CICERÓN: De Officiis (Sobre los deberes)
CICERÓN: “DE OFFICIIS” (Sobre los deberes)
“De officiis” es una obra filosófica de Cicerón que trata de los “deberes” a los cuales cada hombre debe atenerse en cuanto miembro del Estado.
Fue escrita en el último mes del año 44 a. de C. y está dedicada a su hijo Marco, que en aquel momento estudiaba filosofía en Atenas, pero también está dedicada a toda la juventud romana a la que trataba de ofrecer una guía de comportamiento ético.
Michael Grant afirma que “el mismo Cicerón parece haber considerado este tratado como su testamento espiritual y su obra maestra”.
Esta obra es en realidad un complemento de sus tratados “De Republica” y “De legibus”, y es el verdadero tratado de política de Cicerón, orientado a la formación espiritual de un pueblo, regenerando y educando como buenos ciudadanos a toda la juventud romana.
Dejando establecido en el “De Republica” la constitución, el régimen y la mejor forma de gobierno, y en el “De legibus” las normas con las que los ciudadanos se sentían iguales ante el derecho, en el “De officiis” trata de formar a todos los ciudadanos en la conciencia de lo recto y del cumplimiento del deber de una forma consciente y racional.
Considerando todos y cada uno que sus primeras obligaciones son para con la patria, todos pensarán y querrán ayudarse mutuamente y cada cual aportará en beneficio común de los demás lo que él tenga como suyo; nadie buscará su utilidad particular perjudicando a la comunidad.
Los bien capacitados aspirarán al poder, y el pueblo los elegirá si los ve justos y prudentes y no se irá tras la vanagloria, sino hacia la gloria verdadera, que resulta de tres elementos: de la benevolencia popular, de la lealtad y de la admiración causada por el honor verdadero.
En la convivencia de hombres bien morigerados (educados) habrá concordia, paz y prosperidad común, que es el supremo bien de la patria; por eso, cuando tenga que hacerse la guerra, en ella no se buscará otra cosa que conseguir y restaurar la paz digna y honrosa.
Se tendrá en más a los juristas, a los oradores, a los sabios y a los filósofos que a los militares.
El ciudadano adquirirá el sentido de la dignidad personal obrando siempre con decoro, que es el reflejo de la virtud, fundamento de nuestros deberes.
El “De officiis”, como código de moralidad, es lo más perfecto que nos comunicaron los tiempos antiguos.
Plinio el Viejo decía al joven príncipe Tito que el libro “Sobre los deberes” de Cicerón no sólo había que tenerlo siempre entre las manos, sino aprenderlo de memoria.
Sabido es que cuando San Ambrosio trata de dar a la religión cristiana una ética filosófica, toma como modelo de sus “De Officiis ministrorum” esta obra de Cicerón que con frecuencia parafrasea.
Voltaire afirma que “jamás podrá escribirse nada más sabio, ni más verdadero, ni más útil”, y de una forma parecida Federico el Grande decía: “El libro “Sobre los deberes” es la obra más bella de filosofía moral que se ha escrito y que se escribirá”.
La obra de Cicerón está inspirada en un trabajo análogo del estoico del siglo II a. de C. Panecio, y está dividida en tres libros. A pesar del carácter ecléctico del pensamiento de Cicerón, sigue a Panecio en los dos primeros libros.
Yo he seleccionado aquí algunas de las cosas que me han parecido más interesantes de la obra “De officiis” (Sobre los deberes) de Cicerón.
“De ninguna acción de la vida, ni en el ámbito público ni en el privado, ni en el foro ni en tu casa, ya hagas algo tú solo, ya juntamente con otro, puede estar ausente el “deber”, y en su observancia está puesta toda la honestidad de la vida, y en la negligencia toda la torpeza.
Y la investigación de este tema es común a todos los filósofos: ¿quién osará llamarse filósofo sin haber dado precepto alguno sobre el deber?
Pero hay algunas sectas filosóficas que, con los límites que establecen para el sumo bien y para el sumo mal, alteran todo el concepto de los deberes. (tres son las escuelas que, según Cicerón, confunden los deberes: Arístipo y Epicuro, que identifican el sumo bien con el placer; Jerónimo de Rodas, para quien la felicidad consiste en la ausencia de dolor; y Carnéades que ponía la felicidad en el disfrute de todos los bienes que ofrece la naturaleza).
Pues quien establece el sumo bien de forma que no se halla unido a la virtud y lo mide por su propia utilidad y no por la honestidad, éste, si quiere ser consecuente consigo mismo, y en ocasiones no se deja llevar por su buena índole (carácter), no podrá cultivar ni la amistad, ni la justicia, ni la libertad. Ni puede ser fuerte en modo alguno quien piensa que el dolor es el mal supremo, ni temperante quien pone el bien supremo en el placer.
… Según Panecio, antes de tomar una deliberación (decisión) suelen considerarse tres puntos:
Primeramente, se duda si es honesto o torpe (vergonzoso) lo que es objeto de la deliberación, en cuya consideración muchas veces se dividen las almas en opiniones contrarias.
Después se indaga y considera si conduce o no a la comodidad y a la alegría de la vida, si acrecienta nuestros haberes y provisiones, nuestras influencias, nuestro poder, medios con que poder ayudarse a sí mismo o a los suyos. Deliberación que pertenece enteramente al dominio de lo útil.
El tercer punto de deliberación se da cuando lo que se presenta como útil parece entrar en conflicto con la honestidad; porque cuando la utilidad tira del alma hacia sí, y la honestidad nos reclama, el ánimo se ve solicitado (preocupado) en su decisión y no acierta hacia dónde inclinarse.
Pero no suele deliberarse únicamente si lo que se va a hacer es honesto o torpe (vergonzoso), sino también, dadas dos cosas honestas, cuál es más honesta y, entre las propuestas como útiles, cuál es la más útil.
Origen y concepto de lo honesto
En primer lugar, la naturaleza ha dotado a todos los seres animados del instinto de defender su vida y su cuerpo, y de huir de todo lo que parezca perjudicial, de buscar por todos lados y preparar lo necesario para vivir, como el alimento, el albergue y otras cosas semejantes.
Instinto común de todos los animales es el apetito de unirse, con el fin de procrear y tener cierto cuidado de la prole. Pero entre el hombre y los demás animales hay esta gran diferencia, que éstos se mueven solamente en cuanto los estimula su sentido, y se acomodan tan sólo a lo que tienen delante de sí con muy poco sentimiento de lo pasado y de lo futuro. El hombre, en cambio, estando dotado de razón por la que distingue los efectos, ve las causas de las cosas, prevé sus procesos y sus antecedentes, compara sus semejanzas, enlaza íntimamente a lo presente lo futuro, ve todo el curso de la vida y prepara todo lo necesario para ella.
Además de esto, la naturaleza, por la fuerza de la razón, une a los hombres entre sí formando una comunidad de lenguaje y de vida y engendra ante todo el amor singular para con los hijos.
Pero ante todo es propio del hombre la diligente investigación de la verdad. Así pues, cuando nos sentimos libres de los trabajos y de las preocupaciones de la vida, deseamos ver algo, oir, aprender, y creemos necesario para nuestra felicidad el conocimiento de los secretos y maravillas. De donde se colige (deduce) que lo verdadero, simple y sincero es lo apropiado a la naturaleza del hombre.
A esta ansia de ver se une un fuerte anhelo de independencia, de suerte que un alma bien formada por naturaleza a nadie se somete voluntariamente sino al que aconseja o enseña, o por utilidad al que está investido de autoridad justa y legítima; de ello surge la grandeza de espíritu y el desprecio de las cosas externas.
Y no es pequeño privilegio de la naturaleza racional el hecho de que es el único ser animado que percibe lo que es el orden, lo conveniente y la medida en los hechos y en las palabras. Así pues, de las cosas que se perciben por la vista no hay ningún otro animal que discierna la hermosura, la gracia y la proporción de las partes, y, pasando la naturaleza y la razón esta semejanza de los ojos al alma (mente), piensa que debe conservar mucho más la hermosura, la constancia y el orden en los pensamientos y en las obras y procura no hacer nada indecoroso o inconstante, y en todas las opiniones y en los actos no pensar ni obrar nunca por capricho.
… Ahora bien, todo lo que es honesto surge de una de estas cuatro virtudes: o bien consiste en el diligente y exacto conocimiento de la verdad; o en la defensa de la sociedad humana dando a cada uno lo suyo y observando la fidelidad de los contratos; o en la grandeza y vigor de un alma excelsa e invicta; o en el orden y medida en cuanto se hace y se dice. En esto precisamente consiste la moderación y la templanza.
Aunque estas cuatro virtudes están unidad de forma que una no puede existir sin la otra, sin embargo, de cada una surge una determinada especie (clase) de deberes: por ejemplo, de la primera, en la que ponemos la sabiduría y la prudencia, procede la investigación y el hallazgo de la verdad, que es el cometido propio de esta virtud. Esta virtud tiene la verdad como objeto de su consideración y de su actividad.
El objeto de las tres virtudes restantes, en cambio, es proveer y conservar todo lo concerniente a la práctica de la vida, de forma que se conserve la sociedad y la unión de los hombres.
De la sabiduría
De las cuatro partes en que hemos dividido la honestidad según su naturaleza y su concepto, la primera, que consiste en el conocimiento de la verdad, es la más propia del hombre.
Todos nos vemos arrastrados y conducidos hacia el deseo del conocimiento y de la ciencia, creemos que es hermoso el sobresalir en ello; el fallar, el errar, el no saber y el engañarse nos parecen una desgracia y una vergüenza.
Pero en el secundar este estímulo, que es natural y honesto, hay que precaver dos vicios: el primero, que no demos por conocido lo que ignoramos y obremos en consecuencia sin pruebas. Quien desee evitar este vicio – todos debemos desearlo- dedicará a la consideración de las cosas el tiempo y las diligencias necesarias.
El otro defecto consiste en aplicar, como hacen muchos, un celo desmedido y un trabajo ímprobo a cosas oscuras y difíciles y sobre ello no necesarias.
De la justicia
De las otras tres especies (clases) de lo honesto es de uso más general la que mantiene unida la sociedad de los hombres como en comunidad de vida.
Tiene dos partes: la justicia, que es la más espléndida de todas las virtudes por la cual se constituyen los hombres de bien, y a ella aparece unida la beneficencia, que puede llamarse también bondad y generosidad.
La primera obligación que impone la justicia es no causar daño a nadie, si no es injustamente provocado; la segunda, ordenar usar de los bienes comunes como comunes y de los privados como propios.
No hay cosas de posesión privada por naturaleza, pero se convierten en bienes privados por antigua ocupación, como los que se posesionan de unas tierras desiertas, o por la victoria, como los que han vencido en una guerra, o por la ley, por un pacto, o una convención, o por la suerte. Y por ello se dice que el campo de Arpino es de los arpinates, el de Túsculo de los tusculanos, y de una forma semejante se efectúa la repartición de las posesiones privadas. Por lo cual, puesto que aquellos bienes, que antes eran comunes, se han convertido en propiedad privada, que conserve cada uno lo que le vino en suerte; y quien pretenda tomar para sí algo de ello violará el derecho de la sociedad humana.
Pero, ya que, como dice muy bien Platón, no nacemos únicamente para nosotros, sino que parte de nuestro nacimiento lo exige la patria, parte los amigos; y, como según place a los estoicos, todos los productos de la tierra han sido creados para el uso de los hombres, y los hombres mismos han nacido los unos para los otros, a fin de que puedan ayudarse recíprocamente, en este sentido debemos seguir a la naturaleza como guía, poniendo en común lo que puede ser útil a todos con el intercambio de servicios, dando y recibiendo, y hacer más íntima la sociedad de los hombres entre sí con nuestro ingenio, con nuestro trabajo y todos los medios de que dispongamos.
El fundamento de la justicia es la fidelidad, es decir, la sinceridad de las promesas y de los convenios y su pura observancia.
El castigo y la guerra tienen también sus normas
Hay también deberes que observar en orden a quienes nos han injuriado.
La venganza y el castigo tienen también sus límites, y quizás debamos satisfacernos con que el ofensor sienta pena de su acción, para que él no vuelva a hacer nada semejante, y todos los demás sean menos propensos a faltar.
Tratándose de los intereses del Estado, hay que observar sobre todo las leyes de la guerra. Porque, habiendo dos medios para poner fin a una contienda, la negociación y la fuerza, el primero es propio de los hombres, el segundo de las bestias: habrá que recurrir a este último cuando no sea posible usar el primero.
La razón de emprender una guerra es el deseo de vivir en paz segura; pero, conseguida la victoria, hay que respetar las vidas de los enemigos que no fueron crueles ni salvajes. Como nuestros mayores concedieron incluso la ciudadanía a los tusculanos, a los ecuos, a los volscos, a los sabinos, a los hérnicos, en cambio, a Cartago y a Numancia las arrasaron y sembraron de sal. Yo no hubiera querido la destrucción de Corinto; pero creo que tuvieron sus razones para ello, sobre todo la situación estratégica del lugar.
Yo pienso que hay que buscar siempre una paz segura, en que no se prepare ningún género de insidias.
Y si hay que hacer consideraciones con los vencidos en la batalla, deben ser bien acogidos los que se han entregado bajo la protección de los jefes, aun cuando el ariete hubiera golpeado los muros.
En lo cual se han manifestado tan benignos nuestros generales, que, quienes habían acogido bajo su protección a los ciudadanos y naciones vencidas en la guerra, eran declarados “patronos” de las mismas, según costumbre antigua.
Las normas de la equidad de la guerra están expuestas religiosamente en “el derecho fecial” del pueblo romano.
En sus cláusulas se establece que una guerra no puede ser justa sino después de haber hecho las reclamaciones pertinentes y de haberla denunciado y declarado formalmente.
Unión de los hombres en general
La sociedad y la unión de los hombres se guardará perfectamente, si aplicamos nuestra generosidad a las personas a quienes tratamos con mayor intimidad.
Pero hay que volver más profundamente sobre los principios naturales de la sociedad humana.
El primer principio es el que pertenece a todo el género humano, la razón y el habla, los cuales, enseñando, aprendiendo, comunicando, discutiendo, juzgando, hermanan entre sí a los hombres y los unen en una sociedad natural. Y no hay cosa que nos separe tanto de la naturaleza de los animales, en los que decimos que existe muchas veces la fortaleza, como en los caballos, en los leones; pero jamás decimos que haya en ellos justicia, equidad y bondad, porque están privados de la razón y del habla.
De la fortaleza
De las cuatro virtudes que hemos puesto como fuente de la honestidad y del deber, parece la más espléndida la que procede de un alma grande y elevada, y que se sitúa por encima de las cosas humanas.
Alabamos las cosas que han realizado (los hombres) con gran ánimo, singular valor y firmeza.
De aquí proviene ese campo abierto que ofrecen a los oradores Maratón, Salamina, Platea, las Termópilas, Leuctra; de aquí nuestros Cocles, Decios, Cn. y P. Escipión, P. Marcelo e innumerables más, y, sobre todo, el pueblo de Roma sobresalió en grandeza de alma.
Esta afición por la gloria militar se demuestra por el hecho de que casi todas las estatuas aparezcan con atavíos militares.
La fortaleza debe apoyarse en la justicia
Pero esta grandeza de alma, que se manifiesta en los peligros y en los trabajos, si se presenta desprovista de justicia y lucha no por el bien común, sino por intereses particulares, es viciosa, porque esto no solamente no es propio de la virtud, sino más bien de un brutal egoísmo ajeno a todo sentimiento de humanidad. Bien definen, por tanto, los estoicos la fortaleza al decir que es la virtud que lucha por la equidad. Nadie, por tanto, que haya conseguido fama de fuerte por medio de insidias y malicia ha logrado verdaderamente alabanza: porque nadie que no sea justo puede ser honesto.
Muy bien dijo Platón: “No solamente la ciencia que está alejada de la justicia debe llamarse “astucia” mejor que sabiduría, sino que también el ánimo preparado para el peligro, si va impulsado por su ambición y no por la utilidad común, debe llamarse “audacia” mejor que fortaleza”.
Queremos, pues, que los hombres fuertes y magnánimos sean a un tiempo buenos y sinceros, amigos de la verdad, sin engaño ni falsía, virtudes que forman el principal ornamento de la justicia.
La magnanimidad según su naturaleza
… De los dos requisitos de la fortaleza, la nobleza y la dignidad, toda la utilidad se encuentra en la segunda, pero en la primera tenemos la fuente y el estímulo de la verdadera grandeza, porque en él está lo que hace excelentes a los hombres y menospreciadores de las cosas externas.
Y esta fuerza moral se reconoce por dos señales: el tener por bueno únicamente lo que es honesto, y el verse libre de todo tipo de pasiones.
Por otra parte, no sería lógico que quien no se deja abatir por el miedo se acobarde ante las pasiones; ni que se deje vencer por el placer quien se ha mostrado invencible ante las fatigas.
Por consiguiente, hay que evitar esto y huir además del ansia del dinero, porque no hay nada que indique más a las claras un ánimo ruin y apocado que el amor a las riquezas, ni cosa que muestre un alma grande y noble como despreciar el dinero si no lo tienes, y si lo tienes usarlo generosamente en beneficio de los demás.
Hay que evitar, al mismo tiempo, el amor desenfrenado de gloria, porque priva de la independencia personal, que los hombres verdaderamente grandes deben esforzarse en conseguir a toda costa.
Ni hay que ir buscando ansiosamente el poder militar o, por mejor decir, a veces convendrá no aceptarlo o dejarlo oportunamente.
Es preciso que el ánimo esté libre de toda perturbación, tanto de la ambición y del temor, como de la tristeza y de la alegría inmoderada y de la cólera, para gozar de la serena tranquilidad que trae consigo la constancia y el sentimiento de nuestra dignidad.
Pero hay y hubo muchos que, buscando esta tranquilidad, se alejaron de los cargos públicos, entregándose a sus propios asuntos, entre ellos los filósofos más famosos, y algunos hombres austeros y nobles que no pudieron soportar los caprichos ni del pueblo ni de quienes lo gobiernan, y muchos de ellos vivieron en los campos, complacidos en atender la administración de su hacienda.
…Quien se entregue a la administración de los cargos públicos procure no considerar sólo la honra que ello supone, sino también si tiene capacidad de llevar a cabo esa empresa, en la cual hay que considerar también que no desespere sin justa razón por la flaqueza de ánimo, ni confíe demasiado por el ardor del deseo.
Para todas las cosas antes de que puedan emprenderse hay que prepararse con toda diligencia.
Las gestas de la guerra y las obras de la paz
La mayoría de las personas piensan que las acciones de la guerra son superiores a las obras de la paz, pero hay que templar esta opinión.
Si queremos pensar la verdad, se han realizado muchas acciones civiles mayores y más gloriosas que las de los campos de batalla.
Aunque Temístocles sea elogiado con toda justicia y resulte su nombre más ilustre que el de Solón y se cite a Salamina como testigo de una victoria gloriosa, anteponiéndolo al Consejo de Solón por el que fundó el Areópago, no hay que juzgar menos glorioso este hecho de Solón que la batalla de Salamina, porque ésta fue útil una vez, aquél será siempre provechoso a la ciudad; por este Consejo se observan las leyes de los atenienses y las instituciones de los antepasados.
Y Temístocles, por cierto, no podrá decir que ayudó al Areópago, pero el Areópago sí puede decir en qué ayudó a Temístocles.
Podríamos decir lo mismo de Pausanias y Lisandro: aunque se cree que el imperio de Lacedemonia se acrecentó con sus gestas, sin embargo, no pueden compararse ni en lo más mínimo con las leyes y la disciplina de Licurgo; más aún, por estas mismas causas tuvieron los ejércitos más dispuestos a la obediencia y más fuertes.
De poco sirven las armas fuera si no hay buen consejo dentro.
Óptimo es aquel dicho, contra el que oigo que se lanzan personas malvadas y envidiosas:
“Cedan las armas a la toga, retírese el laurel del militar ante la gloria del ciudadano”.
Evidentemente, la belleza moral que exigimos en el alma excelsa y magnífica es producto de las fuerzas del espíritu, no de las del cuerpo.
Pero esta honestidad que buscamos reside enteramente en la laboriosidad del espíritu y en el pensamiento, y en este orden no prestan menor utilidad los magistrados que gobiernan la República que los generales que conducen los ejércitos.
Por lo cual la sabiduría que logra resolver los conflictos por vía pacífica es más de apreciar que la misma valentía desplegada en la batalla.
Al emprender la guerra déjese bien claro que únicamente se busca la paz.
… Pero el combatir y venir a las manos con el enemigo temerariamente es algo monstruoso y brutal.
Mas, cuando es el momento necesario, hay que luchar con la espada y preferir la muerte a la vergüenza de la esclavitud.
Deberes del hombre de Estado
Los que hayan de gobernar el Estado deben tener siempre muy presentes estos dos preceptos de Platón: el primero, defender los intereses de los ciudadanos de forma que cuanto hagan lo ordenen a ellos olvidándose del propio provecho; el segundo, velar sobre todo el cuerpo de la República, no sea que, atendiendo a la protección de una parte, abandonen a las otras. Lo mismo que la tutela la protección del Estado va dirigida a la utilidad no de quien la ejerce, sino de los que están sometidos a ella.
Los que se ocupan de una parte de los ciudadanos y no atienden a la otra introducen en la patria una gran calamidad: la sedición y la discordia, de donde resulta que unos se presentan como amigos del pueblo y otros como partidarios de la nobleza; muy pocos favorecen el bien de todos.
De aquí las grandes discordias de los atenienses, y en nuestra República no solamente sediciones, sino también pestíferas guerras civiles.
… Pero la mansedumbre y la clemencia son aceptables con tal que no impidan la severidad en favor de la República, sin la cual no puede administrarse el Estado. Eso sí, toda la reprensión y castigo deben aplicarse sin afrenta, no en satisfacción y ventaja de quien castiga, sino para la utilidad del Estado.
Hay que procurar también que la pena no exceda a la culpa ni que por idéntico motivo uno sea castigado y otro ni siquiera apercibido.
Que el castigo sobre todo sea sin ira, porque quien castiga airado difícilmente guardará la moderación entre lo poco y lo demasiado.
La ira, en verdad, hay que rechazarla siempre, y desear que los que gobiernen la República sean semejantes a las leyes que se deciden por el castigo no impulsadas por la ira, sino por la equidad.
De la templanza
La última parte de la honestidad, en la que se observa el comedimiento, y cierto ornato de la vida, es la templanza y la moderación, así como la calma de todas las perturbaciones del ánimo y la justa medida en todas las cosas. En esta parte de lo honesto se contiene lo que en latín puede decirse “decorum” que en griego se dice “prépon”.
El concepto de esta palabra es tal que no puede separarse de lo honesto, porque lo que es “decente” es honesto y lo que es honesto es “decente”.
Todas las cosas que se hacen con justicia son decorosas, y las que se hacen con injusticia, como las cosas torpes (vergonzosas), son indecorosas. Y dígase lo mismo de la fortaleza.
Una acción viril y magnánima parece digna de un varón y decorosa, y lo contrario, como torpe, indecorosa.
Como la gracia y la hermosura del cuerpo no pueden separarse de la salud, así este decoro del que hablamos está inmerso en la virtud, distinguiéndose de ella únicamente por la abstracción mental.
El decoro es de dos clases: uno general, que se encuentra en todas las virtudes, y otro especial, subordinado a éste, que aparece en cada una de las virtudes.
El primero suele definirse: “decoro” es todo lo que se halla conforme con la excelencia del hombre precisamente en aquello que su naturaleza lo distingue de los demás animales.
El “decoro especial” es – según lo definen – lo que es tan conforme con la naturaleza que en él aparece la moderación y la templanza unidas a los modales de una educación perfecta.
Y que esta noción de decoro debe entenderse así, podemos probarlo por el concepto que tienen de él los poetas.
Y decimos que los poetas observan el “decoro” cuando cada personaje que crean habla y se comporta en consecuencia con su carácter.
Por ejemplo, si Eaco o Minos (dos hijos de Júpiter, que fueron tan justos en esta vida que merecieron ser nombrados jueces en el otro mundo) dijeran: “que me odien con tal que me teman” o “el mismo padre sirve de sepulcro a sus hijos”, parecería indecoroso porque sabemos que fueron tenidos por hombres justos; pero, diciéndolo Atreo, se arrancan los aplausos, porque son palabras dignas de tal personaje.
Por lo cual los poetas podrán juzgar qué es lo que conviene a cada personaje según el carácter que tenga.
A nosotros, en cambio, la misma naturaleza nos asignó un carácter que se ensalza y sobresale sobre todos los otros vivientes.
Por lo tanto, los poetas, en la gran variedad de personajes que manejan, verán qué es lo conveniente para cada uno, incluso los perversos, pero la naturaleza nos ha dotado a nosotros de coherencia, de moderación, de templanza, de modestia; y, como esta misma naturaleza nos enseña a no descuidar nuestro comportamiento con los otros hombres, se presenta bien a las claras la gran extensión del campo del “decoro” (general), que pertenece a todas las manifestaciones de la honestidad, el del que se encuentra en cada género de la virtud en particular.
Pues, como la hermosura del cuerpo por la armónica disposición de los miembros atrae nuestros ojos y deleita precisamente por la graciosa coherencia de las partes entre sí, así este decoro que brilla en la vida mueve a la aprobación de las personas con quienes se vive, por el orden, la coherencia y la templanza en todas las palabras y en todos los actos.
En la comunicación con los hombres es necesario, por consiguiente, usar cierto respeto no sólo para con los mejores, sino para con todos los demás.
Hay diferencia en las obligadas relaciones con los demás entre la justicia y la consideración.
Deber de la justicia es no hacer daño a los hombres; de la consideración, no causar molestias.
Pero el deber que procede del “decoro” nos lleva ante todo a vivir en armonía con la naturaleza y a la observación de sus leyes. Si tomamos esta naturaleza por guía nunca nos alejaremos del recto camino y conseguiremos la natural perspicacia y agudeza de la mente, una conducta conforme a la convivencia civil, y fuerza y vigor de carácter.
Dos son las fuerzas naturales del alma, una es el apetito, que los griegos llaman “ὁρμή “ (hormé), que arrastra temerariamente al hombre de unos deseos a otros; la otra, puesta en la razón, que nos enseña y explica lo que se ha de hacer y lo que se ha de huir (evitar), de modo que la razón mande y el apetito obedezca.
Del decoro en general
En todas nuestras obras hemos de evitar la temeridad y la negligencia, y no debe hacerse nada de lo que no pueda darse una razón aceptable.
Hay que aconsejar que los apetitos (deseos) estén sometidos a la razón, que no se anticipen, ni la abandonen por pereza o dejadez, que permanezcan tranquilos y no muevan a perturbación alguna.
De esta forma brillarán la constancia y la moderación en todo. Porque los apetitos que se escapan del recto camino, y como desbocados por el deseo o por la aversión de algo, no puede frenarles la razón, indudablemente traspasan el límite debido, abandonan con desprecio toda obediencia, no atienden a la razón a la que están sometidos por la ley natural y perturban no solamente el alma, sino también el cuerpo. No hay más que observar el rostro de un hombre airado o de alguno que esté bajo las influencias de algún deseo o temor, o sea preso de algún placer inmoderado: sus facciones, su voz, sus movimientos, su actividad exterior se cambian.
Cuando se investiga sobre cualquiera de los deberes hay que tener presente cuánto aventaja la naturaleza del hombre a la de los animales domésticos y de las demás bestias. Éstas no sienten más que el placer y hacia él son arrastrados irresistiblemente; la mente del hombre, en cambio, se nutre aprendiendo y meditando. Está siempre indagando o haciendo algo, y se ve atraída por el ansia de ver y oir.
… no conviene resistir a la naturaleza ni perseguir lo que no se puede lograr.
… Pues los reinos, los mandos militares, los varios grados de nobleza, los honores, las riquezas, las influencias y sus contrarios dependen del azar y son gobernados por las circunstancias; pero ser la persona que nosotros queremos ser, eso depende de nuestra voluntad. Por ello unos se entregan a la filosofía, otros al derecho civil, otros a la elocuencia, y de las virtudes mismas cada uno quiere sobresalir en una determinada.
…Pero ya que debemos imitar a nuestros padres, ante todo deben excluirse de esta imitación los defectos.
Si alguien (por su naturaleza) no es capaz de realizar defensas en el foro, o de dominar a una multitud en la asamblea, o de conducir una guerra, deberá, sin embargo, dar prueba de lo que tiene a su alcance, de la justicia, de la fidelidad, de la liberalidad, de la moderación, de la templanza, para que no se eche de menos en él lo que le falta.
La mejor herencia que los padres pueden transmitir a los hijos es la gloria de la virtud y de sus bien realizadas gestas mucho mejor que cualquier otro patrimonio. Deshonrar esa gloria es una impiedad y muestra de un ánimo depravado.
(En la conversación familiar)
Pero, aunque parezcamos airados, esté lejos de nosotros la ira, porque bajo su influjo nada puede hacerse con justicia ni con moderación.
Es bueno también en los altercados con nuestros mayores enemigos, aunque nos hieran con injurias que no merecemos, conservar la gravedad y no dejarse llevar por la ira. Porque lo que se hace bajo el dominio de alguna pasión excluye toda coherencia y no merece la aprobación de quienes lo presencian.
En la construcción de la vivienda (casa) hay que poner ciertamente moderación, guardar un término medio, y esta moderación hay que aplicarla también a todas las necesidades y lujos de la vida.
Del orden de las acciones según las circunstancias
Debemos tratar ahora del orden de nuestras acciones y del tiempo oportuno de su realización.
Estas dos virtudes se contienen en la ciencia que llaman los griegos “eutaxía”, que significa “observación del orden”.
Así pues, para que nosotros podamos llamarla “moderación”, los estoicos la definen como la ciencia de disponer convenientemente las cosas.
Y llaman “lugar de la acción” a la oportunidad del tiempo, y el tiempo oportuno para la acción en griego se dice “eukairía”, en latín “occasio” (ocasión).
De ello resulta que esta moderación, así interpretada, es el arte de conocer el momento más adaptado para nuestras acciones.
En nuestras acciones, para que todos los actos de la vida sean coherentes entre sí, debemos poner un orden, similar al que se observa entre las diversas partes de un discurso bien construido.
Sería cosa inconveniente y censurable que en un asunto serio introdujéramos expresiones dignas de un banquete o de una conversación lasciva.
Bien dijo Pericles, encontrándose una vez por razón de su oficio junto a Sófocles, su colega en el mando del ejército, cuando al pasar casualmente un joven bien formado por delante, exclamó Sófocles: “¡Qué joven más hermoso, Pericles!”, y éste le respondió: “Pero un pretor, Sófocles, no solamente en las manos sino también en los ojos debe manifestar continencia”. Mas si eso mismo lo hubiera dicho Sófocles en una prueba de atletas, no habría merecido reprensión.
Tanta es la importancia del lugar y del momento.
Comparación de dos cosas honestas
Mas como toda la honestidad dimana de cuatro fuentes, de las cuales la una es el conocimiento (Sabiduría), la segunda el sentimiento de la comunidad humana (Justicia), la tercera la magnanimidad (Fortaleza), la cuarta la inclinación hacia la moderación (Templanza), para elegir el deber es preciso muchas veces comparar estas virtudes entre sí.
Soy, pues, del parecer de que son más convenientes a la naturaleza los deberes que fluyen de la sociabilidad que los del conocimiento, y puedo probar esto con el argumento de que, si un sabio se halla en una situación de la vida en que tenga abundancia de todas las cosas dignas de conocerse, pudiendo considerarlo todo en sí y contemplarlo en una tranquilidad perfecta, si es tanta la soledad que no pueda ver a ningún hombre, preferiría salir de la vida.
La más excelsa de las virtudes es la sabiduría, que los griegos llaman “sophía” – por “prudencia”, que los griegos dicen “frónesis”, entendemos otra cosa, esto es, el conocimiento de lo que debe hacerse y evitarse -.
Pero a las ocupaciones de la ciencia hay que anteponer los deberes de la justicia, que pertenecen a la utilidad del género humano, que debe ser lo más sagrado para el hombre.
Y, en verdad, aquellos mismos que consagraron a la ciencia toda su vida no han dejado de servir al incremento de la utilidad y de la felicidad de los hombres, pues instruyeron a muchos para que fueran mejores y más útiles para los asuntos públicos.
Y no sólo mientras viven y están presentes educan y amaestran a los deseosos de saber, sino que incluso después de muertos siguen haciendo el bien por la memoria que dejan en sus escritos.
Así pues, estos mismos, entregados a los estudios científicos y filosóficos, consagran todo su ingenio y su experiencia para utilidad de los hombres.
Y, como los enjambres de las abejas no se congregan para construir los panales, sino que siendo animales sociables por naturaleza forman los panales, de igual forma los hombres, pero todavía más unidos por la naturaleza, ponen a disposición de todos, su capacidad de obrar y de pensar.
Así pues, si esa virtud, que tiene su fundamento en la conservación de la sociedad humana, no acompaña a la ciencia, el conocimiento puede parecer algo solitario y estéril, e igualmente la grandeza del alma, separada del sentimiento que considera a los hombres parte de una sola familia, se convierte en una especie de ferocidad y de crueldad.
De esta forma sucede que la unión y sociedad de los hombres precede al amor del saber.
Lo útil: observaciones preliminares
Es verdad que los filósofos, con su gran autoridad y ciertamente con purísimas intenciones y sin causar la más mínima ofensa a la moralidad, distinguen mentalmente estos tres conceptos de suyo inseparables.
Lo que es justo piensan que también es útil, y lo que es honesto que también es justo; por consiguiente, lo que es honesto es también útil.
… El temor es mal guardián de un poder duradero, la benevolencia, en cambio, lo guarda durante toda la vida.
Los que quieren ser temidos temerán también ellos por necesidad a todos cuantos temen.
No hay en realidad poder tan grande que dure mucho tiempo bajo la presión del miedo.
Mientras que el Imperio romano mantenía su señorío con beneficios, no con injusticias, las guerras se emprendían o para defender a los socios (aliados) o para mantener la supremacía: el Senado era el puerto y el refugio de reyes, de pueblos y de naciones.
Nuestros magistrados y generales se preciaban de conseguir los mayores elogios, protegiendo a los socios con justicia y fidelidad.
Así pues, aquello más que dominio podía llamarse patrocinio de todo el mundo.
Este ordinario método de gobierno lo íbamos relajando poco a poco; pero, después de la victoria de Sila, lo hemos abandonado enteramente.
Se perdió todo sentimiento de justicia, después que se aplicó tal crueldad para con los ciudadanos; luego, en él siguió a una causa digna una victoria no honesta, porque osó decir cuando vendía los bienes de las personas buenas y acaudaladas, y ciertamente ciudadanos, bajo el asta (a subasta) “que vendía su botín”. A él le siguió éste (César) que en una causa impía, coronada por una victoria más criminal, no vendió públicamente los bienes de los ciudadanos particulares, sino que envolvió en una misma ruina todas las provincias y naciones. (César se vengó cruelmente de los pueblos que siguieron a Pompeyo. Cicerón fue partidario de Pompeyo, que a su parecer defendía la República, y que resultó vencido por César).
Así pues, una vez que hubo ultrajado y devastado las naciones extranjeras, como para significar que nuestro señorío quedaba aniquilado, vimos ser conducida en triunfo la imagen de Marsella, y celebrar el triunfo sobre una ciudad sin la cual nunca triunfaron nuestros generales después de las guerras transalpinas.
Podría recordar además muchas injusticias cometidas contra nuestros socios, si el sol hubiera visto algo más indigno que esto.
La República, en realidad, la hemos perdido enteramente y hemos venido a caer en estas desgracias por preferir que nos teman a que nos quieran y nos amen.
La justicia es indispensable para la gloria
La justicia es la única virtud por la que uno es llamado hombre bueno.
Porque no puede ser justo el que teme la muerte, el dolor, el destierro y la pobreza, o anteponer todo lo contrario a esto a la equidad.
Admiran sobre todo a quien no se deja llevar por el dinero.
Así la justicia lleva a buen término aquellas tres condiciones que hemos puesto como necesarias para la gloria: la benevolencia, que quiere hacer bien a muchos, y por la misma causa la confianza y la admiración, porque aleja de sí y menosprecia todas esas cosas hacia las cuales se ven muchos arrastrados por la avidez.
La beneficencia con relación al Estado
Quien esté al frente de la República tendrá que cuidar ante todo que cada uno conserve sus bienes propios y que por la actuación del Estado no disminuyan los bienes de ningún ciudadano privado.
Los Estados y las ciudades fueron constituidos precisamente para que cada uno conservara lo suyo. Y, aunque los hombres se congregaban por inclinación natural, sin embargo, buscaban la ayuda de las ciudades con la esperanza de conservar sus bienes.
Lo principal en el desempeño de todo quehacer o negocio público es alejar hasta la más diminuta sospecha de avaricia.
Panecio elogia al “Africano” porque era desinteresado. ¿Por qué no va a elogiarlo? Pero en él había otros méritos mayores que éste. La alabanza de la moderación no era exclusiva de Escipión, sino característica de aquella época.
Paulo (Emilio) se apoderó de todos los tesoros macedónicos, que eran inmensos, y llevó tanto dinero al tesoro público que el botín de un solo general quitó todos los impuestos.
Pero él no llevó a su casa absolutamente nada más que el recuerdo eterno de su nombre. El “Africano” imitó a su padre, en nada se enriqueció con la destrucción de Cartago. ¿Y qué diremos de Lucio Mumio, su colega en la censura? ¿Quedó más rico después de haber destruido la ciudad más opulenta del mundo? (Corinto, en el año 146 a. de C. cuando L. Mumio era cónsul).
Prefirió embellecer y adornar Italia que su propia casa, aunque adornada Italia, quedaba su casa mucho más adornada.
No hay, pues, vicio más repugnante que la avaricia, sobre todo en la gente principal y en los que gobiernan la República.
El oráculo con que respondió Apolo Pitio: “Que Esparta no perecería por otra causa más que por la avaricia”, parece que no va dirigido únicamente a Lacedemonia, sino también a todos los pueblos ricos.
Los que gobiernan un Estado no tienen medio mejor para ganarse fácilmente la benevolencia de la multitud que la moderación y el desinterés.
Las leyes agrarias
Los que van en busca de la popularidad recurren a la cuestión agraria para arrojar a los dueños de sus tierras, y proponen una condonación de deudas; con ello destruyen los fundamentos del Estado, ante todo la concordia, que no puede existir cuando se quitan a unos sus bienes para dárselos a otros, y luego la justicia, que desaparece si cada uno no puede poseer lo que le pertenece.
Porque lo propio de un Estado y de una ciudad, es que cada uno conserve libremente y sin sobresalto su propia hacienda.
Exhorta a su hijo al estudio de la filosofía
Toda la filosofía es rica y fructuosa, y ninguna de sus partes queda inculta o estéril, pero en ellas no hay lugar más fértil y ubérrimo que el de los “deberes”, de donde se toman las normas de una vida coherente y honrosa.
Panecio, que, sin género de duda, escribió con más diligencia que nadie en torno de los deberes y a quien yo sigo como guía principal en mi trabajo, corrigiéndole algún punto, consideró tres cosas en las que los hombres suelen deliberar y consultar sobre los deberes:
Una, cuando dudan si es honesto o torpe (vergonzoso) lo que van a ejecutar.
La otra, si es útil o inútil.
Y la tercera, cómo han de comportarse si aquello que presenta aspecto de honesto no se compadeced bien con lo que parece útil.
Dicen que Panecio dejó este punto no por olvido, sino con plena conciencia, y que no podía escribir de tal cosa porque nunca podía estar en contradicción lo honesto con lo útil.
Hay que añadir además el testimonio autorizado de Posidonio, que escribe también en una carta que solía decir Publio Rutilio Rufo, discípulo de Panecio, que no se había encontrado ningún pintor que en la Venus de Cos se atreviera a concluir la parte que Apeles había dejado incompleta – porque la hermosura del rostro quitaba toda esperanza de poder igualarla en el resto del cuerpo -, así nadie había continuado lo que había dejado Panecio omitido y sin acabar, por la suma importancia de lo que dejó acabado.
Es cierto que la utilidad nunca puede estar en conflicto con la honestidad.
Sócrates había criticado a los que habían tratado de separar estos dos elementos.
Los estoicos lo asisten de tal forma que piensan que todo lo honesto es útil, y que no hay cosa útil que no sea honesta a la vez.
Si Panecio fuera un hombre que dijera que la virtud hay que practicarla porque es causa de utilidad, como los que defienden que las cosas son deseables por el placer o por la carencia de dolor, podría decir que la utilidad en ocasiones es opuesta a la honestidad. Pero, como Panecio es un filósofo que juzga como únicamente bueno lo honesto, y lo que se opone a lo honesto con una cierta apariencia de utilidad, cuando acompaña a la vida no la hace mejor, ni peor cuando la deja, parece que no debió introducir una discusión en la que compara lo que a su juicio parece útil con lo que, efectivamente, es honesto.
Porque el sumo bien, según los estoicos, que no es otra cosa que el vivir conforme a la naturaleza, significa esto: estar siempre de acuerdo con la virtud, y las demás cosas que son conformes a la naturaleza escogerlas en cuanto no se oponen a la virtud.
Los que no miden las cosas más que por el lucro y la utilidad y no quieren admitir la preponderancia de la honestidad, éstos suelen comparar lo honesto con lo que estiman serles útil, cosa que no hacen los hombres buenos.
Si cada uno de nosotros roba y se apropia de los bienes que puede de los otros, para su propio bien, es necesario que desaparezca la convivencia humana.
No sólo la naturaleza, es decir, el derecho humano, sino también las leyes de los pueblos, que constituyen en las ciudades los Estados, establecen de una forma general que no es lícito causar daño a otro para beneficiarse a sí mismo. A esto se orientan las leyes, esto buscan: que se mantenga incólume la convivencia civil; y a quienes intentan disolverla los castigan con la muerte, con el destierro, con la cárcel y con multas.
La razón natural
El hombre que obedece a la naturaleza no puede perjudicar a otro hombre.
… Porque no son más contra la naturaleza la enfermedad, la necesidad y las adversidades de esta índole que la usurpación y la codicia de lo ajeno.
Pero también es contra la naturaleza el abandono del interés general, porque es injusto.
Y, además, si hemos nacido para ser honestos y la honestidad es o lo único digno de ser buscado por sí mismo, como piensa Zenón, o ciertamente lo que es preferible a todas las demás cosas, como enseña Aristóteles, es necesario que lo que es honesto sea el bien único, o el bien sumo. Ahora bien, lo que es bueno es ciertamente útil, luego todo lo que es honesto es útil.
Por lo cual los hombres no virtuosos, equivocados como están, cuando se han apoderado de algo que les pareció útil enseguida lo separan de lo honesto.
De aquí proceden los puñales, los venenos; aquí se originan los falsos testamentos, los hurtos, los robos públicos de dinero, las depredaciones y los saqueos de los socios y de los ciudadanos; de aquí las ambiciones de riquezas inmensas, del poder insoportable, y, finalmente, también en los pueblos libres la pasión por la tiranía, que es lo más horrible y vergonzoso que pueda imaginarse.
Por todo lo cual conviene apartar de nuestro trato esta raza de hombres – es en todo y por todo criminal e impía -, que delibera entre seguir lo que ven que es honesto o marchar a sabiendas por el camino del crimen.
A propósito de esto, y como prueba de ello, aduce Platón el célebre mito de Giges, el cual, habiéndose abierto la tierra a causa de unas grandes lluvias, bajó al fondo de aquella sima y vio, como dicen las fábulas, un caballo de bronce cuyos costados estaban provistos de unas portezuelas, y al abrirlas encontró el cadáver de un hombre de una grandeza nunca vista, y un anillo de oro en uno de sus dedos. Se lo sacó, se lo puso en su dedo Giges –era pastor del rey – y se dirigió a la asamblea que celebraban los pastores. Allí, cuando él giraba la piedra del anillo hacia la palma de la mano, nadie lo veía, aunque él seguía viéndolo todo; y de nuevo de hacía visible cuando giraba a su sitio el engarce del anillo. Así pues, aprovechándose de estas ventajas del anillo, él violó a la reina, y con la cooperación de ésta mató al rey, su señor; apartó de su camino a los que se interponían, y nadie pudo verlo mientras cometía tales delitos. Con la ayuda del anillo llegó a ser enseguida rey de Lidia.
Ahora bien, si un sabio tiene este mismo anillo, no pensaría que le es permitido pecar en algo más que si no lo tuviera, porque los hombres de bien buscan las obras honestas, no las ocultas.
Algunos filósofos dicen que esa fábula ha sido inventada e imaginada por Platón ¡como si él defendiera que es un hecho histórico o que pudo suceder! Pero, ¿te comportarías tú así, haciendo algo por las riquezas, por el poder, por el dominio, por el placer, si estuvieras seguro de que nadie lo iba a saber, y ni siquiera sospechar, si iba a quedar siempre oculto a los ojos de los dioses y de los hombres? Dicen que esto es imposible, pero “si fuera posible, ¿qué harían?”
Si responden que harán lo que a ellos les conviene serían unos criminales, y si dicen que no (lo harían), conceden que todas las cosas torpes (vergonzosas) hay que evitarlas por sí mismas.
Debemos estar bien persuadidos, si es que hemos adelantado algo en filosofía, de que no debemos hacer nada por injusticia, ni por perversión, ni por intemperancia, aunque podamos ocultarlo a todos los dioses y a todos los hombres.
Conflictos entre lo útil aparente y las virtudes cardinales: Con la Prudencia
Hay con frecuencia muchas causas que conturban los ánimos bajo la especie de utilidad. No cuando se delibera si hay que dejar la honestidad en razón de la importancia de la utilidad – pues esto ya es de por sí criminal -, sino cuando se pregunta si esto que parece útil puede hacerse sin incurrir en inmoralidad.
…Cada cual debe atender a su propio bien, con tal de que se haga sin injuria de otro. Muy bien escribió Crisipo: “¡Quien corre en el estadio debe emplear todas sus fuerzas y empeñarse en conseguir la victoria; pero en modo alguno debe poner la zancadilla a un competidor o empujarlo hacia atrás con las manos! Así en la vida no es injusto que el hombre intente procurarse cuanto necesita, pero no tiene derecho a robar a otro perjudicándole”.
Los deberes se confunden sobre todo en las amistades porque es contra el deber no concederles lo que puedes rectamente y darles lo que no es justo.
Nunca hay que preferir sobre la amistad lo que parece útil, los honores, las riquezas, los placeres, y otras cosas de esta índole. Pero ni contra la República ni contra el juramento o la fidelidad obrará nunca el hombre de bien en atención a su amigo, ni, aunque sea juez sobre un asunto suyo. El juez, al tomar su personalidad, se desprende de la de amigo. Solamente se le permite desear que sea justa su causa, y concederle para defenderla todo el tiempo que la ley permita.
Conflicto con la justicia
Pero hay muchos casos en que parece que lo útil no se compadece con lo honesto.
Si, pongo por ejemplo, un hombre bueno lleva desde Alejandría a Rodas una carga de trigo en un tiempo en que los rodios sufren escasez y hambre por falta de alimentos, sabiendo él que habían levantado anclas del puerto de Alejandría otros mercaderes y viendo que las naves cargadas de trigo iban rumbo a Rodas, ¿debe decir esto a los rodios, o se callará para vender su mercancía más cara?
Imaginemos el caso de un hombre sabio y bueno.
Nos ocupamos de uno que está deliberando y consultando qué es lo que debe hacer; él no lo ocultará a los rodios, si juzga que es malo, pero duda si es torpe (vergonzoso) o no.
En este género de causas suelen chocar las opiniones de Diógenes de Babilonia (discípulo de Crisipo y maestro de Carnéades y de Antípatro), grave y famoso estoico, y su discípulo Antípatro (maestro de Panecio), hombre de ingenio agudísimo.
Antípatro pensaba que el vendedor no debe ocultar nada de cuanto sabe al comprador; Diógenes decía que el vendedor debía manifestar los defectos según lo exija el derecho civil de cada pueblo, en lo demás conducirse sin engaños y, puesto que vende, querer vender con la mayor ganancia posible. –“He traído mi mercancía, la he expuesto, vendo lo mío más caro que los demás, quizás más barato, porque tengo mayor provisión. ¿A quién perjudico?”
En todo este altercado no se dice: “aunque esto sea torpe (esté mal), lo haré, sin embargo, porque me resulta útil”, sino que es conveniente sin ser deshonesto, y de la otra parte: por lo mismo que es torpe no puede hacerse.
Supongamos que un hombre bueno vende una casa por algunos defectos que él solo conoce y los demás ignoran: es malsana, y se cree que es saludable; que aparecen sabandijas por todas las habitaciones; que está construida con malos materiales; que amenaza ruina; pero todo esto no lo sabe nadie más que el dueño; pregunto: si el vendedor no declara estos defectos a los compradores y vende la casa mucho más cara de lo que pensaba, ¿pecará contra la justicia y la honestidad? “Pues sí – responde Antípatro - ¿Qué otra cosa es si no el no enseñar el camino al viajero extraviado, que fue prohibido en Atenas bajo pena de públicas maldiciones, si no es esto, el permitir que el comprador se precipite y termine por error siendo víctima de un gran fraude? Esto es peor que no enseñar el camino, puesto que es inducirlo en el error a sabiendas”.
Responde Diógenes: - “Pero, ¿es que te obligó a comprar quien ni siquiera te invitó a ello? El anunció en un cartel su venta porque no le gustaba, a ti te gustaba y lo compraste. Y si los que anuncian: “vendo una casa de campo, hermosa, muy bien construida”, no se piensa que sean culpables de engaño, aunque no sea buena, ni construida por un buen arquitecto, mucho menos lo serán los que no alaban la casa.
Cuando el comprador puede libremente examinar las condiciones de la casa en venta, ¿cómo podemos hablar de fraude por parte del vendedor? Si no es necesario mantener lo que se dice, ¿piensas que uno ha de responder de lo que no ha dicho? ¿Qué cosa más estúpida que el propio vendedor vaya contando los defectos de lo que vende? Por consiguiente, ¿no sería más absurdo que el señor encargue al pregonero que grite: “Vendo una casa insalubre”?
Así pues, en las causas dudosas de una parte se defiende la honestidad, de la otra se habla de la utilidad de forma que hacer lo que parece útil no sólo es honesto, sino que aparece deshonesto no hacerlo.
Pero estos casos hay que decidirlos bien, porque lo hemos presentado no para crear problemas, sino para resolverlos.
Aquel comerciante de trigo no debió ocultar nada a los rodios, ni el que vende la casa ocultar su estado a los compradores.
Porque el ocultar no consiste en callar una cosa cualquiera, sino el querer en tu provecho que lo que tú sabes lo ignoren aquellas personas a quienes sería útil el saberlo.
Esto no es propio de un hombre abierto, sencillo, ingenuo, justo y bueno, sino de un hombre taimado, misterioso, astuto, falaz, malicioso, sagaz, hábil, bellaco. ¿No es inútil el hacerse merecedor de tantos y de otros muchos nombres infamantes?
Y, si hay que censurar a los que callaron, ¿qué habría que pensar de los que exageran el valor de las cosas mintiendo?
Según Aquilio, “dolo malo” es simular una cosa y hacer otra distinta.
Si la definición de Aquilio es verdadera, hay que desterrar de todos los actos de la vida toda simulación y disimulación.
El libro “Sobre los deberes” de Hecatón, discípulo de Panecio que dedicó a Quinto Tuberón dice: “que es propio del sabio el tratar de conservar y acrecer su propia fortuna sin hacer nada en contra de las costumbres, de las leyes y de las instituciones”.
Pero de una forma reprimen las astucias las leyes y de otra los filósofos: las leyes, en cuanto pueden tocarlas con la mano (es decir, tener pruebas evidentes); los filósofos, con la razón y con la inteligencia.
La razón pide que no se haga nada con insidias, con simulaciones, ni con falacias.
Puesto que la naturaleza es la fuente del derecho, que es conforme a la naturaleza el que nadie obre aprovechándose de la ignorancia ajena.
No hay mayor azote de la vida que hacer pasar la malicia por prudencia, de donde proceden estos innumerables casos en que parece que lo útil está en pugna con lo honesto.
¡Qué pocos se encontrarían que, si tienen asegurada la impunidad y el secreto general, puedan abstenerse de la injusticia!
Hay que observar siempre los pactos y las promesas que se han hecho “sin violencia y sin mala intención (dolo malo).
Tampoco hay que cumplir las promesas que no son útiles a los mismos a quienes se hicieron.
Así pues, muchos actos que parecen por naturaleza honestos cambian de carácter por las circunstancias: cumplir las promesas, observar los pactos convenidos, cuando lo útil se convierte en perjuicio, dejan de ser honestos.
Lo útil y la fortaleza
Parecía útil a Ulises, según algunos poetas trágicos, pues Homero, autor de primera categoría, no se hace mención de tal cosa, evitar ir a la guerra de Troya fingiéndose loco. Determinación poco honesta, pero útil como quizás diga alguien: reinar y vivir tranquilamente en Ítaca con sus padres, con su mujer, con su hijo.
¿Crees tú que hay gloria alguna conseguida con los trabajos y los peligros diarios comparable con esta tranquilidad?
Pero yo digo que esa tranquilidad debe despreciarse y alejarse de sí, porque no siendo honesto, tampoco la juzgo útil.
¿Qué piensas que habría oído Ulises si hubiera perseverado en aquella simulación? A pesar de haber realizado las mayores proezas en la guerra, oye estas palabras que le dirige Ayax:
“Él solo se apartó del cumplimiento del juramento, que todos conocéis, habiendo sido el primero en aconsejarlo. Fue obstinado en simular la locura, para no reunirse con los otros. Y si la sagaz inteligencia de Palamedes no hubiera advertido su maliciosa imprudencia, habría faltado siempre al derecho del sagrado juramento”.
Le fue mucho mejor luchar con los enemigos e incluso con las olas del mar, como efectivamente lo hizo, que abandonar la Grecia conjurada a hacer la guerra a los bárbaros.
Pero dejemos ya las fábulas y las cosas extranjeras, y vengamos a los sucesos reales y nuestros.
Marco Atilio Régulo
Marco Atilio Régulo, en su segundo consulado, fue cogido prisionero en una emboscada dispuesta por el lacedemonio Jantipo, que luchaba bajo las órdenes de Amilcar, padre de Aníbal. Después de haberlo obligado con juramento, lo enviaron al Senado de Roma con la condición de que, si no les eran devueltos a los cartagineses unos prisioneros principales, volviera él a Cartago.
Apenas Régulo llegó a Roma, veía la utilidad aparente, pero la juzgó sólo aparente como declara su conducta. Se le presentaba así: permanecer en la patria; estar en su casa con su esposa y sus hijos; juzgar que la calamidad que había recibido en la guerra puede tocar a todos; mantener su condición consular. ¿Quién niega la utilidad de todo esto?
La grandeza de alma y la fortaleza lo niegan.
Es propio de estas virtudes no temer nada, despreciar todos los bienes exteriores y no considerar como insoportable nada de cuanto pueda acontecer al hombre.
Llegó al Senado, expuso el encargo que le habían dado, rehusó dar su parecer porque dijo que mientras estuviera ligado por el juramento de los enemigos él no era senador.
Pero, además, negó que fuera útil devolver los cautivos porque eran jóvenes y buenos jefes; él, en cambio, ya se encontraba en la edad provecta.
Habiendo prevalecido su consejo, los cautivos quedaron en Roma y él volvió a Cartago, sin que pudieran retenerlo ni el amor a la patria ni el cariño de los suyos. Y no ignoraba que él volvía a las manos de un enemigo crudelísimo y a los suplicios más refinados, pero pensaba que había que cumplir el juramento. Así pues, mientras lo mataban, reteniéndolo en vigilia, se encontraba en más gloriosa condición que si hubiera vivido en su casa, envejeciendo como cautivo y consular perjuro.
Se destruyen los fundamentos naturales de la vida civil cuando se separa la utilidad de la honestidad.
Todos, en efecto, vamos detrás de la utilidad, arrebatados hacia ella, y no podemos hacerlo de otra manera.
Pero, como no podemos encontrar lo útil en ninguna otra parte fuera de lo honesto, honroso y decoroso, por eso tenemos estas cosas por las primeras y las más importantes de todas, y creemos que la palabra útil no es tan honorable como necesaria.
El juramento emitido con la convicción de la conciencia de que debe observarse hay que cumplirlo; si lo hace sin esta convicción, el no cumplirlo no supone perjurio.
Por ejemplo, si no entregas a los ladrones el precio pactado por tu vida, no hay fraude alguno, aunque lo hubieras jurado, porque un pirata no está considerado en el número de los enemigos de guerra, sino que es un enemigo común de todo el mundo, y con un tal no puede tenerse en común ni la fidelidad ni el juramento.
Régulo no pudo perturbar con un perjurio los pactos convenidos con enemigos de guerra. Se trataba de un enemigo regular y legítimo, con el cual tenemos el derecho de los “feciales” y muchos otros derechos comunes. Si no fuese así, jamás hubiera entregado el Senado a ciudadanos ilustres encadenados a los enemigos.
Para obligar a la fidelidad nuestros antepasados no quisieron tener medio que más les uniera que el juramento.
Así lo demuestran las leyes de las XII Tablas, las leyes sagradas; lo indican los tratados, por los cuales se obliga a la fidelidad incluso con los enemigos, lo indican las investigaciones y las notas de infamia de los censores, que en nada se fijaban tanto como en los juramentos.
La utilidad y la templanza
Las virtudes del “decoro”, la moderación, la modestia, la continencia, la templanza (= σωφροσύνη), ¿puede haber algo útil que esté en oposición con ellas?
Y, sin embargo, los filósofos que Arístipo llama “filósofos cirenaicos y annicerios” hicieron consistir todo lo bueno en el placer y pensaron que la virtud debía apreciarse por ser generadora de placeres.
Cuando estos habían perdido ya todo su influjo, florece Epicuro, promotor y maestro de una idea casi idéntica.
Con estos hay que luchar “con toda la infantería y la caballería”, como suele decirse, si es nuestra determinación defender y mantener la honestidad.
¡Qué triste es la esclavitud de la virtud que sirve al placer!
En segundo lugar, quien diga que el dolor es el mayor de los males, ¿cómo podrá practicar la fortaleza, que consiste en despreciar los dolores y los trabajos?
¿Cómo puede alabar (Epicuro) la templanza, quien pone el sumo bien en el placer? Puesto que la templanza es enemiga de los deseos desenfrenados y estos deseos no buscan más que el placer.
Introducen (los epicúreos) la prudencia como la ciencia que facilita los placeres y aleja los dolores.
Dan también, en cierta forma, un lugar a la fortaleza cuando enseñan el modo de despreciar la muerte y de tolerar el dolor.
También admiten la templanza con ciertas dificultades, pues dicen que el límite de la grandeza del placer es la ausencia de todo dolor.
La justicia se tambalea o, mejor, yace por tierra, e igualmente todas las virtudes que se practican en la comunión y sociedad de los hombres entre sí.
No puede existir la bondad, ni la generosidad, ni la delicadeza de trato, no más que la amistad, si estas virtudes no se practican por sí mismas, sino sometidas al placer y la utilidad propia.
Aseguro que todo tipo de placer es contrario a la honestidad.
(Marco Tulio Cicerón. Sobre los deberes. Traducción, estudio preliminar y notas de José Guillén Cabañero. Ediciones Altaya. Barcelona. 1994).
Segovia, 19 de julio del 2022
Juan Barquilla Cadenas.