De los escritos de la S. D. Luisa Piccarretavol. 2-34  Junio 12, 1899 

Jesús mismo la prepara para la comunión

 

Esta mañana, debiendo recibir la comunión, estaba pidiendo al buen Jesús que viniera Él mismo a prepararme, antes de que viniera el confesor para celebrar la santa misa. ¿De otra manera cómo podré recibirte, siendo tan mala y estando indispuesta? Mientras esto hacía, mi dulce Jesús se ha complacido en venir, en el momento mismo en que lo vi, me parecía que no hacía otra cosa que saetearme con sus miradas purísimas y resplandecientes de luz. ¿Quién puede decir lo que obraban en mí aquellas miradas penetrantes que no dejaban escapar ni siquiera la sombra de un pequeño defecto? Es imposible poderlo decir; es más, habría querido dejar todo esto en silencio, porque las operaciones internas de la gracia difícilmente se saben exponer tal cual son con la boca, parece más bien que se desfiguran. Pero la señora obediencia no quiere y cuando es por ella, se necesita cerrar los ojos y ceder sin decir nada más, de otra manera, ¡ay! por todas partes, porque siendo señora, por sí misma se hace respetar.  Entonces sigo diciendo: 

“En la primera mirada, 

le he pedido a Jesús que me purificase, y así me parecía que de mi alma se sacudiera todo lo que la ensombrecía. 

En la segunda mirada, 

le he pedido que me iluminara, porque ¿en qué le aprovecha a una piedra preciosa ser pura si no está resplandeciente para atraer las miradas de aquellos que la miran? La mirarán, sí, pero con ojos indiferentes. Tanto más Yo, que no sólo debía ser mirada, sino identificada con mi dulce Jesús, tenía necesidad de aquella luz, que no sólo me volvía el alma resplandeciente, sino que me hacía entender la gran acción que estaba por realizar, (La Comunión)  por eso no me bastaba ser purificada, sino también iluminada. Entonces Jesús en aquella mirada parecía que me penetrara, como la luz del sol penetra el cristal. 

Después de esto, viendo que Jesús seguía mirándome, le he dicho: “Amantísimo Jesús, ya que te has complacido primero en purificarme y después en iluminarme, dígnate ahora santificarme, mucho más, que debiendo recibirte a Ti, que eres el Santo de los santos, no es justo que yo sea tan diversa de Ti”.

Entonces Jesús, siempre benigno hacia esta miserable, se inclinó hacia mí, tomó mi alma entre sus brazos y parecía que con sus propias manos toda la retocaba, ¿quién puede decir lo que obraban en mí aquellos toques de esas manos creadoras? 

Cómo mis pasiones ante aquellos toques se ponían en su puesto, mis deseos, inclinaciones, afectos, latidos y mis demás sentidos, santificados 

por aquellos toques divinos se cambiaban en algo totalmente diferente y unidos entre ellos, no más discordantes como antes, formaban una dulce armonía al oído de mi amado Jesús; me parecía que fueran tantos rayos de luz que herían su corazón adorable, ¡oh! cómo se recreaba Jesús y qué momentos felices han sido para mí. ¡Ah! yo experimentaba la paz de los santos, para mí era un paraíso de contentos y de delicias. 

Después de esto parecía que 

Jesús vestía a mi alma con el vestido de la fe, de la esperanza y de la caridad,

 y en el acto mismo que me vestía, Jesús me sugería el modo como debía ejercitarme en estas tres virtudes. 

Ahora, mientras estaba haciendo esto, Jesús, mandando otro rayo de luz me ha hecho entender

 mi nada, 

¡ah! me parecía que fuera como un grano de arena en medio de un vastísimo mar, cual es Dios, y este pequeño grano iba a perderse en aquel mar inmenso, pero se perdía en Dios. 

Después me ha transportado fuera de mí misma, llevándome entre sus brazos y me iba sugiriendo 

varios actos de contrición de mis pecados;

recuerdo solamente que he sido un abismo de iniquidad. ¡Señor, cuántas negras ingratitudes he tenido hacia Ti!

Mientras hacía esto 

he mirado a Jesús y tenía la corona de espinas en la cabeza, extendí la mano y se la quité diciéndole: “Dame a mí las espinas, ¡oh! Jesús, que soy pecadora, a mí me convienen las espinas, no a Ti que eres el Justo, el Santo”. Así Jesús mismo la ha clavado sobre mi cabeza. Después, no sé como, desde lejos vi al confesor, enseguida le pedí a Jesús que fuera a preparar al confesor para poder recibirlo en la comunión; entonces parecía que Jesús iba con él. Después de un poco ha regresado y me ha dicho:

“Uno quiero que sea el modo de tratar entre Yo y tú y el confesor,

y así quiero también de él, que te mire y trate contigo como si fueras otro Yo, porque siendo tú víctima como fui Yo, no quiero diferencia alguna, y esto para hacer que todo sea purificado y que en todo resplandezca sólo mi amor”.

Yo le he dicho: “Señor, esto parece imposible, que pueda tratar con el confesor como lo hago Contigo, especialmente al ver la inestabilidad”. Y Jesús: “Sin embargo es así, 

La verdadera virtud, el verdadero amor, 

todo hace desaparecer, todo destruye y con una maestría que encanta, en todo su obrar no hace resplandecer otra cosa que sólo Dios y todo lo mira en Dios”.

Después de esto ha venido el confesor para llamarme a la obediencia y así celebrar la santa misa, y por esto ha terminado. Entonces he escuchado la santa misa y recibí la comunión. ¿Quién puede decir la intimidad que ha habido entre Jesús y yo? Es imposible poderla manifestar, no tengo palabras para hacerme entender, por eso lo dejo en silencio.