La responsabilidad en el pensamiento español

La literatura sobre ética de la responsabilidad a partir de los años 60 del siglo XX hay que estudiarlos aparte, de modo que ahora se expondrán los inicios del XX en España, a partir de un trío de pensadores sucesivos: Unamuno, Ortega y Gasset y Zubiri1. Ortega decía que una generación de pensadores ocupa 30 años. Hay en ella dos fases: los primeros 15 años -los pensadores tienen entre 30 y 45 años- que llama

fase de gestación; y una segunda fase de otros 15 años -de los 45 a los 60- de maduración en la que se amalgaman correctamente las producciones de la etapa de gestación.

Don Miguel de Unamuno

Unamuno representa en el pensamiento español el mismo papel que vimos representar a Nietzsche en el pensamiento alemán o a Kierkegaard en el pensamiento danés. En Unamuno hay una clara rebelión contra el racionalismo ético, y eso le aleja de Kant y de las éticas de la pura convicción, como las llamaba Max Weber.

Unamuno entiende el vivir como puro riesgo, no como algo apodíctico que surge de la razón. La vida tiene para Unamuno mucho de heroico, el ser humano debe vivir en continua congoja y heroicidad, pues no hay normas sin excepciones; esto es lo que da lugar al sentimiento de angustia (Heidegger), náusea (Sartre) o sentimiento de congoja (Unamuno). La moral de Unamuno es una moral de la congoja, en la que el mundo aparencial no es tan solo otro orden de cosas, sino un orden contrario al ideal heroico del caballero2. La ley que concierta las apariencias en su curso objetivo del tiempo y del espacio constituye un cerco inexorable a nuestra libertad, la limita y la constriñe, y aunque le da un pie forzado a las hazañas del héroe, la realidad se nos opone eternamente a nuestros ideales de caballero.

Lo trágico de la existencia es que el héroe ha de realizarse en el quicio de ambos mundos, en la tensión de ambos órdenes. La angustia es así el modo en que la existencia se experimenta como tensión descoyuntada en una tarea infinita. Por el sufrimiento se produce el tránsito angosto del mundo de la apariencia al del ideal caballeresco. El hombre siente su libertad en la insuficiencia que le produce el mundo

fáctico, y en la necesidad de abrirse a un nuevo horizonte. La congoja del espíritu es la puerta de la verdad substancial. Sufre para que creas, y creyendo, vivas.

Para Unamuno el hombre auténtico no es el hombre prudente sino el hombre heroico, la responsabilidad verdadera es la agónica, el arquetipo de la moral de la prudencia sería Sancho Panza, pero la verdadera moral está representada por Don Quijote, con su ética de caballero. No hay más lógica que la moral, por eso Unamuno interpreta de un modo muy curioso los capítulos finales del Quijote en el que el

protagonista recobra la cordura: no es que acabe volviéndose prudente, es que cuando desaparecen las hazañas vemos su fondo que sería la base, la bondad que habría permitido de cimiento a la locura de Alonso Quijano y a su muerte ejemplar. Así es la moral trágica, agónica, unamuniana.

En Unamuno hay una ontología dialéctica que enfrenta pares de conceptos: razón y corazón. Una tensión por los siglos de los siglos: mi razón me dice que tengo que morir, mi corazón me dice que quiere ser eterno.

Ortega y Gasset.

En 1914 publica Ortega ‘Meditaciones del Quijote’, en el que presenta los mismos

temas que Unamuno, pero de manera bien distinta: frente al sentimiento trágico de la

vida de Unamuno, propone una actitud más elegante, como propone en el prólogo

de las Meditaciones de El Quijote:

“Lector, las llamo meditaciones ya que se trata de ensayos de amor intelectual. Unamuno hace chanza del amor intelectual de Spinoza, cuando escribió: <<nada más triste, nada más desolador, nada más antivital que esa actitud spinoziana que consiste en el amor intelectual de Dios>>. Estos ensayos son para el autor modos diversos de ejercitar una misma actividad, de dar curso a un afecto, no pretendo que esta actividad sea reconocida como la más importante del mundo, pero es la única de que soy capaz. Resucitando el lindo nombre que le pusiera Spinoza, lo llamará amor intelectualis: mirar a la realidad con amor”.

Para Ortega el odio es el compañero de viaje de la vida, por lo que su propuesta paralos jóvenes es la aspiración de que el amor vuelva a regir en el universo. El amor se necesita para comprender; y la gran consigna del filósofo y de todo ser humano debe ser el comprender. Para intentar esto no hay otro modo que sentirse agitado por el afán de comprender, afán que contagie a los demás. Las cosas no nos interesan

porque no hallan en nosotros superficies en las que refractarse, es necesario mirar hacia ellas con amor de comprensión.

Ortega desconfía del amor de un hombre a su bandera o a su amigo cuando lo ve esforzarse en comprender al enemigo o a la bandera hostil. Critica la posición tan española de acatar normas morales ciegamente, como armas arrojadizas, plenas de rencor. Los rencorosos se dejan penetrar rápidamente de un dogma moral, y alcoholizados de cierta dosis de heroísmo llegan a pensar que el enemigo no tiene una tilde de razón. La verdadera tolerancia es lucha contra un enemigo al que primero hay que entender. Es conveniente mantenerse en guardia contra la rigidez; es falso, e inmoral, fijar en la rigidez los rasgos de la bondad. Pareciera que Ortega está pensando en Unamuno y su afán de moral heroica. Con Unamuno ya muerto, se atreve a nombrarlo:

"…no creo en el sentimiento trágico de la vida como fundamento último del ser humano; esa idea del sentimiento trágico es una imaginación romántica, y como tal arbitraria y de un tosco melodramatismo. El romanticismo envenenó el cristianismo de un hombre, histrión de raíz, que había en Copenhague; y de él pasó la cantinela a Unamuno y a Heidegger”.

A continuación, Ortega habla de la importancia de la elegancia. El acto de elegir se decía elegancia entre los romanos. El elegante es el que elige, y elige bien. Conviene retrotraer esa palabra a su sentido originario. No siendo la ética otra cosa que elegir bien nuestras acciones, se comprende que ética y elegancia son sinónimas.

En el latín más antiguo, el acto de elegir se decía elegancia como de instar se dice instancia. La forma más latina antigua no fue elijo sino elego, que dejó el participio presente elegans. Entiéndase el vocablo en todo su activo vigor verbal: el elegante es el eligente, una de cuyas especies se nos manifiesta en el inteligente. Conviene retrotraer aquella palabra a su sentido prócer que es el originario. Entonces tendremos que no siendo la famosa ética sino el arte de elegir bien nuestras acciones eso, precisamente eso, es la Elegancia. Ética y Elegancia son sinónimas.

La cosa es endemoniadamente paradójica, sin remedio. Porque elegir es ejercitar la libertad y resulta que eso —ser libres— tenemos que serlo a la fuerza. Es la única cosa para la cual el hombre no tiene últimamente libertad: para no ser libre. La libertad es la más onerosa carga que sobre sí lleva la humana criatura, pues al tener que decidir, cada cual por sí, lo que en cada instante va a hacer, quiere decirse que

está condenado a sostener a pulso su entera existencia, sin poderla descargar sobre nadie. Si volvemos del revés la figura de la libertad nos encontramos con que es responsabilidad.

Ortega diferencia tres dimensiones. La primera de ellas es la dimensión óntica, lo que es. La segunda es la dimensión ética, o de lo que debe de ser. Y, finalmente, la dimensión de lo que tiene que ser. El tener que ser es el desarrollo de la propia vocación, que siempre en parte está frustrada. Esa vocación es el elemento más profundo de toda nuestra biografía. El nivel más profundo es el del tener que ser: realizar esa vocación que uno lleva dentro de sí mismo.

Zubiri

Cuando el yo toma la iniciativa, las partidas más importantes ya están jugadas. Nosotros estamos ya puestos aquí. Esto es el ser en Heidegger, lo abarcante en Jaspers, el otro en Lévinas, el don en Ricoeur, la vida en Ortega. En Zubiri será la realidad. Siempre se nos impone algo antes de que nosotros vayamos a la realidad. Para Zubiri la experiencia básica es la de la realidad. La llama aprehensión primordial de la realidad; cuyo acto más primario es el darse cuenta. Cuando describe ese acto primario, ve varias características: las cosas se me presentan como distintas de mí mismo (alteridad), pero hay un momento de fuerza de imposición: las cosas nos pueden, se nos imponen; la realidad tiene el poder de lo real. Por eso la verdad de lo real no es verdad mía, sino que es verdad de lo real.

Esto significa que nosotros no podemos ser sino desde la realidad, que es nuestro horizonte posibilitante y nuestro horizonte impelente. Es como si nos empujaran desde atrás, salimos a escena no por iniciativa propia, sino empujados por detrás. Estamos ligados a la realidad, pero por detrás (religación lo llama Zubiri). Asimismo, el hombre está lanzado hacia adelante (vis a fronte). Estamos ligados a hacernos con las cosas proyectando las cosas, el ser humano es proyectivo, arrojados hacia adelante. Pero si proyectamos necesariamente acciones hacia adelante, estaremos responsabilizados de dichas acciones. En eso nos diferenciamos del animal, el animal vive en el presente, no es capaz de proyectar; no puede prever y por tanto no es responsable. El animal es responsivo (responde) pero no es responsable.

Los animales son entes biológicos que tienen que estar ajustados evolutivamente al medio, el ser humano no tiene grandes adaptaciones corporales al medio, pero a cambio tiene inteligencia, que funciona por una vía diferente. Con la inteligencia el ser humano modifica el medio en beneficio propio, modificamos el medio mediante la técnica, y hacemos lo contrario de lo que hacía la evolución, en la que el medio

modificaba los animales. Los animales viven en justeza natural, el ser humano vive en justicia moral, tiene que hacer su propio ajustamiento al medio, tiene que justificarse en todos sus actos, pero eso no es meramente responsivo, sino responsable, tiene que hacerse cargo de la realidad. Y además, necesariamente, estructuralmente.

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(1) El filósofo vasco, y Rector en Salamanca, es el máximo exponente de la generación del 98, la que

cierra el panorama filosófico del XIX. El madrileño pertenece a la llamada Escuela de Madrid, de la

que es fundador. El pensador guipuzcoano nace en 1898, es la generación del 27 en lo literario, y del

31 en la filosófico. A estos grandes maestros seguirá la generación del 45 o de la postguerra, con Laín

Entralgo, Aranguren, Marías, etc.; la generación de los 60, etc.

(2) ‘Del Sentimiento trágico de la vida’, 1912.