“Perdonen y serán perdonados” (Lc: 6, 37)

“Tus pecados te son perdonados” (Lc: 7, 48)

“Y Yo te perdono y aplico a tu alma los méritos de mi Pasión y quiero lavarla en mi sangre”


De los escritos de la S. D. Luisa PiccarretaVol. 1-2 (12-30)


Confesión con Jesús

Luisa se confiesa con Jesús


Recuerdo confusamente que como le pedía frecuentemente, cuando me encontraba junto con Nuestro Señor, el dolor de mis pecados y la gracia de que me perdonara todo lo que de mal había hecho, y a veces llegaba a decirle que estaría contenta cuando de su propia boca me dijera: “Te perdono todos tus pecados”.


Y Jesús bendito, que nada sabe negar cuando es para nuestro bien, una mañana se hizo ver y me dijo:


“Esta vez quiero hacer Yo mismo el oficio de confesor, y tú me confesarás a Mí todas tus culpas, y en el momento en que hagas esto te haré comprender uno por uno los dolores que has dado a mi corazón al ofenderme, a fin de que comprendiendo tú, por cuanto puede una criatura, qué cosa es el pecado, tomes la resolución de preferir morir que ofenderme.


Mientras tanto tú entra en tu nada y recita el yo pecador”.

Yo, entrando en mí misma, advertía toda mi miseria y mis maldades y ante su presencia temblaba toda, y me faltaba la fuerza de pronunciar las palabras del yo pecador, y si el Señor no hubiese infundido en mí nueva fuerza diciéndome: “No temas, si bien soy juez, soy también tu padre, ánimo, sigamos adelante”. Ahí habría permanecido sin decir ni siquiera una palabra. Entonces dije el yo pecador toda llena de confusión y de humillación, y como me veía toda cubierta por mis culpas, dando una mirada descubrí que la culpa que más había ofendido a Nuestro Señor era la soberbia y por eso dije:

“Señor, me acuso ante tu presencia de que he pecado de soberbia”.

Y Él:

“Acércate a mi corazón y pon tu oído, y oirás el desgarro cruel que has hecho a mi corazón con este pecado”.

Toda temblando puse mi oído sobre su corazón adorable, ¿pero quién puede decir lo que oí y comprendí en aquel instante? Pero después de tanto tiempo diré sólo alguna cosa confusamente.

Recuerdo que su corazón latía tan fuerte que parecía que quería romperle el pecho, luego me parecía que se despedazaba y por el dolor quedaba casi destruido. ¡Ah, si hubiera podido habría llegado a destruir al Ser Divino con la soberbia!

Pongo una semejanza para hacerme entender, de otra manera no tengo palabras para expresarme: Imaginad un rey y a sus pies un gusano, que elevándose e inflándose se comienza a creer alguna cosa y que llega a tal atrevimiento, que elevándose poco a poco, llega a la cabeza del rey y le quiere quitar la corona para ponérsela sobre su cabeza, luego lo despoja de sus vestiduras reales, lo arroja del trono y finalmente trata de matarlo. Pero lo peor de este gusano es que él mismo no conoce su propio ser, se engaña a sí mismo, pues para deshacerse de él sólo se necesita que el rey lo ponga bajo los pies y lo aplaste, y así terminarían sus días. Esto causa enojo y compasión, y al mismo tiempo ridiculiza el orgullo de este gusano, si esto se pudiera dar.


Así me veía yo ante Dios, cosa que me llenó de tal confusión y dolor que me sentí renovar en mi corazón el desgarro que sufría el bendito Jesús.

Después de esto me dejó, y yo sentía tal pena y comprendía que tan feo es este pecado de soberbia, que es imposible describirlo.


Cuando hube meditado muy bien todo esto en mí misma, mi buen Jesús regresó y me dijo que continuara la confesión de mis culpas, y yo temblando toda

seguí acusándome de los pensamientos, palabras, obras, causas y omisiones, y cuando veía que yo no podía seguir haciendo la confesión por la pena que sentía de haberlo ofendido tanto, porque


tenía una claridad tan viva delante a aquel Sol divino, especialmente porque en Él descubría la pequeñez, la nulidad de mi ser y quedaba asombrada de como había tenido yo tanta osadía, de donde había tomado yo ese valor de ofender a un Dios tan bueno que en el acto mismo en que lo ofendía, Él me asistía, me conservaba, me alimentaba, y si tenía algún rencor conmigo, era hacia el pecado que yo hacía, y que odiaba sumamente, en cambio a mí me amaba inmensamente, me excusaba ante la Divina Justicia, y se ocupaba todo para quitar aquel muro de división que había producido el pecado entre el alma y Dios.


¡Oh, si todos pudiesen ver quién es Dios, y quién es el alma en el momento en que se peca, todos morirían de dolor y creo que el pecado sería exiliado de la tierra!


Entonces, cuando Jesús bendito veía que por la pena no podía más, se retiraba y me dejaba para que comprendiera muy bien el mal que había hecho, y después regresaba de nuevo y yo continuaba acusando mis culpas.


¿Pero quién puede decir todo lo que comprendí, y explicar una por una las diversas afrentas y los dolores especiales que con mis culpas había ocasionado a Nuestro Señor? Me siento casi imposibilitada para explicarme y también porque no lo recuerdo muy bien.


Cuando terminé mi acusación, que duró cerca de siete horas, el amable Jesús tomó el aspecto de padre amorosísimo, y como yo me encontraba agotada de fuerzas por el dolor, y mucho más porque veía que no era un dolor suficiente para dolerme como convenía a mis culpas, Él para animarme me dijo:


“Quiero suplir Yo por ti, y aplico a tu alma el mérito del dolor que tuve en el huerto del Getsemaní. Sólo esto puede satisfacer a la Divina Justicia”.


Después de que aplicó a mi alma su dolor, entonces me pareció estar dispuesta para recibir la absolución.


Toda humillada y confundida como estaba, y postrada a los pies del buen padre Jesús,

con los rayos que enviaba a mi mente trataba de excitarme mayormente al dolor diciendo, si bien no recuerdo todo:


“Grande, sumo ha sido el mal que he hecho hacia Ti. Estas potencias mías y estos sentidos del cuerpo debían haber sido tantas lenguas para alabarte, ah, en cambio han sido como tantas víboras venenosas que te mordían y buscaban aun el matarte. Pero, Padre Santo, perdóname, no quieras arrojarme de Ti por el gran mal que te he hecho pecando”.


Y Jesús: “Y tú, ¿prometes no pecar más y alejar de tu corazón cualquier sombra de mal que pudiera ofender a tu Creador?”

Y yo: “Ah sí, con todo el corazón te lo prometo. Más bien quiero mil veces morir que volver a pecar, nunca más, nunca más”.

Y Jesús: “Y Yo te perdono y aplico a tu alma los méritos de mi Pasión y quiero lavarla en mi sangre”.

Y mientras esto decía, levantó su bendita mano derecha y pronunció las palabras de la absolución, exactas a las palabras que dice el sacerdote cuando da la absolución, y en el acto en que esto hacía, de su mano corría un río de sangre, y mi alma quedaba toda inundada por ella.


Después de esto me dijo:

“Ven, oh hija, ven a hacer penitencia por tus pecados besándome mis llagas”.


Toda temblando me levanté y le besé sus sacratísimas llagas y después me dijo:


“Hija mía, sé más atenta y vigilante, porque hoy te doy la gracia de no caer más en el pecado venial voluntario”.


Después me hizo otras exhortaciones que no recuerdo bien y desapareció. ¿Quién puede decir los efectos de esta confesión hecha a Nuestro Señor? Me sentía toda empapada en la gracia, y me quedó tan grabada que no puedo olvidarla, y cada vez que me acuerdo, siento correr un escalofrío en los huesos, y a la vez siento horror al pensar cuál es mi correspondencia a tantas gracias que el Señor me ha hecho.


Otras veces el Señor se ha dignado darme Él mismo la absolución, a veces tomando el aspecto de sacerdote, y yo me confesaba como si fuese sacerdote, si bien sentía diversos efectos, y después de terminada se hacía conocer que era Jesús; y a veces abiertamente venía haciéndose conocer que era Jesús; también algunas veces tomaba el aspecto del confesor, tanto que yo creía que hablaba con el confesor y le decía todos mis temores, mis dudas; pero por el modo de responderme, por la suavidad de la voz, entrelazada ahora como la voz del confesor y ahora como la de Jesús, por su trato amable y por los efectos internos, descubría yo quién era. ¡Ah, si yo quisiera decir todo acerca de estas cosas me extendería demasiado! Por eso termino y pongo punto."

Fiat Divina Voluntad