FILOSOFÍA DE LA FINITUD

Nacemos y morimos en la provisionalidad, en la insuficiencia y en la insatisfacción. Por esta razón defiendo aquí una tesis mayor; a saber, que la finitud representa una condición de la naturaleza humana e inhumana porque siempre que aparece lo humano surge al mismo tiempo ineludiblemente lo inhumano. En otras palabras, lo inhumano no es la ausencia de lo humano sino su presencia, porque si hay humanidad hay ambigüedad y, por lo mismo, posibilidad de inhumanidad.

Ahora bien, aunque la finitud sea estructural, todo lo que pertenece a la naturaleza de los hijos del tiempo tiene que concretarse en una his- toria, en un trayecto histórico. Lo diré de otro modo. En cada tiempo y en cada espacio, cada uno vive su finitud de formas y de maneras diferentes, la expresa en lenguajes distintos, encuentra o descubre su falta de sentido. Por eso los hijos del tiempo pueden vivir su finitud con alegría o con dolor, o de las dos maneras al mismo tiempo, pero siempre de forma inquietante.

Y somos seres inadaptados, imprevisibles y, por tanto, siempre provisionales. Por esta razón, porque la provisionalidad nos obliga a una incesante relectura y recontextualización de nuestras opciones, respues- tas y decisiones, cada uno es un incansable aprendiz, un ser en constante proceso de formación, de transformación y de deformación. 

Por ser finitos, no poseemos unas claves hermenéuticas «objetivas» para encontrar un sentido defi- nitivo a nuestra vida. Pero no obstante, y a pesar de ello, estamos obligados al mismo tiempo a buscarlas. Pronto descubrimos que siempre somos de alguna manera, y que nunca podemos ser de todas las maneras posibles, que tenemos que escoger y que escoger significa renunciar. 

Que los seres humanos somos finitos quiere decir, en definitiva, que existen ámbitos ineludibles que nos atan a un espacio y a un tiempo. Los humanos no podemos vivir si no es en un mundo —y no en el mun- do— que no hemos escogido, en un mundo gramatical, interpretado, normativo y simbólico, pero también sabemos que este mundo podría existir sin nosotros. Que los seres humanos somos finitos quiere decir que somos contingentes y que hay en nuestra vida algo indisponible.

No puede haber una definición sustancial del ser humano, porque no hay nada que pueda trascender su condición espacio-temporal, y, si hubiera algo que lo pudiera hacer, sólo podría- mos expresarlo con un lenguaje concreto, fruto de un tiempo y de un espacio.

El planteamiento que estoy haciendo desde el principio me conduce ineludiblemente a una nueva cuestión que ahora me limitaré a insinuar pero que creo que es fundamental en una filosofía de la finitud. Me refiero a la contingencia. Somos contingentes porque vivimos siempre en una o en diversas tradiciones en las que se ha inscrito nuestra vida, unas tradiciones que no hemos escogido. Pero es preciso también tener muy presente que el ser humano no sólo no está obligado a repetir la tradición, sino que la puede quebrantar, que la tiene que transgredir si quiere ser humano. El hombre no sólo hace, o fabrica, o es hecho, o es fabricado, sino que actúa, y actuar, como dice Arendt, significa tomar una iniciativa, comenzar.

Decir que el ser humano es finito significa sostener que su vida es una tensión entre el nacimiento y la muerte, entre la contingencia y la novedad.

1. La brevedad de la vida

La cultura, a través de sus «artefactos simbó- licos», a través de su gramática, ha intentado que los seres humanos pudiéramos reducir (o compensar) esta angustia. Tales artefactos son fundamentalmente de dos tipos: los mitos y los ritos o, lo que es lo mismo, las narraciones simbólicas y las acciones simbólicas. Las narraciones muestran que ni el presente ni el futuro pueden darse al margen del pasado. Hay pasado en el presente.

Los rituales —y no me refiero, evidentemente, sólo a los rituales religiosos sino a todo el fondo ritual de la vida cotidiana— son una mise en escène, una escenificación, una teatralización o dramatización del tiempo humano. Los rituales se convierten en una «espacialización del tiempo» y por eso llegan a ser imprescindibles, porque es este fondo ritual el que nos sitúa y nos ofrece la mínima seguridad para orientarnos significativamente en determinados momentos (sobre todo en los momentos clave) de nues- tra existencia. Los rituales, en la medida en que son acciones presentes, rememoran el pasado y anticipan el futuro, establecen vínculos entre el pasado y el futuro en el presente. El ser humano no puede vivir sin esos rituales porque necesita conectar las tres dimensiones temporales. De no ser así, si no existieran estos vínculos, esas conexiones, la vida no podría tener sentido.

El recién nacido tiene que ser acogido, recibido por una familia que hará la función de introducirlo en un mundo, el suyo y el de los otros. Una filosofía de la finitud no compar- te la concepción gnóstica que entiende el nacimiento como una caída, como un «ser-arrojado» a un mundo inhóspito que produce temor. Nacer es sobre todo ser acogido. Sin esta hospitalidad que proporciona el ámbito familiar no hay posibilidad de vida, ni humana ni inhumana, porque los seres humanos somos vulnerables, frágiles.

Una filosofía de la finitud es una filosofía del tiempo, y ésta es una filosofía de la memoria. Como tendremos ocasión de ver a lo largo de este ensayo, la memoria es una de las víctimas de la sociedad actual. Ciertamente. En la modernidad se produce una aceleración del tiempo, aumenta la velocidad de la innovación hasta extremos insospe- chados, se incrementa también la velocidad a la que las cosas pasan de moda, y esto produce un profundo malestar. La aceleración del tiempo es una de las causas fundamentales del malestar en la cultura. De lo que se trataría es de mantener la tensión entre la rapidez del mundo moderno y la lentitud propia de la vida humana. Porque cuando el futuro se libera del pasado, o cuando el pasado se libera del futuro, aparece la crisis.

Una antropología del tiempo (y, por tanto, de la memoria) nos dice que no hay pasado sin futuro y que no hay futuro sin pasado. Una antropología del tiempo es una antropología de la tensión entre la tradición y la innovación, entre la conservación y el cambio, es una antropología que cree que la vida sólo se puede vivir humanamente si descubre futuro en el pasado y pasado en el futuro, por eso la vida es memoria, porque ésta no es el simple recuerdo del pasado, sino aquel recuerdo del pasado que se utiliza para intervenir de un modo crítico sobre el presente y desear un futuro. La memoria es tiempo.

Una filosofía de la finitud nos dice que, precisamente porque en todo futuro hay pasado, un futuro que olvi- da su pasado se halla cercano al peligro totalitario. Una filosofía de la finitud advierte que al final siempre se encuentra la muerte, pero que los seres humanos no hemos venido al mundo para morir sino para comenzar algo nuevo, algo diferente. Una filosofía de la finitud, como veremos a lo largo de este ensayo, es una filosofía de la memoria, pero también del deseo que anhela un futuro en el que el verdugo no triunfe definitivamente sobre la víctima inocente, en el que ni el mal ni la muerte tengan la última palabra.

2. Vivimos en un mundo interpretado.


Es por la palabra que los seres humanos nos instalamos en el mundo, un mundo que siempre es nuestro mundo. Pero la situación no es definitiva. Ya hemos dicho que el situarse del hombre en el mundo resulta en todo momento provisional, hasta el punto de que es necesaria en cada instante una recontextualización en función de los diferentes momentos de la vida. A este «instalarse en el mundo por la palabra» lo llamamos interpretación. Así pues, la interpretación no es sino una acción antropológica fundamental.1 Sin ella no sería posible ubicarse en el mundo y éste no podría convertirse en un «mundo-con-sentido».

En la interpretación comenzamos a descubrir una primera expresión de la presencia inquietante de la finitud. Si inevitablemente interpretamos el mundo es porque nunca somos absolutos, porque en el ser humano nada hay acabado, porque no vivimos en un final de trayecto, sino en un trayecto, porque somos finitos.

El ser humano es finito porque vive en un mundo, en una interpretación, pero desde esta interpre- tación puede imaginar otros mundos, diferentes, imposibles, impro- gramables, imaginar mundos inimaginables, y cambiar, transformar su mundo, variar sus puntos de vista, sus interpretaciones. A diferencia de muchos animales que se sienten seguros en su mundo, nosotros pasamos por delante de todo como un aire que cambia. La verdadera vida es fundamentalmente hermenéutica porque lo propio del ser humano es no tener nada propio, su definición es precisamente la falta de definición. El hombre tiene la necesidad de inventarse, de construirse, de llegar a ser. Interpretar, por tanto, consiste en escapar de todo determinismo, de toda frase o fase definitivas. Interpretar es interpretarse, narrarse, inventarse.

En ocasiones, el pasado no se puede cambiar, sí que es posible transformar la relación que establecemos con él, es decir, nuestra interpretación del pasado. Es verdad que nunca podemos liberarnos de nuestra procedencia y, quizá, tampoco sea lícito, pero podemos variar nuestra relación con ella. 

Es cierto que para defendernos de la caducidad del tiempo los seres humanos tenemos que retener y conservar. Pero hay que aña- dir que es necesario defenderse del peso excesivo del pasado mediante la interpretación y la transformación, a través del pensamiento y de la acción, pensando y actuando de otro modo...

El ser humano como un ser de relaciones

En este tejido de interpretaciones —muy a menudo contradictorio— en el que vivimos aparece una figura que muestra una nueva forma de la presencia inquietante de la finitud: el otro. Por eso el tejido de interpretaciones es también un tejido de relaciones. Si somos interpretativos y relacionales somos también seres-en- educación.

A priori, el otro no es ni una amenaza ni un amigo, sino que en cada momento, en cada instante, puede llegar a ser amigo o enemigo. Por eso, puesto que la relacionalidad humana es imposible de eludir, la inseguridad que sentimos ante los otros también lo es. «Nada teme el hombre más que ser tocado por lo desconocido», escribe Elias Canetti al inicio de Masa y poder.

Es cierto que para muchas personas esta inseguridad llega a ser insoportable. Hay entonces una renuncia a la interpretación y a la rela- cionalidad, en definitiva, al riesgo que supone toda existencia. Surgen, de este modo, fundamentalismos y sectarismos. Los unos y los otros intentan buscar y creen haber encontrado una verdad absoluta, un prin- cipio metafísico, un punto de referencia inmóvil, más allá de la finitud, desde donde poder guiarse y orientarse en el acontecer de la existencia. Nos situamos en este caso ante la absolutización del ser humano.

Si la relación que se establece con el otro es una relación de responsabi- lidad, de compasión, de cuidado, en la que es el otro el que llega a ser prioritario, diremos que existe una relación ética. Así pues, advierto desde ahora que designaré con el nombre de ética —que no debe confundirse con la moral— a una relación de alteridad, una relación de donación, de respuesta, de responsabilidad y de compasión hacia el otro, hacia la vida y la muerte del otro.8

Educación versus adoctrinamiento

Lo que distingue la educación del adoc- trinamiento es precisamente que la primera posee ineludiblemente un componente ético. 

El educador es, en primer lugar, el que transmite la palabra dicha, la palabra del pasado, de la tradición, a un recién llegado, pero no para que éste la repita, sino para que la renueve, la vuelva a decir de otro modo, la convierta en «palabra viva». Pero, en segundo lugar, el educador también es aquel que recoge la palabra del otro, la nueva palabra, la del recién llegado. El educador escucha la palabra del otro y él mismo, desde ella, se transforma y se renueva. Un educador que no se forme en la formación no forma, sólo informa.

Como todo lo que afecta a los seres humanos, también la educación puede pervertirse. A la perversión de la educación la llamo adoctrinamiento. ¿Cuándo sucede esto? En el instante en el que el educador es inca- paz de transmitir la inquietante presencia de la finitud. Hacerlo signi- fica dar testimonio de la provisionalidad, la ambigüedad, la fragilidad, la contingencia, la vulnerabilidad propias de la condición humana e inhumana. Sin esta inquietante presencia de la finitud la educación llega a ser fácilmente un arma al servicio del poder totalitario. El poder tiene miedo de la finitud. Una filosofía de la finitud, por tanto, es una crítica radical del poder.

La modernidad como crisis de sentido

el sentido viene dado, sin duda, tanto por la interpretación del mundo que nos rodea como por las relaciones que establecemos con los otros. Incluso podría decirse que la interpretación que uno realiza del mundo es deudora de las relaciones que establece con los demás. Lo que diría una filosofía de la finitud es que hay que aprender a vivir en un mundo en el que el sentido no está nunca definitivamente dado, y donde las instituciones encargadas tradicionalmente de las transmisiones del sentido (o de los sentidos) están en crisis. Y esto no es fácil.La mayor parte de la gente se siente insegura y perdida en un universo confuso, lleno de posibilidades de interpretación, algunas de ellas vinculadas a modos de vida alternativos. Es la inseguridad producida por el pluralismo. Este déficit de sentido es suplido por criterios completamente económicos en la sociedad técnica moderna.

La modernidad es un proceso que poco a poco instaura, como mínimo, tres principios fundamentales. 

1. En primer lugar, niega la posi- bilidad de establecer relaciones no económicas o, lo que es lo mismo, gratuitas.

2. nos hallamos en el fin de la interpretación y, por tanto, de la provisio- nalidad de los saberes, de los valores, de las ideas y de las creencias. Junto con la aparición de fundamentalismos y sectarismos, el mismo sistema tecnológico resulta ser un sustitutivo de la fe.

3. se instaura un monolingüismo, producto de la crisis de la palabra humana, en cuanto palabra plural. El sistema tecnológico quiere reducir la complejidad y la contingencia de la vida cotidiana, intenta controlar el azar y la novedad de los discursos y de los acontecimientos.

qué salida nos queda? Hay que mantener viva la presencia inquietante de la finitud. Esto significa desconfiar de todos los discursos que se presentan como infinitos, como objetivos, como «finales de trayecto», desconfiar de los discursos que pretenden haber descubierto «el Sentido», en mayúscu- las, «el Sentido» intemporal, esencial, porque resultan, a corto o largo plazo, legitimaciones de prácticas totalitarias. Dicho en términos filosó- ficos, significa desconfiar de toda metafísica, de todo lo que se presente como Voz de «la Verdad», «el Bien», «el Ser», «la Totalidad».

Toda práctica totalitaria niega el «sentido humano», porque impide la novedad, el cambio, la ambigüedad, la fragilidad, la vulnerabilidad. El discurso totalitario que se cree portador del Sentido clausura el deseo, y al hacerlo impide la relación con el otro, con el que es diferente, con el que es incontrolable, con el que es inalcanzable.  Así, podría decirse, con Emmanuel Levinas, que «el sentido es el rostro del otro y todo recurso a la palabra se coloca ya en el interior del cara-a-cara original del lenguaje». La solución no es teológica ni económica, la solución es ética.

3. La experiencia

Desde el punto de vista de una filosofía de la finitud, la experiencia que uno tiene del mundo, de los otros y de sí mismo siempre resulta ineludible e irrevocablemente una experiencia de la contingencia, es decir, una experiencia de la indisponibilidad, de la fragilidad y de la vulnerabilidad.

La nostalgia del Absoluto

La experiencia de la contingencia muestra que vivimos en un universo en el que no hay puntos de referencia fijos e inmutables. Según Blumenberg, el universo no tiene ni fundamento ni propósito. En toda vida hay una especie de absolutismo de la realidad. Éste es uno de los conceptos capitales de la obra del filósofo alemán. Blu- menberg define el absolutismo de la realidad de la siguiente manera: el ser humano no tiene en sus manos las condiciones de su existencia, o todavía más, desgraciadamente cree que no las tiene

La historia del pensamiento occidental es la historia de los múltiples esfuerzos del hombre por defenderse del absolutismo de la realidad. De lo que se trata siempre e ineludiblemente no es de dominar el universo, sino de distanciarse de él. Así pues, la experiencia humana del cosmos no es una experiencia de admiración sino de miedo, de angustia, de desconfianza. El universo aparece como algo desordenado y anónimo. Esto despierta un temor insoportable. Entonces, el hombre intenta configurar su indeterminado campo de experiencia y buscar un horizonte de sentido. El mito es, para Blumenberg, la elaboración transformadora del horror ante lo desconocido y lo prepotente. El ser humano no puede vivir sin mitos, y la muerte del mito significa ella misma un mito. Sin él el ser humano no soportaría la experiencia de la contingencia porque no tendría ámbitos de protección. No podemos vivir sin mitos porque el mito es un relato, una historia protectora. Vivir sin mitos sería lo mismo que vivir sin historias, y eso es imposible: narrare necesse est. Toda desmitologización es un proceso compensatorio: cuanto más procuramos deshacernos de los mitos, más mitos aparecen. En esta cadena jerarquizada, el primer término, el término «superior», pertenece a la presencia y al logos, mientras que el segundo denota invariablemente una caída, una pérdida de presencia y de racionalidad. Esto mismo es lo que ha sucedido con la experiencia.

Hacia una razón impura

En la tradición filosófica la experiencia ha sido concebida como un modo de conocimiento inferior, quizá necesario como punto de partida, pero inferior. Por eso el saber filosófico (en el sentido de metafísico) parece que sólo ha valorado la experiencia como inicio del verdadero conocimiento o, en ocasiones, la ha convertido en experimento.

La distinción que Platón establece entre el mundo sensible y el mundo inteligible equivale (al menos en parte) a la distinción entre experiencia y razón.La experiencia es, para él, un conocimiento del mundo que cambia y, por tanto, está más cerca de la opinión que del verdadero saber. Hay, pues, en Platón, un desprestigio de la experiencia. para su discípulo Aristóteles la empeiría es inferior al arte (techné) y a la razón o la ciencia, porque, según Aristóteles, es aprehensión de lo singular, y sin esto no puede haber ciencia, pero la ciencia sólo puede ser ciencia de lo universal. Aristóteles dice claramente que la empeiría parece, en cierto modo, semejante a la techné y a la episteme, que a éstas últimas se llega a través de la primera, que en la vida práctica la experiencia no es inferior a la techné, y que esto es así porque aquélla es el conocimiento de las cosas singulares y la techné lo es de las universales. Por tanto, admite que la experiencia es muy importante en algunas profesiones, y pone el ejemplo de la medicina. Pero, sin embargo, añade que el saber está más próximo a la techné que a la experiencia, y que es más sabio el que conoce la techné que el que posee un conocimiento «experiencial». En definitiva, como señala Gadamer, «lo que le interesa a Aristóteles en la experiencia es únicamente su aportación a la formación de los conceptos»

Descartes consideraba que la verdadera comprensión filosófica nunca era el resultado de acumular experiencia sobre determinados individuos o casos específicos. Tanto para él como para la filosofía poscartesiana las cuestiones temporales no tienen ninguna importancia en filosofía. En la filosofía poscartesiana, como es el caso de Leibniz, persistirá esta idea: la experiencia proporciona únicamente proposiciones contingentes, y las verdades eternas sólo pueden alcanzarse mediante la razón.

Finalmente, aunque en Kant la experiencia resulta decisiva en la razón teórica no sucede lo mismo con la razón práctica. En su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant dice claramente que el fundamento de la obligación moral no puede buscarse en la experiencia sino en la razón pura práctica, en el deber, en la buena voluntad, que es la voluntad de actuar no sólo según o en conformidad con el deber, sino por deber.

La razón pura práctica, y de ningún modo la experiencia, es la que según Kant prescribe la ley moral. El sujeto moral kantiano descubre la universalidad de la ley como un factum de esta razón pura práctica. Para él se trata, pues, de hacer abstracción de los datos sensibles, culturales y sociales, de la experiencia en defi nitiva, para así descubrir la obligación moral. Ésta se impone apodícticamente prescindiendo de las exigencias relativas a un tiempo y a un espacio concretos. 

Por mi parte, y lo diré claro y breve, voy a defender —en referencia a la ética y a la experiencia— una posición radicalmente antikantiana. Para una filosofía de la finitud no existe posibilidad de «pureza» de ninguna clase, ni en la razón teórica ni en la práctica. Siempre comenzamos desde un tiempo y desde un espacio que nosotros no hemos escogido. Todo, absolutamente todo está contaminado por nuestra experiencia; por la nuestra y por la de nuestros antepasados y nuestros contemporáneos, que configuran la gramática, la tradición simbólica, en la que hemos nacido. No hay texto sin contexto. No hay nada absoluto en la vida humana, que siempre estamos en camino, en trayecto.  La idea según la cual podríamos liberarnos de la tradición, de la cultura, de la lengua materna, de los prejuicios, es un (mal) sueño. Sería como suponer que hay ser humano más allá del tiempo y del espacio, y eso es imposible, pues no hay ninguna certeza atemporal.

Experiencia y aprendizaje

La experiencia no es ni lo que hacemos ni lo que nos hace, sino lo que nos deshace. La experiencia es una verdadera fuente de aprendizaje de la vida que no nos permite solucionar problemas sino encararlos. Nos da un saber singular que nadie puede vivir por nosotros, un modo de resituarnos ante un problema, pero jamás nos ofrece una solución (al menos una solución definitiva). Como dice Gadamer en Verdad y Método:  "el hombre experimentado es siempre no dogmático, porque ha vivido tantas experiencias y ha aprendido de tanta experiencia está particularmente capacitado para volver a vivir experiencias y aprender de ellas"

En toda experiencia vivimos el recuerdo del pasado. Pero en el recuerdo de la experiencia pasada se vive una nueva experiencia, una experiencia diferente, única. Y también en toda experiencia hay futuro, posibilidad de ser de otro modo, posibilidad de transformación, porque ninguna experiencia es defi nitiva, por eso esa posibilidad de ser no es una posibilidad de ser algo o alguien defi nitivamente.

Por eso toda experiencia es también una experiencia de decepción. Debería remarcarse esta idea: la decepción es una importante fuente de aprendizaje. Pero no hay que entender esta decepción sólo como algo doloroso, sino también precisamente en el sentido que adoptamos en este libro: la experiencia es siempre, de una manera o de otra, experiencia de la fi nitud. Esto no quiere decir ni más ni menos que lo que sigue: el ser humano no es Dios, no es omnipotente ni inmortal. Su vida es breve, contingente. Por eso toda experiencia es también una experiencia de decepción. Debería remarcarse esta idea: la decepción es una importante fuente de aprendizaje. Pero no hay que entender esta decepción sólo como algo doloroso, sino también precisamente en el sentido que adoptamos en este libro: la experiencia es siempre, de una manera o de otra, experiencia de la fi nitud. Esto no quiere decir ni más ni menos que lo que sigue: el ser humano no es Dios, no es omnipotente ni inmortal. Su vida es breve, contingente. La pregunta ahora es obvia: ¿cómo vivir la experiencia de la contingencia en un mundo desencantado?

Experiencia y narración

La experiencia rompe todo solipsismo, toda afi rmación absoluta, todo posicionamiento absoluto sobre uno mismo. Cuando alguien padece una experiencia —si de verdad es una experiencia y no un experimento— sufre una salida de sí mismo hacia el otro, o hacia sí mismo como otro, ante otro, frente a otro. Y en este salir de uno mismo hay una transformación. La experiencia nos transforma. A diferencia de la mera vivencia, que es un viaje interior, la experiencia supone hacer un trayecto hacia afuera, un trayecto en el que uno si se encuentra a sí mismo es respondiendo a otro, a las demandas del otro, a las solicitudes del otro, y no tiene más remedio que dar respuesta a ese desafío, a ese acontecimiento.  Esto no signifi ca en ningún caso que defi enda una ética arracional o irracional, sino que toda razón, incluso la razón práctica (y no sólo la razón teórica), para ser legítima tiene que ser impura, tiene que basarse en la experiencia.

Al vivirse, al padecerse y al transmitirse, la experiencia necesita del lenguaje. Pero ¿qué lenguaje? ¿Cuál es el lenguaje de la experiencia? La respuesta a esta pregunta la dio hace muchos años Walter Benjamin: el lenguaje de la experiencia es el lenguaje de la narración. Renunciar a la narración como fuente de conocimiento supone renunciar a la experiencia y, por tanto, al tiempo y al espacio, a la historia, a la finitud, en definitiva. Pero también supondría una renuncia a la singularidad, al ser humano de carne y hueso, que nace, vive, padece, goza y muere, sobre todo muere.

La experiencia necesita del lenguaje. Y dicho lenguaje es el de la narración, el lenguaje literario. Renunciar a la narración supone renunciar a la singularidad, al ser humano de carne y hueso, que nace, vive, padece, goza y muere, sobre todo muere. Debemos recordar que de lo singular no hay ciencia. Según W. Benjamin vivimos en una época pobre en experiencias, lo que conlleva una crisis de la narración, cuyo motivo de ser no es comunicar un hecho, sino narrar una experiencia. Una experiencia tiene que poder ser comunicable. Si no es así está muerta. Toda experiencia se dirige a otro, a un interlocutor.  Benjamin contrapone la aparición de la «información» con el declinar de la narración, del arte de narrar. Según él, la información vive de la novedad, de la proximidad y de la rápida verificabilidad. La narración en cambio nunca se agota del todo, y no se puede verificar.  El actual sistema tecnológico es un universo en el que la importancia de la información va ineludiblemente ligada al declinar de la narración.

Por una pedagogía de la experiencia

No somos nada más allá del espacio y el tiempo, por lo que no hay posibilidad humana extragramatical. Kant estaba equivocado: es imposible el ideal de «pureza», tanto en la razón teórica como en la práctica.  Desde el punto de vista narrativo no interesa la objetividad del relato sino la subjetividad del narrador. La ética está siempre ya contaminada por presupuestos histórico-culturales. No surge de la imparcialidad de un velo de ignorancia (Rawls) o de un diálogo trascendental (Habermas) Al contrario, una ética de la finitud nace de la experiencia histórica del mal, y lucha por evitar la presencia del horror. Toda empresa pedagógica tiene, desde esta perspectiva, la función de dotar al recién llegado de un aparato simbólico, de una gramática con la que pueda hacer frente tanto a lo disponible como a lo indisponible de su existencia. Pero al mismo tiempo, y recuperando la idea de Hannah Arendt, la educación tiene el reto de velar por la transformación del mundo, por la radical novedad que cada nacimiento lleva en sí mismo. Por eso la educación debe ser renovadora y conservadora a la vez, ha de mirar al pasado y al futuro desde el presente. Respetar el pasado y respetar el futuro.  La educación no puede menospreciar el pasado, pero tampoco puede quedarse fijada en él, como si éste determinase el presente y el futuro hasta el punto de que nada nuevo pudiera suceder.

No podría existir un ser humano sin memoria porque nadie puede vivir sin algún tipo de instalación en el espacio y en el tiempo. La memoria es un movimiento temporal, un movimiento hacia el pasado y hacia el futuro, hacia mi pasado y mi futuro, pero también hacia el pasado y el futuro del otro: la memoria es tiempo, y configura  identidad.  Sin la memoria jamás podríamos responder a la pregunta «¿quién soy?». La memoria es tiempo porque remite a una ausencia, a una falta: lo que se recuerda ya no es.

Pero aunque es verdad que sin recuerdo la vida humana es imposible, también lo es sin olvido.  No hay memoria humana sin selección, sin interpretación, sin transformación. Por eso, porque somos fi nitos, no hay memoria sin olvido.

La terapia del olvido


La  memoria no se puede identificar sin más con el acto de recordar. Recordar es recordar selectivamente. Además. hay momentos en la vida que es necesario olvidar. El olvido es una terapia necesaria para la vida. No podemos hacernos cargo de todo nuestro pasado, de toda nuestra historia. La memoria y el olvido guardan en cierta medida la misma relación que la vida y la muerte. El olvido no debe interpretarse como pérdida de memoria, sino como un elemento esencial de la memoria humana:  una tarea interpretativa, selectiva, transformadora, una especie de tarea de jardinería: hay que eliminar plantas para que puedan salir otras nuevas.


El trabajo de la memoria


La memoria queda, en la vida cotidiana,  anclada en el pasado. Sin embargo en una filosofía de la finitud la memoria no es una apología del pasado, sino una apología del tiempo. Es muy peligroso pensar en una memoria que sea sólo «rememoración», es decir, en una memoria que no haga referencia a toda la «secuencia temporal». Una memoria fi jada en el pasado es una perversión de la memoria.  En toda memoria, además de «rememoración», hay también «anticipación» y «crítica».  La vida no es más futuro que pasado, o más pasado que futuro, sino una tensión irresoluble, inevitable, entre el pasado y el futuro en el presente. Y la memoria, bien desde el punto de vista del recuerdo, bien desde el punto de vista del olvido, se expresa en esta tensión temporal.


La memoria es la facultad que permite a los seres humanos trascender la inmanencia de su presente y «viajar en el tiempo», hacia el pasado y hacia el futuro. Por eso, sin memoria no sería posible ni el deseo ni la esperanza. Para una fi losofía de la fi nitud, entonces, memoria y esperanza forman una pareja inseparable: sin  la esperanza la memoria está muerta, sin la memoria la esperanza está vacía. Visto así,  la memoria puede ser descrita como la negativa a pensar el presente, como la negativa a pensar los hechos como definitivos.  La memoria nos advierte de que jamás somos los mismos: nuestra identidad está inscrita en una secuencia temporal, siempre estamos en constante devenir, nuestra condición está cambiando incesantemente, ninguno de nosotros es el mismo ahora que cuando era pequeño, ni siquiera el mismo de ayer por la noche. Por la memoria descubrimos las posibilidades de la diferencia, de ser de otro modo, infinitamente, porque no hay nada definitivo en la vida humana, porque toda situación es una situación finita y provisional. Por eso existe un «trabajo de la memoria», un trabajo inacabable, un trabajo ético.  En el trabajo de la memoria, el recuerdo del pasado es la punta de lanza de la crítica del presente y de la esperanza. Una esperanza que siempre es, desde el punto de vista de una filosofía de la finitud, negativa.


Si pudiéramos habitar el paraíso dejaríamos de ser finitos, dejaríamos de ser humanos. Somos humanos porque deseamos lo infinito aunque no podemos habitarlo. No se puede impedir que un ser finito desee la infinitud, que un ser contingente se desviva por lo absoluto, que un ser temporal tenga anhelo de eternidad. Nada puede frenar este deseo.


Ahora bien, ¿qué hay que olvidar? No formulo esta pregunta desde una perspectiva psicológica, sino ética. ¿Qué nos está permitido olvidar?  Un imperativo de la memoria puede llevar a la venganza. ¿Por eso es por lo que quizá deberíamos hacer caso a Ricœur y aproximar la memoria al perdón? Pero si es así, entonces la memoria tiene que lidiar con lo imperdonable, que a menudo va de la mano de lo inolvidable —lo que no se puede olvidar, aunque se desee hacerlo—. Como diría Jacques Derrida, si se perdona en serio, si se perdona de verdad, sólo se puede perdonar lo imperdonable. Otra cosa es la reconciliación, pero el perdón, si es perdón, es incondicional. Ni más ni menos.


La crisis de la memoria en la modernidad


La memoria es un trayecto hermenéutico: por la memoria los seres humanos nos instalamos interpretativamente en nuestro tiempo, rememoramos el pasado y anticipamos el futuro. Pero el trabajo de la memoria está instalado en una gramática. Y la gramática moderna ha maltratado a la memoria. A partir de la modernidad, saber de memoria no es saber. Esta crisis va acompañada de una ausencia de silencio en la cultura actual, silencio y reposo necesario para leer, pensar. Desde el punto de vista de una filosofía de la fi nitud, aprender de memoria pasa hoy, ineludiblemente, por vivir lo leído, por corporalizar las palabras, las imágenes, los signos, pasa por recuperar los lenguajes olvidados, la palabra o las palabras, unas palabras situadas en el tiempo y en el espacio, en la contingencia, en la fragilidad y en la vulnerabilidad. . Los habitantes de la sociedad tecnológica ignoran la lectura silenciosa, paciente, lenta...


El mundo posmoderno quiere ser un mundo perfecto, sin errores, sin dolor, sin tristeza, sin llanto y sin muerte. No tolera la contingencia porque no tiene palabras para dominarla. Por eso peude decir Claudio Magris:


La historia cuenta los hechos, la sociología describe los procesos, la estadística proporciona los números, pero no es sino la literatura la que nos hace palpar todo ello allí donde toman cuerpo y sangre en la existencia de los hombres.


Sólo en un mundo donde la poesía, el relato, el símbolo sean posibles, donde las palabras múltiples puedan hablarse, decirse, escucharse en la plaza pública, sólo en un mundo poético, la ética será posible. Un mundo poético no es un mundo perfecto, no es un mundo ideal. Todo lo contrario. El mundo poético es un mundo de imperfección, de vulnerabilidad, de contingencia y de fi nitud. Sólo en un mundo así, inscrito en la ambigüedad del tiempo y del espacio, en la fragilidad del rememorar y del anticipar, en la memoria y en la esperanza, los seres humanos podremos vivir desde la fi nitud nuestro deseo de infi nitud y de trascendencia.



Para ser viva la experiencia tiene que poder ser transmitida y, para ello, necesita del testimonio (todo testimonio lo es de una ausencia). Dar testimonio supone siempre dar testimonio de otro, de un ausente, porque siempre hay otros en las experiencias, otros con los que compartimos experiencias. No hay testimonio en soledad. Aquí se transmite una experiencia indemostrable e incomprobable.  El que da testimonio enlaza la experiencia pasada y la presente, y la abre a un futuro para que el pasado no quede en el olvido, y para que quien la reciba pueda rehacerla y aprender de ella.


El educador se convierte en maestro en la medida en que queda implicado en la transmisión.  Sin testimonio la educación no podría ser transmisión de experiencia, sino únicamente ciencia, un traspaso de conocimientos. Por esta razón, el testimonio es uno de los elementos esenciales de toda educación.


La herencia del testimonio


El testimonio puede pervertirse. En ese caso, dar testimonio se convierte en dar ejemplo.  El que da ejemplo se pone a sí mismo como modelo, mientras que en el testimonio la importancia recae sobre la experiencia: el otro que la recoge es más importante que el yo; de ahí que dar testimonio sea una acción ética. Del que da testimonio recibimos una herencia, un legado de una experiencia pasada; y nos recuerda que tenemos una deuda con los otros. Somos deudores porque no podemos prescindir del tiempo ni del espacio, ni del presente, ni del futuro, ni del pasado. Y el tiempo es indisponible. Especialmente el tiempo pasado.


El pasado es inamovible, respecto a él, sólo la interpretación es posible.  Por esta razón no hay y no puede haber diálogo con el otro que se recuerda, porque aquel del que se da testimonio es una huella que puede borrarse en cualquier momento. Y con una huella no se puede dialogar, sólo se la puede recibir, sólo se la puede acoger, sólo se la puede escuchar. Para que la huella continúe viva es necesario transmitirla, no olvidarla. El olvido es la muerte de la huella. Aunque una cosa es el olvido del otro y otra es el olvido de acontecimientos que configuran mi propia vida, a los que a veces es necesario olvidar.


Solamente se puede educar a través del testimonio, es decir, mediante la transmisión de una experiencia, mediante la narración de una experiencia.  Una filosofía de la fi nitud conduce a una ética del testimonio.


Para Wittgenstein la ética y al estética son inexpresables, esto es: no pueden ser formuladas proposicionalmente, quedan fuera del mundo (tautológicamente, pues todo lo que habita en el mundo puede ser dicho). Pero esto no está tan claro como Wittgenstein quisiera:   No tiene ningún sentido decir «lo místico (o lo ético) no forma parte de la vida (humana)». En una fi losofía de la fi nitud son los acontecimientos los que provocan la ética, la respuesta ética. Ésta nace como resultado de un acontecimiento, por la irrupción de un acontecimiento que rompe mi historia, mi espacio y mi tiempo, por la irrupción de un acontecimiento que me deshace. Por eso la ética es inseparable de la experiencia, de la contingencia, del azar, del espacio y del tiempo, y, por eso también, la razón ética es ineludiblemente una razón impura. Desde el punto de vista de una filosofía de la fi nitud, la ética no es la atención a un deber absoluto o metatemporal y metaespacial, no es un actuar por deber más allá de la historia, sino la respuesta compasiva hacia el otro. Y el otro, en la ética, siempre es un otro concreto, alguien con nombres y apellidos, un ser singular, encarnado, corpóreo, un rostro. A una fi losofía de la fi nitud no le interesan las éticas del deber impersonal, ni las del diálogo desencarnado de las situaciones históricas. El otro, en la ética, siempre es alguien que recuerda y que olvida, que tiene memoria, imaginación y esperanza. Sobre todo, es alguien que ha nacido y que morirá. Y es desde esta finitud —desde el ser humano encarnado en un tiempo y en un espacio— que hay que repensar la ética.


La deferencia hacia el otro


Una relación es ética no sólo si se confi gura desde la diferencia, sino también desde la deferencia. Ser deferente es tomarse la causa del otro como causa primera, como mi causa. Ser deferente es responder al otro y del otro, responsabilizarse del que no tiene poder. Para ser deferente es necesario romper el imperialismo de lo económico («oferta-demanda») e instaurar el tiempo, tener presente el tiempo dedicado al otro, un tiempo ni productivo ni tecnológico.  Por eso mismo, como ya se ha dicho, la ética que nace de una filosofía de la finitud es una ética negativa. No está orientada a una supuesta idea del bien, sino al deseo de evitar el mal. La tarea de la ética es justamente la negativa a aceptar la realidad. La ética quiere ser antirreal. Su función no es, de ninguna manera, ratifi car lo dado, lo encontrado, lo heredado, sino más bien contradecirlo, desmentirlo, negarlo, transgredirlo.


El acontecimiento


El poeta vive del acontecimiento. La palabra poética intenta mostrar el acontecimiento. Todo verdadero acontecimiento es imprevisible, es acontecimiento de algo extraño. Es incontrolable, aparece inoportunamente, irrumpe. . Nacimiento, amor y muerte: éstos serían acontecimientos propios de la condición humana. El recién nacido, el enamorado, el moribundo… son figuras que rompen instantáneamente nuestra cotidianidad y nos obligan a repensar la existencia, son figuras que desafían el orden del discurso, que escapan al orden institucional. Según Jacques Derrida, no hay acontecimiento sin un golpe.9 Un acontecimiento sorprende e interrumpe, es único y singular, pero también es simbólico, porque aunque siempre se da en un tiempo y en un espacio tiene sentido en otro tiempo y en otro espacio. El acontecimiento es una presencia inquietante que expresa la fi nitud de los seres humanos, es una verdad extraña que se me encara, que me hace frente, que no se sitúa a mi lado sino ante mí. Me pide una respuesta, y no responder a él, de él y ante él ya es una forma de respuesta. Esto es lo que provoca la ética. El acontecimiento nos descoloca, nos descompone, nos desconcierta.


La poesía tiene predilección por los tiempos en crisis, por los tiempos de transición, y los poetas son unos cronistas de lo efímero. La poesía no es un viaje por el mar, sino por el polvo y la desolación; es un viaje hacia una tierra a la que jamás llegaremos. No hay ninguna fi losofía, ninguna religión, ninguna teoría que pretenda haber llegado a la Tierra Prometida capaz de comprender la poesía. La poesía sólo puede mostrar un camino, una senda perdida. Por eso no debería extrañarnos que se expulse a los poetas de la República: son peligrosos para el orden institucional…



No es el mal metafísico el que me interesa sino el histórico, el corpóreo, el mal encarnado, el sufrimiento de la piel, de la mirada, de la carne y de los huesos, el dolor de los hundidos, un dolor físico y existencial a la vez…  Nadie ha vuelto del paraíso, pero algunos han regresado del infi erno. Una cosa sabemos a ciencia cierta: si el mal existe no es el abuso del poder.


Un mundo de atributos sin hombres


Nada más comenzar El hombre sin atributos Robert Musil muestra, en un magistral fragmento, cómo el lenguaje de la ciencia y de la técnica ha supuesto la degradación de la experiencia humana, porque no puede dar cuenta de la experiencia, pues escapa al orden conceptual : ¿qué pueden decir la ciencia y la técnica sobre la experiencia de la finitud?  La modernidad es un mundo de experiencias sin que nadie las viva. Y, por tanto, en un mundo así no hay nombres propios, ni contingencia, ni alegría, ni dolor… Únicamente estadísticas, burocracia, razón fría: artefactos del mal. El hombre sin atributos explora las situaciones humanas de los tiempos modernos. Todo tiene lugar en la Kakania de Musil: el reino de la técnica que nadie domina y que convierte al ser humano en una cifra de una estadística, la rapidez como valor supremo del mundo tecnológico.


Falta la utopía, los sueños soñados despiertos, el tiempo para pensar, para amar, para hacer todo lo que no es productivo. El tiempo y el espacio del mundo moderno están dentro del círculo oferta-demanda. No hay lugar para la ética, para la donación al otro, para la gratuidad y, al mismo tiempo, para la esperanza que cree que el mal y la muerte no tienen la última palabra. Musil descubre un mundo desintegrado y no intenta en absoluto reencontrar la unidad perdida. La vida ya no puede contener ninguna unidad. En este sentido, a Musil la filosofía, en cuanto síntesis y unificación de la vida, le parece una represión de su fluidez. El hombre sin atributos simboliza la totalidad de la existencia en incesante devenir, sin ningún valor central. Cualidades sin hombre, experiencias sin que nadie las viva, sin «yo», sin alguien que les dé un sentido.  El hombre sin atributos aparece como la fenomenología de un mundo en decadencia, como la fenomenología de un universo en crisis. Y así llegamos a la cuestión central que nos ocupa en este libro, la finitud:

    El único valor, la única realidad digna de atención o dotada de vida auténtica parece ser el infinito, al lado del cual lo finito se siente como caída, imperfección, menoscabo. […] La delimitación de la palabra resulta inadecuada para este infinito que debería expresar.



La experiencia del mal radical


En la historia no se da el «Bien» con mayúsculas. El Bien sólo puede ser transhistórico y, por lo tanto, metafísico.  Sin embargo, algo muy distinto sucede con el mal. Vivimos la experiencia del mal, la experiencia histórica del mal. Para hacer el bien hay que ser una persona extraordinaria. Para hacer el mal, en cambio, basta con ser un hombre vulgar. Fundamentar una ética en la Idea del Bien supone tener como punto de partida una ontología, una metafísica, una teología. No obstante, si nos separamos de cualquiera de éstas y nos situamos en una perspectiva antropológica, todo cambia. Entonces no hay un punto de referencia fijo e inmutable. No hay una ontología que sirva de soporte. Hablar de ética desde la antropología, no desde la metafísica, significa arrancar desde la finitud y, por tanto, desde el tiempo y el espacio, desde la historia, desde la contingencia y la memoria, desde la relacionalidad y la alteridad, desde los contextos y las situaciones, desde las preposiciones y los adverbios. Esas experiencia del mal no la encontramos en los libros de historia, sino en los relatos.


Como todo lo que dice o muestra el ser humano, también los imperativos morales se instalan en la fi nitud. No hay imperativos (ni morales, ni políticos, ni religiosos) a priori, al margen de los seres humanos que viven en un espacio y en un tiempo, que son finitos.


Incluso los imperativos morales (pese a Kant) se instalan en la finitud es necesario repensar la moralidad en función del momento en que vivimos, como reclamaba Adorno: la ética ya no puede ser la misma después de Auschwitz. AUschwitz era peor que el infierno, porque quien entra en el infierno sabe el motivo de su desesperanza, no así el prisionero de Auschwitz.


El poder convierte a los seres humanos en superfi ciales, en títeres. El poder no conoce la contingencia sino la necesidad, no acepta la fragilidad y la vulnerabilidad en sus decisiones. El poder se edifi ca sobre una lógica «ontológica»: el mundo es el que es, la realidad es la que el mismo poder describe y no puede ser de otra manera. Nada queda fuera de él. Por eso el poder es total. No hay alteridad en el poder, no hay otro, no hay exterioridad ni trascendencia. El poder niega cualquier presencia inquietante: da seguridad, su ley es «la» ley. No admite ningún tipo de duda. Si la palabra no queda limitada en el tiempo y en el espacio es infinita. Esta palabra no es ni múltiple, ni frágil, ni puede ser criticada, ni puede ser puesta en duda. La palabra infinita es la palabra del poder. Todos los que viven dentro de ella, los súbditos, los funcionarios de la administración, habitan seguros y tranquilos. Sólo hay inseguridad para los que se atreven a oponerse a ella.


La moderna geografía del mal


En El castillo de Kafka se muestra la concepción moderna de la vida. Aquí aparecen claramente perfilados tres elementos típicos de la sociedad de la vigilancia: la disolución del sujeto, la organización burocrática y el final de la intimidad. Tres elementos que configuran la moderna geografía del mal. En una sociedad de la vigilancia, como la descrita en El castillo de Kafka, el poder, anónimo,  está en todas partes. Es anónimo y, sobre todo, omnipresente. Se «ve» alrededor, aunque no se encuentre a ninguna persona que lo encarne, que lo posea. En este mundo moderno, burocrático, tampoco hay lugar para la vida íntima. La intimidad se ha disuelto. 


A mí me gusta leer El castillo como una metáfora de la moderna geografía del mal, del poder, de la máquina y del estado burocrático, con su lógica de la crueldad. El lector de El castillo se encuentra ante un viaje de deformación, de pérdida de identidad. Estamos ante una anti-Bildungsroman, porque K. es un personaje sin identidad. Para que un ser tenga identidad es necesario que posea una cara oculta, algo que no se muestre, que no se manifi este, algo no fenoménico. Pero la lógica del castillo no tolera esta zona sombría. El personaje que Kafka nos describe no es un ser solitario sino vigilado. En este sentido, Milan Kundera tiene toda la razón al considerar que K. es el modelo del ciudadano que vive en un sistema totalitario, pues éste exige una transparencia extrema a sus ciudadanos. El ideal de la política totalitaria es el ideal de la vida sin secretos. Lo que obsesiona a Kafka no es la soledad, sino la soledad violada.


El retrato del ser humano que aparece en las novelas de Kafka —de la misma manera que en las de Musil— es un hombre sin cualidades, porque el hecho de no «tener cualidades» no es una característica de algunas personas, sino de la modernidad, de la sociedad moderna, que se ha convertido en un sistema omniabarcador que hace del hombre una cifra.  En el reino de la tecnología, la rapidez es el valor supremo, la velocidad es el poder. Y en este sistema social —precisamente porque todo gira alrededor de esta nueva concepción del mundo— no hay lugar para el tiempo del otro, un tiempo que «necesita tiempo», que necesita lentitud, y por tanto hay poco espacio para la amistad o el amor. Hay mucho sitio para la moral y poco para la ética


¿Existe algún modo de hacer frente al poder infi nito? Quizá todo pase por recuperar la fi nitud, la peculiar belleza de los seres humanos que reside en su vulnerabilidad, en su fragilidad. Creo que la única posibilidad de oponerse al «mal moderno», al poder, es aprender a hablar y a escuchar. Hay que aprender la polifonía de la palabra humana, sus resonancias y sus disonancias.


Debería aprenderse a vivir el tiempo y no sólo en el tiempo. «Vivir el tiempo» es tener tiempo para el otro —darle tiempo— porque no hay tiempo ético sin otro al que dirigirse, al que darse… En la sociedad de la vigilancia no hay ni un tiempo ni un espacio humanos, porque el otro ha desaparecido. Sólo desde la palabra que se da al otro, desde el tiempo y el espacio humanos se puede hablar de ética, y justamente es la ética —no la moral— lo que resulta impensable en la sociedad de la vigilancia. En ésta no hay una ausencia de moral, sino un exceso de ella.


El filósofo contemporáneo que, a mi entender, ha estudiado mejor la cuestión de la vigilancia ha sido Michel Foucault. En el panóptico de Bentham Foucault descubre el principio esencial del poder moderno: inverificabilidad y visibilidad.  Los artefactos del poder se extienden a lo largo de todo el cuerpo social: familia, escuela, prisiones, hospitales, discursos, leyes, exámenes… Todo poder necesita de artefactos mediadores para tener posibilidades de funcionar. Éstos coinciden en el poder moderno en una dimensión: la vigilancia total. El panóptico se ha convertido en el artefacto del mal por excelencia.  Así pues, para el fi lósofo francés se trataría de dejar de concebir el poder según el modelo jurídico, es decir, bajo la forma del castigo (negativamente), y comenzar a comprenderlo tecnológicamente (positivamente), como vigilancia, administración, ordenación o clasificación.  El poder moderno, dice Foucault, viene desde abajo, y no desde la superestructura. Es tecnológico y, por tanto, funciona a través de mecanismos y de artefactos, como por ejemplo «el técnico», «el funcionario», «el experto»… Éstos ya no son personas. Se han convertido en artefactos del poder. El poder moderno es biopoder.



Pensar que no todo está decidido. Negarse a aceptar el mundo tal y como nos ha sido dado. Imaginar mundos diferentes, nunca un mundo perfecto, nunca una sociedad del todo justa, porque no hay perfección en la vida humana, no hay fi n de trayecto. Todo esto también forma parte de la fi nitud. Hay que aprender a esperar, y sólo se espera de verdad si se espera lo inesperado, lo imposible, lo inaudito. Hay que aprender a esperar.


El sueño diurno


La utopía es inseparable del desencanto. Utopía significa negarse a aceptar las cosas tal como son (o como nos dicen que son) y desear que los hechos, arrancándolos de su pastosidad, puedan llegar a ser otra cosa distinta. Y en esta posibilidad hay un compromiso. Una utopía da sentido (no definitivo, por supuesto) a una vida. Como es fruto del deseo, el sentido pleno nunca se alcanza.  Cuando alguien cree que ya lo ha logrado irrumpen acontecimientos que lo trastornan todo, acontecimientos que rompen el mundo sólidamente construido y obligan a un replanteamiento total. La pretensión de haberlo alcanzado es totalitaria, y tiende a imponer a los demás su visión. Entonces se convierte en artefacto del mal. De ahí que una «pedagogía del sentido» tenga que ser compensada por una «pedagogía del deseo», una pedagogía que sea herética y antiortodoxa. Las utopías negativas son menos peligrosas: no imponen un modelo, sino que actúa a modo de horizonte. 


El principio esperanza de Bloch se inicia con esta frase: «Comenzamos con las manos vacías». Lo que constituye a la naturaleza humana es la negativa a aceptar el mundo como algo ya acabado. El ser humano aparece como alguien capaz de desear, pues existe una diferencia radical entre lo que es y lo que puede llegar a ser. Él es el único que trasciende las circunstancias actuales y puede ir más allá de las condiciones que le dicta el mero presente. Para Bloch, la utopía no se basa en la programación sino en el deseo.  Toda la existencia se encuentra atravesada, de cabo a rabo, por los sueños diurnos, por los pequeños sueños soñados despiertos que nos sirven de apoyo para el inconformismo, soñamos incluso cuando nada puede cambiar. El ser humano no existe sin esperanza, porque no puede vivir sin el deseo de un mundo diferente, de un nuevo mundo, de un mundo mejor.  Para Bloch la esperanza es la intención hacia lo que aún no ha llegado a ser, por eso resulta fundamental trabajar con la categoría de posibilidad: el ser humano fabula deseos y nada se dejaría remodelar de acuerdo con los deseos si el mundo estuviese terminado, integrado en hechos totalmente fijos, acabados del todo.


Alguien sin deseo vive encerrado en sí mismo, en su facticidad, atrapado en su pasado. Como he dicho y repetido a lo largo de este ensayo, el ser humano es sus determinaciones, pero también hay que dejar muy claro que no es sólo sus determinaciones, sino también sus posibilidades, sus acontecimientos, sus novedades y sus contingencias.  El ser humano tiene la posibilidad de negarse a aceptar el mundo tal y como se lo ha encontrado, como algo inmejorable. Por eso hay esperanza, porque existe la posibilidad de ser diferente, porque hay diferencia entre lo que se es y lo que se puede llegar a ser. Siempre existe la posibilidad de que una cosa llegue a ser otra diferente de la que es.


Deseo y literatura


Para comprender el espíritu del deseo es imprescindible la dimensión poética, narrativa, literaria. Desde la perspectiva de una filosofía de la finitud éste es un punto esencial. El deseo se expresa literariamente por tres motivos:



Para una fi losofía de la fi nitud un espíritu literario es la fuente de todo deseo. Si bien es pensable una literatura no utópica, resulta impensable una utopía sin literatura. Si la utopía se absolutiza desaparece el deseo como en Esperando a Godot


Hay que aprender a esperar


El deseo es una nueva muestra de la fi nitud. Si hay deseo es precisamente porque el ser humano es excéntrico, está inacabado, es provisional, porque está en trayecto, porque nunca tiene en sus manos las condiciones de su existencia, porque nunca puede innovar ni crear del todo, porque nunca puede realizar todos sus proyectos. A menudo se ha utilizado la metáfora del viaje para expresar el trayecto de la existencia humana. Si hay viaje, si la existencia es un viaje, lo es porque la vida humana es transformación, y lo es porque es fi nita. Nos transformamos porque nunca estamos del todo acabados. Si fuéramos infinitos el presente se impondría de forma pastosa y la existencia sería insoportable.  No hay ningún puerto, ningún oasis que pueda saciar absolutamente los deseos humanos. La vida humana no consiste en encontrar la felicidad, sino en buscarla.


El niño siempre busca más, aunque no sabe qué busca. Por eso hay que educar el deseo, enseñar que nunca se cumple del todo y que, a pesar de esto, o quizá por esto, merece la pena continuar. Educar el deseo no quiere decir enseñar qué deseos son buenos o malos sino ayudar a mantenerlos vivos.



El imperativo con el que finaliza el Tractatus, «De lo que no se puede hablar, se debe guardar silencio», es una nueva muestra radical de una filosofía de la finitud humana, una filosofía que ha marcado buena parte de los debates contemporáneos. Pocas veces una frase de un filósofo ha hecho correr tantos ríos de tinta.


Ética y silencio


Wittgenstein se da cuenta de la inutilidad del lenguaje en las cuestiones fundamentales de la vida. HUbiera querido habler incluido en el tractatus la frase: «Mi trabajo consta de dos partes: la que se expone, y la que no he escrito. Y esta segunda parte, la no escrita, es la más importante». Mostrar los límiets del lenguaje es definirse en la filosofía de la finitud: lo más importante es lo inexpresable.  El silencio no es estar callado, ni permanecer mudo. El silencio muestra lo que es imposible decir. Y es éste el lugar de la ética. Por eso no hay teorías éticas, no hay libros de ética, no puede haberlos.  Como dice en el Tractatus, la ética forma parte de «lo místico» (das Mystiche). Lo místico se contrapone a lo lógico, como el silencio al lenguaje. La lógica habla del mundo, la ética no dice nada del mundo. La ética es trascendente al mundo. No pertenece a él.


La ciencia no tiene absolutamente nada que decir ni que ver con el sentido de la vida y, por tanto, con la ética. De ahí la importancia del silencio y la necesidad de guardar silencio. El silencio es una obligación respetuosa, no desesperada ni escéptica.


La ética es necesaria e imposible, imposible desde el punto de vista del lenguaje conceptual, del decir. La ética es una tarea trágica. Esta tragedia de la ética es una tragedia personal, como personal es siempre el sujeto que la protagoniza, el sujeto de la ética. Siempre que hablamos de ética hablamos en primera persona. La ética no es la teoría del bien, sino la práctica de la felicidad, la respuesta al dolor, a la muerte, al drama de la vida…, a la finitud.

 

Aquello de lo que no se puede hablar es lo que resulta decisivo para la vida. Es más importante que todo lo que puede decirse. La ética no se puede enseñar con razones, con conceptos La palabra ética es la palabra testimonial. La palabra ética es una «poética del testimonio».


Las palabras del silencio


Guardar silencio no es callar. El que calla no dice nada, mientras que el que guarda silencio dice lo que no puede ser dicho. Hay que añadir también que es necesario guardar silencio de lo que no se puede mostrar. Existe el silencio de lo que trasciende el decir, pero igualmente debe guardarse silencio de lo que trasciende el mostrar.


La modernidad ha impuesto el ruido. El único silencio que conoce y que tolera la sociedad de la comunicación es el de la avería, el del error de la máquina, el de la interrupción de la transmisión. La sociedad moderna ha prohibido el silencio. Recuperar la intensidad de la palabra —tanto su intimidad como su exterioridad— es darle la palabra al silencio. Hay que dejar que el silencio hable. El silencio es la palabra del rostro, de la mirada, del gesto, del tacto…


Más allá de las fronteras de la palabra


La música y la poesía conocen bien este silencio. Ambas son artes del silencio. Ésta es quizá la paradoja, sobre todo por lo que hace referencia a la música.


Telón: el placer


En el juego entre lo visible y lo invisible, entre la presencia y la ausencia, el eros hace su aparición. El eros es la simultaneidad de lo clandestino y de lo descubierto que constituye lo equívoco. Siguiendo los análisis de Emmanuel Levinas, diré que el eros no puede entenderse nunca como fusión, como unión, sino como diferencia y como deferencia. Si solamente hay diferencia sin deferencia, es imposible el eros. La amada nunca es poseída por el amante, nunca es su propiedad. En su ocultarse, la amada se oculta siempre como diferente. Y el eros es siempre una acción única, irrepetible. El amor erótico nunca es igual a sí mismo. Fluye, como el río de Heráclito, sin permanecer idéntico. El eros es el fracaso de la posesión. Aunque propiamente no debería hablar de fracaso, porque en el eros no hay intento de posesión. El eros es caricia. Poseer al otro no es amarle sino amarme.


Entonces los amantes descubren que aunque en la caricia el tiempo no cuenta, Kronos regresará, interrumpirá el beso con su fuerza y les recordará que son seres finitos, frágiles y vulnerables, les recordará que viven a merced del cambio y de la transformación, de la caducidad y de la muerte. Por ser tiempo y estar hecho de tiempo, el erotismo es simultáneamente conciencia de la muerte y tentativa de hacer del instante una eternidad. El amante descubre de repente que la amada se irá. Se irá quizá porque el amor ha cesado, porque el deseo ha desaparecido..., o sencillamente se irá porque ha muerto. Y el amante lucha contra el poder inexorable del tiempo, de la fi nitud, de la memoria, de la muerte... y pide a la amada que no le deje... Pero aun así, Kronos acaba siempre regresando, implacable, y los amantes no pueden sustraerse a su condición de seres mortales. Es su destino trágico.


La eternidad es la ausencia de tiempo, y es esa eternidad, esa inmortalidad, la que los amantes descubren en el momento del amor: lo infinito en lo finito. Sin poder escapar a su condición finita, el acto amoroso, el beso, el mordisco, el aliento, sitúan a los amantes frente al infinito.


El erotismo no busca la reproducción, la procreación. El erotismo busca el placer, el erotismo es juego. El ser humano transforma el sexo en juego, en erotismo. El erotismo rompe con la monotonía del acoplamiento animal. El erotismo es juego de los sentidos, de todos los sentidos. No es un juego genital. Es todo el cuerpo el que juega. Es una sinfonía de los sentidos. Un juego en el que las reglas no están nunca del todo establecidas, aunque existe una primordial: el máximo placer de uno es el placer del otro. Por esta razón, porque en el diálogo de los sentidos el placer no se obtiene si el otro no lo obtiene también, el erotismo es ética.


El erotismo es la dimensión humana de la sexualidad, aquello que la imaginación añade a la naturaleza. Somos seres simbólicos, narrativos, gramaticales... Necesitamos inventarnos a nosotros mismos para seguir vivos, necesitamos contarnos historias para burlar, aunque sea momentáneamente, la presencia inquietante de la fi nitud. Y el erotismo, el juego de los sentidos, el juego con el cuerpo del otro y en el cuerpo del otro y en nuestro propio cuerpo, abre a los seres finitos un instante fugaz de inmortalidad.


En el orgasmo el tiempo desaparece. El orgasmo es místico. Pero el orgasmo es fugaz. La presencia de la fi nitud, de la caducidad, del envejecimiento, y también la ineludible ausencia del otro —porque tarde o temprano el otro se irá, como nos iremos todos—, surgen en el corazón mismo del grito, en el núcleo íntimo del orgasmo. Por eso el erotismo y el sexo, y también el amor, son inseparables de la muerte: Eros y Th ánatos. Somos los hijos de Kronos, «los hijos del tiempo». Y Kronos, o Saturno, como en el cuadro de Goya, acaba devorando a sus hijos. El placer es una de las respuestas que los «hijos del tiempo» hemos inventado para mirar de frente a la muerte, para tratar de burlarla, aunque sea un momento. En el instante de placer le robamos a Kronos algunos segundos en los que nuestra vida alcanza una plenitud que nos parece infi nita. En el momento del orgasmo «los hijos del tiempo» se olvidan de que son mortales. Eso es el amor, eso es el amor erótico, eso es el dar y el darse del placer: el encuentro de ese instante fugaz en el que los hijos del tiempo desafían al tiempo.