Horacio: tres “Odas”
Quinto Horacio Flaco (65 a. de C. – 8 a. de C.), conocido como Horacio, fue el principal poeta lírico y satírico en lengua latina.
Fue un poeta reflexivo, que expresaba aquello que deseaba con una perfección casi absoluta.
Los principales temas que trató en su poesía son el elogio de una vida retirada (“beatus ille”) y la invitación a gozar de la juventud (“carpe diem”), temas retomados por poetas españoles como Garcilaso de la Vega y Fray Luis de León.
Escribió, además, “Épístolas” (cartas) la última de las cuales dirigida a los Pisones es conocida como “Arte Poética”.
Era hijo de un “liberto” (esclavo emancipado), si bien nació cuando su padre ya gozaba de libertad. Su padre, aunque pobre, invirtió mucho dinero en la educación de su hijo, acompañándolo a Roma donde inició sus estudios de Gramática con Orbilio y, es probable, que los de Retórica con Heliodoro.
A los 20 años se trasladó a Atenas para estudiar griego y filosofía en la Academia de Teomnesto, donde tomó contacto por primera vez con el “epicureísmo”.
Horacio siempre reconoció los cuidados y el gran sacrificio que su padre hizo por él; su relación es uno de los más bellos episodios de amor filial que sobreviven del período clásico.
Tras el asesinato de Julio César, se unió al partido republicano, formando parte del ejército que Marco Junio Bruto preparaba en Grecia para oponerse a los triunviros Octavio, Lépido y Marco Antonio, siendo nombrado “tribuno militar”.
El ejército republicano fue derrotado en la doble batalla de Filipos (42 a. de C.), en la cual, dadas sus escasas aptitudes militares, hubo de escapar para salvar así su vida.
Cuando Octavio decretó una amnistía a favor de aquellos que habían luchado en su contra, Horacio decidió volver a Roma. Conoció entonces la noticia de la muerte de su padre y la confiscación de sus propiedades para dárselas a los soldados veteranos de Augusto.
Sumido en la pobreza, consiguió, no obstante, trabajo como “escribano del cuestor”, un puesto que le permitió practicar su arte poético.
Con el tiempo, Horacio fue ganando el respeto y la admiración de los círculos literarios romanos, al que pertenecían Virgilio y Lucio Vario Rufo, quienes le presentaron a Cayo Mecenas (38 a. de C.), amigo y consejero de César Augusto.
El emperador le brindó su protección, llegó a ofrecerle un puesto como secretario personal, si bien Horacio declinó la oferta debido a sus principios epicúreos, alegando motivos de salud.
Mecenas llegó a convertirse en su protector y amigo personal, y obsequió a Horacio con una finca en Tibur (Tívoli), en las montañas sabinas (33 a. de C.), donde el poeta se retiró a redactar sus obras.
Su amistad fue tal que fueron enterrados uno junto a otro.
Los temas y tópicos creados por Horacio gozaron de un respaldo universal a lo largo de la literatura posterior a su fallecimiento. Esencialmente, partiendo desde el Renacimiento es difícil no hallar una sola composición no influida por los tópicos o las formas horacianas.
Así destacan poetas como Ronsard, Petrarca o Garcilaso, que se vieron envueltos por la dulzura y las reflexiones horacianas. En España podemos encontrar grandes influencias horacianas en Fray Luis de León, que prácticamente lo parafrasea en algunas de sus poesías, José Cadalso o Leandro Fernández de Moratín.
Algunos poetas ingleses se verán también influidos por Horacio, como John Keats o John Milton.
Más adelante, en la “Generación del 27”, también encontraremos influencias horacianas en poetas como el vallisoletano Jorge Guillén.
Su figura sigue asociada hoy día a los tópicos a los que le asoció la Edad Media, y que ahora pueden considerarse casi más medievales que plenamente romanos: la “aurea mediocritas”, el “carpe diem” y el “beatus ille”.
No obstante, la vitalidad de Horacio, pese a cierto anacronismo en su perspectiva que revela el siglo XXI, sigue activa como uno de los clásicos latinos más extraordinarios, junto a otros como Cicerón, Virgilio, Ovidio y demás artistas inmortales.
(Wikipedia)
En cuanto a su obra poética, distinguimos dos períodos, en cada uno de los cuales combina su dedicación a lo discursivo y a lo lírico alternativamente.
Así, en un primer período, que abarca desde el año 41 a. de C. hasta el 30 a. de C., compone, por una parte, las “Sátiras”, poesía crítica y conversacional (precisamente llamadas también “Sermones”, es decir, “charlas”), con abundantes elementos filosóficos y biográficos, siguiendo las pautas marcadas por el género por el poeta romano Lucilio, un siglo anterior a Horacio, y escritas en hexámetros; y, como contrapunto lírico, aunque también con ciertos rasgos comunes, como es el tono mordaz y punzante, escribe el libro de “Épodos”.
El género de los “Épodos” constituye, dentro de la lírica, un tipo especial: es en su origen lírica de maldición e injuria, poetización del insulto.
En su segundo período, que va desde el año 30 a. de C. hasta el año 13 a. de C., en que parece abandonar todo cultivo de las letras, escribe cuatro libros de “Odas”, poesía lírica, y los dos libros de “Epístolas”, también en hexámetros: como las “Sátiras”, cuyos ingredientes temáticos predominantes son los consejos morales a sus amigos, la meditación filosófica, alguna que otra anécdota personal y muy especialmente, la crítica literaria, llevada a su culmen y perfección sistemática en la tercera epístola del libro segundo, dirigida a la familia de los Pisones y más conocida por “Arte Poética”, que ha tenido, junto a la “Poética” de Aristóteles, una larga influencia en la literatura occidental como manual de preceptiva literaria.
Los cuatro libros de “Odas”, cuyo título latino “Carmina”, debería propiamente traducirse como “Poemas” o “Canciones”, constituyen la obra maestra de Horacio.
Cuando trabajaba en la elaboración del libro IV, una vez acogidos favorablemente los tres primeros y cantado públicamente el “Canto Secular” (que había compuesto por orden de Augusto para celebrar el siglo, cien años), podía el poeta jactarse de su éxito y dar gracias a la Musa.
Habíase propuesto Horacio en esta obra trasladar a la lengua latina la canción de los poetas lesbios, Alceo y Safo, tras las aislados y poco ambiciosos ensayos de Catulo en tal empresa.
En las Odas, en primer lugar, ocupa una parte considerable el elogio de Augusto, su reconocimiento como salvador de Roma y la prédica de su renovador programa político.
Más en concreto, las seis primeras “Odas” del libro III, conocidas como “romanas”, están dedicadas a exponer las reformas morales proyectadas por Augusto.
La vuelta a la sobriedad y austeridad de los viejos tiempos republicanos late como consigna en muchos puntos de la obra y especialmente en esas seis composiciones.
Como contrapartida se critica el lujo contemporáneo, la molicie y el libertinaje.
Brota asimismo un arrepentimiento y condena de las recién clausuradas guerras civiles; y como si ello fuera un remedio o expiación, se persigue encaminar los odios y el espíritu bélico contra los partos, habida cuenta de que no se había lavado la herida aún que para los romanos constituyó la afrentosa derrota de Craso en Carras (año 53 a. de C.).
Mas la expiación segura de los fraternos crímenes lo encuentra Horacio y Augusto (que en su testamento se jactaba de haber restaurado ochenta y dos santuarios) en la vuelta a la religiosidad nacional de antaño.
Aparte de este hacerse eco de su programa, las “Odas” abundan en panegíricos dedicados a la propia persona del “príncipe” (Octavio Augusto), a su victoria, a su obra de paz, a su familia y a su ascendencia divina.
En segundo lugar, en las “Odas” se nos muestra, con no menor relevancia, el tema de la amistad.
Habla de sus amigos, especialmente de Mecenas, pero también de Virgilio, Asinio Polión, Agripa, Tibulo, Septimio, Pompeyo Varo, hombres cultos, unánimes en su formación e ideales, aunados en torno a la figura singular de Mecenas.
En tercer lugar, se muestra en ellas la inspiración filosófico-moral, mayormente epicúrea, pero con elementos traídos también del estoicismo.
La amistad es algo a lo que los epicúreos dan mucha importancia: “La amistad danza alrededor de la tierra y a todos pregona que despertemos para gozar de la felicidad”, había dicho Epicuro.
También epicúreo es ese deseo de distanciarse de la vida pública como si de una prisión se tratara, para mantenerse tranquilo en una existencia retirada – “procul negotiis”-, gozando de los bienes del campo; esa afición al campo, bien testimoniada por Horacio en todas sus obras, era precisamente otra de las notas que distinguían al sabio epicúreo.
Pero frente a esto, hay la creencia confesada en la “providencia de los dioses” y el testimonio de una tajante conversión religiosa que implica, al menos parcialmente, una conversión filosófica: “Parco y poco asiduo adorador de los dioses, mientras deambulaba imbuido en una doctrina loca, me veo obligado ahora a volver hacia atrás las velas” (I, 34, 1-5).
Por lo demás, Horacio tan pronto nos muestra el sendero de la virtud como nos incita al placer, y al disfrute de lo efímero. Y en esa virtud están comprendidos objetivos morales como la templanza, mesura o medianía – la famosa “mediocritas aurea”-, la justicia y fortaleza de espíritu y, dentro de esta última la imperturbabilidad o “ataraxia”, que era un concepto clave para Epicuro como vía hacia el supremo bien del placer, pero que en cierto momento penetró también en la “Stoa” como equivalente de la “apatía” o “impasibilidad”.
Bajo el concepto de “apatía” se pueden situar las varias condenas horacianas a la pasión de tener, al lujo, a la molicie, a los viajes por mar –como signo de inconformismo con lo propio e inmediato -, su exaltación de la vida austera y poco exigente (principios que los “cínicos” habían elevado a regla de conducta) y sus recriminaciones contra la ira (objeto más tarde de meditación filosófica para Séneca en su obra “De ira”), aquella ira que en su juventud lo arrastró a cultivar un género literario demasiado violento.
Pero hay algo en Horacio que rompe sus pretensiones de imperturbabilidad y desapasionamiento, algo que le impide alcanzar la deseada sabiduría: la angustia desazonada que le produce la idea de la muerte, concebida no como estado inconsciente de los bienes perdidos, lo cual a los epicúreos les parecía razón suficiente para no temerla, sino como lóbrego tormento inevitable, fin de los placeres y fin de todo.
La reiterada mención y meditación sobre la muerte como destino universal del hombre hace de Horacio un poeta pre-existencialista, cuyo pensamiento se adelanta a la concepción heideggeriana.
Así se entiende, a la vista aterradora de los límites del hombre, su también reincidente prédica del goce como contrapartida o desquite.
El placer cantado por Horacio fruto del vino y del amor, no parece concordar con el “placer epicúreo”, que es algo más que el mero placer físico.
Lo amoroso cobra también un papel relevante en las “Odas”.
Frente a los “elegíacos” es de destacar el mayor desapasionamiento y objetividad con que Horacio habla del amor.
En sus piezas se destaca lo engañoso y efímero del amor, sus efectos pasionales, los celos, la acérrima fidelidad, la traición; se caricaturiza la inoportuna lascivia de viejas cortesanas o matronas; a Venus se la llama “cruel” o se la designa como “madre cruel de los dulces amores”, dando a entender así los efectos polares del enamoramiento (“odi et amo” de Catulo).
El tema del “vino” anda asimismo disperso por todo el cancionero horaciano como un legado de la poesía de Alceo y Anacreonte que el poeta ha sabido asimilar y modular con voz propia.
El vino es uno de esos placeres que conviene cosechar antes que llegue la muerte.
Es medicina de zozobras y compañero de fiestas y celebraciones.
Otro tema que aparece en las “Odas” es el tema del campo y del paisaje natural, que con sus diversos elementos: prados, riachuelos o fuentes, bosque o sombra arbórea, abejas, etc., conformando el tópico del “locus amoenus”, era ya un hábito arraigado y promovido especialmente por el bucolismo helenístico.
Por otro lado, el sabio epicúreo debía ser amante del campo y de la vida en contacto con la naturaleza.
Y Horacio, más de una vez, testimonia en las “Odas” encontrar en el campo su deleite.
A la naturaleza suele contemplársela en el momento pasajero de la estación, cuando cambia de rostro, con la intuición de su constante mutabilidad: “los fríos se templan al soplo de los Zéfiros, a la primavera la arrolla el verano, que habrá de sucumbir, a su vez, tan pronto como el pomífero otoño haya derramado sus frutos, y viene corriendo más tarde de nuevo el invierno inactivo” (IV, 7, 9-12).
En cuanto a la mitología, cabe distinguir al menos dos modalidades de empleo: como argumento del poema y como mero ejemplo.
Lo primero sucede particularmente en los himnos donde se enumera o desarrollan ciertos hechos del dios invocado: Baco acompañado de ninfas y sátiros, matrimonio con Ariadna y regalo que le hizo de la famosa corona, ruina de Penteo y Licurgo, etc.
La Oda I, 15 es toda ella, con la breve presentación de los cinco versos iniciales, que son palabras del poeta, una profecía cantada por el dios Nereo a Paris y Helena sobre las funestas consecuencias de su adulterio: la recurrencia al discurso en boca de algún personaje mítico –siguiendo el ejemplo de Píndaro – llega en esta pieza a su máximo rendimiento.
El uso del mito como ejemplo se realiza más frecuentemente en simples alusiones de ciertos nombres significativos: el poeta atestigua con ejemplos del mito (Tántalo, Titono, Minos) el principio de la universalidad de la muerte (I, 28, 7 y ss.) o apoya su afirmación de que no es vergonzante amar a una esclava con los casos de Aquiles y Briseida, Ayax y Tecmesa, Agamenón y Casandra (III, 4, 3 y ss.), siendo más frecuentes las series de tres ejemplos con ampliación del último.
Predominan los temas de la saga troyana y en ello la obra homérica, que desde la escuela romana conocía bien el poeta, le ofrecía una inagotable cantera; colaboraba además así a la promovida por Augusto vinculación de Roma con sus orígenes míticos, que hallaría en la Eneida su más cumplida plasmación.
Por último, una no despreciable parte en el conjunto de las “Odas” está destinada a la reflexión sobre el hecho literario mismo.
Es muy frecuente que el poeta defienda su inspiración y su Musa lírica frente a la épica y, en general, frente a los géneros poéticos de más altos vuelos.
Subyacen en ello la afición por la obra de reducidas dimensiones, por el poema corto y de tema no heroico y, consiguientemente, su fobia contra la épica y los temas grandilocuentes, gustos proverbializados en el conocido lema “un libro grande es un gran mal”.
En varios lugares del libro IV pone de relieve el peculiar poder inherente a la poesía de salvar del olvido e inmortalizar a todo aquello y aquellos que son materia del verso, motivo éste de herencia pindárica: en IV, 8, 25-29, y en IV, 9, 25-28, por ejemplo.
Pero también la poesía es capaz de inmortalizar a su agente, el poeta. Horacio, se refiere doblemente, en acertado vislumbre, a su futura inmortalidad por la fama de sus versos: en II, 20 y III, 30.
(Horacio. Épodos. Odas. Introducción, traducción y notas de Vicente Cristobal. Alianza Editorial.)
1. Oda (libro I, 3)
En esta Oda, Horacio ruega a la diosa Venus, a los dióscuros (Cástor y Polux) y a Eolo (rey de los vientos) que protejan la nave que lleva a su amigo Virgilio de viaje a Atenas.
Maldice la osadía de los hombres, especialmente del que primero construyó un barco y lo echó a la mar. También menciona la osadía de Prometeo para robar el fuego sagrado a los dioses y dárselo a los hombres, pues después de eso aumentaron las penurias y las dolencias de los hombres, y se apresuró la llegada de la muerte, que en la “edad de oro” era más tardía.
Habla también de la osadía de Hércules que se atrevió a bajar al mundo del Hades para llevarse el perro Cerbero, guardián de las puertas del Hades.
También menciona la osadía de Dédalo que construyó unas alas de cera para volar.
Y dice que nada les parece difícil a los mortales, pero que, debido a su maldad, Júpiter no deja de castigarlos.
“¡Ojalá la diosa que impera en Chipre (1),
Ojalá los hermanos de Helena, refulgentes estrellas (2), y el padre de los vientos (3),
encerrando a todos menos al Yápige (4), te guíen,
Oh nave, que nos debes a Virgilio, a ti confiado
entrégalo, sano y salvo, a las costas del Ática – te lo ruego -
y consérvame la mitad de mi alma.
Madera de roble y triple lamina de bronce en torno al pecho
tenía aquel hombre que por primera vez entregó una
barquilla frágil al salvaje piélago (mar), y no tuvo
miedo del Ábrego (5) arrollador
pugnando con los Aquilones (6), ni
de las funestas Híadas (7) ni de la furia del Noto (8)
mayor que el cual no hay otro soberano en el Adriático,
ya si se le antoja encrespar o menguar las olas.
¿Qué clase de muerte temió el que contempló con ojos
sin lágrimas monstruos nadadores, el que contempló el
mar turbulento y los montes Acroceraunios (9),
escollos tristemente célebres?
En vano la divinidad providente separó las tierras
poniendo el Océano en medio, si, a pesar de todo,
barcas impías atraviesan los mares que no debieron tocar.
La raza de los hombres, audaz para afrontarlo todo,
precipitose sacrílegamente por lo prohibido.
Audaz el hijo de Japeto (10), con malicioso hurto,
trajo el fuego a los humanos.
Después que el fuego fue robado de la mansión celestial,
la penuria y una nueva muchedumbre de dolencias
se abatió sobre la tierra, y la fatalidad, antes tardía,
de una muerte relegada apresuró su paso (11).
Dédalo (12) probó a volar por el aire vacío con alas que
no le habían sido dadas al hombre. Se abrió paso
a través del Aqueronte el esfuerzo de Hércules (13).
Nada se les antoja difícil a los mortales.
En nuestra estulticia pretendemos el cielo mismo,
y por culpa de nuestra maldad no dejamos que
Júpiter deponga sus coléricos rayos.”
Notas:
(1) Venus, que nació en el mar, junto a Chipre, de donde su epíteto “Cipris”.
(2) Cástor y Polux, catasterizados en la constelación de “Gemini” y protectores de la navegación.
(3) Eolo.
(4) Viento del Noroeste, propicio para los que navegaban a Grecia.
(5) Viento del Sur que trae lluvias.
(6) Vientos fríos del Norte.
(7) Cinco Ninfas hacedoras de lluvia.
(8) Viento del Sur que se creía que traía las tormentas del final del verano y del otoñó.
(9) Acantilados en la costa del Epiro.
(10) Prometeo.
(11) En la “Edad de oro” la muerte llegaba más tarde.
(12) El mítico constructor del Laberinto que escapó de Creta volando junto con su hijo Ícaro, con alas de cera y plumas que él mismo fabricó.
(13) En el duodécimo y último de sus trabajos, Hércules penetro en el Hades, tras atravesar el Aqueronte –río del infierno-, para capturar al perro Cerbero.
2. Oda (Libro I,4)
En esta Oda, con la llegada de la primavera, Horacio nos anima a disfrutar de la vida, porque la vida es corta (“la breve suma de la vida nos prohíbe poner cimientos a una esperanza larga”).
Dice que la muerte es igual para todos (“la pálida muerte golpea con pie igualitario las cabañas de los pobres y las torres de los ricos”) y que cuando llega se acaba todo.
“Se derrite el riguroso invierno con el retorno
plácido de la primavera y del Fabonio (1);
las máquinas arrastran las quillas
secas; y ya ni el ganado se goza con los establos,
ni el labrador con el fuego, ni blanquean los prados
cubiertos de canas escarchas; ya la Citerea Venus
guía los coros a la luz de la luna y las Gracias
hermosas (2), unidas a las Ninfas, golpean alternativamente
el suelo con su pie; en tanto, el ardiente Vulcano va
a inspeccionar las fraguas laboriosas de los Cíclopes (3).
Ahora es el momento de coronar la cabeza esplendente
con verde mirto o con la flor que producen las
esponjadas glebas; ahora también es momento de hacer
sacrificar a Fauno (4) en los bosques umbríos,
ya lo reclame de cordera o lo prefiera de cabrito.
La pálida muerte golpea con pie igualitario las
cabañas de los pobres y las torres de los ricos. ¡Oh Sestio
afortunado! La breve suma de la vida nos prohíbe
poner cimientos a una esperanza larga. Enseguida
la noche, los Manes (5) de la leyenda
y la enjuta morada de Plutón (6) te harán
su víctima; tan pronto como hayas partido hacia
allí, no sortearás con los dados la realeza en el vino (7)
ni admirarás el tierno Lícidas, por quien los jóvenes
todos se enardecen hoy y por quien mañana las
muchachas se encandilarán.
Notas:
(1) Viento del Oeste, heraldo de la primavera. Su nombre griego, Zéfiro.
(2) Diosas del cortejo de Venus, en número de tres: Aglaya, Eufrósina y Talia, hijas de Júpiter y de la Oceánide Eurínome. Horacio nos las muestra en actitud parecida a como las pinta Rubens en su famoso cuadro.
(3) Los Cíclopes ayudaban a Vulcano, dios herrero, en su tarea. Habitaban en fraguas subterráneas, ya sea en el Etna, ya en la isla Lípari, ya en la isla de Lemnos.
(4) Dios protector de los rebaños.
(5) Espíritus de los muertos.
(6) El simposiarca o jefe del banquete, que ordenaba en qué medida se debía mezclar el vino.
3. Oda (libro I, 5)
En esta Oda nos habla de desengaño amoroso, sufrido en este caso por un hombre, y vaticina al enamorado actual las mismas desgracias que él sufrió, lamentando no haber conocido bien cómo era ella en realidad.
“¿Qué esbelto muchacho en alfombra de rosas,
ungido todo con líquidos perfumes, te abraza, Pirra,
al cobijo de amena gruta?, ¿para quién te sueltas
la rubia cabellera, sencilla en tus ornatos?
¡Ay! ¡Cuántas veces llorará las promesas quebrantadas
y la mudanza de los dioses, y, desacostumbrado a ello,
contemplará estupefacto los mares encrespados por
negros vientos, él, que goza crédulo ahora de tu
momento dorado, que espera encontrarte disponible
siempre, complaciente siempre, sin acordarse
de la brisa falaz!
¡Desgraciados aquellos ante quienes resplandeces
sin que te hayan conocido!
En cuanto a mí, la pared del templo testimonia
en una tabla votiva que he dejado colgadas mis
vestiduras mojadas como ofrenda al dios que
gobierna en el mar (Neptuno).”
(Horacio. Épodos. Odas. Introducción, traducción y notas de Vicente Cristobal. Alianza Editorial.)
Segovia, 22 de mayo del 2022
Juan Barquilla Cadenas.