CICERÓN: LAS DISPUTACIONES TUSCULANAS
Cicerón (106 a. de C. -43 a. de C.) en esta obra nos presenta “la filosofía” como una herramienta para el cuidado del alma.
Los cinco libros de que consta la obra comienzan con un pequeño “prólogo” en el que elogia a la filosofía.
Respecto a lo que nos expone Cicerón en esta obra me parece interesante su “antidogmatismo”, pues junto a su opinión presenta las de otros filósofos, para que se pueda elegir entre las diferentes opciones.
En algunos aspectos tanto la ciencia como la psicología han evolucionado mucho con respecto a la época de Cicerón (siglo I a. de C.), pero todavía hay algunas cosas que nos pueden ser útiles con vistas a lograr un mayor grado de felicidad.
Aquí presento el resumen realizado por Alberto Medina González de los cinco libros de las “Disputaciones tusculanas” de Cicerón, de cuya obra es el autor de la Introducción, Traducción y Notas en la Editorial Gredos.
Cicerón dedicó gran parte de su vida (coincidiendo con su actividad de jurista y político) a escribir discursos forenses, algunos de los cuales, como las “Verrinas” y las “Catilinarias” han llegado a adquirir incluso una cierta popularidad entre el público culto de Occidente.
La dedicación a la escritura filosófica, por el contrario, con un par de excepciones muy notables, sólo ocupó los tres últimos años de su vida (del 46 -44 a. de C.) con la excepción del año 43, el de su muerte a manos de los sicarios de Marco Antonio.
Desde un principio su creación literaria se ciñó al campo de la oratoria, si prescindimos de las dos obras que escribió tras las huellas de su admirado maestro Platón, “Sobre la república” y “Sobre las leyes”, que por desgracia se nos han transmitido incompletas.
Dos circunstancias le indujeron a variar de rumbo de su creación literaria y a refugiarse en la escritura de contenido filosófico.
Nos referimos a la derrota de Pompeyo en Farsalia, en el año 48 a. de C. y de los pompeyanos en Munda, en el año 45 a. de C., que echaron por tierra toda esperanza de victoria en la contienda civil para el partido republicano, al que Cicerón se hallaba ligado por lazos muy estrechos.
La segunda circunstancia fue la muerte de su hija Tulia, acaecida en el año 45 a. de C., a la que dedicaría una “Consolación”, perdida.
Ambos acontecimientos sumieron al Arpinate en un desánimo profundo que combatiría dedicándose a escribir tratados de índole filosófico-moral.
Un dato curioso es que las obras filosóficas más importantes de Cicerón se compusieron en un solo año, el 45 a. de C.
Ellas son el “Hortensio”, que se nos ha perdido, los “Académicos”, “Sobre el supremo bien y el supremo mal (en adelante “De finibus”), “Disputaciones tusculanas” y “Sobre la naturaleza de los dioses”, cuya elaboración comenzó en el año 45 y se culminó en el 44, un año antes de su muerte.
Gran parte de las imperfecciones de contenido y estilo que afloran a menudo en la obra se deben sin ninguna duda a la premura con que la obra fue escrita.
Lo que trata de conseguir Cicerón con las “Tusculanas” es convencer lo más posible sobre qué hay que hacer para ser feliz.
Esta obra tiene relación con la obra “De finibus”.
Dice Cicerón:
“Pero, puesto que conocemos ya la causa de las “perturbaciones”, todas las cuales nacen de los juicios que se basan en opiniones y de actos voluntarios, ha llegado el momento de poner fin a esta discusión.
Pero conviene que nosotros sepamos, una vez conocidos, en la medida en que al ser humano le es posible, el supremo bien y el supremo mal (que es de lo que acaba de tratar Cicerón en “De finibus”), que no podemos esperar de la filosofía nada más importante o más útil que los temas de los que hemos tratado en estos días.” (Tusculanas IV, 82).
Estos temas habían sido “la erradicación del miedo a la muerte”, “la supresión del dolor, la aflicción y las perturbaciones del alma”, requisitos indispensables para conseguir la felicidad.
En Tusculanas I, 7 nos dice cómo surgió esta obra:
“De modo que poco después de tu partida (la de Bruto, a quien está dedicada la obra), en mi villa de Túsculo, en presencia de varios amigos íntimos, he querido poner a prueba de qué era capaz en este campo (el de la filosofía).
De mismo modo que antes me ejercitaba en declamar las causas judiciales, actividad a la que nadie ha dedicado más tiempo que yo, así también yo ahora me dedico a esta declamación senil”.
“Las “Disputaciones Tusculanas” son una de las obras de contenido filosófico más interesantes y peculiares de Cicerón.
LIBRO I
El libro se inicia con un “prólogo”, en el que Cicerón nos dice que, a requerimiento de su amigo Bruto y aprovechando que se halla liberado casi por completo de sus deberes forenses y políticos, ha decidido afrontar el empeño de escribir un tratado filosófico en lengua latina, “dado que el sistema y la enseñanza de todas las disciplinas que atañen al camino del recto vivir forman parte del estudio de la sabiduría que se denomina “filosofía”.
Acto seguido se ocupa de uno de los temas que le son más dilectos, su afirmación de la superioridad de la cultura romana sobre la griega en los ámbitos de la moral y la política.
En el marco de esta confrontación entre las culturas griega y romana, Cicerón reconoce que los griegos han fomentado más en líneas generales las artes musicales y la geometría, mientras que los romanos, en compensación, han brillado desde muy pronto en la oratoria, sin detrimento de que hubiera también entre ellos personalidades dotadas de gran cultura, como Galba, el Africano, Lelio, Catón, etc.
Ahora bien, “la filosofía no ha sido objeto de atención hasta nuestros días y no ha recibido ninguna luz de las letras latinas: a mí me toca ahora darle esplendor y vida”.
Después de indicarnos que la sabiduría debe ir acompañada de la elocuencia, Cicerón expone su intención de desarrollar en su villa de Túsculo, en compañía de amigos, cinco disertaciones filosóficas en una forma dialogada.
“Yo invitaba a proponer un tema sobre el que se deseara oírme hablar y trataba de él sentado o paseando. El resultado es que yo he recogido en otros tantos libros las cinco “disertaciones” como los griegos las llaman.
El procedimiento que utilizaba era el siguiente: cuando quien deseaba oírme había expresado su parecer, yo lo rebatía. Es el antiguo método socrático de debatir la opinión del interlocutor.
Para que nuestras discusiones puedan seguirse de un modo más adecuado, en lugar de narradas, las expondré en forma de diálogo”.
La primera proposición objeto de debate: “la muerte es un mal”.
En ella se induce al interlocutor a reconocer que la muerte es un mal para los muertos y también para los vivos y, por ende, una fuente perenne de infelicidad.
- “En mi opinión la muerte es un mal.
· ¿Para quienes están muertos o para quienes deben morir?
- Para ambos.
· Luego es una infelicidad puesto que es un mal.
- Sin duda.
· Por esa razón son infelices aquellos a quienes les ha sobrevenido ya la muerte y aquéllos a quienes les tiene que sobrevenir.
- Sí, ésta es mi opinión.
· Luego no hay nadie que no sea infeliz.
- Absolutamente nadie.
· Entonces, si tú quieres ser coherente contigo mismo, todos los que han nacido o van a nacer, no sólo son desgraciados, sino siempre desgraciados….
· Desde luego que si los infelices no están en los Infiernos, es indudable que no hay nadie en los Infiernos.
- Eso es precisamente lo que yo pienso.
· ¿Dónde están entonces los que tú llamas infelices, o en qué lugar habitan? Si en realidad existen, no pueden no estar en ninguna parte.
- Yo pienso que no están en ningún lugar.
· ¿Y, por tanto, ni siquiera existen?
- Sí, eso es lo que pienso y, no obstante, los considero infelices por el mero hecho de no existir.
· Preferiría con franqueza que tuvieras miedo del Cerbero (el perro que guarda las puertas de los Infiernos) en lugar de oírte decir semejantes insensateces.
- ¿Y eso por qué?
· Porque dices que existe aquél cuya existencia niegas. ¿Dónde ha ido a parar tu agudeza? Cuando en realidad afirmas que él (el muerto) es infeliz, reconoces la existencia de quien no existe.
- No soy tan obtuso para decir algo semejante.
· ¿Qué es lo que quieres decir entonces?
- Que, por ejemplo, Marco Craso (hombre muy rico) es infeliz, porque, con su muerte, ha perdido una gran fortuna, y que es infeliz Cneo Pompeyo, porque (al ser asesinado) ha sido privado de una gloria tan grande; en una palabra, que todos los que carecen de la luz del día son infelices.
· Vuelves al punto de partida: si en realidad son infelices tienen que existir, mientras que tú negabas hace un momento que los muertos existan. Y, si no existen, no pueden ser nada, por lo que ni siquiera pueden ser infelices.
- “Quizás no consigo expresar lo que pienso; en mi opinión el colmo de la infelicidad es precisamente no existir después de haber existido.
· ¿Cómo? ¿Una infelicidad mayor aún que no haber existido nunca? Según ese razonamiento, quienes no han nacido aún son ya infelices porque no existen, y nosotros, si vamos a ser infelices después de morir, lo hemos sido ya antes de nacer, pero yo no recuerdo haber sido desgraciado antes de nacer; si tú tienes una memoria mejor, me gustaría oír algo de lo que tú recuerdas de ti.
- Te estás burlando de mí, como si yo dijera que los infelices son quienes no han nacido y no por el contrario quienes han muerto.
· Luego admites que existen.
- No, lo que quiero decir es que ellos son infelices porque no existen después de haber existido.
· ¿No ves que estás diciendo cosas contradictorias? ¿Qué hay más contradictorio que admitir en un ser que no existe, no digo ya la infelicidad, sino la posibilidad misma de la existencia? ¿Lo que quieres decir es que, cuando al salir de la puerta Capena (una de las puertas de Roma), tú ves los sepulcros de Calatino, de los Escipiones, de los Servilios, de los Metelos, piensas que ellos son infelices?
- Puesto que me atosigas por una sola palabra (el verbo copulativo “son”), a partir de ahora no diré que ellos “son infelices”, sino sólo “infelices”, por el simple hecho de que no existen….”
Cicerón obliga a reconocer a quien dialoga con él que los muertos, al no existir, no pueden ser infelices, con lo que ha librado a la humanidad de una gran preocupación.
- “Bien, admito que los muertos no son infelices, desde el momento en que me has obligado a reconocer que quienes no existen no pueden ser infelices. ¿Qué quieres decir con esto? ¿Qué quienes vivimos no somos infelices, a pesar de estar condenados a morir? ¿Qué alegría puede existir en nuestra vida si día y noche tenemos en nuestro pensamiento que de un momento u otro debemos morir?
· ¿Te das cuenta de cuánto mal le has substraído a la condición humana?
- ¿En qué sentido lo dices?
· Porque, si la muerte fuera también una infelicidad para los muertos, estaríamos dominados en nuestra vida por un mal infinito y eterno; ahora, por el contrario veo una meta (la seguridad de que los muertos no pueden ser infelices, (lo cual no equivale a decir que la muerte no constituya una infelicidad), alcanzada la cual ya no habrá nada que temer. Pero me parece que tú sigues la máxima de Epicarmo, hombre agudo e ingenioso, como buen siciliano.
- ¿Qué máxima? Yo no la conozco.
· … “No quiero morir, pero no me importa en absoluto estar muerto”.
- Ahora reconozco el texto griego. Pero, desde el momento en que me has obligado a reconocer que los muertos no son infelices (dado que ya no existen), consigue, si puedes, que yo piense que tampoco es una infelicidad tener que morir.
· Evidentemente esto no plantea ninguna dificultad, pero yo me propongo objetivos aún más importantes.
- ¿Cómo no va a plantear ninguna dificultad? ¿Cuáles son estos objetivos más importantes?
· La razón es la siguiente: puesto que después de la muerte no existe mal alguno, ni siquiera es un mal la muerte, pues a ella le sigue de inmediato el tiempo que viene después de la muerte, en el que tú mismo reconoces que no existe mal alguno: de manera que ni siquiera el hecho de tener que morir es un mal, porque él no es otra cosa que la necesidad de alcanzar un estado que reconocemos que no es un mal.
- Explícate con más claridad… ¿Pero cuáles son esos objetivos más importantes a los que tú aludes?
· Mostrarte si soy capaz, que la muerte no sólo no es un mal, sino incluso un bien….
· .. Pero si no es necesario, prefiero que no me preguntes.
Haré como deseas e intentaré del mejor modo posible darte las explicaciones que quieres, pero no pienses que voy a decir palabras seguras e inalterables, como si yo fuera Apolo Pítico, sino las conjeturas probables como un pobre mortal entre muchos. Yo no puedo ir más allá de lo que considere verosímil; las certezas las expondrán quienes dicen que ellas se pueden percibir y se proclaman sabios (hace referencia a los estoicos).”
A continuación se lleva a cabo un examen de las diversas opiniones que existen en relación con la muerte, la naturaleza del alma, su situación y su procedencia.
- “Actúa como te parezca mejor; estamos dispuestos a escucharte.
· Debemos examinar, por lo tanto, en primer lugar, qué es en sí misma la muerte, hecho que se tiene por conocidísimo.
Unos piensan que la muerte es la separación del alma del cuerpo, otros consideran que no se origina ninguna separación, sino que el alma y el cuerpo perecen juntos y que el alma se extingue con el cuerpo (como Diógenes de Apolonia del siglo V a. de C.).
Entre quienes sostienen que el alma se separa del cuerpo, unos piensan que el alma se disipa al momento (como Epicuro y los epicúreos), otros que permanece mucho tiempo (como los estoicos), y otros siempre (Pitágoras y Platón).
Respecto de la naturaleza del alma, su sede y su origen, existe un gran desacuerdo. Unos son de la opinión de que el alma se identifica con el corazón, de donde proceden las expresiones “excordes” (sin corazón), “vecordes” (de corazón malvado) y “concordes” (de corazón unánime), y el sobrenombre de “corculum” (corazoncito), que se dio al sabio Nasica, dos veces cónsul….
Empédocles piensa que el alma es la sangre que impregna el corazón; para otros una parte determinada del cerebro es la que domina sobre el alma; otros, sin ser de la opinión de que el alma es el corazón o una parte determinada del cerebro, han hecho, unos del corazón, y otros del cerebro, la sede y el emplazamiento del alma; otros entienden que el alma es el soplo vital, como más o menos nosotros los romanos – el término en sí lo pone de manifiesto: nosotros, de hecho, usamos expresiones como “exhalar el último soplo”, “expirar”, y “animosos” y “bien animados” y “me sale del alma”.
El estoico Zenón piensa que el alma es fuego.
Las opiniones que he mencionado son las más comunes; las restantes pertenecen en general a pensadores individuales, como las que sostenían mucho antes los filósofos antiguos (presocráticos) y que no hace mucho adoptó Aristóxeno (siglo IV a. de C.), que era a la vez músico y filósofo, según la cual el alma sería una especie de tensión del cuerpo mismo, semejante a la que en el canto y los instrumentos de cuerda se denomina “harmonía”, de manera que, según la naturaleza y conformación del cuerpo en su totalidad, se producirían vibraciones diversas, semejantes a los sonidos en el canto.
Aristóxeno dijo algo cuyo sentido exacto había sido formulado y explicado mucho antes por Platón.
Jenócrates (siglo IV a. de C. Sucedió a Espeusipo en la dirección de la Academia) negó que el alma tuviera forma o capacidad alguna y la identificó con el “número”, cuyo poder, como Pitágoras había sostenido ya antes, era predominante en la naturaleza.
Su maestro Platón imaginó un alma dividida en tres partes, cuya parte dominante, es decir, la razón, situó en la cabeza, como si de una fortaleza se tratara, mientras que las otras dos partes, la cólera y el deseo, las concibió para obedecer y las situó en lugares separados: la cólera en el pecho, el deseo, bajo el diafragma.
Dicearco, por otra parte, en aquella discusión que él sitúa en Corinto y expone en tres libros, introduce en el libro primero, muchos sabios que toman parte en la discusión; en los otros dos introduce a Ferécrates, un anciano natural de Ptía, argumentando que el alma no existe en absoluto, que es un nombre carente por completo de significado, que no tiene sentido hablar de animales y seres animados, que no existe ni en el hombre ni en la bestia alma o soplo vital, y que toda esa fuerza que nos permite actuar o experimentar sensaciones se halla uniformemente extendida en todos los cuerpos vivos y no se puede separar del cuerpo, dado que ella carece de existencia propia y no existe otra realidad que no sea el cuerpo, que es uno y simple, conformado de tal manera que posee vigor y sensibilidad por la constitución equilibrada de su naturaleza.
Aristóteles , muy superior a todos, exceptuando siempre a Platón, por sus dotes naturales y su rigor, después de haber admitido los famosos cuatro elementos, que constituyen el origen de todas las cosas, postula la existencia de un quinto elemento especial (el éter?) del que se compone la mente; él cree en realidad que pensar y prever, aprender y enseñar, descubrir algo nuevo y recordar tantas cosas, amar y odiar, desear y temer, sufrir y alegrarse, así como las actividades semejantes, no se hallan ínsitas en ninguno de estos cuatro elementos (agua, aire, tierra y fuego); él introduce un quinto elemento carente de nombre, y denomina al alma misma con el término nuevo “endeléchia” (entelequia), como si quisiera expresar la idea de una especie de movimiento continuo y perenne.
A no ser que se me escapen algunas, éstas son poco más o menos las opiniones que se sostienen sobre el alma.
Dejemos de lado a Demócrito, un hombre de indudable valía, pero que hace que el alma consista en una especie de encuentro fortuito de corpúsculos ligeros y redondos (los átomos).
Sólo una divinidad podría saber cuál de estas opiniones es verdadera; ¿cuál es la más
“verosímil “? Es una pregunta. ¿Prefieres, pues, que emitamos un juicio sobre estas opiniones o que volvamos a tema que nos ocupa?
- A decir verdad, si fuera posible, yo desearía ambas cosas, pero es difícil unir ambas cuestiones…
· Me doy cuenta de lo que tú prefieres y pienso que es lo más conveniente; evidentemente, cualquiera que entre las opiniones que he expuesto sea la verdadera, nuestro razonamiento nos llevará a la conclusión de que la muerte no es un mal, o mejor dicho, de que ella es un bien. Indudablemente, si el alma es corazón, o sangre, o cerebro, dado que ella es algo corporal, perecerá con el resto del cuerpo; si es soplo vital, probablemente se disipará; si es fuego, se extinguirá; si es la armonía de Aristóxeno, se disolverá. ¿Qué decir de Dicearco, que sostiene que el alma no existe en absoluto?
Según todas estas opiniones, después de la muerte no hay nada que nos pueda atañer, porque junto con la vida se pierde la capacidad de sentir y a quien carece de sensación no hay nada que le pueda afectar en modo alguno.
Las opiniones de los demás nos dan la esperanza, por si esto te puede agradar, de que las almas, una vez separadas del cuerpo, pueden llegar al cielo, a su morada, por así decirlo.
· … ¿Cómo o por qué, por lo tanto, dices que la muerte te parece un mal? Ella, o hará que seamos felices, si nuestras almas sobreviven, o que no seamos infelices, si carecemos de sensibilidad.
- Muéstrame, por lo tanto, si puedes y no te causa desagrado, en primer lugar, que las almas sobreviven después de la muerte y luego, en el caso de que no lo consigas – pues es arduo – me demostrarás que la muerte se halla exenta de todo mal.
Lo que yo realmente temo que sea un mal, no digo que sea la pérdida de la sensibilidad, sino la necesidad de perderla.
Al final de este diálogo se llega a la conclusión de que si sobreviven después de la muerte, las almas son felices y, si no sobreviven, no pueden ser infelices puesto que no existen.
A partir de aquí el libro consta de dos grandes apartados:
a) Exposición de los argumentos que prueban que el alma es inmortal, en cuyo caso la muerte es un bien y no un mal.
b) Análisis de los razonamientos que demuestra que, aun en la suposición de que el alma perezca con el cuerpo, en la muerte no hay en realidad mal alguno.
A) Cicerón inicia su exposición afirmando que la creencia en la inmortalidad del alma se halla enraizada en la naturaleza humana y viene atestiguada por los datos siguientes:
1) El cumplimiento escrupuloso de los ritos funerarios.
2) La deificación de hombres y mujeres ilustres.
3) El consenso de los pueblos en lamentar la muerte de los seres queridos.
4) Pero la prueba principal de que es la propia naturaleza la que emite un juicio tácito a favor de la inmortalidad de las almas es la preocupación que todos los hombres sienten, grandísima sin duda, por lo que acontecerá después de la muerte.
Lo que corrobora con mayor fuerza que los seres humanos poseen una idea innata de la inmortalidad es el hecho de que los hombres de mayor valía se esfuerzan en todos los ámbitos y llegan a exponer incluso sus vidas, porque tienen la esperanza de que su comportamiento puede llevarles a alcanzar la inmortalidad.
Se aducen los ejemplos de Temístocles, Epaminondas y de los poetas, artistas y filósofos que han puesto todo su empeño en lograr la gloria de la inmortalidad.
Cicerón convoca después a la argumentación filosófica para que le ayude a defender la creencia en la inmortalidad del alma.
La primera cuestión que se plantea es el “lugar de permanencia de las almas”, en el caso de que sigan existiendo y no se hayan extinguido con el cuerpo, para pasar a tratar después de su “naturaleza”.
La idea popular, tan frecuente en los textos literarios, de que existen los “Infiernos” y el mundo de ultratumba se ha deducido de que el cuerpo muerto cae a tierra y es enterrado bajo ella.
La masa (el vulgo) es incapaz de concebir el alma sin un soporte corpóreo, porque se precisa de una gran inteligencia para escindir la mente de los sentidos.
En los parágrafos siguientes Cicerón pasa revista a los pensadores y filósofos que han creído en la eternidad y la inmortalidad del alma.
“Ferécides de Siro, que vivió en el siglo VI a. de C., y un poco después Pitágoras, fueron los primeros que formularon la doctrina de la inmortalidad del alma.
El prestigio de que gozaba el “Pitagorismo” impulsó a Platón a viajar a Italia para conocer sus principios filosóficos y no sólo fue el primero que se mostró de acuerdo con Pitágoras respecto de la eternidad de las almas, sino que ofreció también una explicación racional de la misma”(la teoría de las “Ideas”).
Sigue luego una exposición bastante detallada y precisa de las distintas opiniones que existen sobre la naturaleza del alma y los elementos de que se compone. Se barajan todas las alternativas posibles:
¿Es de naturaleza aérea o ígnea, consiste en un número, o es la armonía de las partes del cuerpo, como sostiene Aristóxeno? En relación con esta última teoría nos dice Cicerón: “Yo no acierto a ver qué armonía puede producir la disposición de los miembros y la configuración del cuerpo en ausencia del alma”.
Se rechaza también la doctrina democritea “que hace del alma un encuentro casual de cuerpos indivisibles y redondos (átomos).
Ahora bien, si el alma se compone de alguno de los cuatro elementos clásicos (agua, aire, tierra y fuego), ella debe estar constituida por aire inflamado y debe tender necesariamente hacia lo alto, como piensa Panecio.
Cicerón se deja arrastrar después por la inspiración y, en un pasaje de exquisita calidad literaria, nos describe el vuelo del alma hacia lo alto, una vez liberada del cuerpo, para ir al encuentro de su morada natural.
Los ecos platónicos resuenan por doquier aquí y el Arpinate aprovecha además la ocasión que su ánimo exaltado le brinda para lanzar un duro ataque contra Epicuro, en el que nos dice:”cuando ciertamente pienso en ello (es decir, en el bello espectáculo que contemplan las almas en su viaje hacia su morada supraceleste), con frecuencia suelo admirarme de la insolencia de ciertos filósofos que se maravillan de la ciencia de la naturaleza y exultantes de alegría muestran su agradecimiento a su inventor y adalid y lo veneran como a un dios, porque dicen que, gracias a él, se han visto liberados de aquellos amos insoportables, del terror sempiterno y del temor que no cesa ni de día ni de noche” (se refiere a Epicuro).
Acto seguido nos indica Cicerón que quienes niegan la inmortalidad del alma lo hacen impulsados por su incapacidad de concebir el alma separada del cuerpo. “¡Como si en realidad ellos comprendieran cuál es su naturaleza, su dimensión y su emplazamiento dentro del cuerpo”, nos dice el Arpinate.
Ahora bien, si hacemos una reflexión seria y ponderada, es más difícil comprender “lo que puede ser el alma en el cuerpo, en una sede que le es tan ajena, que lo que puede ser una vez que ha abandonado el cuerpo y ha llegado libre el cielo, como si de su morada se tratara”.
Lo que quiere decir en realidad el precepto del dios de Delfos, Apolo, “conócete a ti mismo” es “conoce tu alma”.
Después inicia la exposición de los argumentos que tratan de probar la inmortalidad del alma, comenzando por el que postula que el alma es el principio de todo movimiento y, en consecuencia, es la única que se mueve por sí misma, por lo que es necesario llegar a la conclusión de que “si es la única que se mueve por sí misma, es indudable que no ha nacido y es eterna”·
En apoyo menciona un texto de su “Sobre la República”, que recoge famosa argumentación del “Fedro” platónico sobre la naturaleza del alma:
“Lo que está siempre en movimiento es eterno, lo que por el contrario, causa movimiento a alguna cosa y él mismo, a su vez, recibe el movimiento de otra cosa diferente, cuando su movimiento llega al fin, tiene que dejar de vivir necesariamente.” Por consiguiente, sólo lo que se mueve por sí mismo, dado que nunca se abandona a sí mismo, nunca deja de moverse; además, es también la fuente y el principio del movimiento para todos los demás seres que se mueven…
A continuación, y en un pasaje de una gran extensión, afronta el examen de las pruebas que demuestran que en el alma humana hay elementos divinos.
“En lo que respecta al alma, si en ella no existiera otra cosa que el principio mediante el cual vivimos, yo pensaría que la vida del hombre se sustenta por el mismo proceso natural que hace que subsistan las vides y los árboles, porque también decimos que ellos tienen vida.
Aún más, si la función del alma humana se redujera a sentir atracción o repulsión por algo, esa función la tendría también en común con las bestias.
Pero, para empezar, ella posee memoria, una memoria infinita de cosas innumerables que, como es bien sabido, Platón considera recuerdo de una vida anterior. (Alusión a la “anamnesis”). “
Se comienza, pues, con la mención del don increíble de la “memoria”, que le lleva a hacer un “excursus” sobre la doctrina platónica de la “anamnesis”, tal y como viene expuesta en el diálogo platónico “Menón”.
Después de presentarnos casos de personas dotadas de una memoria excepcional, Cicerón se pregunta: ¿A ti te parece que es posible que la fuerza extraordinaria de la memoria puede haberse originado o formado de la tierra, bajo este cielo nuestro nebuloso y calaginoso?”
Después del argumento de la memoria, viene el elogio de la inventiva y la imaginación, consideradas por Cicerón causantes del progreso y la civilización humanos.
La poesía, la elocuencia, la filosofía demuestran también la ascendencia divina de nuestra alma, porque, como se nos asegura, “cualquiera que sea la naturaleza de lo que siente, conoce, vive y es activo, debe ser necesariamente celeste y divina y, por esa razón, eterna”.
En los parágrafos siguientes Cicerón nos dice que, a pesar de que el alma es incapaz de ver su forma propia, si puede percibir las obras y los efectos maravillosos que ella realiza.
La contemplación del “cosmos” y sus maravillas nos hacen pensar en la existencia de una inteligencia divina y “lo mismo sucede con el espíritu humano: aunque tú no lo ves, como no ves a la divinidad, del mismo modo que reconoces a la divinidad por sus obras, así también debes conocer la fuerza divina del espíritu por la memoria, por la inventiva, por la rapidez de su movimiento y por toda la belleza de sus cualidades”.
La creencia en la inmortalidad del alma y en el destino que le espera después de la muerte estuvo siempre presente en la actitud que adoptó Sócrates durante su proceso, condena a muerte y encarcelamiento, tal y como se nos relata en la “Apología”, el “Critón” y el “Fedro” platónicos, porque, como se nos dice, “cuando estaba casi a punto de sujetar en su mano aquella copa mortífera, habló no como quien parecía que era arrastrado a la muerte, sino como quien estaba a punto de ascender al cielo”.
El romano Catón mostró ante la muerte una postura semejante a la de Sócrates.
La vida de los hombres sabios debe ser una preparación para la muerte, porque “separar el alma del cuerpo no es otra cosa que aprender a morir”.
A pesar de los argumentos a favor de la inmortalidad del alma que se nos acaban de exponer, ha habido muchos filósofos que se han opuesto encarnizadamente a una creencia de esta naturaleza, como es el caso de los epicúreos y de Dicearco.
Los estoicos mantienen una posición intermedia al decir que nuestras almas permanecerán durante mucho tiempo pero no siempre.
Un filósofo de la talla de Panecio, que sentía una auténtica veneración por Platón, sostiene también que las almas mueren, dado que nacen, como lo prueba la semejanza de los hijos con sus padres y aduce además otro argumento en favor de la mortalidad del alma: todo lo que experimenta dolor es susceptible de enfermar, lo que se halla expuesto a la enfermedad tiene que perecer, por lo que las almas necesariamente tienen que morir.
B) Una vez concluida la primera sección del libro I, el Arpinate inicia la exposición de los razonamientos que demuestran que, aun suponiendo que el alma perezca con el cuerpo, en la muerte no hay mal alguno.
El primer argumento que esgrime en apoyo de esta segunda tesis es que la pérdida absoluta de toda sensibilidad, que es en lo que consiste en realidad la muerte, elimina toda posibilidad de dolor o sufrimiento.
La muerte, además, ni equivale a separarse de todos los bienes de la vida, sino, por el contrario, de los males, como postulaba Hegesias de Cirene y demostró de una forma práctica Teómbroto de Ambracia, quien después de haber leído el “Fedón” (de Platón), se arrojó desde un muro al mar y se quitó la vida.
Aunque el ejemplo de Metelo, que se expone después parece contradecir la idea anterior, los casos de Príamo y Pompeyo lo corroboran de un modo tajante.
En los dos parágrafos siguientes, Cicerón se enzarza en una de sus disquisiciones sobre el significado de la expresión “estar privado de”, para llegar a la conclusión de que esta expresión carece de sentido aplicada a un muerto.
“Estar privado de” implica en realidad tener sensibilidad, pero en un muerto no hay sensibilidad alguna, de manera que la idea de “estar privado” es impensable en quien está muerto”.
Mas no es necesario recurrir a argumentaciones filosóficas y semánticas como las anteriores, porque muchos ejemplos concretos de ejércitos y de generales demuestran de un modo palpable que la mayoría de las personas no temen la muerte.
El sabio, además, impelido por su afán de lograr la excelencia, debe actuar siempre, aun cuando piense que el alma es mortal, como si las acciones que emprende fueran eternas.
Hay que considerar la muerte como una ley natural, que se asemeja mucho al sueño, porque cuando estamos dormidos, carecemos también de sensibilidad.
Para Cicerón, por otra parte, los conceptos de “largo” y “breve” referidos a la vida humana son relativos. Debemos dar de lado todas esas necedades y “poner el énfasis de la vida en el bien vivir, es decir, en la fuerza y en la grandeza del alma, en el desprecio y el desdén de todas las cosas humanas y en toda forma de excelencia.
Hay muchos ejemplos de personas que han aceptado la muerte con grandeza de ánimo.
Se nos citan los casos de Terámenes, quien encarcelado por los Treinta Tiranos, “apuró el veneno de un trago como si tuviese sed” y de Sócrates, con la mención del famosísimo pasaje de la “Apología” platónica.
Mas, ¿Por qué nombrar a generales y hombres de Estado cuando Catón cita ejemplos de legiones que a menudo marchaban contentas hacia un lugar del que pensaban que no iban a volver? El coraje demostrado por los espartanos en las Termópilas y la entereza de la mujer laconia (espartana) al decir, cuando se enteró de que su hijo había muerto en la guerra, “precisamente lo había engendrado para que fuera un hombre que no vacilara en afrontar la muerte por su patria”, son también una confirmación clara de que hay muchas personas que no temen la muerte.
Las posturas radicales del filósofo cínico Diógenes y de Anaxágoras le sirven a Cicerón para poner de relieve lo absurdo que es preocuparse por el modo en que hay que enterrar a un cadáver, que es algo que carece por completo de sensibilidad.
Para corroborar aún más lo ilógico de esta preocupación, Cicerón recurre a personajes del mito cuyos cadáveres han sido ultrajados o no han recibido sepultura (Héctor, Atreo).
No obstante, hay muchos pueblos, como los egipcios y los persas, que consideran esenciales el enterramiento y los ritos funerarios.
A modo de conclusión de este amplio apartado, Cicerón nos indica que quien ha vivido una vida virtuosa, perfecta y acompañada de la gloria, afrontará la muerte con serenidad, incluso aunque se encuentre rebosante de prosperidad, porque “nunca es demasiado breve la vida de quien ha cumplido plenamente el deber de la virtud perfecta”.
… Conclusión: Debemos, o desear la muerte, o no temerla, “porque si el día último no trae un aniquilamiento, sino un cambio de lugar, ¿qué puede haber más deseable?
Si, por el contrario, él nos aniquila y destruye por completo, ¿qué puede ser mejor que adormentarse en medio de las penalidades de la vida y así, con los ojos cerrados, dormirse en un sueño eterno?”.
LIBRO II
El libro II, dedicado al tema de si es posible al ser humano soportar el dolor, se inaugura con el prólogo habitual que sirve de pórtico a cada uno de los cinco libros de las “Tusculanas”.
Comienza afirmando Cicerón que para él es una necesidad dedicarse a la filosofía, en cuyo estudio es difícil, por no decir imposible, contentarse con adquirir unos pocos conocimientos, puesto que ellos forman parte de un todo orgánico.
La masa (el vulgo) no suele apreciar los saberes filosóficos y “la filosofía huye expresamente de la multitud”, pero, como se nos dice de inmediato, “a los detractores de la filosofía en su conjunto los he respondido en el “Hortensio”.
El desprestigio de la filosofía en el mundo romano es el que ha impulsado a Cicerón a contribuir al auge de la escritura filosófica y por ello ha decidido escribir libros de filosofía en un estilo pulcro y sugerente, sobre todo porque la mayoría de los libros filosóficos que pululan por el mundo romano han sido escritos por los epicúreos, quienes escriben, según declaran ellos mismos, “sin precisión, sin orden, sin elegancia y ornato”.
A Platón y los demás Socráticos, por el contrario, los lee todo el mundo con agrado.
Él (Cicerón) va a seguir sus pasos, porque, como nos indica, “siempre ha sido de mi agrado la costumbre de los peripatéticos y de la Academia de someter a discusión en todas las cuestiones el “pro” y el “contra”, no sólo porque de otra manera no es posible hallar qué hay de verosímil en cualquier cuestión, sino también porque éste es el mejor método de ejercitar la retórica”.
A continuación viene una breve introducción.
En su primera parte nos habla de los efectos benéficos que causa el dedicarse a la filosofía:
“Cura las almas, hace desaparecer las preocupaciones, libera de los deseos, disipa los temores”.
A la objeción de su interlocutor de que hay filósofos que viven de un modo vergonzoso, Cicerón responde con la bella e ingeniosa comparación de que “no todos los campos que se cultivan dan fruto”.
En la segunda parte, se propone el tema objeto de debate: “el dolor es el más grande de los males”.
Su comparación con la deshonra, la ignominia y la bajeza induce al interlocutor de Cicerón a atenuar la rotundidad de la proposición que se va a debatir, que se atenúa en “el dolor es un mal”.
Luego el contenido se divide en dos partes:
a) Un debate teorético sobre la esencia del dolor.
b) Exposición de los medios para soportar el dolor.
A) La primera parte se inicia con un análisis de algunas concepciones filosóficas del dolor.
Aristipo de Cirene y Epicuro sostuvieron que el dolor es el mal mayor.
Jerónimo de Rodas pensó que el bien consistía en la ausencia de dolor, mientras que Zenón, Aristón y Pirrón estiman que el dolor es un mal, pero que existen males mayores.
Es innegable, concluye Cicerón, que “el dolor es una experiencia triste, áspera, amarga y contraria a la naturaleza, difícil de soportar y tolerar”.
Cicerón recurre a citas de poetas trágicos en apoyo de su teoría. Un elevado estilo declamatorio preside todo el pasaje y por él desfilan las figuras de Filoctetes, Hércules y Prometeo.
“¿No ves el mal que nos hacen los poetas?”, se pregunta Cicerón: “nos presentan a los hombres más valientes lamentándose y debilitan nuestras almas. Con razón Platón los excluye de ese Estado ideal que él imaginó”.
No hay que irritarse con los poetas, no obstante, porque ha habido maestros de virtud, como Epicuro que sostienen que el dolor es un mal.
Los estoicos, por su parte, a pesar de recurrir a argumentos sutiles para probar que el dolor no es un mal, luego admiten que el dolor “es áspero, contrario a la naturaleza, apenas soportable y tolerable”.
Ahora bien, si se prescinde de sus estratagemas retóricas, los estoicos vienen a coincidir en realidad con la Academia y el Peripato (el Liceo).
Lo que hay que buscar, como hacen ellos, es el bien moral y considerar los demás bienes menos importantes o insignificantes.
A continuación Cicerón nos dice que las cuatro virtudes cardinales (prudencia, templanza, justicia y fortaleza) no admiten ceder ante el dolor
La segunda parte comienza presentando una serie de ejemplos de personas capaces, mediante el hábito y el endurecimiento, de resistir al dolor.
Como era de esperar, los jóvenes espartanos inician la serie, seguidos por los soldados romanos, los cazadores, los púgiles y los gladiadores, enmarcando un breve excurso sobre la diferencia que existe entre la fatiga y el dolor.
“La fatiga es la ejecución anímica o corporal de una actividad o un deber más gravoso de lo normal, mientras que el dolor es un movimiento áspero que se experimenta en el cuerpo, ajeno a los sentidos”.
Después de afirmar que “tal es la fuerza del entrenamiento, la preparación y la costumbre”, se pregunta Cicerón: “¿será capaz de esto un Samnita, mientras que un hombre nacido para la gloria tendrá una parte de su alma tan débil que no pueda endurecerla con la preparación y la razón?
El razonamiento y la convicción filosófica pueden contribuir de una manera decisiva a la consideración de que todo dolor es soportable.
Cicerón inicia este extenso apartado indicando que la virtud por excelencia del hombre, la fortaleza, puede lograr que soportemos el dolor, dado que “sus funciones principales son dos: el desprecio de la muerte y el desprecio del dolor”.
El consejo que nos da Epicuro para soportar el dolor carece de sentido y es incoherente con una persona que sostiene que el dolor es el mayor mal.
Según él, si el dolor es extremo, tiene que ser breve y, si es soportable y duradero, proporciona más alegría que sufrimiento.
Debemos buscar el remedio, si queremos mantener una coherencia, en las escuelas “que consideran que el bien moral es el sumo bien y la bajeza moral el sumo mal”.
La mejor forma de soportar el dolor, continúa, es conseguir que la razón, dueña y señora de nuestra alma, controle y domine la parte débil, baja, servil y carente de energía de nuestra alma, del mismo modo que un amo manda a sus esclavos, un general a sus soldados y un padre a su hijo.
Se alega a continuación un ejemplo tomado de la “Niptra” de Pacuvio.
Cicerón, de una manera un tanto abrupta, pero tras la senda del argumento anterior, nos indica ahora que el hombre dotado de sabiduría perfecta dispondrá de las armas del esfuerzo, la firmeza y el diálogo interior para hacer frente al dolor.
Para ello conviene proponer a nuestro ánimo el ejemplo de hombres dotados de valía moral, como Zenón de Elea, Anaxarco, Calano y Gayo Mario.
Para soportar con entereza el dolor debemos tener siempre nuestra alma en un estado de tensión que nos lleve “a no hacer nada que sea abyecto, nada que sea cobarde, nada que sea indolente, nada que sea propio de un esclavo o una mujer”, es decir, la exteriorización exagerada del dolor como hace Filoctetes.
Hay que evitar la manifestación de gritos y gemidos que no acompañen a un esfuerzo y tensión concretos, como sucede en el caso del entrenamiento de los atletas y los púgiles.
Ahora bien, lo que más contribuye a soportar el dolor con tranquilidad y calma y afrontar los peligros es “pensar con todo el corazón en todo aquello que constituye el bien moral”.
Éstos son los sentimientos que impulsaron a los héroes como los Decios o Epaminondas a afrontar con gallardía los combates.
“¿Acaso piensas que Epaminondas lanzó algún gemido al darse cuenta de que con su sangre se escapaba la vida?
Pero también pueden aducirse ejemplos de filósofos que han soportado el dolor, como Dionisio de Heraclea y Posidonio.
A continuación se nos indica que todos los esfuerzos que procuran gloria y celebridad se vuelven tolerables, porque, como dice Jenofonte, “el honor mismo hace más llevadera la fatiga del que manda”.
Lo más bello, con todo, es la grandeza del alma que se pone de relieve de una manera especial en el desprecio y el desdén de los dolores, tanto más bello si ella renuncia a la aprobación de la gente y, sin buscar el aplauso, halla, no obstante, en sí misma su deleite.
La verdadera capacidad de soportar el dolor no es episódica y fluctuante, dado que procede de un principio racional que es uniforme y estable.
Cicerón, a modo de conclusión, sostiene que, aunque el dolor es un mal, puede ser erradicado por la virtud. Ahora bien, en el caso de que el dolor se nos haga insoportable, siempre queda el refugio de quitarse la vida.
LIBRO III
El tema del libro es la aflicción y se inaugura con un “prólogo” que contiene un elogio de la filosofía como remedio de la misma.
En él, Cicerón empieza preguntándose con extrañeza la razón de que se haya buscado un arte para proporcionar la salud del cuerpo y se haya descuidado, por el contrario, el descubrimiento de la medicina para la salud del alma, la “filosofía”.
Ello se debe quizás a que “el malestar y el dolor del cuerpo lo juzgamos con el alma, mientras que la enfermedad del alma no la sentimos con el cuerpo”.
La causa profunda de esta paradoja, continúa, es que la naturaleza sólo nos ha dotado de destellos para descubrir las perfecciones (virtudes) morales ínsitas en nosotros, destellos que una mala educación y la corrupción de las costumbres apagan de inmediato.
Cicerón responsabiliza de esta corrupción y depravación de nuestra naturaleza originaria a los maestros, los poetas y las opiniones del vulgo, que valora los cargos públicos, el poder militar y la popularidad por encima de la valía moral. Su ceguera ante los valores verdaderos hace que los hombres vayan en pos de los erróneos, originando el desastre personal y colectivo.
Hay que aplicar, por tanto, una cura para las enfermedades del alma.
Las dos enfermedades más graves del alma, la aflicción (abatimiento y tristeza) y el deseo, son más perniciosas que las del cuerpo, por lo que cabe aplicárseles un tratamiento que las erradique. Esa medicina del alma es la filosofía, “cuya ayuda no hay que buscarla, como en las enfermedades del cuerpo, fuera de nosotros.”
Cicerón nos dice que ha tratado ya en el “Hortensio” sobre la importancia del cultivo de la filosofía en general.
Una vez concluido el “prólogo”, se plantea el tema de discusión del tercer día de debate:
“al sabio no le puede afectar la aflicción (aegritudo)”, porque si fuera así, también le podrían afectar otras enfermedades del alma, como la compasión, la envidia, la exaltación y la alegría.
Ante la afirmación del interlocutor de que al sabio le pueden afectar todas esas perturbaciones, el Arpinate responde que toda perturbación del alma es locura y después de llevar a cabo una disquisición semántica sobre los términos “insania” (locura), “amentia” (ausencia de razón) y “dementia” (pérdida de razón), llega a la conclusión de que habría que distinguir entre una locura permanente del alma, que los latinos denominan “insania” y los griegos “manía”, y una locura o demencia temporal, el frenesí (“furor”), que en griego recibe el nombre de “melancolía”.
Cicerón nos indica después que la “aflicción” surge en realidad porque “hay innato en nuestras almas algo tierno y delicado que es sacudido por la aflicción como si de una tempestad se tratara”.
A continuación cita al filósofo académico Crántor quien afirma que la insensibilidad debe pagar siempre el alto precio de su embrutecimiento y la parálisis del cuerpo.
No hay que confundir, sin embargo, la molicie y la debilidad con la insensibilidad. Debemos podar todo aquello que resulte superfluo y dejar en nuestra psique el grado de sensibilidad adecuado.
Después de esta introducción, el libro se ocupa de dilucidar dos cuestiones:
a) Exposición de las teorías de las distintas escuelas filosóficas sobre la aflicción.
b) Posibilidades que se ofrecen para lograr el alivio de la aflicción.
A) El Arpinate inicia la primera parte de su análisis exponiendo una serie de argumentos estoicos, en forma silogística, que prueban que al sabio no le puede afectar en modo alguno la aflicción, puesto que él, desde el momento en que es fuerte, nunca se deja dominar por ella.
Dichos argumentos son:
1. El objeto de la aflicción y el del miedo es el mismo, por lo que a quien le afecta la aflicción le puede afectar también el miedo.
Ahora bien, el sabio, dado que posee la virtud de la fortaleza, no experimenta nunca miedo, de manera que tampoco le puede dominar nunca la aflicción.
2. El sabio, al ser fuerte, está dotado de grandeza de ánimo, por lo que desprecia también las cosas que pueden causarle aflicción.
3. El sabio posee además la moderación y la templanza, es “frugal”, si utilizamos el término latino.
Después de un excurso semántico sobre la “frugalitas” romana, concluye del modo siguiente: “quien es frugal, o, si tú prefieres, moderado y temperante, tiene que ser firme, pero quien es firme, es tranquilo, está libre de toda perturbación y, por tanto, también de la aflicción.
4. El sabio se halla también libre de la cólera y es evidente que ella es también causa de aflicción, de manera que el sabio no puede afligirse en modo alguno.
5. Al sabio no le pueden afectar tampoco ni la envidia ni la compasión, pasiones que siempre originan aflicción, por lo que tampoco le puede dominar la aflicción.
Después de haber expuesto los argumentos silogísticos de los estoicos, el Arpinate estima que ellos precisan “de un tratamiento algo más amplio y detallado”, sobre todo porque a él no le convence la famosa teoría peripatética del “término medio” de las perturbaciones del alma.
Puesto que la aflicción es una enfermedad del alma, lo que debemos hacer es explicar su causa, porque, como piensan los médicos, “una vez que se ha descubierto la causa de la enfermedad, se descubre también la curación”.
La causa de una perturbación irracional como la aflicción es una opinión falsa y errónea sobre lo que es el bien y lo que es el mal.
La opinión errónea sobre lo que es el bien genera dos perturbaciones: el placer o alegría desbordante (laetitia) y el deseo voluptuoso (cupiditas), mientras que la opinión equivocada sobre lo que es el mal produce, a su vez, dos perturbaciones: la aflicción (aegritudo) y el miedo (metus).
Después de presentar una serie de ejemplos, procedentes del mito o personalidades históricas (Tiestes, Eetes, el tirano Dionisio y Tarquinio), Cicerón aborda el tema de la naturaleza de la aflicción.
Para Cicerón resulta evidente “que la aflicción se origina cuando se tiene la impresión de que un gran mal se nos presenta y nos acosa”.
Para Epicuro el mero pensamiento del mal produce aflicción, mientras que para los cirenaicos sólo lo originan los males inesperados e imprevistos.
A continuación el Arpinate nos cita los casos del “Telamón” de Ennio, del “Teseo” de Eurípides y del filósofo Anaxágoras, de quien se cuenta la famosa respuesta que dio cuando se le comunicó la muerte de su hijo: “Sabía que lo había engendrado mortal”, además de unos versos del “Formio” terenciano.
Cicerón acepta sin vacilación el arma que le ofrecen los cirenaicos para luchar contra los avatares del azar, que consiste en considerar “que el mal de la aflicción proviene de la creencia y no de la naturaleza”.
Los epicúreos no comparten en absoluto esta opinión y piensan que todo el que se halla entre males, viejos, nuevos, previstos o no por la meditación, cae necesariamente en la aflicción.
“Epicuro hace consistir el alivio de la aflicción en dos actitudes, en el apartar del pensamiento las penas y en el volverse a la contemplación de los placeres”.
El Arpinate piensa, por el contrario, que lo que más puede contribuir a aliviar la aflicción es pensar que la condición humana está dominada por los avatares imprevistos y por nuestra debilidad y fragilidad.
En realidad reflexionar sobre los avatares humanos es la función propia de la filosofía y nos procura un triple consuelo: en primer lugar, la anticipación de las adversidades que al ser humano le pueden acontecer, al eliminar el agravante de su carácter imprevisto, contribuye a atenuar o disipar las penas; en segundo lugar, la comprensión “de que los avatares humanos deben ser soportados con talante humano”, es decir, asumiendo una conciencia clara de nuestra fragilidad y, en tercer lugar, llegar al convencimiento de que no existe mal alguno con excepción de la culpa y de que no hay ninguna culpa cuando acontece algo cuya responsabilidad no puede achacarse al ser humano”.
Inmediatamente después, y durante bastantes parágrafos, Cicerón lleva a cabo una refutación contundente de la tesis epicúrea de que “pensar en los placeres puede aliviar la aflicción, para lo que aduce abundantes citas de las tragedias y el epos (épica).
Para el Arpinate la concepción epicúrea del placer carece de autoridad moral para combatir la aflicción, por lo que apela a la doctrina clásica de las cuatro virtudes cardinales, tal y como es formulada sobre todo por Sócrates y Platón, que son siempre sus dos fuentes de referencia últimas.
La práctica de dichas virtudes puede ser de una gran ayuda para luchar contra la aflicción y sus efectos perniciosos y no los placeres a los que nos convocan los epicúreos.
El epicúreo Zenón de Sidón sostenía sin ambages que la felicidad consiste en el disfrute de los placeres y en la ausencia de dolor.
Pensamientos de esta naturaleza, se pregunta Cicerón, “¿podrían aliviar a Tiestes, Eetes o Telamón?”
En los parágrafos siguientes, Cicerón cita una serie de textos del tratado epicúreo “Sobre el sumo bien”, que ponen de relieve con diafanidad la importancia que concedía Epicuro a los placeres sensoriales.
Es imposible que una visión del placer semejante pueda liberarnos de la aflicción y el Arpinate termina su rechazo a la doctrina epicúrea mediante seis interrogativas retóricas, dos de ellas son: “¿Y si ves a uno de los tuyos afligido por la tristeza, le darás un esturión en lugar de un tratado socrático?” “¿Le exhortarás a que oiga los sonidos de un órgano hidráulico en lugar de las palabras de Platón?”
A continuación, para no desdeñar ningún recurso retórico, nos presenta una serie de citas de la “Andromacha aechmaliotis”, aderezados con interrogativas retóricas y frases exclamativas, que persiguen la finalidad de realzar más lo inoperante que es la concepción epicúrea del placer en lo que al alivio de la aflicción se refiere.
Cicerón sigue insistiendo en las incoherencias de la doctrina hedonista de Epicuro.
La primera de ellas es que un filósofo que expresa en algunas ocasiones sentimientos tan nobles no puede decir que el placer “es el gusto, el acoplamiento de los cuerpos, los juegos, los cantos y las formas bellas que dejan impresión en los ojos”.
El segundo error del filósofo del Jardín es la no diferenciación entre placer y ausencia de dolor.
El tercero lo comparte Epicuro con otros filósofos y consiste en desligar el sumo bien de la virtud o perfección moral.
A la objeción de un interlocutor anónimo: “y, sin embargo, él alaba con frecuencia la virtud”, el Arpinate replica con los ejemplos de Lucio Pisón Frugi y Gayo Sempronio Graco.
El grado de incoherencia de Epicuro es muy similar. Él expresa opiniones dignas de un filósofo cabal del estilo de “no se puede vivir placenteramente prescindiendo de la virtud”, o “la fortuna no tiene poder alguno sobre el sabio”, al mismo tiempo que muestra con claridad sus preferencias por un tenor de vida frugal y sencillo, argumentos todos dignos de un filósofo, pero que no armonizan en modo alguno con su doctrina hedonista.
Ante la queja de algunos epicúreos de la animadversión que muestra Cicerón contra su maestro, él responde que su discrepancia es meramente ideológica y que no tiene nada de personal y, así, nos dice: “A mí me parece que el “sumo bien” está en el alma, a él, por el contrario, que está en el cuerpo, a mí (que está) en la virtud, a él (que está) en el placer”.
… Cicerón aborda después la opinión de los cirenaicos, apoyada por Crisipo, de que lo inesperado del suceso doloroso es lo que causa la aflicción. Y ello se explica por dos razones, como nos dice el Arpinate muy pronto:
“Mas, si consideras atentamente la naturaleza de los sucesos inesperados, lo único que hallarás es que todas las cosas imprevistas parecen más graves, y ello se debe a dos razones: la primera, porque no se tiene tiempo para considerar la magnitud de los acontecimientos, la segunda, porque, al tener la impresión de que, de haberlo previsto, se habría podido evitar el mal que nos hemos procurado, como si se debiese a nuestra culpa, vuelve más aguda la aflicción”. Y la prueba de que esto es así es que el transcurrir del tiempo va suavizando la aflicción y acaba por hacerla desaparecer.
La aclimatación de los esclavos a su situación (cartagineses, macedonios o corintios) lo corrobora a la perfección y la razón de ello es que el paso del tiempo acaba por formar en el alma una especie de callo, lo que insensibiliza.
Otro hecho que demuestra que lo que más contribuye a aliviar la aflicción es el paso del tiempo es que un escrito consolatorio, como el que envió Clitómaco a los cartagineses después de la destrucción de Cartago, sólo muestra alguna eficacia en la fase inicial del suceso desgraciado, porque “si unos años más tarde se hubiera mandado ese mismo libro a los prisioneros, ya no habría curado sus heridas, sino sus cicatrices”.
Cicerón llega a la conclusión en el parágrafo siguiente de que no es la imprevisión de la desgracia lo que tiene un peso mayor en la aflicción, sino que “da la sensación de que los males que nos acontecen son mayores porque son recientes, no porque son imprevistos”.
Después de esta larga digresión, el Arpinate va a tratar la cuestión del método que hay que emplear, que es doble, para descubrir los males y los bienes aparentes, que son los causantes de la aflicción.
Lo primero que podemos hacer es examinar la naturaleza y la magnitud del hecho en sí, “como hacemos a veces respecto de la pobreza, cuyo peso logramos aligerar, demostrando mediante la argumentación cuán exiguas y escasas son las necesidades naturales”.
Pero también se pueden abandonar las sutilezas de la disertación y ofrecer ejemplos de personas que han soportado perfectamente la pobreza, como los de Sócrates, Diógenes y Cecilio Fabricio.
Un método semejante puede aplicarse para aliviar la aflicción que produce el no haber conseguido honores. Lo que hay que hacer en un caso semejante es hacer mención de personas que han sido más felices precisamente por haber despreciado los honores que se les concedían. De igual modo se puede actuar cuando el pesar lo origina la pérdida de los hijos. Sea como sea, una meditación larga y profunda sobre los avatares humanos a que estamos expuestos es fundamental para descubrir “que el mal que se consideraba grandísimo no es en modo alguno tan grande que pueda destruir la vida feliz.”
A continuación hace alusión a la información, transmitida por Antíoco de Ascalona, según la cual Carnéades acostumbraba a censurar a Crisipo por haber alabado el pasaje euripideo de la tragedia “Hypsipile”, en el que se nos dice que el dolor y la enfermedad, al ser necesarios, no deben angustiar al género humano.
Es indudable que la aceptación con todas sus consecuencias de nuestra condición humana puede contribuir en manera decisiva a aliviar el sufrimiento y a soportar con moderación y tranquilidad el dolor, pero la aflicción sólo podría erradicarse, insiste Cicerón, si, como se ha dicho antes, se explica su causa: “la creencia y la idea de que un mal está presente y nos agobia”.
Mas la aflicción se intensifica cuando a la creencia de que nos acosa un gran mal “se le añade la idea de que es justo y un deber afligirse por lo que ha sucedido”.
“De esta creencia es de donde surgen las diversas y detestables formas de exteriorizar el dolor: la suciedad, el desgarrarse las mejillas como las mujeres, el golpearse el pecho, los muslos y la cabeza”.
Como confirmación de estas exteriorizaciones del dolor exagerado, el Arpinate nombra los casos de Belerofonte, que buscaba los lugares solitarios, de Níobe, petrificada, que mantiene su dolor en un silencio eterno, de Hécuba, transformada en una perra, o de la famosa nodriza de Ennio, a quien deleita, en su dolor hablar con la soledad misma.
Una prueba irrefutable de que los seres humanos piensan que es justo y un deber hacer ostentación del dolor es el hecho de que, si alguien que se halla en actitud luctuosa relaja por un momento la tensión y se pone a hablar en un tono más alegre y sereno, al darse cuenta de ello, vuelve de inmediato a su continente triste y experimenta una sensación de culpa por haber interrumpido breves momentos la expresión de su dolor.
Un caso extremo de esta postura es la actitud del “Heautontimoróumenos” de Terencio, que ha decidido por su propia voluntad ser infeliz.
La demostración palpable de que la aflicción no hunde sus raíces en la naturaleza es el hecho de que, en ocasiones, las circunstancias atenúan y alivian la aflicción y no permiten los lamentos y el luto continuado, como sucede a veces en el campo de batalla en aquellos casos en los que el temor impide que los hombres tengan tiempo de experimentar la aflicción. Se presentan como ejemplos un pasaje de la Ilíada y el asesinato de Pompeyo.
La conclusión de todo ello es que el dolor y la aflicción son voluntarios e inútiles y que ello es así lo ponen de relieve aquellas personas que, al haber sufrido muchos padecimientos, cuando se repiten, los soportan más fácilmente, ya que esas penalidades las han endurecido contra los golpes adversos de la fortuna.
A continuación el Arpinate se detiene en la consideración de un detalle curioso. Es innegable que no hay un mal mayor que la falta de sabiduría y, sin embargo, los ignorantes no suelen experimentar aflicción alguna, “porque a males de este tipo no se les asocia la idea de que es justo, equitativo y perteneciente al ámbito del deber sufrir por el hecho de no ser sabio”.
La mayoría de los filósofos, Aristóteles y Teofrasto por poner dos ejemplos, tienen conciencia plena de que ignoran muchas cosas y se lamentan de que la brevedad de la vida les impide poseer unos conocimientos mayores, pero no se afligen por ello.
Hay ocasiones en que los hombres piensan que no es viril, sino vergonzoso, manifestar abiertamente la aflicción, como lo corroboran los ejemplos de Quinto Máximo, Lucio Paulo y Marco Catón, y Cicerón ante ese hecho se pregunta: “¿Qué otra cosa les calmó a ellos sino el pensamiento de que el llanto y la tristeza no eran propios de un hombre?”.
Cicerón aborda después la cuestión de que es inconcebible postular la tesis de que hay personas tan insensatas que sufren por su propia voluntad.
Lo que sucede, como pensaba Crántor, es que la causante del dolor es la propia naturaleza y no una opinión errónea.
La creencia popular estima que son muchas las razones que contribuyen a que el ser humano se deje abatir por el dolor:
1. Pensar que nos hallamos en presencia de un gran mal conduce indefectiblemente a la aflicción.
2. La suposición de que llorar amargamente a los seres queridos, cuando se nos han ido, les causa a ellos agrado.
3. Caer en una superstición propia de mujeres, a saber, tener la idea de que a la divinidad le es grato que los hombres, al recibir los golpes adversos de la fortuna, se confiesen desolados y abatidos.
Los seres humanos, continúa Cicerón, evidencian respecto de la aflicción incoherencias flagrantes, como es el hecho “de que ellos alaban a quienes mueren con ánimo sereno, mientras que a quienes soportan con ánimo sereno la muerte de otros los consideran dignos de censura.
… El Arpinate no se muestra de acuerdo con quienes piensan que las palabras de consuelo no contribuyen a aliviar la aflicción.
Es absurdo además, prosigue, que haya personas que no se dejan consolar en sus desgracias y luego aconsejan a los demás cómo pueden soportarlos.
No obstante, lo principal es insistir en el argumento de que no es el paso del tiempo el que remedia el dolor, “sino la meditación prolongada de que en un hecho concreto no hay ningún mal”.
En los parágrafos siguientes Cicerón recapitula lo fundamental de su pensamiento sobre la aflicción y sus causas: “Pienso que se ha dicho hasta la saciedad que la aflicción es la creencia de que tenemos un mal delante, creencia en la que se halla ínsita la idea de que es un deber aceptar la aflicción”.
Zenón añade que el mal que produce la aflicción debe ser reciente, entendiendo por “reciente” que, aunque haya acontecido hace tiempo, ese mal sigue conservando su fuerza, como pone de manifiesto el caso de la reina caria Artemisia, quien después de la muerte de su esposo Mausolo, vivió sumida en el dolor y consumiéndose en él.
B) Cicerón aborda en los parágrafos que vienen a continuación el tema de los tratamientos que se pueden utilizar para aliviar o eliminar la aflicción, que son básicamente cinco:
1. Pensar, como Cleantes, que el mal que causa la aflicción no existe en absoluto.
2. Considerar que la aflicción no es un gran mal, como opinan los peripatéticos.
3. Desviar la atención de los males y dirigirla hacia el disfrute de los placeres, que es la solución que preconiza Epicuro.
4. Pensar, como Crisipo, que “lo fundamental en la consolación consiste en arrancar del que sufre la creencia que le lleva a pensar que “está cumpliendo con un deber justo y debido”.
5. Reunir y combinar todas las formas en una sola, que es lo que hizo Cicerón cuando compuso su “Consolación”.
La conclusión a la que llega el Arpinate es que, en las consolaciones, lo primero que habrá que mostrar es que no existe ningún mal, o es muy pequeño, en segundo lugar, que el mal es algo inherente a la condición humana y, en tercer lugar, que “es necedad extrema dejarse consumir inútilmente por el dolor”.
El método de Cleantes sólo sirve para consolar al sabio, que no tiene necesidad de consuelo.
Y, además, puede suceder, como lo prueba el caso de Alcibiades, que uno puede afligirse por no haber alcanzado aún la perfección moral.
Aunque suele usarse mucho, y a menudo sirve de ayuda, no es muy eficaz la consolación que se resume en :“Esto no te pasó sólo a ti”.
El método consolatorio más eficaz, aunque arduo de aplicar, es “demostrar a quien sufre que él sufre por su propia decisión y porque piensa que debe actuar así”.
Cicerón inicia el “epílogo” mostrando su extrañeza ante el hecho de que, a pesar de que la pregunta originaria fue si al sabio le puede afectar la aflicción, desviándose de ella, han tratado, en realidad, de la aflicción en general e insiste una vez más en la conclusión de que “el mal que hay en la aflicción no se debe a la naturaleza, sino que depende de un juicio voluntario y de un error de nuestra opinión”.
El libro concluye con la constatación de que, una vez que se ha descubierto cómo puede curarse y eliminar la aflicción, el tratamiento que debe aplicarse para curar las aflicciones concretas (la pobreza, la ignominia, el exilio) debe ser el mismo, es decir, considerar que no son males naturales, sino que se deben a un juicio erróneo y son voluntarias.
LIBRO IV
Este libro está dedicado al análisis de las perturbaciones o pasiones y se inaugura con el “prólogo” acostumbrado en el que Cicerón comienza mostrando su admiración por el progreso de sus antepasados en las esferas militar, religiosa, e institucional.
Aunque es evidente que los estudios filosóficos se han importado de Grecia, ello no quiere decir, no obstante, que los romanos hayan sido por completo ignorantes de los mismos, como ponen de relieve los datos siguientes:
1. Nuestros ancestros, nos dice, no pueden haber permanecido sordos a la enseñanza de Pitágoras en la Magna Grecia.
2. La atribución errónea al rey Numa de haber oído las enseñanzas de Pitágoras pone en evidencia la admiración que sentían los romanos por los pitagóricos.
3. La referencia de Catón, en sus “Orígenes”, al acompañamiento musical de los cantos en los banquetes de nuestros antepasados y el poema de Apio el Ciego, “Carmen sententiis”, colección de aforismos en prosa rítmica, señalan con claridad el influjo pitagórico.
No obstante, y a pesar de esos precedentes remotos, el estudio de la filosofía en sentido estricto en el mundo romano hay que remontarlo a la época de Lelio y Escipión y a la famosa embajada de los filósofos griegos Diógenes, Carnéades y Critolao (al que Cicerón no cita) enviada a Roma en el año 155 a. de C.
La consagración a estudios de otra naturaleza ha impedido a nuestros antepasados dedicarse al cultivo de la filosofía verdadera de Sócrates, los peripatéticos y los estoicos, mientras que los escritos del epicúreo Amafinio han ejercido una gran influencia.
Una vez concluido el “prólogo”, viene una introducción, en la que se plantea el tema de la discusión de ese día: si el sabio puede hallarse libre de toda perturbación.
La conversación del día anterior ha demostrado que no le afectan ni la aflicción ni el miedo, habrá que considerar ahora, pues, si tampoco le afectan la alegría desmedida y el deseo de placeres.
Acto seguido, el Arpinate hace una puntualización muy interesante: los estoicos se ocupan sobre todo de la división y la definición de las perturbaciones (pasiones), mientras que los peripatéticos se interesan más por tratar la cuestión del modo en que se pueden aplacar las almas.
… Después de la introducción, el libro se divide en dos secciones nítidamente diferenciadas:
a) Exposición de las diferentes teorías sobre las perturbaciones.
b) Curación de las perturbaciones por medio de la filosofía.
A) Zenón define la perturbación como “un movimiento del alma contrario a la naturaleza, que se desvía de la recta razón”.
De la estimación errónea de bienes supuestos derivan dos formas de perturbación: el deseo de placer y la alegría desmedida.
De una idéntica valoración equivocada de males supuestos, presente y futuros, proceden la aflicción y el miedo.
Los juicios erróneos que originan estas perturbaciones nacen de lo que los estoicos denominan “asentimiento débil”.
A continuación, el Arpinate, siguiendo al pie de la letra a los estoicos, procede a la clasificación y definición de estas perturbaciones, llegando a la conclusión de que la fuente de todas ellas es la intemperancia, que es el abandono por parte de nuestra mente de la recta razón, porque, como se nos dice, “ella (nuestra mente) se desvía de tal manera de la prescripción de la razón que los apetitos del alma no pueden en modo alguno ni gobernarse ni refrenarse, dado que la intemperancia inflama, turba y excita toda la estabilidad del alma”.
Cicerón establece un paralelismo estrecho entre las perturbaciones del alma y las enfermedades del cuerpo, porque, según se nos indica, “mucho es el empeño que ponen en este punto los estoicos”.
Estas perturbaciones generan enfermedades (morbi), flaquezas (aegrotationes), así como las repulsiones y rechazos que dichos estados morbosos producen.
Ejemplos de estas enfermedades del alma serían la avaricia, el deseo de gloria, la afición a las mujeres, la obstinación, la glotonería, la embriaguez y la afición a las golosinas.
En el marco de esta comparación entre afecciones del cuerpo y del alma, Cicerón afirma después que, del mismo modo que unos son más proclives a contraer unas enfermedades y otros otras, así también unos son más propensos a la cólera, otros a la ansiedad, otros a la embriaguez, otros a la timidez y la compasión, otros a la incontinencia sexual.
A continuación se nos indica que “del mismo modo que en el cuerpo hay enfermedad, flaqueza y defecto, así también en el alma”.
Ahora bien, mientras que en el cuerpo podemos diferenciar la enfermedad, la flaqueza y el defecto permanente, en el alma apenas si se pueden deslindar.
El estado defectuoso (vitiositas) del alma consiste en “una disposición o estado que se muestra durante toda la vida, incoherente y disonante consigo mismo”.
Estas disposiciones defectuosas, o vicios, del alma son estados permanentes, mientras que las perturbacione son estados transitorios.
Este parangón entre el cuerpo y el alma puede extenderse también a los estados saludables de ambos y, en ese sentido, leemos lo siguiente:
“Del mismo modo que la salud del cuerpo consiste en el equilibrio que se produce cuando se hallan en armonía las partes de que estamos formados, así también se habla de la salud del alma cuando se hallan en armonía sus juicios y opiniones, y en eso consiste la perfección del alma”.
Después, Cicerón establece, a pesar de las grandes similitudes, dos diferencias entre el cuerpo y el alma.
La primera de ellas es que las almas sanas no pueden ser atacadas por la enfermedad y los cuerpos sí.
La segunda es que, mientras que las enfermedades del alma son imputables al desprecio que sentimos por la razón, los trastornos del cuerpo, en contraposición, pueden originarse sin que nosotros tengamos responsabilidad alguna.
Hay además una diferencia adicional y es que hay personas inteligentes y personas romas (torpes). El inteligente tarda más en contraer la enfermedad y se recupera con una mayor rapidez y nunca le pueden afectar las enfermedades o perturbaciones salvajes y monstruosas. Al romo (torpe) le sucede lo contrario.
Se nos dice por último que “las flaquezas y las enfermedades del alma son más difíciles de erradicar que los vicios capitales (soberbia, lujuria, ira, gula, pereza, envidia), que son contrarios a las virtudes.”
Un brevísimo diálogo de transición nos introduce de lleno en el desarrollo del segundo bloque temático de esta sección A, nos referimos a la crítica de la concepción aristotélica de los estados medios emocionales.
Se comienza postulando que “la virtud es una disposición coherente y armoniosa del alma, de la que derivan las intenciones, los pensamientos y las acciones moralmente valiosas”.
El vicio, en contraposición, es el que origina las perturbaciones que asaltan y afligen al alma y es el responsable de que ella pierda el dominio de sí misma. El vicio sólo puede ser curado por la virtud.
No hay nada más degradante y vergonzoso, continúa Cicerón, que ver a un ser humano afectado por la aflicción y el miedo, como en el caso de Tántalo, o por la avidez y la hilaridad, perturbaciones de las que se halla libre el hombre sabio, al estar dotado de autodominio y moderación.
Por el contrario, el hombre que sabe defenderse de las perturbaciones y vive con tranquilidad y serenidad es feliz. Su tenor de vida sosegado y equilibrado le hacen mantener una actitud vigilante y contemplativa ante los avatares humanos que le pueden acontecer.
Ella (la virtud) es la que le permite vivir sin contrariedad, sin angustia y libre de aflicción y las demás perturbaciones.
Después de esta especie de preámbulo, el Arpinate inicia la crítica de la doctrina peripatética que mantiene que las almas están sujetas por naturaleza a cualquier tipo de perturbación, si bien el ser humano tiene capacidad suficiente para fijar un límite a la misma, que no es conveniente transgredir.
Recurriendo a una serie de interrogativas retóricas, Cicerón se pregunta si es posible fijar un límite para la aflicción.
La acumulación de acontecimientos desgraciados (muerte de los hijos, enfermedades, exilio) nos llevaría a una suma total de pesar que produciría una aflicción de una magnitud tal a la que sería inconcebible poner límite alguno.
Es imposible, por consiguiente, prosigue, fijar un límite para el vicio y las perturbaciones destructoras y, además, añade, “quien de hecho pone un límite a los vicios asume una parte de ellos”.
Por si ello fuera poco, los peripatéticos estiman que las perturbaciones no sólo son naturales, sino también útiles, como pone de manifiesto el caso de la cólera, que es un acicate de la valentía e inspira la vehemencia a los oradores. Estos filósofos llegan a afirmar incluso que “no se puede considerar hombre a quien no sepa encolerizarse”. Temístocles y Demóstenes serían ejemplos de ese orador casi colérico que incita a la superación.
El deseo ardiente de saber ha espoleado también a grandes maestros de la filosofía como Pitágoras, Demócrito y Platón.
Continuando con la exposición de la doctrina peripatética, Cicerón nos indica que la aflicción misma puede ser de utilidad si ella es en realidad una consecuencia del dolor que se experimenta cuando se amonestan y afean las acciones malas de los hombres.
Lo mismo podría decirse de las restantes tipos de aflicción: la compasión, la rivalidad, el miedo, que no deben extirparse por completo, sino encauzarse hacia un punto medio.
Acto seguido, el Arpinate afirma que a él no le interesan las disputas que mantienen los peripatéticos y los estoicos, para volver sin dilación a la definición de perturbación que le parece más verosímil, la de Zenón, para el que “la perturbación es un movimiento del alma contrario a su naturaleza que se aleja de la razón”.
Cicerón piensa además, en contra de la opinión que sostienen los peripatéticos, que consideran que nadie puede ser valiente sin estar encolerizado puede aplicarse a un gladiador como el Pacideyano que nos describe Lucilio, pero no al Ayante de la “Ilíada” homérica cuando está a punto de entrar en combate con Héctor, que no hace ostentación alguna de cólera o rabia.
Tampoco tiene relación alguna con la cólera la valentía de hombres y de héroes como Torcuato, Marcelo, el Africano, Hércules y Escipión, el famoso Pontífice Máximo.
La valentía verdadera, en contraste con la cólera, parte siempre de un principio de conocimiento racional, como lo prueban las definiciones diversas de Esfero, o la de Crisipo, para quien la valentía es “el conocimiento de las cosas que se deben soportar, o la disposición del alma que, cuando se trata de sufrir y soportar, obedece sin temor a la ley suprema (la recta razón).
Los estoicos dan en el clavo cuando consideran a los ignorantes, locos. Una mente perturbada, como la que tiene el colérico, no puede actuar mejor que una que mantiene el equilibrio.
Es cierto que hay ocasiones en las que da la sensación de que un orador y un actor dramático están dominados por la cólera, pero lo que ellos exhiben en verdad no es cólera, sino un temperamento vehemente para lograr unos fines determinados.
Tampoco tiene nada que ver con la cólera, el deseo y la avidez de conocimientos que acostumbran a mostrar los filósofos.
Eso es mera apariencia, porque el talante del filósofo suele ser sereno y tranquilo.
Cicerón nos expone después la idea de que perturbaciones como la rivalidad, los celos y la compasión tampoco pueden procurar utilidad alguna. Un hombre libidinoso, colérico, angustiado y temeroso no puede ni por asomo ser sabio, porque a la sabiduría no le puede afectar nunca la perturbación.
El Arpinate concluye esta sección lanzando los dardos de su crítica contra la doctrina peripatética y, así, leemos:
“Respecto de la afirmación de los peripatéticos de que es necesario eliminar los excesos y dejar lo que es natural, ¿es que algo que es natural puede ser al mismo tiempo excesivo?
En realidad todas estas perturbaciones se originan de las raíces de los errores y deben ser extirpadas y erradicadas y no simplemente recortadas y podadas.
B) Comienza ahora la segunda gran sección de este libro IV, que trata de los remedios que proporciona la filosofía para curar las enfermedades del alma, es decir, las perturbaciones.
Empieza Cicerón reconociendo que la investigación que les ocupa se ha ido desviando de su propósito originario, a saber, exponer los métodos curativos de las perturbaciones del alma y se ha centrado más bien en delinear el ideal del sabio estoico.
Conviene, por lo tanto, volver a la finalidad primigenia.
A pesar de que los métodos que pueden emplearse para curar las pasiones del alma, continúa el Arpinate, son variados, ellos pueden reducirse fundamentalmente a dos: o intentar esgrimir una serie de razonamientos para erradicar todo tipo de perturbación y la aflicción que lleva aparejada, o tratar de extirpar cada una de las perturbaciones una por una (el miedo, el deseo, etc.).
El método primero parece mejor, porque, por decirlo de una forma coloquial, se matarían dos pájaros de un tiro.
Toda perturbación del alma puede eliminarse o aliviarse indicando que “no es un bien aquello que da origen a la alegría (desmedida) o al deseo, y que no es un mal lo que origina el miedo o la aflicción”.
Hay que mostrar, además, que “las perturbaciones son en sí mismas viciosas y que no contienen nada natural ni necesario”- Estos son los métodos que utilizan filósofos como Cleantes y Crisipo y no suelen surtir efecto alguno en la masa (vulgo)-
Pero hay aflicciones que ni siquiera este tratamiento puede aliviar, “como es el caso de quienes se afligen por no tener en sí rastro alguno de virtud, de coraje, de sentido del deber, de nobleza moral”-
A aflicciones de esta naturaleza convendría aplicarles una medicina especial. No obstante debemos mantener siempre la convicción de que toda conmoción o perturbación del alma, sea cual sea su origen, es en todos los casos viciosa y no puede armonizar en manera alguna con el hombre equilibrado, sereno y fuerte que se está intentando diseñar en la discusión que mantienen ese día.
Continúa Cicerón insistiendo en que el método mejor de cura consiste en tratar de eliminar la perturbación en sí. Por esa razón, cuando se trata de erradicar el deseo (libido), incluso el deseo desmedido de alcanzar la perfección moral, “no hay que detenerse en indagar si lo que provoca el deseo es un bien o no, sino que lo que hay que eliminar es el deseo en sí”.
La mejor forma de tranquilizar el alma y eliminar con ello toda perturbación consiste en llevar a cabo un examen y análisis ponderados de la condición humana y darse cuenta de que las desgracias le son inherentes.
.. El miedo, que es una perturbación muy cercana a la aflicción (el primero tiene que ver con un supuesto mal futuro y la segunda con un supuesto mal presente), puede eliminarse mediante la consideración de que aquello que nos atemoriza y nos atenaza es algo en realidad insignificante.
Cicerón inicia el parágrafo siguiente de un modo muy aristotélico, por cierto: “Sobre lo que se piensa de los males baste con lo dicho. Tratemos ahora de los bienes, es decir, de la alegría y el deseo.”
En las perturbaciones que se originan como consecuencia de un error sobre lo que es el bien debemos de tener en cuenta, al igual que sucede con la aflicción y el temor, que “ellas dependen de nosotros, que se asumen sobre la base de un juicio erróneo y que todas son voluntarias”.
Debemos mostrar, por consiguiente, moderación en el contento y la alegría y evitar que ellos se desborden y se acaben convirtiendo en una efusión del alma desmedida y vergonzosa.
Igual de despreciable que la alegría desbordante es la pasión amorosa, la más vituperable de todas las pasiones. Los poetas, en sus ficciones, acostumbran a elogiar el amor y lo consideran el dios supremo.
En los parágrafos siguientes el Arpinate se detiene a hacer una serie de reflexiones sobre lo que expresan sobre el amor y la amistad los poetas griegos, pero eludiendo tratar del tema espinoso de la pederastia en el mundo griego.
Los filósofos, continúa, a partir de Platón, han ido abandonando la valoración del amor como mera satisfacción de un instinto sexual, en aras de una visión más bella y profunda del mismo.
Los estoicos, en la misma vena platónica, definen el amor “como la tendencia a trabar amistad inspirada por la percepción de la belleza”.
Y, por ello, “si en la naturaleza existe un amor como éste, libre de ansia, de deseo, de preocupación, de suspiros, miel sobre hojuelas, pero nuestro discurso trata sobre el deseo”.
Un deseo, por otra parte, que no dista mucho de la locura, como es el que siente el personaje de la comedia “La muchacha de Leucade”.
El tratamiento que conviene aplicar a una persona dominada por la pasión amorosa consiste en:
a) Indicarle cuán liviano y despreciable es el objeto de su deseo.
b) Desviarlo hacia otras preocupaciones, aficiones y cuidados.
c) Sustituir su deseo amoroso por otro nuevo, de carácter no pasional, por supuesto.
d) Advertirle que su pasión es una locura, que tiene efectos muy nocivos, que depende de una opinión errónea sobre lo que es el bien y que es plenamente voluntaria.
Cicerón vuelve a tratar de nuevo el tema de la cólera, que es también, no se dude, una forma de locura.
A quien ella domina hay que quitarle de en medio a la persona que la provoca, o esperar a que la ira se evapore, para obtener entonces una satisfacción por la ofensa que ha motivado la cólera, como se cuenta en la anécdota de Arquitas.
Es absurdo pensar que la cólera es algo natural o útil. Si fuera algo natural, un hombre no se encolerizaría más que otros y nadie se arrepentiría de los desastres que ella ocasiona, como le sucedió a Alejandro Magno después de matar, en un arrebato de ira, a su amigo Clito.
Como acontece con las demás perturbaciones, la cólera es causada por una opinión errónea, es voluntaria y puede curarse.
Hay personas más proclives a la cólera que otras, al igual que sucede en todas las enfermedades.
A pesar de ello, es más fácil curar una inflamación repentina de los ojos que una conjuntivitis crónica.
… Las últimas líneas recapitulan conceptos ya conocidos: que la perturbación del alma es grave y no difiere de la locura, que la aflicción y las enfermedades del alma se deben a un error de juicio y que la filosofía es la única que puede erradicarlas.
LIBRO V
En la “disputatio” del quinto y último día se somete a discusión el tema estrella de la ética estoica: si la virtud es autosuficiente para la vida feliz.
El “prólogo” es en esencia una alabanza de la filosofía.
… Quienes han abrazado el estudio de la filosofía han puesto todo su empeño en demostrar que la perfección moral, por encima de todas las vicisitudes que la fortuna nos pueda deparar, es suficiente para procurar la felicidad.
Cicerón teme, con todo, que haya una correspondencia entre la debilidad de nuestros cuerpos y la flaqueza de nuestras almas.
Mas la virtud, o perfección moral, si es que existe, debe eliminar ese temor y “tener bajo su dominio todos los avatares que al hombre le pueden acontecer, despreciar las vicisitudes humanas y pensar que no le atañe nada de lo que está fuera de su virtud.
Para conseguirlo se cuenta con la ayuda inestimable de la filosofía, que es capaz de corregir nuestros errores, erigirse en guía de nuestra vida, en indagadora de la virtud y en desterradora de todos los vicios.
A continuación, con el concurso de un lenguaje retórico y entusiasta, entona un himno a la filosofía, creadora de la sociedad, la literatura y la civilización.
Por si todas esas prendas no fueran suficientes, ella “nos ha regalado la tranquilidad de la vida y nos ha arrebatado el terror de la muerte”.
No puede entenderse, por lo tanto, por qué el ser humano no la alaba y la cultiva con afán.
Luego Cicerón esboza una breve historia de los orígenes de la filosofía y de su nombre.
A pesar de que el uso del término es relativamente reciente, la búsqueda de la sabiduría, que es en lo que consiste la filosofía, es muy antigua, como ponen de relieve una serie de precedentes muy ilustres: los famosos Siete Sabios, Licurgo, Ulises, Néstor, etc.
Su ocupación principal fue la contemplación de la naturaleza y el descubrimiento de la esencia de la realidad.
Su nombre la acuñó Pitágoras, que desarrolló su actividad en la Magna Grecia, a cuyo ornato y lustre contribuyó en gran medida.
Antes de que surgiera la figura excepcional de Sócrates, los filósofos se ocuparon del estudio de la Física, la Astronomía, la Geometría y la Aritmética, pero “Sócrates fue el primero que hizo descender la filosofía del cielo, la colocó en las ciudades, la introdujo en las casas y la obligó a ocuparse de la vida y de las costumbres, del bien y del mal.”
Su discípulo Platón escenificó en sus “Diálogos” la habilidad dialéctica de su maestro y fundó la Academia, sentando las bases de la futura suspensión del juicio, la refutación de todo dogmatismo y la búsqueda de lo verosímil, método que desarrolló el académico Carnéades y al que se ha atenido siempre Cicerón.
Terminado el “prólogo”, a continuación viene una introducción en la que el interlocutor anónimo empieza sosteniendo la tesis de que la virtud no le parece suficiente para proporcionar la felicidad.
El Arpinate discrepa de esta opinión y afirma que, incluso en medio de la tortura, se puede vivir recta, honesta, loablemente y bien, entendiendo bien en el sentido de “con firmeza, con dignidad, con sabiduría, con valentía”, que es tanto como decir de un modo feliz.
Su interlocutor le objeta de inmediato que no le convencen los argumentos dialécticos sutiles de los estoicos para probar que el sabio puede ser feliz incluso sometido a tortura e incita a Cicerón a que se plantee con rigor “si es posible que alguien sea feliz en medio de la tortura”.
A dicha objeción el Arpinate responde que se muestra dispuesto a presentar argumentos en apoyo de la tesis estoica, aunque se lamenta, quizás con la boca pequeña, de que se le imponga el método.
Después de este breve diálogo, Cicerón, recapitulando los logros conseguidos en los días anteriores y haciendo uso de un lenguaje muy retórico, con profusión de interrogativas y símiles, concluye diciendo que, si los efectos de la virtud son una vida tranquila y serena, libre de temores y deseos de todo tipo, no ve ninguna razón por la que la virtud por sí misma no pueda hacernos felices.
Una vez concluido el brillante tour de force retórico, el interlocutor admite las premisas de Cicerón y afirma que, si es así, la investigación ha llegado a su fin.
Así sería, le replica el Arpinate, si ellos se contentaran con el método deductivo que utilizan los matemáticos y con las argumentaciones silogísticas tan del agrado de los filósofos estoicos, mas a la indagación filosófica todo eso no le resulta suficiente, por lo que la cuestión objeto de debate debe ser tratada por separado y de un modo independiente, es decir, dedicándole una especie de monografía, ya que incluso los estoicos han escrito dos libros diferentes sobre las virtudes y los bienes.
La profundidad y grandiosidad que encierra sostener con valentía que la virtud es autosuficiente para la felicidad le induce a afirmar a Cicerón que a él le gustaría, como si de Jerjes se tratara, “poder atraer mediante una recompensa al hombre que me aportara un argumento para creer con más fuerza en esta verdad”.
Luego divide el resto del libro en dos partes claramente diferenciadas:
a) Exposición de las pruebas que avalan la tesis estoica de que la virtud, o perfección moral, es suficiente para la felicidad.
b) Reconocimiento de que la mayoría de los sistemas filosóficos, aunque con matices, se muestra de acuerdo con dicha tesis.
A) Nada más iniciar la sección primera, el interlocutor se muestra dispuesto en principio a aceptar la coherencia lógica de los dos presupuestos siguientes:
1. Si se admite que el bien moral (honestum) es el sumo bien, de ello se sigue que la vida feliz se logra con la virtud.
2. Si la vida feliz consiste en la virtud, hay que concluir que no hay ningún bien excepto la virtud.
Ante planteamientos tan tajantes, se objeta de inmediato que filósofos como Aristón y Antíoco de Ascalona aceptan la existencia de otros bienes además de la virtud, pero el Arpinate no está dispuesto a reconocer que la felicidad pueda tener grados, porque, como nos dice: “Yo no acierto a comprender en realidad qué debe buscar el hombre feliz para ser más feliz, porque si hay algo que le falta, no puede ser feliz.”
Teofrasto ha experimentado una dificultad semejante, pero, al admitir la existencia de bienes y males externos, ha sido coherente y no se ha atrevido a sostener el postulado elevadísimo de que la virtud es suficiente para la felicidad.
No hay que censurarle por ello, pero sí es merecedor de reproche por haber admitido, en su “Calístenes”, que la fortuna es la que gobierna la vida y no la sabiduría; ahora bien, continúa, si existen bienes externos y del cuerpo fuera del bien moral, ¿no es coherente decir que la fortuna, que es la dueña y señora de las cosas externas y de las que atañen al cuerpo, tiene una importancia mayor que la cordura?
¿Es preferible quizás, se pregunta de inmediato, la incoherencia de Epicuro, que elogia la comida frugal y sostiene a la vez que el placer es el sumo bien y que además tiene la desfachatez de decir que “no se puede vivir placenteramente, a no ser que se viva de un modo honesto, sabio y justo?”
¿Cómo pueden predicar Epicuro y su discípulo Metrodoro que la fortuna no cuenta nada para el sabio y admitir al mismo tiempo que el bien mayor es la supresión del dolor?
Una vez expuesta la crítica de la incoherencia epicúrea, Cicerón insiste en defender su tesis de que los buenos son siempre felices, considerando que buenos o sabios son aquellos que están provistos de las virtudes.
La felicidad, prosigue, no puede ser otra cosa que “la plenitud absoluta de bienes con eliminación de todos los males, plenitud que la virtud no puede alcanzar si existe algún bien fuera de ella”.
El Arpinate no puede comprender que, si los avatares adversos de la fortuna (la pobreza, la soledad, el exilio, etc.) son males y pueden afectar al sabio, haya filósofos como Bruto, Aristón, Antíoco, Aristóteles, Espeusipo, Jenócrates y Polemón que piensen que el sabio es siempre feliz a pesar de la existencia de dichos males. Si el sabio es siempre feliz, no hay más remedio que despreciar todos los lances adversos de la fortuna y no considerarlos males, so pena de incurrir en una incoherencia semejante a la que se ha achacado antes a Epicuro.
Llegado a este punto, se le objeta a Cicerón que él está incurriendo también en incoherencia, puesto que en el libro IV de “De finibus” ha afirmado que entre los peripatéticos y los estoicos no hay diferencias de fondo, sino sólo terminológicas.
El Arpinate se defiende de la objeción indicando que su adhesión metodológica a la doctrina del “probabilismo” le permite cambiar de opinión cuando lo estime oportuno y escapar así a todo dogmatismo e insiste en que lo que conviene analizar es, “si admitido el postulado estoicos de que el bien moral es el sumo bien, es coherente y consecuente hacer depender por completo la felicidad sólo de la virtud”.
Y si te parece, continúa, que Zenón es un advenedizo y no tiene categoría filosófica suficiente, podemos remontarnos como autoridad suprema a Platón quien, en el “Gorgias”, por boca de Sócrates, identifica la virtud con la felicidad y, en el “Epitafio”, afirma que “el hombre que hace depender de sí mismo todo lo que contribuye a la felicidad es el que se ha procurado el método de vivir mejor”.
¿De dónde hay que partir, se pregunta a continuación Cicerón, para demostrar la validez de lo planteado? De la naturaleza, responde, madre común, que quiere que todo lo engendrado sea perfecto, como testimonia el mundo vegetal y especialmente el animal.
Del mismo modo que a los animales se les ha dotado de una característica específica propia (se apunta aquí la conocida doctrina de la “oikeiosis”), así también al ser humano le ha procurado como propio el principio divino de la razón, la racionalidad absoluta, que es en lo que consiste su perfección, por lo que quienes poseen dicha perfección “son felices”.
Esto es lo que piensa Bruto, Aristóteles y los escolarcas de la Academia, mas Cicerón, ateniéndose a la doctrina estoica, da un paso más y sostiene que son “completamente felices”. Ahora bien, quienes, como los peripatéticos, hacen una división tripartita de los bienes (del cuerpo, del alma y de la fortuna) tienen necesariamente que desconfiar de ellos y de la felicidad completa. Pero lo que ellos están buscando es el ideal del sabio autosuficiente, es decir, un hombre feliz, “seguro, inexpugnable, protegido y defendido”.
Y esa felicidad completa y segura sólo puede consistir en el bien moral (honestas) y puede darse en quien estima que todas las cosas dependen de él mismo.
El sabio, además, se halla libre de todas las perturbaciones del alma, por lo que siempre es feliz, con un tipo de felicidad que no depende de los bienes externos y, por ello, no puede admitir grados.
Si no nos atenemos a esta conclusión, habrá que considerar bienes la riqueza, el renombre, la popularidad, la belleza del cuerpo, lo que los estoicos denominan “principales” o “preferibles” (praecipua vel producta) y los peripatéticos “bienes sin más”, los cuales ni siquiera para Aristóteles constituyen la felicidad perfecta.
Después de una serie de variaciones y reiteraciones sobre el mismo tema, se llega de nuevo a la conclusión de que el hombre sabio siempre es feliz, por virtuoso, y merecedor de elogio.
En los parágrafos siguientes, haciendo uso de la deducción silogística, tan del agrado del estoicismo, y de las interrogativas retóricas, nos dice que la vida feliz es digna de elogio y que, del mismo modo que “en los vicios hay fuerza suficiente para hacer la vida infeliz, en la virtud hay fuerza suficiente para hacer la vida feliz”. Eso es lo que pone de manifiesto el ejemplo de la balanza de Critolao, quien afirma que, si ponemos los bienes del alma en una balanza, “se inclinaría tanto el peso que llegaría a hundir la tierra y el mar”.
Si la vida feliz no consistiera en la práctica de las virtudes, la consecuencia sería la destrucción de las virtudes. Después de una serie de variantes sobre el tema, se concluye una vez más lo que se está repitiendo hasta la saciedad: la virtud nos proporciona apoyo suficiente para vivir sin aflicción, sin miedo, con fortaleza, con grandeza de ánimo, lo cual es tanto como decir que ella es autosuficiente para la felicidad.
No podía faltar, claro está, en la confirmación de la tesis, la cita de una serie de ejemplos del “mos maiorum” (la costumbre de los antepasados). Lelio, hombre virtuoso y sabio fue más feliz con su único consulado que Cinna, que fue cónsul cuatro veces y mandó decapitar a muchos hombres. ¿Puede ser feliz, se pregunta el Arpinate, quien ha matado a tantos hombres? Gayo Mario fue más feliz cuando compartió la gloria de la victoria contra los Cimbrios con su colega Catulo que cuando, después, ordenó que lo ejecutaran, porque “es preferible sufrir injusticia a cometerla”, cuando dijo ya Platón en el “Gorgias”.
Como era de esperar en una cuestión de esta naturaleza, no podía faltar el ejemplo famoso de Dionisio, que fue tirano en Siracusa durante treinta y ocho años. A pesar de que procedía de un linaje respetable y de sus dotes naturales de gobierno, vivió de un modo despótico y tiránico y sus continuas sospechas de todos los que le rodeaban le obligaron a estar recluido en una especie de cárcel, por así decirlo. Como no se fiaba ni del barbero, enseñó a sus hijas a ejercer el oficio de barberillas y por la noche extremaba las precauciones antes de ir a reunirse con sus dos esposas. Llegó a matar incluso a seres queridos por cualquier broma o alusión sospechosa. El tipo horrible de vida que llevaba es ejemplificado mediante el famoso y conocido episodio de la espada de Damocles. Aunque él amaba por encima de todo la amistad verdadera, el sospechar de todo el mundo le impidió disfrutar de ella y vivió siempre en la compañía de fugitivos, criminales y extranjeros.
Sería absurdo, prosigue después de la descripción del indeseable modo de vida de Dionisio, comparar la vida del tirano con la que llevaron sabios del lustre de Platón, Arquitas, Arquímedes, que era también oriundo de Siracusa y cuya tumba descubrió Cicerón cuando fue cuestor de la ciudad siciliana.
¿Qué hombre en sus cabales preferiría vivir como Dionisio en lugar de dedicado a la reflexión e investigación científica y al cultivo de la parte mejor del hombre, como hicieron Demócrito y Anaxágoras, por poner dos ejemplos?
No obstante, el modo mejor de comprender la diferencia que hay entre estos dos géneros extremos de vida es modelar un paradigma de un hombre de talento extraordinario y empeñado en la búsqueda de la verdad. En él habrá de darse necesariamente “aquel famoso fruto triple del espíritu, consistente el primero en el conocimiento de la realidad y en la explicación de la naturaleza (es decir, la Física), el segundo en el discernimiento de lo que hay que perseguir y buscar y en una norma de vida racional (la Ética), el tercero en juzgar la coherencia y la contradicción de cada cosa, en lo que reside no sólo la sutileza de la argumentación, sino también la veracidad del juicio ( a saber, la Lógica).
¿Puede existir un deleite mayor, se pregunta de inmediato, que pasar la vida contemplando la naturaleza en los ámbitos variados de la meteorología, la botánica, la biología y la física en general?
Quien conoce la esencia de la realidad externa adquiere también el saber más importante aún de “conocerse a sí mismo”, que le lleva a advertir el parentesco del alma humana con lo divino y a tomar conciencia de que todas las cosas están gobernadas por la razón y la inteligencia.
El corolario de toda esta actividad contemplativa es la conclusión de que la virtud se basta a sí misma para conseguir la felicidad.
Mas para llegar a este descubrimiento maravilloso, hay que ejercitarse en la ciencia de la argumentación y el razonamiento, que es la que es capaz de discernir lo verdadero de lo falso.
¿Qué sucederá, se pregunta luego, si este sabio ideal decide dedicarse a la vida pública?
Que su sabiduría y sentido de la justicia beneficiarán a la comunidad.
Un hombre de esta naturaleza disfrutará también de la amistad, “de manera que, si la felicidad consiste en el disfrute de bienes del alma semejantes, es decir, de las virtudes, y si todos los sabios disfrutan de esas alegrías, es necesario admitir que ellos son felices”.
Cuando el interlocutor anónimo le pregunta si ese hombre modélico será feliz incluso en medio de la tortura y los suplicios, Cicerón vuelve a lanzar los dardos de su crítica contra el epicureísmo por la incoherencia que supone aseverar que el sabio es feliz incluso sometido a tormento y sostener al mismo tiempo que el máximo bien es evitar el dolor y conseguir el placer.
Y si esto lo dice un inconsecuente como Epicuro, ¿por qué no pueden afirmar algo semejante filósofos como los Académicos y los Peripatéticos “que piensan que no debe buscarse ni contarse entre los bienes nada que se halle privado del bien moral?”
Aún admitiendo, como los peripatéticos, que hay bienes del cuerpo y bienes externos inferiores a la virtud, “¿por qué limitarse a llamar feliz, y no plenamente feliz a quien los ha conseguido?”
El Arpinate, luego, nos vuelve a plantear la cuestión de si el sabio temerá el dolor.
Su respuesta es que la virtud no puede sucumbir ante el dolor, sobre todo porque hay muchas personas que lo soportan con entereza, como los muchachos lacedemonios y los sabios indios, que se arrojan al fuego sin lanzar ni un solo gemido, y también las mujeres indias, que rivalizan, cuando muere su esposo, por ocupar un lugar junto a él en la pira funeraria.,
Incluso las bestias son capaces de soportar el dolor y también lo toleran los hombres ávidos de honor y gloria y quienes están dominados por la pasión amorosa.
Luego Cicerón se mantiene firme en su tesis de que, incluso entre tormentos, la felicidad y la virtud son inseparables.
El hombre sabio y virtuoso no hace nada de lo que se pueda arrepentir, porque actúa siempre en consonancia con la voluntad que depende de él, guiado por la nobleza, la constancia, la dignidad y la valía moral.
No es posible imaginar una situación más feliz.
Y todo ello se consigue, según los estoicos, viviendo en armonía con la naturaleza.
No puede decirse nada más atinado y rotundo sobre la felicidad.
B) La segunda parte del libro se inicia con una nueva profesión de fe antidogmática por parte de Cicerón, que le va a llevar a someter a examen riguroso la opinión de los demás filósofos sobre el dogma estoico de que el sumo bien, es decir, la perfección moral, es suficiente para la felicidad.
Las concepciones de las restantes escuelas filosóficas sobre el sumo bien pueden dividirse en dos clases: simples y compuestas.
Las cuatro simples son las siguientes:
“No hay nada fuera del bien moral”, la de los estoicos; “no hay bien fuera del placer”, la de Epicuro; “no hay nada fuera de la ausencia del dolor”, la de Jerónimo de Rodas; “no hay bien fuera del disfrute de los bienes principales de la naturaleza (naturae prima bona), o de todos, o de los más importantes”, la que exponía Carnéades contra los estoicos.
Entre las concepciones complejas o mixtas pueden mencionarse tres:
La de la Academia Antigua y los Peripatéticos, para quienes hay tres clases de bienes, los del alma (los más elevados), los del cuerpo y los externos; la de Dinomao y Califonte, que asocian el placer con el bien moral, y la del peripatético Diodoro, que ha unido al bien moral la ausencia de dolor.
La postura de los peripatéticos, prosigue, es clara con excepción de la pusilanimidad y la debilidad de Teofrasto ante el dolor.
A pesar de que ellos preconizan una división tripartita de los bienes, piensan, no obstante, “que puede decirse de la vida que es feliz, no sólo si ella está repleta de bienes de todo tipo, sino también si el predominio de los bienes se da en la parte de mayor peso y dignidad, es decir, en los del alma.
Esta es la doctrina de Aristóteles, Jenócrates, Espeusipo, Polemón y también la de Califonte y Diodoro, quienes consideran el bien moral como el ingrediente principal de la felicidad, muy por delante de los demás.
Los epicúreos y los seguidores de Jerónimo de Rodas y Carnéades, aun admitiendo que la mente es capaz de discernir lo bueno y lo malo, no afirman con tanta rotundidad el carácter determinante de la virtud como componente fundamental de la felicidad.
A continuación, el Arpinate somete a examen la posición de Epicuro.
Pese a que él no comparte su concepción hedonista del sumo bien, nos dice que el filósofo del Jardín se muestra indiferente e impertérrito ante la muerte, que al ser(la muerte) la desaparición de la sensibilidad no nos afecta, y ante el dolor, dice que es breve cuando es intenso y leve cuando es duradero.
De hecho, no hay ningún filósofo que experimente temor ante la muerte y el dolor.
Y lo mismo puede decirse si se trata de la pobreza.
“¿Esos grandilocuentes amigos tuyos (los estoicos), se pregunta Cicerón, en qué son mejores que Epicuro cuando se trata de hacer frente a los dos males que más nos angustian (el dolor y la muerte)?
Epicuro es partidario, además, de la vida sobria y frugal y no siente pasión alguna por el dinero. ¿Por qué los filósofos van a despreciar menos al dinero y el lujo que el escita Anacarsis?
Filosofos como Sócrates, Jenócrates y Diógenes han mostrado en realidad un desdén semejante por las riquezas.
Cicerón aborda después el análisis de la división epicúrea de los deseos, que, si no es muy exacta, sí es muy útil. Ellos son, o naturales y necesarios; o naturales y no necesarios; o ni naturales ni necesarios.
Epicuro no vitupera la satisfacción de los placeres sexuales y obscenos y piensa que esta clase de placeres es deseable, si no perjudica, pero no proporciona nunca beneficio alguno.
Su doctrina sobre el placer se reduce a afirmar que todo placer debe buscarse por el hecho de ser placer y todo dolor debe evitarse por el hecho de ser dolor, mas la inteligencia del sabio sabrá prescindir de los placeres que causen un dolor mayor y aceptar los dolores que le procuren un mayor placer, porque quien juzga es el alma y no los sentidos.
El sabio vivirá perpetuamente feliz, entretejido en la guirnalda del recuerdo de los placeres que se han experimentado y de la expectativa de los que están por venir.
En el mismo marco de la valoración de los deseos, se nos indica después que en la alimentación hay que optar por la frugalidad, porque la naturaleza se contenta de hecho con lo poco.
Se citan al respecto los ejemplos de Darío, de Tolomeo, del tirano Dionisio, de Timoteo, de Platón y de Sardanápolo, quien, si nos atenemos a la inscripción que estaba grabada sobre su tumba, se asemejaba más a un buey cebado que a un rey.
La riqueza, continúa, y la pasión desmedida por la posesión de obras de arte no contribuyen en modo alguno a la felicidad.
Un hombre pobre puede contemplar muchos tesoros artísticos en los lugares públicos.
En conclusión: la pobreza es algo natural; la riqueza, por el contrario, no lo es.
La baja extracción social y la impopularidad no pueden causarnos tampoco la infelicidad.
Cicerón cita a Demóstenes y Demócrito como ejemplos de hombres un tanto vanidosos.
La relación con el pueblo puede resultar en ocasiones peligrosa, como lo testimonia el trato que los efesios y los atenienses dieron a ciudadanos justos e intachables, en clara alusión a Hermodoro y a Arístides.
La conclusión es, por lo tanto, clara: la vida dedicada al ocio y la contemplación es preferible a una carrera pública brillante y plena de éxitos.
No existen en absoluto razones de peso, además, para temer el exilio, porque ha habido filósofos nobilísimos que han vivido siempre en el exilio.
El filósofo es en realidad un ciudadano del mundo.
Se mencionan muchos ejemplos de filósofos al respecto.
No hay nada que pueda privarnos del placer y la felicidad, prosigue, si, cuando nos acucian las inquietudes y las aflicciones, sabemos encauzar nuestras almas hacia el placer, como piensa Epicuro.
Ni siquiera puede robarnos la felicidad la pérdida del sentido más noble, el de la vista, porque un filósofo puede meditar en la oscuridad, como ponen de manifiesto los casos de Diodoto y Demócrito. Según la tradición, Homero era ciego, pero sus descripciones parecen una pintura.
El augur Tiresias, un verdadero sabio, no se lamentaba nunca de su ceguera y, si Polifemo se queja ante un carnero de esa tara, es porque no era más inteligente que el bruto.
¿Qué mal hay de hecho, se pregunta, después, en la sordera?
Todos somos en verdad sordos respecto de las otras lenguas que no comprendemos.
Es cierto que los sordos no pueden escuchar la buena música, pero también se ven libres de los sonidos desagradables y además siempre les queda el recurso de mantener una conversación consigo mismo.
Si a pesar de todo, nos dice de inmediato, a una persona le abruman todos los males hasta el extremo de no poderlos soportar, siempre tiene a su disposición el remedio de quitarse la vida.
Epicuro y Jerónimo de Rodas se han mostrado siempre partidarios de recurrir a esta solución extrema.
El “epílogo” comienza con la observación siguiente:
Si los filósofos como Epicuro, para quien la virtud es un nombre vacío, piensan que el sabio siempre es feliz, “¿qué te parece que deben hacer los filósofos que han seguido a Sócrates y Platón?”
En realidad, como pensaba Carnéades, la diferencia entre los estoicos y los peripatéticos es meramente terminológica.
Ha concluido ya el quinto día de la discusión y Cicerón tiene la creencia firme de que pondrá las cinco “Disputationes” por escrito y se las dedicará a Bruto y el libro se cierra con estas bellas palabras: “ Yo no sabría decir en qué medida esta labor mía será útil a los demás, pero yo no sabría hallar otro consuelo para los acerbísimos dolores y para las variadas preocupaciones que nos acosan por doquier”.
(Cicerón. Disputaciones tusculanas. Introducción, Traducción y Notas de Alberto Medina González. Edit. Gredos.)
Segovia, 14 de octubre del 2023
Juan Barquilla Cadenas.