CICERÓN HÉROE DE LA LIBERTAD
PARTE TERCERA
[ 14. EL GOBIERNO DE CILICIA
En el año 53, un senadoconsulto había estipulado que el gobierno de una provincia no sería ejercido por un promagistrado hasta cinco años después de su magistratura.
Se esperaba así aplacar el ardor de los candidatos a la “pretura” y al “consulado” retrasando el cumplimiento del que era el deseo de todos ellos, disponer al fin de un territorio del que serían amos y señores durante unos meses y sacar de él todo el dinero posible.
El senadoconsulto se convirtió en ley, a propuesta de Pompeyo, en el año 52, y la voluntad de los senadores se convirtió en la regla.
Lo que se traducía en que, durante los cinco primeros años de aquel nuevo régimen, habría escasez de gobiernos. Había que enviar a las provincias, si era necesario en contra de su voluntad, a los antiguos magistrados que no las habían gobernado todavía. Cicerón era uno de ellos. Por eso, probablemente en marzo del 51, fue designado para acudir, como procónsul, a Cilicia.
En los últimos días de abril ya estaba en camino, pero con enorme lentitud, y no sin antes rogar a los amigos que se quedaban en Roma que hicieran lo necesario para que no le fuera prorrogado su gobierno y que tampoco se añadiera al año siguiente un mes intercalar, que vendría a retrasar otro tanto la llegada de su sucesor.
El 22 de julio desembarca en Éfeso, tras hacer una escala en Samos. En todas partes le esperan para saludarlo delegaciones oficiales y una multitud de simples particulares.
Los publicanos vienen a hacerle la corte, como si tuviera el poder de satisfacer sus demandas sobre la renovación de los contratos; recuerda, no sin cierto alivio, que los que afectan a Cilicia ya están firmados.
Al mismo tiempo le llegan las primeras noticias de su provincia: una sedición militar (que no se mencionaba en los informes orales que había recibido) ha sido aplacada (al menos eso le dicen); se trataba de un atraso en el pago del sueldo.
Más tarde se enterará de que el asunto era más serio: cinco cohortes (una legión comprendía diez) habían abandonado al resto del ejército y había ido a instalarse al campamento de Folomelio (en Licaonia) sin ningún oficial, ni un legado, ni un tribuno de los soldados, ni siquiera un centurión.
Y la situación se veía agravada por el hecho de que el total de las tropas disponibles ascendía únicamente a dos legiones y la amenaza de los partos se estaba concretando.
Una carta de Cicerón a Catón, escrita hacia finales del año 51 o principios del 50, expone en detalle la política que ha seguido para hacer frente a estas dificultades.
En cuanto llegó a la provincia, se vio obligado a mantener reuniones en todas las ciudades de cierta importancia que se encontraba en su camino: Laodicea, Apamea, Sinada y Filomelio, debido a las numerosísimas quejas formuladas por las ciudades.
Anuló impuestos establecidos ilegalmente, aligeró las tasas de interés (algunas eran del 48%) suprimió deudas ficticias suscritas en nombre de las ciudades.
Después resolvió el asunto de los soldados amotinados, encargando a su legado, M. Aneyo, que los devolviera al campamento de Iconio. Y así se hizo, en los primeros días del mes de agosto. Por su parte, Cicerón mandó efectuar reclutamientos en la provincia: hizo regresar al servicio militar a antiguos soldados (con el fin de constituir una unidad de “evocati” (retornados, reenganchados), reclutó una caballería que califica de excelente y tropas auxiliares, en las que servían habitantes de las ciudades libres, y súbditos de los reyes vasallos.
Cuando Cicerón fue designado para gobernar Cilicia, al mismo tiempo que Bíbulo era enviado a Siria, se planteó la posibilidad de autorizarlos a reclutar tropas legionarias en Italia, entre los ciudadanos, pero el Senado se opuso. Probablemente porque ya se habían realizado importantes levas durante los años anteriores, en beneficio de César y, más recientemente, de Pompeyo.
Una vez en el campamento de Iconio, el 24 de agosto, con los refuerzos asume el mando del ejército y a continuación emprende definitivamente el camino hacia Cilicia.
Unos enviados del rey Antíoco, de Comágenes, le hacen saber, alarmados, que los partos han entrado en Siria.
Cicerón decide inmediatamente tomar la ruta del norte, que atravesaba Capadocia, un país de altas mesetas en el que ningún obstáculo natural podía retrasar a los invasores, a diferencia de Cilicia, que sólo era accesible, por el lado de Siria, por dos estrechos desfiladeros, fáciles de defender incluso con pocos efectivos. Pero había que proteger Capadocia, reino vasallo con el rey Ariobarzanes a la cabeza. Era tan esencial porque el rey de Armenia, pese a ser oficialmente aliado de los romanos, no podía mantener dicha alianza si su reino se veía amenazado por los partos. En consecuencia, Cicerón estableció su campamento en Cibistra, en los confines de Capadocia, al pie de las montañas de Cilicia, con el fin de hacer frente al ataque de los partos tanto si se producía por el norte como por el sur.
Uno de los más sólidos apoyos del Imperio era el rey de Galacia, Deyótaro.
Deyótaro había ayudado en el pasado a los romanos en contra de Mitrídates. Se le recompensó con la ampliación de su reino.
En cuanto supo que los partos estaban atacando Siria, envió una delegación a Cicerón para informarle de que estaba reuniendo a todas sus fuerzas e iba a acudir como refuerzo.
Cicerón le da las gracias, le ruega que se apresure y, mientras lo espera, permanece cinco días en Cibistra.
Recién llegado el ejército romano, el partido “pro romano”, de la corte del rey Ariobarzanes, viene a denunciar ante el procónsul un complot dirigido contra el rey, que no se había dado cuenta de nada. Los responsables son detenidos, y el rey afirmado en su trono.
Una vez resuelto este asunto, Cicerón recibe el anuncio de que el ejército de los partos, reforzado con contingentes de árabes, acaba de presentarse delante de Antioquía.
Cicerón, comprendiendo que el ataque se produciría por la vía del sur, se encaminó hacia el Amanus, la montaña que, partiendo del Tauro, llega hasta la costa en la región de Isos, al fondo del golfo que separa la ribera siria y la de Cilicia.
En ese momento se entera de que el ataque contra Antioquía ha fracasado, que el “procuestor” de Siria, C. Casio, ha derrotado a partos y árabes ante los muros de la ciudad y que, por otro lado, el gobernador titular, Bíbulo, al que estaban esperando, se encuentra en Antioquía.
Después se propone pacificar la región de Amanus, que sigue siendo una zona de disidencia.
A lo largo de cuatro días, devastaron por completo el Amanus, y después se dirigieron hacia el noroeste, hasta la ciudad fortificada de Pindeniso, capital de los “cilicios libres” (los eleuterocilicios). Era una guarida de esclavos fugitivos y saqueadores que sólo estaban esperando la llegada de los partos para atacar a los romanos.
Cicerón hace asediar la ciudad siguiendo las reglas de la poliorcética, de la que César, en la Galia, había dado grandes ejemplos: atrincheramiento, fosos, reductos, campamentos múltiples, torres, material de asedio, armamento pesado…¡como sucedió en Alesia!
Fueron necesarios cincuenta días para ganar la plaza, que cayó el 17 de diciembre, primer día de las Saturnales.
Las operaciones militares habían terminado por aquel año.
Los soldados acudieron a sus cuarteles de invierno en los pueblos ocupados, después de honrar a Cicerón con el título de “imperator”.
Había llegado el momento de que el gobernador centrara los esfuerzos en la administración civil.
Cicerón tenía, sobre este punto, y desde hacía tiempo, ideas muy claras. Ya se las había expuesto a Quinto, cuando éste iba a gobernar la provincia de Asia.
Pensaba que el primer deber de un gobernador era mantener la paz y la justicia y, sobre todo, evitar a los provinciales pesadas cargas financieras. Las ciudades estaban abrumadas por las deudas, por lo que se veían obligadas a pedir prestadas grandes sumas de dinero, por lo general a financieros romanos que exigían intereses usurarios.
Para ganarse el favor de los gobernadores, que se sucedían año tras año, los provinciales votaban a favor de la concesión de costosos honores: estatuas, inscripciones honoríficas, coronas de oro (a menudo su equivalente en dinero líquido); a ello se sumaban los diferentes gastos del alojamiento y el mantenimiento del séquito del gobernador.
Cicerón había decidido, desde el principio de su proconsulado, poner orden en todo aquello. Primero por el sentimiento de que era una exigencia moral y, después, porque, como él mismo dice en una carta, aquella explotación del país hacía que se odiara a los romanos, convertía su presencia en un enorme peso e impedía establecer una verdadera paz.
La doctrina expuesta en el “De república”, que hacía de la justicia el fin y la justificación metafísica de la conquista romana, encontró su expresión en el edicto que Cicerón publicó, de acuerdo con la costumbre, al inicio de su proconsulado, para anunciar cuáles serían los principios de su administración. Aquel edicto lo había redactado en Roma. Pero cuando se encontró cara a cara con la realidad de su provincia, a dicha exigencia se sumó la piedad, “el deseo de aliviar de sus miserias a estas ciudades arruinadas, y sobre todo arruinadas por sus propios magistrados”.
En una carta a Ático, escrita a principios de mayo, cuando Cicerón se encuentra en Laodicea, expone los principios que sigue en estos asuntos financieros.
Su primera preocupación fue obligar a devolver el dinero a los magistrados de las ciudades, que habían sacado cantidades sin cuento de las arcas municipales. Ellos, por cierto, no lo ocultaban, y, sin escándalo, ante la sola demanda del gobernador, devolvieron las sumas que llevaban diez años desviando.
Eso permitió entregar a los publicanos el dinero que se les debía. Así, todo el mundo está satisfecho.
Máxime cuando Cicerón ha eximido a los ciudadanos del “vectigal praetorium” (un impuesto pagado tradicionalmente por las ciudades a cada nuevo gobernador para que éste los eximiera de recibir a las tropas durante la temporada de invierno), conformándose con las subvenciones legales aportadas por el Senado.
Esta política le permite conseguir que el rey Ariobarzanes pague a Pompeyo al menos los intereses que le debe, si no el capital, que Pompeyo declara no necesitar por el momento.
Queda por abordar el problema planteado por los salaminianos (habitantes de Salamina) que habían recibido un préstamo al 48%.
Cicerón considera que su conducta en este asunto ha sido perfectamente legal, y que está justificado que negara los “caballeros” a Scapcio (que le había pedido a Cicerón que le renovara su prefectura al frente del cuerpo de “caballeros” para intimidar a los salaminianos).
Y en este sentido, recuerda cómo eran las cosas bajo el gobierno de Apio Claudido: esos hombres no sólo actuaban brutalmente todos los días, sino que, una vez, habían encerrado a los “senadores” de la ciudad en la sala de sesiones y habían mantenido el asedio durante tanto tiempo que algunos de ellos murieron de hambre.
Nunca, dice Cicerón, había de tolerarse algo semejante.
Ni siquiera para agradar a un aliado político. Aprecia lo suficiente a Bruto y piensa que él lo aprobará. En todo caso, ¡confía en la aprobación de Catón!
Uno de los méritos que se reconoce Cicerón (no sin humor) es la sencillez con la que se conduce. Se levanta temprano, todos los días, al amanecer, como cuando era joven, y recibe amablemente a todo el mundo, sin asomo del orgullo habitual en los gobernadores. En su manera de impartir justicia incluye saber hacer (no olvida su experiencia jurídica) y benevolencia (clementia). Ejerce su función, que es la de un auténtico rey, ajustándose a las máximas que conforman al “buen rey”.
Roma sucedió a los monarcas helenísticos; Cicerón no ignora que las ciudades de Asia, acostumbradas a la administración de los seléucidas o los atálidas, en el siglo anterior, esperan de un rey que posea las virtudes que Jenofonte atribuía a Ciro. No en vano lee la “Ciropedia” con asiduidad, hasta el punto de tener un ejemplar desgastado.
En este país, en el que no existe ni senado ni asambleas populares para el conjunto de la provincia, el componente monárquico de la ciudad ideal proporciona los elementos de una experiencia política que no deja de tener cierto encanto para el procónsul, pero que éste no querría prolongar más allá del plazo fijado por el senadoconsulto, es decir, el próximo 30 de julio.
Una sombra planea sobre toda la región, la de Pompeyo.
En Roma parecen haberse tomado en serio el peligro de una invasión de los partos, y para hacerles frente, Pompeyo parece el más cualificado. Él, por su parte, asegura estar dispuesto a aceptar dicha misión; así se lo escribe a Cicerón.
Tal vez no sea más que una maniobra, destinada a justificar el préstamo de dos legiones que acaba de pedir a César, con el pretexto de emplearlas en Oriente, contra los partos. Pero este préstamo no tenía en realidad otro objetivo que el de debilitar el ejército de las Galias, ante la eventualidad de un conflicto armado entre César y el Senado.
Bíbulo, empedernido adversario de César, se niega a aplicar la “ley Julia”, que éste había hecho aprobar durante su consulado y que afecta a la administración de las provincias.
Se mantiene firme, sin matices, en su oposición de entonces, y si muestra mala disposición hacia Cicerón, probablemente es, porque no ignora la relación de amistad que éste mantiene con César.
Cicerón no deja por ello de tomar las precauciones militares imprescindibles a principios de verano, aunque está pensando más que nunca en preparar su marcha.
Las noticias que recibe de Roma le llegan con un retraso de varias semanas, por lo que sigue muy lejos la degradación de las relaciones entre César y el Senado. Su amigo, el joven Celio Rufo, (al que había defendido hacía un tiempo de las acusaciones de Clodia) le escribe, a principios del mes de agosto, dando muestras de enorme lucidez: Pompeyo no quiere que César se convierta en cónsul si no entrega antes su ejército; César se niega a abandonarlo, pues es la única protección frente a las empresas de sus enemigos.
En realidad el bando de la legalidad estará representado por Pompeyo, por el que Celio no siente la menor simpatía, sino al contrario. César, bien es cierto, no es la mejor opción, porque iniciará la rebelión, pero “si bien es conveniente, en caso de disensiones internas, seguir al bando más moral mientras no se haya pasado a las armas, una vez llegan a la guerra y a las operaciones militares , hay que seguir al bando más fuerte”.
El problema no tardará en planteársele también a Cicerón.
Un “golpe de Estado doméstico” es el que tiene lugar en casa de Cicerón, aunque él no tiene noticias del mismo hasta bastante tarde. Se trata de la boda de su hija Tulia. Se casa con P. Cornelio Dolabela, unos diez años más joven que Tulia y que acababa de divorciarse de una mujer mayor que él con la que, decían, sólo se había casado por interés. Dolabela tenía la peor de las reputaciones.
Dolabela no dudó en acusar “de maiestate” a Apio Claudio cuando éste regresó de Cilicia.
Nada podía resultar más desagradable a Cicerón que aquella unión de su hija con el acusador del hombre cuyos favores quería asegurarse, con una paciencia extrema.
Así se justifica ante Apio Claudio, que acaba de ser elegido “censor”, y que le escribe una carta de felicitación con ocasión de la boda de Tulia. Le dice que no ha estado al corriente del asunto. Después matiza: aunque lo hubiera sabido, de haber estado en Roma, habría aprobado esa unión. Y la razón es clara: Tulia y Terencia la deseaban.
Sería injusto afirmar que Cicerón empujó a Dolabela a los brazos de Tulia por razones de orden político. Dolabela es todavía demasiado joven para que se pueda contar mucho con su influencia. Más tarde, eso sí, cuando haya prestado su adhesión a César, Cicerón podrá esperar de él que proteja a su mujer, y su suegra frente a los peligros, que podrían correr si el ejército de César ocupa Roma por la fuerza.
Antes de abandonar su provincia, Cicerón se entera que el Senado ha aprobado “súplicas a los dioses” en su honor (¡como habían hecho con César!)Faltaba el honor supremo del “triunfo”. Cicerón lo solicita.
En el viaje de regreso acude a Rodas. Tiene a su lado, además de a Quinto, a los dos jóvenes, su hijo y su sobrino (el hijo de Quinto). Desea ardientemente enseñarles la isla y reavivar en su honor los recuerdos (gloriosos) de su propio viaje, unos treinta años antes.
Pasa luego el mes de septiembre en Éfeso, retenido por vientos en contra.
Unas cartas de Roma traen rumores amenazantes; ¡la guerra civil es inminente!
Admitiendo el análisis de la situación que le había remitido Celio dos meses antes, no tiene dudas de que surgirá un conflicto entre el Senado y César. Pompeyo estará evidentemente, del lado del Senado, y Cicerón, en virtud de sus principios, no puede sino seguirlo. Las cínicas palabras de Celio le rondan visiblemente la mente cuando escribe a Ático: “Si llegamos a una guerra, tengo claro que para mí es mejor ser vencido con uno antes que vencedor con el otro”.
Pero quiere seguir confiando en que no se llegará hasta allí, y encuentra algún consuelo diciéndose que, a la espera de su “triunfo”, debe quedarse fuera de Roma, lo que retrasa el momento en el que habrá de tomar partido, en el Senado, en torno al problema que plantea el retorno de César o su mantenimiento en la Galia.
Ya, en su villa de Pompeya, tiene una entrevista con Pompeyo, que está residiendo en Campania, enfermo, dice, pero tal vez sólo para poner distancia entre Roma y él y no verse arrastrado a ningún incidente que le quite tiempo para reflexionar. Pompeyo es pesimista. Piensa que un acuerdo con César es imposible y que la guerra es inevitable. Pero Cicerón se pregunta si César, colmado por la Fortuna, en la cima de la gloria, cometerá realmente la locura de provocar una guerra civil. Una débil esperanza a la que se aferra sin creer realmente en ella.
En una carta a Ático, escrita desde Trébulo, dos días antes de su encuentro con Pompeyo, Cicerón definía con suma claridad la clave del debate: se trataba de saber quién, si César o Pompeyo, se haría con el poder.
A Pompeyo no le preocupa el bien del Estado. Nunca le ha preocupado, a él que ha permitido las ilegalidades de César durante su consulado, que ha prorrogado su gobierno en la Galia en condiciones contrarias a las leyes.
Probablemente habrá que seguirlo, pero recomendándole prudencia, haciendo todo lo posible por mantener la concordia.
Cicerón ya ha mantenido, el 25 de diciembre, un largo encuentro con Pompeyo, que se ha venido con él por el camino.
Esta vez ya no cree que se pueda evitar la guerra.
Pompeyo insiste en las ilegalidades cometidas por César durante su consulado. ¿Qué sucederá si se le concede un segundo consulado? Pompeyo tiene miedo de lo que sería un compromiso, lo que él llama una “paz simulada”, una apariencia de paz.
Sólo queda una esperanza, para Cicerón: si estalla la guerra, las fuerzas del Senado no podrán conservar Roma; tendrán que abandonarla, pero semejante perspectiva amenaza con ofender a la opinión pública, provocar la “invidia”, la impopularidad de quienes combatieron a César.
Cicerón llega a las puertas de Roma el 4 de enero, como había previsto.
Una nutrida multitud había acudido a su encuentro, pero naturalmente, no ha cruzado los límites de la Ciudad.
Tampoco puede asistir a las sesiones del Senado, y está ausente cuando, el 7, los Padres adoptan contra César las decisiones que van a desencadenar la guerra.
Se entera que dos tribunos de la plebe, Antonio y Q. Casio, a los que se suma Curión, han salido de la Curia y han ido a reunirse a César.
El senadoconsulto ha sido decretado. En él se “moviliza” a todos los magistrados provistos de un “imperium”, que es el caso de Cicerón mientras no haya entrado en la Ciudad.
Italia ha sido dividida en regiones militares. Cicerón ha tomado para sí la de Capua. Y es allí, a partir de ahora, donde va a residir, mientras se desarrollan los primeros episodios de la guerra.]
15. LA GUERRA CIVIL
César acaba de cruzar el Rubicón, y de penetrar por tanto en el territorio de Italia propiamente dicha.
Cicerón no abandona por ello sus tentativas para que se detenga la guerra. Todavía no ha habido combates; lo irreparable aún no se ha cometido.
Celio, cuando se disponía a marcharse al campamento de César, en Rimini, acudió, en plena noche, a ver a Cicerón, y le rogó que se fuera con él. Cicerón se negó, pero le confió un mensaje para César, ofreciéndose como mediador entre él y Pompeyo. También declaró a quien quisiera escucharlo, que estaba dispuesto a renunciar a su “triunfo” y que se conformaría con asistir al de César; lo que implicaba el retorno de la concordia civil.
Cicerón se niega a mezclarse con el bando que empiezan a llamar “pompeyano”, del mismo modo que se negaría a figurar entre quienes rodean a César.
Tiene la sensación de ser un bando en sí mismo, el de los “boni”; pero, ¿quiénes son los “boni”?
Son (como muestra la “Correspondencia”) los hombres que anteponen a todo el interés del Estado, cuya única preocupación es la legalidad, y que no se limitan, como los partidarios de Pompeyo, a saciar viejos odios, o como los de César, a tratar de recuperar su fortuna, dilapidada por el lujo y la búsqueda del placer, e incluso las gratificaciones interesadas a los electores. En medio de este desenfreno de pasiones, un “hombre de bien”, un “bonus”, sólo puede contar consigo mismo.
Tulia, Terencia y Pomponia acaban reuniéndose en Formia (villa de Cicerón) el 2 de febrero, en contra del consejo de Ático, que, hasta entonces, se ha ocupado de ellas con total abnegación.
Con ellas han llegado los dos primos, el hijo de Cicerón y el de Quinto. Quinto también está en Formia. Todavía más vinculado a César que su hermano, por haber sido su legado, no sabe qué hacer.
La clemencia de César se muestra con Domicio Enobarbo, que traicionado por los suyos, intenta suicidarse, pero su médico le da, en lugar de veneno, un somnífero. Cuando despierta, es prisionero de César, que hace gala de la mayor de las clemencias hacia él: le devuelve la libertad y le permite que se lleve lo que le pertenece, en especial una suma de dinero que había depositado en el tesoro de la ciudad y que estaba destinado a pagar el sueldo de sus tropas.
La clemencia de César no podía sino provocar una fuerte impresión en la gente. Había mucho miedo a que el vencedor retomara los métodos empleados en el pasado por Sila, y que eran tradicionales en las guerras civiles, en las que los enemigos eran masacrados o proscritos.
Cuando Lucano, en la “Farsalia”, describe el terror de los habitantes de Roma mientras esperaban la llegada de César y sus tropas, insiste en que el recuerdo de Sila estaba presente en todas las mentes.
También Cicerón teme la “crueldad de los vencedores”.
Conoce lo suficiente a su jefe (César) para saber que él no tendrá esa tentación, pero no sucede lo mismo con sus consejeros, especialmente Antonio.
La clemencia de César hacia Domicio, su peor enemigo político, aquel al que los senadores habían designado para sustituirlo en su provincia, confirma el análisis de Cicerón: está seguro de que César querrá conducirse con benevolencia, hacerse querer; lo que demuestra su intención de establecer un régimen monárquico, una “dominatio”, pero, al mismo tiempo, indica que sabrá resistirse a los consejos que puedan darle sus lugartenientes.
La amenaza que representa la victoria de César es doble: amenaza de un régimen personal, que destruirá la “res publica”, confiscará lo que pertenece al conjunto de los ciudadanos en beneficio de uno solo y, por otro lado, liberación de las fuerzas violentas, característica de los “populares”, como han puesto claramente de manifiesto los años en los que Clodio, al servicio tanto de César como de sí mismo, entorpecía a base de levantamientos el funcionamiento normal de las instituciones.
Es todo el ideal del “De república” el que, tanto en una hipótesis como en la otra, se está desmoronando.
Por otro lado, critica a Pompeyo, lamentando que después de haber favorecido la ambición de César tarde tanto en detenerlo; le reprocha también que no se haya preparado para esta guerra, cuya responsabilidad ha asumido, en la que ejerce el mando supremo.
La única razón que lo retiene en el bando del Senado: vislumbra el día en el que los hombres “responsables”, las gentes de la aristocracia italiana, la alta burguesía de los municipios, vendrán a Roma en masa y se unirán a César.
Ya lo han hecho algunos hombres que él aprecia.
Cicerón confiesa a su amigo Ático que los imitaría gustosamente, si no se viera retenido no por la auctoritas (el ascendente) sino por los favores de Pompeyo (beneficio).Olvida aquello que ha sido motivo de queja para él, para no pensar más que en la amistad.
Ahora bien, se alegará, también fue amigo de César; probablemente siga siendo incluso su deudor (a su pesar); ambos han intercambiado, y siguen intercambiando, numerosas cartas, no todas de carácter político; César también tiene derecho al reconocimiento de Cicerón, pues fue él el que permitió, contra la voluntad de Clodio, que regresara del exilio. Todo esto es cierto, pero lo que prevalece es el sentimiento del honor: puede unirse a César con total seguridad; ha recibido garantías de varias personas (porque César desearía profundamente verlo venir con él, algo que encajaría con su política), pero ¿puede hacerlo “honeste”? De ninguna manera, dice. “Honeste”: de acuerdo con el Bien moral. En el conflicto entre el interés y el deber moral, Cicerón no puede dudar.
Pero conviene preguntarse: ¿qué es lo “honestum”?, ¿ese “honor” al que lo sacrifica todo? No es eso que en otras épocas llamaremos “respeto humano”. Le preocupa poco lo que pensarán los senadores que siguen a Pompeyo, a los que llama, con Ático, un “cortejo de fantasmas”.
La idea que se hace de lo “honestum” es diferente; la noción a la que se refiere es, visiblemente, la de los estoicos y, en concreto, la que se encuentra en los libros de Panecio.
Lo “honestum” lo conforma la fidelidad a uno mismo (la constantia estoica), es una opinión defendida una vez.
La República se le presenta como el “mejor” régimen político, tanto por la razón como por los hechos. Tiene por tanto el deber de defenderla, sean cuales sean las consecuencias que ello pueda tener para él. Y frente a esa necesidad tanto lógica como afectiva, los vínculos con César tienen que ser necesariamente insignificantes. Los que le unen a Pompeyo, en cambio, se vuelven legítimos y fortalecen los impulsos de su sensibilidad.
Ático, su amigo, intenta hacerle ver que la idea que se hace de lo “honestum” no es la mejor. Para demostrarlo recurre a un razonamiento por lo absurdo: ¿acaso es “honorable” (honestum) huir ante el peligro? La respuesta es evidentemente negativa. Por tanto, seguir a Pompeyo no es “honestum”. Lo que sí lo es, es quedarse en Italia.
Vemos enfrentarse aquí dos filosofías: el estoicismo (ecléctico) de Cicerón y el epicureísmo de Ático. El primero hace referencia a un ideal basado en una concepción racionalista del mundo, y el segundo al interés bien entendido y la conquista de la serenidad.
Para ello, nos dice Cornelio Nepote, su biógrafo, Cicerón fue “amigo de todo el mundo”. No escatimó su apoyo ni su fortuna en favor de todos aquellos que lo necesitaran y que habían seguido al bando de Pompeyo.
Él (Ático), por su parte, se quedó en Roma, y el “reposo” que guardó fue, dice Cornelio Nepote,”tan grato para César que éste, una vez victorioso, dejó tranquilo a Ático pero, además, le entregó a Quinto Cicerón y al hijo de Pomponia, que habían sido hechos prisioneros en el campamento de Pompeyo” (después de Farsalia).
Al final, la opinión de Ático queda bastante clara, el principio que la inspira es netamente epicúreo: hay que evitar la aventura. Pues bien, abandonar Italia tras la estela de Pompeyo, que se prepara para ello desde, al menos, la toma de Corfinio, es una aventura. Si Pompeyo se queda en Italia (pero Ático sabe que no lo hará) entonces sí hay que sacrificarlo todo a lo “honestum”, no huir y morir “por la patria”. Al decir esto, Atico no está siendo desleal al epicureísmo. La muerte heroica no está excluida en la moral de la secta. Horacio lo recordará en una célebre oda.
De todas formas Ático recuerda a Cicerón que el Estado no está indisolublemente unido a la persona de Pompeyo; que es res publica, el bien de todos, y que el “populus” subsiste aunque el gobierno que se afirma legítimo esté en el exilio.
Cicerón identifica a Pompeyo con la República. Más profundo, tal vez más lúcido, menos impregnado de ideología arcaica que su amigo, Ático se refiere a una realidad política que se sitúa más allá de las personas; lo que contempla es el conjunto del “populus”, al que debe servir el régimen político, sea cual sea, y al que éste tiene el deber de garantizar la paz y el orden. Aunque no lo dice, en realidad Ático no es hostil al principio de una monarquía, siempre y cuando sea confiada a un “buen rey”.
Más adelante, sus amigos políticos no dudarán en concebir dicho régimen, cuya teoría será formulada por Filodemo en su tratado “El buen rey según Homero”,y, muchos años después, tras la victoria de Accio, Mecenas, también epicúreo, aconsejará, durante un debate del que da cuenta (aunque seguramente basándose en datos históricos), Dión Casio, adoptar la solución monárquica para el nuevo régimen que habrá de crear.
Cicerón no se dejará convencer fácilmente. No ha olvidado los versos de su poema “Sobre su consulado” y las exhortaciones de la musa. Probablemente se alejó por un momento de la línea de conducta que se había fijado entonces, cuando los triunviros lo obligaron a modificar su política, pero lo había hecho confiando en que un día la necesidad a la que estaba cediendo desaparecería y él podría recuperar su libertad.
En el momento en el que César va a ocupar Corfinio, Pompeyo da a Cicerón la orden de que se reúna con él en Luceria.
El 18 de febrero, cuando Domicio se encuentra asediado pero corren rumores optimistas por el campamento de Pompeyo, Cicerón escribe una extensa carta a Ático, en la que analiza la situación.
Enumera en primer lugar los argumentos que militan a favor de su marcha para reunirse con Pompeyo: el recuerdo de los favores que ha recibido de él, especialmente su retorno del exilio y a la inversa, si se queda en Italia mientras Pompeyo se marcha a Oriente, se encontrará con el poder de uno solo, y la lealtad de César es dudosa; en su ansia de poder, está dispuesto a sacrificarlo todo. Si finalmente, Pompeyo es vencedor y regresa a Italia, ¡cuán grande no será la vergüenza de Cicerón!
La tesis contraria no carece tampoco de argumentos, y tal vez más convincente. Son fáciles de ordenar y de clasificar casi por sí solos, en las categorías tradicionales de la suasoria, ese ejercicio escolar a través del cual se “convencía” a un personaje célebre de que eligiera un bando u otro.
Los oradores emplean dos clases de argumentos: demostrar que el consejo que se da es acorde con el interés de aquel a quien nos dirigimos, y en segundo lugar que es acorde con su honor. El primer punto corresponde a lo utile, el segundo a lo honestum. Este es el marco en el que Cicerón sitúa la segunda parte de su análisis: Pompeyo nunca ha sido previsor, y no lo ha sido en la circunstancia actual; nunca ha escuchado las opiniones de Cicerón, que habían podido evitar la crisis; su conducta, por último, siempre ha sido contraria a los intereses del Estado. Seguirlo, por tanto, puede acabar perjudicando enormemente a quienes lo hagan.
Pero seguir a Pompeyo también es contrario al honor, a lo honestum; y aquí vemos que Cicerón ha sido sensible a los argumentos de Ático.
Pompeyo ha evacuado Roma, ha huido. ¿Se puede imaginar algo más deshonroso? Ha dejado la patria en manos del tirano. Y abandonar la patria es un crimen, el crimen por excelencia. En ese momento, Cicerón se imagina el contenido humano, religioso, material de la patria: nada de todo eso, ni hombres ni ningún ideal del lado de Pompeyo; la masa del pueblo o bien está inerte o bien favorece a César.
¿En nombre de qué se estaría luchando, sino de una quimera?
Cicerón, eso está claro, se inclina por quedarse, y una serie de consideraciones acaban de convencerlo: la época del año, que es mala (estamos en el mes de enero), la incertidumbre de la navegación, el riesgo de abandonar todo, fortuna, casa, familia; y Cicerón sabe por experiencia lo que eso puede costar.
Esta larga consulta, que se hace a sí mismo y que dirige a Ático, tiene cuando menos un mérito. Le permite no quedarse encerrado en la idea, un tanto estrecha, que se hace de su deber moral, de lo honestum estoico. Sus miras son más amplias, o más profundas, que, por ejemplo, las de Catón, que se dará la muerte antes que recibir a César vencedor.
La intimidad espiritual con Ático contribuyen a liberar la situación de buena parte de su carácter dramático, un carácter del que nunca están exentas del todo las soluciones estoicas. La serenidad de Ático le proporciona si no razones para la esperanza, sí al menos el medio para recuperar la paz. Más tarde, en el tratado “Sobre los deberes”, evocará el suicidio de Catón, que considera acorde con el personaje; pero añade que hay otras personas “a las que probablemente se habría reprochado como una falta el haberse suicidado, porque su vida era menos rigurosa, y su carácter más humano”, y, evidentemente, está pensando en sí mismo. No basta con que una conducta sea acorde por sí misma con lo “honestum” en su cumplimiento, también tiene que concordar con todo el resto de la vida.
Y también esto, esa continuidad del alma, es una virtud, la de lo “conveniente”.
No hay duda de que la influencia del epicúreo Ático, tanto con su ejemplo como con sus consejos, contribuyó a apartar a Cicerón de un estoicismo riguroso, hacia el que lo arrastraba probablemente, su razón, pero del que lo alejaba su sensibilidad, su sentido de los matices y también su inteligencia, que le mostraba simultáneamente todos los aspectos del problema.
Balbo escribe a Cicerón que César sólo tiene un objetivo: vivir sin tener nada que temer dejando a Pompeyo la primera posición en el Estado.
El 28 de marzo, César fue a ver a Cicerón a Formia y allí le dijo lo que esperaba de él. Oyó las propuestas que se le hicieron: era hora de decidirse; retrasando su regreso a Roma, Cicerón estaba retrasando también el de todos los que habían dejado la ciudad dos meses antes; daba la impresión de que condenaba a César, y que lo temía.
Y el diálogo se resume así: “Ven, pues, dice César, y plantea el problema de la paz - ¿Cómo yo quisiera?, digo yo - ¡No creerás que te voy a dar instrucciones! – He aquí, digo yo, como hablaré: el Senado opina que no vayamos a Hispania y que no enviemos ningún ejército a Grecia, y expresaré muchos lamentos con respecto a Pompeyo- Entonces él: “Pero yo no quiero que se digas eso –Es lo que pensaba, digo yo, pero yo no quiero estar en la sesión, porque, o bien tendré que decir eso y muchas otras cosas que no podría quedarme para mí, si estuviera presente, o bien no he de ir”. Finalmente, para salir del aprieto, César le pidió que reflexionara. Cicerón respondió que lo haría y a continuación se separaron.
Aquel encuentro fue decisivo. La visión de los hombres que rodeaban a César, por los que Cicerón no siente la menor estima, el hecho de haber, de alguna manera, tocado con los dedos, lo que sería un régimen en el que César fuera amo y señor, lo acaban de decidir.
Puesto que todo está perdido, hay que seguir al bando que, a fin de cuentas, más se ajusta a lo “honestum”.
Cicerón sabe perfectamente que ya no existe “libera res publica” a la que pueda servir.
“Por Hércules –escribe Cicerón a Ático el 31 de marzo – que si hago esto (reunirse con Pompeyo) no lo hago por el Estado, que, en mi opinión, está completamente destruido; lo hago para que no se me considere ingrato para con el hombre que me liberó de las desgracias en las que él mismo me había sumido y también porque no puedo ser testigo de lo que pasa o, al menos, va a pasar.
Así pues, las razones, los argumentos, la prudencia y el honor político ya no cuentan. Lo que prevalece es la “pietas” hacia un hombre por el que no siente gran estima, al que profesa una amistad titubeante, del que no espera nada bueno para Roma –cree que si es vencedor, llegará a la cabeza de una horda de bárbaros, sus clientes de los reinos orientales y, peor aún, de unos senadores totalmente decididos a tomarse la revancha – se trata de un deber de gratitud del que no quiere renegar.
El 7 de junio embarcaba en Gaeta, con Quinto y los dos jóvenes.
Una vez se encuentra Cicerón en Epiro, la correspondencia se ralentiza mucho, como cabía esperar.
Una carta de septiembre del 46, a su amigo M. Mario, su vecino de Estabia, nos deja entrever cómo fue su llegada al campamento de Pompeyo. No tardó, dice, en arrepentirse de haber ido, cuando vio la debilidad de los efectivos de los que disponía Pompeyo y la escasa combatividad de los soldados. Los oficiales, por su parte (había muchos, en comparación con el número de soldados), aparte de Pompeyo y algunos de los principales, tenían como único objetivo, en aquella guerra, enriquecerse, y hablaban con tal crueldad que Cicerón, más que nunca, empezó a temer su victoria.
Todos, además, estaban cargados de deudas.
Frente a esta situación, Cicerón se creyó en la obligación de aconsejar a Pompeyo que hiciera la paz. Pompeyo una vez más se negó. Cicerón le recomendó entonces dilatar la guerra. Pompeyo parecía opinar lo mismo, pero pronto un éxito de sus tropas vino a renovar su confianza en ellos. A partir de ese momento, escribe Cicerón a Mario, “ese grandísimo hombre dejó de ser un general”. Y ofrece como prueba el hecho de que no dudara en enfrenta, en Farsalia, a un ejército de jóvenes reclutas inexpertos con unas legiones tremendamente aguerridas.
Tras la derrota de Pompeyo en Farsalia, vieron llegar a Dyrrachium a Labieno, antiguo lugarteniente de César que se había unido al bando de Pompeyo en los primeros días de la Guerra Civil. Labieno les anunció que el ejército de Pompeyo estaba huyendo, que su jefe había escapado hacia el mar y que no había noticias de él.
La resistencia era imposible en Epiro y, en general, en toda Europa.
La noticia se propagó por el ejército y las escenas de saqueo pronosticadas por el remero rodio se produjeron realmente.
Los soldados abrieron los almacenes, se abalanzaron sobre los montones de trigo y, con el apresuramiento, los fueron esparciendo por calles y callejuelas, mientras los oficiales, bajo las órdenes de Catón, embarcaban en los navíos de guerra. Pero la tropa, que se negaba a seguir combatiendo en la guerra y sólo quería acudir ante César, prendió fuego a los navíos de carga, de modo que Cicerón, Catón, Varrón y los demás, mientras se encaminaban hacia Córcira, vieron efectivamente el cielo iluminado de llamas sobre Dyrrachium.
Catón había escogido Córcira porque allí se encontraba el grueso de la flota pompeyana, desde donde sus patrullas se encargaban de la seguridad de las comunicaciones entre Italia y Grecia.
En Córcira se celebró un consejo entre los superviviente. Lo primero que había que hacer era designar un nuevo jefe. El consular más antiguo era Cicerón. Él fue elegido por el propio Catón, que sólo era de rango pretoriano. Cicerón declinó el honor que se le concedía. Lo que provocó un violento ataque de cólera en Cneo Pompeyo, hijo mayor del “imperator” huido; una cólera tan violenta que no dudó en sacar la espada y abalanzarse sobre Cicerón, que se salvó únicamente gracias a la intervención de Catón. El mismo Catón le permitió marcharse a Patras, con Quinto.
En Patras fue acogido por uno de sus amigos, que también lo era de Ático, M. Curio. Este Curio, rico comerciante establecido en la ciudad, ya había acogido a Cicerón y a su hermano a su regreso de Cilicia y se había ocupado de Tirón (el secretario de Cicerón), enfermo e incapaz de seguir a Cicerón hasta Italia.
Así, fue de nuevo en su casa donde Cicerón fue recibido con suma generosidad.
Además de él, Quinto y los dos jóvenes, se encontraban en Patras el séquito y los lictores que seguían acompañando a Cicerón, y que lo hacían sentir cada vez más incómodo.
Pero él se negaba a abandonar el título que le habían concedido legalmente y que nadie tenía derecho a quitarle.
Renunciar voluntariamente a él equivaldría a cuestionar la legitimidad senatorial en el exilio e inclinarse ante el vencedor.
Durante su estancia en Patras, Cicerón recibió una carta de Dolabela que le daba noticias de Tulia y Terencia y, al mismo tiempo, le anunciaba que César lo autorizaba a volver inmediatamente a Italia, mientras que los demás partidarios de Pompeyo tenían que permanecer exiliados, al menos de momento.
Las relaciones entre Quinto y su hermano no son las mejores.
Quinto acusa a Cicerón de estar detrás de todas las desgracias.
César, dice, no puede sino considerarlo como un traidor por no haberle seguido, después de todos los favores con los que lo había colmado. Nunca le permitiría volver a Italia ¿Qué hacer ahora? Cicerón sí puede regresar a su patria, pero él no.
Además, Patras no es seguro. Caleno, que está al mando en Grecia en nombre de César, va ocupando una tras otra las ciudades, que lo reciben unas veces con entusiasmo y otras con resignación, salvo Megara, que trata en vano de resistir y cuyos habitantes son vendidos como esclavos.
Y mientras Cicerón embarca en dirección a Brindisi, Quinto se queda en Acaya.
Cicerón, durante ese tiempo, se encontraba en Brindisi, donde lo había acogido amistosamente el comandante de la plaza, P. Vatinio, el mismo Vatinio del que había sido enemigo y que después había defendido eficazmente, a petición de César, en la época de la “palinodia”. Al parecer, Vatinio había olvidado sus diferencias y ya sólo se acordaba del servicio prestado… Cicerón iba a permanecer bajo su protección durante casi un año, mientras César llevaba a cabo la pacificación de Oriente.
Cicerón llevaba un tiempo en Brindisi cuando llegó allí Antonio, con las legiones que habían vencido a los pompeyanos en Farsalia. Algunas fuentes afirman que el que era “jefe de la caballería” de César, nombrado dictador, salvó la vida a Cicerón, a quien los soldados querían aniquilar. Cicerón, por su parte, en la segunda “Filípica”, declara solamente que Antonio “se abstuvo de ejecutarlo”, y no habla de las amenazas de los soldados. Es fácil pensar, como consideraba la tropa, por cierto equivocadamente, que Cicerón era el principal enemigo de César, aquel que había provocado la guerra y al que ahora había que castigar.
Así lo representa Lucano, en su poema sobre la “Guerra Civil”; en él vemos a Cicerón presionando a Pompeyo para combatir, delante de Farsalia, y erigiéndose en portavoz de los soldados, que arden en deseos de acabar con todo y exigen una batalla inmediata. En cambio, sabemos que Cicerón pensaba que había que dilatar las cosas y que, además, estaba en Dyrrachium, y lejos de Pompeyo en el momento del choque decisivo.
Pero Cicerón se había convertido en un símbolo, y esa fue seguramente la razón por la que Lucano distorsionó la realidad de la historia.
Entre los soldados de Antonio, Cicerón era considerado uno de los que habían querido privar a César de su “dignitas”; era el más famoso e influyente (pensaban) de esos “grandes hombres” de los tiempos de paz, de esos políticos que eran, según ellos, los únicos responsables de la guerra. Por eso debía morir. Antonio, en cambio, tenía la obligación de protegerlo. No tanto por amistad personal (que nunca fue muy grande entre ellos) como para reservar la decisión al propio César.
Cicerón era una figura demasiado importante de la ciudad como para que el destino que se le diera no fuera a adquirir el valor de un símbolo, anuncio de la política que seguiría el dictador.
Cicerón ejecutado significaba otra vez Sila y las proscripciones, la oposición castigada con sangre.
Cicerón salvado, ganado, a fuerza de paciencia, para la causa del régimen, significaba un paso adelante hacia una nueva legitimidad, la integración de aquello que constituía la grandeza de Roma, la elocuencia, la poesía, el derecho y, ahora, la reflexión filosófica – todo lo que representaba el hombre de Arpino – en la Roma renaciente.
Cuando el epicúreo Filodemo, amigo de Pisón, que era suegro de César, se imaginaba la monarquía del “buen rey”, otorgaba a Cicerón, bajo la máscara de Néstor, el papel de consejero, de moderador junto al “rey”.
Mientras Quinto está esperando a que su hijo logre el perdón de César, Cicerón escribe al dictador una carta tras otra, y le reitera que si, siguió a Pompeyo, fue por la presión de la opinión pública a la que no podía resistirse. César parece creer que la decisión la había tomado Quinto, que había sido en su opinión, “la trompeta de esta marcha”. Cicerón no quiere que se piense eso. Reivindica para sí toda la responsabilidad de su conducta.
En una carta a Ático, fechada en marzo del 47 nos da a conocer lo que, ya a finales del 48, escribía a César: “En cuanto a mi hermano Quinto, me preocupo tanto por él como por mí mismo; pero, en la circunstancia actual, no me atrevo a encomendártelo.
Pero sí me atrevería a pedirte que no creas que hizo nada para hacerme olvidar lo que yo te debía y hacer disminuir mi afecto por ti, que sepas que siempre ha trabajado por la solidez de nuestras relaciones, que ha sido el compañero y no el guía de mi marcha.
Cicerón no carecía de mérito al defender a Quinto, que en ese mismo momento andaba profiriendo contra él palabras tan malévolas que había llegado a lamentar que su madre hubiera traído al mundo a un segundo hijo.
Aquel viejo antagonismo, que había estallado cuando el sobrino se había presentado, a escondidas, ante César, se había vuelto patente, y se decía que el joven había preparado una extensa requisitoria contra su tío en forma de un verdadero libro que ahora llevaba al dictador.
No sin magnanimidad, Cicerón quiere olvidar todo eso y actúa como cabeza de familia. Sabe que lo que queda de su prestigio de antaño todavía puede servir para proteger a su hermano y, al igual que, en el 56, había sacrificado sus convicciones a los intereses de Quinto, ahora se esforzaba igualmente por defenderlo.
Ya en el mes de octubre o noviembre del 48, estando en Brindisi, había escrito a Opio y a Balbo pidiéndoles que actuaran como intérpretes suyos ante César.
La respuesta había sido de lo más alentadora. No sólo, decían sus interlocutores, César no haría nada contra Cicerón, sino que se encargaría de que su posición en el Estado se viera acrecentada.
Por un momento, Cicerón se cree incluido en un edicto de Antonio que prohíbe a los pompeyanos presentarse en Italia.
Antonio admite sin dificultad que Cicerón no se ve afectado por dicha prohibición. César había prescrito a su jefe de la caballería que impidiera a cualquiera de sus enemigos entrar en Roma, porque se había enterado de que Catón y L. Metelo tenían la intención de aparecer públicamente en la Ciudad. Temía que aquello fuera un pretexto para graves desórdenes; probablemente no es que las fuerzas de las que disponía Antonio no pudieran reprimirlos, sino que lo más importante para César era que no hubiera violencia en la vida pública, que el cambio de régimen se produjera en calma.
Uno de los principales argumentos que podían alegarse en favor de la dictadura era que ponía fin a los disturbios que habían envenenado Roma durante tantos años.
Que esa fue la política del vencedor, eso es algo que demuestra no sólo su “clemencia” hacia Cicerón, tomado como símbolo de la continuidad, campeón de la paz, partidario del mérito civil frente a la gloria militar, sino también la famosa afirmación que se le atribuía, seguramente con razón, de que “Sila no sabía ni la be con la a” (es decir, los rudimentos de la política, olvidando que un régimen no puede basarse en el terror, la destrucción en masa de los opositores, que la voluntad de los ciudadanos es fluctuante y que es necesario ganarse su consentimiento)
Él (César), personalmente, pretende evitar el error de su predecesor y conseguir ser admitido, si no amado, en lugar de temido.
Al día siguiente de Farsalia, ya había concedido el perdón a Bruto y, a petición de éste, a Casio Longino; los había admitido en la cohorte de sus “amigos” y se valía de sus servicios.
Una gran “reconciliación nacional” se estaba esbozando.
Cicerón, al que le iban llegando las noticias una a una, esperaba beneficiarse de aquella clemencia. Pero los meses pasan sin aportar una decisión.
Las noticias de Egipto son malas. No sabe nada concreto sobre César.
Lo que se va sabiendo de África, donde Catón y los pompeyanos siguen luchando, es inquietante.
Cicerón, que ahora vuelve a ser “cesariano”, se pregunta sobre lo que le espera.
En África e Hispania, los preparativos parecen serios; la ofensiva contra César parece tener que producirse en los próximos meses.
Incluso en la propia Italia se producen graves disturbios.
Los que provocó Celio, en el 48, al proponer la anulación de las deudas, habían sido suficientemente serios como para que el Senado lo destituyera de su pretura, recurriendo al senadoconsulto supremo.
Celio se había unido en el sur de Italia a Milón, que todavía poseía, en Capua, una tropa de gladiadores. Ambos esperaban ganarse las tropas que estaban ocupando las ciudades, pero no lo lograron y acabaron muertos. Celio y Milón, dos amigos de Cicerón.
Hubo otros disturbios y tropas amotinadas en Campania que se habían concentrado allí para ser trasladadas a África contra Catón y los pompeyanos.
A su regreso de Oriente, y por fin vencedor, César desembarcó en Tarento, a finales de septiembre del 47. De camino a Roma, pasó por Brindisi, donde Cicerón fue a su encuentro. César, en cuanto lo vio, a la cabeza de quienes se dirigían a él, bajó del caballo y lo tomó en sus brazos, y después caminaron, uno junto a otro, un largo trecho, hablándose sin testigos. Cicerón estaba perdonado.
El encuentro con César tuvo lugar, probablemente, el 25 de septiembre. Cicerón se encaminó hacia Roma en cuanto pudo.
Cicerón tenía problemas familiares. Su hija Tulia estaba enferma desesperada. La conducta de su marido era la causa. La unión con Tulia no había puesto fin a las enojosas costumbres de Dolabela. Bebía mucho, perseguía a las mujeres, mantenía a una amante y dilapidaba la dote de su mujer.
En el mes de julio, Cicerón y Tulia preveían la eventualidad de un divorcio, pero Cicerón confía en que Dolabela tome la iniciativa.
Tulia iba a traer al mundo a un hijo de Dolabela en el mes de enero del 45, pero el divorcio se había producido en el mes de octubre. Tulia no tardará en morir.
Otra preocupación de Cicerón es con su esposa Terencia.
El deterioro definitivo de su relación data del año 47.
Parece que su distanciamiento mutuo tuvo varias causas. Unas superficiales, estaban relacionadas con la gestión del patrimonio.
Cicerón tenía además con su mujer numerosas quejas, en las que no entra en detalle, pero que son innumerables (innumerabilia). En realidad, cabe pensar que Terencia, que había intervenido a menudo en la vida pública de su marido, considera que su carrera política ya está acabada; se siente decepcionada por él, bien porque le reprocha que se haya unido a Pompeyo abandonando a César – aunque Cicerón dice que ella lo había empujado a hacerlo – o bien porque lo censura, simplemente, pero con toda lógica, por haber acabado en el bando de los vencidos.
Tras su divorcio, Terencia se casó con un cesariano convencido, uno de los favoritos del dictador, el historiador Salustio.]
[ 16. BAJO EL REINADO DE CÉSAR
Mientras Cicerón se instalaba, discretamente, de nuevo en Roma, César volvía a poner orden en los asuntos públicos, asumía otra vez el mando de sus legiones y prepara su marcha a África.
En Roma, donde Antonio tenía el poder por delegación de César, los vencedores ocupaban la primera fila. Cicerón tenía amigos entre ellos, como Hircio y Opio, ambos amigos íntimos del dictador. Pero otros no le eran tan favorables.
Entre los “optimates” hay algunos que son hostiles a Cicerón. Les duele comprobar que, en medio del desastre general, Cicerón ha sobrevivido.
Pero, dice Cicerón, poco a poco la costumbre se va instalando. Uno se habitúa a la derrota. Lo que más le pesa es que el foro esté en silencio, que no pueda tomar la palabra en él. Ha pensado mucho en marcharse de la Ciudad, retirarse a sus villas e incluso alejarse de Italia.
Pretende, no conspirar contra César, como hicieron Celio y Milón, sino trabajar para la reconstrucción del Estado, en la medida en que se lo pidieran.
Si no se lo piden, trabajará en ello de todos modos mediante sus estudios y sus obras. Sus palabras, en este sentido, coinciden con lo que dirá Séneca, un siglo después, cuando se le plantee un problema similar: el de la participación del filósofo en la vida pública. Si puede (como aconsejan los estoicos) ejercer un cargo público, que lo haga. Pero si ha “caído en una situación tal que no puede actuar”, entonces que retroceda paso a paso, que haga oír su voz, que publique sus obras para edificación de todos.
Independientemente de su resolución de convivir con César, Cicerón sigue conservando, pese a todo, en lo más profundo de su ser, una secreta esperanza.
Las fuerzas pompeyanas en África son importantes, sus jefes son hombres valientes, y han dado pruebas de ello.
La incertidumbre se prolongó durante varios meses, hasta la batalla de Tapso, en la que César resultó victorioso (el 6 de abril). Unos días más tarde, hacia mediados del mes, Catón, encerrado en Útica, se daba muerte.
Otro episodio de la “Guerra Civil” acababa de terminar.
César, una vez más, era vencedor.
Pero Cicerón no había esperado al final de la guerra de África para empezar y completar dos obras de importancia desigual, el “Bruto” y las “Paradojas de los estoicos”. Ambas fueron escritas antes de la muerte de Catón.
Estos libros hablan de elocuencia y aspectos de retórica.
El “Bruto” es un diálogo que pone en escena al propio Cicerón, a su amigo Ático y al “joven” Junio Bruto.
Bruto es sobrino de Catón (y al mismo tiempo yerno, pues se ha casado con Porcia, hija suya (de Catón) por parte de su mujer, Servilia, que fue durante mucho tiempo amante de César). Antes de marcharse a Hispania César le había encargado gobernar la Galia Cisalpina, una tarea, dice su biógrafo Plutarco, en la que destacó por su honestidad y eficacia. En el momento en el que Cicerón situó la conversación, Bruto todavía está en Roma.
Un prefacio de Cicerón anuncia el tono: consiste en un elogio de Hortensio, muerto en el 50; pero no es tanto al orador al que aquí se elogia como al amigo y, sobre todo, al amigo político, el colega de Cicerón en el colegio de los augures. Aristócrata convencido, partidario del Senado, Hortensio tenía, dice Cicerón, los mismos principios políticos que él.
Era al mismo tiempo sabio (“sapiens”), es decir, clarividente y ponderado, y “bonus”, seguro y honesto. Su personalidad y su talento le habían proporcionado una gran auctoritas, un prestigio moral e intelectual.
Su muerte llegó en un momento en el que esas cualidades ya no iban a tener cabida en la Ciudad.
La vieja República ha muerto con la victoria de César, y Cicerón lo lamenta abiertamente. El corazón de la Ciudad es el foro; sin embargo, ese foro está hoy de luto por las grandes voces que hace poco resonaban en él. La de Hortensio, por supuesto, pero también la de Cicerón.
Tras este recordatorio de lo que era la esencia de la vida política en el tiempo en el que se usaban las armas de la razón, del talento, de la autoridad derivada de una reputación de rectitud e inteligencia, y no las de la violencia, comienza el diálogo a exponer el nacimiento y la evolución de ese arte de la palabra en el que se sustentaba todo.
Cicerón va a descubrir la manera en la que se constituyó esa república de la elocuencia y la razón, que ahora ya no parece más que un recuerdo.
Muy hábilmente, el pretexto de esta revisión histórica de los oradores romanos es una obra de Ático que consiste en una cronología de la historia romana, desde los orígenes hasta la época actual.
Este libro (de Ático), que Cicerón entiende sumamente valioso, traza en cierta medida la historia del “cuerpo” de Roma.
El “Bruto” va a trazar la de su alma; y es que la palabra no es sino la manifestación del ser interior tanto de una ciudad como de un hombre.
Una palabra elocuente no puede ser otra cosa que una palabra “sabia”. Así lo hace decir Cicerón al propio Bruto.
Todos los demás bienes los puede adquirir cualquiera, en medio del desorden en el que se encuentra la Ciudad. Pero la elocuencia, como la perfección de un pensamiento sabio, sólo pertenece a quien saben merecerla.
Se evocan una retahíla de oradores, desde Menenio Agripa (que apaciguó los sentimientos de la plebe en el Monte Sacro, en el que ésta se había retirado, relatándole el apólogo de los Miembros y el Estómago) hasta César y el propio Cicerón.
Cabe destacar de paso un elogio de los Gracos, al menos de su elocuencia, de la firmeza de su pensamiento, si no de su política.
Y es que se trata de demostrar que la aristocracia romana tiene en cierto modo el monopolio de esa cualidad suprema que es el arte de dirigir a los hombres sólo con el poder del verbo (la palabra).
De esta extensa galería de oradores romanos se deduce que todos esos hombres han sido “guías”, príncipes, en el sentido en el que Cicerón empleaba esa palabra ya en el “De república”. Es precisamente su elevado número, en todas las épocas, el que impide que el Estado se convierta en una monarquía. No hay sólo un rey, ¡hay tantos como senadores tenga la ciudad!
Descendiendo el curso del tiempo, el diálogo llega hasta la época contemporánea y se encuentra con César. Pero éste no aparece solo; entra en escena al mismo tiempo que Marcelo, el antiguo cónsul, al que el rencor de César (aunque también su propia obstinación) retiene en el exilio en Mitilene. Y el elogio de Marcelo, calificado como “perfecto” y “hombre digno de tal nombre”, es una especie de primer alegato en favor de ese pompeyano cuyas desgracia simboliza todos los males que se han abatido sobre Roma.
En cuanto a César, Bruto, demasiado joven para haberlo oído cuando estaba en Roma, desea ardientemente contar con la opinión que Cicerón tiene de él. Pero es Ático el que la va a formular, envolviéndola en un elogio de Cicerón en boca del propio César, insistiendo en el cuidado que este último pone en utilizar sólo una lengua muy pura, de una perfecta latinidad, y en su elegancia lo más importante es ese elogio de Cicerón, en el que César declaraba que el hombre que mostró a los romanos la abundancia oratoria era un hombre que hizo honor “al nombre y la dignidad del pueblo romano”.
Tampoco carece de intención el hecho de que Cicerón haga decir, un poco más adelante, a Bruto: “Si queremos oír la verdad, dejando aparte las inspiraciones procedentes de los dioses que a menudo han asegurado la salvación de la Ciudad gracias a la sabiduría de los generales, tanto en la guerra como en el interior, un gran orador se impone claramente a unos generales ordinarios”.
Así, por una parte, Cicerón queda situado en el “panteón” de los grandes romanos, por confesión del propio César, y, por otra, éste podría haberse abstenido de confiscar la república, ya que era, debido a su talento oratorio, uno de esos “príncipes” que construyeron la Roma “interior” y aseguraron su gloria.
Pensaba terminar el diálogo con una larga mirada de Cicerón a su propia carrera. Bruto todavía es joven (aún no tiene cuarenta años); a su edad, Cicerón estaba pronunciando las “Verrinas” y tenía por delante la parte más brillante de su carrera como abogado y orador político.
Bruto se le presenta como alumno, como uno de esos romanos a los que esperaba transmitir su ideal cívico: ¿es necesario que, por culpa de esa guerra civil, que se podía evitar, que estalló como consecuencia de un error de percepción –en ocasiones Cicerón sugiere que se trataba de un simple malentendido, de un miedo mutuo por parte de César y Pompeyo –esa Roma gloriosa, humana, vuelva a caer en la espiral de un determinismo que la arrastraba hacia su perdición y la reducirá al destino de las demás ciudades, cuando en realidad todos en ella, y en primer lugar la “virtud” de sus “príncipes”, le prometía la eternidad?
Tal vez Bruto vea tiempos mejores, y la renovación de esa Roma.
No cabe duda de que el “Bruto” no es obra de un orador que se esfuerza por enseñar a sus lectores las reglas de la elocuencia.
“Las paradojas de los estoicos” parecen desconcertar a los filósofos, que se preguntan sobre este opúsculo, sumamente breve (y que además está mutilado), que se refiere explícitamente a la doctrina del Pórtico, cuando en realidad la Academia es la escuela a la que Cicerón se halla vinculado (al igual, por cierto, que Bruto). Esta pregunta surge, junto con otras, siempre que se pretende considerar estas “Paradojas” como una exposición seria. Pues no en vano el propio Cicerón confiesa, respecto a todas esas extrañas tesis de los estoicos que tantas dificultades plantean a los doctores de la secta para hacer que las entiendan sus alumnos en la tranquilidad de la escuela, que se ha entretenido (ludens, jugando) en convertirlas en “loci comunes”, fórmulas aceptadas por todos.
Las “paradojas” tratadas son siete –aunque una de ellas, la cuarta (“Que todo hombre que no es filósofo es un loco”), ha perdido su demostración, en tanto que el título de la quinta (probablemente “sólo el sabio es un ciudadano, todos los demás son exiliados”) ha desaparecido en la parte que falta.
La primera lleva por título “Sólo el bien moral es un bien”; la segunda: “la virtud es suficiente para la felicidad”; la tercera: “las faltas son iguales, y también los actos virtuosos”; la quinta (en realidad la sexta, si se tiene en cuenta lo que falta): “Sólo el sabio es un hombre libre, todo hombre que no sea sabio es un esclavo”; y la última: “Sólo el sabio es rico”.
Las demostraciones aportadas por Cicerón para cada una de estas proposiciones no están basadas en argumentos internos del estoicismo, sino esencialmente en ejemplos, casi siempre tomados de la tradición y la historia de Roma.
Así, para demostrar que “sólo el bien moral es un bien” (que es uno de los pilares de la doctrina del Pórtico), vemos desfilar los grandes nombres de Rómulo, Numa Pompilio, de Horacio Cocles, que defendió el solo el puente sobre el Tíber frente al enemigo etrusco, y a todos los demás, hasta los Escipiones, Cn. y P., muertos en Hispania, además del primer Africano y, finalmente, Escipión Emiliano.
Ninguno de estos héroes tuvo una conducta comparable a la de aquellos que sólo buscan el dinero, casas espléndidas, mandos militares o provincias (imperia), el poder, los placeres.
Se esboza así una imagen doble: la Roma de antaño, con sus virtudes, y la que se ha sumido en la guerra civil debido a su decadencia moral.
Para demostrar que la virtud es suficiente, en sí misma, para la felicidad, Cicerón evoca sus propias desgracias, su exilio; y lo hace no sin cierta “literatura” (ya sabemos lo que le costó marcharse al exilio), pero probablemente es más sincero cuando dice que sólo temen a la muerte quienes no creen en el carácter divino del alma.
Aquí, al igual que en la primera demostración (en la que se condena la idea de que el placer es un auténtico bien), Cicerón ataca a los epicúreos. Probablemente no está pensando en su amigo Ático, con el que está en perfecta comunión de pensamiento, sino en los epicúreos que rodean a César: malentendido, el epicureísmo tiende a destruir los valores que son preciados para todo romano digno de tal nombre.
Ya lo había demostrado en el discurso contra Pisón. Lo que no impide, cuando quiere demostrar, aquí, que sólo el sabio es rico, utilizar un argumento típicamente epicúreo, la infinitud del deseo, que no puede satisfacerse: la verdadera riqueza, decía Epicuro, consistía en no necesitar nada. El ejemplo ofrecido es el de Craso, el triunviro; para que nadie se confunda, Cicerón cita una frase atribuida a aquél, “que uno no podía decirse rico si no era capaz de mantener varias legiones a su costa”.
Una paradoja sobre el sabio, único ciudadano digno de tal nombre, es todavía más significativa. No es una de las más conocidas de la secta; la había formulado Zenón, pero en un contexto que permitía trazar el retrato del “mal ciudadano”, es decir, P. Clodio, destructor de todo aquello que constituye la Ciudad, corruptor de los cónsules, denigrador del Senado. En la medida en que suprime la ciudad –la ciudad organizada y civilizada –un hombre como éste no tiene patria, está, literalmente, “exiliado”. Ahora bien, Clodio había sido el instrumento de César, que había facilitado su ascenso, y era César el que le había dado los medios para provocar todos aquellos estragos, al permitirle acceder al tribunado de la plebe.
La afirmación de que “sólo el sabio es libre” encuentra su demostración en el retrato de un “imperator” abandonado a sus pasiones, a su codicia, a su cólera, a su gusto por el placer. ¿Se trata de César? Probablemente no explícitamente, ni de una manera tal que se le pueda reconocer, pero la idea es sumamente sugerente, cuando se podía pensar en las enormes sumas sacadas de las Galias, en los monumentos empezados y que exigirían todavía millones de sestercios para poder ser terminados.
Más allá de César, otro argumento se relaciona con quienes se rodean de un lujo increíble y justifican su pasión diciendo: “Nosotros somos los primeros (“príncipes”) de la Ciudad”. ¿Una alusión a los compañeros del vencedor, enriquecidos gracias a los beneficios de la Guerra Civil? ¿O, más generalmente, a los aristócratas irresponsables, a esos “piscinarii” (amantes de los viveros) que se despreocupan de los asuntos públicos para no pensar más que en sus placeres? Una frase parece referirse a Lúculo y sus jardines. Cicerón hace decir a un “imperator” no designado: “He llevado a cabo grandes guerras, he estado a la cabeza de grandes mandos, de grandes provincias”, lo que no le impide sentir admiración ante un cuadro o una estatua.
Cicerón, se podrá decir, era amigo de Lúculo, hará de él el interlocutor principal de un diálogo. Pero, más allá de ese amigo, es toda la clase senatorial la que está en cuestión.
Los que se dicen “príncipes civitatis”, los primeros (los señores de la ciudad) se rebajan así a la categoría de esclavos. Ya no son lo que deberían ser en una república que había conservado sus antiguas virtudes.
Encontramos por tanto en esta obrita un análisis de las causas que provocaron la “Guerra Civil”: libertinaje del pueblo llano, excitado por demagogos, desbocamiento de las ambiciones de los “grandes”, que se revelan incapaces de cumplir su misión tradicional, avidez de los “imperatores”, que ya no se ven impulsados por el amor a la gloria y el sentido de sus deberes para con el Estado sino por la ambición personal y sobre todo por el deseo de enriquecerse desmesuradamente. Así, los tres poderes, tal y como los había analizado en el “De república”, y cuyo equilibrio debía garantizar la pervivencia de Roma, están ahora pervertidos, y esa perversión ha provocado la decadencia de la patria.
Otra proposición, aparentemente todavía más paradójica que las otras, es la afirmación de que todas las virtudes, al igual que todas las faltas, son iguales.
Cicerón, en el pasado, al dirigirse a Catón en el “Pro Murena”, había mostrado indignación con respecto a esta máxima, o más bien burla. ¿Es razonable afirmar que degollar a su padre o un pollo (sin necesidad) son crímenes comparables? Aquí se nos revela el sentido profundo de esta extraña máxima: que el valor de un acto, sea cual sea, no reside en su realización material, sino en la voluntad de la que emana. La realización, la consecuencia en los hechos no tienen en sí ningún valor, ni bueno ni malo. Y Cicerón ofrece el ejemplo clásico: los saguntinos asediados mataron a sus padres para evitar que se convirtieran en esclavos. Cometieron un parricidio “de facto”, pero con una intención recta.
Cicerón converge aquí con la pura doctrina estoica, que establece una distinción profunda entre la actitud del alma, del ser interior, y lo que, pese a emanar de nosotros, deja de estarnos sometido y depende sólo de las circunstancias. De ello se deduce que él mismo, en el momento en el que tenía que elegir entre César y Pompeyo, sólo podía hacerlo basándose en su juicio interior, y no calculando las consecuencias de dicha elección.
Al estar vencido (y eso no dependía de él, sino de la Fortuna), no era un “malvado”, en la misma medida en que tampoco eran despreciables los amigos de César que habían seguido a su jefe por razones que no fueran el afán de obtener ganancias y el deseo de destruir la República. Los partidarios de Pompeyo no debían clasificarse automáticamente entre los “boni”. Y eso Cicerón lo sabía hacía mucho. Por eso no tiene ningún reparo en frecuentar al mismo tiempo a Hircio y a Opio, ambos “cesarianos” desde el principio, y Varrón, quien en su fuero interno siguió siendo pompeyano.
Tampoco carece de intención el hecho de que el prefacio de esta obra se abra con el nombre de Catón, que es ese monumento, en África, el alma de la lucha contra César.
Es verdad, dice Cicerón, que la elocuencia de Catón es la de un perfecto estoico, opera a base de pequeños interrogantes y no tiene nada en común con el arte de hablar tal y como lo practican Cicerón y el propio Bruto, formados ambos por las enseñanzas de la Academia. Pero, ¿acaso no es posible sostener las mismas tesis, predicar la misma doctrina moral y política, utilizando otras palabras, otras frases, y hacerlas más directamente sensibles, si no, a todos los oyentes, al menos sí a los que tienen cierta cultura?
Dicho de otro modo, Cicerón desea que la moral que inspira a Catón pueda inspirar también a los hombres que tienen peso en el Estado, y de los que depende, en último término, la suerte de Roma.
Apenas había terminado Cicerón las “Paradojas de los estoicos” cuando llegó a Roma la noticia del suicidio de Catón. Éste, que había sido la conciencia de una República que tocaba a su fin, no había querido esperar el perdón de César.
Para mantenerse fiel a sus principios, a sus compromisos morales y doctrinales, se había dado muerte en circunstancias atroces, que despertarán, un siglo más tarde, la admiración de Séneca: un hombre, un sabio, solo frente al Destino, que se hiere con su espada y, tras ser vendado por sus sirvientes, se arranca los vendajes y desgarra la herida en cuanto lo dejan solo.
Su ejemplo era al mismo tiempo una lección y un reproche para todos aquellos que, como Cicerón, se habían negado a desesperar.
Catón, después de Farsalia, había salvado a Cicerón, le había ayudado a regresar a Italia y no había emitido ninguna condena contra él (a diferencia de otros pompeyanos, menos generosos y menos respetuosos del secreto de las almas).
Por esa razón, y también porque la actitud política de Catón era cercana a la suya, Cicerón no pudo decir que no, cuando Bruto le pidió que compusiera un elogio de su tío.
Pero eso tenía muchas dificultades: ¿se podía elogiar a Catón sin hacer alusión a sus opiniones, a sus intervenciones en el Senado (constantemente opuestas a las de César), a la elección que había hecho, al apoyo que había dado a Pompeyo?
Aunque se limitara a alabar su seriedad, si firmeza de alma, su apego a sus convicciones, se expondría igualmente al descontento, incluido al odio, de los cesarianos. Cicerón, no obstante, aceptó lo que era en cierto modo un desafío.
El elogio de Catón se ha perdido.
Cicerón narraba en él la infancia de Catón, que revelaba ya el fondo de su carácter, su firmeza, inflexible ante las amenazas, su sentido del honor, sumados a una seriedad que le proporcionaba, incluso a ojos de las “grandes personas”, una autoridad no acorde con su edad.
El librito de Cicerón había planteado un problema político –el mismo que habían planteado ya las “Paradojas” – a saber, la relación entre la valía moral de un hombre y sus actos. Cicerón había elogiado, en Catón, tanto la una como los otros. César decidió responder; lo hizo en el transcurso de un viaje hacia Hispania, donde iba a combatir los últimos coletazos de los pompeyanos.
César aplasta a Catón; le reprocha toda clase de faltas (por desgracia no poseemos este panfleto de César, que había titulado “Anticato”, el “Contra Catón”), pero cubre de elogios a Cicerón, al mismo tiempo que lo contradice.
El resultado de este diálogo entre los dos escritores más grandes de esta época fue que todo el mundo leyó ambas obras y Catón se hizo más famoso que nunca.
Así pues, es cierto que Cicerón, con el “Bruto”, las “Paradojas de los estoicos” y el “Catón” no renunciaba a la acción política, sino que lo prolongaba en el plano de las ideas, y seguía defendiendo el mismo ideal, aunque no pudiera hacerlo con discursos.
Unas veces en Roma, otras en su villa de Tusculum, que es para él el lugar por excelencia de la creación literaria y la meditación filosófica, frecuenta a Hircio y Dolabella (que ha vuelto de África, y que parece reconciliado con Tulia), les enseña el arte oratorio, los oye “declamar”, como si de jóvenes alumnos se tratara; a cambio, cena en su casa, donde la comida es excelente.
Estos ejercicios oratorios, que también practica el propio Cicerón, restablecen poco a poco su salud, una salud que las dificultades morales de los últimos años habían socavado enormemente. Seguro ya de que César no intentará nada contra él, se libera. Intercede en favor de algunos de sus amigos que temen volver a Roma.
En una carta a su amigo L. Papirio Peto, Cicerón expone el modo en el que actúa en la nueva Roma, donde todo depende de la voluntad de uno solo, donde ya no hay leyes ni, por tanto, libertad.
Se esfuerza por ganarse, a fuerza de deferencias, la amistad de los cesarianos, que, por su parte, le dan muestras de un gran respeto.
La situación es la de una corte real, donde la hipocresía es necesaria. El tiempo de la libertad de la palabra ya ha pasado; esa “parresía” que los griegos consideraban la marca misma de la ciudad libre, y que elogiaba por esas mismas fechas, un pequeños tratado de Filodemo.
Cicerón sabe que todo lo que dice, en el círculo de los amigos de César a los que frecuenta, es repetido al líder, cada día, por orden expresa de éste.
Falta saber si los informes que se le dan son exactos.
Pero a Cicerón le tranquiliza pensar que César goza de un discernimiento tan justo que sabrá distinguir por sí mismo entre lo que es auténtico y lo que no lo es.
Y queda, además, una última consideración: lo que importa es la disposición del ser interior, la voluntad recta, porque lo que depende de la Fortuna, lo que resulta, en realidad, de esa voluntad no depende de nosotros.
Cicerón se aplica a sí mismo la “paradoja estoica” sobre la igualdad de las faltas, y distingue entre la forma del acto y su contenido material. Ajusta su conducta a los preceptos del Pórtico, por los que siente una simpatía cada vez mayor, a medida que el mundo en el que vive le obliga a no contar más que consigo mismo y, en cierta manera, lo encierra en una soledad moral que es precisamente la del “sabio” estoico.
Empezamos a entrever las razones por las que, bajo el régimen monárquico del principado, del que aparece ahora el primer esbozo, fue tan grande la fortuna del estoicismo.
Platón y, más aún, Aristóteles hacen depender en gran parte la felicidad de la participación en una ciudad feliz.
Cicerón también lo había pensado, pero ese ideal se había ido derrumbando gradualmente, primero con el exilio y después con la “Guerra Civil”.
Ya no podía contar con el apoyo de la ciudad, el libre diálogo con los ciudadanos.
La pérdida de la libertad exterior debía ser compensada con la conquista de la otra, la de la conciencia, cuya autonomía (la autarkeia) era más necesaria que nunca.
En este sentido, Cicerón es para nosotros un testigo privilegiado de la evolución espiritual que Roma empieza a experimentar y que irá acelerándose durante los primeros siglos del Imperio.
Empujado de nuevo por las circunstancias a sus estudios de retórica, Cicerón va a componer, a lo largo del verano, un tratado que titulará el “Orator” y que presentará como una respuesta a una petición de Bruto.
En tono jovial, Cicerón escribe, por esas fechas, que a él le sucede lo que le había sucedido a Dionisio el Joven: expulsado del poder en Siracusa, se había hecho profesor y daba clases en Corinto.
Cicerón va a trazar el retrato del orador ideal, el “summus orator”, un ser que tal vez nunca haya existido ni exista jamás, pero que no es imposible concebir mentalmente.
Llama irremediablemente la atención, ya en este momento, el parecido entre este orador ideal y el sabio ideal de los estoicos: aquel que es un ser imaginario, inaccesible, pero cuya imagen es exaltadora por sí misma y constituye un modelo.
Del mismo modo que Fidias, cuando esculpía su Zeus o su Atenea, no reproducía los rasgos de un ser vivo, sino que daba cuenta de una “idea” que llevaba en su interior, Cicerón escucha, mentalmente, a ese orador perfecto, cuyos oídos “aguardan el reflejo”.
Vemos aquí a un Cicerón que platoniza.
Ya había dicho muchas veces que la filosofía debe ser una fuente viva para la elocuencia.
Parece repetir las palabras que había atribuido a los personajes del “De oratore”. Pero hay grandes diferencias: en primer lugar, aquí habla en su nombre, basándose en su propia experiencia, y lo hace en un momento en el que la elocuencia tradicional, la de los hombres de Estado, Antonio, Craso, los protagonistas del “De oratore”, está condenada al silencio.
Tiene que nacer otra forma de elocuencia que aúne el arte de pensar y el de hablar. El ejemplo que propone es el de Demóstenes. ¿Quién podría olvidar (y Bruto menos que nadie) que el gran orador ateniense había luchado hasta el final contra Filipo de Macedonia? Situarse bajo sus auspicios era una profesión de fe republicana.
Un orador ideal será aquel que tenga la fuerza de levantarse contra el tirano. Y Cicerón sugiere que Bruto es capaz de alcanzar ese modelo.
Hay una velada invitación a desempeñar en la Ciudad el papel de un Demóstenes, un espíritu libre, con habilidad para hablar, para enardecer a las multitudes, para convertirse, en tiempos de paz, en señor y guía del pueblo y todo el tratado consistirá en enumerar los medios para alcanzar esa posición.
El “orator” puede parecer una invitación a Bruto, cuyo nombre evoca por sí mismo la expulsión de los reyes.
Para empezar –subraya Cicerón –actúa de una manera digna de todos los elogios en la administración de la Galia Cisalpina. Pertenece a la estirpe de los grandes romanos.
Hombres como él pueden contribuir al reconocimiento de la “libera res publica, por fin liberada de los viejos demonios que provocaron su perdición: la elocuencia corrompida de los demagogos, un pensamiento político rudimentario e inexistente, la ausencia de cultura en los “príncipes”-
Queda la presencia del “tirano”, obstáculo, por el momento, para esa restauración.
Habrá un día, una hora, en la que inexorablemente César ya no estará. Por lejano que pueda antojarse, no es ocioso preparar el día siguiente.
Se suele fechar en el verano o en uno de los meses intercalares del 46 el librito titulado, tradicionalmente, “Sobre la mejor clase de oradores” (“De optimo genere oratorum”), que puede considerarse una ilustración, una aplicación práctica de los preceptos contenidos en el “Orator”.
Debía servir como prefacio (introducción) a la traducción, realizada por el propio Cicerón, de un discurso de Demóstenes, el famoso “Sobre la Corona”, y del “Contra Ctesifonte”, de Esquines, que constituía su respuesta. La traducción ha desaparecido; queda el prefacio, que es una introducción a lo que Cicerón considera un modelo de controversia política. El problema planteado era juzgar los méritos de un conciudadano con respecto a su patria.
Está claro que Cicerón juega con la analogía de las situaciones entre Demóstenes y él mismo.
Hasta nosotros han llegado dos obritas más de Cicerón que tratan la técnica oratoria, y que pertenecen al último período de su vida.
En primer lugar, las “Divisiones del arte oratorio” (Partitiones oratoriae”), que son una especie de manual o resumen dedicado a su hijo, Marco, cuando éste iba a marcharse a Atenas. Parece ser que este libro se elaboró en el año 46.
Este tipo de instrucción de un hijo por parte del padre es tradicional en la literatura latina desde Catón el Censor, que había redactado a tal efecto toda una enciclopedia. Al dedicar este manual a Marco, también aquí Cicerón está preparando el futuro y confía (como hará pronto, y para el mismo destinatario, con su tratado “Sobre los deberes”, “De officiis”) en que su hijo vivirá en una Ciudad libre.
El opúsculo sobre los “Tópicos” es posterior a la muerte de César; fue escrito en julio del 44, en el momento en que Cicerón estaba intentando, de nuevo, huir de Italia, abandonada en manos de Antonio, después de los idus de marzo.
Durante una escala en Velia, Cicerón recordó que en el pasado había prometido a su amigo Trebacio (el jurista compañero de César en la Galia) que le explicaría los “Tópicos” de Aristóteles. Y cumple dicha promesa escribiendo, de memoria, y a bordo del barco que le lleva hacia Sicilia y Grecia, esta adaptación de la doctrina de Aristóteles.
Aquí ya no se trata de política, sino de consejos prácticos destinados a un jurista para descubrir argumentos y ponerlos en orden. Los ejemplos pertenecen casi todos al mundo judicial, y es al Cicerón experto en leyes, abogado, al que descubrimos en esta última obra.
En el transcurso del verano, tras el regreso de César, y durante los dos meses intercalares añadidos al año, Cicerón tuvo ocasión de retomar públicamente la palabra para defender a dos personajes que habían combatido en el bando pompeyano.
El primero fue M. Claudio Marcelo, cónsul del 51, que había propuesto al Senado el retorno de César y el fin de su mando en la Galia. Esa había sido una de las causas de la “Guerra Civil”.
Cicerón pronunció este discurso en el Senado, “Pro Marcello”, que es en realidad un agradecimiento a César, una “sententia” pronunciada en la Curia y no un alegato en toda regla ante un tribunal.
Unos días más tarde (entre el 23 de septiembre y el 3 de octubre) iba a tener lugar el cuádruple triunfo del vencedor, acompañado de los “Juegos de la Victoria de César”, y todo el mundo adivinaba lo que iba a ser aquel magnífico espectáculo.
Cicerón no deja de exaltar la gloria de César, pero como filósofo señala que vencerse a sí mismo es una victoria aún más difícil de lograr, y más importante, que las que se obtienen por las armas. El hombre es capaz de semejante generosidad es más que un hombre, un dios.
Lo que Cicerón alaba en César, y lo que es al mismo tiempo un consejo y un programa de gobierno, es el haber salvado de la extinción a una familia tan antigua y tan noble como la de Claudio Marcelo. Esa salvaguarda de las familias a las que pertenecían los héroes que habían sido artífices de la grandeza de Roma también será una preocupación de Augusto.
Aunque César llenó el Senado de hombres nuevos para cubrir los vacíos creados por la “Guerra Civil”, también se esforzó por vincular a su obra al mayor número posible de supervivientes, todos los que consintieron en ponerse a su servicio.
Pero lo más admirable, en la conducta de César, prosigue Cicerón, es su clemencia.
Algunos alegan que César, en la Galia, no había dado muchas muestras de clemencia, y tienen razón, pero la clemencia hacia los ciudadanos es un deber tan imperioso como el rigor contra los enemigos.
La misma sorpresa sienten a menudo los modernos ante las escenas de la “Eneida”, que nos muestran a un Eneas sensible, compasivo, derramando lágrimas, durante toda la primera mitad del poema, y que se revela despiadado durante la batalla.
Y es que la guerra tiene sus leyes, rudas, inflexibles, crueles; es otro mundo, y se desarrolla bajo la mirada de otros dioses. Entre un romano y el enemigo (“hostis”, el hombre del exterior), cuando la guerra se declara solemnemente, ya no existe el ius, nada que les sea común. Pero entre los ciudadanos, es imposible abolir su vínculo fundamental, esa “pietas”, esa “fides” que fundamentan la comunidad de la ciudad y son su resultado. Sila había desatendido esa exigencia esencial de la conciencia romana, y había fracasado.
Los compañeros de Pompeyo, y el propio Pompeyo, no habían sido más sensibles a ella. César tuvo la lucidez de comprenderlo, y su clemencia no tenía por objeto tanto el ganarse los corazones como el hacerse un lugar en la tradición cívica que siempre había querido que la pena capital no fuera aplicada si no era con el acuerdo de los ciudadanos y, en la práctica, sustituía la muerte por el exilio. César se había encomendado a ese principio, ya desde el consulado de Cicerón, pidiendo que los cómplices de Catilina no fuera ejecutados.
Por naturaleza, escribe Cicerón en el 46, César no estaba desprovisto de crueldad, pero había entendido que los actos de violencia sin medida iban en contra del sentimiento profundo del pueblo, que consideraba que la última muralla contra la tiranía era el “ius provocationis”, el derecho a apelar al pueblo.
Pero la clemencia no era solamente una aspiración de los ciudadanos.
Los filósofos y rétores griegos la habían incluido hacía tiempo entre las virtudes de un “alma real”.
Marcelo, que supo por Cicerón que César lo autorizaba a volver, respondió con una carta de agradecimiento que hemos conservado: amistosa, pero sin excesiva alegría.
Aprecia, más que la autorización, la actitud que ha adoptado Cicerón en este asunto. Insiste en el papel esencial de la amistad para la vida humana: Marcelo puede aceptar encontrarse alejado de la vida política, pero no puede verse privado de amistad. Un sentimiento que no parece dictado por ninguna clase de consideración filosófica, epicúrea o estoica, sino más bien por la tradición romana, en la que la amistad desempeñaba un gran papel en las alianzas en el Senado y ante el pueblo.
La crisis de la “Guerra Civil” separó a amigos y aliados. Es hora de que renazca una verdadera solidaridad entre los “grandes”.
Marcelo, pese a todo, no volvería a ver Roma.
Durante la escala en el Pireo fue asesinado por uno de sus compañeros.
Marcelo fue inhumado, gracias a la acción de Servio Sulpicio, en la Academia, lugar “filosófico” por excelencia.
El segundo discurso pronunciado por Cicerón en este período fue un alegato, esta vez en toda regla, en el foro, ante un tribunal compuesto únicamente por César.
Esto sucedía probablemente en octubre, pocos días antes de la marcha del dictador a Hispania.
Q. Ligario estaba en el exilio, fuera de Roma, desde que César le había concedido el perdón. Su historia es un ejemplo de las extrañas situaciones provocadas por la “Guerra Civil”.
Q. Ligario se encontraba entre los enemigos de César durante la campaña que había terminado en Tapso; fue hecho prisionero, en Hadrumetum, y fue entonces cuando César le perdonó la vida, junto con otros prisioneros. Pero no recibió la autorización para volver a Roma.
Se le acusó de haber pactado con un bárbaro, el rey Juba, y haber traicionado así la causa romana.
La causa era difícil de defender. César estaba indignado con los hombres que habían reavivado la “Guerra Civil” en Hispania.
Según Plutarco, el dictador estaba firmemente decidido a mantener a Q. Ligario en el exilio, y si accedió a escuchar el alegato de Cicerón fue como una diversión que se permitía, el placer de volver a oír, después de tantos meses, la voz del gran orador. Pero el discurso dio rienda suelta a sus “períodos”, y la emoción invadió a los oyentes.
La evocación de Farsalia, en especial, conmovió a César hasta el punto de que todo su cuerpo se puso a temblar y dejó escapar un escrito que tenía en la mano (probablemente una tablilla). Contrariamente a su intención inicial, absolvió a Ligario. Este es el relato de Plutarco.
Cicerón asocia la causa de Ligario, arrastrado a la guerra contra su voluntad, con la suya propia. En ningún momento se menciona al rey Juba; allí estaba el punto débil de la defensa. Pero el abogado da a entender que ese episodio no había sido obra de Q. Ligario, que eran otros los responsables de esa traición, por ejemplo, Metelo Escipión, que ejercía el mando supremo y que, muy oportunamente, había muerto después de la derrota, tirándose al mar.
Tuberón se mostraba cruel al acusar a un ausente, forzado ya a vivir en el exilio. ¿Puede César hacerse cómplice de esta crueldad? Pero Cicerón no menciona la clemencia de César hasta la peroración, limitándose a decir que nunca los humanos están tan cerca de los dioses como cuando conceden la vida a otro.
Es en el “Pro Ligario” donde aparece una fórmula que retomará Lucano y que se hizo, bajo la forma que éste le dio, universalmente famosa.
Las dos causas, la de Pompeyo y la de César, dice Cicerón, eran sensiblemente análogas, había, en ambos lados, buenas razones, pero “ahora hay que considerar como la mejor aquella a la que han ayudado los mismísimos dioses”.
Es el esbozo de la “sententia “de Lucano: “La causa del vencedor fue apoyada por los dioses, la del vencido, por Catón”.
La insistencia de Cicerón en demostrar que César actuaba como un auténtico romano, y no como un déspota, acabó seguramente de convencer a César de que no podía hacer otra cosa que absolver a Q.Ligario.
Durante este interminable otoño del 46, Cicerón hace numerosas visitas a sus villas, y escribe un gran número de cartas, a todo tipo de personas, que no siempre podemos identificar.
Algunos son hombres designados por César, como Q. Cornificio, gobernador de Cilicia. A él le envía su pequeño tratado “Sobre la mejor clase de elocuencia”, pero lo que le interesa sobre todo es saber cuáles serán las consecuencias de los desórdenes provocados por Cecilio Baso, que ha intentado levantar contra César a las tropas de Siria.
Unas palabras deslizadas en esas cartas a Cornificio resultan reveladoras.
Cicerón confiesa que las cosas, en Roma, no van exactamente como él desearía, y como desearía el propio Cornificio si estuviera en la Ciudad; añade que César tampoco está satisfecho con la situación. Lo que Cicerón lamenta es que “no pasa nada”, que no se aborda ningún asunto serio (negotium); es decir, que las instituciones tradicionales, y muy especialmente el Senado, no funcionan.
Hay otras razones para lamentar el estado de las cosas: la conducta de los amigos de César. Plutarco da algunos ejemplos, que provocaban la crítica, incluso la cólera de los romanos; las locuras de Dolabela, la avidez de Amancio (del que no sabemos nada, salvo que César le escribió las tres célebres palabras: veni, vidi, vici, tras su victoria sobre Farnaces), la afición a la bebida de Antonio y las excéntricas construcciones del propio Cornificio.
A César no le gustaban esos vicios de sus amigos, pero, dice Plutarco, no tenía más remedio que soportarlos.
En una carta de Cicerón a su amigo Peto dice que todavía no se ha perdido la esperanza de asistir a una restauración de la Ciudad como comunidad política.
Hay que esperar, restablecer las redes de amistad sobre las que descansará la vida civil. Ese es el primero de todos los bienes. Pero a pesar de todo, no se encierra por completo en sus estudios. Trata de actuar. De ahí esa incesante correspondencia con los hombres que tienen algún poder.
Por ejemplo, las cartas a P. Servilio Isáurico, uno de los pocos representantes de la nobleza que siguieron a César, y que había sido recompensado por ello con un consulado, en el 48, con César como colega.
P. Servilio Isáurico gobernaba la provincia de Asia desde el 47. Sus cualidades como administrador y su honestidad hicieron de él un excelente gobernador, y permaneció en la provincia hasta la muerte de César.
Cicerón le escribe con confianza. Le designa como uno de los que deberían colaborar en la restauración de la “res publica”. Pero, de momento, espera de él que le informe sobre la situación de Asia, “ese miembro enfermo del Estado”.
No es por mera curiosidad por lo que el viejo orador trata de saber lo que pasa en el Imperio. Da la impresión de que no quiere perder el contacto con los asuntos que, en el pasado (y, espera, en el futuro) dependían –y dependerán –del Senado.
Varias cartas, fechadas en este período, tienen por objeto defender los intereses, ya no de particulares, sino de ciudades italianas: Volterra en Etruria, Atela en Campania.
En tiempos de la República Cicerón ya las había defendido. Sigue siendo su protector después de la “Guerra Civil”, y cumple con sus deberes hacia ellas.
En verano y otoño del 46 fueron para Cicerón el tiempo de una dolorosa prueba.
Dolabela que había regresado de África, había reanudado la vida en común con Tulia, pero el divorcio fue considerado inevitable, y parece ser que la joven, embarazada, volvió a vivir en casa de su padre.
El divorcio era ya efectivo cuando Dolabela se marchó a Hispania con César, que iba a combatir allí a las tropas de Cn. Pompeyo, hijo mayor del derrotado de Farsalia.
La guerra todavía iba a prolongarse casi un año.
Marco, el hijo de Cicerón, se aburre en Italia junto a su padre.
Piensa, al parecer, que ya es hora de marcharse a Hispania con César. Finalmente, el joven no se obstina. Al año siguiente ira a Grecia.
Esperará así, sin peligro, a que renazca esa “res publica” restaurada que tanto anhela su padre.]
16. BAJO EL REINADO DE CÉSAR
II. La muerte del tirano
Con la marcha de César hacia Hispania empieza un nuevo período en la vida de Cicerón y también en la vida pública.
Separado de Terencia, Cicerón parece feliz con su soledad, en realidad siempre relativa, pues tiene cerca a Tulia y numerosos amigos vienen a visitarlo a su casa del Palatino.
Pese a todo, resultaba inconcebible que un personaje de la importancia de Cicerón, incluso en la nueva república, no estuviera casado.
Finalmente se decidió por la joven Publilia, que era su pupila. Aquel matrimonio provocó cierto escándalo.
Terencia lo utilizó como argumento para repetir por todas partes que su marido había cedido a un arrebato amoroso, y que ésa era la verdadera razón que lo había llevado a separarse de ella.
Tirón, más tarde, disculpó a su maestro, diciendo que el matrimonio había sido un acuerdo financiero, que Cicerón, como tutor de Publilia, se ocupaba de la administración de sus bienes, que la joven, si se casaba (con otro), le pediría cuentas, que Cicerón debería entregarle una suma considerable de dinero de la que no disponía en ese momento (Dolabela estaba en Hispania ¡y todavía no había restituido la dote de Tulia!
Así pues, si creemos a Tirón, la mejor solución para Cicerón era casarse con Publilia.
En cuanto a las razones por las que Cicerón se había decidido a separarse de Terencia, él mismo escribe entonces, en términos bastante misteriosos, que ya no se sentía seguro en su casa.
Q. Fufio Caleno decía que el matrimonio de Publilia no tardó en disolverse porque Cicerón quiso unirse a Cerelia, una anciana, mucho mayor que él, con el fin naturalmente de quedarse con la herencia.
Cicerón pasó en la casa del Palatino, con Publilia y Tulia, el último mes antes del nacimiento del niño que ésta trajo al mundo hacia mediados del 45.
Probablemente escribe cada día algunas páginas del “Hortensio”, una exhortación a la filosofía inspirada por el “Protréptico” dirigido en su momento por Aristóteles a Temisón, que reinaba en Chipre.
Este diálogo debía ser el prefacio al “corpus filosófico” que Cicerón se proponía escribir.
La filosofía había ocupado un lugar destacado en su vida intelectual y espiritual desde su adolescencia, pero que había ido creciendo en importancia a lo largo de los últimos meses.
El filósofo que había en él sentía que la renovación esperada de la Ciudad exigiría encomendarse a los valores morales procedentes de Platón y sus continuadores, y de aquellos a los que considera como tales, los estoicos.
El “Hortensio” ha desaparecido, pero los esfuerzos de los filólogos han logrado ofrecer una idea cuando menos aproximada.
Este tratado contenía, al parecer, dos partes: en primer lugar, un diálogo, que se produjo supuestamente en el 62 (al menos esa es la hipótesis más probable) entre Cicerón, Lúculo, Hortensio y Lutacio Cátulo en la espléndida villa de Lúculo, en Tusculum.
Al inicio de la conversación, cada uno de los interlocutores elogiaba una actividad intelectual, uno la historia, otro la poesía, otro la elocuencia (alabada por Hortensio); después toma la palabra Cátulo y antepone la filosofía a todas las demás disciplinas, prefiriendo “un solo tratado sobre el deber a un largo discurso para defender a Cornelio”.
Una alusión al juicio del “tribuno faccioso”, en el 65, al que Cicerón había defendido de manera particularmente brillante, y precisamente frente a Hortensio y Cátulo.
Para Cátulo, eminente representante de la aristocracia, las lecciones de la filosofía serán más beneficiosas para la república de lo que podían serlo los más destacados discursos; tesis que responde, creemos, al propósito de Cicerón en este comienzo del 45.
Esta tesis, sostenida por Cátulo, es rebatida enérgicamente por Hortensio, que toma entonces la palabra en el diálogo.
Este orador, “viejo romano”, señala que la filosofía es una conquista reciente, que la sabiduría práctica existía antes que ella. Objeta también a los filósofos la oscuridad de sus afirmaciones y, refiriéndose a las opiniones y la práctica del propio Cicerón pregunta cómo puede la duda sistemática alcanzar decisiones firmes. Algo que, evidentemente, constituye un gran inconveniente para la vida en la Ciudad.
Cicerón interviene entonces para refutar las palabras de Hortensio. Demuestra que, cuando razona sobre la filosofía, y contra ella, Hortensio utiliza los métodos de aquellos precisamente a los que condena.
Hortensio se defiende ante ello y ataca más directamente aún a los filósofos: los estoicos, pese a sus grandes palabras sobre la felicidad del sabio, sufren igual que los demás; y después, critica a cada una de las escuelas.
Hortensio concluye que las especulaciones de los filósofos no tienen nada en común con la vida real.
Los hombres de acción son más útiles, y la filosofía “sirve más para hacer agradables nuestros ratos de ocio que para que cumplamos con utilidad nuestros deberes prácticos”.
Este era precisamente el problema con el que se topaba Cicerón cuando quería presentar la filosofía como base de la vida política.
Los romanos eran poco propensos a tomarse en serio los debates de los hombres de escuela. Unos prejuicios que seguían vivos más de un siglo después, cuando Agripina, al escoger a Séneca como “preceptor” de Nerón, le recomendó que no enseñara filosofía a su alumno.
Cicerón responde a Hortensio que la filosofía debe ser la coronación de una cultura lo más vasta posible, y esboza el programa de una educación para los jóvenes romanos. La gestión de los asuntos públicos, que es la actividad por excelencia de los ciudadanos, exige una infinidad de conocimientos, una experiencia intelectual, basada en la historia pero también en la poesía y la literatura, que abre al niño la inmensa perspectiva del pensamiento.
Después de este diálogo viene el “Protréptico propiamente dicho”, un largo discurso que invita a la mente a dirigir la mirada a la filosofía.
Cicerón, tras la estela de la “Ética a Nicómaco”(de Aristóteles), parte de un postulado, o más bien de la constatación de una evidencia: que todos los hombres buscan la felicidad.
Séneca no hará otra cosa en el tratado “Sobre la felicidad”.
Falta llegar a un acuerdo sobre las verdaderas condiciones de la felicidad. Hay falsos valores, deseos del alma, que son, en realidad, fuente de desgracias.
Nuestra voluntad, cuando no está iluminada por la filosofía sobre la naturaleza de los verdaderos bienes, se deja engañar. De ahí los males que perturban a la ciudad: la búsqueda de la riqueza a toda costa, la ambición desmesurada, la sed de poder, la persecución de la gloria, adquirida incluso por medios condenables.
Cicerón, aquí, aborda uno de los problemas fundamentales de esta época, la causa misma de la “Guerra Civil”.
Tanto Pompeyo como César aspiraban a una gloria que resplandeciera en el universo entero. Ya en el “De república”, Cicerón les había replicado que la gloria de un hombre no alcanzaba más allá de un pequeño rincón del mundo habitado.
En el “De república” ya había dicho que el nombre romano no había traspasado ni las elevaciones del Cáucaso ni las aguas del Ganges.
César no iba a tardar en tratar de desmentir esa afirmación, y probablemente en Roma ya se hablaba de sus proyectos.
La filosofía no podía sino desaconsejar tan desmesuradas tentativas. La misma filosofía muestra que la duración de nuestra vida es muy corta, comparada con la de las revoluciones celestes: toda gloria “objetiva” se apaga poco después de haber nacido.
La verdadera gloria es la que proporciona el sentimiento de haber actuado de acuerdo con la virtud. No depende de realizaciones externas.
Volvemos a encontrar aquí una de las ideas esbozadas en las “Paradojas de los estoicos”, que el ser interior, una voluntad recta, bastan para procurar, o más bien alcanzar, la felicidad.
Al mismo tiempo, la filosofía, por sí sola, aparece como el remedio a todos los males que sufre la Ciudad.
Nos sitúa cara a cara con el universo; probablemente (y reconocemos aquí el escepticismo de la Nueva Academia), no lograremos nunca un conocimiento total y perfecto de la verdad –eso sólo corresponde a Dios –pero la búsqueda de la verdad es, en sí misma, fuente de felicidad. Aproxima nuestra alma a lo divino y, en la medida en que podemos juzgar nuestro destino tras la muerte, prepara nuestra supervivencia.
Tal era la meditación en la que se deleitaba Cicerón durante esos días de enero del año 45.
El bebé de Tulia nació a mediados de enero. Poco después, Cicerón, Tulia y Publilia se marcharon a Tusculum. Allí, hacia mediados de febrero, Tulia murió. Su salud, sin embargo, no había dado motivos de preocupación.
Aquella muerte repentina, inesperada, conmocionó profundamente a Cicerón. Dos meses más tarde escribirá a Sulpicio Rufo que este último golpe de la suerte le ha arrebatado aquello que lo hacía feliz.
Antes, cuando estaba obligado a alejarse de los asuntos públicos, encontraba en su casa el alivio a sus pesares: la conversación con Tulia era para él un refugio.
Se difundieron entonces diversas calumnias sobre las relaciones de Cicerón y su hija, que se calificaban de incestuosas. Nada permite pensar que hubiera en ellas algo de verdad, no más que las insinuaciones de Caleno sobre sus relaciones con Cerilia.
Desde siempre la calumnia ha sido un arma de las luchas políticas.
Cicerón se retira a una propiedad comprada recientemente en Astura, al borde del mar.
Incluso en la soledad de Astura, recibe una visita que lo importuna, la de Marcio Filipo, padrastro del joven Octavio, que no obstante, tiene el mérito de ser breve. Cicerón y Filipo no tienen la menor afinidad de pensamiento; todo se limita a un charloteo mundano.
Con Ático, en cambio, Cicerón puede dar rienda suelta a sus pensamientos más íntimos.
Es a Ático al que habla por primera vez de la “Consolación” que está escribiendo para él mismo, y del plan que ha ideado de consagrar a la muerta erigiéndole un santuario (fanum).
La muerte de Tulia había alejado a Cicerón de las obras filosóficas que tenía intención de escribir para proporcionar a la nueva “res publica” unas bases espirituales sólidas.
Trabaja activamente, día y noche, en la elaboración de un conjunto de obras sobre la filosofía.
Es en sus villas donde escribe por primera vez lo que denominamos las “Primeras Académicas” ( Academicorum priorum libri duo), un diálogo que tiene como interlocutores a Hortensio, Lutacio Cátulo, Licinio Lúculo (el vencedor de Mitrídates) y el propio Cicerón.
La elección de estos personajes se explica por el deseo de demostrar que los más famosos “optimates”, los que lograron las más grandes victorias (sobre los cimbros, sobre Mitrídates), no despreciaban la filosofía y que, es más, estaban muy al corriente de las doctrinas elaboradas por los griegos.
Algo que no era ni totalmente inexacto ni tan cierto como afirma Cicerón.
Es verdad que Lúculo había escuchado las lecciones de Filón de Larisa, y que se había llevado consigo, durante sus campañas de Asia, a Antíoco de Ascalón. Por tanto estaba bien instruido en las doctrinas de la Academia, tanto la “Nueva” como la “Antigua”. Pero allí terminaba probablemente su cultura filosófica. Pero Cicerón, por otra parte, insiste en el talento propio de Lúculo, su extraordinaria memoria, su sabiduría como administrador; y es que toda Asia seguía viviendo sobre la base de las instituciones que él le había proporcionado (las que estableció Pompeyo detrás de él quedan omitidas , seguramente a propósito).
Todo ello demuestra que no hay ninguna contradicción, sino al contrario, entre el conocimiento de la filosofía y la acción militar y política.
De estas “Primeras Académicas” sólo poseemos el segundo libro “Lúculo”. El problema abordado es el del conocimiento: ¿podemos alcanzar la verdad?
Mientras Lúculo defiende la posición de Antíoco, que afirma la posibilidad de ese conocimiento (acercándose así a los estoicos), Cicerón se mantiene fiel a la doctrina de Filón; sí, existe una verdad, pero nunca estamos seguros de alcanzarla, lo único que podemos hacer es alcanzar una “opinión probable” y regular nuestra acción en consecuencia.
Después de escribir estos dos libros, Cicerón informa de ello a Ático (el 13 de mayo), que, unos días más tarde, le transmite un deseo de Varrón: éste había prometido a Cicerón que le dedicaría su tratado “Sobre la lengua latina”, ¿no podría, a cambio, ser destinatario de una dedicatoria de un libro de Cicerón? Cicerón contesta expresando su incomodo, pues la obra en la que está trabajando, el “De finibus”, está prometida a Bruto; sólo ve una posibilidad: reescribir sus “Académicas” introduciendo en ellas al personaje de Varrón.
Son las “Académicas Posteriores”, que ahora comprenderán cuatro libros. Sólo poseemos el primero, y además incompleto.
El problema abordado es el mismo que en la primera versión.
Varrón defendía la doctrina de Antíoco (de quien, efectivamente, era alumno). Cicerón, probablemente, la de Filón, es decir, un escepticismo relativo. Pero el método seguido no tenía solamente por objeto exponer las doctrinas y rechazarlas después; colocaba frente a frente las opiniones de los filósofos y las oponía o apoyaba mutuamente.
Lo importante para Cicerón es la independencia del pensamiento; rechaza la fidelidad absoluta a una ortodoxia.
Dado que la verdad absoluta está fuera de nuestro alcance, en el plano teórico, cada tesis conserva un mayor o menor grado de probabilidad.
Al mismo tiempo que escribía y reescribía las “Académicas”, Cicerón estaba trabajando en una obra que constituiría su continuación y, en cierto modo, su ilustración, el tratado (que ha llegado íntegro hasta nosotros) “Sobre los fines de los bienes y los males” (De finibus bonorum et malorum).
Si es cierto, como recordaba el inicio del Hortensio, que el fin del hombre es el descubrimiento de la felicidad, conviene preguntar a los filósofos del pasado la definición de ésta; pero cada uno de ellos había cogido un “fin” diferente (los griegos decían “telos”, el objetivo, el término extremo), por lo que los obstáculos eran enormes.
¿Había que considerar como bien supremo el placer, o la ausencia de sufrimiento, o la conformidad en la naturaleza? Y en ese caso, ¿qué naturaleza?, o la de nuestro cuerpo o la de nuestro espíritu, o las dos?
Algunos situaban también ese “bien” en el conocimiento y el placer de la contemplación; otros en la virtud.
El estudio de los diferentes fines se agrupan en torno a las tres escuelas que dominan el terreno filosófico a mediados de este siglo I a. de C.: los epicúreos, los estoicos y los académicos.
Un libro está dedicado a la exposición del epicureísmo; otro a su refutación, y lo mismo con el estoicismo (el tercero y el cuarto); el quinto trata de la doctrina de la Academia; ésta no se refuta, este libro es el último.
Los dos primeros libros ponen en escena, en la villa de Cumas, en el año 50, aparte de al propio Cicerón, a dos jóvenes, L. Manlio Torcuato y C. Valerio Triario, ambos muy queridos por Cicerón y que habían muerto durante la “Guerra Civil”.
El segundo diálogo (libros III y IV) se desarrolla en Tusculum, en el año 52, entre Catón y Cicerón.
El tercero, compuesto solamente por el libro V, nos hace retroceder mucho en el tiempo, hasta el año 79, durante el viaje de Cicerón a Grecia. Estamos en Atenas, en el bosque de Academo, el lugar sagrado por excelencia de la Academia.
Cicerón tiene entonces veintisiete años; en aquel lugar consagrado a Platón, éste está en el origen mismo de su pensamiento. Está rodeado de los amigos que efectivamente lo habían acompañado en aquel viaje, M. Pupio Pisón, Ático, Quinto y Lucio, el primo prematuramente desaparecido.
El orden en el que se colocan las tres exposiciones no es indiferente: va de las ideas que son más ajenas a Cicerón a las que le son más apreciadas.
Nunca ha sentido simpatía por el epicureísmo, que le parece perjudicial para la Ciudad. Comparte una vieja aversión de los romanos por una doctrina que sitúa el Bien Supremo en el placer. Era así ya desde los tiempos de la guerra de Pirro, en el siglo III a. de C., y después los epicúreos que habían llegado a Roma, aproximadamente un siglo más tarde, habían sido expulsados. Lo que no impedía a la doctrina ganarse, más o menos en secreto, numerosos adeptos.
El epicureísmo desaconsejaba, también, la acción política, y eso era motivo de escándalo. En la nueva “res publica” no podría haber espacio para Epicuro.
Cicerón lo acusa de no conceder un papel suficiente a la razón, de reducirlo todo al testimonio de los sentidos, de subestimar la verdadera naturaleza del hombre.
La “virtud”, es decir, la excelencia del ser humano, no reside en el placer, sino en la moral, que descansa a su vez en cuatro actitudes del alma: prudencia (o sabiduría, prudentia), valor, justicia y dominio de sí mismo (temperantia). Estas son las cuatro “virtudes”, tradicionales desde Platón y aceptadas por todas las escuelas.
Cuando las practica, el hombre se sitúa en el grado más alto de perfección que puede alcanzar y, al hacerlo, no busca el placer, sino un fin en sí mismo, como lo demuestran ejemplos históricos famosos, el de Regulo, por ejemplo, que aceptó los peores suplicios para mantenerse fiel a la palabra dada.
Epicuro antepone el placer a la moral, pero eso significa subordinar la conducta humana a la Fortuna, ya que las condiciones del placer derivan de factores que no dependen de nosotros. Pero en realidad es necesario que el fin perseguido sea independiente de lo que es exterior a nosotros; debe respetar la autonomía (autarkeia) de nuestro ser. La sumisión al placer implica, por el contrario, cierto grado de pasividad. Y eso es algo que ningún romano digno de tal nombre puede admitir.
La experiencia misma que podemos tener demuestra que todos los que han perseguido un ideal, tanto artistas como poetas u hombres de Estado, no lo han hecho por el placer, sino porque sentían en su interior la necesidad de alcanzar un absoluto, de belleza o de gloria, que superaba con creces todos los goces posibles. Así termina el primer diálogo, con la derrota del epicureísmo.
Viene entonces, en el segundo, un debate sobre el estoicismo. Se produce entre Cicerón y Catón, en la villa de Lúculo, en Tusculum, donde reside entonces Lúculo el Joven. La presencia del joven M. Licinio Lúculo, hijo del “gran Lúculo”, sobrino (y pupilo) de Catón, no es casual. Lúculo el Joven ronda aún los doce años; de modo que no ha tomado la toga viril. Pertenece a esa generación que, así lo espera Cicerón, será testigo del restablecimiento de la “res publica”. Conviene, por tanto, proporcionarles una cultura, sobre todo filosófica, que los preparará para su papel en el Estado.
Cicerón y Catón están perfectamente de acuerdo en este aspecto. Y entre ellos existe otro punto de acuerdo: tanto uno como otro piensan que el único bien verdadero reside en la “virtud”. ¿Por qué –pregunta Catón – no adopta Cicerón el estoicismo, que tiene la virtud como principio fundamental? Porque –contesta Cicerón –el estoicismo no hace otra cosa que retomar, con otras palabras, las enseñanzas de la Academia y de Aristóteles. Catón protesta, y, para demostrar que no es así, expone la doctrina del Pórtico.
Cicerón le responde en la segunda parte del diálogo (el libro IV) y, aunque afirma su acuerdo en torno a varios puntos, discute el método de los estoicos, que equivale a mutilar al ser humano al reducirlo a la pura razón. No niega que el acto virtuoso sea, como dice Catón, comparable al gesto del bailarín, que se realiza en y por su propia armonía, pero afirma también que no todo lo que no es esa interioridad forma parte de las cosas indiferentes. Existe una moral de lo “conveniente”, que se hace realidad en los objetos. Y reconocemos de nuevo la doctrina de Aristóteles, que establece una jerarquía entre los distintos componentes de la naturaleza y tiene en cuenta, en el lugar que les corresponde, tanto el alma como el cuerpo.
El estoicismo entraña un grave peligro, el de su propio rigor.
Es verdad que los filósofos del Pórtico aconsejan participar en la vida de la ciudad, pero precisamente ellos no lo han hecho nunca: se encerraron en un mundo de palabras árido y arduo, hasta que Panecio, a mediados del siglo II a. de C., suavizó la doctrina, tiñéndola de platonismo.
La exposición, puesta en boca de Pupio Pisón, el mayor del grupo, de la doctrina aristotélica descansa sobre el principio formulado en realidad por Teofrasto, de “oikeiosis” (en latín conciliatio sui), la tendencia de cada ser a alcanzar la plena expresión de su naturaleza.
Una vez definida la naturaleza del hombre como ser de razón y de sociedad, es fácil deducir la que será su moral, es decir, las condiciones necesarias y suficientes para que se haga realidad su “excelencia”, su plenitud.
Así, la belleza, la felicidad en la ciudad, el conocimiento, todo ello concurre para permitirle alcanzar ese objetivo, ese “finis” a la que aspira.
La soledad del sabio estoico es precisamente lo opuesto a ese ideal. “Hemos nacido para actuar”, dice Pisón, y la acción implica un objeto sobre el que actuar.
La vida filosófica no puede, por tanto, reducirse a la pura interioridad. Debe irradiarse hacia el exterior.
Entre las formas que adopta la moral (lo honestum), la más elevada es la que implica la unión de los hombres entre sí: la familia, la amistad, la ciudad.
No debe sorprender que la descripción de este “honestum social” comprenda los grandes valores de la conciencia romana, los que fundamentaban, desde tiempos inmemoriales, la vida familiar y política.
Todo ello está incluido en la virtud de la justicia, que se convierte en virtud fundamental; por el contrario, la tradición griega situaba generalmente en primer lugar la virtud de la sabiduría, de la “phronesis” –prudentia –de naturaleza intelectual y “teorética”.
“La justicia sólo puede ser respetada por un hombre valiente y sabio (nisi a forti viro, nisi a sapiente). ¿Será feliz un hombre así, que puede verse afligido por mil males? Sí, puede sufrir, sentir pena, pero no puede conocer la desesperación ni ese mal profundo del alma que es el sentimiento de una miseria absoluta.
Estas palabras, puestas en boca de Pisón, se hacen eco de lo que decía y sentía Cicerón tras la muerte de su hija, pues lo cierto es que estos diálogos filosóficos no son para él meros juegos mentales, tomados de los modelos griegos, sino una reflexión personal, que incluye el saber, seguramente, pero también la experiencia y la sensibilidad.
Por otro lado, el 29 de mayo había iniciado ya las “Tusculanas”, una recopilación de cinco conferencias (o scholae) sobre diversos temas, pronunciadas en la villa de Tusculum ante un círculo de amigos.
Pero la preparación de todas estas obras no colma la actividad auténticamente sobrehumana de Cicerón durante este período.
Aunque los trabajos filosóficos están dominados por segundas intenciones políticas, tiene pensado escribir libros que se ocuparán más directamente de la vida de la Ciudad.
La situación política se ha clarificado. La batalla de Munda ha dado la victoria en Hispania (a César). El ejército pompeyano ya no existe. Cneo ha muerto. Sexto ha huido.
César era, por tanto, señor absoluto. Se sabía que estaba planeando una expedición a Oriente para vengar la derrota de Craso y reparar el deshonor de Roma, o más bien en realidad para extender el imperium al conjunto de la tierra habitada, de acuerdo con el viejo sueño real. Cicerón se inquieta; Alejandro murió en una aventura parecida.
César, antes de su partida, debería reorganizar el Estado, restablecer la “res publica, si no, se arriesga a dejar a Roma sumida en la anarquía, o en manos de personajes inquietantes.
Cicerón le quiere mandar una carta a César dándole consejos, pero sus jefes en Roma Opio y Balbo se lo desaconsejan.
Cicerón entiende que César ya no se considera un hombre ordinario, que, en su corazón, se ha convertido en “rey”.
No en vano, el Senado ha concedido al vencedor de Munda honores extraordinarios, de los que nos informa Dión Casio, y que hacían de César un rey; los Padres no sólo le otorgaban el derecho a acumular todas las magistraturas, sino que colocaron en el templo de Quirino una estatua que lo representaba. Y durante los “Juegos”, se incluiría un carro con su imagen en el desfile, entre los dioses.
En su carta a Ático, Cicerón escribe: “¿No ves que el ilustre alumno de Aristóteles, con su inmenso talento, su extrema moderación, en cuanto fue llamado rey, se volvió orgulloso y cruel y sobrepasó toda mesura”? Y añade que César está sufriendo la misma transformación que Alejandro: el carro en el desfile del circo, la estatua en el templo de Quirino le hicieron perder la cabeza. Cuando Cicerón se enteró, ocho días antes, de que César no iba a tardar en convivir con Rómulo divinizado, la noticia le sugirió una expresión feroz: era mejor, dijo, que César viviera en la casa de Quirino que en la de Salus (la diosa protectora de la salvación, la supervivencia). ¿Acaso Rómulo no había sido asesinado por los Padres, en el Campo de Marte, antes de convertirse en el dios Quirino?
Todo ello podía ser fácilmente interpretado como un presagio.
Las “Conferencias de Tusculum” (“Tusculanae Disputationes”) abarcan cinco temas tradicionales en las escuelas de los filósofos.
La primera habla de la muerte. ¿Es la muerte un mal? Si los muertos, tal y como sostienen los epicúreos, no tienen ya ninguna sensibilidad, no es un mal, puede incluso ser un bien.
Pero si el alma es inmortal, es de naturaleza divina, y en consecuencia va a reunirse con los dioses cuando se separa del cuerpo. Allí, sólo puede ser feliz. Sin que se pueda afirmar nada con certeza, son muchos los indicios en favor de su inmortalidad.
Aprovechando la ocasión, Cicerón elogia a los “grandes hombres” que no quieren desaparecer sin antes haber establecido leyes, instituciones, una “res publica”, imitando a los buenos padres de familia que plantan árboles para sus hijos y sus nietos. Una evidente invitación a César a poner así el colofón a sus gloria y merecer su divinización.
César iría entonces a reunirse con Escipión en el empíreo (cielo).
La segunda conferencia trata sobre el dolor. ¿Es este el más grande de los males? No hay duda de que es temible, pero la voluntad puede triunfar sobre él, y el deseo de gloria es un motivo suficiente para hacerlo. Y si se vuelve demasiado fuerte, nos queda el recurso de la muerte; este es un argumento tomado de los estoicos.
La tercera Tusculana está dedicada al dolor del alma (aegritudo).Cicerón ya había abordado este problema con ocasión de la muerte de Tulia. El dolor del alma se nutre de juicios falsos y, para demostrarlo, Cicerón toma como elemento de comparación el sentimiento de la gloria: si bien es verdad que existe una verdadera gloria, la que merecen las grandes acciones acordes con lo “honestum”, también existe otra, que busca a toda costa las magistraturas, los mandos militares y la aprobación del pueblo. Estas consideraciones, que figuran en el preámbulo a la conferencia, se fijan, evidentemente, en César. ¿No estará su alma enferma?
La cuarta conferencia generaliza la cuestión que abordaba la tercera. Ya no se trata del dolor moral sino de la pasión, y en este punto Cicerón sigue los análisis de los estoicos, en concreto de Crisipo. Admite que las pasiones provienen de un juicio erróneo relacionado con un objeto. Contra tales juicios sabrá prevenirnos la filosofía.
La quinta Tusculana plantea la pregunta de si la virtud es suficiente, o no, para ser feliz.
Es el grado más alto que alcanza el aspirante a la sabiduría. Para resolver este problema, hay que remontarse hasta Platón, que sostiene que la felicidad sólo puede existir allí donde la naturaleza del ser se lleva hasta la perfección. Pues bien, la “verdad” del hombre es la virtud; sin ella no hay felicidad posible. El hombre “injusto” no puede ser feliz. Y para demostrarlo, Cicerón recurre a argumentos históricos. Desarrolla sobre todo uno, el del tirano. Se detiene especialmente en la historia de Dionisio, tirano de Siracusa. Instruido por Filisto, que había escrito la historia de Dionisio, ya lo había tomado como ejemplo en dos ocasiones en el “De república”.
Dionisio es el tirano por excelencia, el que logró con sus intrigas hacerse con el poder, pero cuya actividad e inteligencia sólo tuvieron resultados negativos. Bajo su dominación, Siracusa, una de las ciudades más bellas del mundo, dejó de ser una “res publica”. Y esa es, precisamente, la situación de Roma desde la victoria de César, y más que nunca después de Munda.
El retrato que traza Cicerón de Dionisio el Viejo en la quinta Tusculana se parece al de César.
Lo que leemos en la quinta Tusculana se verá ampliada en los tratados “Sobre la adivinación” y “Sobre la naturaleza de los dioses”.
Cicerón, que no puede escribir lo que quiere, que ve erigirse contra él la tiranía, pide a la historia y a Platón razones para la esperanza. Más que nunca se desliza en él la idea de que el alma del tirano es incurable y que la única forma de socorrerlo es darle muerte.
Así, durante el mes de agosto del 45, Cicerón ya no se limita a exponer las doctrinas de los filósofos, las experimenta personalmente y, al mismo tiempo se esfuerza por proporcionar a la filosofía un lenguaje elocuente, que la rescate del mundo de quienes sólo quieren conocerla en griego y convenza a los demás. Así, la vida pública podrá reconstruirse sobre bases racionales.
Lo que no pudo hacerse en Siracusa tal vez se haga en Roma, si lo consiente el amo y señor del momento. Si no lo hace, conocerá la suerte de todo tirano. Ya otros, además de Cicerón, lo han pensado así.
No hay duda de que ya en el mes de agosto, Cicerón había concebido la posibilidad de una conjuración contra César.
La deseaba, y pensaba que Bruto era el hombre más capacitado para llevarla a cabo. Esto es lo que se deduce de una carta a Ático, escrita desde Tusculum, el 17 de agosto.
Ático recibió una carta de Bruto desde la Galia Cisalpina. Bruto se alegra de que César “se pase al bando de la gente honesta” (boni viri), es decir, de los partidarios de una república. Cicerón no se cree nada. “Los honestos están todos en los Infiernos”.
Aparece ya la que será una de las consignas invocadas contra César unos meses después, un llamamiento a Bruto, predestinado por el pasado de su familia a liberar a Roma de la tiranía.
Mientras Cicerón idea estos proyectos, que todavía tienen mucho de ensoñación, y se inquieta por la conducta de su sobrino, Quinto, que vuelve de Hispania con César.
Y, después de hablar reiteradamente mal de su tío, se cree en la obligación de dirigirle una carta que se revela torpe y no hace sino ofender todavía más a Cicerón.
César se va acercando a Roma, haciendo numerosas escalas.
Está prevista una sesión del Senado para el 1 de septiembre. César seguro que está presente. A Cicerón le ruegan que asista. Él preferiría no tener que hacerlo; le hacen ver que César le agradecería su presencia. Él no se cree nada; cree más bien que se trata de constituir una corte en torno al que no duda en llamar “rey”.
Sin embargo, si todavía queda una oportunidad de defender la idea de una república, no la dejará escapar.
Por esa misma época, Cicerón escribe un elogio de Porcia, hermana de Catón y esposa de Domicio Enobarbo, el vencido de Corfinio, que murió en Farsalia.
Porcia es tía de Bruto. Su elogio, en la fecha en que lo escribe Cicerón, sólo puede reafirmar a aquél en los sentimientos que deben inspirarle las tradiciones de la familia.
Cicerón hace que se envíen también su opúsculo al hijo de Domicio Enobarbo. Todo ello alimenta la animosidad contra el tirano.
Cicerón, al mismo tiempo que redacta el “De finibus” y las “Tusculanas”, traduce el diálogo de Platón, el “Timeo”. También es posible que la traducción del “Protágoras” (perdida en su totalidad) date de estos años tardíos.
Encontraba, en las palabras que Platón pone en boca de Protágoras, fórmulas que él hacía suyas, como ésta: “Para que una ciudad pueda serlo, no puede haber en ella nadie que ignore lo que es la virtud”, o las de Sócrates al afirmar la necesidad de la inteligencia (entiéndase la inteligencia racional) para la práctica de la virtud, o la idea, admitida por los dos de interlocutores de que la vida feliz no puede existir sin ese conocimiento de la verdad.
Hasta nosotros han llegado largos pasajes del “Timeo” traducido por Cicerón, una traducción que nos permite apreciar su gran conocimiento del griego y del pensamiento de Platón.
Al parecer Cicerón no tradujo la totalidad del diálogo, solamente las páginas que le parecían importantes, y además suprimía algunas preguntas y respuestas que no eran imprescindibles para captar el pensamiento. Va a lo esencial.
Un breve prefacio nos hace saber que, durante su paso por Mitilene, mientras se dirigía a Cilicia, se había encontrado con Nigidio Fígulo, el “neopitagórico”, y había conversado con él sobre cuestiones de “física”, un tema que hasta entonces no había llamado la atención. Por “física” hemos de entender las especulaciones sobre el universo y las causas que lo produjeron. Se trata, pues, más de metafísica que de física propiamente dicha.
El primer pasaje que traduce Cicerón habla de la oposición entre lo eterno y lo movedizo, entre lo que pertenece al devenir y lo que es inmóvil, entre lo mortal y lo inmortal.
Cicerón había utilizado este esquema de pensamiento en varias ocasiones; lo aplica, por ejemplo, en el “Sueño de Escipión”, pero también en las consideraciones sobre la inmortalidad del alma que leemos en las Tusculanas.
El “Timeo”, al mismo tiempo, establece un estrecho vínculo entre lo eterno y la belleza: ésta pertenece a la esencia misma de la creación.
Una doctrina que seducía y entusiasmaba a Cicerón, para el que el acuerdo de las mentes requería el de las almas, que sólo podría hacerse plenamente realidad en la Belleza.
El “Timeo” de Platón exponía la génesis de todo lo que existe.
La traducción de Cicerón retoma lo esencial y asume, en concreto, lo que decía Platón sobre el nacimiento de los dioses, de los “daimones” (término que Cicerón adapta, traduciéndolo por “Lares”, palabra etrusca en su origen que probablemente significaba “los señores”).
Ciertamente, Cicerón no cree que las enseñanzas del “Timeo” sean otra cosa que un mito (algo que sugiere el propio Platón), pero resulta significativo que presentara su traducción como la continuación de una entrevista con Nigidio Fígulo (al que César mantiene en el exilio, donde murió, probablemente en el 46 o el 45).
Y es que la doctrina del “Timeo” está cargada de recuerdos pitagóricos, y el pitagorismo pertenece al pensamiento itálico, aunque el rey Numa no fuera discípulo de Pitágoras.
La tradición sabía también que Pitágoras había huido de Samos, su patria, debido a la opresión que Polícrates, el tirano, hacía pesar sobre él. Los pitagóricos habían intentado, no sin éxito, hacer que las ciudades de la “Magna Grecia” fueran gobernadas por filósofos; éstos aparecen por tanto, en este sentido, como precursores de Platón.
El conjunto del “corpus filosófico” que Cicerón había emprendido hablaba esencialmente de la moral y dejaba a un lado, en gran medida, la “física”, la historia del mundo y el estudio de su estructura.
Cicerón se daba cuenta que allí había una laguna. Tal vez por eso tradujo el “Timeo”, evocando la figura de Nigidio, que dice que le había reprochado que no hubiera prestado suficiente atención a los problemas de física.
Al terreno de la física pertenecía también el estudio de las divinidades (que constituyen una parte de la naturaleza, de lo que existe, “physis”), objeto de estudio de los tres libros “Sobre la naturaleza de los dioses” (De natura deorum), cuya redacción comenzó, probablemente, hacia finales del mes de agosto, y que terminó con toda certeza antes de la muerte de César.
Durante las “Ferias Latinas” (probablemente al principio del año), tres importantes personajes debatían sobre la naturaleza de las divinidades: C. Veleyo, epicúreo, Q. Lucilio Balbo, estoico, y C. Aurelio Cota, adepto a la Academia.
Una vez más se enfrentaban las tres doctrinas principales.
El enfoque y la estructura son análogos a los del “De finibus”.
En el primer libro se expone la doctrina epicúrea, que niega la intervención de las divinidades en los asuntos humanos y las reduce a una especie de figurantes, ociosos, felices, sí, pero inertes. Entonces interviene Cota y refuta lo que se acaba de decir.
El segundo libro está dedicado al estoicismo, cuya teología es expuesta por Q. Lucilio Balbo: los estoicos creen en la existencia de los dioses, están convencidos de que éstos gobiernan el mundo y se ocupan de los asuntos humanos. La existencia misma, en los humanos, de un espíritu inteligente obliga a admitir que esa alma pensante no puede proceder de la materia inerte, sino que tiene un origen divino.
La propia existencia de todo lo que es no puede explicarse sin la intervención de una inteligencia que rige el nacimiento de las plantas, los animales, tempera las estaciones, hace posible la vida.
Y el cielo, donde los astros se mueven con tanta armonía, demuestra que existe una razón creadora.
La conclusión del debate corresponde a C. Aurelio Cota, que empieza criticando los argumentos de los estoicos y demostrando, por ejemplo, que los favores que nos llegan de los dioses se encuentran compensados con creces por las desgracias que éstos permiten.
Se pueden ver los cuadros votivos consagrados en los templos por los marinos que se han salvado; los que han perecido no han dejado ningún testimonio. Y sin embargo son más numerosos.
Cota, que es pontífice (del mismo modo que Cicerón era augur), habla así no para destruir la religión sino porque, dice, “sigue las opiniones de los ancestros, prefiere las de los grandes pontífices Ti. Coruncanio, P. Escipión, P. Escévola a las de Zenón, Cleantes o Crisipo”.
La existencia y la fortuna de Roma demuestran que los dioses presidieron su fundación y siempre le han sido favorables.
Para creer en la verdad de la religión tradicional no hace falta la razón. Así, “el probabilismo” de la Academia (y Cicerón) salía airoso, en relación con un tema tan difícil y tan lleno de obstáculos. Pero de ello se derivaba una consecuencia importante: los dioses pueden darnos la fortuna (es decir, el éxito en nuestras empresas), pero sólo a nosotros debemos pedirnos la sabiduría.
Erigimos santuarios a “Mens” (la inteligencia), a la virtud, a la Buena Fe (Fides), pero sabemos muy bien que estas virtudes residen en nosotros mismos.
El conjunto de la obra está dedicado, una vez más, a Bruto.
En el tratado sobre la naturaleza de los dioses no faltan las alusiones a la felicidad de los hombres injustos, parecidas a las que hemos visto en las Tusculanas: felicidad del tirano, en concreto de Dionisio el Viejo, que, a pesar de sus muchos sacrilegios, murió tranquilamente en su cama, y “ese poder que había obtenido de manera criminal la transmitió a su hijo como si hubiera sido una herencia legal y legítima”.
Pues bien, los sacrilegios cometidos por César eran numerosos y evidentes: en Marsella, donde había hecho abatir un bosque sagrado; en Roma, donde había confiscado los tesoros más sagrados, los exvotos y las ofrendas en los templos, sin hablar de ese otro sacrilegio que consistía en violar las leyes y combatir contra los ciudadanos.
Por lo demás, vemos esbozarse ante nuestros ojos lo que podría ser la nueva Roma: dócil ante las enseñanzas de los filósofos, en la medida en que basan en la razón las virtudes tradicionales, demuestran la vanidad de los “falsos bienes”, cuya búsqueda lleva a la ruina a las almas y al Estado, pero, al menos en un aspecto, fiel a lo que constituyó la fuerza de la ciudad –tal y como atestiguaba ya Polibio –el respeto y la piedad hacia los dioses.
Lo que hemos podido entrever en relación con la actitud religiosa de Cicerón hace pensar que siente un respeto y una fe verdaderos hacia las divinidades; éstas no son solamente símbolos que representan los estados de ánimo, sino fuentes vivas de inspiración.
Recordemos a la Minerva consagrada del Capitolio, en el momento en el que tiene que marcharse al exilio; pone a la Ciudad bajo la protección de la diosa.
Problemas análogos son los planteados por la obra que siguió al tratado sobre la naturaleza de los dioses: los dos libros “Sobre la adivinación” (De divinatione), que fueron escritos poco antes de la muerte de César.
Cicerón imagina una conversación reciente con su hermano, en la villa de Tusculum.
La cuestión planteada es qué crédito se debe dar a la adivinación.
Una cuestión importante no sólo por sí misma, sino por sus implicaciones políticas.
Cicerón acusaba a Clodio y a los “populares”, y al propio César, de haber hecho disminuir el papel de la adivinación (César, durante su consulado, haciendo caso omiso de las indicaciones de Bíbulo y logrando que se aprobaran leyes a pesar de las “obnuntiatio” de su colega, que declaraba que los presagios eran desfavorables).
La observación de los presagios era, a ojos de Cicerón, un elemento esencial de la vida pública, un factor de moderación.
Él mismo había creído constatar varias veces que algunos presagios que le afectaban, se habían verificado.
Siguiendo el método de la Academia Antigua, este tratado se compone de dos exposiciones en forma de díptico.
Quinto expone en primer lugar, en el libro I, el punto de vista de los estoicos: la adivinación existe, prueba de ello es el acuerdo de todos los pueblos a este respecto.
La adivinación puede ser de dos tipos, o bien una técnica que resulta de una dilatada observación, o bien una inspiración, una visión directa del alma, momentáneamente liberada de sus vínculos carnales, por ejemplo en el sueño.
Quinto apela a los recuerdos de su propio hermano, a los prodigios que, en el Monte Albano y el Capitolio, habían hecho prever la Conjuración de Catilina, como demuestran los versos del poema “Sobre su consulado”. ¿Ornamentos poéticos? Pero, en todo caso, ¡los prodigios habían sido reales!
Y Quinto acumula los ejemplos recientes que demuestran que el hecho de despreciar los presagios favorables provocó la ruina y la derrota en numerosas circunstancias: así por ejemplo, Craso abandonando Roma bajo la maldición del tribuno Ateyo Capitón y muerto frente a Carras.
Aunque Cicerón no acepta la teoría estoica de la adivinación, el discurso de Quinto no carece de importancia para demostrar que el escepticismo de los “modernos” en este punto ha provocado, en realidad, muchos daños.
Cicerón es mucho menos categórico que su hermano.
Enumera todos los argumentos que suelen invocar los escépticos en contra de la adivinación.
El azar puede explicar muchas cosas. Y la interpretación de los sueños puede amoldarse a cualquier predicción.
Los dioses no intervienen en los presagios.
Hay que desconfiar, por encima de todo, de la superstición, que se cuela en toda nuestra vida.
Eso no significa que haya que renunciar a la adivinación “política”. Las instituciones de los antiguos deben conservarse, pues se basan en una sabiduría instintiva que no sería razonable rechazar.
El preámbulo del segundo libro, escrito o añadido tras la muerte de César, contiene una especie de adiós a la filosofía, y resume la obra ya terminada.
Otros tratados iban a sumarse a los ya enumerados, además de el tratado “Sobre el destino” (De Fato) y el diálogo “Sobre la vejez” (De senectute).
El tratado “Sobre el destino” no será redactado hasta después de la muerte de César. Pero el libro “Sobre la vejez” lo fue antes de los “idus de marzo”. Lleva como subtítulo “Cato Maior” (Catón el Viejo) y consiste en un largo discurso puesto en boca del viejo censor, en presencia de Escipión Emiliano y su amigo Lelio, que entonces (en el 150 a. de C.) son jóvenes. Catón, por su parte, tiene ochenta y cuatro años, y sobrelleva su avanzada edad con serenidad de espíritu.
El destinatario de la dedicatoria es Ático, que era tres años mayor que Cicerón.
Las intenciones de “Cato Maior” son múltiples, pero, al parecer, bastante claras: en primer lugar, escribir una obra al estilo de las de Jenofonte, cuya pureza y sencillez responden a la impresión de serenidad que quiere dar Cicerón al hacer hablar a su personaje como lo hace.
Esta serenidad sólo se debe a la sabiduría de Catón, que pone en práctica la filosofía expuesta en las obras anteriores, más técnicas, el “Hortensio” y las demás.
Ha descubierto que la felicidad reside en una actitud del alma y no en aquello que depende de la Fortuna, como la salud o la enfermedad, la riqueza o la pobreza y, naturalmente, la edad que uno tiene.
Una de las actividades a las que puede dedicarse el viejo es a la política, quizás no para ejercer magistraturas o mandos militares, pero sí como “consejero”. Y aquí es donde Cicerón nos da a conocer el fondo de su pensamiento: lamenta que César no cuente con sus consejos.
El “Cato Maior” es la respuesta elocuente y, aparentemente, serena del viejo orador, que no ha perdido la esperanza de seguir participando en la vida política.
Tampoco es indiferente el hecho de que se vea así reavivado el recuerdo del más ilustre de los dos Catones, tras el elogio de Porcia y el del otro, el mártir de la causa republicana.
Con el “Cato Maior”, y antes del “De fato”, se interrumpió, durante unos meses, la redacción del gran “corpus filosófico” emprendido por Cicerón en los momentos de ocio que le dejaba la tiranía de César.
Independientemente de cuáles fueran los sentimientos profundos de Cicerón hacia César, sus relaciones seguían siendo, si no estrechas, sí, al menos, aceptables.
Más tarde dirá de César: “me soportaba, no sé por qué, de una manera sorprendente”.
Su gloria de orador, su cultura, no habían dejado de ser apreciadas por César, que pronto tuvo ocasión de oírlo, en el último alegato que pronunció.
Fue el caso del monarca Deyótaro, rey de Galacia, que en su momento había acogido en su corte a los dos jóvenes Quinto y Marco.
Deyótaro, durante la “Guerra Civil”, había tomado partido por Pompeyo, para más tarde hacer proposiciones a César, después de Farsalia. Le había proporcionado las tropas que participaron en la batalla de Zela y contribuyeron a la victoria de César. Pese a todo, éste desmembró su reino, dejándole un territorio sumamente reducido.
Un tiempo después, el nieto de Deyótaro, llamado Cástor, acudía a Roma a solicitar a César que no se restituyeran sus antiguos territorios a Deyótaro, como éste pedía, y, comoquiera que el rey había enviado una embajada para reiterar su petición, Cástor le acusó de haber querido asesinar a César después de la victoria de Zela.
Deyótaro encargó la defensa a Cicerón.
El juicio se desarrolló ante César, en su casa.
El discurso que pronunció Cicerón en esta ocasión, el “Pro rege Deiotaro”, se ha conservado.
Cicerón consideraba esta causa “ligera y vacía”. La defendió con su acostumbrada habilidad, esforzándose por demostrar que la acusación era inverosímil, que el rey siempre había sido un amigo fiel, que la situación durante la “Guerra Civil” lo había engañado durante un tiempo (como el propio Cicerón), pero que se había retractado de manera honorable, y que la muerte de César no le habría reportado nada. ¿Podía haber actuado bajo el imperio de la cólera o el resentimiento? Eso no habría sido propio de un “alma real”, que posee las virtudes del valor, la justicia, la seriedad, la sabiduría, la magnanimidad, la generosidad, la benevolencia… Además Deyótaro es sobrio, cualidad que no es habitual encontrar en los reyes. Y todo el mundo sabía de la templanza y sobriedad de César.
Alguien con quien Deyótaro mantenía correspondencia le había escrito, según dicen, que en Roma César era considerado un tirano. Cicerón se indigna y recuerda que la victoria de sus armas no se había visto seguida de masacres, lo que constituye un ejemplo único en la historia de la Ciudad.
No sabemos si el rey fue absuelto, pero es posible que, así fuera.
Unos meses más tarde iba a recuperar los territorios perdidos, gracias a Antonio, que fue retribuido generosamente.
Da la impresión de que César no se hacía muchas ilusiones sobre los sentimientos de Cicerón hacia él, pero cada vez tenía más confianza en su propio poder y creía que ya no lo necesitaba.
Cicerón no tardó en marcharse a Tusculum.
Pero es convocado a Roma para el 11 de enero, por Lépido, recientemente nombrado jefe de la caballería, y que tiene encomendado erigir, en el emplazamiento de la vieja “Curia Hostilia”, destruida, un templo de “Felicitas” (la Felicidad de César en sus guerras).
Como augur, Cicerón ha de participar en las operaciones religiosas que deben “desacralizar”el suelo en el que se erigía la Curia, que es un “templum”, un espacio consagrado religiosamente.
Pero llega a la Ciudad el último día de diciembre, y escribe a su amigo de Patras, M. Curio, que ha sido testigo de una escena escandalosa, que le produce deseos de huir al otro lado del mundo.
Los “comicios tributos” estaban reunidos en el Campo de Marte para la elección de cuestores; de pronto se anunció que el cónsul, Q. Fabio Máximo, que debía presidirlos, había muerto de forma repentina. Inmediatamente César hizo declarar cónsul a uno de sus amigos, C. Caninio Rébilo, que sólo ocupó el cargo hasta el día siguiente.
Pero lo que escandalizó a Cicerón fue que se hubiera requerido a la “asamblea tributa”, inaugurada como tal por César, para que desempeñara un papel que correspondía normalmente a los “comicios centuriados”, la elección de un magistrado provisto de “imperium”, porque no eran los mismos auspicios los que se necesitaban para una y otra asamblea. Se estaba cometiendo una ilegalidad, si no un sacrilegio, una falta contra la religión.
Cicerón confiesa que tal vez a Curio todo esto le parezca risible. Pero es que no está presente para verlo. Se infringe la legalidad, todo depende del capricho del jefe, incluso las cosas más pequeñas. Una vez despreciadas las reglas todo puede suceder.
Cicerón asiste al Senado el mes de enero del 44; es uno de los que aprueban honores excepcionales para César, incluso uno de los primeros, si creemos a Plutarco, el cual, no obstante, añade que los honores propuestos por Cicerón no eran exagerados, que los otros senadores, en cambio, fueron desmedidos en sus adulaciones.
Plutarco y Dión Casio, que coinciden en este punto, sugieren que los enemigos de César confiaban en lograr que resultara odioso obligándolo a aceptar medidas que ellos sabían impopulares, sobre todo teniendo en cuenta que el pueblo, en su gran mayoría deseaba el retorno a un régimen de libertad.
La serie de los honores comenzó cuando César hizo restablecer las estatuas de Pompeyo, que habían sido derruidas.
Cicerón lo felicitó y declaró que, con ese gesto, había erigido la suya.
Probablemente fue también uno de los que votaron a favor de la construcción de un templo a la “Clemencia”.
Pero resulta dudoso que aprobara otras medidas, como el derecho de César a llevar todo el tiempo el traje triunfal (salvo durante los “Juegos”), el de ofrecer a Júpiter Feretrio, en el Capitolio, los despojos opimos, como si hubiera matado con sus manos a un jefe enemigo, y otros privilegios inauditos. Uno de ellos debió de indignar especialmente a Cicerón, el título que se otorgó a César de “Padre de la patria”, cuando precisamente él lo había recibido, mucho tiempo atrás, por haber evitado la tiranía de Catilina.
Asimismo, Cicerón no podía aprobar la política demagógica de César: los repartos de trigo, los banquetes ofrecidos al pueblo, la fundación de las nuevas colonias para sus veteranos, en Corinto y Cartago.
El avance hacia la monarquía era cada vez más rápido: una monarquía que llevaba las marcas tradicionales de la tiranía.
Para empezar, la atribución de una guardia personal armada, formada por caballeros y senadores, para proteger a César. Todo el mundo sabía que el primer gesto de un tirano, en una ciudad griega, era precisamente colocar guardias a su alrededor “satélites”.
César, consciente del peligro, rechazó ese honor.
Pero como se apoyaba en el pueblo y quería convertirse en amigo de todos, sus políticas recordaban que la tiranía nacía cuando la plebe, hastiada de la anarquía, decidía darse un jefe.
Entre tanto empezaban los preparativos de la gran expedición contra los partos, que se venía planeando desde hacía varios meses y a propósito de la cual Cicerón había intentado, en vano, ofrecer consejos útiles a César. Destinada en primer lugar, al parecer, a vengar a Craso, del mismo modo que César, al tomar Alejandría, había vengado la muerte de Pompeyo, esta expedición se emprendía ahora con un propósito mucho más amplio: una vez sometidos los partos, César se proponía seguir realizando el recorrido del Ponto Euxino (el Mar Negro), a través de Hircania (los países situados al sur y al este del mar Caspio) y cruzando el Cáucaso, invadir Escitia (Rusia meridional) y Germania, y de ese modo haber conquistado, pensaba la tierra entera, hasta el Océano.
Pero para la realización de aquel proyecto había una condición religiosa previa. Una predicción de los “Libros Sibilinos” declaraba que sólo un rey podía vencer a los partos.
Cuando César volvió de Alba, después de celebrar las “Fiestas Latinas”, se alzaron voces para saludarlo con el nombre de “rey”. En medio del silencio que se produjo después, César exclamó que se llamaba “César” y no “Rex”.
Algún tiempo después, estando sentado en los “Rostra” (o en el podio del templo de Venus), una delegación de senadores vino a informarle de que acababan de concedérsele nuevos honores. César no se levantó para recibirlos, lo que constituía una ofensa, y una señal de orgullo.
Los senadores, furiosos, se retiraron de inmediato.
César se dio cuenta entonces de su error; intentó explicarlo diciendo que una indisposición le impedía levantarse, pero, dado que volvió a casa andando, nadie lo creyó. En realidad parece ser que la responsabilidad de aquella falta correspondía a Cornelio Balbo, que susurró a César que recordara quién era y se hiciera tratar como señor.
A continuación, el 15 de febrero, se produjo el incidente de las “Lupercales”, en el transcurso de las cuales Antonio, que pertenecía al colegio de los “Lupercos”, ofreció una diadema a César, que presidía la ceremonia sentado en un trono de oro. César se negó a coger la cinta, rodeada de laurel, que era el símbolo de la realeza en Oriente.
Antonio se la presentó por segunda vez. César volvió a rechazarla y, levantándose, ordenó que la diadema fuera llevada al Capitolio. Y así se hizo, pero sucedió algo que no había pedido: sus estatuas, al día siguiente, ¡aparecieron con la frente ornada con la dichosa cinta! Entonces dos tribunos de la plebe arrancaron las diademas y, tras descubrir quiénes habían saludado a César con el nombre de “rey”, los hicieron encarcelar, entre los aplausos del pueblo.
Aquello no agradó a César, que destituyó a los tribunos tratándolos de estúpidos.
Ya no había duda de que César quería ser rey.
Ya tenía todos los poderes que le correspondían, pero quería el título, que implícitamente habría reconocido en él un carácter divino.
Aquello proporcionó armas a algunos hombres, jóvenes, que pese a todo sólo tenían motivos de agradecimiento a César, que le debían el perdón, cuando habían combatido contra él, y su situación en el Estado, ya que gracias a él ocupaban importantes magistraturas.
Bruto, por ejemplo era pretor urbano. Pero la aversión, visceral, al nombre de “rey” pudo más que todas las vacilaciones y reparos.
Así pues, la mañana de los “idus de marzo”, los conjurados se reunieron en la Curia de Pompeyo, una dependencia del teatro que éste había construido en el Campo de Marte.
Allí debía celebrarse la sesión del Senado convocada esa mañana. Uno de los conjurados, Trebonio, retuvo a Antonio en la puerta mientras César entraba, era rodeado por los asesinos y moría a golpe de puñal. Al morir pronunció la célebre frase dirigida a Bruto: ¡“Tú también, hijo mío! Pero Bruto, tal vez para ocultar su emoción, exclamó inmediatamente el nombre de Cicerón. Él se encontraba allí. Unas palabras de una carta a Ático nos lo garantizan. No en vano, a finales de abril declara: “Si no podemos hacerlo (debatir libremente sobre la atribución de las provincias), ¿qué nos habrá aportado este cambio de jefe, si no la alegría que sentí al ver con mis propios ojos el final del tirano? Él presenció el espectáculo que describe en el segundo libro del “De divinatione”, el cuerpo de César yaciendo en el suelo, sin que se acercara a él ni un solo amigo ni esclavo. Espectador, no hay duda de que no participó en la ejecución, pero, ¿acaso no era cómplice moral?
Hemos sentido crecer en él el odio contra aquel que había “confiscado” la “res publica” y se había negado a devolver antes de implicarse en una empresa aparentemente descabellada, tan contraria a la política seguida hasta entonces, antes de las aventuras de Pompeyo y Craso.
Más adelante, Bruto escribirá a Cicerón que César se había visto alentado a actuar como lo había hecho, a desear y establecer de hecho la realeza, por la debilidad de todos, y en especial la de Cicerón.
Y nuestras fuentes antiguas nos aseguran que los conjurados habían pensado buscar su alianza (la de Cicerón), pero habían renunciado a ello porque no estaban seguros de su determinación.
Eso no significa que, a sus ojos, Cicerón no fuera el personaje más representativo, el símbolo del régimen que añoraban.]
[18. DESPUÉS DE LAS IDUS
En cuanto empezó a circular el rumor de que César acababa de ser asesinado, una ola de auténtico pánico se apoderó de la Ciudad; la gente corría de un lado para otro gritando que había que echar los cerrojos y encerrarse en casa.
Se temía, evidentemente, una reacción violenta de los soldados, que eran numerosos en la propia Roma y los alrededores.
Los conjurados habían acudido al foro y trataban de calmar a la multitud. Para ello, invocaban el nombre de Cicerón, encomendándose a él. Su nombre era sinónimo de paz y legalidad. Pero Cicerón no apareció, y los conjurados, temiendo que los amigos de César intentaran atacarlos, se retiraron al Capitolio, donde se encerraron. Allí se reunió con ellos Cicerón, junto con otros consulares.
Los dos cónsules eran el propio César y Antonio. Una vez desaparecido César, el poder legal recaía sobre Antonio.
Inmediatamente después de la muerte de César, Antonio estaba ilocalizable. Parece ser que se disfrazó y estuvo oculto durante dos días.
En aquella asamblea en el Capitolio, se propuso a Cicerón que intercediera ante él y lo convenciera a llegar a un acuerdo con los asesinos. Cicerón se negó.
Al final, Antonio reapareció al día siguiente.
Durante la noche, Lépido había ocupado el foro con sus soldados y los conjurados se encontraban asediados.
Así pues, Antonio, tranquilo por fin, convocó al Senado para el día 17, en el templo de “Tellus”.
César todavía no había recibido las honras fúnebres, y la celebración de su funeral era uno de los puntos delicados de la situación. Nadie olvidaba el de Clodio ni los disturbios que lo habían acompañado.
Un rito tradicional dictaba que se ofreciera un sacrificio a Tellus (o Ceres) para purificar una casa en la que se había producido una muerte.
Cicerón estaba presente, y pronunció un largo discurso en el que propugnaba la unión, la concordia y la paz.
Su opinión se impuso. Para tranquilizar a los soldados, se decidió que los actos de César serían validados; eso implicaba que los repartos de tierra previstos se harían efectivos.
Esa noche, Casio, principal instigador de la conjuración, cenó en casa de Antonio, y Bruto en casa de Lépido. La concordia parecía haber regresado.
Al día siguiente, el Senado se reunió de nuevo y tomó decisiones importantes.
Agradeció a Antonio que hubiera impedido que estallara una nueva guerra civil y felicitó, oficialmente, a los asesinos, y a continuación distribuyó las provincias.
Bruto tendría Creta, Casio África, Trebonio Asia, L. Tilio Cimbro Bitinia y Décimo Bruto la Galia Cisalpina.
Después se planteó la cuestión del funeral de César.
Antonio pidió que su testamento fuera leído públicamente y que el cuerpo recibiera honores, también públicos.
Dio como excusa que, si no se hacía así, se arriesgaban a un levantamiento popular.
Casio, más consciente del peligro que Bruto, se opuso a esas propuestas. Pero Bruto aconsejó que se aceptaran, y su opinión prevaleció.
Antonio aprovechó la ocasión para dar la vuelta a la situación en su beneficio y despertó en el pueblo la añoranza de César y, enseguida, la cólera contra quienes lo habían matado.
Recordó las proezas de César, su generosidad, su clemencia.
Tanto es así que la multitud se hizo con el cadáver y lo quemó en una hoguera improvisada en medio del foro, no muy lejos del templo de Vesta. Después, comoquiera que Helvio Cinna, el poeta, se encontraba allí, fue atrapado y descuartizado (por error, al ser confundido con el pretor Cornelio Cinna, uno de los asesinos). Los senadores aterrorizados, dejaron las manos libres a Antonio.
En medio de los disturbios, la casa de Cicerón se había visto amenazada, así como su persona.
Y dado que Antonio, en lugar de limitarse, como había prometido, a hacer validar los actos de César solamente hasta la fecha de los idus de marzo, estaba elaborando otras decisiones y decretos, atribuidos al difunto y visiblemente falseados, Cicerón, considerando que la República no estaba restablecida, estimó prudente alejarse.
El joven Octavio, sobrino nieto de César, ha vuelto a Roma.
Se habla de una carestía del trigo.
Por el momento, Cicerón no cree que Antonio esté preparando un asalto; se le da mejor, cree, encargar una comida que idear planes contra la República.
Cicerón está viajando de una de sus villas a otras y parece que está tratando de visitar el mayor número posible de ciudades y municipios con el fin de conocer los sentimientos de sus habitantes.
Todos parecen felices con la muerte del tirano, y acogen con alegría la “libertad”. Cicerón, por su parte, sabe bien que ésta no ha vuelto.
Cicerón mantiene encuentros con Hircio, el cónsul que debe tomar posesión de su cargo el 1 de enero siguiente, ve también a Filipo, acompañado de su hijastro Octavio, al que todo el mundo saluda con el nombre de “César” (porque saben, gracias al testamento del dictador, que ha sido adoptado por él, a título póstumo), pero al que su padrastro sigue llamando Octavio; y Cicerón hace lo propio. La correspondencia nos informa sobre los demás encuentros, por ejemplo con Balbo y Pansa, el otro cónsul designado.
Pero estas entrevistas, a través de las cuales Cicerón se esfuerza por influir, incluso lejos de Roma, en el curso de los acontecimientos y preparar el futuro una vez llegue a su fin el consulado de Antonio, no ocupan todo su tiempo.
Él mismo escribe a Ático que encuentra consuelo en su actividad literaria.
Termina o retoca el segundo libro “De divinatione” y redacta el tratado “Sobre el destino” (De Fato), una parte del cual, tal vez la mitad, ha llegado hasta nosotros.
El problema del destino lo planteaba la existencia de la adivinación: si es posible prever un acontecimiento que todavía no ha sucedido, éste tiene que estar ya, potencialmente, inscrito en el orden de las cosas, tiene que existir. Lo que equivale a negar la libertad humana e incluso la eficacia de todas nuestras acciones. Es el argumento llamado “perezoso”: si un enfermo debe morir, es inútil llamar al médico; y si debe curarse, lo mismo.
Un peligroso sofisma, sobre todo a ojos de un romano, para quien la acción es el primero de los deberes.
Los epicúreos, que no creían en la adivinación pero sin embargo pensaban que el universo estaba regido por leyes imperiosas, la mecánica de los átomos, habían creído salvaguardar la libertad ideando la doctrina del “clinamen”, la posibilidad de que un átomo se desvíe, aunque sea poco, de la trayectoria que le imponía la serie de choques y encuentros anteriormente sufridos.
Esa posibilidad de desviación explicaba no sólo el propio nacimiento de las cosas (sin el cual los átomos, inexorablemente, habrían seguido la vertical en su caída y su evolución paralela habría permanecido estéril), sino también la espontaneidad de nuestros sentimientos y gestos, ya que los átomos de los que se compone nuestra alma poseen, también, esa libertad.
Cicerón rechaza esa solución; le parece contraria a la lógica, ya que el “clinamen” es, por definición, una desviación desprovista de causa. Es un acto que sale de la nada y, en consecuencia, es impensable.
Queda la tesis estoica, que es mucho más compleja, pues debe conciliar la existencia de un determinismo universal, la libertad y la adivinación.
Para los estoicos, todas las partes del universo son solidarias y repercuten unas en otras. Es la doctrina de la “simpatía”; si conseguimos discernir alguna de esas conexiones, podremos predecir un acontecimiento a partir de otro. Es lo que sucede en el caso de la astrología: la posición de un astro en un momento dado entraña consecuencias de las que ella es la causa. Asimismo, existía en la naturaleza una gran cantidad de hechos evidentemente dependientes unos de otros o que, cuando menos, eran signos. A lo que Cicerón responde que a nadie se le ocurre negar la existencia de causas naturales, pero que eso no implica en absoluto la existencia de un Destino que rija inexorablemente el universo.
La solución en la que él se detiene es la de Carnéades: existe, sin duda, un determinismo general de la Naturaleza, pero las leyes que lo rigen no implican que las acciones particulares estén determinadas. Así, un objeto abandonado a su suerte caerá verticalmente; eso no lo puede cambiar nadie, pero la mente humana, ante una situación dada, conserva la posibilidad de elegir entre diversas soluciones. Esta solución será elegida, bien es verdad, en función de la naturaleza propia de dicha mente, pero no será inevitable (al contrario de lo que aseguraban los estoicos, siguiendo a Crisipo). “No es en virtud de causas eternas –escribe Cicerón –por lo que es verdad una proposición como ésta: “Carnéades baja a la Academia”. La libertad de Carnéades sigue siendo completa; en ningún momento deja su acto de ser totalmente contingente, incluso en la medida en que traduce un impulso de su naturaleza profunda.
No es difícil discernir la importancia de este análisis para el propio Cicerón en aquel mes de abril posterior al asesinato de César: ¿era inevitable que Roma cayera bajo el yugo de un tirano? Es verdad que esa realidad había tenido causas generales, que Cicerón había analizado, y que dependían de la dinámica de los imperios, tal y como se exponía en “De república”, pero al mismo tiempo pensaba que la acción de esas causas no era inevitable, que los hombres de Estado tenían el poder de resistirse a ellas.
La aparente fatalidad se reducía a varias series de causas menores, por ejemplo un determinado decreto, la presencia o ausencia de un determinado senador en la Curia, la voluntad de otro, y todas las maniobras de la vida política, como las que Cicerón está tratando de llevar a cabo en su retiro en Campania.
Cicerón precisa que, en el transcurso de sus entrevistas en Pozzuoli, Hircio y él se preguntaban por las medidas que podían traer de nuevo la paz y la concordia entre los ciudadanos.
Las consideraciones sobre el destino tienen por objeto ahondar en el análisis y demostrar a Hircio que los riesgos de una nueva guerra civil son, cómo no, reales, pero que todavía se puede evitar con una política prudente. Hircio es uno de los “cesarianos” más fieles. Es al dictador al que debe el consulado del año siguiente. Así que es muy importante atraerlo a las filas de los “boni”, los republicanos; sería una victoria para los partidarios de la paz.
Cicerón, a principios de mayo, teme que Antonio esté preparando un asalto, con el apoyo de los veteranos de César, a los que hace prestar juramento para apoyar la validación de los actos de éste. Dolabela no ha entendido que, una vez desaparecido el rey, tenía un heredero. Ya entonces Cicerón ve claramente que habrá que luchar contra Antonio, y eso no le hace precisamente feliz.
Antonio, que estaba de regreso de Campania, hizo su entrada en la Ciudad a la cabeza de un verdadero ejército, hasta tal punto que los senadores que tenían la intención de asistir a la sesión del 1 de junio se dispersaron.
Cicerón se había quedado en Tusculum.
Antonio reunió los “comicios tributos” e hizo aprobar leyes adaptadas a su gusto, sin respetar las normas obligadas.
Modificó el reparto de las provincias y encargó a Bruto y Casio que efectuaran requisas de trigo, el primero en Asia y el segundo en Sicilia, algo que estaba muy lejos de las decisiones tomadas en el mes de marzo.
Entre tanto, Cicerón sigue adelante con una gran actividad literaria.
En cuanto hubo completado el “De divinatione” y redactado el “De fato”, emprendió , a petición de Ático, una obra sobre la amistad (De amicitia), un diálogo que traslada al lector hasta el año 129 a. de C., poco antes de la muerte de Escipión Emiliano.
Este diálogo, designado a menudo con el título de “Laelius”, que es uno de sus personajes principales, evoca la época dorada de la República romana, cuando los asuntos estaban en manos de pequeños grupos de hombres, vinculados entre sí por lazos de amistad.
Cicerón conoció a uno de ellos, Escévola el Augur, que fue su primer guía, y es un relato hecho por éste el que se reproduce aquí. Un relato en gran parte imaginado, naturalmente, pero que descansa sobre algunas realidades: el papel de la amistad, en aquel tiempo, en la vida política y en la vida personal, las relaciones que existieron entre Escipión Emiliano y Lelio, y gracias a las cuales se complementaban el uno al otro, Emiliano con su dominio de la acción, Lelio del consejo (de ahí que se le hubiera dado el sobrenombre de “sapiens”)
Después de su consulado, Cicerón había propuesto a Pompeyo una asociación análoga, y Pompeyo se había sentido ofendido. Creía no necesitar consejo de nadie, una fe en sí mismo que lo había llevado a la perdición.
El diálogo de Escévola, Lelio y sus dos yernos, que constituye el “De amicitia”, adquiría el valor de una lección de política práctica.
Cicerón insiste (y eso está destinado evidentemente al epicúreo Ático) en el hecho de que el origen de la amistad no reside en la búsqueda del interés, que la utilidad es su resultado, y no su causa.
Los sentimientos personales de Cicerón hacia Ático, y de Ático hacia Cicerón, van mucho más allá de sus relaciones de negocio, por ejemplo, los servicios que puede prestar Áti co al publicar y difundir los escritos de su amigo, facilitando sus operaciones comerciales, o los que, a cambio, le presta Cicerón, por ejemplo en un asunto que los tiene muy ocupados en esa época, conseguir que no se ejecute un decreto de César que confiscaba tierras en Épiro, precisamente en Butrinto, donde tiene Ático su principal terreno.
La amistad, tal y como la concibe Cicerón y como la habían puesto en práctica los hombres de Estado hasta los Gracos, es inherente a la sociedad romana, parece claramente fundada en esa “pietas” que, teóricamente, une a los ciudadanos entre ellos.
El 26 de junio, Cicerón escribe a Ático que ha empezado un tratado “Sobre la gloria” (De gloria), desgraciadamente desaparecido.
Por los fragmentos muy cortos, que se han conservado, vemos que Homero aparecía citado y que también se hablaba del “evemerismo” (divinización de los grandes hombres por parte de una humanidad agradecida). Una teoría que ya había atraído0 a su imaginación.
A decir verdad, la gloria es una de sus preocupaciones constantes. Él mismo confiesa que, desde su infancia, se había sentido seducido por ella. Durante toda su vida, se había esforzado por alcanzarla.
Volverá a disertar sobre la gloria en el tratado “Sobre los deberes” (De officiis), que elaborará poco después. Ya había hablado de ella en el “De república”, en las “Tusculanas”, y hace alusión a la “verdadera “gloria en las “Filípicas”.
Es fácil imaginar que Cicerón quisiera oponer una gloria falsa y una verdadera, la primera, adquirida contrariamente a la justicia, sería la de César, la gloria verdadera es la de los libertadores, porque restablecía esa justicia violada.
César, probablemente, había cumplido una de las condiciones que, en el “De officiis”, plantea Cicerón como primer fundamento de la gloria: el afecto de los ciudadanos; pero también puede suceder que ese afecto (que se había expresado a través de levantamientos y violencias) sea malo, y probablemente era a César al que se aplicaba uno de los pocos fragmentos conservados: “Oh desgraciado, o más bien insensato, aquel de quien las gentes que lo aplaudían debían pensar peor que las que no lo aplaudían”. Lo que parece significar que los partidarios de César, los que habían aplaudido la guerra civil, eran ciudadanos que contaban con sacar provecho del desorden, mientras que sus adversarios confiaban, pese a todo, como el propio Cicerón, en que preservaría algún vestigio de la “res publica”.
Podemos pensar por tanto que el “De gloria” era una obra de propaganda, que podemos comparar con un panfleto o un artículo de prensa destinados, en otros siglos, a influir en la opinión pública.
A la misma categoría pertenecía probablemente un pequeño “diálogo” al estilo de Heráclito del que se habla en las cartas de Ático durante este período. Parece que se trata de unos discursos pronunciados por los libertadores para acusar a César y justificar su acto. Pero el proyecto no llegó a ver la luz.
A principios de julio Cicerón decide irse a Oriente.
Cicerón se reencontraba con las etapas de su camino hacia el exilio, en el año 58: pero en aquella ocasión iba por vía terrestre, y el tiempo apremiaba. Ahora navega perezosamente; lo embarga la nostalgia de sus villas, que condicionó a su gusto, y donde podría pasar tan agradablemente el tiempo que estaba dedicando a este viaje, del que en el fondo no espera nada, más que ver cómo se conduce su hijo Marco en Atenas.
Los “Tópicos”, el último de sus tratados de retórica, fueron el fruto de este viaje.
El 1 de agosto debía celebrarse una reunión en el Senado y los libertadores estarían presentes. Cicerón decidió inmediatamente volver a Roma, donde los republicanos ya lamentaban su ausencia. Él seguía siendo el símbolo de unidad político.
Pero cuando el 17 de agosto, desembarcó en Velia y se reunió con Bruto, que se encontraba allí, no pudo por menos que sentirse decepcionado.
Antonio se ha vuelto amenazante. Los libertadores le han escrito una carta en la que le invitan públicamente a no repetir los errores de César.
En la sesión del 1 de agosto, Antonio se topó con la opinión de Calpurnio Pisón, el cónsul del 58, al que tan profusamente había atacado Cicerón en su momento.
Pero esta vez, Pisón actuó como un “buen ciudadano”. Declaró que abandonaría Italia, su casa, a sus “Penates”, si la Ciudad debía ser sometida a la tiranía de Antonio.
Pisón era un destacado “cesariano”, su hija era la esposa de César. Con todo, resultaba inquietante que los demás senadores no apoyaran aquel discurso de Pisón, y que éste, al día siguiente, se abstuviera de aparecer en la sesión. Era evidente que los senadores no habían recuperado su libertad.
El 21 de agosto llega Cicerón a Tusculum y recibe la visita de su amigo Trebacio. Éste le entregó una carta de C. Macio. Éste se queja de los ataques de los que está siendo objeto debido a su fidelidad a César. Le reprochan, especialmente, que haya ayudado con sus fondos al joven Octavio a celebrar, en el mes de julio, los “Juegos de la Victoria” de César, instituidos por César, y que debían celebrarse cada año. Como los hombres a los que correspondía el deber de celebrar esos Juegos se negaban a hacerlo, Octaviano los sustituyó, pese a la evidente mala voluntad de Antonio.
Fue en el transcurso de esos “Juegos”, que se desarrollaron entre el 20 y 30 de abril (en ausencia de Cicerón), cuando apareció el cometa –sidus Iulium –que, en el cielo de Roma, convenció a la multitud de que César había sido divinizado y que era su alma la que aparecía.
Los esfuerzos de Dolabela por reprimir las tentativas destinadas a instaurar un culto al difunto resultaron vanos.
Octaviano había erigido una estatua a su padre adoptivo y la había coronado con una estrella, aceptando así la versión popular.
Todo ello había irritado a los republicanos, que habían ido profiriendo ataques contra C. Macio y, naturalmente, contra el joven heredero del dictador.
Macio, conociendo sus vínculos con los republicanos, le pide que efectúe su defensa ante ellos. Macio está pensando en marcharse a la isla de Rodas y vivir en el retiro (y en los estudios), es decir, en alejarse de la vida política.
Cicerón le contesta situándose también en el plano moral
Retoma una de las tesis que había expuesto en el “Laelius”: es mejor sacrificar una amistad que faltar al deber para con la patria.
En su carta, que responde a la de Cicerón, Macio hace referencia a otra concepción de la amistad que, para él, no es tanto esa alianza fundamentalmente política propia de la tradición romana como un impulso del corazón.
Reivindica el derecho a tener sentimientos de los que no tenga que rendir cuentas a nadie. Y pone en duda, además, que el asesinato de César haya sido útil al Estado, más bien al contrario; ya en una carta anterior enviada a Cicerón había confesado no esperar nada bueno después de aquella muerte.
Dos concepciones del deber cívico se encuentran enfrentadas aquí.
El problema se había planteado en tiempos de los Gracos cuando preguntaron a Blosio de Cumas, amigo de Tiberio, si habría prendido fuego al Capitolio si su amigo se lo hubiera pedido. Blosio salió airoso respondiendo que a Tiberio nunca se le habría ocurrido un crimen parecido.
Macio se defiende de la acusación de haber sido uno de los que esperaban sacar provecho personal de la guerra civil. Había intentado evitarla, había aplacado sus rigores: para él, por encima de todas las virtudes estaban la clemencia y la bondad.
Hay quien ha supuesto, no sin razón, que Macio era epicúreo. Al igual que Ático y Mecenas, también epicúreos, había vivido a la sombra de un amigo, Ático aconsejando y asistiendo a Cicerón, Mecenas desempeñando el mismo papel junto a Augusto, Macio junto a César.
De acuerdo con su filosofía, rechazaban el protagonismo y la acción política. Pero no por ello se despreocupaban de los demás ni de la comunidad humana, y es injusto acusar a los epicúreos de egoísmo. Encontraban en la amistad, vivida día a día, una apertura del corazón que satisfacía plenamente ese instinto de sociabilidad que reconocían en el alma humana.
Es como si, al relajarse las mallas de las relaciones cívicas, el individuo construyera su felicidad lejos del foro de la ciudad, de sus rivalidades, de sus violencias y de las ambiciones en las que se consume en vano la vida que se nos ha dado.
Lucrecio había dicho todo eso, y sabemos que Cicerón había contribuido a publicar su poema, pero sin hacer suya su doctrina.
El Imperio de Roma era demasiado extenso como para que pudieran confiarse sin peligro inmensas provincias y ejércitos poderosos a un hombre que después, ya de regreso a la Ciudad, debía renunciar a su posición y contentarse con una gloria que ya iba alejándose en el pasado.
Era otra Roma la que estaba naciendo, aquella en la que el poder pertenecía a uno solo, que garantizaría la paz, ese “otium” al que, como nos dice Horacio, aspiramos todos y cada uno de nosotros.
El “principado” haría realidad una de las condiciones de la felicidad epicúrea, como había sabido ver Filodemo cuando desertaba sobre el “buen rey”.
Pero eso era algo que ni Cicerón, ni Bruto, ni los libertadores estaban dispuestos a aceptar.
Harían falta quince años de guerras civiles para que se estableciera ese nuevo equilibrio.
Cicerón, ausente de Roma desde principios del mes de abril, volvió allí el último día de agosto.
La inquietud apenas había disminuido a lo largo del verano.
Los soldados todavía llenaban las calles y las plazas; la Curia seguía vacía; Antonio era el dueño y señor, aunque todos sabían las dificultades que le generaba el joven Octaviano, que reivindicaba la herencia de César y las considerables sumas de dinero que tenía derecho a recabar, y de las que Antonio trataba de apropiarse.
Antonio había convocado al Senado para el 1 de septiembre: se debían conceder a César honores divinos.
Cicerón no podía aprobar la medida, pero también sabía que su vida correría peligro si hablaba en contra de ella.
El templo de la “Concordia”, donde debía celebrarse la sesión, estaba ocupado por los soldados, que vigilaban también los alrededores.
Unos amigos le habían avisado (así lo diría en la primera “Filípica”, pronunciada días después) de que el cónsul no le autorizara a hablar tan libremente como lo había hecho Pisón un mes antes.
De modo que envió a Antonio una carta de disculpa, atribuyendo su ausencia a la fatiga que le había provocado su viaje. Antonio, violentamente irritado, habló de hacerlo traer a rastras a la sesión o demoler su casa. Las amenazas fueron puramente verbales.
Las deliberaciones tuvieron lugar sin Cicerón, y el Senado, coaccionado y forzado, adoptó un decreto que ratificaba las proposiciones de Antonio especialmente la de añadir a todas las fiestas de conmemoración de una victoria, un día particular dedicado a las de César.
Al día siguiente, el Senado se reunió de nuevo. Antonio estaba ausente.
Cicerón estaba presente, y pronunció el primero de los catorce discursos que él mismo llamó, en recuerdo a Demóstenes, sus “Filípicas”.
La sesión estaba presidida por Dolabela, para quien Cicerón no escatimó halagos por su acción contra quienes habían querido divinizar a César.
Después habló libremente; reprochó a Antonio que hubiera utilizado arbitrariamente las decisiones de César (sus “acta”) inventando o dando por definitivas algunas medidas que el dictador sólo había proyectado.
Sin violencia, en ocasiones con palabras amistosas, no deja de condenar la política seguida desde los idus de marzo.
Probablemente aquel discurso contó con la aprobación de muchos senadores, pero no tuvo consecuencias prácticas. Lo único que consiguió fue acrecentar más que nunca la hostilidad de Antonio hacia Cicerón.
Las exhortaciones de éste a restablecer la forma de gobierno que valió a Roma su grandeza podían impresionar a la gente, pero no se proponía ningún medio para conseguirlo.
Antonio seguía siendo el más fuerte, gracias a las armas de sus veteranos. Y Cicerón no ignoraba que él mismo se había cerrado el camino a la Curia.
Antonio, en una villa de Tibur, con ayuda de un rétor había preparado su respuesta a la primera “Filípica”.
Podemos adivinar su contenido gracias al de la segunda “Filípica”, un discurso que no fue pronunciado sino escrito por Cicerón en Puzzuoli, donde había considerado prudente retirarse, después de que Antonio reiterara sus ataques ante una “contio” y acusara a Cicerón de ser el instigador de la conjuración.
El discurso del 19 de septiembre arremetía con la persona de Cicerón, declarando a modo de preámbulo, que el viejo orador había faltado en relación con él a las reglas de la amistad, que no había respondido con servicios a aquellos que él le había prestado.
Antonio criticaba después el consulado de Cicerón, olvidando que ese consulado había sido aprobado por las personalidades más prestigiosas de la Ciudad.
No omitió ningún momento de la vida de Cicerón: la actitud durante la “Guerra Civil”, y en el momento en que César fue asesinado. ¿Había dado alas Cicerón a los asesinos? Pero –le contestó Cicerón - ¿acaso no había escuchado él mismo, en Narbona, sin denunciarlo, los propósitos de Trebonio, que, ya entonces, estaba pensando en acabar con el tirano? Y Cicerón añadiría, más hábilmente, no sin razón, que el crimen, si es que lo fue, ¡benefició especialmente a Antonio!
En su segunda parte, la segunda “Filípica”, retomado el procedimiento utilizado por Antonio en su discurso, reconstituye punto por punto la existencia del cónsul (Antonio), recuerda sus vicios de juventud, sus aventuras amorosas con Curión (el lugarteniente de César que había muerto en África), las expediciones en las que había participado, las magistraturas que había ejercido, en condiciones a menudo escandalosas. Tampoco omite la vida privada de César, su afición al alcohol, su glotonería, su prodigalidad, que explica su insaciable avidez.
Y el discurso (ficticio) de Cicerón terminaba con un ruego dirigido a Antonio: que se reconcilie con la patria, que él siempre defenderá la libertad y, por ella, está dispuesto a morir.
En lugar de pronunciar su segunda “Filípica” en Roma, algo que no habría podido hacer sin peligro, la publicó, después de someterla a la crítica de Ático.
En una carta dirigida a Casio, Cicerón confiesa que no son muchos los defensores de la República en el Senado.
Los libertadores están ausentes de Roma. ¿Es suficiente la elocuencia de Cicerón para salvar el Estado?
Cicerón todavía está en Roma, en torno al 9 de octubre, cuando escribe a su amigo Cornificio, que gobierna la provincia de África, que todas las esperanzas están depositadas en Octaviano, pues todos están convencidos de que “hará todo lo posible para merecer elogios y gloria” (estas dos palabras, “laus” y “gloria”, utilizadas aquí por Cicerón, sugieren que el joven será un “buen ciudadano” en tiempos de paz y también un exitoso jefe militar)
La guerra parece inevitable. Todavía habrá que esperar para recuperar la “res publica”. Pero ya se vislumbran los dos bandos: por un lado Antonio, por el otro Octaviano, que será el campeón de los “buenos ciudadanos”.
Así pues, Cicerón se marchó de Roma y fue durante esa misma ausencia, hacia el 9 de diciembre, cuando escribió los tres libros de su tratado “Sobre los deberes” (De officiis).
Tres libros dedicados a su hijo Marco, que seguía estudiando en Atenas, y a quien ha tenido que renunciar a ver, tres meses antes, por culpa de un viento en contra que frustró su viaje y debido a la urgencia de la política.
El tema en sí fue concebido por Cicerón en el marco del pensamiento de los estoicos; fue el término griego al que primero le vino a la mente.
La primera vez que hace alusión a este tratado, en una carta a Ático del 7 de noviembre, lo llama Περὶ τοῦ καθήκοντος que es el término utilizado por varios escritores del Pórtico, los más recientes Panecio, Hecatón de Rodas, Posidonio (los maestros del estoicismo romano), pero el tema ya ha sido tratado, con la misma terminología, por los doctores del Antiguo Pórtico, Zenón, Cleantes, Crisipo y otros.
En griego, esta palabra designa lo que es “conveniente”.
Cicerón propone “officium”, que aparentemente, no tiene mucha relación con el sentido de la palabra griega.
Officium designa el hecho de desempeñar un trabajo, pero probablemente no cualquier trabajo, sino el que proporciona ayuda a alguien. Así por ejemplo, es un “officium” el que hace que ayudemos a un amigo ante la justicia, o durante una ceremonia familiar.
Ático plantea algunas objeciones. No ve de qué manera una noción tan romana podría equivaler a la de “conveniente”.
Cicerón contestó utilizando expresiones habituales, como “consulis officium”, “senatus officium”, “imperatoris officium”, para designar la actividad que debe desarrollar el Senado para cumplir su función, o los “deberes” de un cónsul, lo los de un general en jefe.
Entonces podemos preguntarnos, ¿por qué no hablar, sencillamente, de la “virtud” de uno o de otro, de su “excelencia” en la realización de una tarea, como hacía Platón en el “Menón”. En este punto interviene una distinción fundamental para los estoicos, y que no establecía Platón, entre el contenido material de la acción y su forma.
Lo “conveniente” se aplica al primero y sólo a él. Si es verdad que la “virtud” corresponde exclusivamente al sabio, y que éste es un ser más teórico que real, lo “conveniente”, en cambio, interviene en todo momento en la vida de todo el mundo, ha de buscarse en todos nuestros actos y de acuerdo con él debemos regular nuestra conducta.
Pero ¿cómo podemos descubrir, en cada ocasión, lo que es “conveniente”? Sometiendo toda acción planeada a la crítica de la razón: es “conveniente” aquello de lo que podemos dar cuenta por medio de la razón.
El punto de partida es la naturaleza del hombre. Lo que le distingue de los animales es el hecho de alcanzar un conocimiento teórico del mundo, independiente de toda percepción inmediata; además los hombres poseen un instinto de sociabilidad, orientada en primer lugar hacia su familia y en segundo lugar hacia la Ciudad.
De esta naturaleza derivan cuatro tendencias fundamentales: la que nos empuja a buscar en todas las cosas aquello que es verdadero, un instinto de independencia que hace que no nos guste obedecer a nadie –salvo a quien nos parece que ofrece preceptos justos y útiles –ese instinto produce en nosotros lo que se llama la “grandeza del alma”, la independencia con respecto a las cosas exteriores.
Otra característica del alma humana es el sentimiento de lo que es conveniente, de la mesura en los actos y las palabras. Ese sentimiento nos permite reconocer la belleza no sólo en las cosas sino en la vida del alma.
De este modo, Cicerón se reencuentra con las cuatro virtudes fundamentales, reconocidas por todas las doctrinas, y especialmente por aquellas en las que declara basarse, la Academia, el aristotelismo y, sobre todo, el estoicismo.
El deseo de conocimiento corresponde a la virtud de la sabiduría, el sentimiento de la sociedad a la virtud de la justicia, el de nuestra autonomía y nuestro deseo de preeminencia a la virtud del valor, nuestra percepción intuitiva del orden a la virtud de la temperancia (dominio de uno mismo).
Estas cuatro virtudes, en su conjunto, permiten regular nuestras acciones, proporcionándonos criterios definidos por esos cuatro fines.
Cicerón aborda de manera bastante sumaria la primera virtud, la que nos conduce hacia el conocimiento de lo verdadero.
Pero pone el acento en la justicia, distinguiendo la justicia propiamente dicha y la buena acción, fundamento, dice, de toda sociedad.
Esto concuerda con la posición estoica, pero también –y lo que es más importante –con la concepción instintiva que los romanos poseen de la Ciudad.
Uno de los imperativos del estoicismo consistía en decir que el primer deber del hombre –y del sabio –era ser útil (prodesse). Que es también el deber de un ciudadano romano.
Y entendemos ahora por qué Cicerón se apoya esencialmente en el estoicismo en el “De officiis”.
Por un lado, porque siente, desde la muerte de Catón, una simpatía creciente por el Pórtico, y por otro porque esta doctrina concuerda de manera admirable con la moral instintiva de Roma.
Cada palabra de la exposición sobre la justicia es una alusión a las situaciones políticas en las que se encuentra el propio Cicerón o a los acontecimientos de la “Guerra Civil”.
Así, cuando leemos que una de las causas de la injusticia y el deseo deliberado de hacer daño es el miedo, es imposible no pensar en los acontecimientos de enero del 49.
La pasión por el dinero, por su parte, queda ilustrada, expresamente, al igual que en las “Paradojas”, por la persona de Craso, e implícitamente, por la evocación de los excesos de Antonio.
Una cita de Ennio va todavía más allá. Ennio hacía decir a uno de sus personajes: “Ninguna alianza sagrada, ninguna lealtad hacia un rey”.
Cómo no recordar una célebre expresión de César que reiteraba, según Eurípides: Si hay que violar el derecho, hay que violarlo para convertirse en rey; en todo lo demás, respeta la justicia”.
Cicerón no duda en mencionar por su nombre al dictador muerto y hablar de su “temeritas”, es decir, de su “falta de reflexión”, que le hizo trastocarlo todo para alcanzar la primera fila de la Ciudad, un “principado” cuyo valor no justificaba el mal hecho con tal fin.
César había cometido un error de opinión, al aceptar nociones comunes en lugar de encomendarse a la razón.
Si había llegado tan lejos como para satisfacer esa pasión por el poder era porque poseía un “alma grande” y un talento superior. Para un alma así, las lecciones de filosofía son necesarias, más que para ninguna otra.
Pero no sólo César cometió injusticias. Todos los que dejan hacer, los que se abstienen, por la razón que sea, de luchar en la Ciudad, esos también son injustos.
Y Cicerón piensa en los senadores que no se atreven a oponerse a Antonio, en los que toman como excusa para su inacción sus estudios (Varrón, encerrado en su villa) o sus negocios.
El “De officiis”, después de las definiciones de los principios en virtud de los cuales se puede discernir lo “conveniente”, habla, en el segundo libro, de lo útil, es decir, opone a la moral del verdadero valor, que acaba de exponer, la moral del interés.
El tercer libro demostrará que el bien y lo útil nunca están en conflicto.
Así, en el momento en el que sabe que va a entablarse una lucha decisiva entre el espíritu de la tiranía –que es el espíritu de la injusticia –y el de la justicia, Cicerón desarrolla las razones que justifican su acción, su propio “officium”.
La obra está dedicada a Marco: en primer lugar porque toda la obra filosófica de Cicerón está destinada a los jóvenes , que deben reconstruir la “res publica”, y en segundo lugar porque recordaba la tradición de Catón el Censor, pero es sobre todo a sí mismo a quien se dirige Cicerón, para ver con claridad su propio interior.
Una carta de Octaviano le hacía saber que acababa de ganarse el favor de los veteranos de Casilino y Calacia, en Campania, dando a cada uno quinientos denarios, y se proponía acudir a otras colonias hasta lograr reclutar un ejército capaz de enfrentarse a Antonio.
Es evidente que desea que Cicerón se una a su bando. Cicerón elude la cuestión.
Tiene pensado acudir a Roma a ponerse a disposición del Senado. Cicerón acaba pensando en ir también allí, pues no quiere estar ausente si los Padres deben tomar una decisión.
Marcio Filipo, padrastro de Octaviano, y Claudio Marcelo, su cuñado (se había casado con Octavia), insisten ante Cicerón para que les proporcione el apoyo que otorga su nombre y su autoridad, y Cicerón no puede negarse.
Se convenció de que Octaviano se había sumado a la causa de la República.
Mientras Cicerón, en Arpino, todavía está dudando, el joven César acudió a Roma y allí celebró una “contio” bajo los auspicios del tribuno Ti. Canucio. En un discurso, Octaviano atacó enérgicamente a Antonio, lo acusó de toda clase de malas acciones y, sobre todo, de acabar con la libertad de los ciudadanos. El pueblo aplaudió. Octaviano envió el texto de su discurso a Cicerón, que lo aprobó totalmente.
Antonio había conseguido que el Senado le permitiera cambiar su provincia de Macedonia por la de Décimo Bruto (en la Galia Cisalpina).
El Senado había sido convocado para el 20 de diciembre. El orden del día incluía solamente la adopción de medidas de seguridad para la sesión del 1 de enero, cuando los cónsules Hircio y Pansa iban a tomar posesión. Se hizo público un edicto de Décimo Bruto que anunciaba que conservaría su provincia, a disposición del Senado y del pueblo. Lo que significaba denunciar la ilegalidad de la medida adoptada por Antonio y devolver la “res publica” a sus legítimos poseedores.
Cuando hubo conocimiento de aquel edicto, Cicerón acudió allí a toda prisa a la Curia; al saberlo, otros senadores fueron también allí, de modo que la asamblea estuvo casi al completo –un senatus frecuens –lo que permitió tomar decisiones importantes..
Una vez completado el orden del día, Cicerón pronunció un discurso sobre la política general. Fue la tercera “Filípica”.
En ella atacaba a Antonio, reiterando las quejas de la segunda “Filípica”, y añadiendo un elogio de quienes se oponían a él, y en especial de Octavio y de las legiones que habían abandonado a Antonio para unirse aquél.
Pone todo su empeño en despertar en los oyentes el odio hacia la palabra “rey”. Antonio ha sido peor que Tarquinio el Soberbio. Ha despreciado los auspicios, falseado elecciones, acabado con todo aquello que garantiza la libertad. Merece ser declarado “enemigo público”, “hostis”, es decir, quedar fuera de la ley, como Catilina.
Como había hecho en el 63, Cicerón repitió ante el pueblo, lo esencial de su discurso.
A la segunda “Catilinaria” corresponde la cuarta “Filípica”, pronunciada la misma noche del 20 de diciembre en una “contio” reunida por un tribuno que le era fiel, M. Servilio.
El anuncio de un discurso del viejo consular había atraído a aquella “contio” una nutrida multitud.
Cicerón les anunció que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, se veía asomar la posibilidad de restablecer la libertad. Es verdad que el Senado todavía no es realmente libre, no puede tomar una decisión que tenga valor legal –una auctoritas – pero ha manifestado claramente su sentir. Antonio todavía no es, desde el punto de vista jurídico, enemigo público, pero si en los hechos.
Poco a poco, va sacando a la luz las fuerzas que se levantan contra el cónsul, que todavía ocupará el cargo diez días más: por un lado el Senado, decidido a impedirle que siga adelante con sus fechorías, por otro el ejército de Décimo Bruto, que tiene en su poder la Galia Cisalpina (es decir, todo el norte de Italia, desde los Apeninos hasta los Alpes), y por último los del joven César, que cada día engrosan sus filas con los desertores.
El orador juega con todos los sentimientos que sabe despertar en esa multitud: el miedo, si Antonio resulta vencedor, el orgullo de ser romano, el recuerdo de las glorias pasadas, y por último y sobre todo, la palabra “libertad”, la última que pronuncia, y ante la cual ningún ciudadano, en esta época, puede permanecer indiferente.
Después de los discursos de Cicerón, Antonio, entendiendo que tenía que llegar ante el Senado con hechos consumados, atacó a Décimo Bruto y asedió Módena (Mutina), importante núcleo terrestre en la Vía Emilia, que controlaba uno de los posibles pasos de la Cisalpina y Toscana (Etruria).
Entonces el joven César puso su ejército en marcha y se dirigió hacia la Galia Cisalpina.
La guerra civil había vuelto a empezar.
El 1 de enero, el senado se reunió en presencia de los nuevos cónsules, Hircio y Pansa, dos cesarianos.
Después de un discurso bastante firme de Pansa, el primer consular interrogado fue Q. Fufio Caleno, suegro del cónsul (Antonio).
Caleno era un antiguo oficial de César; había combatido en la Galia y en Italia durante la “Guerra Civil”. Él habló en favor de la paz. Amigo y compañero de armas de Antonio, no quería oír de declararlo enemigo público.
Lo que es seguro es que existía en el Senado, un movimiento de resistencia a Cicerón.
Caleno fue su portavoz, pero cuando llegó el turno de Cicerón, éste refutó sus argumentos, en su quinta “Filípica”, y propuso ciertas resoluciones: en primer lugar, decretar el senadoconsulto supremo, que otorgaba plenos poderes a los cónsules, e implícitamente, instauraba en la Ciudad el estado de guerra contra Antonio, y en segundo lugar honrar a todos los que se habían opuesto a éste: Décimo Bruto, Lépido, que en Hispania, a donde había sido enviado, había hecho las paces con Sexto Pompeyo, Octaviano, para el que pide un asiento en el Senado, entre los antiguos pretores, el título de propretor (lo que implica un “imperium” y legaliza su mando “de facto”) y el derecho a aspirar a cualquier magistratura de su elección antes de la edad legal.
Los soldados de Antonio que desertaran antes del 1 de febrero no serían perseguidos.
Los senadores, aquel día, parecían tener que sumarse a las propuestas de Cicerón. Pero la jornada terminó sin que se hubiera votado.
Al día siguiente, nueva sesión, en el templo de la “Concordia”, y se reanudó el debate.
Los honores propuestos en favor del joven César fueron aprobados sin dificultad, pero cuando hubo que adoptar las medidas contra Antonio, un tribuno de la plebe, Salvio, opuso su veto y pidió que se concediera una noche de reflexión.
Entonces, Fulvia, mujer de Antonio, con su hijo, el pequeño Antonio “Antilo”, que había servido de rehén a los asesinos atrincherados en el Capitolio la noche de los idus de marzo, y la madre de Antonio, Julia, acudieron a casa de los senadores más influyentes y les suplicaron que no condenaran a Antonio sin oírlo.
Al día siguiente, 3 de enero, nueva reunión del Senado para decidir cómo actuar con respecto a Antonio.
Ese día, L. Pisón, que el 1 de agosto había sido el primero en tomar la palabra en contra de Antonio, cambió de actitud y consideró que no era conveniente romper con un hombre que tres días antes todavía era cónsul y ahora iba a ser tratado como criminal. Caleno lo apoyó. Pisón dejaba entrever una solución pacífica: dar a Antonio, como provincia, la Galia Comata y dejar que el tiempo trajera de nuevo la calma.
Pero hasta el día 4 el Senado no tomó una decisión: se enviaría a Antonio una delegación de tres miembros que le ordenara levantar el sitio de Módena, dejar a Décimo Bruto su provincia de la Cisalpina, retirar a su ejército detrás del límite del Rubicón y no acercarse a más de doscientas millas de Roma. Si no obedecía, sería considerado enemigo del Estado.
Por último, se derogó una ley agraria, decretada arbitrariamente por Antonio, y se puso fin al reparto de tierras, iniciado por una comisión de siete miembros que presidía su hermano, L. Antonio.
Por la noche, Cicerón, en su décima “Filípica”, daba cuenta, en una “contio”, de las medidas tomadas aquel día en el Senado.
¿Cuál era el pensamiento político de Cicerón en este momento y qué representaba él en el Estado?
Su principal preocupación era acabar con Antonio, que , creía, perpetuaba la tiranía de César, no respetaba las leyes, hacía caso omiso de la voluntad del Senado sólo pensaba en amasar la mayor cantidad de dinero posible para satisfacer su insaciable avidez, al servicio de sus placeres y excesos.
En torno a Antonio, pensaba Cicerón, se habían reunido todos los “malos ciudadanos” que compartían sus vicios y no tenían nada que esperar mientras el Estado siguiera en paz y reinara el orden. Eran esas gentes, los “mali” (los “malos”) y al mismo tiempo enemigos de todo lo serio y legal), las que habían seguido a César en la “Guerra Civil”; esos “anarquistas”, que depositaban todas sus esperanzas en un giro social radical que acabara con los de la primera fila y los llevara a ellos al poder, para su máximo provecho, existían realmente.
La política de Cicerón, en este mes de enero del 43, se desarrollaba en varios frentes: en primer lugar, se trataba de proteger a los asesinos de César frente a la venganza de los cesarianos, que seguía siendo una amenaza.
Por otro lado, había que procurar a Bruto, Casio y a los demás los medios para hacerse temer, para resistir, llegado el caso, a las tentativas de sus adversarios manifiestos o secretos.
Lo que implicaba que se tomaran las decisiones necesarias para atribuir las provincias. Pero la primera condición era que se dispusiera, en el Senado, de una mayoría suficiente para hacer efectivas dichas medidas. Allí era donde Cicerón consideraba que podía intervenir con mayor eficacia, con su arma preferida, la elocuencia y el poder de convicción.
Cada una de las catorce “Filípicas” es una batalla librada por él, unas veces coronada por el éxito, pero otras veces condenada al fracaso.
Durante la crisis provocada por la conjuración de Catilina, Cicerón había contado con el apoyo de los “caballeros”, que habían manifestado alto y claro su aprobación.
En apariencia, ese apoyo no le faltó en la lucha contra Antonio; los “caballeros” rodeaban el templo de la “Concordia” mientras el Senado se reunía en el interior, y trataban de ejercer presión para conseguir que Antonio fuera alejado del poder. Pero al mismo tiempo, algunos hombres de negocios romanos, los banqueros instalados en las calles de la Vía que unía el foro romano con el Argileto, adoptaban como a “patrono” a L. Antonio, hermano de Antonio, y le erigían una estatua.
El orden de los “caballeros”, por tanto, no era unánime en torno a Cicerón.
Por otro lado, la plebe romana, en el 63, seguía sometida al Senado, y no le discutía realmente su preeminencia en la Ciudad. Pero desde el consulado de César, esa plebe, movilizada, organizada por P. Clodio y después, en ausencia del senado pompeyano, que se había marchado de Roma, convertida con frecuencia en árbitro de la situación, se había habituado a ese nuevo papel.
Bajo el gobierno de Antonio, mientras César estaba combatiendo en alguna provincia, se le había pedido muchas veces que votara directamente las leyes, en forma de “plebiscitos” que no se le presentaban con la garantía de una opinión formal de los Padres.
Aquella plebe no sentía hacia Antonio esa hostilidad innata que alentaba en su contra Cicerón y los aristócratas que no estaban directamente vinculados a su fortuna. Había demostrado que César no le resultaba odioso, pues lo había divinizado. Si Antonio y Octavio lograban reconciliarse, estaba dispuesta a ofrecerse a ellos, tal y como iban a demostrar los acontecimientos.
La República que Cicerón aspira a establecer es aquella cuya imagen presentó en sus diálogos: el “De república” especialmente, pero también en el “Cato Maior “ y el “Laelius”.
Una república esencialmente tradicionalista, basada en ritos políticos considerados intangibles (por ejemplo el recurso a los presagios, aunque se permita cierto escepticismo, a condición de que éste no se manifieste de ninguna manera), una república legalista, en la que el respeto a la letra de las leyes es una precaución contra la arbitrariedad y las desviaciones, una ciudad en la que esas leyes se conciben teniendo en cuenta las exigencias eternas de la razón, y en la que el espíritu, en su uso más elevado, viene a corregir y regular la naturaleza.
En un Estado de estas características, se hará todo lo posible para que en ningún momento puedan intervenir las pasiones: ni los excesos de ambición, origen de la plaga que es la corrupción, ni la avidez, el deseo desmesurado de riquezas, que es una consecuencia de aquélla, como lo es de una afición incontrolada al placer, ni, con más razón, el “buen placer” de un hombre, artífice de leyes ideadas en función de una situación particular y momentánea.
Un sistema así está destinado a desterrar todo lo que hay en el hombre de debilidad, de desatino, y conservar sólo lo que es perfecto en él. De modo que el individuo nunca tendrá una autoridad total, ni en el tiempo ni en sus usos. Una precaución tomada ya, pensaban los romanos, durante el establecimiento de la República, a finales del siglo VI a. de C., y a la que habían de volver.
Cicerón expuso sus principios en el tratado “Sobre los deberes”, descendiendo hasta el detalle de la vida política, subrayando, por ejemplo, el carácter intangible de la propiedad privada (contra la que atentaban las leyes agrarias como la que hizo anular de acuerdo con L.César, y se oyen los ecos del debate teórico iniciado casi un siglo antes en torno a Blosio de Cumas y Tiberio Graco: es verdad, escribe Cicerón en el “De officiis”, que la propiedad no se fundamenta directamente en la naturaleza, pero viene exigida por el carácter intrínseco de la ciudad, que consiste en garantizar la seguridad y la libertad de sus miembros.
Por tanto, es bastante inexacto asegurar que la política propugnada por Cicerón está destinada a defender los privilegios de los ricos, que descansa en un egoísmo de clase. En realidad, tiene por objeto garantizar la estabilidad de las instituciones y, para empezar, la de las familias, que nunca han dejado de ser, en Roma, las células vivas de la ciudad.
Los tres embajadores designados por el Senado para transmitir las condiciones a Antonio marcharon al día siguiente.
La respuesta que iba a dar Antonio se hizo esperar casi un mes.
Cicerón califica de vergonzosa la manera en la que éstos han resuelto la misión.
Tenían encomendado anunciar a Antonio unas decisiones tomadas por el Senado; él no ha aceptado ninguna, y ellos se han traído de regreso propuestas y exigencias intolerables.
Mientras preparaba el asedio a Antonio, Cicerón en el Senado, se había esforzado por animar a los Padres a llevar a cabo, por fin, una política enérgica.
Hacia mediados de enero había presentado su séptima “Filípica”, pronunciada durante una sesión del Senado que podría haberse dedicado simplemente a despachar asuntos corrientes, pero en el transcurso de la cual él tomó la iniciativa de plantear, una vez más, los problemas urgentes. Los senadores que eran partidarios del entendimiento con Antonio confiaban evidentemente en que, con la lentitud de la embajada, se calmaran las pasiones y el asunto se estancara. Por eso, de entrada, Cicerón declaró que, lejos de disiparse, el peligro se estaba volviendo cada vez más amenazante y que las cosas habían llegado “casi al punto decisivo” (in súmmum discrimen).
Insiste en el verdadero contenido de la “paz” que se está proponiendo: en realidad, bajo ese nombre, es la guerra la que se avecina.
La respuesta de Antonio a los embajadores fue transmitida al Senado el 1 de febrero. Ésta no presentaba prácticamente ningún aspecto positivo.
Antonio renunciaría a la Galia Cisalpina y a Macedonia y licenciaría a su ejército, a condición de que se dieran tierras a los veteranos y las medidas que había tomado él, aseguraba, de acuerdo con las decisiones de César, fueran confirmadas. El mando de la Galia Comata le sería garantizado durante cinco años, con seis legiones, es decir, durante todo el tiempo que Bruto y Casio eran, primero, cónsules, y después gobernaban una provincia.
El debate de sus propuestas se inició en el Senado el 2 de febrero. Conocemos lo esencial del mismo gracias a la octava “Filípica”, pronunciada en la sesión del día siguiente.
La opinión de los senadores estuvo, como en los días anteriores, dividida entre dos tendencias: la de Q. Fufio Caleno, que apoyaba a Antonio, y la de Cicerón, que exigía que se le declarara enemigo público.
Finalmente se aprobó una moción transaccional: Antonio no sería declarado “hostis”, pero se declararía un “estado de emergencia” (tumultus) y los ciudadanos deberían, por tanto, vestir la túnica militar. Los cónsules, así como el joven César, tendrían plenos poderes.
Pero al mismo tiempo, el senadoconsulto anulaba las decisiones que Antonio había tomado como cónsul.
La octava “Filípica”, del 3 de febrero, extrae las consecuencias de ello. Se ha preferido utilizar el término “tumultus” en lugar del de guerra (bellum), pero con ello L. César (tío de Antonio) ha cometido un error.
De hecho, el “tumultus” implica la movilización general e inmediata; la pretendida atenuación es absurda. La paz que invocan no es más que una guerra larvada.
Esta vez los argumentos de Cicerón se impusieron: el texto de su propuesta fue aprobado. Ofrecía la amnistía a todos los soldados de Antonio que desertaran antes de los idus de marzo siguientes, y declaraba, por el contrario, que cualquiera que se uniera a él sería considerado responsable de un acto “contra la república”.
Ese mismo senadoconsulto sugería, entre líneas, que aquel de los hombres de Antonio que asesinara a su jefe recibiría una recompensa por parte de los cónsules y el Senado.
Cicerón parecía estar a punto de triunfar, y el hecho de que Antonio apareciera ya como vencido tuvo sin duda mucha influencia en el voto del Senado. Probablemente el viejo consular no se equivocaba cuando sospechaba que algunos de sus colegas en la Curia obedecían más a su cobardía que a su sentido del Estado.
De los tres embajadores enviados al campamento de Antonio el mes anterior, sólo Ser. Sulpicio Rufo era cercano a Cicerón. Había muerto en el transcurso de su misión; enfermo ya a su salida, no había querido eludir la tarea, considerando que su presencia podía incitar a L. Pisón y Marcio Filipo a actuar con mayor firmeza.
En cierta medida se había sacrificado por su deber.
Por eso, probablemente ya el 4 de febrero, Cicerón pronunció su elogio fúnebre: fue la novena “Filípica”.
El cónsul Pansa y P. Servilio Isáurico habían propuesto, antes que él, el primero una estatua a Sulpicio en los Rostra, y el segundo una tumba erigida por cuenta del Estado. Cicerón unió las dos medidas y consiguió que su amigo (y su adversario en el pasado, en el juicio contra Murena) tuviera su estatua en los Rostra y una tumba en la meseta del Esquilino, no lejos de la ruta que conducía al país albano.
Tras esta medida honorífica y este gesto de amistad vemos esbozarse una intención: Cicerón había asegurado que la gloria y la inmortalidad pertenecían a los hombres de Estado que hubieran prestado servicios meritorios a la patria. Así había sido Ser. Sulpicio Rufo, adversario moderado de César, pero que no había querido seguir a Pompeyo en la “Guerra Civil” y que, en la crisis provocada por Antonio, se había posicionado resueltamente en favor de la defensa de la libertad.
Su ejemplo, pensaba Cicerón, podía inspirar la misma conducta en otros senadores.
Hacia mediados de febrero, sale a la luz otro aspecto de la lucha que se está preparando entre Antonio y los asesinos de César.
Cicerón se había preocupado por él en su correspondencia con Casio, Trebonio y Cornificio. Bruto, que nunca se había dejado engañar por las promesas de Antonio ni por el decreto de amnistía, se había marchado de Roma en otoño del 44 y había ido a Creta, que se le había asignado en primer lugar como provincia, antes de que Antonio se la retirase imponiendo su autoridad.
Desde allí se había ido a Atenas y se había ganado el favor del varios promagistrados, simpatizantes de Pompeyo, pero también jóvenes como Marco Tulio, el hijo de Cicerón, que se sentía más soldado que filósofo y había dado muestras de ello en el campo de batalla de Farsalia. También contó con el apoyo de Horacio, que obtuvo inmediatamente el grado de tribuno militar. Vatinio, antiguo enemigo, ahora reconciliado, de Cicerón entregó la ciudad de Dyrrachium y el ejército que dirigía. Cuando el hermano de Antonio, Cayo, a quien se había concedido Macedonia por un acto de autoridad de aquél, se presentó en Iliria, no pudo pasar de Apolonia (Vallona).
En la décima “Filípica”, pronunciada a mediados de mes, Cicerón apoyó la propuesta de Pansa, que concedía a Bruto el “imperium” en la provincia de Macedonia, Iliria y Creta. El Senado se sumó a él.
Oriente parecía así bien resguardado del control de Antonio. Pero al mismo tiempo se estaba preparando una guerra abierta entre el primero de los conjurados de los idus de marzo y los hombres que pretendían vengar a César.
El primer acto de aquella guerra fue el asesinato de Trebonio a manos de Dolabela.
Dolabela, cuyo carácter impulsivo y violento ya se había manifestado en varias ocasiones y que, incluso en vida de César, había conseguido la provincia de Siria, que había sido retirada a Casio.
Pero Casio, al que César había prometido esa provincia, rechazó la misión que se le había confiado de organizar requisas de trigo en Sicilia y se marchó a Siria. Cuando se anunció al Senado, a finales de febrero, el asesinato de Trebonio, los Padres, unánimemente declararon a Dolabela enemigo público.
Pero la unanimidad desapareció cuando hubo que decidir quién iba a ejecutar la sentencia.
Cicerón propuso encargar la misión a Casio, pero el Senado prefirió encomendársela a los dos cónsules, una vez terminada la guerra de Módena.
Cicerón había defendido un plan en la undécima “Filípica”; ante el rechazo del Senado, escribió a Casio que tomara por sí mismo, las medidas que se imponían.
Cuando Dolabela se presentó para tomar posesión de su provincia, Casio se encontraba allí. Había reunido las tropas que estaban ocupando Egipto desde César. El Senado lo confirmó en su gobierno.
Fue en ese momento en el que Dolabela mató a Trebonio, en Esmirna, y se puso a la cabeza de la provincia de Asia. A continuación se propuso invadir Siria. Después de algunos éxitos, sobre todo en el mar, donde contó con la ayuda de una flota que le envió Cleopatra, tuvo que encerrarse en Laodicea. Tras el fracaso de una misión, y viéndose solo, se dio muerte.
Los países del Asia Menor se encontraban así en manos de los asesinos de César.
Casio ejercía allí una especie de mando supremo, y, junto a él Cimbro, otro conjurado de los idus de marzo, gobernaba Bitinia.
Entre tanto, el “bando de la paz”, en el Senado, perseveraba en sus esfuerzos, y pidieron que se enviara una embajada a Antonio, en la que esta vez estaba incluido Cicerón.
La medida fue aprobada, pero unos días más tarde, los Padres se echaron atrás después, entre otras opiniones, de un discurso de Cicerón (la duodécima “Filípica”), que demostraba que cualquier nueva delegación no sólo sería inútil sino perjudicial. Ésta acabaría desalentando a todos los que luchan por la libertad, en los municipios, sobre todo en Campania, en el ejército de los veteranos y los jóvenes reclutas, y en las provincias.
La última parte del discurso ha sorprendido a veces a los historiadores modernos: Cicerón declara en ella, extensamente, que él no puede unirse a la delegación que se ha proyectado. No sólo porque siempre ha sido hostil a Antonio, durante todo este asunto, y porque, si iba a negociar, desautorizaría y debilitaría su posición, sino también porque el viaje a Módena es peligroso para su persona.
Recuerda que cada una de las tres rutas que podían conducirlo a Módena atraviesan países infestados de enemigos, públicos y privados; los peligros son muy reales, máxime cuando Antonio ya ha prometido a algunos de sus acólitos los despojos del viejo orador.
Es muy probable que al incluir a Cicerón en el grupo de embajadores, sus enemigos le estuvieran tendiendo una trampa; no hay duda de que, una vez desaparecido Cicerón, el bando de la libertad se quedaría sin fuerza.
Eso es algo que Cicerón no duda en decir en esta duodécima “Filípica” que evoca, una vez más, las “fechorías” de Antonio y su hermano Lucio. Sabe bien –y es la verdad –que su desaparición sería una catástrofe para el conjunto de la República.
En una carta a los cónsules, escrita poco después del 15 de marzo, Antonio declara abiertamente cuáles son los fines que persigue.
Afirma su deseo de vengar la muerte de César, un objetivo que, hasta entonces, no había proclamado, ateniéndose al decreto de amnistía.
Pero ahora aprueba oficialmente la conducta de Dolabela y el asesinato de Trebonio. Por otro lado, tratando de desbaratar la estrategia de Cicerón, que estaba haciendo todo lo posible por asediarlo, y por desarrollar los recurso de los que podrían disponer M. Bruto, Casio y Décimo Bruto –tres conjurados de los idus de marzo – se acerca a Lépido, que gobierna Hispania Citerior y la Galia Narbonense, y a Minucio Planco, que tenía bajo su jurisdicción la Galia Comata y la Galia Transalpina (a excepción de la Narbonense y la Galia Bélgica).
Estos dos gobernadores, colocados en sus puestos por César y mantenidos por Antonio, al enterarse de que el bando de la paz parecía estar imponiéndose en el Senado, no tuvieron ninguna prisa por hacer lo que Cicerón esperaba de ellos y pronunciarse abiertamente en contra de Antonio.
Incluso cada uno de ellos escribe una carta al Senado, en las que pedían a los Padres que hicieran las paces con Antonio.
Cicerón reacciona inmediatamente. Ya el 20 de marzo escribe a Planco para recordarle que su deber le obliga a separarse abiertamente del “bando de los bandidos”.
Ese mismo día pronuncia la decimotercera “Filípica”, en la que retoma los temas desarrollados en sus discursos anteriores: la paz es deseable, cómo no, pero no es posible con Antonio y quienes lo rodean. A continuación hace un ambiguo elogio de Lépido, antiguo jefe de caballería de César, cuyos vínculos deberían instarlo a sumarse al bando del Senado y que, además, no debería olvidar que el Senado dispone de fuerzas que no son en absoluto despreciables; y también está el joven César, cuya intervención, hasta ahora decisiva, pone claramente de manifiesto que los dioses protegen a Roma.
Antes incluso de oír la decimo tercera “Filípica”, los senadores, instigados por P. Servilio Isáurico, habían rechazado las propuestas contenidas en la carta de Lépido.
Cicerón añadió al texto de Isáurico un párrafo en el que felicitaba a Sexto Pompeyo por su colaboración en el transcurso de la crisis actual e invocaba la memoria de Pompeyo el Grande. Cada vez era más evidente que el conflicto entre “pompeyanos” y “cesarianos” estaba virtualmente abierto.
En función del resultado de la guerra, alrededor de Módena, el vencedor sería, en verdad, César o Pompeyo.
En Roma, al principio sólo se conoció la primera fase de la batalla. Tal y como escribe tres días después (el día de las “Parilia”, la fiesta en la que se celebraba el nacimiento de Roma), primero se produjo un pánico general; los nobles se preparaban para ir a reunirse con Bruto, con esposa e hijos.
Todo volvió a su cauce el día 20, cuando se conoció el verdadero desenlace del enfrentamiento.
El 21, el Senado se reunió en el templo de Júpiter Capitolino (lugar especialmente solemne).
P. Servilio Isáurico propuso celebrar varios días de “súplicas” a los dioses y deponer la vestimenta militar, requerida por la situación de “tumultus”.
Cicerón señaló que la guerra no había terminado, pues Antonio había podido zafarse, y pronunció la décimo cuarta “Filípica”, la última que ha llegado hasta nosotros (parece ser que hubo al menos diecisiete).
En ella se dedica, entre otras cosas, a cubrir de honores al joven César.
Cicerón por el momento triunfa y hace partícipe de su alegría a Bruto en una carta.
La multitud lo aclama, lo acompaña al Capitolio, a los Rostra. No es vana satisfacción, dice a Bruto; se siente profunda y verdaderamente emocionado por ese recuerdo unánime, esas acciones de gracias que llegan de todo un pueblo. Le parece que su viejo ideal, la “concordia ordinum” (la concordia de los órdenes), por fin se ha hecho realidad.
Pero pronto esa victoria iba a ser arrebatada, y antes de que termine el año, Antonio y Octaviano se habían convertido en dueños y señores de Roma y él había muerto degollado a manos de un asesino pagado por ellos.]
[19. LOS ÚLTIMOS DÍAS
Aunque Cicerón había declarado que el ejército de Antonio había sido puesto en fuga tras los primeros combates ante Módena, la lucha había seguido alrededor de la ciudad, entre las legiones de Antonio y las de Hircio y Octaviano.
Cicerón, entre tanto, conseguía del Senado que Antonio y los soldados que siguieran siéndole fieles fueran considerados enemigos del pueblo romano, un deseo que ya había formulado meses antes, pero que el Senado, hasta ahora, siempre se había negado a atender. Ya vislumbra una victoria definitiva; así se lo escribe a Bruto, al comunicarle el contenido del senadoconsulto.
Las circunstancias en las que Octaviano se acercó a Antonio y traicionó tanto a Cicerón como al Senado siguen siendo bastante oscuras.
Lo que es seguro es que el Senado cometió la torpeza de conceder al “César niño” honores inferiores a los que habían otorgado a Décimo Bruto y subordinado a éste.
El joven tuvo la impresión (probablemente justificada) de que sólo era un instrumento, que lo utilizarían y después lo eliminarían, de la manera que fuera.
Apiano da cuenta, en este momento, de un discurso que al parecer pronunció Pansa al joven César antes de morir, y en el que le hacía saber que él e Hircio siempre habían sido fieles a la memoria de César y que sólo habían accedido a combatir a Antonio debido a la arrogancia de la que éste hacía gala. Pero eran decididamente hostiles a lo que sin duda parecía ser el objetivo de Cicerón y sus partidarios, el restablecimiento de los pompeyanos en el poder.
Octaviano empezó haciendo proposiciones a Antonio, primero indirectamente, acogiendo con benevolencia a los oficiales y soldados aislados que habían perdido el contacto con su jefe.
Los mantenía junto a los suyos, pero, si preferían reunirse de nuevo con Antonio, los dejaba marchar (algo que era contrario a las órdenes del Senado, que obligaba a considerarlos enemigos públicos)
Liberó a un amigo de Antonio, Decio, que había sido hecho prisionero en Módena; y cuando Decio le preguntó cuáles eran sus sentimientos con respecto a Antonio, Octaviano le contestó que ya había dado suficientes indicios para que las personas sensatas no se equivocaran; y a las otras, no serviría de nada ofrecerles más.
Cicerón había confiado en que Décimo Bruto perseguiría a Antonio y lo atraparía. Bruto se lo había prometido, inmediatamente después de la segunda batalla de Módena, en una carta: “Haré –decía Bruto –que Antonio no pueda quedarse en Italia; lo perseguiré sin demora”, y después pedía a Cicerón que se asegurara de que Lépido y Asinio Políon (antiguo legado de César, que gobernaba en Hispania Ulterior y disponía de tres legiones), que no se unieran a Antonio.
En realidad, Antonio no está tan debilitado como dice Lépido.
Las legiones que esperaba han llegado con Ventidio Baso, y se establece una intensa correspondencia entre aquellos de los que depende el destino de la guerra: Lépido, Planco, Polión.
S e empieza a esbozar ya lo que pronto será la división del mundo romano en dos bandos: Oriente, donde están al mando Casio y Bruto, y Occidente, cuyas fuerzas van a tomar la ofensiva de nuevo y empiezan a agruparse.
Por un lado, los asesinos de César (que algunos insisten en llamar “libertadores”), por el otro, los antiguos lugartenientes y amigos de César.
En medio, Octaviano, que, heredero e hijo adoptivo del dictador, es, paradójicamente, el defensor del Senado y los “pompeyanos”.
Bastará con que el joven César cambie de bando para que todo el edificio político trabajosamente construido por Cicerón se derrumbe y el universo romano pertenezca a nuevos dueños.
Cornelio Nepote, en la “Vida de Ático” nos da a conocer la actitud del hombre hábil y generoso que había atravesado la primera “Guerra Civil” sin perjuicio personal y ayudando a sus amigos.
En el momento en que la suerte de la armas parecía haber condenado a Antonio, Ático, pese a ser amigo de Cicerón y Bruto, protegió a Fulvia y al pequeño Antilo, que veían amenazados sus bienes y su vida.
Fulvia era sometida a juicios sin cuento. Ático le asistía ante los tribunales, la avalaba, entregaba las sumas de dinero debidas, le concedía préstamos sin interés, haciendo frente él mismo a los plazos de devolución.
Cornelio Nepote insiste en el hecho de que, en el momento en el que estaba sucediendo todo aquello (entre los meses de abril y julio), no se podía pensar que la situación evolucionaría a favor de Antonio.
Pues bien, a lo largo de este período, Cicerón ataca encarnizadamente a Antonio y se niega a sentir por él la menor piedad.
Bruto le había escrito que había que “dedicar más energía a impedir las guerras civiles que a satisfacer el rencor contra los enemigos vencidos”.
Cicerón le contesta que la clemencia tiene por efecto el multiplicar las guerras civiles, que la que él propugna no es más que una “apariencia de clemencia” y que una “saludable severidad” es preferible en cualquier caso. Añade que los hombres jóvenes, como lo es Bruto, deberían mostrarse especialmente vigilantes: “No tendréis siempre al mismo pueblo, ni al mismo Senado, ni al mismo hombre para conducirlo”.
Cicerón no ignora que, para mantener las instituciones de la “res publica”, será necesario defenderlas frente a todos los ataques que, en el futuro, se producirán contra ellas, como se habían producido en el pasado.
Cicerón es despiadado, deseando la muerte de Antonio como había deseado la de Catilina. ¿No es un cambio muy grande con respecto al “Pro Marcello” y a los elogios que hacía a la clemencia de César?
La clemencia de César, tal y como la exalta Cicerón en el discurso de agradecimiento dirigido al dictador, respondía a aspiraciones profundas de la conciencia romana, a necesidades políticas y a la imagen regia que el dictador quería dar de sí mismo.
Pero el Estado ya no está, en abril del 43, en la situación en la que se encontraba tras la victoria de César. La desaparición de éste no había restituido la situación anterior.
La tiranía parecía tener que renacer de la sangre misma del tirano.
Había que extirpar las raíces del mal, como se persigue hasta lo más hondo de la tierra lo que pueda quedar de un tronco arrancado de cuajo y del que pueden volver a surgir algunos brotes. Si se renuncia a ello por pereza o desánimo, serán inevitables nuevas luchas civiles.
Esa política no era posible en tiempos de César. Nadie podía pensar que se eliminaría por completo de la Ciudad a los hombres que habían seguido a Pompeyo; eso habría provocado la destrucción misma del nombre romano. Pero en esta primavera del año 43, un hombre, uno solo, encarnaba el peligro de la tiranía; Los amigos que lo rodeaban no eran más que “bandidos”, personajes sin importancia, cuya desaparición no habría constituido ninguna pérdida para el Estado. Cicerón los nombraba en las “Filípicas”, con desdén. Los consideraba criminales comunes, con los que la clemencia no era más que debilidad.
Y en este punto, Cicerón coincidía con lo que había escrito en el tratado “Sobre los deberes”: probablemente la clemencia y la benevolencia son loables, pero siempre y cuando, en el caso del Estado, si se recurra a la severidad, “sin la cual no puede administrarse una ciudad”. Los hombres de Estado, concluye, deben castigar no por ira, sino por sentido de la equidad.
Esta concepción de la justicia hacia el Estado, que excluye la clemencia, es esencialmente estoica, al mismo tiempo que política.
Cuanto más aumenta su importancia en la gestión de los asuntos públicos, más cree en la necesidad de un rigor extremo.
Está animado por el espíritu de Catón. Aunque no lo dice expresamente, parece claro que se inspira en las máximas seguidas por el héroe de Útica.
No obstante, entre ellos existe una diferencia: mientras que Catón respetaba las leyes con la mayor de las precisiones, Cicerón frente a Antonio y frente a quienes consideraba sus cómplices en el crimen, quiere eliminarlos, al margen de toda formalidad legal. ¿Podemos pensar que la lección del exilio no había surtido efecto?
Cicerón responsabiliza a algunos hombres de lo que consideraba, no sin razón, como una perversión de las leyes.
César, al no respetar, durante su consulado, las reglas augurales, al obligar a su colega a quedarse encerrado en casa, había convertido el consulado en la magistratura de uno solo, la suya. De esa manera, se había situado prácticamente fuera de la ley. Y había sido castigado por ello en los idus de marzo. Pero antes, había combatido a Pompeyo y la legitimidad republicana.
Pues bien, Pompeyo, al autorizar el regreso de Cicerón, había actuado según las formalidades legales, oponiendo a un plebiscito irregular (pues incluía una cláusula dirigida contra un solo hombre, por lo que era un “privilegium”, una medida ilegal), una ley centuriada, que apelaba a votar a ciudadanos llegados de los municipios, cuyo número y peso en el Estado prevalecerían sobre los amotinados de los “collegia” congregados en jauría por Clodio.
Cicerón, recordando todo eso en la que había de ser la última estación de su vida, podía decirse, una vez más, que había tenido el derecho de su parte, y felicitarse por haber escogido finalmente a Pompeyo: la derrota de Farsalia, las desastrosas campañas de África e Hispania no habían modificado en nada la situación de derecho; sólo habían demostrado que César, de victoria en victoria, se situaba cada vez más fuera de la ley.
Pero el viejo consular, que, en su caso, había podido salvar el Estado sin vestir el atuendo militar, haciendo que la “toga se impusiera a las armas”, estaba completamente decidido a no permitir que la aventura cesariana empezara de nuevo.
Tras la muerte de los dos cónsules a las puertas de Módena, corre el rumor de que Cicerón va a desempeñar un segundo consulado.
La noticia (falsa) llega hasta Bruto, que se encuentra en su campamento de Dyrrachium.
Bruto, el 15 de mayo, felicita a su amigo diciendo: “Había terminado esta carta cuando he sabido que habías sido elegido cónsul. Entonces, voy a empezar a concebir la idea de una república legítima (rem publicam iustam), apoyada a partir de ahora en sus propias fuerzas, si entiendo bien”.
En realidad, la desgracia de los cónsules destinados a sustituir a Hircio y Pansa todavía no se ha realizado.
Según Apiano, Octaviano, al que el Senado sólo ha concedido el rango de pretor, quiso ser elegido cónsul de forma regular, y así se lo manifestó a Cicerón, proponiéndole contar con él como colega. El joven, si creemos a Apiano, conservó un lenguaje modesto; deseaba el consulado, decía, sólo para tener un pretexto honroso para licenciar a su ejército y cumplir ante los veteranos con las promesas que les había hecho. En cuanto a la administración del Estado y el tratamiento de los asuntos públicos, los dejaría en manos de Cicerón, más sabio y experimentado que él.
Una vez convertido en “consular”, dentro de una ciudad otra vez “libre”, podía confiar en desempeñar en el Senado un papel protagonista, y con esa maniobra, que entrañaba la eliminación definitiva de Antonio, tendría vía libre para hacer realidad unas ambiciones a las que seguramente no había renunciado.
Cicerón no rechazó la oferta. Si creemos a Apiano, empezó declarando en el Senado que había negociaciones en curso entre los gobernadores de provincia (es decir, Polión, Lépido y Planco) y que era conveniente asegurarse la fidelidad del único hombre capaz (junto con Décimo Bruto) de oponerse a los planes de los facciosos de Occidente. Por esa razón, proponía que el joven César fuera elegido para el consulado.
Es verdad que el Senado no podía, legalmente, realizar él mismo esa designación, pero si podía tomar una decisión para autorizar a Octavio a ser candidato, aunque no hubiera alcanzado la edad legal, y apoyar dicha candidatura.
Pero, añadía Cicerón, seguramente sería prudente, para evitar que el joven César se lanzara a alguna aventura peligrosa para el Estado, poner junto a él a un hombre de cierta edad, prudente y sabio, que fuera su mentor.
Los senadores, dice Apiano, comprendieron fácilmente lo que deseaba Cicerón y se rieron de su ambición.
Había dentro del sector de los senadores y quienes tenían una estrecha relación con ellos, un bando entero que se las estaban ingeniando para separar a Octaviano y Cicerón. Eran los “pompeyanos”, que no podían aceptar aquella alianza entre éste y el joven César.
Así pues, cuando llegó el momento de elegir nuevos cónsules, Cicerón tenía a todo el mundo en contra.
Tal vez haya quien diga que todo eso era previsible y que le faltó sentido político al recurrir a los servicios de Octaviano para salvar al régimen o, más bien, para permitirle, poniendo fin a las pretensiones de Antonio, reconstruir otro que conservara todo lo que era fundamental en el antiguo; pero era la única solución posible.
La instauración de un régimen monárquico podía aplazarse, pero no evitarse.
Lépido se pasó al bando de Antonio el 29 de mayo, pese a que ocho días antes había escrito a Cicerón para expresarle su estima. El 30, enviaba al Senado un mensaje oficial para anunciar que había sido obligado por sus soldados a unirse a Antonio: su ejército se había negado a batirse contra las legiones de éste.
Planco fue testigo de esa fraternización y da cuenta de ella a Cicerón en una carta. Pide que le envíen refuerzos.
Por su parte, Décimo Bruto dirigía el mismo ruego al Senado.
Durante varios meses aún, Planco y Polión siguieron siendo fieles a la República. No desertaron hasta septiembre, una vez que Octaviano se había aliado oficialmente con Antonio.
La situación ha cambiado desde que Cicerón acariciaba la idea de un segundo consulado con Octaviano como colega.
El Senado había rechazado esa propuesta.
Pero la necia resistencia del Senado, su envidia (una vez más) hacia Cicerón, empujaban inexorablemente a Octaviano a dirigirse a otros y recurrir a una acción ilegal.
Cicerón pide a Bruto que no deje que Marco (hijo de Cicerón) vuelva a Roma, que lo mantenga cerca de él: es el único bando honorable en la guerra que va a comenzar. Enseguida, dice, todos los ciudadanos dignos de tal nombre deberán enrolarse bajo las insignias de Bruto. Es difícil ser más clarividente, pese a que con frecuencia se insiste en que el viejo consular estuvo, hasta el final, ciego ante la realidad.
El propósito de Cicerón no ha variado: se trata, como siempre, de restablecer el equilibrio de la Ciudad. Algo que sólo es posible una vez que haya vuelto la paz.
Hasta entonces, (Cicerón) había contado con las fuerzas, reunidas a título privado y después legalizadas, del joven César.
Desde la deserción de Lépido, y dado que el ejército de Décimo Bruto (que todavía cuenta con el apoyo, incierto, de Planco y, más lejano aún, de Polión) no inspira confianza, debido a la debilidad numérica y la escasa energía de su jefe, Bruto y Casio tienen que intervenir. Ya nadie tiene en cuenta, virtualmente, a Octaviano.
A finales de julio, Octaviano decidió plantear al Senado un ultimátum. Tenía la sensación de que era imposible esperar más tiempo ese consulado que no sólo le aseguraría un poder legal y lo colocaría en una posición superior a la de Antonio, sino que le conferiría un “imperium” que podía revelarse útil en caso de que Bruto y Casio desembarcaran en Italia con sus legiones.
Por eso envió al Senado una delegación de soldados (aparentemente espontánea) a declarar ante los Padres que se negarían a luchar contra las unidades que en el pasado habían combatido a las órdenes del dictador.
Los delegados pedían también el pago de las sumas que se les habían prometido y el consulado para Octaviano.
Como quiera que los senadores ofrecieron, como era su costumbre, una respuesta dilatoria, asegurando que deliberarían sobre ello, un centurión sacó su espada y declaró: “Si vosotros no lo hacéis cónsul, ésta lo hará”.
La respuesta de Cicerón no es tan conocida. Como era habitual en él, fueron unas palabras improvisadas, pero que, según Dión Casio, sellaron su sentencia de muerte.
Cicerón, en cuanto acabó de hablar el centurión, respondió: “Si presentáis vuestra petición de esta manera, obtendréis satisfacción”.
Cuando la delegación de soldados volvió al campamento de Octaviano, éste decidió marchar sobre Roma y tomó la ruta del sur.
Había llegado a un acuerdo con Antonio y Lépido.
El bando de los “vengadores” estaba constituido.
Vengar la muerte de César era la nueva consigna, la única en torno a la cual Antonio, Lépido y Octaviano podían coincidir.
Y es que las fuerzas contra las que iban a tener que combatir estaban dirigidas por los “asesinos”: Décimo Bruto, M. Bruto y Casio.
Octaviano, hijo adoptivo del héroe muerto, afirmaba su “pietas”, algo que siempre constituía un mérito a ojos de los romanos, una de las virtudes fundamentales de la ciudad desde que Eneas había llevado sobre sus hombros al viejo Anquises y lo había rescatado de las ruinas humeantes de Troya.
Pero al mismo tiempo Antonio y Lépido ya no aparecían más que como auxiliares del nuevo César.
En medio de la tormenta que se avecinaba, la vieja República estaba irremediablemente condenada a perecer. Cicerón lo comprende muy bien.
Hacia mediados de julio escribe a Bruto que, en las anteriores guerras civiles, la victoria de uno u otro bando dejaba subsistir pese a todo “cierta forma de “res publica””, pero que esta vez, si los adversarios triunfan, la existencia política de la Ciudad desparecerá, confiscada por un amo.
Entendía perfectamente que estaba tomando cuerpo una nueva lógica que la política consciente de Octaviano no podía sino desarrollar, durante su consulado, a lo largo del año 42. Una lógica que implicaba la eliminación de todo lo que subsistía del régimen republicano, de las fuerzas armada que se encontraban en Oriente y en Italia, y pronto llegarían las “proscripciones”, la destrucción física de los hombres que lo habían defendido; y la primera víctima, y la más necesaria, sería Cicerón.
Cuando Octaviano se acercó a Roma, con sus legiones, el Senado se apresuró a hacerle llegar el dinero destinado a los soldados y, al mismo tiempo, a autorizarlo a presentarse al consulado. El pánico se apoderó de la Ciudad.
Se creía que el joven César iba a atacar, y todo el mundo ponía a resguardo sus bienes más preciados.
Apiano, que expone con bastante detalle la situación durante esos días, nos informa de que Cicerón no apareció en el Senado mientras los Padres se mostraban dispuestos a concederlo todo.
La acción de Octaviano era una afrenta sumamente cruel para él.
Así lo dice en una carta: había avalado al joven César, lo había convertido en el campeón del Senado, y ahora Octaviano se volvía contra él y actuaba exactamente igual que los “facciosos” (golpistas) de antaño: Cinna y Sila.
Cicerón conocía las razones por las que su política había fracasado. Sabía que la verdadera causa eran las vacilaciones, la mezquindad de los “republicanos”, que no se resignaban a ver colmar de honores al hijo adoptivo de su víctima.
Cicerón había sido más realista, pero, injustamente, aparecía como el responsable de las desgracias del momento, que se habrían evitado si lo hubieran seguido hasta el final.
Pero el viejo hombre de Estado no se dejó desanimar.
En las siguientes sesiones aconsejó que se organizara la defensa de Roma.
Precisamente, se anunciaba que las legiones de África estaban a punto de desembarcar en Ostia.
En un arranque de patriotismo, los senadores, retractándose, llamaron a las armas a todos los hombres de edad de combatir.
Octaviano rodeó la Ciudad y estableció su campamento en la meseta sobre la que se yergue el Quirinal, en la región de la puerta Colina, el mismo lugar en el que Sila había tenido que combatir para penetrar en la Ciudad.
Esta vez no hubo siquiera simulacro de lucha.
Una multitud de ciudadanos, de todos los órdenes, acudió al encuentro del joven César, para manifestarle su fidelidad, saludarlo, implorar clemencia. Cicerón, dicen, se unió a la multitud y, cuando se presentó ante el vencedor, éste lo felicitó, irónicamente, por haber acudido, diciendo, eso sí, que, de todos sus amigos, él era el último en llegar.
Los comicios para la elección de los cónsules deberían haber sido presididos por un “interrex”. Pero para que fuera posible designar a uno, había sido necesario que no hubiera magistrado curul en el Estado y que los “auspicios correspondieran a los Padres”. Pero no era así. Fue, por tanto, un pretor, Q. Galio, el que convocó y presidió la “asamblea centuriada”. El otro pretor presente en Roma, M.Cecilio Cornuto, se había suicidado, antes que someterse al joven César. Una tradición familiar, ininterrumpida desde había medio siglo, hacía de él un defensor del Senado. Y no quiso sobrevivir a su honor.
Fue así como el 19 de agosto, y habiendo respetado, mal que bien, todas las formalidades, Octaviano fue elegido cónsul, junto con Q. Pedio, su primo, que había sido uno de los “legati” de César durante las campañas de las Galias.
Cuando Octaviano, tras su elección, hizo su entrada en la Ciudad, los dioses le enviaron un presagio favorable: doce buitres aparecieron en el cielo, un número igual a los que, según las crónicas, habían volado por el cielo sobre Rómulo en el momento en el que se fundaba la Ciudad. Lo que se anunciaba era, verdaderamente, un “nuevo nacimiento de Roma”.
Inmediatamente, los cónsules propusieron al pueblo leyes que preparaban el nuevo régimen.
Octaviano hizo legalizar mediante una “ley curiada” su adopción por parte de César, lo que suponía la consagración de la misma a ojos de los dioses y la asimilación total, tanto religiosa como legal, del hijo adoptado a un hijo natural. Octaviano pasaba así a formar parte de la “familia” de César, se inscribía dentro de la larga estirpe que empezaba con Anquises y Venus y culminaba en el Divus Iulius.
Apiano ofrece una razón menos mística para esta adopción ante las “curias”: que así de nuevo César se convertía oficialmente en el “patrono” de los numerosos “libertos” de su tío abuelo, un grupo poderoso y rico sobre el que a partir de ahora reinaba.
Otra ley, propuesta por Q. Pedio, anulaba las medidas tomadas contra Dolabela, y legalizaba así el asesinato de Trebonio.
Por otro lado, Octaviano hizo entregar inmediatamente al pueblo las sumas de dinero que le habían sido legadas por César (en su testamento) y cuyo pago había sido aplazado hasta entonces.
Una vez asegurado así el favor popular, el nuevo César hizo aprobar en nombre de su colega una “ley Pedia”, que constituía un tribunal especial –una quaestio extraordinaria – ante el que se llevaría no sólo a los autores materiales del asesinato de César, sino a todos los que habían sido, o parecido ser, sus cómplices.
Dión Casio asegura que esta medida iba dirigida principalmente contra Sexto Pompeyo, que seguía siendo el símbolo del bando pompeyano. Pero también estaba destinada a todos los que los actuales amos quisieran designar como sus enemigos. Y Cicerón, evidentemente, estaba entre ellos.
No obstante, Octaviano quiso tranquilizarlo; un fragmento de una carta que Cicerón le escribió entonces nos dice que el nuevo cónsul le había dado permiso para no asistir a las sesiones del Senado, y Cicerón le decía que, al parecer, contaba con su perdón por el pasado y, en el futuro, con el permiso de vivir como le pareciera.
Probablemente Octaviano era sincero. Podemos pensar que sentía por Cicerón el respeto de un verdadero romano ante un hombre mayor, tal vez cierta gratitud y, seguramente, la admiración merecida por el orador y pensador más grande de aquella época. Tal vez, ya entonces, lo consideraba incluso como un “gran patriota”.
Q. Pedio, entre tanto, hacía abolir una ley que había declarado a Antonio y Lépido enemigos públicos, lo que decidió a Planco y a Polión a abandonar el bando del Senado.
Décimo Bruto, al ver que ya no podía contar con sus aliados del pasado, trató de llegar a Oriente y encontrar asilo junto a Bruto. Pero la ruta que había escogido, y que debía conducirlo más allá del Rin, era demasiado complicada y demasiado larga para poder realizarla con su ejército.
Permitió volver a casa a todos los soldados que lo desearan. Únicamente conservó junto a él una escolta de unos trescientos hombres; pero la mayor parte de ellos se dispersaron y pronto Décimo Bruto se quedó prácticamente solo. Entonces fue hecho prisionero por un jefe bárbaro, que avisó a Antonio y éste le encargó que le hiciera ejecutar. Así lo hizo y envió la cabeza a Antonio.
A principio de octubre, Antonio, Octaviano y Lépido se reunieron en una pequeña isla, que la mayoría de los historiadores sitúan en el curso del Reno, al norte de Bolonia.
Allí se selló el “triunvirato”, la alianza entre los tres “cesarianos”, que se repartieron el poder, prometiendo apoyarse mutuamente, como lo hicieron en su momento Pompeyo, Craso y César.
Por el momento, lo que les pareció más urgente fue eliminar a todos aquellos que pudieran tratar de oponerse a ellos.
Elaboraron una primera lista, que incluía no se sabe si doce o diecisiete nombres. En primera fila figuraba Cicerón.
Plutarco, en la “Vida de Cicerón”, asegura que, durante más de dos días, Octaviano insistió en que se dejara con vida a Cicerón. Pero hubo de desistir ante la insistencia de Antonio, apoyado por Lépido.
Que Antonio y Fulvia habían sentido un odio especial hacia el orador de las “Filípicas” es sin duda muy plausible. Lo mismo sucede con Lépido, al que Cicerón había hecho declarar enemigo público al tiempo que se negaba a prever nada para asegurar eventualmente el futuro de sus hijos, pese a los ruegos de Bruto y Servilia, su tío y su abuela.
Octavio, por su parte, sólo tenía motivos de agradecimiento para con Cicerón, que le había procurado los medios para satisfacer sus ambiciones.
Pero Antonio y Lépido tuvieron que señalarle que también ellos inmolaban, ante lo que consideraban una necesidad política, el uno, Lépido, a su propio hermano Paulo, y el otro, Antonio, a su tío Lucio César. Lo que implica que Octaviano consideraba a Cicerón como un familiar cercano.
Finalmente tuvo que ceder y sacrificar al viejo orador.
Mientras los “triunviros” firmaban su alianza, en la llanura de Bolonia, y regresaban a Roma para hacer que los “comicios tributos” aprobaran un plebiscito que les confiriera poderes constituyentes (constituendae reipublicae) durante cinco años, Cicerón se encontraba en Tusculum en compañía de su hermano y su sobrino.
Q. Pedio, en contra de la voluntad de Octaviano, había publicado la lista de los diecisiete primeros condenados.
Cicerón decidió inmediatamente huir a su villa de Astura, donde le parecía más fácil protegerse y desde donde, en cualquier caso, podía escapar de los asesinos embarcando hacia Oriente.
Cicerón, ya en Astura, encontró un barco que lo condujo hasta Monte Circeo. Pero allí, en lugar de seguir viaje, regresó por vía terrestre a Astura.
Primero se dirigió hacia Roma, como si tuviera intención de regresar allí. Después cambió de opinión y se marchó a su villa. Al día siguiente, embarcó de nuevo y acudió a su propiedad de Gaeta, donde se detuvo a pasar la noche.
Los sirvientes le quisieron ayudar, y aunque al principio rechazó su ayuda, consiguieron meterlo en su litera y llevarlo hacia el mar.
Apenas acababa de marcharse, cuando un grupo de soldados se presentaba en la villa y derribaba la puerta. Preguntaron dónde se encontraba Cicerón; los sirvientes contestaron que no lo sabían. Pero un tal Filólogo, liberto de Quinto, al que Cicerón había criado e instruido, les hizo saber que el amo estaba en algún lugar del sendero que descendía a través del bosque hacia la orilla.
El destacamento de soldados estaba dirigido por un tribuno, llamado Popilio, que tenía bajo sus órdenes a un centurión, Herenio, defendido en el pasado por Cicerón, que lo había salvado de la acusación de parricidio. Herenio, salió corriendo, tomó un atajo y fue el primero en alcanzar la litera. Cuando Cicerón lo vio, dijo a sus portadores que pararan y lo miró fijamente, con la cabeza asomada por fuera de las cortinas. Entonces, mientras los soldados que estaban con el centurión apartaban la vista, Herenio lo degolló; después le cortó la cabeza y también las manos.
Cabeza y manos fueron enviadas a Antonio, el cual ordenó que fueran colocadas en los Rostra. Esto sucedía el 7 de diciembre, veinte años y dos días después de la ejecución de los cómplices de Catilina.
Quinto y su hijo, por su parte, no habían podido escapar a los enviados de Antonio, y ambos perecieron unos días más tarde.
Una tradición asegura que Filólogo, el traidor, murió a manos de Pomponia, tras los suplicios que ésta le infligió, entre otros cortando de su cuerpo pedazos de carne que le obligaba a comer.
Para Plutarco, no hay ninguna duda de que Cicerón fue víctima de Antonio. No sólo da cuenta de la opinión de Augusto, ya viejo, acerca del gran orador, sino que señala que, tras su victoria sobre Antonio, el “príncipe tomó a Marco, el hijo de Cicerón, como colega durante su consulado, y que fue en ese momento cuando fueron derribadas las estatuas de Antonio, erigidas en el foro y en otros lugares, se anularon los honores que se le habían concedido y se decretó que en el futuro ningún Antonio pudiera recibir el nombre de “Marco”.
“Así concluye Plutarco –el poder divino concedió a la casa de Cicerón la tarea de aplicar el castigo final de Antonio”.]
(CICERÓN. Pierre Grimal. Traducción Ana Escartín. Edit. Gredos.20023)
Segovia, 17 de abril del 2024
Juan Barquilla Cadenas.