"La primera cosa que me decía que era necesaria PARA

PURIFICAR

el interior de mi corazón,

era el aniquilamiento de mí misma, esto es, la HUMILDAD"

Vol. 1 (24-30)



De los escritos de la S. D. Luisa PiccarretaVol. 1 (24-30)

Purificación interior

Purificación del interior de su alma

Cuando el Divino Maestro me liberó del mundo externo, entonces puso mano a purificar el interior, y con voz interna me decía:

“Ahora hemos quedado solos, no hay ya quien nos disturbe, ¿no estás ahora más contenta que antes que debías contentar a tantos y tantos? Mira, es más fácil contentar a uno solo, debes hacer de cuenta que Yo y tú estamos solos en el mundo,

prométeme ser fiel

y Yo verteré en ti tales y tantas gracias que tú misma quedarás maravillada”.



Luego continuó diciéndome: “Sobre ti he hecho grandes designios, siempre y cuando tú me correspondas,

quiero hacer de ti una perfecta imagen mía,

comenzando desde que nací hasta que morí;

Yo mismo te enseñaré un poco cada vez el modo como lo harás”.



Y sucedía así: Cada mañana, después de la Comunión me decía lo que debía hacer en el día.

Lo diré todo brevemente, porque después de tanto tiempo es imposible poder decirlo todo. No recuerdo bien, pero me parece que la primera cosa que me decía que era necesaria

para purificar el interior de mi corazón,

era el aniquilamiento de mí misma, esto es, la humildad.


Y continuaba diciéndome: "Mira,

para hacer que Yo derrame mis gracias en tu corazón,

quiero hacerte comprender que por ti nada puedes. Yo me cuido muy bien de aquellas almas que se atribuyen a ellas mismas lo que hacen, queriéndome hacer tantos hurtos de mis gracias. En cambio con aquellas que se conocen a sí mismas, Yo soy generoso en verter a torrentes mis gracias, sabiendo muy bien que nada refieren a ellas mismas, me agradecen y tienen la estima que conviene, viven con continuo temor de que si no me corresponden puedo quitarles lo que les he dado, sabiendo que no es cosa de ellas.

Todo lo contrario en los corazones que apestan de soberbia, ni siquiera puedo entrar en su corazón, porque inflado de ellos mismos no hay lugar donde poderme poner; las miserables no toman en cuenta mis gracias y van de caída en caída hasta la ruina.

Por eso quiero que

en este día hagas continuos actos de humildad,

quiero que tú estés como un niño envuelto en pañales, que no puede mover ni un pie para dar un paso, ni una mano para obrar, sino que todo lo espera de la madre, así tú te estarás junto a Mí como un niño, rogándome siempre que te asista, que te ayude, confesándome siempre tu nada, en suma, esperando todo de Mí”.

Entonces buscaba hacer cuanto más podía para contentarlo, me empequeñecía, me aniquilaba, y a veces llegaba a tanto, de sentir casi deshecho mi ser, de modo que no podía obrar, ni dar un paso, ni siquiera un respiro si Él no me sostenía. Además me veía tan mala que tenía vergüenza de dejarme ver por las personas, sabiendo que soy la más fea, como en realidad lo soy aún, así que por cuanto más podía las rehuía y decía entre mí: “¡Oh, si supieran cómo soy mala, y si pudieran ver las gracias que el Señor me está haciendo, (porque yo no decía nada a nadie) y que yo soy siempre la misma; oh, cómo me tendrían horror!”.

Después, en la mañana cuando iba de nuevo a comulgar, me parecía que al venir Jesús a mí hacía fiesta por el contento que sentía al verme tan aniquilada,

me decía otras cosas sobre el aniquilamiento de mí misma,

pero siempre de manera diferente a la anterior, yo creo que no una, sino cientos de veces me ha hablado, y si me hubiera hablado miles de veces tendría siempre nuevos modos para hablar sobre la misma virtud, ¡oh! mi Divino Maestro, cuán sabio eres, si al menos te hubiera correspondido.



Recuerdo que una mañana mientras me hablaba sobre la misma virtud, me dijo que

por falta de humildad había cometido muchos pecados,

y que si yo hubiera sido humilde me habría tenido más cerca a Él y no habría hecho tanto mal;

me hizo entender como era feo el pecado,

la afrenta que este miserable gusano había hecho a Jesucristo, la ingratitud horrenda, la impiedad enorme, el daño que le había venido a mi alma. Quedé tan espantada que

no sabía qué hacer para reparar,

hacía algunas mortificaciones, pedía otras al confesor, pero pocas me eran concedidas, así que todas me parecían sombras y no hacía otra cosa que pensar en mis pecados, pero siempre más estrechada a Él. Tenía tal temor de alejarme de Él y de actuar peor que antes, que yo misma no sé explicarlo.

No hacía otra cosa cuando me encontraba con Él que decirle la pena que sentía por haberlo ofendido, le pedía siempre perdón, le agradecía porque había sido tan bueno conmigo, y le decía de corazón:

“Mira, ¡oh! Señor el tiempo que he perdido, mientras que habría podido amarte”.

Entonces no sabía decir otra cosa que el grave mal que había hecho;..."