2. Raza e historia (Lévi Strauss)

1.- Raza y cultura

De nada sirve mostrar que nada permite afirmar la superioridad intelectual de una raza frente a otra (que llamaremos el prejuicio racista) para luego pasar a hablar de las contribuciones de las razas humanas a la civilización mundial en una especie de racismo a la inversa. El ideólogo racista Gobineau (1816-1882) cometió su gran error en intentar caracterizar las razas biológicas por propiedades psicológicas particulares, apartándose con ello de la verdad científica. Y ahí es donde reside en pecado central de la antropología: confundir la noción meramente biológica de raza con las producciones sociológicas y psicológicas de las culturas humanas. Ese es el camino de error bienintencionado, pero también de la opresión y de la discriminación.

Así, cuando hablemos de la contribución de las razas humanas a la civilización, no querremos decir que ñas aportaciones culturales de Asia, de Europa, de África o de América tengan una definida originalidad (sea la que sea) porque estos continentes están poblados por habitantes de cepas raciales diferentes. Si esa diferencia existe, se debe a circunstancias sociológicas, geográficas o históricas, no a aptitudes vinculadas con la constitución fisiológica o anatómica de negros, blancos o amarillos. Lo anterior debe compatibilizarse con negarse a relegar al olvido un importantísimo aspecto de la vida de la humanidad: la enorme multiplicidad, diversidad estética, sociológica y la presentación de extraordinariamente variados modos de sociedades. Esta diversidad no está unida por ninguna relación causa-efecto con la diversidad biológica: únicamente es paralela a ella en otro terreno, pero con dos grandes diferencias:

1.- En el orden de la magnitud, hay muchísimas más culturas humanas que razas humanas. Dos culturas elaboradas por personas de la misma raza pueden diferir tanto o más que dos culturas elaboradas por personas de troncos raciales alejados.

2.- El interés por las razas se concentra en aspectos concretos: origen y distribución en el espacio. Por el contrario el interés por las diversas culturas es inmenso en su variedad, y suscita numerosos problemas.

Por último, debe preguntarse en qué consiste esa diversidad si no se quiere ver a los prejuicios racistas, apenas desarraigados de su fondo biológico, volver a formarse en terreno nuevo. Sería inútil haber conseguido que el hombre medio de la calle renuncia a ver en el color de la piel o la forma del pelo un significado moral o intelectual, si se guarda silencia ante la pregunta de capital importancia que surge en este contexto: Si no existen aptitudes raciales innatas, ¿cómo explicar que la civilización desarrollada por el hombre blanco haya hecho los enormes progresos que todos sabemos, en tanto que los pueblos de color hayan quedado en un retraso que se mide en millares o decenas de millares de años?

No se puede pretender haber resuelto negativamente el problema de la desigualdad de las razas si uno no se ocupa también de la desigualdad de las culturas humanas.

2.- Diversidad de las culturas

Se necesita un inventario previo para pretender entender la diversidad cultural. Y eso es poco menos que imposible. Existen en primer lugar culturas yuxtapuestas en el espacio, cercanas o lejanas pero contemporáneas. Luego están las culturas en el orden del tiempo, que no podemos conocer por experiencia directa. Además. Las sociedades ágrafas actuales provienen de otras de las que nada sabemos, si sabremos. La diversidad total es muchísimo mayor de lo que nunca sabremos.

Otro problema es saber qué entendemos por culturas diferentes. Si emergen de un tronco común no difieren como dos sociedades que nunca han estado en contacto; pero sociedades en contacto muy íntimo suelen parecer similares aunque procedan de troncos alejados. Dos fuerzas modelan las evoluciones culturales; una tiende a particularizar, exaltando la diferencia frente a otras culturas; otra actúa en sentido de convergencia y afinidad. El lenguaje ofrece ejemplos clarísimos.

Estudiando tales hechos aparece la posibilidad de que en las interacciones entre sociedades humanas hubiera un punto óptimo de diversidad (dependiendo de su número, alejamiento geográfico, importancia numérica y medios de comunicación) más allá del cual no podrían éstas ir sin ponerse en peligro. Además, el problema de la diversidad no es sólo respecto a diversas culturas, sino también un factor intracultural (castas, clases, medios profesionales, etc), que generan importantes diferencias. Es legítimo preguntarse si tal diversificación interna no tenderá a acrecentarse cuando la sociedad se vuelve más voluminosa y/o homogénea, como en el caso de la India antigua con el sistema de castas que floreció tras la hegemonía aria.

Si cada cultura hubiera crecido en total aislamiento de las demás, el alejamiento geográfico y las propiedades particulares del medio hubieran sido los fundamentos de la elaboración de la misma. Pero salvo rarísimas ocasiones, nunca es ese el caso. Pueden haber "paquetes" desgajados durante muchísimo tiempo, como la humanidad del Nuevo Mundo antes de la conquista de América, pero se trata de una multitud de culturas conectadas entre sí; de modo que si bien se distinguían del resto del mundo, crecieron en estrecho contacto e influencia unas con otras. Si bien hay diferencias debidas al aislamiento, no podemos olvidar las debidas a lo contrario: el deseo de distinguirse de las más próximas, de ganar un espacio propio diferenciado.

3.- El etnocentrismo

Con todo, la diversidad de las culturas rara vez se ha presentado a los hombres como lo que es: un fenómeno natural, resultante de la interacción directa o indirecta entre sociedades. Más bien se ha visto como algo enervante. La actitud más antigua consiste en el repudio de "lo otro", la repulsión ante formas diferentes de vivir a la propia. Se las califica de bárbaras, salvajes, como opuestas a humanas. Esta actitud arroja fuera de la cultura, a la naturaleza animal, todo aquello que no se ajuste a la norma según la cual se vive. Este es el punto de vista ingenuo; y profundamente contradictoria, pues esa actitud de desprecio a los salvajes es precisamente la actitud más común y señalada de dichos denominados salvajes.

Efectivamente, la noción de humanidad sin distinción de raza o civilización aparece muy tardíamente y tiene poca expansión. Incluso tiene profundas regresiones allá donde apareció. La humanidad acaba en las fronteras de la tribu, de la zona lingüística y a veces del propio pueblo. Así, gran número de culturas se llaman a sí mismos "los hombres", "los buenos", "los excelentes", mientras que el resto son "los malos", "los monos de la tierra", los huevos de piojo". a veces incluso se niega al extranjero la condición de ser real, asimilándolo a un fantasma. En la medida en que se pretende establecer una discriminación, es como se alcanza una más completa identificación con aquellos a los que se pretende condenar. Negando la humanidad a los "salvajes" no se hace sino echar mano de una de sus actitudes típicas.

Por supuesto los grandes sistemas filosóficos y religiosos (budismo, cristianismo, Islam, Kant, estoicos, marxistas) siempre se han alzado contra esta aberración. No obstante, la mera proclamación de unidad intrínseca de la especie humana y de la fraternidad que debe unirnos sin distinción de raza o cultura no deja satisfecho al intelecto, pues descuida una diversidad que se impone a la observación, de la que no se puede hacer como que no existiera. Así, nos movemos entre dos polos contradictorios: la tentación de negar la diferencia, condenando prácticas que hieren profundamente a nuestras normas de vida y la de admitir que la humanidad concreta de cada uno se realiza en el seno de su propia cultura, no en una humanidad abstracta. Por ello el hombre moderno se ha entregado a mil especulaciones filosóficas intentando establecer vanas componendas entre ambos polos y dar razón de la diversidad de las culturas sin dejar de intentar suprimir lo que tal diversidad tiene de escandaloso y chocante.

Así, todas las especulaciones se reducen en realidad a una receta: intentar suprimir la diversidad sin dejar de fingir que se las reconoce plenamente. En efecto, si se tratan las diferencias como estadios o etapas en un desarrollo único que va de un origen común al mismo fin, entonces veremos la diversidad como meramente aparente. Este esquema puede parecer una simplificación razonable cuando se tienen en cuenta las inmensas conquistas del darwinismo. Pero lo que ocurre es que el darwinismo no está aquí realmente implicado: una cosa es el evolucionismo biológico (un hecho real más allá de toda duda), y otra el seudoevolucionismo aquí considerado, de ámbito cultural. Cuando se pasa de los hechos biológicos a los hechos de la cultura, la cosa se complica inmensamente. UN hacha no da nacimiento físico a otra hacha, como sucede en las especies. Así, decir que un tipo de hacha ha evolucionado desde otro no es sino una fórmula metafórica sin rigor alguno. Y esto, que es cierto para los objetos encontrados en los estratos arqueológicos, lo es también para las instituciones, las creencias, los gustos, cuyo pasado por lo general nos es desconocido. Mientras la evolución biológica es uno de los hechos más consolidadas de la ciencia la pretendida evolución cultural no es sino una forma seductora y peligrosamente conveniente de presentar los hechos.

Las falsas teorías el evolucionismo sociológico recibieron sin duda un vigoroso impulso a partir del evolucionismo biológico, pero son anteriores en el tiempo a la formulación correcta de éste. Ya Pascal asimilaba la humanidad a un organismo viviente que pasaba por etapas sucesivas de infancia, adolescencia y madurez. Pero estos esquemas florecen fundamentalmente en el XVIII, con "las espirales" de Vico, las "tres edades" que anuncian los "tres estados" de Comte, o la "escalera de Condorcet". Spencer y Taylor se consideran los fundadores del evolucionismo social, y elaboran sus doctrinas antes de "el origen de las especies", o sin haberla leído. En todo caso, anterior al evolucionismo científico, teoría científica, el evolucionismo social no es sino el maquillaje falsamente científico de un viejo problema filosófico del cual no es seguro que la observación y la inducción consigan algún día dar la clave.

4.- Culturas arcaicas y culturas primitivas

Toda sociedad puede clasificar las diferentes culturas en tres grupos cognoscibles para ella en grado desigual:

1.- Las que son sus contemporáneas, pero en otro lugar del globo

2.- Las que se han desarrollado en el mismo espacio, pero en otro tiempo, y

3.- Las que ha existido en otro tiempo y en un lugar diferente.

De las terceras no nos es posible conocer nada cuando se trata de culturas, además, sin escritura ni arquitectura y con técnicas rudimentarias. Pero con las el primer grupo nos es tentador en grado sumo establecer relaciones que equivalen a una sucesión en el tiempo. El fin y al cabo, sociedades que no conocen la electricidad nos recuerdan a la nuestra misma en estadios anteriores. Tribus indígenas sin escritura ni metalurgia que pintan las paredes de sus cuevas nos recuerdan poderosamente a estadios prehistóricos de nuestra Europa. Y ahí es donde el falso evolucionismo se ha soltado el pelo.

Viceversa, civilizaciones antiguas nos son conocidas sólo por algunos aspectos, emanantes de los restos que han sobrevivido a la destrucción; y tomamos la parte por el todo de manera que podemos concluir, dados ciertos parecidos entre dichos artilugios o producciones con otras actuales, similitudes entre dicha civilización y alguna actual, en una osadía exenta del mínimo rigor. Tasmanios y patagones hasta hace poco, y aún en Papua, se confeccionan utensilios de piedra; y sin embargo su estudio no sirve en absoluto para comprender el uso prehistórico de los correspondientes utensilios líticos en la Europa prehistórica. Es difícil ir más allá del evidente hecho de que ambos utilizaban instrumentos de piedra; y poco nos enseñan unas de otras.

Como ejemplo: las pinturas rupestres primitivas de etnias actuales están tan alejadas de los patrones artísticos prehistóricos como del arte moderno europeo. Las actuales por lo general son estilizadas hasta el extremo de la deformación extrema, contrastando con el marcado realismo prehistórico. Tampoco este realismo puede considerarse en modo alguno precursor del arte europeo, pues el arte paleolítico fue sucedido por otros que no tenían el mismo carácter. La continuidad geográfica no implica transiciones culturales bruscas, alternancias de etnias dominantes en la misma zona que ignoran completamente las expresiones de las inmediatamente anteriores, etc.

Por el estado de sus civilizaciones, la América precolombina inmediata al Descubrimiento recuerda al neolítico europeo. Pero la analogía no resiste el mínimo estudio detallado: en Europa la agricultura va acompañada de la domesticación de animales, mientras que en América un gran avance de la primera se acompaña de un desconocimiento casi absoluto de la segunda. En América la industria lítica se perpetúa mientras que en Europa nace la metalurgia en estadios tempranos...

Aún más: el intento de reducir la diversidad cultural a réplicas más o menos atrasadas de la Europea (que se toma como modelo) tropieza con otra dificultad, como es el hecho de que todas las sociedades humanas (con excepción de América), tienen tras de sí un pasado que es aproximadamente del mismo orden de magnitud. Admitir que actualmente son representaciones de etapas que "las más evolucionadas" han recorrido ya, supone admitir que mientras en unas pasaban ciertas cosas, en otras no pasaba nada. Lo cual es simplemente falso: en todas las épocas y lugares los hombres han amado, luchado, odiado, inventado y combatido. No existen sociedades infantiles; todas son adultas, aún cuando no hayan llevado un diario de adolescencia registrado consigo.

Podría aducirse que mientras algunas civilizaciones producían innovaciones que se añadían a innovaciones anteriores y se orientaban en el mismo sentido reforzándose además con una especie de realimentación positiva, en otras se disolvían en una especie de flujo ondulante que una vez en movimiento no se canalizaba en una dirección concreta. Eso es una concepción mucho más flexible y matizada que las visiones simplistas anteriores que guardaremos en el cajón hasta que hayamos examinado varias cuestiones más.

5.- La idea de progreso

Consideremos ahora el segundo tipo de sociedades en la clasificación tripartita anterior: las que han precedido históricamente a la cultura desde la que se las observa. Esta mirada ofrece renovados problemas: si la visión evolutiva parecía incierta y frágil cuando se compara las culturas del primer tipo, ahora parece difícilmente discutible y parece desprenderse de los hechos observados: las culturas europeas manejaron primeramente el sílex de manera torpe, pasaron a trabajar la piedra en modos cada vez más sofisticados, trabajaron luego la alfarería el tejido y la agricultura... todo parece indicar un progreso creciente, de una evolución en virtud de la cual se puede hablar de superiores e inferiores. Ahora bien, si ello es cierto, ¿cómo este hecho no iba a influir en la forma de tratar a las culturas actuales que muestran las mismas gradaciones? Así, vemos que las conclusiones del párrafo anterior vuelven a estar en entredicho por nuevas consideraciones.

Los progresos de la humanidad desde sus orígenes son tan manifiestos y tan obvios que toda tentativa de discutirlos se reduciría a un ejercicio de retórica. Y no obstante, no resulta fácil imaginarlos ordenados en una serie regular y continua. Esquemas simplistas del tipo: la edad de la piedra tallada, de la piedra pulida y del cuero, del bronce y del hierro...todo ello demasiado cómodo. Según vamos sabiendo más, vemos que el pulimento y el tallado lítico han coexistido y que cuando una técnica eclipsa a la anterior no es como resultado de un progreso técnico espontáneo brotado desde la etapa anterior, sino como una tentativa de imitar en piedra procesos que poseían en metal civilizaciones más "adelantadas", pero contemporáneas. La división clásica del paleolítico en superior, medio e inferior no es una cronología: las tres coexistieron en el tiempo: el levalloisiense (250.000-75.000) alcanza una perfección en el tallado que no conseguiría en neolítico hasta sus etapas finales.

Todas estas consideraciones no intentan negar la realidad el progreso de la humanidad, sino a concebirlo con la prudencia necesaria: el progreso ni es inevitable ni continuo: procede a saltos; y esos saltos no consisten en llegar cada vez más lejos en la misma dirección. A veces van acompañados de un cambio de orientación a modo del caballo de ajedrez. Más bien recuerda a un jugador que hace apuestas sucesivas con los dados, Lo que se gana con una jugada se corre el riesgo de perderlo en la siguiente, de forma que sólo a veces la historia es acumulativa.

El caso de América nos da un ejemplo paradigmático de historia acumulativa: A partir de una incursión hace 20-25.000 años a través del estrecho de Bering, los hombres dan un ejemplo pasmoso de historia acumulativa conquistando en 20.000 años hasta el último rincón habitable del Nuevo Mundo, domesticando las especies vegetales, para alimentación, venenos, remedios. Gran aprte de esa basta obra sería utilizada después en Europa, como la patata, en maíz o el tomate.

6.- Historia estacionaria e historia acumulativa

El ejemplo americano anterior nos lleva a reflexionar sobre la diferencia entre historia acumulativa e historia estacionaria. ¿Hubiéramos concebido el caso americano como acumulativo en el caso de que ninguna de sus conquistas hubiera sido de nuestro interés? Ante la presencia de una civilización de estas características, ¿tenderíamos a clasificar su historia de estacionaria? Se trata de encontrar pautas de clasificación que dependan de las características intrínsecas de las culturas que se estudian, no desde una concepción etnocéntrica. El error a evitar es calificar de estacionarias a aquellas culturas cuya línea de desarrollo no significa nada para nosotros. Esto es más común de lo que parece: la mayoría de los ancianos concibe de forma estacionaria la historia de lo que sucede durante su vejez (cuando no intervienen en ella y son meros espectadores), y acumulativa la de su juventud (cuando eran agentes activos de la misma). Los adversarios de un régimen político no gustan de reconocer que éste evoluciona; lo condenan de una vez por todas, lo rechazan fuera de la historia, como una especie de monstruoso entreacto cuyo fin habrá de esperar por fuerza para que la vida se reanude. La historicidad o la riqueza de acontecimientos de una cultura o proceso está en función, no de sus propiedades intrínsecas, sino de la situación en la que nos encontramos con respecto a ellos, del número y diversidad de nuestros intereses comprometidos en ellos.

Todo miembro de una cultura es solidario con ella como el viajero de un tren respecto a propio tren en los problemas relativistas mentales de Einstein. Desde que nacemos, lo que nos rodea penetra en nosotros: juicios de valor, motivaciones, centros de interés... nos desplazamos con ese bagaje en nuestras espaldas y las realidades culturales "de afuera" son percibidas por nosotros a través de las lentes deformadoras de dicho bagaje. No deja de sen interesante la analogía (no igualdad) entre el viajero einsteniano y el tren con el viajero a borde de su sistema cultural. Falta aún una teoría de la relatividad social, no física, que de cuenta de las percepciones de movimiento y de quietud en función del propio sistema de referencia. En ella, las cosas funcionarían de modo muy diferente al de la relatividad física, pues nos daría sensación a avanza a mayor velocidad aquella civilización que se mueve a nuestro ritmo, dando aspecto de estacionaria la que avance en sentido opuesto. Estamos no obstante ante una metáfora, en la que el concepto de velocidad debiera ser sustituida por el de información y de significación. Ahora sí se da un paralelismo: cuanto más pareja es a la nuestra otra cultura en su ritmo de avance, más información somos capaces de adquirir de ella, como cuando otro tren va a nuestro ritmo en la misma dirección y podemos apreciar detalles mínimos que si fuera a otra velocidad o en sentido contrario no podríamos.

Cabe por tanto la posibilidad de que cuando apreciamos inmovilidad en otras culturas, sea debido a intereses diferentes o a ignorancia de sus intereses y móviles, y que dichas culturas tengan la misma apreciación de la nuestra. La cultura occidental actual, que ha dado gran importancia en los últimos siglos a la mecanización, considerará la disponibilidad energética per cápita un índice de desarrollo relevante. Siguiendo este parámetro la sociedad norteamericana va en cabeza, Europa, Japón, Rusia y a la cola el tercer mundo. Dicho "tercer mundo" queda englobado en una única categoría, en ignorancia de que conserva en su interior una diversidad cultural infinitamente mayor que el resto. Si el parámetro a considerar hubiera sido el grado de destreza a sobrevivir en medios hostiles, la clasificación sería muy diferente: esquimales y beduinos serían los primeros. Si el parámetro fuera el intento de conciliación de acción y ética, Oriente estaría a la cabeza, y por poner un ejemplo último, si fuera la organización familiar y la armonización entre las relaciones familiares y sociales, los aborígenes australianos serían los que encabezarían el ranking.

7.- Lugar de la civilización occidental

La argumentación anterior puede tacharse de excesivamente teórica. Si miramos al mundo real, vemos que todas las culturas emiten juicios sobre las demás, y todas reconocer la superioridad de la llamada cultura occidental, adoptando su patrones, ocupaciones, género de vida, vestidos y ocios. Es una aceptación tácita de que una de las culturas está por encima de las demás. Los países subdesarrollados reprochan a los otros en las asambleas internacionales no es que los vayan occidentalizando, sino que no lo van haciendo a la suficiente velocidad.

Tocamos aquí un punto sensible: no podemos defender la originalidad de las culturas contra ellas mismas. Tenemos dos realidades incuestionables:

1.- Por primera vez en la historia de la humanidad desde sus inicios caminamos hacia una única cultura universal

2.- Desconocemos la consistencia del fenómeno.

Pero el hecho es que desde hace casi dos siglos la occidentalización del mundo es imparable; y si las culturas intentan conservar algo propio de su herencia tradicional, este intento se reduce a las superestructuras. Por otra parte, la adhesión a la forma occidental está lejos de ser tan espontánea como a los occidentales nos gustaría creer: es más una ausencia de opciones. Los pueblos subyugados no podían sino aceptar las pautas de reemplazo que se les ofrecían.

No siendo el consentimiento, ¿cuál puede ser el motivo de la superioridad occidental? ¿No será la mayor disponibilidad de energía para forzar ese consentimiento? Este aspecto es muy objetivo, alejado de las subjetividades del anterior. Dos valores de la cultura occidental se imponen sobre los demás, cada uno de ellos atemperado por sendos mecanismos compensadores:

1. La cultura occidental busca siempre acrecentar la energía per cápita disponible. Contra ello está la enorme desigualdad en el reparto de la misma.

2.- Pretende asimismo conservar la vida humana y prolongarla lo más posible. Contra ello están las enormes, cuantiosas y desastrosas guerras, como las dos mundiales.

8.- Azar y civilización

La visión ingenua, ignorante de la diversidad y complejidad de las tareas más elementales) indica que los descubrimientos cruciales de la historia de la humanidad (el fuego, la alfarería, etc) de deben a sucesos azarosos y que sólo en la era de los descubrimientos modernos interviene el genio. La alfarería ofrce un ejemplo paradigmático de técnica tachada de sencilla únicamente por los ignorantes de dicho arte. El azar nunca puede dar razón de estas técnicas, y cada maniobra de nada vale sino es en conjunto con las demás, desde la extracción de elemento moldeable o arcilla, el añadido de los ingredientes que le dan características moldeables, el moldeado, el cocido...hay motivos para suponer que el ingenio, la inventiva y el esfuerzo creador se mantiene constante desde que el hombre es hombre. Seguro que existe el azar, pero por sí mismo nada produce. Durante 2500 años el hombre ha conocido la electricidad, conocida por azar; y no la ha podido utilizar. Y en la inutilidad se hubiera quedado sin el genio de Ampere, Faraday, Maxwell, Lenz y tantos otros. El azar no desempeñó mayor papel en el invento del arco, el boomerang o la cervatana, en el descubrimiento de la agricultura o la ganadería, que en el de la penicilina. En las sociedades primitivas no hay menos Pasteurs que en la nuestra.

Para obtener un resultado los factores psicológicos no son suficientes: hace falta un número suficiente de individuos orientados en la misma dirección: un público para el creador; y esto a su vez depende de muchos factores anteriores. Esto hace que en la sociología se introduzca la noción de probabilidad. Explicar las diferencias en el curso de las civilizaciones es una tarea imposible de llevar a cabo por la infinidad de hilos implicados, con le problema añadido de que el mero sondeo en sociedades actuales modifica el parámetro estudiado, como saben los antropólogos de campo. Por todo ello, se introducen en sociología técnicas probabilísticas. Pero lo importante ahora es recordar que no se debe a una mayor disponibilidad del genio entre nuestros contemporáneos la complejidad y volumen de descubrimientos modernos.

Lo que sí es cierto es que la civilización occidental moderna ha resultado ser mucho más acumulativa que las demás. Después de disponer del capital neolítico inicial, supo introducir mejoras (escritura alfabética, aritmética, geometría), que tras un parón milenario (edad media) se reveló como foco de las revoluciones del pensamiento y de la técnica de los siglos XVIII y XIX. Dos veces y con un intervalo de diez mil años ha ocurrido una acumulación de una multiplicidad de invenciones en un mismo sentido y en un lapso de tiempo lo suficientemente corto como para producir altas coordinaciones técnicas. Dos reacciones en cadena, desatadas por cuerpos catalizadores, sólo dos. Otras exhibieron también caracteres acumulativos, pero en dominios diferentes y muy parciales de la actividad humana. Estas dos revoluciones globales son, por supuesto la revolución neolítica y la industrial.

1.- La revolución neolítica. Se produjo simultáneamente en la Cuenca Egea, Egipto, el Cercano Oriente, en valle del Indo y en China. Casi a la vez en el continente americano. No dependió del genio de una raza o de una cultura, sino de condiciones tan generales que caen fuera del conocimiento consciente de los humanos.

2.- La revolución Industrial. Se produjo primero en Inglaterra, luego en EEUU y Japón; desde 1917 en la URSS y de ahí al resto del mundo. A escala de los milenios, simultáneamente en todo el globo. Tenemos la certeza de que si no se hubiera desarrollado primero en Europa Occidental por haberse dado allí las condiciones necesarias, hubiera sido cualquier otro lugar.

Se hace necesaria ya una nueva puntualización al respecto de la clasificación de las culturas en estacionarias y acumulativas, añadida a la puntualización de que es relativa a nuestros intereses, como hemos mostrado más arriba. Se trata de que dicha distinción deja mucho de ser nítida: todas las historias son acumulativas y las diferencias son de grado, no esenciales. Se sabe que chinos u esquimales desarrollaron artes mecánicas a las que poco faltó para desarrollar la masa crítica que los catapultase a otro tipo de civilización. Así, la escasez de "culturas más acumulativas" frente a las "culturas menos acumulativas" concierne al cálculo de probabilidades. La aparición de sistemas más sencillos es más probable, y por lo tanto más numerosas que la de los más complicados. Si buscamos sólo los más complicados, los sencillos nos parecerán triviales y no haremos justicia a su complejidad. Es, en otra versión, el problema de Hume de porqué hay tan pocas mujeres guapas: si todas lo fueran, llamaríamos guapas al reducidísimo grupo de las más guapas, pareciéndonos las demás triviales en su belleza.

9.- La colaboración de las culturas

Siguiendo con el símil probabilístico, un jugador de ruleta que apostara a series muy largas, no tardaría en arruinarse. Pero una coalición de varios de ellos que jueguen a series más cortas en distintas ruletas y que estén dispuestos a compartir ganancias y pérdidas y que pudieran unir los resultados, tendrían dividendos muy diferentes. Estas segunda situación se parece mucho a la de las culturas que han conseguido formas de historia más acumulativas. En la medida en que una cultura apuesta únicamente con sus propios recursos, nunca podrá ser "superior". De estas observaciones emanan dos consecuencias.

1.- En la historia humana, una combinación o serie (seguimos el símil de la ruleta) de orden n necesitó un tiempo t para surgir las primeras culturas datan de 500.000 años, y tardaron hasta hace 10.000 años en transformarse. No se porque los integrantes antiguos fueran menos inteligentes que nos posteriores, y el salto pudo darse mucho antes, o mucho después, o nunca. El hecho no tiene mayor significación que el número de tiradas necesarias para obtener la secuencia salvadora.

2.- Lo que es cierto en el tiempo no lo es menos en el espacio, pero debe ser expresado de otra manera. La posibilidad que tiene una cultura de totalizar este complejo de invenciones de todo orden que nosotros llamamos civilización, está en función del número y diversidad de culturas con las que participa en la elaboración —con mayor frecuencia involuntariamente— de una estrategia común. La comparación entre el Nuevo y el Antiguo Mundo en la víspera del descubrimiento ilustra bien esta doble necesidad. La diversidad Europea, vieja de milenios, no era comparable con la americana, muy diversa pero en pequeño grado debido a las comparativamente recientes divergencias culturales. Además. Junto a logros sorprendentes, las civilizaciones precolombinas tienen muchas lagunas. Tienen, por decirlo de alguna manera, «agujeros». Por su parte, la Europa del renacimiento era un crisol de antiguas culturas: tradiciones griega y romana, germánica y anglosajona con influencias árabes y chinas.

La fatalidad para una cultura es estar sola. Los intentos bienintencionados, a veces torpes y poco satisfactorios para la mente, de justificar la contribución de las culturas y de las razas a la civilización suelen adolecer de tres errores:

1.- Acordar el mérito de tal o cual invención a una determinada civilización nunca es seguro. A modo de ejemplo, el maíz, atribuido a cruces de especies silvestres por los americanos parece haber sido llevado a América desde el sudeste asiático.

2.- Las contribuciones culturales siempre pueden repartirse en dos grupos:

A. Por un lado, existen adquisiciones aisladas, cuya importancia suele ser fácil de evaluar. Por ejemplo, el tabaco de América. Por muy interesantes que sean para nuestra vida, su inexistencia no se sacudirían las raíces de nuestra civilización.

B. Por otro, contribuciones que ofrecen un carácter de sistema, que corresponden a la manera propia como cada sociedad eligió expresar y satisfacer las necesidades humanas. Es difícil ver cómo una civilización podría contar con aprovecharse del estilo de vida de otra a menos que renunciara a ser ella misma.

3.- No hay contribución sin receptor. Si se puede decir que existieron culturas concretas en el espacio y en el tiempo que contribuyeron, nos preguntamos legítimamente dónde está el receptor, cuál es esa civilización mundial receptora de todas esas influencias. Cuando hablamos de civilización mundial, no designamos una época o un grupo de hombres: nosotros utilizamos una noción abstracta a la que otorgamos un valor moral. Querer evaluar las pesadas aportaciones

culturales de una historia milenaria, y todo el peso de las ideas, del sufrimiento, del deseo y de la labor de los hombres que les han acompañado en la existencia, refiriéndoles exclusivamente al escalón de una civilización mundial que tiene todavía una forma hueca, sería empobrecerlas singularmente, vaciarlas de su consistencia y conservar sólo un cuerpo descarnado.

Por el contrario, el verdadero valor de las culturas no es su mayor o menor contribución a la lista de logros, sino su radical diferencia de las otras. El sentimiento de gratitud y humildad que cada miembro de una cultura debe tener para con las demás debe fundarse en la convicción de que las demás son diferentes a la suya, y que quizás nunca sea capaz de comprenderlas. La civilización mundial no es un concepto límite de una civilización concreta, pues no puede haber civilización sino como amalgama de culturas diferentes, unidas a pesar de la diferencia. La civilización mundial no podría ser otra cosa que la coalición, a escala mundial, de culturas que preservan cada una su originalidad

10.- El doble sentido del progreso

Estamos ante una paradoja: el progreso cultural está en función de una coalición entre culturas diferentes, dicha coalición supone hacer comunes probabilidades de ganancia que cada cultura encuentra en su desarrollo histórico. Ahora bien, ese juego tenderá a homogeneizar los recursos de cada cultura/jugador, y con ello se tenderá a eliminar la diversidad, que era la condición inicial. Esta paradoja tiene dos remedios:

1.- Cada cultura/jugador provoca en su juego separaciones diferenciales. Ello es posible, pues cada sociedad/jugador se compone de una coalición de grupos (confesionales, profesionales o económicos) y cada apuesta está realizada por todos los componentes de la sociedad. Las desigualdades sociales son el ejemplo más llamativo de esta solución. Las dos revoluciones citadas más arriba (neolitica e industrial) favorecieron el florecimiento de una gran diversidad de clases sociales. Si bien se pensaba que al progreso técnico llevaba a la diferenciación social, en relación de causa/efecto, ahora se piensa que entre ambos existe una correlación funcional, no de causa efecto.

2.- Introducir nuevos participantes externos en la apuesta cuyas apuestas sean muy diferentes de las iniciales de la sociedad dada. Las expansiones coloniales son de este tipo. La revolución industrial se hubiera agotado muchísimo antes si no se hubieran introducido en la ecuación a los pueblos colonizados.

En ambos casos la solución pasa por ampliar la coalición, ya sea por diversificación interna o por admisión de nuevos participantes. No obstante, el proceso no deja de ser paradójico; proceso que podemos resumir en la manera siguiente: para progresar, es preciso que los hombres colaboren. En el curso de esta colaboración, ellos ven identificarse gradualmente las aportaciones cuya diversidad inicial era precisamente lo que hacía su colaboración fecunda y necesaria. No obstante, el deber sagrado de la humanidad es conservar ambos términos: diferencia y colaboración. A este respecto las instituciones internacionales tienen por delante una tarea inmensa. Deben aventar el pasado e insuflar aires frescos nuevos, deshacerse lo menos dolorosamente posible de residuos sin valor, de modos de colaboración que constituyen un peligro permanente de infección, a modo de restos putrefactos, para las sociedades internacionales. Tales instituciones deben desbrozar, amputar si fuera necesario, y facilitar el nacimiento de otras formas de adaptación.

Pero a la vez debe huirse de soluciones planas, uniformes. La necesidad de preservar la diversidad de las culturas en un mundo amenazado por la monotonía y la uniformidad, no ha escapado ciertamente a las instituciones internacionales. Estas también comprenden que para alcanzar esta meta, no será suficiente con cuidar las tradiciones locales y conceder un descanso a los tiempos revueltos. Es el hecho de la diversidad el que debe salvarse, no el contenido histórico que le ha dado cada época y que ninguna podría perpetuar más allá de sí misma.

Hay pues que fomentar las potencialidades secretas, despertar todas las vocaciones en conjunto que la historia tiene reservadas. Además hay que estar preparados para considerar sin sorpresa, sin repugnancia y sin rebelarse lo que de inusitado seguirán ofreciéndonos todas estas nuevas formas sociales de expresión. La tolerancia no es una posición contemplativa que dispensa las indulgencias a lo que fue o a lo que es; es una actitud dinámica que consiste en prever, comprender y promover aquello que quiere ser. La diversidad de las culturas humanas está detrás de nosotros, a nuestro alrededor y ante nosotros. La única exigencia que podríamos hacer valer a este respecto (creadora para cada individuo de obligaciones correspondientes) es que se realice bajo formas, de modo que cada una de ellas sea una aportación a la mayor generosidad de los demás.