46. San Agustín

San Agustín es el personaje con el que realmente se pone fin al período de la antigüedad, y principio a una imagen sintética basada en una retórica de lemas contundentes que anima la vida espiritual nueva. La historia de los efectos (Wirkungsgeschichte) de la obra de Agustín es de importancia incalculable. La primera creación teórica de Agustín es una Teoría de Conocimiento que se haga cargo de la labor del cristianismo en la sociedad medieval incipiente. La realidad comunitaria del Imperio será ya cristiana, y Agustín piensa desde su base social correspondiente, donde la fe es el factor que hace visible el mundo.

Para interpretar a un filósofo es necesario comprender que pensar es pensar siempre desde el presente, es imposible reconstruir el pensamiento sin atender a la sociedad en la que está situado el filósofo que se estudia y esto es especialmente importante en Agustín. Su pensamiento es el de la madurez del cristianismo, un cristianismo y una ortodoxia que, aunque le queden polémicas fuertes, ya ha ganado todas las batallas y tiene ganado el cuerpo social. Teodosio ha cancelado ya todos los signos de identidad del paganismo, y todo elemento destinado a pregnar la sociedad es ya netamente cristiano.

Para Agustín la fe nos lleva al interior del individuo, en un itinerarium que nos lleva a descubrir en nuestro interior la imagen de Dios. Como no es posible que ese concepto haya sido puesto por nosotros, se evidencia que se trata de una semilla colocada por Dios en nuestro interior. El itinerarium, viaje interior, es un objeto de la introspección humana; pero por otra parte se sostiene que el estatuto de ese concepto no procede de la interioridad, sino que tiene una realidad objetiva asentada en una ontología que sólo puede ser teología. Si dentro de nosotros encontramos la idea de Dios, desde el momento en que esta idea desborda el marco de nuestra propia existencia, Dios se convierte en la instancia real primaria y raíz de toda realidad, incluida la del yo mismo que lo descubre. Esta es una instancia superadora del escepticismo. Si tengo emociones, sentimientos, si me siento convocado por esa realidad mayor, hay una garantía ontológica exterior a mi y muy superior a mi que me impulsa y permite concebirlo. Accedo a la verdad por razones subjetivas, pero obtengo un orden de verdad que me supera por lo que el centro de referencia de ese itinerarium dejo de ser yo y es Él. Aquí se produce un eje fundamental de la historia del pensamiento.

Si en el descubrimiento subjetivo del dios la mirada queda referida a objetivamente a Dios, esto marca la diferencia del mundo antiguo al mundo moderno. Bien podríamos decir que si la mirada al interior me descubre a Dios, y ese Dios me garantiza la objetividad, entonces sería también legítimo dirigir mi mirada al interior. De hecho, Descartes hace el mismo itinerario, pues no en vano era un gran conocedor de la filosofía agustiniana. No obstante las conclusiones son bien opuestas; Agustín dice: centrémonos en aquello que garantiza la objetividad: Dios, mientras que los modernos dirán que asegurando el camino de la interioridad, debemos perseguir ese camino de la subjetividad. El mundo que inaugura el cristianismo de san Agustín es el mundo de la teología, el reconocimiento de que la realidad tiene un estatuto que depende de Dios, pero es un criterio completamente objetivo. El ejercicio de interiorización efectúa un rebote hacia la objetividad, basada en Dios.

La obra doctrinal de san Agustín tiene tres caminos:

1. Preguntarse por la naturaleza de ese Dios que esa raíz y fundamento de todo lo existente. Es pregunta los llevará a explicar la naturaleza de lo real.

2. Explicación de la naturaleza.

3. La posición en la realidad del individuo desde cuya interioridad hemos descubierto a Dios. Ya que el individuo se descubre como nexo con Dios, su estatuto ontológico (el del hombre) debe ser especialísimo.

La triple perspectiva deja el peso fuerte de la doctrina agustiniana en el tercer punto. Respecto al primer punto, Agustín recupera el neoplatonismo, evitando las polémicas en las que naufragó el pensamiento de Orígenes. No le gusta polemizar, utiliza siempre una estrategia de la auctoritas en sus reflexiones. Es un neoplatonismo simplificado, no polemizante y que se ajusta perfectamente en la ortodoxia ya definida en los concilios. Es un neoplatonismo que salva la dificultad en la que había encallado Orígenes: se trata de un neoplatonismo no emanantista, sino creacionista. Esto constituye un problema de coherencia interna en san Agustín: no se puede ser simultáneamente plotiniano y creacionista. La Base de la presencia de lo divino en la totalidad de la realidad está en el hecho de que la realidad de Dios desborda. Si colocamos una brecha entre creador y creación, lo que desborda caería en la nada.

Agustín salva la idea hablando de la ejemplaridad: de Dios no proceden las cosas, sino que las ha creado, las cosas proceden del universo de las ideas entendidas como ideas en la mente de Dios. La creación está basada en la materia, pero la propia materia es creatio dei, de modo que no es el elemento negativo del platonismo, en la medida en que ha sido creada por Dios, queda signada por la mano de Dios. Esto marca una tradición del catolicismo: el cuerpo es positivo, no hay una negación del cuerpo, sino una interpretación positiva. La redención es pensada como un rescate de cuerpos y almas, de modo que el juicio particular tras la muerte, es un juicio transitorio hasta que en el fin del mundo pueda celebrarse el auténtico juicio en el que el bienaventurado recuperará su cuerpo, que no es pensado ya como el último eslabón de una cadena procesual que hace mínimamente reconocible la presencia de las ideas de Dios, al contrario: lo primero creado es la materia, y sólo entonces tendrá sentido un desbordamiento pseudoplotiniano. El siguiente paso de la creación es crear las formas que animarán la materia y darán lugar a los entes. Las formas constituyen una creación absoluta ex nihilo. Operando plotinianamente a partir de un inicio creativo que nunca puede ser plotiniano (la creación de la materia), se da entidad a los existentes.

Incluso Agustín va más allá: la generación y corrupción se produce en los entes en base de que el destino y el curso entero de los cuerpos así conformados está impreso en las ideas emanadas, estas sí, de Dios, que informan a los cuerpos. Es por tanto un tipo de emanación en el que se introduce un aspecto fundamental y novedoso: es una emanación temporal, que no introduce una sucesión meramente ontológica, sino que hay una especie de proceso de despliegue en el tiempo. El momento en el que la creación llega, en una sucesión temporal impresión abierta, a la formación del hombre, en ese momento el diseño de la inteligencia conlleva el que ésta no tenga ninguna posibilidad de realización más que a partir del descubrimiento de Dios. Es decir: en el planteamiento inicial de Dios está la idea de que la inteligencia humana se active en el momento en que éste descubre la divinidad de todo el proceso, percibe la obra de Dios en la naturaleza. Es decir: no se puede definir a Dios hasta que existe inteligencia humana, y ese descubrimiento puesto en marcha por la inteligencia, accede al descubrimiento de la incorruptibilidad. La definición de Dios es: el ser incorruptible.

La inteligencia es un diseño de lo real para llevar a este descubrimiento: todo lo que me rodea, yo incluido, es corruptible, pero cuando miro al interior de mi conciencia no puedo sino entender que todo ello es fruto de una entidad incorruptible: Dios.

Así, por un bucle perfectamente programado, lo que habíamos indicado en la teoría del conocimiento (el descubrimiento de Dios como posibilidad de que haya inteligencia), resulta explicable por mirada hacia lo real en la que subyace la idea de Dios, sostén de nuestros conceptos. La inteligencia es el encuentro festivo, agradecido con la idea de Dios, que ha puesto en nosotros la condición de posibilidad de encontrarlo en nuestro interior. Aquí queda imbricada la explicación de Dios y de la Naturaleza, pues la naturaleza es la creación de Dios, programada para aparecer en él (de manera evolutiva, diríamos modernamente) una inteligencia capaz de encontrarlo en su interior. Cada criatura habla de Dios el virtud de una capacidad de reconocimiento del hombre. La imagen de la realidad agustiniana es una preparación para el diseño de un aparato ético y político, centrado en la obra La ciudad de Dios.

La Ciudad de Dios

Constantinopla es el punto de partida oficial de la cristianización del Imperio. Entre 381 y 394 se producen la prohibición del paganismo con Teodosio. El godo Alarico invade Roma en el 410 lo que supone un golpe contundente sin parangón en la Historia de Occidente. Para Agustín es muy importante señalar que Dios no es responsable de estos males. Dios debe ser exonerado, frente a la opinión de los últimos paganos, que afirman que los dioses han olvidado y castigado a los hombres.

En La ciudad de Dios Agustín desarrolla toda una Filosofía de la Historia, que es la cruz de la cara teológica. Hemos visto que, en la concepción teológica agustiniana, los sucesivos desbordamientos de Dios pregnan la materia, que es el objeto de la creación, introduciendo aquí el concepto del tiempo. Ahora inicia una teología de la Historia, inmersa asimismo en el tiempo, mediante la idea ya presente en el estoicismo, pero modificada de las dos ciudades: existen dos ciudades, una de Dios y otra del diablo ( el Estado en estoicismo). Esta idea estoica operó fuertemente en los inicios del cristianismo, pues siempre impregnó fuertemente la moralidad cristiana. Utiliza esta idea a modo doble: como una teodicea y como una teoría de la salvación.

La inmensa sorpresa que produce esta obra se debe a que La Ciudad de Dios realmente postula tres ciudades, y no sólo dos. La doble ciudad necesita la elaboración de una tercera ciudad que venga a servir de mediación y que va a ser capaz de generar una Historia de Salvación dentro de la estructura temporal humana. La Ciudad de Dios es la ciudad en la que habitan las almas de los salvados, que representa el marco ideal en el que las ideas de Dios sirven de 'εικονα para la conformación del mundo. Es por lo tanto una ciudad mística. No es ni puede ser, ninguna ciudad terrenal, sólo existe en la realidad trascendente que Dios prepara a los bienaventurados, por lo que se denomina la Jerusalén celeste.

Siendo así, la ciudad terrestre debe recoger la totalidad de lo que ocurre en la realidad histórica. Dicho de otra manera: no hay más ciudad que la terrestre, la divina está en el terreno de la exempláritas, que tiene una realidad escatológica. Por eso, en la ciudad terrestre debemos preguntarnos si todo es inevitablemente tal y como sucede, o podemos poner una línea demarcadora que nos permita distinguir en esta única realidad histórica que vivimos la creencia entre el bien por sí mismo y el bien mezclado de mal en esta realidad que apreciamos día a día. Agustín responderá que sí, que es posible encontrar el sesgo racional teológico en el plexo de lo histórico que ha sido reconocido en la interioridad. La condición de posibilidad de que se produzca ese reconocimiento es exactamente la condición de posibilidad de que haya un terreno intermedio, una tercera ciudad, una mediación que permita el traspaso de la ciudad concupiscente a la celeste o escatológica. Todo el empeño de san Agustín se centra en tres puntos:

1. La esencia misma de la existencia de la ciudad celeste es la existencia de la libertad. Analizando la ciudad de las mezclas del bien y el mal, la ciudad terrestre, es necesario encontrar un criterio de por qué es así, y ese criterio es el reconocimiento del libre albedrío, que a su vez es fruto del diseño de Dios. El poder asentir o desentenderse libremente de los planes de Dios confirma la existencia del bien y del mal.

2. La libertad, que procede del diseño divino, produce el mal sin que ello signifique ninguna cosa positiva, sino el vacío, el decrecimiento o la anulación. El mal por tanto es la opción que niega la realidad, es no querer ser lo que se es, es una opción del libre albedrío que no construye ninguna positividad, ninguna afirmación, es pura negación. La ayuda mutua, la preservación del medio o la caridad son realidades que pueden ser negadas con libertad, cuando eso se hace se niega la racionalidad, la inteligencia, se niega a Dios, se niega los planes que Dios ha inscrito en su diseño. Quién se queda aquí se queda con un "san Agustín simpático" que explica el mal como negación del bien, sin embargo san Agustín es más que eso:

3. Si el mal no es más que la actitud que no quiere dar justicia a la inteligencia, llega el momento de la obligación de que sobre la Ciudad terrestre se construya otra cuyo objetivo único sea la represión.

No se puede tolerar el mal. En la medida en que es fruto del libre albedrío está en el diseño de Dios, era en la medida en que se establezca la duplicidad de las ciudades, o sea, en la medida en que es necesario a su vez proponer un artefacto que sirva de mediación, la única condición de este artefacto es reprimir el mal, es decir acabar con todos aquellos que no estén en la inteligencia, no se puede tolerar porque la existencia del mal es precisamente obra de ellos. No es la obra de Dios, es la obra de un ejercicio negativo de la libertad. Por lo tanto la ciudad intermedia, que es la estructura eclesiástica, tiene un único objetivo, no tolerar la desviación sin corrección alguna.

La ciudad de la mediación es la Iglesia, aquella construida para defender los derechos de la ciudad de Dios. Esto implica que corresponde al poder espiritual de la tierra desvelar y llevar a cabo los planos de Dios sobre el mundo. Esos planes de Dios son la Providencia, y la redención es el movimiento represivo de las equivocaciones humanas. Una historia sin mal es la historia de una humanidad dominada completamente por la Iglesia, esa es la imagen de la redención agustiniana, la creación de un instrumento que mediante la corrección impida el pecado, el mal y el mal uso de la libertad.

San Agustín ha creado el pensamiento sobre el que debían edificarse las pretensiones de dominio de la Iglesia sobre la sociedad civil y simultáneamente le ha dado una base teológica en la que el momento de convergencia entre libertad e inteligencia se convierte en un momento de gran dramatismo y fuerza explicativa. San Agustín ha inaugurado la imagen del mundo que va a ser la propia de la Edad Media.