El bioquímico que reveló la piel como un sistema molecular vivo
Stephen Rothman es probablemente el dermatólogo más infravalorado del siglo XX. Su obra no se mide en epónimos ni en síndromes, sino en la forma —hoy estándar— de entender la piel como un tejido metabólicamente activo, gobernado por rutas bioquímicas complejas y atravesado por conversaciones entre hormonas, enzimas y respuestas celulares.
Rothman cambió el eje de la dermatología: de la morfología a la biología.
Nacido en Hungría, se formó en Budapest y posteriormente emigró a Estados Unidos. Su formación combinó medicina, fisiología y bioquímica en un tiempo en el que esa mezcla era, literalmente, una rareza.
Mientras muchos dermatólogos de su época se centraban en patrones clínicos y descripciones fotográficas, Rothman se preguntaba qué ocurría dentro de la célula cutánea:
¿Qué enzimas regulan la queratinización?
¿Cómo se organiza el metabolismo del folículo piloso?
¿Cómo se degrada y renueva la barrera epidérmica?
¿Qué señales químicas permiten que la piel cicatrice, se inflame o repare?
Ese pensamiento era 40 años demasiado pronto para su era.
Desde su puesto en la Universidad de Chicago, Rothman construyó el primer laboratorio dermatológico de Estados Unidos dedicado de forma sistemática a:
metabolismo epidérmico
estructura química de la queratina
fisiología de la barrera
rutas enzimáticas de la descamación
dinámica molecular de la curación de heridas
En plena década de 1940, cuando la inmunología era un boceto y la biología molecular una promesa, Rothman ya analizaba la piel con un enfoque celular y metabólico.
Fue el primero en demostrar que la piel no es una estructura pasiva:
es un órgano bioquímico con actividad en tiempo real.
Rothman describió la arquitectura enzimática que gobierna la cornificación: proteasas, lípidos epidérmicos, sulfatasas y fosfatasas.
Sin este mapa, hoy no entenderíamos dermatitis, ictiosis ni alteraciones de la barrera.
Estudió las glándulas sudorales como micro-laboratorios químicos. Sus hallazgos siguen siendo citados en hiperhidrosis y en patología sudoral.
Mostró que la epidermis consume energía, sintetiza lípidos complejos, produce moléculas bioactivas y responde hormonalmente. Esta visión anticipó toda la dermatología del siglo XXI.
Su trabajo sobre mediadores químicos, inflamación inicial y dinamismo de queratinocitos adelantaba conceptos que décadas después se asociarían a citoquinas, factores de crecimiento y remodelación ECM.
En 1940 publicó “Physiology and Biochemistry of the Skin”, uno de los libros más influyentes de la historia dermatológica.
No era un compendio clínico. Era un manifiesto científico:
La piel no es un objeto que se mira:
la piel es un sistema que se investiga.
Su obra marcó a generaciones de clínicos e investigadores, y sembró la base conceptual para que, años después, figuras como Kligman, Fitzpatrick, Lerner, Epstein, Thiers o Elias construyeran sus propios legados moleculares.
Durante la guerra colaboró en estudios sobre quemaduras, heridas y fisiología de estrés térmico. Estos trabajos consolidaron su interés por cómo la piel responde a daño agudo y cómo se reorganiza su arquitectura metabólica para sobrevivir.
Es el origen conceptual de todo lo que hoy llamamos:
cicatrización en fases
inflamación química precoz
regeneración epidérmica
estrés oxidativo cutáneo
Stephen Rothman no buscó reconocimiento; buscó explicaciones.
Su influencia no es un capítulo, sino una capa de fondo que impregna toda la dermatología moderna.
Cada vez que hablamos de barrera cutánea, estamos hablando su idioma.
Cada vez que usamos el término cornificación, seguimos sus descripciones.
Cada vez que explicamos la bioquímica del estrato córneo, citamos sin saberlo sus primeros mapas enzimáticos.
Cada vez que razonamos una enfermedad desde la fisiopatología, caminamos por el sendero que él abrió.
Stephen Rothman fue el científico que convirtió la piel en un laboratorio vivo.
Su legado no es un descubrimiento puntual: es la estructura conceptual sobre la que descansa toda la dermatología científica.