decir, la transferencia de la propiedad.
El Senado fue llamado a deliberar sobre ello el 1 de octubre. Clodio trató de evitar que se tomara una decisión, manteniendo el turno de palabra durante tres horas. Cuando por fin se calló, los senadores decidieron que la casa debía ser restituida a Cicerón.
Un tribuno, Atilio Serrano, opuso su veto, pero tras la intervención del cónsul designado, otro senadoconsulto hizo recaer sobre el tribuno la responsabilidad de los tumultos que su oposición pudiera provocar.
Tras una noche de reflexión, Serrano retiró su veto. Cicerón sería indemnizado. Recibiría dos millones de sestercios por su casa del Palatino, quinientos mil sestercios por su villa de Tusculum (saqueada por Gabinio, que había quitado las columnas para construir la suya, situada en el territorio de Tusculum), y doscientos cincuenta mil por la villa de Formia.
Unas indemnizaciones claramente insuficientes, si recordamos que la casa del Palatino había costado tres millones y medio.
La vida política se redujo, en diciembre, a un duelo entre Clodio y Milón; un duelo que había de encontrar su desenlace en la Vía Apia, tres años más tarde.
Las cosas se veían agravadas por el apoyo con el que contaba Clodio en el Senado, con su hermano Apio Claudio y el cónsul Metelo Nepote, que nunca olvidó del todo su rencor hacia Cicerón, a pesar de su aparente reconciliación el año anterior.
Si Milón es, a la vista de todos, el hombre de Pompeyo, cada vez es más evidente que Clodio no trabaja para nadie, más que para sí mismo.
Para agradecer a Cicerón y a su hermano la ayuda que el primero le había prestado, Pompeyo ofreció a los dos una “legatio”. Quinto accedió a colaborar en la tarea que aguardaba a Pompeyo y, en diciembre, embarcó.
Cicerón también aceptó, pero deseaba que el título fuera meramente honorífico y no implicara ninguna obligación concreta. Quería conservar toda su libertad por si acaso se decidía que hubiera elección de “censores”.
Si no había elección de “censores”, Cicerón quería aprovechar su “legatio” en primavera para marcharse de Roma con honor y viajar un poco.
Pero varios acontecimientos se interpusieron en su camino.
En primer lugar los actos de violencia de Clodio, que parecía totalmente decidido a entorpecer las obras del Palatino y que mantenía un auténtico ejército permanente en la Ciudad.
Por otro lado, estaba el asunto del rey de Egipto.
La cuestión se centraba en la conveniencia o no de restituir al rey Ptolomeo Auletes en su trono, del que sus súbditos le habían echado.
El rey se había refugiado en Roma, donde estaba intentando, como hiciera Yugurta en el pasado, comprar apoyos. Para ello, pedía enormes sumas de dinero a los prestamistas romanos a cambio de intereses exorbitantes.
Uno de los cónsules del 57, Léntulo Espinter, que había recibido la provincia de Cilicia, había quedado encargado de llevar a Ptolomeo de vuelta a Alejandría. Pero para ello hacía falta la autorización del Senado.
Sin embargo, los alejandrinos habían sustituido a Auletes por su hija, Berénice, y tenían la firme intención de mantenerla como reina. De modo que enviaron una nutrida delegación a Roma (un centenar de personas, al parecer), bajo el mando de un filósofo académico llamado Dión.
Pero los enviados de la reina fueron atacados al desembarcar en el puerto de Puozzoli. Y se produjo una serie de actos violentos. Finalmente, Dión, que había sido acogido en Roma por un amigo de Pompeyo, Luceyo, y por el propio Cicerón, fue asesinado en la casa de su anfitrión.
El joven Licinio Calvo (el poeta amigo de Catulo) acusó del asesinato a un tal Asicio, que tuvo como defensa a Cicerón.
Cicerón aceptó esta defensa para disipar la idea de que el entorno de Pompeyo hubiera podido tener alguna responsabilidad en el asunto.
En torno a la fecha en la que Asicio fue acusado del asesinato, esa misma acusación había recaído sobre el joven Celio, que había sido amante de Clodia y al que, ahora, ella perseguía llena de odio.
Cicerón también defendió a Celio; tenemos su discurso el “Pro Caelio”, que hace alusión a la absolución de Asicio.
Ptolomeo se alojaba en casa de Pompeyo mientras proseguían las luchas en torno a su restauración en el trono.
Cuando Pompeyo regresó, a principios de enero, de los viajes realizados para organizar las importaciones de trigo, protestó acaloradamente en el Senado, recordando que era Léntulo el que había recibido esa misión.
No obstante, si creemos a Cicerón, el entorno de Pompeyo hacía todo lo posible para que dicha misión le fuera transferida.
Entre tanto, un rayo cayó sobre el monte Albano, donde se encontraba el santuario de Júpiter Lacial, el antiquísimo dios protector de la Liga Latina, al que, cada año, los cónsules ofrecían un sacrificio solemne durante las fiestas llamadas Ferias Latinas.
Era un prodigio que había que tener en cuenta.
Se consultaron los “Libros Sibilinos”, recopilación de profecías, o más bien de recetas, para aplacar la cólera divina, y se descubrió en ellos que los romanos no debían intervenir en Egipto por las armas.
Entonces se produjeron acalorados debates en el Senado y se propusieron diversas soluciones.
Los amigos de Pompeyo le presentan como candidato.
P. Clodio, que acababa de ser elegido “edil”, presentó una acusación de violencia (de vi) contra Milón el 2 de febrero. Los desórdenes empezaron de nuevo, y el día 7, durante una “contio”, Pompeyo fue vilmente injuriado por la gente de Clodio, que gritaban a coro el nombre de Pompeyo cuando su jefe les preguntaba “¿Quién hace padecer hambre al pueblo? Y “¿Quién quiere ir a Alejandría?”
La “contio” acabó en batalla general. Cicerón y Pompeyo, que estaban presentes, pudieron retirarse indemnes.
Cicerón en una carta a su hermano señala que Craso favorece a Clodio contra Pompeyo, le da dinero, lo que genera en él alguna esperanza. ¿Acaso va a desintegrarse “el triunvirato”?
Cicerón tiene la impresión de erigirse en gran vencedor, de haber recuperado el respeto general y el favor de todos.
Al mismo tiempo estaba retomando sus actividades como abogado.
El 10 de febrero, Sestio, su amigo, era acusado simultáneamente de corrupción y violencia, y él accedió a defenderlo.
El discurso de Cicerón en favor de Sestio ha llegado hasta nosotros (“Pro Sestio”).
El 11 de febrero, Cicerón había intervenido en otro juicio, el de L. Calpurnio Bestia, que había sido edil en el 57 y ahora estaba acusado de corrupción en virtud de la “lex Tullia de ambitu”, la propia ley de Cicerón. El acusador no era otro que el joven Celio.
Bestia fue absuelto y Cicerón dice que aprovechó aquel alegato para comenzar el elogio de Sestio, recordando que éste, gravemente herido por las bandas de Clodio delante del templo de Cástor en el transcurso de un tumulto que tenía como pretexto el eventual retorno de Cicerón, sólo se había salvado gracias a Bestia.
El asunto del rey Ptolomeo se prolongó hasta el mes de marzo. Al final el monarca, hastiado se marchó de Roma y se retiró a Éfeso, donde se alojó en el recinto del templo de Artemisa.
Pompeyo debía restablecer su posición política, atacada tanto por los senadores “ultra” como por los partidarios de Clodio. Para ello, era necesario reafirmar el “triunvirato”.
Y esto sucedió a mediados de abril, en la pequeña ciudad de Lucca, en la frontera con la Galia Cisalpina, es decir, en la provincia de César.
Allí acudieron no solamente Pompeyo y Craso, para encontrarse con César, sino, si creemos a Plutarco, más de doscientos senadores. Cicerón estaba ausente.
Creemos que se mantuvo voluntariamente al margen de unos tratos de los que no podía esperarse otra cosa que el retorno de la tiranía de la que creía haber liberado al Estado.
Cicerón atacó al “triunvirato”.
Lo hizo primero en el “Pro Sestio”, acusando a César, Pompeyo y Craso de haber favorecido las artimañas de Clodio. Aunque finge creer que se trata de calumnias difundidas por Clodio, no deja de recordar que se había falseado el juego de las instituciones, que “el timón del Estado había sido arrancado de las manos del Senado”; no por Clodio, sino por los dos cónsules, Gabinio y Pisón, en realidad por César y Pompeyo, de quienes son agentes.
Y demuestra que el pacto que une a los triunviros implica inexorablemente el recurso a la fuerza, que los excesos de Clodio y Milón, para responder a ella, son sus inevitables consecuencias.
Para apoyar sus argumentos, Cicerón invoca las doctrinas de los filósofos.
En relación con la violencia en la Ciudad, ofrece un resumen descriptivo de la evolución que ha conducido a la humanidad desde su estado primitivo hasta la fundación de las ciudades, gracias a los esfuerzos de unos cuantos hombres que destacan por su valor y su inteligencia.
Esta descripción se encuentra en los epicúreos, pero también ya en Aristóteles y Platón.
La defensa de Sestio también dio ocasión a Cicerón para atacar directamente a uno de los partidarios más comprometidos de César, P. Vatinio, que siendo tribuno en el 59, había hecho atribuir a su amigo, mediante un plebiscito, las provincias (la Galia y el Ilírico) que el Senado le negaba.
Pues bien, en el juicio de Sestio, Vatinio había sido llamado como testigo de cargo. Cicerón habló con él aparte, lo “interrogó” en un discurso que ha llegado hasta nosotros ( “Interrogatio in Vatinium”), y que es de una violencia poco frecuente.
Atacarlo como lo hace Cicerón, asegurar que el tribuno del 59 no había tenido en cuenta los auspicios ni otras reglas legales, era atacar al propio César, poner en cuestión, una vez más, los actos de su consulado y, más en concreto, la legitimidad de su gobierno, que la ley de Vatinio le había autorizado para cinco años.
Él había hablado en presencia de Pompeyo, que venía a testificar en favor de Sestio, y como Vatinio acusó a Cicerón de hacerse amigo de César solamente por los éxitos que éste había logrado en la Galia, él contestó que en su opinión “la condición de Bíbulo le parecía más bella que los triunfos y las victorias de cualquiera” (entiéndase, evidentemente, de César; es mejor ser vencido que vencedor, si la victoria se ha conseguido con una mala acción)
La defensa de Celio, a principios de abril, no está directamente relacionada con la situación política general, y el “Pro Caelio” no contiene ningún ataque a los triunviros.
Cicerón arremete contra la hermana de Clodio, Clodia, que acusaba a Celio de varias malas acciones graves. Cicerón, adoptando el tono de un padre de familia indulgente, minimiza las extravagancias de su cliente, al que excusa por su juventud, y promete que en el futuro se convertirá en un buen ciudadano.
Cicerón desea, ante todo, aparecer como la más alta autoridad moral de la Ciudad.
El 5 de abril, Cicerón pronunció un ataque en toda regla contra una de las leyes más preciadas para César, la relativa a la división en lotes del territorio de Campania (ager campanus).
La iniciativa de esto no venía de Cicerón sino de L. Domicio Enobarbo, el pretor del 58, que ya anteriormente había intentado anular los actos de César.
Por instigación suya, el tribuno P. Rutilio Lupo había presentado al Senado un proyecto que revisaba la ley agraria de César.
Cicerón habló en favor de la proposición.
El Senado aprobó un senadoconsulto conforme a la opinión formulada por Cicerón, y se acordó que se llevara a cabo un debate sobre el fondo (de la ley) en el mes de mayo.
César, que planeaba intervenir en campañas lejanas (probablemente aspira, ya entonces, a cruzar el Rin y también a desembarcar en Britania), no podía permitir a Domicio Enobarbo que emprendiera contra él, con ayuda de Cicerón, la maniobra que se estaba bosquejando.
Después del acuerdo de Lucca, Pompeyo y Craso obtendrían el consulado para el año 55, y después cada uno una provincia, que debían ser las dos Hispanias (Ulterior y Citerior), reunidas en una sola, para Pompeyo, y Siria para Craso. Su gobierno provincial debía durar también cinco años.
Ambos correspondieron concediendo a César una prórroga de cinco años en su mandato como procónsul en las Galias (Lex Licinia Pompeia).
Las “vacaciones” de Cicerón en las villas de su propiedad se vieron interrumpidas por las noticias que le llegaban de Roma.
Clodio volvía amenazar de nuevo su casa del Palatino.
Ante la imposibilidad de atacarla directamente, debido a las precauciones que había tomado Cicerón, con la ayuda de Ático, y a la intervención de los hombres de Milón, que vigilaban el terreno en obras, ideó una maniobra más sutil.
Hacia mediados de abril (en el momento en que se estaba celebrando la conferencia de Lucca), se habían producido toda una serie de presagios: rugidos y ruidos de armas en la Campaña Romana, un temblor de tierra en Potencia (Potenza Picena, no lejos del Adriático) y otros “fenómenos sobrenaturales”, como relámpagos y estelas luminosas en el cielo.
Los senadores, como dictaba la ley religiosa, consultaron a los augures para saber qué medidas debían tomarse con el fin de aplacar la cólera de las divinidades, así manifestada.
Los augures, que entonces no eran otra cosa que “especialistas etruscos” y aún no constituían, como sucederá después de Augusto, un colegio reconocido por el Estado, contestaron que algunas divinidades, Júpiter, Saturno, Neptuno, Tellus (la Tierra) y los dioses celestes en general estaban enojados. Su cólera se debía a que se habían cometido cinco sacrilegios: se habían celebrado Juegos en condiciones irregulares y lastrados de impurezas, se habían profanado lugares sagrados, se habían asesinado embajadores en contra del derecho de gentes, se habían violado juramentos y se había faltado a la fides (lealtad), y también se habían mancillado ceremonias “antiguas y secretas”.
La consulta terminaba con cuatro consejos: evitar, por encima de todo, la discordia, que amenazaba con poner el Estado en manos de un solo hombre, asegurarse de que no se prepararan planes secretos en contra de la República, que no se otorgaran magistraturas a malos ciudadanos y sobre todo que “la constitución quedara intacta”.
Una respuesta como ésta, ofrecida precisamente durante los días en los que se estaba reafirmando el “triunvirato”, da toda la impresión de haber sido sugerida a los augures por algunos senadores decididos a luchar con todas sus fuerzas contra él.
Otros elementos de la respuesta podían interpretarse como una condena de los tejemanejes de Clodio (¡o de Milón! y, en general, de la violencia en la vida pública.
Pero Clodio, fingiendo no haber comprendió su sentido profundo, les dio en el transcurso de una “contio” que celebró en su calidad de “edil”, una interpretación muy personal. Aseguró que los augures se referían a Cicerón, que él era el blanco de la cólera de las divinidades.
Su principal argumento era la desacralización del santuario consagrado a la diosa Libertad, la restitución del terreno y la reconstrucción de su casa.
Fue contra esta maniobra contra la que Cicerón pronunció, en el Senado, unos días más tarde, el discurso “Sobre la respuesta de los arúspices”, que ha llegado hasta nosotros. Él no estaba presente en la “contio”, pero le habían transmitido el texto del discurso de Clodio.
En su comentario sobre el oráculo ofrecido por los augures, Cicerón no tiene dificultades para demostrar que los sacrilegios fueron cometidos por Clodio, cuyas bandas habían “manchado la celebración de los Juegos Megalesios, en honor de Cibeles, la Gran Madre del Ida, a principios de abril.
Descripción brillante y pintoresca de esos Juegos, y también evocación de la diosa, acompañado de sus leones, que recorre los campos, con su cortejo de demonios haciendo resonar sus címbalos. Ese es, dice el orador, el origen de los rugidos que se oyeron en el Lacio.
Clodio ha venido acumulando crímenes contra la religión desde su sacrílega presencia en las ceremonias en honor a la Buena Diosa.
Pero no es el único en resultar culpable a ojos de las divinidades. Los augures evocan el asesinato de embajadores.
Probablemente, dice Cicerón, está allí el asesinato de Dión, pero también han sido asesinadas otras personalidades, enviadas oficialmente por su patria a los magistrados romanos: por ejemplo, un tal Plator de Oréstide fue encarcelado, y después ejecutado por Pisón.
El discurso no contiene ningún ataque a los “triunviros” y arremete únicamente contra los enemigos personales de Cicerón, Clodio, sobre todo, como blanco principal, pero también Pisón, el cónsul que entregó a Cicerón a cambio de una provincia.
Cicerón pronto va a ser informado de los acuerdos de Lucca.
Primero por Víbulo, un mensajero que le envió Pompeyo. Éste le pedía que no participara en el debate que debía tener lugar en el Senado el 15 de mayo sobre las leyes agrarias de César y el reparto del territorio de Campania.
El segundo mensaje se lo transmitió Quinto, con el que se había encontrado Pompeyo en Cerdeña.
Pompeyo había recordado a Quinto el tiempo en el que éste venía a suplicarle que lograra el retorno de Marco, y los compromisos que había adquirido en nombre de su hermano.
Si éste no permanecía tranquilo, sería él, Quinto, el que sufriría las consecuencias. Que Marco no atacara la obra de César, que lo apoyara al máximo.
En su carta a Léntulo, Cicerón cuenta que entabló un verdadero diálogo con la República (al estilo de las prosopopeyas, cuyo ejemplo más famoso es el “Critón” de Platón). Pidió al Estado romano, así personificado, autorización para mostrar su reconocimiento hacia quienes lo habían autorizado a volver y para mantener los compromisos asumidos por Quinto: “Ella siempre había tenido en él un buen ciudadano, que ahora tolerara que él cumpliera con sus deberes de hombre”.
A lo largo de esta revisión de toda su política, Cicerón recordó que tenía a César en gran estima, y que era su amigo, al igual que Quinto. Para terminar, última cita de Platón, no es conveniente, en la ciudad, tratar de hacer lo imposible, “no hay que hacer violencia al padre ni a la patria”.
Así, con el aval de la “Quinta carta” de Platón, Cicerón puede justificar, a los ojos del mundo, si no a los suyos propios, su docilidad ante las “recomendaciones” de Pompeyo y César. Y es que Platón respondía a quienes le reprochaban que no hubiera entrado en la vida política de Atenas que la democracia ateniense era demasiado vieja para oír nada, y que era “incurable”.
¿También la ciudad romana es incurable?
Cicerón, al parecer, no está lejos de creerlo así, aunque le da cierto pudor decirlo. Sea como fuere, el 15 de mayo estaba ausente del Senado. En su ausencia el problema no quedó zanjado y la maniobra dirigida contra César fracasó.
Sin embargo, la mera abstención no bastaba para satisfacer a los “triunviros”.
Otro asunto exigía su presencia en el Senado: César, obligado por el desarrollo de la guerra, había tenido que ampliar él mismo, sin autorización oficial, el número de sus legiones, haciéndolas pasar de cuatro a seis, y después a ocho. Y pedía que el Senado aceptara facilitar el sueldo necesario y le permitiera escoger a diez legati, lo que hacía pensar que el contingente de fuerzas no tardaría en ascender a diez.
Los senadores eran muy reticentes. Entonces Cicerón tomó la palabra para defender la solicitud de César y le dieron la razón, frente a la oposición de un tal Favonio, amigo de Catón que todavía no había vuelto de Oriente.
La “Lex Sempronia”, aún en vigor, exigía realizar un sorteo de las provincias antes de las elecciones que designarían a sus futuros titulares.
Unos senadores enemigos de César habían propuesto que fueran las dos Galias, la Cisalpina y la Narbonense.
Un senador amigo de Catón, P. Servilio Isáurico, sugirió otras dos provincias, Macedonia y Siria, que estaban a las órdenes de Pisón y Gabinio.
Entonces Cicerón pronunció un largo discurso para apoyar esta segunda propuesta. Fue una requisitoria (que ha llegado hasta nosotros, el discurso “Sobre las provincias consulares”) contra los dos cónsules del 58.
Cicerón puso de manifiesto lo desastrosa que había sido su administración, con Macedonia sumida en la anarquía, Siria pasto del pillaje, los arrendatarios de impuestos perseguidos por Gabinio. Era conveniente hacerlos volver, lo antes posible por el honor y la seguridad del Imperio.
En el caso de César, la situación es la contraria: en las dos Galias, César ha logrado victorias que están a punto de de ser decisivas. Sería una locura hacerlo volver.
Al escuchar estas palabras, el cónsul en ejercicio, L. Marcio Filipo, no pudo evitar interrumpir al orador y objetar que, si había hablado tan enérgicamente en contra de Pisón y Gabinio, que, entendía, eran sus enemigos personales, también debería haber atacado a César, del que tantas quejas podía tener.
Cicerón respondió que, a sus ojos, el interés del Estado prevalecía sobre sus sentimientos íntimos, y después mencionó toda una serie de ejemplos históricos que demostraban que todos los hombres de Estado dignos de tal nombre se habían reconciliado siempre con sus enemigos cuando así lo exigían las circunstancias.
Los senadores votaron en el sentido deseado por Cicerón (y los triunviros) y el orador participó personalmente en la redacción del senadoconsulto. La alianza con César estaba consumada. Poco después Quinto se convertía en “legatus” de César y los ataques contra la casa del Palatino quedaban definitivamente olvidados.
En el mes de julio, en una carta enviada a Ático justificaba aquel cambio de actitud.
No está orgulloso de sí mismo. Seguramente se acuerda de su poema “Sobre su consulado” y la exhortación de la musa que lo instaba a no desviarse de la senda de la virtud y el honor. Así pues, declara a su amigo: “¡Adios, política de virtud, verdad y honor!” Y dice: “Es difícil creer la perfidia que hay en esas gentes que quieren ser jefes, y que lo serían si tuvieran aunque sólo fuera un poco de lealtad”.
Habían traicionado a Cicerón, pero eso no lo había hecho cambiar su actitud. Eso sí, lo que es más grave es que son incapaces de desempeñar el papel que él les asignaba en la concepción que tenía de la ciudad.
Y de nuevo encontramos aquí a Platón, no sólo al de la “Carta V”, sino al de la “República”, que ha meditado sobre las virtudes necesarias de los “guardianes”.
En Roma, los guardianes de la Ciudad –o los que deberían serlo –son los hombres a los que Cicerón llama los “príncipes”, los “jefes”, y que, según constata, carecen de lealtad.
Los acuerdos de Lucca lo han empujado a seguir los consejos que Ático le venía dando desde hacía mucho tiempo.
Paradógicamente, no fue la toma del poder por parte de los “triunviros” la que tuvo ese efecto, sino la constatación de que los principales ciudadanos se acomodaban bien a esa situación y, en lugar de apoyar a Cicerón en su lucha por la libertad, se alegraban en secreto de que éste ya no fuera nada. Esa es la conclusión de esta carta a Ático: “Puesto que –escribe-quienes no tienen ningún poder no me quieren, procuremos que sea amado por quienes tienen el poder”.
Al comienzo del año Ático se había casado con una tal Pilia. Él tenía 53 años, y ella era sin duda mucho más joven.
La hija de Cicerón, Tulia, había perdido a su primer marido, Pisón, antes de que su padre regresara del exilio. Entonces tenía unos veinte años. El 4 de abril se celebró su compromiso con un personaje de gran nobleza, Furio Crassipes, del que no sabemos nada, aparte de que debía ser lo suficientemente rico como para poseer jardines al parecer muy agradables al borde de la Vía Apia, en las riberas del Almo.
Dos o tres años más tarde, aquel matrimonio iba a terminar en divorcio por razones que desconocemos.
Cicerón se muestra discreto con respecto a la vida conyugal de su hija, como hace con la suya. Él tampoco habla de sus dificultades con Terencia, o de las de Quinto con Pomponia.
Una vez decidido a aceptar la situación política que le planteaban los acuerdos de Lucca, Cicerón retomó sus actividades habituales.
En el mes de julio (o tal vez en agosto), defendió a un amigo de César y Pompeyo, un hombre de Gades, en Hispania, L. Cornelio Balbo.
El juicio que se le plantea se parece, al menos exteriormente, a aquel en el que en su momento Cicerón había defendido a Arquias. Y es que Balbo había recibido de manos de Pompeyo el derecho de ciudadanía romana. Pero el acusador, un gaditano cuyo nombre desconocemos, pone en discusión que un ciudadano de Gades, ciudad libre, vinculada a Roma por un tratado particular, pueda convertirse en ciudadano romano.
Había aquí una cuestión de derecho que el alegato de Cicerón analiza con evidente erudición jurídica y apoyándose en una gran cantidad de ejemplos históricos.
La infundada querella planteada a Balbo tal fuera una maniobra dirigida contra el triunvirato.
A Cicerón no le incomoda defender esta causa, sobre todo porque Balbo es un amigo que le prestó servicios durante su exilio. Balbo fue absuelto.
Cicerón justifica su actitud, y recurre a argumentos que ya hemos visto antes: considera, al igual que filósofos e historiadores, como Polibio, que la discordia es el mayor de los males para una ciudad, de modo que puede decir que las luchas políticas son, seguramente, legítimas, pero “que sólo son razonables mientras son útiles al Estado o, al menos, si no son útiles, que no le sean perjudiciales”.
11. EL TIEMPO DE LA REFLEXIÓN
Al servicio de los triunviros
Al principio de julio, Cicerón se marcha de Anzio y regresa a Roma.
Se acercaba el momento en el que normalmente debían celebrarse las elecciones.
Milón era candidato a la pretura y Cicerón deseaba apoyar su candidatura. Para ello necesitaba estar presente en la Ciudad.
La situación política era confusa. En el foro y en el Campo de Marte, Milón mantenía a raya a Clodio, pero a base de violencia y amenazas, y se presentía que el combate electoral sería difícil, tanto para escoger a los pretores como para la elección de los cónsules.
Pompeyo y Craso se habían puesto de acuerdo con César con el fin de obtener el consulado para el año 55, pero ello no dejaba de provocar resistencias, sobre todo por parte del cónsul en ejercicio, Marcelino, que tuvo el valor de oponerse a su candidatura e hizo un llamamiento a la libertad que fue aplaudida por el pueblo.
Pero cuando quiso celebrar las elecciones en su fecha tradicional, julio, un tribuno de la plebe, C. Catón, amigo de Clodio, opuso su veto. Y cuando los senadores intentaron seguir adelante sin tenerlo en cuenta, estallaron una serie de disturbios alrededor de la Curia.
La situación se prolongó durante meses, ya que cada vez que el Senado trataba de fijar una fecha para los comicios, se veía impedido a hacerlo de una manera u otra.
Finalmente los Padres se vistieron de luto y se abstuvieron de acudir a las sesiones.
Así pues, el año terminó sin que hubieran designado cónsules ni pretores para el 55.
Hubo que recurrir a los “interreges, magistrados excepcionales cuya única función era presidir los comicios. Estos “interreges” sólo ocupaban su cargo durante cinco días.
Pompeyo y Craso fueron elegidos cónsules, gracias principalmente a la presencia de numerosos soldados enviados por César “de permiso” a Roma, bajo las órdenes de P. Licinio Craso, su “legatus”, hijo del triunviro.
L. Domicio Enobarbo, enemigo declarado de César, había mantenido su candidatura hasta el día en el que cuando estaba llegando al foro a primera hora de la mañana, el esclavo que llevaba una antorcha delante de él murió a manos de asaltantes. Entonces renunció.
La elección de pretores no resultó menos difícil.
Catón había regresado de su misión en Chipre en el mes de noviembre. Volvía como triunfador, aunque el rey de Chipre al que había destronado (el hermano de Ptolomeo Auletes) no había opuesto la menor resistencia y se suicidó al saber de la inminente llegada de los romanos.
Pero Catón traía consigo un importantísimo botín, procedente de los bienes personales del rey. Por desgracia para él, no pudo rendir cuentas con precisión, porque sus carpetas y sus libros, pese a existir por duplicado, habían sido destruidos en sendos accidentes, un naufragio y un incendio. Lo que proporciona a Clodio buenos pretextos para atacarlo.
Cuando presentó su candidatura a la pretura, no recibió apoyo y tuvo que inclinarse ante Vatinio, pese a que Cicerón había pronunciado un discurso desfavorable a la candidatura de éste.
Pompeyo apoyaba a Vatinio, y en cuanto fue elegido pretor, intervino para que se reconciliara con Cicerón.
La elección de Vatinio se había conseguido gracias a una maniobra de Pompeyo: cuando la primera centuria votó a favor de Catón, Pompeyo que, en calidad de cónsul, era el presidente, declaró que estaba oyendo truenos y levantó la sesión para una fecha posterior. Lo que permitió repartir aún más dinero entre los electores, convocar a hombres de confianza y, finalmente, lograr la elección de Vatinio.
Esto es una prueba irrefutable de la corrupción que reinaba en aquel final de la República.
Plutarco y Dión Casio mencionan un episodio de la lucha de Cicerón contra Clodio. Se nos dice que Cicerón, en ausencia de su enemigo, había acudido al Capitolio y había retirado unas tablas de bronce en las que Clodio había mandado grabar el relato de sus actos como tribuno.
Cicerón sostenía que aquel tribunado era ilegal y que, por tanto, esas inscripciones debían permanecer en el Capitolio. Se las llevó y, según dicen, las rompió.
En el Senado hubo un debate en torno a estos acontecimientos.
Cicerón respondió, para justificar su conducta, que el paso de Clodio a la plebe había sido irregular, de modo que todo lo que había sucedido después era nulo e inexistente.
Algo que disgustó a Catón: su misión en Chipre era uno de los actos de Clodio; si se ponía en cuestión la validez del tribunado, la conversión de la isla en provincia, ya no era más que una fechoría contraria a las leyes divinas y humanas.
Pero aquel debate no pasó de ser puramente teórico, y no se tomó ninguna medida.
La posición de Cicerón era sumamente delicada.
Catón, al igual que Domicio Enobarbo y los dos cónsules del año anterior, Marcio Filipo y Marcelino eran hostiles a los triunviros, pero Cicerón tenía las manos atadas.
Probablemente durante este período acepta la defensa de personajes amigos de Pompeyo, como L. Caninio Galo y T. Ampio Balbo.
El relativo aislamiento de Cicerón en la vida política tuvo una consecuencia favorable. Al estar menos comprometido, pudo dedicar más tiempo y una gran parte de sí mismo a su obra filosófica y literaria.
En primer lugar vemos que, durante los últimos meses del 56, compuso un poema en tres cantos (como el “De consulatu”) titulado “De temporibus meis” (Sobre las vicisitudes de mi vida), donde habla de su exilio y de su retorno.
Estos tres libros no serán publicados.
En realidad para ilustrar este período de su vida no se vale tanto de su poema como de su obra histórica en prosa, que ha de escribir a petición suya, Luceyo (amigo de Pompeyo).
Cicerón espera de Luceyo la justificación de su posición actual, de su aislamiento político, entre los “triunviros” y los “conservadores”, entre Pompeyo y Catón.
En las elecciones del 55, la “censura” fue atribuida a dos “aristócratas”, P. Servilio Isáurico y M. Valerio Mesala. Se le escapaba así la magistratura que habría coronado su gloria.
Entre tanto, los acuerdos de Lucca van dando sus frutos conforme al plan de los “triunviros”.
En marzo del 55, un tribuno, C. Trebonio, logra la aprobación, pese a la obstrucción de Catón y tras una violenta batalla en las calles, de una ley que otorga durante cinco años las dos Hispanias a Pompeyo, y Siria “y los países vecinos” a Craso.
César, por su parte, era prorrogado por aquel entonces en su mando, también por cinco años, en virtud de una “ley Pompeya Licinia” que los dos cónsules habían logrado aprobar, una vez más a pesar de la oposición de Catón.
Cicerón ya en el mes de abril se retira a sus villas.
Está en Cumas, donde indaga a fondo en la magnífica biblioteca de Fausto Sila, hijo del dictador. En ella encuentra las obras “esotéricas” de Aristóteles (las únicas que poseemos hoy) y las de Teofrasto.
Está trabajando en el “De oratore, abandonando, dice, los discursos para volver “a musas más amables” que (lo) cautivan, como habían cautivado (su) primera juventud.
Ático, bien es verdad, le informa con cierto detalle de lo que sucede en Roma, pero en varias ocasiones Cicerón afirma que prefiere la tranquilidad de una biblioteca al tumulto del foro y la Curia.
En el transcurso del verano, Cicerón se marcha de Campania y regresó a Roma.
Pisón se presentó en el Senado. El agresor, esta vez, fue Pisón, que pronuncia contra Cicerón una verdadera requisitoria, cuyas huellas se han querido ver en la “Invectiva contra Cicerón” que ha llegado hasta nosotros, atribuida a Salustio.
No encontramos en él más que injurias bastante banales, parecidas a las que podía dirigir Clodio, en cualquier momento, a su enemigo.
El discurso de Cicerón “Contra Pisón”, pronunciado en el Senado, ha llegado hasta nuestros días prácticamente entero.
El retrato que Cicerón traza de Pisón es caricaturesco, los reproches que le dirige se refieren al hombre, a su vida privada, más que al político. Pisón carece de cultura, no en vano es, por parte de madre, medio galo; ¿Qué se rodea de filósofos? Así es, pero son epicúreos, que ponen a su alcance una doctrina de la que sólo asume la palabra “placer”. Con ellos se pervierte, bebiendo toda la noche hasta que canta el gallo, agolpados en lechos de mesa. Es algo indigno de un cónsul e indigno en un romano.
Un día después de esta invectiva, Cicerón asistía a los “Juegos” ofrecidos por Pompeyo para la inauguración de su teatro. Lo relata en una larga carta a su amigo M. Mario que se había quedado en su villa de Estabia, en lugar de ir a Roma.
Cicerón ha tenido que ir por compromiso.
Mario ha actuado como filósofo, ha “despreciado lo que los demás admiran”; el conocimiento de los valores verdaderos es el primer paso de quien aspira a la sabiduría.
Aquellos juegos mezclaban todos los géneros de espectáculos que gustaban al público: comedias, tragedias, mimos, atletas, gladiadores, “cazas” en la que se masacraban animales a centenares, el último día elefantes, cuyo destino conmovió a los espectadores, porque, decían, “tenían algo en común con el género humano”.
A Cicerón le gustaba el teatro –y sabemos que había traducido al latín a Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes –pero no le gusta la puesta en escena con la que se había sobrecargado la “Clitemnestra” de Accio y un “Caballo de Troya” (¿de Livio?).
Los desfiles de mulos, cráteras, armaduras, los simulacros de combate ofrecidos en el escenario le incomodan, y lo privan del único placer al que aspira, el de la poesía y la interpretación de los actores. Tampoco le gustan las demostraciones de violencia y no es el único. Su amigo Mario no piensa ni siente de otra manera.
La magnificencia de los Juegos de Pompeyo, destinada a impresionar al público, siempre agradecido de que se derrocharan tesoros por él, tiene algo que empieza a anunciar el Imperio, y Cicerón, ante tales excesos, no está lejos de emplear un lenguaje que, cien años más tarde, será el de Séneca. El otium , el ocio, es para él inseparable de la vida interior, del avance consumado hacia la serenidad y la profundización del pensamiento.
Y Cicerón sabe bien que no es el único en preferir el ocio contemplativo a los placeres vulgares; están todo los que, como Mario, se enseñan a sí mismos a vivir “como seres humanos” (humaniter).
Cicerón había reflexionado sobre las reglas de la elocuencia y, más aún, sobre sus fines. En ese momento considera el “De inventione”, en el que muchos años antes había iniciado esa reflexión, demasiado juvenil, insuficientemente profundo.
A la luz de su experiencia, vuelve a plantear el problema.
Porque la elocuencia es, asimismo, una parte esencial de la vida cívica, es un instrumento, a veces incluso su motor. Por eso es un arte peligroso. Platón ya lo había dicho. Pero, ¿qué consecuencias había extraído él? Una negación, un rechazo. Soluciones todas poco realistas, ya que la ciudad griega tal y como era no podía vivir sin la palabra. Afirmación de la “Carta V”: “Atenas es demasiado vieja como para que se pueda cambiar cualquier cosa de sus costumbres”.
Cicerón había contestado que Roma, en cambio, no era demasiado vieja como para tratar de mejorarla. No había que condenar la elocuencia, había que enseñar a los ciudadanos o al menos a las mejores mentes a hacer un buen uso de ella. Y Cicerón retoma el problema en el punto en el que lo había dejado Platón.
En primer lugar proyecta su diálogo hasta la época de su adolescencia, y los dos personajes que son sus protagonistas, Antonio y Craso, pertenecen a la “mitología familiar” de Arpino. Con ellos hace arraigar el diálogo no sólo en la historia de Roma, a principios del siglo I a. de C., sino en los recuerdos de Cicerón. Y la situación política, en aquel año 91 hasta el que se traslada el diálogo, no hace sino recordar la del año 55: la dignidad del Senado se ve sistemáticamente atacada por lo demagogos. Los de edad más avanzada (está Q. Mucio Escévola el Augur, otra figura del recuerdo) son melancólicos, presienten los dramáticos acontecimientos que va a vivir la ciudad: la sucesión de guerras civiles y, finalmente, la dictadura de Síla.
Son perspectivas muy parecidas las que asustan a Cicerón después de los acontecimientos de Lucca, y los hechos no le quitarán la razón. Pero todavía cree posible evitar lo peor.
Para descubrir y enseñar los medios para lograrlo, expone los resultados de su prolongada reflexión y su dilatada práctica no tanto sobre la elocuencia como sobre el arte de servirse de ella por el bien de la Ciudad.
Antonio, en el primer libro, establece una distinción entre los hombres “disertos” y los hombres “elocuentes”.
Los primeros, dice, son capaces de hablar, ante hombres “medios”, y exponer claramente una serie de ideas preconcebidas. Los segundos saben hacer brillar enteramente, con un esplendor absolutamente nuevo, el tema del que hablan, y su espíritu alberga, como una fuente que brota, todo lo que es importante para su discurso.
En ellos, la belleza exalta el pensamiento, lo eleva hasta lo más alto; el discurso, pues, no es solo un medio de persuasión, es el pensamiento en sí.
Esta “fuente que brota” que se encuentra en el hombre elocuente proporcionará en el momento justo, por ejemplo, las referencias jurídicas, o los ejemplos históricos, o las perspectivas morales, filosóficas, las exigencias dialécticas que confieren a la tesis defendida toda su amplitud y, también, su verdad.
Y Cicerón, gracias a los estudios a los que se había consagrado desde su juventud poseía, efectivamente, esa cultura enciclopédica.
Es esa doble experiencia, la de la cultura y la de la práctica, la que aporta enteramente en el “De oratore”, bajo las dos máscaras de Antonio y Craso.
A veces encontramos en el texto algunas confidencias, como el pasaje en el que Craso confiesa que al tomar la palabra siempre se siente turbado, hasta el punto de temer el silencio que se hace en el momento en el que todo el mundo oye cómo se eleva su voz.
La última parte del primer libro está dedicado a una exposición doble, “a favor” y en “contra”, de acuerdo con el método de los académicos (practicado por Cicerón desde sus encuentros con Antíoco de Ascalón y sobre todo con Filón de Larisa): Craso sostiene que lo esencial, par un orador, reside ante todo en sus dones naturales, dones que los ejercicios pueden consolidar y desarrollar, pero no sustituir. E insiste en la necesidad, para quien quiera practicar el arte oratorio, de estudiar muy especialmente el derecho civil, así como la historia y el derecho público. Lo que nos sitúa en pleno corazón del pensamiento romano, en contraste con las tradiciones de la retórica griega.
El derecho es fundamental en la vida pública y privada de los romanos. Es el armazón de las relaciones sociales, el ius, el derecho que define para cada ser y cada cosa su estatus en el conjunto de la comunidad.
Craso ofrece numerosos ejemplos de causas en las que el conocimiento del derecho es esencial, y vemos ya despuntar lo que constituirá una parte importante de las enseñanzas que ofrecerán los rétores (profesores de oratoria), el siglo siguiente, de los temas en controversia.
El derecho se convierte así no sólo en un ejercicio propiamente jurídico, sino en un medio de aguzar la noción de equidad.
En este sentido, el derecho raya en filosofía moral, y el orador, al litigar, constituye él también a crear nuevas relaciones humanas, más justas, más flexibles de lo que pueden serlo los viejos textos, como la “ley de las XII Tablas”.
La elocuencia del foro sigue siendo, entonces, el “motor” de la vida política y social, pero descansa sobre sólidos fundamentos morales y jurídicos.
Platón solía afirmar que el orador –en la medida en que admitía que existieran oradores –debía ser instruido, por la filosofía, en el descubrimiento de la verdad, pero esa verdad seguía siendo abstracta. El orador romano, por su parte, aprendía, según Craso (y Cicerón), a conocer la verdad de cada causa, a apreciarla gracias a su ciencia del derecho y, por último, a las luces de su conciencia.
La respuesta de Antonio: el abogado, en la práctica, será más modesto, se informará de lo que ignora por medio de los especialistas.
Entonces Craso, en una sola frase, revela su verdadero propósito: al hablar de orador no está pensando en un peón del foro, sino en “algo más grande”, un arte cuyo papel será esencial en el funcionamiento de las instituciones romanas, un arte que supera infinitamente la imagen que dan de ella los rétores profesionales.
Los libros segundo y tercero son de carácter más técnico.
Cicerón al hablar del orador, no podía dejar de ofrecer a sus lectores lo que éstos encontraban en los tratados tradicionales.
Por eso vuelve sobre temas trillados como la invención, la disposición y la memoria (en el segundo libro), reservando la elocución (el uso de las palabras y las rimas) y la acción (la mímica) para el tercer libro.
Demuestra que la elocuencia es un arte de la “opinión”, y no de la ciencia, que se nutre de los sentimientos de los hombres y sus prejuicios, que no alcanza la verdad (contrariamente a la ambición de Platón), sino que se esfuerza para crear una. Y esta concepción tiene un enorme alcance. Gracias a ella, la elocuencia entra en el mundo más general de la literatura, ese mundo al mismo tiempo real e irreal, hecho de fantasías e intuiciones profundas, que convence, hechiza y actúa poderosamente sobre nuestra conciencia.
Un mundo peligroso sin duda, pero el propio Platón recurre a él cuando prolonga su pensamiento hasta el mito, cuya función es precisamente seducir y arrastrar a las almas, en ausencia de toda argumentación racional. Como la poesía, la elocuencia actúa por medio de la belleza y “ordena” los espíritus, los convence, los apela a un nacimiento nuevo.
A través de ella, una multitud disonante, animada por pasiones contradictorias, encuentra su unidad, su unanimidad.
El orador sabe despertar al humano que hay en el hombre.
Cicerón insiste en el carácter contingente de la creación literaria, la fuerza que arrastra al orador (y más generalmente al escritor) y que éste comunica a su oyente.
La expresión literaria es mediadora entre los hombres, no a la manera del “sermo”, la simple conversación, desprovista de la fuerza que le confiere el estilo, sino como el discurso solemne que convence e impone.
La gran prosa latina que está naciendo en este momento, y que será la de Tito Livio, y más tarde la de Séneca y la de Tácito (con variantes), pone las bases de lo que serán varios siglos de un arte que nunca olvidará sus orígenes oratorios, la palabra de un hombre que, según los términos del propio Cicerón, tiene el poder de atraer la atención de los hombres reunidos, de conquistar su inteligencia, de arrastrar su voluntad en el sentido que desea o de disuadirlos.
Entre tanto, el año 55 llegaba a su fin bajo el consulado de Pompeyo y Craso.
Desde principios de aquel año venían produciéndose en Oriente acontecimientos de gran alcance que pronto iban a provocar la intervención de Cicerón.
Gabinio, el hombre de Pompeyo, había decidido restablecer por iniciativa propia a Ptolomeo Auletes en Alejandría.
Así pues, salió de su provincia de Siria con un ejército que no tuvo la menor dificultad en dispersar a las milicias reclutadas por Arquelao, antiguo sacerdote de Ma (asimilada a la diosa Belona, al culto orgiástico), la gran divinidad de la ciudad de Comana, a orillas del Ponto Euxino. Arquelao se había hecho pasar por hijo de Mitrídates y existía el riesgo de que levantara una parte de Oriente contra Roma. Al menos así fingió creerlo Gabinio. Aquel Arquelao se había casado con la hija de Ptolomeo Auletes, Berénice, a la que los alejandrinos habían dado el trono de su padre.
El matrimonio no duró mucho. Arquelao murió combatiendo contra los soldados de Gabinio, frente a Alejandría, a finales de abril del 55. Auletes fue restituido en el trono, servicio que pagó al precio de diez mil talentos –diez millones y medio de euros- entregados a Gabinio. Éste dejó al rey, para garantizar su poder, una guarnición de tropas auxiliares, galas y germanas, y regresó a su provincia.
Aquella operación privaba a Craso del derecho de intervenir en Egipto, como parecía permitirle los términos de la ley que le confiaba la provincia de Siria.
Por consejo de César, se ofreció a Craso, a modo de compensación, que emprendiera una guerra contra el imperio de los partos, en las fronteras orientales de su provincia.
Los senadores hostiles a los “triunviros” habían intentado oponerse a dicha expedición y se habían esforzado por limitar todo lo posible al procónsul los medios para ejecutarla. Pero no lo lograron. A finales de noviembre, Craso salía solemnemente de Roma a la cabeza de sus tropas, vestido con el “paludamentum”, el manto rojo de los generales en jefe.
Pero a las puertas de Roma lo esperaba C. Ateyo Capitón, uno de los tribunos que no estaban sometidos a los “triunviros”, y que pronunció maldiciones contra él acompañados de un ritual llegado, dice Plutarco, desde la noche de los tiempos.
Lo cierto es que el tribuno había intervenido ya antes, a través de una “intercessio” y también de una toma de auspicios que le había revelado que la salida de Craso se había producido pese a que las divinidades estaban manifestando, en forma de prodigios, su desaprobación.
Craso no se preocupó ni por los prodigios ni por las maldiciones. Se detuvo en la Campania romana, donde se quedó varios días, para acabar de agrupar a su ejército.
Ese fue el momento en que Cicerón, al volver de sus villas, se encontró por el camino al triunviro y lo invitó a ir a celebrar con él su cena de despedida en la villa de Furio Crassipes, a orillas del Almo.
Aquella cena era a ojos de todos la prueba de la reconciliación entre los dos hombres.
Y es que Cicerón, cuando se dio a conocer la expedición de Gabinio a Egipto, había protestado (en su invectiva contra Pisón) recordando que los Libros Sibilinos habían prohibido que se presentara en el país con fuerzas armadas.
Entonces Craso había intervenido e injuriado a Cicerón, calificándolo de exiliado, es decir, “sin patria”, un don nadie. Cicerón sintió profundamente el insulto y respondió enérgicamente. Desde entonces estaban enemistados. Pero Pompeyo había insistido para que se reconciliaran.
Los días de “vacaciones” que Cicerón pasó en sus villas, la redacción del “De oratore”, la lectura asidua de los filósofos, habían mitigado su rencor y por eso ambos, probablemente en diciembre del 55, cenaron amistosamente en los jardines de la Vía Apia.
A lo largo del año 54, cuando los cónsules L. Domicio Enobarbo, por fin elegido para la magistratura suprema, y Ap. Claudio Pulchro, hermano de P. Clodio, los tres personajes (del triunvirato) que dominaban la vida pública, se encontraban investidos de un “imperium”proconsular.
Dos estaban ausentes, César en la Galia y Craso en Siria. Pompeyo, que había renunciado a irse a su provincia de Hispania, seguía en su villa de Alba o en sus jardines del Campo de Marte, porque su mando le prohibía penetrar en el interior del “pomerium” (el recinto religioso de la Ciudad).
Cicerón, que había pensado ir a Hispania con Pompeyo, en calidad de “legatus”, espera a que el procónsul abandone las inmediaciones de Roma.
Pero Pompeyo sabe que la vida política exige su presencia en la Ciudad, donde prosiguen las intrigas y las luchas, abiertas o secretas, entre hombres y entre “facciones” (=partidos políticos).
Tampoco le resulta indiferente (a Pompeyo) que Cicerón esté allí, para defender a los hombres favorables a los “triunviros”, a quienes la oposición de los nobles trata de abatir.
César tampoco desea que Cicerón se vaya de Roma
Con César, Cicerón intercambia una abundante correspondencia, que desgraciadamente ha desaparecido casi por completo.
Entre ellos se establece, o más bien se confirma, una amistad fundada en preocupaciones literarias comunes.
Cada uno aprecia la cultura e inteligencia del otro.
César, al igual que Cicerón, cultivaba la poesía. Su tragedia “Edipo” databa de su primera juventud, y Augusto no la consideraba lo suficientemente buena como para merecer ser publicada. Pero César también había de componer un poema “Sobre su viaje” mientras iba desde Roma hasta Hispania Ulterior, a finales del año 46; es probable que fuera una “sátira” al estilo del “Viaje a Sicilia” de Lucilio y del futuro “Viaje a Brindis” de Horacio. También se interesaba por la gramática, y su tratado “Sobre la analogía” (perdido) planteaba problemas tradicionales en la Escuela sobre la filosofía del lenguaje, los que trata Varrón en su obra “Sobre la lengua latina”.
Cicerón, por su parte, hizo, en el “Bruto”, un gran elogio de César, no sólo como orador sino como historiador.
Como orador, dice Cicerón, César tenía una elocuencia “refinada y brillante al mismo tiempo, e incluso grandiosa y noble”, opinión que había ratificado en una carta a Cornelio Nepote, que nos ha llegado gracias a Suetonio, en la que elogiaba las afortunadas fórmulas (sententiae) que César sabía encontrar, la riqueza y elegancia de las palabras.
Cicerón, preocupado también por la pureza de la lengua, admira la de César, su sencillez en los “Comentarios”, que desafía a todo escritor que quiera “decorarlos”.
Durante el año 54 somete a su opinión los tres cantos de su poema “De temporibus meis”. César aprueba el primer canto, que le parece bellísimo, pero considera que los otros dos están un tanto descuidados.
Se establece así toda una correspondencia literaria entre el conquistador de las Galias, cuya gloria va en aumento cada día, y el consular decepcionado pero ávido de recuperar la serenidad.
Pero las relaciones entre Cicerón y César no son únicamente de orden literario. Cicerón se ha convertido en agente de César, que le ha confiado una misión importante, por su extensión primero, y después por lo que el procónsul espera de ella para su propia gloria.
Tiene que supervisar las operaciones de urbanismo efectuadas por César, la adquisición de los terrenos necesarios para la construcción de un nuevo foro (el foro de César o Forum Iulium), a lo largo del Argileto, detrás de la Curia, la futura Curia Iulia, que se empezó a construir un poco más tarde y no se terminó hasta la época de Augusto. Se trata asimismo del acondicionamiento de los Saepta (los “Recintos”), lugar de votación en el Campo de Marte, y de un gran pórtico cercano, para la “Villa Publica”, donde tradicionalmente se alojan los embajadores extranjeros.
Todo eso exige mucho dinero, y Cicerón se ve obligado junto a Opio, el agente “financiero” de César, a manejar sumas considerables. César había previsto un crédito global de sesenta millones de sestercios. Hicieron falta cien para terminar el nuevo foro.
Parece que César concedió a Cicerón, ya en el mes de febrero del año 54, un préstamo de ochocientos mil sestercios, que todavía no había reembolsado en el año 51, lo que le inquietaba mucho a Cicerón, en un momento en el que cabía pensar en una guerra civil.
Con Craso el trato era sensiblemente diferente, como imponía la distancia.
Cicerón no siente hacia Craso el aprecio intelectual que profesa a César. Incluso parece experimentar respecto a él ausencia total de simpatía humana. Una simpatía que hace recaer en el hijo de Craso.
Cicerón entre tanto, sigue asistiendo a las sesiones del Senado y participa en los asuntos públicos.
En el mes de mayo, Cicerón acude a sus villas de Cumas y Pompeya.
Como el año anterior, dedica ese mes a realizar lecturas y comienza la redacción de su obra “De república”.
Las elecciones no pudieron celebrarse en el año 54; hubo una larga sucesión de “interreges”, que se prolongó hasta julio del año 53.
Las instituciones estaban bloqueadas, pero, curiosamente, cuando empezaron a funcionar de nuevo, en los comicios del año 53, los dos cónsules elegidos fueron los hombres a los que los triunviros habían negado el apoyo, Valerio Mesala y Domicio Calvino: Pompeyo y César no eran, pues, dueños de las elecciones.
Contrariamente a lo que Cicerón escribía a su hermano el 24 de octubre del 54 tras la absolución de Gabinio, no era exacto afirmar “que ya no había Senado, ni tribunales, ni respeto profesado a ninguno de nosotros”.
Tales afirmaciones, dictadas por el descontento de ver escapar del castigo (provisionalmente) a su viejo enemigo, no reflejan del todo la realidad. Todavía había alguna libertad, los electores y los “optimates” no habían perdido toda su influencia. Y el propio Cicerón había contribuido a ello.
A lo largo del verano del 54, había hablado en defensa de cierto número de acusados, y no lo había hecho, en todas las ocasiones, como se tiende a afirmar, por orden de Pompeyo o César.
Cuando defendió a Cn. Plancio, probablemente a finales del mes de agosto, venía en auxilio de un hombre que era su amigo y compatriota, pues los Plancios eran originarios del pueblo de Atina, cercano a Arpino. Plancio había sido cuestor en Macedonia en el año 58 y había protegido a Cicerón, permitiéndole residir en Tesalónica en lugar de que continuara su viaje de exilio hasta Cícico.
Fue en recuerdo de esa protección y, esencialmente, por gratitud por lo que Cicerón lo defendió cuando, en el 54, fue acusado de constituir asociaciones ilegales para lograr su elección a la edilidad, en el año 55.
Tal vez Craso fuera favorable a Plancio, pero no fue eso lo que decidió a Cicerón a intervenir en ese juicio, en el que, por otro lado, tenía a su lado a Hortensio, poco sospechoso de colusión con los triunviros.
El acusador era M. Juvencio Laterensis, aristócrata “catoniano”, disgustado por no haber obtenido los sufragios a los que su orgullo de noble le hacía creer que tenía derecho.
Laterensis asegura hablar en nombre de los senadores y acusa a Cicerón de servilismo hacia los triunviros. Unos argumentos que no responden con exactitud a la verdad. Al defender a Plancio, Cicerón no sólo está cumpliendo con un deber de gratitud, sino también subraya que los Plancios proceden del “orden ecuestre”, de esa burguesía municipal de la que se puede esperar la renovación del personal político y el renacimiento de una república digna de los tiempos antiguos.
Plancio es uno de esos hombres realmente “nuevos”, unos dieciocho años más joven que Cicerón; un día u otro, dice el orador, “la suerte cambiará”.
Corresponderá a los jóvenes llevar a cabo esa recuperación de la vida política, envenenada ahora tanto por el egoísmo del orden senatorial, que tiende peligrosamente a transformarse en una casta cada vez más estrecha, como por la preeminencia de los “triunviros”. En este sentido, el “Pro Plancio” es un acto político. Plancio fue absuelto.
La defensa que hizo de Vatinio, acusado también en virtud de la ley sobre asociaciones ilícitas, a finales del mes de agosto, tiene un carácter muy distinto.
Tras las agresiones verbales de Cicerón a Vatinio en el juicio de Sestio, Pompeyo había reconciliado a los dos hombres.
Cicerón había aceptado, y considerado un gesto como sello de una especie de pacto. Dejaría de atacar a Vatinio a condición de que Pompeyo consiguiera que Clodio (con el que estaba reconciliado) dejara de acosar a Cicerón.
Después había intervenido César, esta vez para pedir a Cicerón ya no sólo su neutralidad, sino su concurso activo, y Cicerón había aceptado también en esta ocasión. Por servilismo, dijeron sus enemigos. Él, por su parte, ofrece una explicación de su conducta en una carta a Léntulo; puesto que cierto número de “optimates” se habían servido de Clodio en contra de Cicerón, él, a su vez, utilizaría los servicios de Vatinio, que era, y todos lo sabían, agente de César e informaba al imperator sobre los acontecimientos y los hombres.
Por esa misma época, probablemente a finales de julio, Cicerón había defendido a otro personaje, acusado en virtud de la misma ley sobre las asociaciones, C. Mesio, probablemente debido a algunas maniobras (reales o pretendidas) que supuestamente permitieron su elección a la edilidad para el 55.
Mesio estaba vinculado a Pompeyo, pero servía también en el Estado mayor de César. En cuanto a Cicerón, tenía razones para contar con su gratitud, pues se había empleado a fondo para lograr su retorno en el año 57.
Este caso es muy similar al de Plancio.
El caso de M. Livio Druso Claudiano, en el que Cicerón habló también para la defensa, no resulta bastante oscuro: juicio por “praevaricatio” (supuesto pacto del acusador con el acusado) en un caso que no conocemos. Parece ser que Pompeyo intervino para obtener la participación de Cicerón. Druso fue absuelto.
El caso tal vez más importante de aquel verano del 54, y en el que Cicerón hubo de sacrificar sus rencores personales más evidentes a las “órdenes” (o a los ruegos) de Pompeyo y César, fue el caso de Gabinio.
El cónsul del 58 (Gabinio) había sido sustituido en su proconsulado en Siria por Craso. Había llegado, sin gloria, hasta las murallas de Roma el 19 de septiembre, pero no hizo su entrada, lo más discreta posible, hasta el 27. Sabía que tendría que hacer frente a varias acusaciones, una de “maiestate”, por haber restablecido a Ptolomeo sin misión del Senado, otra por malversación, por las medidas que había tomado contra los publicanos de Siria. Cicerón habría querido ser uno de los acusadores, pero dos razones se lo impedían: primero lo inconveniente que habría resultado ver a un personaje tan destacado en el Estado acusando a un antiguo cónsul; habría sido inevitable que aquello fuera visto como algún tipo de crueldad, un mal uso de la “auctoritas” que conservaba Cicerón; y en segundo lugar, Pompeyo, de quien Gabinio había sido agente durante mucho tiempo, no podía permitirlo. Y se esforzó por reconciliar a los dos hombres. Cicerón se resistió. Durante el primer juicio, se limitó a testificar en contra de Gabinio, pero con moderación, y en términos tales que éste se lo agradeció.
Lo cierto es que la acusación estaba siendo bastante blanda, de tal modo que Gabinio fue absuelto.
Toda la influencia de Pompeyo, la prevaricación del acusador, no podrían haber logrado mejor resultado.
Cicerón, que había residido en Túsculum, después del primer juicio de Gabinio, trabajando en su obra “Sobre la República”, fue llamado a Roma, a instancias de Pompeyo. Gabinio estaba acusado de nuevo “de repetundis”, y la opinión pública, que ya estaba en su contra, se enfureció.
Pompeyo, que no podía entrar en el “pomerium”, convocó una “contio” en el Campo de Marte y habló enérgicamente en favor de Gabinio. Por su parte, César envió una carta que fue leída en público y que era una apología del acusado.
No tenemos ninguna alusión, en la “Correspondencia”, a este episodio de las relaciones entre el orador y Pompeyo, probablemente porque Cicerón había aceptado aquella misión con enorme repugnancia y le disgustaba hablar de ello. Pero en su discurso en defensa de C. Rabirio Póstumo hace referencia a ello y Gabinio fue condenado y tuvo que exiliarse. La defensa llevada a cabo por Cicerón resultó ineficaz. Lo que demuestra que los “triunviros” no eran omnipotentes.
Pero los comicios y los tribunales se debatían entre pasiones e intrigas, a merced de las numerosas presiones que se ejercían sobre los jueces y los electores.
Cicerón, al reflexionar sobre los acontecimientos que se estaban desarrollando a su alrededor, y en los que él participaba, a veces por iniciativa propia y a veces en contra de su voluntad, no podía sino constatar la ausencia de una política coherente, razonada, que no tuviera otro propósito que el bien del Estado.
La situación, tal y como él la vive y la siente, se parece mucho al estado de anarquía que habían conocido muchas ciudades griegas en plena decadencia política.
Después de la condena de Gabinio, los acusadores pusieron su mirada en quien había sido su banquero, C. Rabirio Póstumo. Cicerón lo defendió. Tenía con él una deuda de gratitud, pues Rabirio le había ayudado material y moralmente durante su exilio.
En todas las cartas dirigidas a Quinto durante los últimos meses del año, Cicerón insiste en los méritos de César, en la grandeza de su gloria; lo llama “el mejor y más poderoso de los hombres”, espera que proteja su “dignidad”, es decir, su situación política.
El año 54 termina en medio de la inquietud general: no había cónsules elegidos para el 53 y por todas partes se hablaba de “dictadura”.
César tenía mucho que hacer en la Galia, con la revuelta de los eburones, dirigidos por Ambiorix, en el mes de octubre.
Quinto fue asediado, junto a la legión que comandaba, en un campamento del Sambre. Seis mil soldados romanos fueron masacrados en Aduatuca (Tongeren) y César no pudo regresar a pasar el invierno en la Cisalpina, como solía hacer.
Quinto y sus tropas fueron liberados, y Pompeyo logró que se autorizara a César reclutar refuerzos. Tres nuevas legiones vinieron a acrecentar el ejército de las Galias. Daba la impresión así, de que Pompeyo era el verdadero y único dueño de la política en la Ciudad, y por tanto en el mundo.
En Siria, Craso estaba preparando su expedición contra los partos.
Después de algunos éxitos, en la primavera del 53, iba a perecer, junto con todo su ejército y su hijo Publio, que admiraba y quería a Cicerón, en el desierto sirio, delante de la ciudad de Carras.
En ese momento, Roma seguía sin tener cónsules, y estaba el régimen de los “interreges”, que paralizaba sobre todo la vida judicial, ya que no había pretores para “decir el derecho” ni otros magistrados para presidir los tribunales. Cada vez era más evidente que se necesitaba un gobierno fuerte para dirigir los asuntos públicos. Cicerón lo reconoce, pero lo teme.
Constata el naufragio de las instituciones, del derecho, de todo lo que le importa y que garantiza la libertad.
No confía en Pompeyo. La sola palabra “dictadura” trae demasiados malos recuerdos a los romanos, los horrores de las “proscripciones”. Un único consuelo, en medio de este desastre, la amistad de César y esta amistad es “en este naufragio, la única tabla de salvación”.]
[12. LOS ESCRITOS POLÍTICOS
Desde los acuerdos de Lucca que recortaron el papel de Cicerón en la vida pública al privar al Senado de la libre discusión de los asuntos, el orador, pese a continuar litigando en numerosos juicios, disponía de más tiempo libre, que le gustaba pasar en sus villas de Cumas, Formia, Pompeya y Arpino, así como en la de Tusculum, más cerca de Roma.
En este semiretiro había reflexionado primero sobre el arte oratorio y más todavía sobre las condiciones en las que un hombre podría estar preparado para dirigir su ciudad.
Más allá de los preceptos técnicos, era un problema muy antiguo, planteado por los filósofos, el que estaba sobre la mesa. La solución aportada por Cicerón se basaba en una experiencia personal, adquirida en Roma, enraizada en la práctica, pero enriquecida con las enseñanzas que había recibido de los griegos y también lo que podemos llamar la experiencia espiritual de éstos durante más de cuatro siglos, desde Sócrates hasta Filón de Larisa.
Una vez terminada esa obra, el “De oratore”, Cicerón centró su reflexión en otras cuestiones, que le eran sugeridas por las circunstancias y que él se decidió a explorar: testigo de los cambios que se habían producido en la Ciudad romana desde que él había venido al mundo, o casi, no podía eludir la pregunta que varios hombres de Estado se hacían desde hacía dos generaciones: ¿era inevitable que las ciudades se transformaran, nacieran, vivieran y murieran arrastradas hacia un ciclo al que no podían escapar, o era concebible que, si eran regidas por “buenas” leyes, consiguieran adquirir una especie de inmortalidad?
Esta reflexión, iniciada en Roma tal vez ya en los tiempos de Catón el Censor, que según parece se preocupó de comparar las diversas ciudades, la habían seguido abordando los amigos de Polibio y el propio historiador.
Recordemos las lágrimas de Escipión Emiliano ante Cartago.
Pero lo que hacían Catón, Polibio, Escipión Emiliano, era continuar con la investigación emprendida en su momento por Aristóteles. Después de él, Dicearco, su discípulo, había organizado los resultados de dicha investigación bajo la forma sistemática de una teoría del “mejor gobierno”.
El mejor gobierno no era el que aseguraba la mayor felicidad a los ciudadanos, sino el que garantizaba la mayor duración de la ciudad.
La experiencia de la vida política en Grecia, desde los tiempos remotos, había demostrado que toda ciudad estaba sometida a fuerzas antagonistas que tendían por sí mismas, a desintegrarla: por una parte, la masa popular, por su número, por la cantidad de trabajo que producía, solía influir en las decisiones, pero sin orden, ni razón, al azar; los “grandes”, los jefes de familias importantes, disponían de recursos propios que los hacían temibles; estaban naturalmente, divididos en facciones, unas veces aliadas y otras enemigas, que luchaban por la preeminencia. Por último, había, ya fuera en el presente o en un pasado todavía reciente , reyes, procedentes de familias muy antiguas o integradas en dicha categoría como consecuencia de alguna revolución (en ese momento se les llamaba “tiranos”, turannoi, sin que el término implicara ninguna clase de juicio sobre su gobierno).
Esas tres fuerzas habían dado origen a tres tipos de regímenes, en función de cuál de ellas poseía la parte esencial del poder: la monarquía, la oligarquía y la democracia.
Cicerón, tras la estela de Dicearco y de los demás pensadores que habían reflexionado sobre la historia de las ciudades, retoma ya en el primer libro del “De república”, el problema de los gobiernos en el origen mismo de las sociedades humanas, y empieza, como buen dialéctico, con una definición de las mismas.
Su punto de partida es la noción de “populus”, una noción esencialmente romana, fundamental: “Un populus –hace decir a Escipión el Africano, protagonista del diálogo –no es un agrupamiento cualquiera de seres humanos reunidos de cualquier manera, sino el agrupamiento de una pluralidad de seres asociados por un consentimiento en torno a los derechos y la asociación de sus intereses”.
Una importante definición, si la comparamos con las que ofrecían los filósofos griegos. Empezando por Aristóteles, que reducía el principio de las sociedades a la utilidad recíproca, y por tanto al interés. Esa será la idea que adoptarán los epicúreos, cuya doctrina se suele inspirar en la de Aristóteles. La fórmula aristotélica decía: Una ciudad es una multitud, no cualquier multitud, sino una que se basta a sí misma (=que es autónoma) para su supervivencia. Cicerón admite, aunque sólo al final de su definición, esta idea de utilidad.
Los estoicos habían modificado el pensamiento de Aristóteles, diciendo que toda ciudad era, probablemente, una distribución material de habitantes humanos, pero también, y ante todo, “una multitud regida por la ley”.
Añadían que la ley era la manifestación de la Razón, la contribución humana a esa comunidad de vida que se podría descubrir en otros seres vivos.
Este tipo de definición no se refiere tanto a un Estado real como a un sociedad ideal, porque no cabe duda de que las leyes existentes de una u otra ciudad no son todas, ni siempre el reflejo de la ley en sí.
La definición que Cicerón pone en boca de Escipión Emiliano no se refiere a la idea de ley sino a la de ius, algo muy distinto. El ius (esa palabra que traducimos como “derecho”) designa en tiempos de Cicerón, el estatuto personal de cada miembro de la ciudad, aquello que delimita su personalidad con respecto a la de los demás. El “ius” no está definido primero por leyes; éstas no hacen sino explicitar, a posteriori, sus implicaciones. Consiste en costumbres, sentidas, vividas, más que pensadas, y que a diferencia de la “ley” de los estoicos, no se deducen de manera racional de unos fines buscados conscientemente. Pero, como es natural, el problema de las relaciones entre el “ius” y la “ley”, concebida según las categorías del pensamiento griego, no podía escapar a Cicerón, que dedicará a su estudio una obra entera, el tratado “Sobre las leyes” (De legibus), contemporáneo al “De república” o ligeramente posterior.
El “ius” es una especie de instinto inherente a la comunidad cívica de los romanos. Así lo afirma Cicerón con toda claridad: “La causa primera de la formación de un “populus” no es tanto la debilidad de los seres humanos como una especie de necesidad natural que tienen de agruparse, y es a partir de ese instinto (manifestación, tal vez, de la Razón universal, es decir, del orden y la finalidad que se descubren en la creación, pero anteriores a la conciencia que puede tomar de ellos la mente humana) como se deducen las diferentes formas de gobierno”.
La “mejor constitución” será la que cumpla mejor las condiciones en las que dicho instinto alcanzará su plenitud. En suma, el análisis de Cicerón va a destacar toda una serie de factores pragmáticos y, desde elevadas especulaciones de los griegos, va a descender hasta la realidad histórica de Roma.
El destello divino que ha dotado a los hombres de ese instinto ha puesto en su espíritu el germen de la “virtud” que les permitirá traducirlo en los hechos. Dicha virtud es la justicia. A través de ella la racionalidad se introduce en la vida cívica, y la rige. Y esa racionalidad, condición y factor de supervivencia de la sociedad, puede manifestarse en cualquiera de las tres formas de gobierno. Puede ser obra de un “rey justo y sabio” o de “ciudadanos escogidos y eminentes”, o incluso “del propio pueblo” (populus), es decir, de la masa de ciudadanos, directamente. Pero, añade Escipión Emiliano, este sistema es el menos loable; eso sí, es tolerable siempre y cuando se garantice en la misma medida que en los otros dos regímenes que no se permitía el paso a injusticias (transgresiones de la equidad, percibida instintivamente) o ambiciones (deseos de lograr ventajas personales, que violan por tanto el equilibrio de la “equitas” (equidad), y derivan a su vez en una transgresión de los “iura”).
Así pues, Cicerón hace descansar el sistema social en una percepción directa, intuitiva, de la “equitas” (rostro vivo de la justicia), fundamento de la voluntad común que es la fuerza de la Ciudad: el anhelo de esa “equitas” (que no es la igualdaed, en el sentido que dieron a la palabra los revolucionarios franceses, sino el respeto a la personalidad de cada uno) domina todo el edificio político.
La “equitas” respeta no solamente a la persona física de cada uno (de ahí las leyes relativas al “ius provocationis”, el derecho de los condenados a una pena capital a apelar al conjunto del pueblo) sino también sus aspiraciones afectivas y espirituales. Por eso se acusará a las monarquías de “despojar” a los ciudadanos de toda participación en las decisiones políticas, lo que se traduce en un descontento crónico de los súbditos. Aunque el rey sea tan justo y sabio como lo fue Ciro, el hecho de que todo, en un reino, esté regido por la voluntad del “príncipe” y por una simple señal suya, hace nacer en los espíritus el sentimiento de una privación.
Del mismo modo, se consideraba que Massalia (Marsella), ciudad aristocrática por excelencia, estaba gobernada con perfecta justicia por los “grandes”, los ciudadanos escogidos. Pero ese régimen daba la impresión, dice Cicerón, de imponer al resto del pueblo una especie de servidumbre: entiéndase la privación de toda autonomía, una mutilación de la persona, reducida a una pasividad total.
La democracia integral, por su parte, de la que Atenas había dado ejemplo al suprimir toda autoridad del Areópago y regularlo todo por medio de decretos del pueblo, privaba a la vida pública de toda dignidad al no respetar las jerarquías.
Está claro, pues, que la excelencia de un régimen no se mide por sus resultados prácticos, sino que reside en el consentimiento o el rechazo general.
La política se entiende fundada en la persuasión o, si se quiere, como un arte de la quimera, que se nutre de sentimiento que cada uno tiene de su importancia, de la seriedad de su papel en el Estado.
Se reconoce aquí la experiencia del orador, que conoce el poder de la palabra en este teatro que tiene como espectadores al conjunto de los ciudadanos.
Conviene por tanto idear un régimen en el que se cumplan estas condiciones, esencialmente espirituales y afectivas. Lo que se traduce en la concepción de ese régimen “mixto” propuesto por un teórico como Dicearco.
No en vano, los regímenes “puros” (monarquía, aristocracia, democracia), aparte del defecto que acabamos de señalar, son, de por sí, peligrosos. Cada uno de ellos presenta una faceta negativa: la monarquía se convierte en “tiranía”, la aristocracia da origen a un régimen de facciones (oligarquía), la democracia degenera en libertinaje, en ausencia de toda regla (oclocracia).
Polibio enseñaba a Cicerón que, además, los “malos regímenes” arrastraban a las ciudades hacia un ciclo de revoluciones que podía resultarles fatal.
La discordia entre los ciudadanos debilitaba a la ciudad y la dejaba indefensa en manos de sus enemigos.
Roma, seguramente, ya no tenía que preocuparse, en época de Cicerón, por la hostilidad de otros pueblos que fueran capaces de destruirla o tan siquiera de causar daños. El tiempo de Mitrídates había pasado y el poderío de los partos no había destacado hasta muy recientemente, con la derrota de Craso, en una guerra en la que los romanos habían sido los agresores.
Pero Cicerón ya lo había dicho en una de las “Catilinarias”, los Estados podían morir por la acción de sus propias fuerzas y desgarrarse a sí mismos.
En tal caso, al igual que en tiempos de Sertorio, provincias enteras entraban en disidencia, y ese sería el fin del Imperio y la “majestad” del pueblo romano.
En una curiosa sucesión de capítulos, en los que Cicerón se revela como maestro de la demostración del “a favor” y “en contra”, cada uno de los tres regímenes “puros” es objeto de un elogio que destaca los méritos que le son propios:
La monarquía tiene a su favor la unidad de mando, tan evidente, tan necesaria en todas las empresas humanas, en las familias, en todas las casas, tanto como para la conducción de un navío o de una guerra.
Un Estado, en consecuencia, no podría prescindir de un elemento de monarquía en su constitución.
La aristocracia ofrece a la ciudad el concurso de personalidades especialmente destacadas y competentes, que poseen, a ojos del pueblo, el prestigio que da la riqueza (siempre y cuando no sea su único mérito), pero sobre todo el de la sabiduría, la experiencia, la prudencia, la antigüedad y las tradiciones de su familia, la amplitud y lucidez de sus miradas. Sin sus consejos, el Estado iría camino a la perdición.
La democracia, que reconoce al pueblo el poder supremo, es, al menos en teoría, la forma de gobierno más estable, porque el ejercicio de los derechos que implica (adopción de las leyes, control de los tribunales, de las alianzas, de la guerra y la paz, de la vida y la fortuna de los ciudadanos) satisface a cada uno de los miembros de la ciudad y le confiere, con razón, el sentimiento de ser libre, de depender solamente de sí mismo. Dado que el interés de todos es idéntico al de cada uno, se establece una concordia duradera, siempre y cuando todo siga encaminándose al verdadero fin, que es la salvación y la libertad de todos.
Podemos reconocer en este elogio de cada componente de la “constitución mixta” los rasgos que se aplican a la estructura jurídica de la ciudad romana, tal y como existe en tiempos de Cicerón.
Es totalmente cierto que el pueblo goza, en principio, de la soberanía absoluta. Tiene derecho, por ejemplo, a crear leyes (prueba de ello son las de Clodio, o las del plebiscito vatiniano en favor de César, y muchas otras).
Puede recusar al Senado, sobre todo en la atribución de las provincias. Pero el derecho no lo ejerce de manera habitual; por lo general, es el Senado el que toma las decisiones: el Senado es el elemento aristocrático del sistema.
Por último los cónsules, son verdaderos monarcas, que han heredado de los reyes sus insignias y sus poderes (aunque cada uno de ellos sólo los ejerce durante un mes).
Mientras estos diferentes órganos del Estado se encuentran conciliados –y para eso es necesaria la influencia de personajes capaces de hacer oír la voz de la razón o, cuando menos, la de la persuasión –la ciudad está tranquila, en reposo (otium), y los ciudadanos conservan el rango que les atribuyen sus méritos, es decir, conservan su dignitas.
Así es como se justifica la divisa que hace suya Cicerón en el “Pro Sestio”, ese otium cum dignitate que era la marca de una ciudad feliz.
Este análisis de la “mentalidad política” romana se ve corroborado por todo lo que sabemos de las formas de sentir y pensar de los propios hombres de la época.
El mantenimiento y la salvaguarda de su dignitas eran la preocupación principal tanto de César como de Pompeyo; también las luchas por las magistraturas, tan violentas, y origen de tantas ilegalidades, desde la constitución del “triunvirato” hasta las intrigas y mercadeos de Antonio, Pisón, Gabinio, Apio Claudio, todo eso no tenía otro fin que garantizar los medios materiales del otium. Incluso los (soldados) veteranos encontraban en las asignaciones de tierras el seguro de una vida apacible, comprada al precio de unas cuantas campañas militares.
Roma entera aspiraba a la paz. Una aspiración que no nació sólo de las convulsiones de la “Guerra Civil”, sino que es sentida profundamente por este pueblo tan apegado a su felicidad de aldea. Eso era algo que Cicerón estaba preparado para entender desde su infancia; trabajará toda su vida para hacerlo realidad. Su apego a la paz, su horror a la violencia como medio de gobierno, ha dictado su conducta política desde el principio de su carrera.
La “concordia ordinum”, el acuerdo entre los distintos componentes de la ciudad no es una fórmula vacía de sentido o cargada de contenido emocional, exige el consentimiento en torno a un conjunto de estructuras definidas, las que harán realidad el equilibrio entre las fuerzas que se deben “componer” (en el sentido matemático) para garantizar la dinámica de la sociedad en las mejores condiciones de eficacia.
Y Cicerón tiene la impresión de que ese ideal estuvo cerca de cumplirse al final del siglo anterior, y por eso, primero por instinto y, después, tras una madura reflexión, sitúa el diálogo del “De república” en el 129 a. de C., poco antes de la repentina muerte de Escipión Emiliano, cuando los Gracos todavía no han quebrado con sus “leyes facciosas” (partidistas) la armonía de la Ciudad.
El libro estaba precedido por un prefacio en el que Cicerón, dirigiéndose (muy probablemente) a Quinto, habla de sus propias experiencias y, lo más importante, define la originalidad de su posición como hombre de Estado y como filósofo. Una originalidad auténticamente romana, puesto que, según dice, hasta él los teóricos de la política no habían tenido ninguna experiencia de ella, al no haber ejercido nunca un cargo. Y así sucedía con todos los filósofos, platónicos, epicúreos, estoicos, si bien, en algún momento de su vida, algunos de ellos habían sido consejeros de los príncipes. Por otro lado, los verdaderos hombres de Estado, por gloriosos y loables que fueran, eran incapaces de exponer sus ideas. Él es el primero que ha podido reflexionar basándose en realidades y no en definiciones teóricas. Y eso entraña una consecuencia importante, que basta para diferenciar su libro del tratado de Platón del mismo título: el “De república” no tiene la intención de construir un sistema nuevo, como era la ciudad “ideal” de Platón, sino de analizar la “ciudad de Rómulo” y seguir su rastro dentro de su historia.
Ese carácter histórico de la reflexión ciceroniana es uno de los rasgos importantes del libro, uno de los que le imprimen la marca de Roma.
Retomando unas palabras de Catón (que probablemente eran auténticas y figuraban en sus “Orígenes”, Escipión Emiliano, al principio del libro II, señala que las ciudades griegas estuvieron regidas por constituciones que había concebido un solo hombre, Minos en Creta, Licurgo en Esparta, Teseo, Dracón, Solón en Atenas. En Roma no hay nada parecido. “Nuestro Estado no ha sido instituido por la inteligencia de un solo hombre, ni en el curso de lo que dura una sola vida, sino a lo largo de un número considerable de siglos y vidas humanas: una sola mente no es capaz de abarcar la complejidad de un Estado, ni de prever todo lo que puede surgir a lo largo del tiempo.
Escipión demostrará entonces cómo se constituyó la ciudad romana, de siglo en siglo, y cómo, en cada una de las etapas, encontró un legislador, un talento de genio que ha sabido dirigirla felizmente.
Roma se constituyó y perduró gracias a una excepcional serie de hombres sabios y casi divinos. Rómulo fue el primero; el emplazamiento que escogió estaba particularmente adaptado para ser la sede de un gran imperio: lo suficientemente lejos del mar para no temer a los piratas, pero lo suficientemente cerca de él como para que resulte cómodo recibir allí los productos del mundo entero.
Después, poco a poco, vemos cómo, con la sucesión de los reyes, se van instaurando todos los órganos de una ciudad digna de tal nombre. El Senado, en primer lugar, que vino a respaldar a la autoridad real, después las instituciones religiosas, en especial la toma de auspicios, inaugurada por el propio Rómulo. Entenderemos la insistencia de Cicerón en este punto concreto si recordamos que el problema de los auspicios lo habían planteado el consulado de César y después las leyes de Clodio, y que, durante los últimos años, había sido un arma en manos de los tribunos que se empeñaban en paralizar la vida pública.
Sin ocultar que la fundación de Rómulo había sido posible gracias a la superioridad militar que ésta reunió, Cicerón insiste en el reinado de Numa, que establece ese ideal de paz, de tranquilidad, de ese otium que, como hemos dicho, recorría los espíritus de aquella mitad del siglo I a. de C.
Con la paz, y la vida rústica, florecieron los valores morales, esencialmente la justicia y la “fides”, la “buena fe”. Así pues, Numa devolvió la benevolencia y la humanitas (la virtud propia de los hombres, “animales” que se definen por la sensibilidad, la bondad y la inteligencia) a esas almas salvajes a causa de una práctica demasiado prolongada de la guerra. Cuando murió, después de treinta y nueve años de reinado, había establecido dos pilares del Estado, el respeto a lo divino (religio) y la benevolencia (clementia).
Vemos que, para Cicerón, lo esencial, en este nacimiento y primer crecimiento de Roma como entidad política, no se halla ni en la conquista de las riquezas ni en las ampliaciones territoriales, sino que es resultado de una evolución espiritual que afecta a las “voluntades”: es como si, por acción de los legisladores, los ciudadanos descubrieran poco a poco un mundo nuevo que se abría ante su espíritu. Ese mundo lo llevaban dentro, porque eran seres humanos, pero no lo podían ver. Esa exploración de lo humano sólo era posible gracias a la clarividencia de los “sabios”, que eran expertos de la vida colectiva y además estaban acostumbrados a reflexionar sobre los instintos más profundos de cada ser.
Y esos hombres de Estado no deben nada a ninguna doctrina llegada de fuera. No era verdad, como se aseguraba entonces, que Numa hubiera sido discípulo de Pitágoras; Escipión rectifica ese error, demasiado extendido; la cronología así lo demuestra. En realidad, la evolución espiritual de Roma es el fruto de una serie de cualidades naturales, innatas, que posee el pueblo romano.
Esta idea de que los romanos están llamados, en el orden del mundo, a ocupar un lugar especial que los destina a convertirse en señores del universo no es, naturalmente, exclusiva de Cicerón. Había nacido por sí sola después de la sucesión de victorias casi ininterrumpidas que habían marcado el siglo II antes de nuestra era.
Las legiones romanas, pero más aún las embajadas de senadores enviados a los países sometidos, habían instaurado en todas partes, y sobre todo en Oriente, un orden, una estabilidad que esos países no conocían desde hacía mucho tiempo.
La vocación de Roma parecía ser, por tanto, eliminar las causas de los conflictos, poner fin a las masacres, a la deportación de poblaciones enteras, en resumen, hacer reinar esa “justicia” que ella reivindicaba para sus propios ciudadanos.
Esta concepción está representada, en torno al 150 a. de C., por Polibio.
La conquista romana es la recompensa a las “virtudes” de los ciudadanos. Cicerón añade que es también el resultado de la acción llevada a cabo, generación tras generación, por hombres llamados a guiar a la ciudad, y que desempeñan en la vida política el mismo papel que la razón en el alma humana. Cicerón converge aquí con la “psicología platoniana”, pero sin extraer de ella las rígidas consecuencias que podemos leer en el diálogo de Platón. El “gran hombre” actuará esencialmente con su ejemplo, con la imagen que ofrecerá de sí mismo, y en la que se descubrirán los demás como en un espejo. La disciplina social se basará no en los castigos y el terror, sino en el sentido del honor. Un optimismo fundamental, que Cicerón adopta probablemente de los filósofos griegos, pero que justifica por razones de orden religioso: para él, el alma humana es de origen celeste y divino, contiene el destello de un fuego que tiene que mantener vivo a fuerza de trabajo consigo misma, para asegurar el triunfo de los valores espirituales sobre las fuerzas antagonistas, el egoísmo, las pasiones, la búsqueda del placer, que tienden a ahogarla.
Se abren así dos vías: o bien alimentar ese fuego divino mediante el estudio y la contemplación, o bien unir ese conocimiento teórico a la acción política.
Los personajes del diálogo, que precisamente, han unido “a la tradición nacional y ancestral la ciencia extranjera, procedente de Sócrates”, transmitida por las escuelas de los filósofos, llevan hasta su más perfecta expresión aquello que el alma humana tiene de divino. Una síntesis que, históricamente, ya habían intentado Escipión y sus amigos y que él mismo se esfuerza por culminar de manera más plena, más explícita, en este diálogo, del mismo modo que en todo su pensamiento y en el conjunto de su obra.
El motivo de estas tentativas es el deseo de gloria; la que alcanzará el hombre de Estado será evidentemente mayor, más general, que la del pensador solitario, o encerrado en el estrecho círculo de su escuela.
Cicerón, naturalmente, piensa en la gloria que ha conseguido él mismo, anticipándose a los propósitos de Catilina y asegurando la salvación de Roma; así lo había declarado explícitamente en el prefacio del diálogo.
Pero las otras glorias, la de Pompeyo, la de César, no son menos legítimas, siempre y cuando no conduzcan a quienes gozan de ellas a confiscar para su exclusivo beneficio la “res publica”, es decir, el “bien del pueblo” (de la comunidad política).
El papel prometido a esos grandes hombres es el de “moderadores” de la ciudad, y no el de dueños. De ello se deduce que esos “grandes” pueden ser, deben ser, varios, y no uno solo, para una misma generación.
El diálogo concluía con un mito, que relataba el sueño que había tenido en su momento Escipión Emiliano, durante la primera campaña que había realizado en África, en su juventud. Aquel sueño, que desempeña en el “De república” el mismo papel que el de Er, hijo de Armenio, en la “República” de Platón, seguía siendo famoso durante la Edad Media, mientras que el resto del diálogo se perdió.
Y existía para ello una razón profunda: el misticismo que impregna el sueño seguía la línea del pensamiento cristiano, mientras que el diálogo en sí, en sus cinco primeros libros, apelaba menos a la imaginación.
En varias ocasiones nos ha dado la impresión de que Cicerón sí tenía en cuenta, para sí mismo y para su teoría de la Ciudad, la religión y los dioses: desde los presagios del “Marius”, los del “De consulatu”, el que le habían comunicado las Vestales, en las nonas de diciembre, hasta las consideraciones, formuladas en el propio “De república”, sobre el papel de los auspicios y, en general, de las instituciones religiosas atribuidas al rey Numa, todo esto da cuenta, a sus ojos, de la existencia de presencias divinas en el mundo.
El sueño que había tenido, en Atina, cuando se marchó al exilio, lo había reconfortado, y se había revelado profético.
El sueño de Escipión, que Cicerón explica por las preocupaciones que perseguía entonces al joven oficial, de visita en casa del rey Masinisa, es al mismo tiempo “natural” y divino.
Los comentaristas antiguos elogiaban a Cicerón por haber eludido un relato demasiado increíble, como el de Platón; aquí no hay muertos que resucitan, sino un hombre de imaginación encendida que sueña mientras está dormido. Pero no es casualidad que el personaje con el que sueña el joven, su abuelo adoptivo, posea el don del conocimiento del futuro.
Los sueños son proféticos, nadie (aparte de los epicúreos) o ponía en duda en aquella época. Forman parte del misterio del mundo, y la mejor explicación sigue siendo la que dan los platónicos y, antes que ellos, los pitagóricos, que afirman la inmortalidad del alma. Al morir, las almas de los personajes realmente grandes, los que han cultivado en su interior ese destello del fuego divino, van al Empireo (cielo) a reunirse con los dioses, y participan así de su omnisciencia.
Y si nos preguntamos si estas doctrinas gozan de la adhesión de Cicerón, o si se trata más que de una ficción literaria, recordaremos que, unos años más tarde, querrá erigir un santuario al alma de su hija Tulia, como a una divinidad.
Las exposiciones “a favor” y “en contra”, que veremos en tratados como el diálogo “Sobre la naturaleza de los dioses” y el que trata “Sobre la adivinación” (De divinatione), no pueden prevalecer sobre este acto de fe.
No hay duda de que, en su fuero interno, Cicerón “apuesta” por la inmortalidad del alma. Sabe también que, en algún momento, la prudencia de los hombres contará con la ayuda, o con la oposición, de fuerzas incognoscibles, imprevisibles, que corresponden a una Providencia divina, la que asegura y mantiene el orden del mundo. Sucede en las almas como en los astros: están guiadas, como ellos, por un movimiento eterno y, en consecuencia, no pueden haber tenido un principio ni tendrán un fin.
Los que hayan practicado las virtudes, y en especial la abnegación a la patria, alcanzarán sin tardanza la morada celeste, mientras que las que se han dedicado a los placeres del cuerpo, se han convertido en sus sirvientes, de alguna manera, y, empujados por las pasiones que sirven a los placeres, habrán violado las reglas establecidas por los dioses y los hombres, esas, cuando salgan deslizándose de su cuerpo, revolotearán por aquí y por allá en torno a la tierra misma y sólo regresarán a ese lugar cuando hayan estado errantes durante siglos y siglos”.
Estos eran también los pensamientos que alimentaba Cicerón durante los días en los que estaba solo y era libre para reflexionar sobre los Estados y los hombres, y sobre lo divino en el mundo. Es el momento en el que, en el mes de febrero del 54, escribe a Quinto una frase, tan famosa como misteriosa, sobre el poema de Lucrecio: “los versos de Lucrecio son efectivamente como dices: muchos rasgos de genio brillante, pero al mismo tiempo mucho arte”.
Una biografía antigua de Lucrecio asegura que Cicerón había sido el editor de dicho poema. Ahora bien, el pasaje de la carta a Quinto que hemos mencionado es la única mención a Lucrecio que encontramos en la obra conservada de Cicerón. De modo que hay quienes se han preguntado seriamente si la doctrina epicúrea expuesta por Lucrecio no fue objeto, por parte de Cicerón, de una especie de condena o, si se prefiere, si éste no puso el libro en la lista negra, por considerarlo peligroso e impío.
Pero esa es una actitud cristiana; Júpiter no es ofendido por los impíos (aparte de que ni Lucrecio ni Epicuro merecen tal nombre).
Cicerón en los diálogos mencionados (“De divinatione” y “Sobre la naturaleza de los dioses”) no se privará de exponer, extensamente, la doctrina epicúrea sobre los dioses y la adivinación.
La demostración presentada por Lucrecio de la mortalidad del alma no tiene nada de original, salvo su propia expresión, las “luces del genio” con las que brilla, y el arte con el que se desarrolla.
Del mismo modo, la historia de los regímenes políticos, que Cicerón podía leer en el libro V del poema, el acento puesto en la invidia, la envidia, la malevolencia, como motor de las revoluciones, desde la monarquía hasta la aristocracia, y después a la democracia e, indefinidamente, de ésta a la tiranía, antes de que el ciclo vuelva a empezar, no hace sino retomar tesis anteriores, cuyo eco se encontraba en la obra de Polibio.
Es verdad que el poema “Sobre la naturaleza de las cosas” (De rerum natura) convergía con muchas de las preocupaciones de Cicerón en el momento en el que estaba componiendo el “De república”, pero lo que podía leer allí no era nuevo para él.
Lucrecio, eso es evidente, no podía rivalizar en experiencia política con el cónsul que había aplastado a Catilina.
Figuraba en el entorno de C. Memio; lo que sabía de la vida pública sólo lo sabía de oídas. Ciertamente, Cicerón no tenía nada que aprender de Lucrecio. Por eso es natural que en el 51, cuando escriba a Memio, que entonces vive en Atenas, para pedirle que no construya una casa en el espacio del jardín de Epicuro, lo haga en nombre del epicúreo Ático, su amigo común, pero no diga una sola palabra de Lucrecio: y es que un poeta probablemente de origen y condición modestos apenas tendría peso ante un antiguo pretor… Aquella carta de Cicerón con el ruego que contiene de respetar los “prejuicios” de los discípulos de Epicuro, es la prueba de que, aun sin compartir su fe, muestra tolerancia hacia ellos. No los considera malhechores cuyas obras hay que condenar y que merecen ser olvidadas.
Él, particularmente, se siente cada vez más atraído por el estoicismo, o al menos, por lo que Zenón, Crisipo y los demás han conservado de las enseñanzas platónicas.
Y podemos descubrir, en el “Sueño de Escipión”, la influencia del estoicismo de Panecio, que también negaba que el mundo estuviera condenado a perecer en una conflagración general.
La necesidad que sentía, constantemente, de confrontar las perspectivas teóricas y la realidad sugirió a Cicerón la idea de escribir una obra “Sobre las leyes”, ya que son las leyes las que rigen las ciudades y, si se quiere garantizar la vida y la pervivencia de éstas, se necesita que las leyes sean buenas y conforme a las exigencias del orden universal.
Naturalmente, el ejemplo de Platón, que escribió un diálogo “Sobre las leyes” y otro “Sobre la República”, mostraba el camino a Cicerón, pues las “Leyes” de Platón venían a continuar y confirmar con ejemplos históricos las teorías de la primera obra. Del mismo modo el “De legibus” es posterior al “De república”, que aparece allí citado, y parece claro que fue compuesto en el 52 o el 51, es decir, inmediatamente después del tratado “Sobre la República” y antes del gobierno de Cilicia.
Viene, por tanto, a concluir ese período de reflexión comprendido entre el retorno del exilio y el principio de la “Guerra Civil”.
Las leyes, en Roma, eran numerosas, fluctuantes, en ocasiones contradictorias. Ya hemos visto cómo cada año había toda una nueva cosecha con la renovación del colegio de los tribunos; otras las proponían los cónsules, y otras, por último, nacían por la vía del senadoconsulto. Todo ello conformaba un tupido conjunto en el que sólo los jurisconsultos conseguían orientarse.
Cicerón lo había experimentado personalmente, desde la época en la que escuchaba a Escévola, una época que no deja de evocar en su tratado.
A diferencia del “De república”, el “De legibus” pone en escena a personajes contemporáneos, que son el propio Cicerón, Quinto y Ático. Da cuenta, por tanto, de una conversación reciente; es, por así decirlo, atemporal, y carece de fecha, a diferencia de la “De república”, que se produce en el año 129 a. de C., y, en consecuencia, en vísperas de la gran crisis política provocada por los Gracos.
En realidad, el “De legibus” también será ligeramente anterior al inicio de la “Guerra Civil”, pero eso es algo que Cicerón no podía saber.
El análisis que hace (en el tercer libro) del sistema de las magistraturas pone de manifiesto los vicios que en ellas se descubren; la crítica dirigida por Quinto contra el tribunado de la plebe, pese a verse parcialmente atenuada por las observaciones de Marco, destaca claramente los peligros que dicha institución hace correr al conjunto de la Ciudad.
Cabe señalar que uno de los pretextos de la “Guerra Civil” fue la expulsión de dos tribunos favorables a César, que tuvieron que huir de Roma y reunirse con éste en Rávena.
Ya en el “De oratore”, Cicerón había atribuido a Craso el deseo de que se redactara un tratado en el que se recopilaran y clasificaran las reglas particulares enunciadas por el derecho romano en virtud de un método racional, aquel del que habían dado ejemplo los filósofos, tras la estela de Aristóteles, con géneros y especies (genera et species).
Eso, decía Craso, permitiría constituir un “ars” del derecho civil, que podría enseñarse igual que se enseña la geometría o la retórica.
Las leyes de Roma, como su constitución, parecen árboles cuyo crecimiento sólo obedece a las reglas de su naturaleza.
Así pues, será su “naturaleza” la que constituirá la base para deducir el sistema de las leyes.
Cicerón empieza estableciendo que el término “ley” no es unívoco. Hay, dice, dos tipos de leyes: una ley universal, que define como “una razón soberana, incluida en la naturaleza, y que ordena lo que hay que hacer y prohíbe lo contrario”, y, por otro lado, textos escritos, que sancionan una voluntad con una orden o una prohibición.
Estos dos tipos de leyes no se confunden de ninguna manera.
La ley, en el primer sentido, por ser inherente a la “naturaleza” (es decir, a lo que es), refleja el pensamiento del dios que rige el Universo; es del mismo orden que la que rige los cuerpos celestes. A decir verdad, la ley del movimiento astral y la de las sociedades humanas no son otra cosa que emanaciones de la Providencia.
La ley humana puede reflejar la Providencia divina porque el espíritu de los hombres participa de la Razón universal, que está presente en él en la misma medida que en la divinidad.
Por tanto, los legisladores humanos pueden imitar la ley divina, hacer, por ejemplo, que las que ellos proponen sean, como ésta, universalmente válidas, perfectamente justas, iguales para todos aquellos a los que se aplican.
Dado que la ley, en sí, es idéntica a la Razón, y ésta es común a hombres y dioses, de ello se deduce que los dioses y los hombres están unidos, asociados en una comunidad de derecho, definida por la obediencia a una misma ley.
Una proposición que se puede formular de otra manera, diciendo que el conjunto del mundo es una única ciudad, que pertenece tanto a los hombres como a los dioses.
La noción a la que llega es que la Ciudad Universal, o la Ciudad de los Sabios, es esencialmente estoica. De ello se deduce que toda ciudad cuyas leyes sean conformes a la recta razón tendrá vocación universal. Y eso legitima la conquista romana, en la medida en que las leyes de Roma tienen como resultado el establecimiento de la justicia en el resto del mundo.
Queda así alejado el “sofisma” de Carnéades, que, durante la embajada del 155, había objetado a los romanos que su conquista era “injusta”. Al mismo tiempo, el estoicismo venía en auxilio del imperialismo romano, al basarlo no en la violencia sino en el derecho trascendental de la Razón.
Más nítidamente aún que en el “De república”, tenemos la impresión de que el pensamiento político de Cicerón descansa sobre la religión. La convicción que éste alberga de que existe un parentesco esencial, unos vínculos de filiación, entre los hombres y los dioses, garantiza, a sus ojos, la posibilidad de que las ciudades se provean de instituciones capaces de asegurar no sólo su prosperidad y la felicidad de sus ciudadanos, sino su perennidad; ésta será la consecuencia derivada de la perfección de las leyes y de su conformidad con la naturaleza.
Ya leíamos en el “De república” “que una ciudad debe constituirse de tal manera que sea universal. De modo que para una ciudad no existe la muerte natural, como sucede con el hombre, tomado de manera aislada, en quien la muerte no sólo es inevitable sino a veces incluso deseable”.
Hay en el pensamiento de Cicerón una novedad singularmente importante con respecto a sus predecesores en la reflexión sobre el destino de los Estados.
Mientras que, como hemos visto, filósofos y políticos se habían resignado hasta entonces a admitir que las ciudades eran mortales, que se veían arrastradas hacia un ciclo fatal de nacimiento y destrucción, Cicerón piensa que no hay ninguna fatalidad, y que las ciudades sólo mueren si sus leyes son malas. Resulta entonces evidente que los hombres de Estado “inspirados”, los que suman el pensamiento teórico a la habilidad y la sabiduría en la acción, aquellos cuya gloria exaltaba el “De república”, serán los mejores legisladores imaginables, pues su alma está en armonía con la del mundo y su razón es el reflejo de la Razón Universal.
Cicerón señala que se da el nombre de “ley” a unas prescripciones ideadas para responder a una situación dada, pasajera, y sin tener en cuenta el conjunto de la legislación.
Estas pretendidas leyes no merecen tal nombre, no se refieren a principios atemporales ni presentan coherencia alguna entre ellas (varie et ad tempus descriptae). Por tanto son malas y arrastran a la ciudad hacia el ciclo de las destrucciones. Esas son las leyes de una República que está llegando a su fin, cuya acción hace que se tambalee la solidez del sistema republicano elaborado a lo largo de los siglos por los “buenos” legisladores.
Si Roma ha logrado atravesar los siglos, crecer y extender su imperio al mundo entero, es gracias al pensamiento activo de esos hombres, que supieron hacer frente, es verdad, a todas las crisis que se presentaron, y lo hicieron encomendándose a los principios eternos de la Justicia y a lo que dictaba su clarividencia acerca de lo que, en cada momento, era verdaderamente útil. Así quedaban conciliados los dos factores de evolución que habían permitido el nacimiento del Imperio: por una parte, un devenir “natural”, que escapa a la acción humana, y, por otra, la intervención inteligente de personalidades capaces de reorientar ese movimiento en el sentido más favorable.
Del mismo modo, el piloto de un navío cede a la fuerza del viento y las olas, pero puede, al mismo tiempo, con una desviación oportuna, llevar su barco a puerto.
Una comparación que Cicerón utiliza a menudo durante los años en los que medita sobre la filosofía política: él tampoco se ha empeñado en vano en ir en contra de lo inevitable; después de los acuerdos de Lucca, también cedió al viento, pero confía plenamente en que un día retomará el remo del gobierno y, una vez haya regresado la calma, guiará felizmente el navío bajo astros favorables.
Cicerón encontraba en el pensamiento filosófico razones para tener esperanzas, o al menos no desesperar.
Tiene fe en la eternidad de Roma, una fe más religiosa que racional: los dioses, dice en el segundo libro, son los señores absolutos de todas las cosas, y los ciudadanos deben convencerse de esa verdad. Obedecer a la ley divina es el primero de los deberes.
No hemos de pensar que Cicerón era, como decía Stendal con respecto a los etruscos, un “hábil jesuita”, un no creyente hipócrita que utilizaba el temor a los dioses para mantener a los hombres en la senda del deber.
Cicerón vive profundamente la religión que se ha dado a sí mismo, y que es una mezcla de piedad sincera y especulación metafísica con consideraciones prácticas, relativas al efecto de las ceremonias sobre el espíritu popular: culto a los muertos, su mantenimiento incluso después de la extinción de las familias, institución de los sacerdotes, que dirigen la vida religiosa, instaurando así la costumbre, para el pueblo, de recurrir a una autoridad superior, reglamentación de los juegos y espectáculos, que tanta influencia tienen en la sensibilidad de los ciudadanos.
Encontramos así, para gran gratificación de Quinto y de Ático, las leyes fundamentales de la vida religiosa justificadas por la razón y garantes de la tradición nacional.
El tercer libro habla de las leyes particulares y las reglas relativas a las magistraturas. Y aquí termina la parte conservada del tratado.
Consciente de lo que debe a Platón en esta obra, Cicerón se pregunta sobre la auténtica naturaleza de esa deuda, y concluye que ésta afecta esencialmente al estilo del diálogo y mucho menos al pensamiento. Y nosotros no podemos sino suscribirlo.
Las leyes que se plantean aquí son profundamente romanas.
La especulación teórica que las justifica no es típicamente platoniana; debe mucho al estoicismo y, más concretamente, al de Panecio, el cual también había elaborado su doctrina al contacto con el entorno romano.
A partir de ahora, los políticos no podrán ser puramente pragmáticos; deberán tener en cuenta los factores espirituales.]
(CICERÓN. Pierre Grimal. Traducción de Ana Escartín. Edit. Gredos. 2023)
Segovia, 17 de abril 2024
Juan Barquilla Cadenas.