Quinto Curcio Rufo
Fue un escritor e historiador romano que vivió, presumiblemente, bajo el reinado del emperador Claudio, en el siglo I d. de C. según unos, o en el de Vespasiano, según Ernst Bickel.
La única obra que se le conoce es “Historiae Alexandri Magni Macedonis” (Historia de Alejandro Magno de Macedonia), una biografía de Alejandro Magno en diez libros. Los dos primeros están perdidos, y los ocho restantes incompletos.
La narración comienza en la primavera del año 333 a. de C. transcurrido ya un año de campaña militar. Alejandro se encuentra en Asia Menor, donde toma la ciudad de Celenas y entra en Gordión, lugar del famoso “nudo gordiano”.
En los primeros libros conservados de esta obra se narran los hechos relativos a las campañas de Alejandro Magno en contra del rey persa Darío III, mientras que en los restantes se cuenta el viaje del rey macedonio y sus tropas hasta los confines de la India, el deseo de vuelta a casa de su ejército, la muerte de Alejandro en Babilonia y las disputas, entre sus generales, por el reparto de los territorios anexionados al Imperio después de la muerte de Alejandro.
Los diez libros se dividen en dos pentadas (grupo de cinco libros), el libro quinto termina con la muerte de Darío y el libro décimo cuenta la muerte de Alejandro. Además, los momentos de máxima tensión culminan en el final de cada uno de los libros.
Se ha estudiado la forma en la que Homero es el modelo para algunos episodios: Alejandro es comparado con Aquiles y Roxana con Briseida.
También se ha visto cómo esta obra representa el modelo de la historiografía helenística, en el que se presenta un gusto por la retórica (intensificación del “pathos” en algunas escenas) y un tono moralizante (en tanto Alejandro se presenta como un héroe destrozado por su propia buena fortuna).
La obra de Curcio empezó a ser famosa en la Alta Edad Media, en los siglos X y XI, con los primeros manuscritos de la obra. A finales del siglo XII, influyó en el poema “Alexandreis” de Gualterio de Chatillón y de ahí en el “Libro de Alexandre” del mester de clerecía español, en el siglo XIII.
En el Renacimiento volvió a ser objeto de estudio.
Su presencia como libro escolar fue notable hasta el siglo XVIII.
(Wikipedia)
Es la primera –y única- obra latina que conocemos dedicada íntegramente a la vida de Alejandro Magno, que daría origen a numerosos desarrollos novelescos y legendarios durante la Edad Media.
El relato, unos diez libros a los que faltan los dos primeros y algunas partes de otros, presenta rasgos evidentes de la época imperial, como la dedicación a temas exóticos, que, aun conservando interés en sí mismos por las numerosas e interesantes descripciones de ciudades, ríos, montañas, países y costumbres desconocidas, no dejan de aludir oblicuamente a realidades de la corte de los emperadores.
Desde el punto de vista estilístico, la prosa de Curcio es de una notable corrección y clasicismo, más en la línea de Tito Livio y su “láctea ubertas” (afortunada riqueza de expresión), que en la de Salustio, Séneca o Tácito. Dotada de gran plasticidad y sutileza, llena de episodios interesantes y de discursos ingeniosos y brillantes, si carece acaso del vigor de los grandes prosistas que se ocupaban de temas patrióticos, posee, en cambio, el encanto de los novelistas como Petronio y Apuleyo, con la ventaja añadida sobre éstos de poseer un estilo más fluido, fácil y llano. Auténtica “novela histórica” en latín, la lectura de Curcio resulta verdaderamente grata, por lo que sorprende la relativamente escasa atención que se le ha prestado.
(Antología de la Literatura latina. (ss. III a. de C. – II d. de C.). Selección e introducción de J. C. Fernández Corte y A. Moreno Hernández. Alianza Editorial).
Pasajes de la obra:
1. Modestia de Alejandro al tratar a las reinas vencidas
“Terminadas las ceremonias fúnebres, Alejandro envió por delante unos mensajeros para que anunciaran su llegada a las prisioneras y, tras impedir que le acompañara su numerosa comitiva, entró en la tienda en compañía de Hefestión. Éste, criado a su lado y confidente de todos sus secretos, era, con mucho, el más querido del rey entre todos sus amigos; a la hora de dar un consejo también era el que más derecho tenía a darlo, pero lo ejercía de tal manera que daba la impresión de que era el rey más bien el que se lo otorgaba que no él se lo arrogara por propia iniciativa; aunque era de la misma edad que Alejandro, le sobrepasaba, sin embargo, en estatura. Y así, las reinas, creyendo que el rey era Hefestión, le hicieron las reverencias acostumbradas en su corte y ante la indicación, por parte de algunos eunucos prisioneros, de quién era Alejandro, Sisigambis (la madre de Darío) se arrojó a los pies de éste, aduciendo como excusa el ser aquella la primera vez que veía al rey. Éste, ayudándola a levantarse, le dijo: “Madre, no te has equivocado: también éste es Alejandro”.
Si Alejandro se hubiera sabido mantener en este dominio de sí mismo hasta el final de su vida, yo, ciertamente, creería que había sido más feliz que lo que parecía serlo cuando imitó el triunfo del “Padre Liber” (Dioniso) tras vencer a todos los pueblos, desde el Hellesponto hasta el Océano. Así, a no dudarlo, habría vencido a la soberbia y a la cólera, males invencibles; se habría abstenido de dar muerte a sus amigos en medio de los banquetes y no se habría atrevido a ejecutar, sin celebración de juicio, a hombres sobresalientes por sus hechos de armas y que habían sido sus compañeros a la hora de someter tantos pueblos. Pero la Fortuna todavía no había embriagado su espíritu, y así, cuando ella comenzaba a sonreírle, la sobrellevó con tanta moderación y prudencia, mientras que al final no pudo sobrellevar su grandeza.
En aquella ocasión se comportó de tal manera que superó a todos los reyes que le habían precedido en dominio de sí mismo y en clemencia. A las princesas, de una belleza extraordinaria, las respetó tan religiosamente como si fueran hijas de su mismo padre; y a la esposa de Darío, que se llevaba la palma de la hermosura entre todas las mujeres de su tiempo, hasta tal punto no le infligió violencia alguna, que puso extremo cuidado en que nadie abusara de la prisionera. Mandó que les fuera devuelto a las mujeres todo su ajuar y de la magnificencia de su antigua fortuna nada echaron de menos a no ser la serenidad y el sosiego. Por todo ello, Sisigambis dijo: “¡Oh rey!, tú mereces que en nuestras plegarias pidamos para ti lo que en otro tiempo pedíamos para nuestro Darío; y, por lo que veo, eres digno de ello, ya que has superado a un rey tan grande no sólo en la buena Fortuna, sino también en la equidad. Tú me llamas, en verdad, “madre” y “reina”, pero yo me confieso tu esclava y lo mismo puedo alzarme hasta la cima de mi pasada fortuna que someterme al yugo presente: sólo a ti te toca decidir si del poder que tienes sobre nosotras quieres que quede testimonio de clemencia más bien que de crueldades”.
(Historia de Alejandro Magno, III, 12, 15 -25. Traducción de Pejenante Rubio, F.)
2. Alejandro rechaza orgullosamente las propuestas de Darío y el consejo de Parmenión
“Alejandro hizo salir de su tienda a los legados y preguntó a los miembros del Consejo cuál era su parecer.
Durante un largo rato nadie se atrevió a exponer su opinión, al no haberse manifestado la voluntad del rey en un sentido o en otro. Finalmente, Parmenión dijo que ya con anterioridad había aconsejado el devolver los cautivos de Damasco a trueque de un rescate, ya que se podía obtener una gran cantidad de dinero a cambio de prisioneros que, al ser muchos, tenían paralizados a un gran contingente de soldados aguerridos. Y en las presentes circunstancias su decidida opinión era que se cambiaran por 30.000 talentos de oro una anciana y dos niñas que, en realidad, no constituían más que un estorbo en el camino y en la marcha del ejército: Alejandro podía adueñarse de un reino suntuoso mediante un simple tratado, sin disparar una flecha, y ningún otro había poseído, entre el Istro (Danubio) y el Éufrates, unas tierras separadas por un intervalo tan enorme de inmensos espacios. Por otra parte, que volviera sus miradas hacia Macedonia más bien que dirigirlas hacia Bactras y la India.
Aquellas palabras no agradaron al rey y así, en cuanto Parmenión terminó de hablar, dijo: “Yo también preferiría el dinero a la gloria si fuera Parmenión. Como Alejandro que soy, en las presentes circunstancias la pobreza me trae sin cuidado y no he echado en el olvido que soy un rey no un mercachifle. Nada tengo que pueda vender y de lo que no hay duda es que no pongo a la venta mi destino. Si os parece bien que se devuelvan los prisioneros, ganaremos más gloria entregándolos como obsequio que vendiéndolos por dinero”. (Historia de Alejandro, IV, 11, 10 -15)
3. Descripción de Babilonia: los pensiles; las mujeres de Babilonia
“Al día siguiente inspeccionó todo el ajuar y toda la fortuna de Darío. Pero lo que atrajo las miradas – y no sin razón – no sólo del rey sino también de todos sus acompañantes, fue la belleza y la antigüedad de la ciudad misma, fundada por Semiramis y no, como es creencia general, por Belo, del que se muestra todavía el palacio. Su muralla, levantada con ladrillo cocido embreado con alquitrán, presenta un espacio de 32 “pies” de ancho (pie= 30,48 cm.): se dice que las cuadrigas pueden encontrarse de frente sin correr el menor riesgo. La altura de la misma es de 50 “codos” (codo=0.4444 m.) y las torres sobresalen por encima de las murallas 10 pies cada una. El perímetro de toda la construcción es de 368 “estadios” (estadio= 185 m.): la tradición informa de que en la construcción de cada estadio se invirtió un día de trabajo. Los edificios no están adosados a la muralla, sino que están separados de ella casi una “yugada” (yugada=2.500 m2)) de espacio libre. La ciudad no está toda ella cubierta de edificios – sólo 80 estadios estaban habitados- ni éstos presentan una formación compacta, me imagino que, porque les parecía más seguro diseminar los edificios por diversos lugares. Los otros espacios los siembran y los dedican al cultivo con el fin de, ante un ataque del exterior, poder abastecerse los sitiados con los productos de su misma ciudad.
Babilonia se halla dividida en dos por el Éufrates, cuyo caudal se encuentra contenido por unos enormes diques. Estas ingentes construcciones están rodeadas de grandes cavernas excavadas en profundidad para acoger las crecidas del río: cuando sus aguas se desbordan arrastrarían consigo los edificios si no existieran estas grutas y cisternas para recibirlas. Están construidas con ladrillos y toda la obra está embreada con alquitrán. Las dos partes de la ciudad están unidas por un puente de piedra sobre el río.
También este puente se cuenta entre las maravillas de Oriente, ya que el Éufrates arrastra en su cauce un gran espesor de limo y cuando se saca éste desde el fondo para colocar los cimientos, con dificultad se encuentra un suelo lo suficientemente firme como para sostener la construcción. Así pues, la arena, acumulada constantemente y apelmazada en los sillares sobre los que se asienta el puente, detiene la corriente del río que, al encontrarse retenido, se lanza con más ímpetu que si se deslizara con su corriente libre de obstáculos.
La ciudad tiene también una “ciudadela” con un perímetro de 20 estadios. Los cimientos de las torres están hundidos en tierra en una profundidad de 30 pies y la cima de las fortificaciones alcanza una altura de 80 pies.
Sobre la ciudadela se encuentran los “jardines colgantes” – prodigio divulgado por las fábulas de los griegos-, en rasante con la altura máxima de las murallas, amenos por la sombra y elevación de sus numerosos árboles. Los pilares que sostienen toda la obra son de piedra. Sobre los pilares se extiende un lecho profundo de sillares capaz de contener la tierra que echan sobre él y el agua con que riegan esa tierra.
Estas construcciones sustentan unos árboles tan robustos que sus troncos llegan a tener un grosor de ocho codos, alcanzan una altura de 50 pies y pueden dar fruto como si se cultivaran sobre la propia tierra. Y, aunque el paso del tiempo deteriora, con un desgaste paulatino, no sólo las obras hechas por mano del hombre, sino incluso las mismas obras de la naturaleza, esta construcción, que se ve oprimida por las raíces de tantos árboles y mantiene el peso de un bosque tan grande, permanece sin el menor deterioro. Está sostenida por unos muros de 20 pies de anchura, colocados a 11 pies de distancia unos de otros, de manera que, contemplados de lejos, dan la impresión de bosques alzados sobre sus propios montes.
Se cuenta que esta construcción fue obra de un rey de Siria, ascendido al trono de Babilonia, y que la hizo por el amor que sentía hacia su esposa: ésta, añorando en aquellos parajes de llanura los bosques y las selvas, movió a su esposo a imitar la amenidad de la naturaleza con una obra de este tipo.
Alejandro se detuvo en esta ciudad más tiempo que en ningún otro lugar, y ningún otro sitio infligió más daño a la disciplina militar.
Nada más corrompido que las costumbres de Babilonia y nada más dispuesto para excitar las pasiones desordenadas.
Tanto los padres como los maridos consienten que sus hijas y esposas se prostituyan con los forasteros con tal de que el deshonor les reporte algún beneficio.
En toda Persia los reyes y cortesanos tienen gran afición a los “juegos de festín” y los babilonios sienten una inclinación extrema por el vino y lo que la embriaguez lleva consigo.
Las mujeres, que toman parte en estos banquetes, al principio mantienen un comportamiento recatado. Después comienzan a despojarse de las vestiduras que cubren la parte superior del cuerpo y poco a poco profanan el pudor, quitándose también – sea dicho con el debido respeto a nuestros oyentes – las prendas que cubren las partes inferiores.
Y este deshonor no es propio sólo de las cortesanas sino incluso de las matronas y de sus esposos entre quienes el menosprecio hacia la exhibición del cuerpo de sus mujeres es considerado como un rasgo de afabilidad.
En medio de tales orgías aquel famoso ejército, dominador del Asia, se estuvo hartando durante treinta y cuatro días y con toda seguridad se habría mostrado demasiado débil cara a los peligros que se aproximaban, si en frente hubiera tenido a un auténtico enemigo, aunque, al renovarse sus formaciones con nuevos incrementos de tropas, el daño se deja sentir menos.
(Historia de Alejandro Magno, V, 1, 24-39)
4. Alejandro y la reina de las amazonas
Como hemos dicho más arriba, fronterizo con la Hircania se encontraba el pueblo de las amazonas, que habitaban junto al río Termodonte las llanuras de Temixira.
Su reina era Talestris, cuyo poder se extendía sobre toda la región comprendida entre el monte Cáucaso y el río Fasis.
La reina, ardiendo en deseos de ver al rey, dejó atrás las fronteras de su reino y, al llegar a las proximidades de Alejandro, envió por delante una delegación para informarle de la llegada de una reina que ansiaba llegar a su presencia y conocerlo.
Otorgado al instante el permiso para acercarse, Talestris hizo detenerse a su comitiva y avanzó acompañada de 300 mujeres. En cuanto llegó a presencia del rey, echó pie a tierra, llevando un par de lanzas en su mano derecha.
El vestido no cubre todo el cuerpo de las amazonas, pues la parte izquierda del pecho la llevan al aire, mientras el resto lo mantienen tapado, y los pliegues de su vestido, recogidos con un nudo, no descienden por debajo de las rodillas.
El pecho izquierdo lo conservan intacto con el fin de poder amamantar a los hijos de sexo femenino, mientras que el derecho lo queman a fin de tensar con más facilidad el arco y blandir mejor las armas arrojadizas.
Talestris, imperturbable, tenía fijos sus ojos en el rey, recorriendo con su mirada su parte exterior, que no estaba a la altura de la fama de sus hazañas: y es que entre todos los bárbaros la veneración va ligada a la majestad corporal y consideran que sólo son capaces de grandes empresas aquellos a los que la naturaleza se dignó de dotar de un aspecto impresionante. Ante la pregunta de si quería hacer alguna petición, la reina, sin el menor titubeo, contestó que había venido a tener hijos con el rey, digna como era de que el mismo rey obtuviera de ella herederos del reino; si era hija la conservaría consigo, si hijo, se lo entregaría a su padre.
Alejandro le preguntó si quería guerrear a su lado, pero ella, pretextando que había dejado su reino sin nadie que lo protegiera, perseveraba en su petición de que no la dejara marchar frustrada en su esperanza. La pasión amorosa de la mujer era más fogosa que la del rey y le movió a detenerse unos cuantos días: trece fueron dedicados a satisfacer el deseo de la reina. Pasados éstos, Talestris volvió a su reino y Alejandro a la Partia.
(Historia de Alejandro Magno, VI, 5, 24-32. Traducción de Pejenante Rubio, F.)
5. Degeneración de Alejandro
Allí dio rienda suelta, abiertamente, a sus pasiones, convirtiendo la continencia y la moderación, que son bienes excelsos en medio de la más sobresaliente de las fortunas, en soberbia y lascivia. Las costumbres de su patria, la disciplina de los reyes macedonios, sabiamente moderada, así como su aspecto exterior igual al de simples particulares, le parecían poco en relación con su grandeza y se dio a emular la dignidad de la monarquía persa, semejante en su poder al poder divino. A los vencedores de tantos pueblos deseaba verlos prosternados (arrodillados) a sus pies, dispuestos a venerarlo, irlos acostumbrando a menesteres serviles y considerarlos como esclavos. En consecuencia, ciñó su cabeza con una diadema de púrpura bordada en blanco (como una que había tenido Darío) y adoptó la indumentaria persa sin ningún respeto por el presagio de trocar los emblemas del vencedor por el atavío del vencido. Él, por supuesto, decía que lo que llevaba eran los despojos de los persas, pero juntamente con los despojos se había revestido de sus costumbres y la arrogancia de espíritu iba en pos de la soberbia del vestuario. Incluso las cartas, las que enviaba a Europa, las sellaba con la gema de su anillo habitual; las que enviaba a Asia con el anillo de Darío, dejando bien claro que un solo espíritu no puede seguir dos destinos. A los amigos y a los caballeros (la flor y nata del ejército) los había cubierto de vestiduras persas y, aunque mostraban un evidente desdén hacia ellas, no se atrevían a rechazarlas. Trescientas sesenta concubinas (otras tantas como había tenido Darío) llenaban las dependencias de palacio y se veían acompañadas de bandadas de eunucos, acostumbrados, ellos también a hacer el papel de mujeres.
Esta situación, corrompida por el lujo y las costumbres extranjeras, era criticada sin tapujos por los veteranos de Filipo, gente poco hecha a los placeres, y a lo largo y a lo ancho del campamento era unánime el sentimiento y todos estaban de acuerdo en afirmar que era más lo que se había perdido con la victoria que lo que se había ganado con la guerra; se veían ya derrotados y entregados a unas costumbres ajenas y extranjeras. ¿Con qué cara volverían finalmente a sus casas, vestidos poco menos que de cautivos? Sentían vergüenza de sí mismos y su rey, convertido, de emperador de Macedonia, en sátrapa de Darío, se asemejaba más a los vencidos que a los vencedores.
Alejandro, dándose bien cuenta de que tanto sus amigos más íntimos como el ejército estaban gravemente ofendidos, intentaba recuperar sus simpatías con la generosidad de sus regalos, pero yo pienso que el salario de la esclavitud no encuentra agradecimiento en unos espíritus libres”.
(Historia de Alejandro Magno, VI, 6, 1-11).
Segovia, 27 de febrero del 2022
Juan Barquilla Cadenas.